Por la mañana, Hamdani llega con retraso y con aire apurado. Se ha visto atrapado en un atasco de tráfico, nos explica entre disculpas. Hace una mañana soleada, lo que quiere decir que una nueva jornada de fuego se cierne sobre Fez. Los únicos que están a salvo son los turistas que se alojan tras los inexpugnables muros de los hoteles de lujo, y que disponen por ello de grandes piscinas donde zafarse del castigo. A propósito del hotel, Hamdani se interesa por cómo lo hemos encontrado.
– Muy bien. Más que suficiente -le respondo.
Antes de salir de Fez, paramos en una teleboutique para telefonear a mi familia de Rabat, adonde esperamos llegar a la caída de la tarde. El establecimiento está en un barrio residencial de las afueras, rodeado de monótonos bloques blancos. Son viviendas muy humildes, pero algo que llama la atención es que en muchas de las ventanas se ve el plato de una antena parabólica. La televisión marroquí es difícilmente soportable, y a través de las parabólicas es posible acceder, por contra, a todos los brillos de Eldorado. Desde la Liga de Campeones de fútbol hasta los opulentos bulevares de Los Ángeles. Desde los tiernos dibujos de las películas de Walt Disney hasta las depravadas e incansables rubias platino que lo hacen todo en los filmes pornográficos europeos. Antes de volver a subir al coche nos quedamos unos minutos observando los bloques del arrabal de Fez. Otra instantánea para añadir al siempre postergado retrato de lo corriente.
De nuevo en ruta, discutimos el plan del día. Hamdani dice que tenemos tiempo suficiente para verlo todo y llegar a Rabat a tiempo. Es cuestión de organización, y de pensar bien lo que se quiere ver. Alaba cómo hemos organizado nuestro viaje, que hoy termina por lo que a él respecta. Se queja de las personas que vienen con mucho dinero pero ninguna organización, a quienes alguna vez ha debido conducir.
– Riegan el dinero por todas partes pero no ven nada -se lamenta-. Se pasan el día bebiendo whisky y buscando hoteles de lujo con aire acondicionado, sin interesarse por conocer nada del país.
En ese caso, asegura, él no se esfuerza, se aparta y procura estorbarles lo menos posible. Considera que con esa gente no tiene nada que hacer. Los lleva a los lugares cómodos que buscan y se olvida de ellos.
Nuestro primer destino de esta jornada es la antigua ciudad romana de Volúbilis, en las proximidades de Meknés. Para ir allí tomamos la carretera de Uazzán hasta pasado el río Mikkes y luego nos dirigimos al valle del río Krumán. La ruta no depara hallazgos de interés hasta que aparece ante nuestros ojos este valle, una amplia extensión de campos ocres con algunas tupidas arboledas. En medio de él, sobre una elevación, se encuentra la ciudad romana, que desaparece momentáneamente de nuestra vista cuando nos acercamos. Aparcamos en el centro de recepción de visitantes, muy poco concurrido por lo temprano de la hora. Le ofrecemos como siempre a Hamdani que nos acompañe a visitar las ruinas, pero declina nuestra invitación. Nos esperará a la sombra, junto al coche. No debemos darnos ninguna prisa por él, insiste. Pagamos nuestras entradas y nos dirigimos al recinto. Hay que subir una colina, tras la que se encuentra la ciudad. Sopla un viento débil, cuyo suave murmullo recorre el valle.
Volúbilis, cuando aparece ante nuestros ojos, nos sorprende vivamente. Es de verdad grande: la vista se pierde entre los restos de sus edificaciones. La ciudad, fundada quizá en el siglo I antes de Cristo, fue romana desde mediados del siglo siguiente. En ella tenían su sede los procuradores de la provincia tingitana, y durante los siglos II y III conoció un cierto esplendor. Estaba rodeada por casi tres kilómetros de murallas, tenía un capitolio, un foro, numerosos templos y mansiones, barrios industriales. Al parecer, el aceite de oliva era una de sus principales riquezas. Sus acomodados patricios levantaron sus lujosas villas, espléndidamente adornadas con mosaicos y estatuas, a lo largo del decumanus maximus, la gran avenida que cruzaba la ciudad desde la puerta de Tánger hasta la puerta occidental. En mitad de la avenida se levantó en el siglo Viii un gran arco del triunfo, que se conserva en buena parte. Volúbilis entró en decadencia a partir de ese siglo, pero durante varios más mantuvo cierta importancia. Los árabes que llegaron en el siglo Viii la encontraron habitada por bereberes cristianos que seguían hablando en latín. Muchos de los tesoros de Volúbilis, sobre todo las estatuas, están en el museo arqueológico de Rabat. Pero los mosaicos, de gran valor, pueden contemplarse casi todos en su emplazamiento original. La desgracia de Volúbilis fueron los terremotos que la asolaron, y quizá por encima de ellos haber sido objeto de la atención del megalómano sultán Mulay Ismaíl, que la saqueó de todo su mármol para construir sus palacios de la cercana Meknés. Por lo que leemos y nos contarán las gentes del lugar, existe unanimidad en sostener que lo de Mulay Ismaíl con el mármol era una afición patológica.
Volúbilis invita a pasearla con negligencia. Nuestras guías aconsejan un número innumerable de mosaicos, situados en los restos de las antiguas casas señoriales. En lugar de localizarlos sobre el mapa e irlos buscando entre las piedras, preferimos caminar de aquí para allá y de pronto encontrarnos alguno y admirarlo como si fuera un descubrimiento que nos depara la fortuna. Tropiezo con uno que representa el mito de Orfeo, en la parte sur de la ciudad. Causa cierta extrañeza observar durante unos minutos la trama romana de esa imagen y acto seguido levantar la vista y encontrar se con un horizonte marroquí. No son cosas que estén habitualmente reunidas en nuestra visión cargada de ignorancias y prejuicios. Por cierto que desde el patio de la Casa de Orfeo se comprende que juba, rey de Mauritania, pusiera aquí la ciudad, y también que los romanos la consolidaran después. Volúbilis se emplaza sobre un altozano privilegiado, expuesto a un aire de inusitada pureza, y desde ella se domina una gran distancia en cualquier dirección.
Es singularmente placentero caminar por los restos del foro, entre lo que queda del capitolio y los templos. Resulta curioso pensar en el extraño y sinuoso camino por el que hasta esta atalaya magrebí (al extremo occidente) llegó a través de los romanos el espíritu del ágora griega. Los bereberes de Volúbilis venían aquí a discutir de los asuntos públicos como en su día se hiciera en la plaza de Atenas, y a ventilar sus pleitos de la misma forma en que se ventilaban en el foro romano. Departían sobre estos escalones, al pie de estas columnas entre las que hoy crece el pasto. A ningún viajero que haya estado en Roma puede dejar de impresionarle la magnitud relativamente humilde de su foro, que tanto contrasta con la potencia de la idea que lo alienta. Resulta asombroso ver cómo esa misma idea pudo fructificar aquí, en Volúbilis.
Pudo ser en esta plaza donde Mulay Idriss, a fines del siglo Viii, fue proclamado imán. Mulay Idriss, que tan ingratamente contribuiría a la agonía de Volúbilis fundando Fez. Uno no puede rehuir la tentación de imaginar, mientras pasea entre las villas dispuestas a ambos lados del decumanus maximus, cómo fue muriendo la ciudad de los opulentos comerciantes de aceite; cómo dejó de haber en sus calles bellas muchachas vestidas con finas túnicas y cómo dejaron de celebrarse las fiestas de verano en sus patios con estanques. Un día, los ricos palacios fueron invadidos por los campesinos hambrientos y se dejó de leer a Séneca en sus bibliotecas. Hoy, desde el punto más alto de Volúbilis, al que trepamos sorteando el peligro de unas chatarras oxidadas, conmueve ver las siluetas truncadas de sus ruinas. Esas siluetas fragmentarias guardan para nosotros la nostalgia de aquel esplendor que se esfumó bajo el soplo potente del Islam. Salvo el arco del triunfo, el largo y ostensible trazado del decumanus maximus y un par de muros y una docena de columnas enhiestas alrededor del foro, el resto fue abatido por el tiempo. A fin de cuentas, el tiempo no tiene más misión comprobada que ésa, abatir lo que contra él se levanta. En todo caso, Volúbilis (esclarecedor su mismo nombre) merece la parada y la visita y también la pereza con la que nos retiramos, demorándonos por sus rincones para atisbar todavía algún otro rastro de los lejanos días de su poder perdido.
Hamdani nos aguarda junto al coche, y como siempre nos pregunta si nos ha gustado lo que hemos visto. Sospecho que él no conoce Volúbilis, porque no puede permitirse el lujo de pagar el precio para turistas de la entrada y porque su singular pundonor o su conciencia del deber le impiden aceptar que aquéllos a quienes aquí trae le inviten. Quizá simplemente no le atraiga, quién sabe. Pero cuando le digo que ha resultado una interesante experiencia, asiente y afirma con cierto orgullo:
– Sí, dicen que es muy bonito.
Por las carreteras que serpentean entre las colinas, llegamos poco después a Mulay Idriss, la ciudad que se considera santa por albergar el sepulcro de Mulay Idriss I el Grande, descendiente de Mahoma y fundador de la primera dinastía árabe de Marruecos. La ciudad surge tras una revuelta de la carretera y tiene la forma de la joroba de un dromedario. La han levantado sobre un monte sin dejar ni un solo resquicio por cubrir. Faltan sólo algunas semanas para las peregrinaciones de agosto, que congregan aquí a un gran número de marroquíes. Hay restricciones de acceso a determinados lugares para los no musulmanes, así que le pedimos a Hamdani que nos acerque a alguna elevación a propósito para ver bien la ciudad. El coche remonta con dificultad las cuestas hasta un descampado ante uno de los flancos de Mulay Idriss. Nos bajamos y en los cinco minutos que nos entretenemos se nos acerca el inevitable guía espontáneo. Al cabo de un par de indagaciones, nos habla directamente en español, un español atroz, pero incontenible. Nos ofrece guiarnos al interior de la ciudad santa, nos cuenta la historia de Mulay Idriss, nos dice que la ciudad es la segunda más santa después de La Meca, etcétera. La verdad es que en nuestro itinerario de esta jornada no hemos reservado un hueco para visitar como quizá se merecería Mulay Idriss. Nos cuesta hacérselo comprender, y aún nos acompaña hasta el coche y sigue ofreciéndonos sus servicios hasta que todos hemos vuelto a instalarnos en nuestros asientos.
– Lástima que tú no tener tiempo para ver Mulay Idriss. Poco haber mejor en todo Marruecos -advierte, como si nos compadeciera.
Sin embargo, antes de alejarnos de Mulay Idriss, todavía podemos contemplarla desde otros dos puntos, alguno más ventajoso que el primero. La abombada ciudad blanca resplandece tranquila bajo el mediodía. Tras ella está el macizo del Zarhun, con sus altas montañas cubiertas de árboles, que la rodean como si la protegieran del curioso. El santuario de Mulay Idriss, casi en la cúspide de la joroba, consta de varios edificios blancos con puntiagudos tejados verdes. Las casas se arremolinan a su alrededor, completamente apretadas y sin someterse a ningún orden racional en su disposición. Hay algo que desahoga el alma en este desprecio de los marroquíes por el trazo perpendicular a la hora de hacer ciudades. Es como si las casas se enroscaran las unas sobre las otras, en una promiscuidad deliberada, astuta, gozosa.
El dromedario blanco queda atrás, dejándonos una de esas sensaciones de prisa excesiva que a veces acometen al viajero que intenta abarcar demasiado. Apuntamos hacia Meknés, a sólo un par de decenas de kilómetros. Llegaremos con tiempo de hacer alguna visi ta antes de comer. Aunque lo intente, no puedo utilizar la hispanización usual del nombre de la ciudad, Mequínez, que me parece especialmente cómica y ante todo innecesariamente forzada. Meknés dice Hamdani y Meknés se queda.
Para describir la imagen que ofrece la ciudad en la distancia, vale parcialmente, aunque no resulte demasiado sugerente, el apunte que dejó Domingo Badía: "La altura en la que está situada es pequeña y su triple lienzo de murallas forma un recinto capaz de contener un ejército numeroso, además de la población. Dichas murallas tienen quince pies de elevación sobre tres de espesor con algunas aberturas de trecho en trecho. La ciudad, mirada desde lo alto del camino, presenta una hermosa perspectiva con sus torres. Está rodeada de huertas y olivares en anfiteatro". Meknés es una ciudad llana y extendida, de la que destacan las torres de sus mezquitas, el recinto de sus murallas y la vegetación que la circunda. Hay una parte nueva bastante más impersonal, que se sitúa frente a la vieja, y claramente separada de ella. El limitado tiempo que hemos reservado para Meknés nos fuerza a prescindir de esta parte más moderna.
Hamdani nos da un paseo por las calles y carreteras que siguen la larga línea de las murallas de la vieja Meknés. Es sin duda la ciudad más fortificada que hemos visto en Marruecos, y eso tiene algo que ver con la personalidad de quien fue el máximo impulsor de su desarrollo, el sultán Mulay Ismaíl, contemporáneo de Luis Xiv (con el que tuvo una cierta relación y de quien incluso quiso desposar una hija). La ciudad, originariamente llamada Meknés ez-Zeitun ("Meknés de los olivos") fue fundada muchos siglos atrás y después conquistada y reedificada por los almorávides y los almohades, pero fue Mulay Ismaíl quien realmente construyó la Meknés imperial. De ella hizo su capital a medida, alternativa y en parte premeditado contrapeso de Fez y Marrakech. Fue Mulay Ismaíl un sultán implacable y poderoso, uno de los po cos (si no el único) que llegó a ejercer su poder incluso en el indómito norte del país. La verdad es que sus súbditos tenían muy buenas razones para temerle. Aparte de dedicarse al saqueo de mármol en Volúbilis, a Mulay Ismaíl se le atribuye haber cometido con sus propias manos una cantidad fabulosa de homicidios (de 20.000 a 30.000, según las fuentes) y una invencible propensión a arrasar cualquier vestigio de quienes le habían precedido en el trono.
Aparcamos el coche en la amplia y bastante diáfana plaza el-Hedim, estratégicamente situada entre la medina y la ciudad imperial. De esta última visitamos las atracciones principales, o mejor dicho las que se nos permite visitar. La mayor parte de la superficie la ocupa el recinto prohibido del Palacio (Dar-el-Majzén), que alberga incluso un gigantesco campo de golf dentro de sus muros (resulta chocante imaginarse las onduladas praderas verdes en medio de las viejas murallas de textura arenosa). Lo que sí podemos ver es el mausoleo de Mulay Ismaíl, uno de los pocos templos en los que se permite el acceso a los no musulmanes, nos dicen que por deferencia especial de Mohammed V y en homenaje al mariscal Lyautey, que siempre fue un infiel respetuoso del Islam. El mausoleo es por supuesto un edificio blanco de tejados verdes, al que se entra a través de una magnífica puerta de piedra labrada. Hemos de descalzarnos y caminamos sobre las esteras hasta la sala donde se encuentra el sepulcro del gran malvado (o gran héroe, según se mire; los marroquíes le consideran uno de sus máximos sultanes, por sus victorias militares y su devoción islámica). La sala principal, más bien pequeña, se encuentra profusamente decorada e invita al recogimiento. Nos quedamos durante un rato en una de sus dependencias, cálidamente iluminada por una luz cenital.
No lejos del mausoleo se encuentra el Kubbet-el-Jiyatin, un antiguo pabellón en el que se recibía a los embajadores, y a muy pocos pasos una entrada a los subterráneos. Junto a esta entrada se nos ofrece un guía oficial, sin demasiada vehemencia. Sabe que los extranjeros no se hacen de rogar para que les enseñen las famosas prisiones subterráneas de Mulay Ismaíl. Hamdani nos aconseja que le contratemos y así lo hacemos. El guía nos precede por la escalera y desembocamos en unos inmensos silos abovedados de firmes columnas. Aquí se nos refiere la historia. Estos sótanos eran las prisiones de Mulay Ismaíl, que construyeron a la fuerza los mismos que fueron recluidos después en ellas: prisioneros cristianos de España, Portugal, Holanda, hasta un número de 30.000 o 40.000. Las argollas que se ven en las columnas eran donde se encadenaba a los prisioneros. Aquí morían a miles, y los que sobrevivían, después de tanto tiempo en esta oscuridad, quedaban ciegos al volver a ver la luz del día. Es un ambiente efectivamente tétrico, reina una intensa humedad y la temperatura resulta en varios grados inferior a la que hay fuera. Según nos cuenta el guía, los corredores subterráneos conducen a una salida situada a muchos kilómetros de la ciudad, en dirección a Volúbilis. Por ellos se traía el mármol que Mulay Ismaíl ordenó arrancar de la antigua ciudad romana. Eran también prisioneros quienes lo traían, naturalmente. No sabemos si en realidad hubo alguien encerrado aquí alguna vez. Las versiones más fiables dicen que esto era un simple almacén que permitía al previsor Mulay Ismaíl tener cubierta una de sus más persistentes obsesiones: que la ciudad dispusiera en todo momento de provisiones suficientes para resistir un largo asedio. Paseamos un rato entre las colosales columnas que sujetan la bóveda, sin alejarnos demasiado para evitar que nos suceda lo que a esos turistas que anduvieron tres días perdidos por el laberinto. Un grupo de británicos se aventura riendo ruidosamente en las profundidades del subterráneo. Gente sin miedo a la leyenda.
En la ciudad imperial nos vemos casi obligados a entrar en un comercio de alfombras, pese a que no tenemos ninguna intención de comprar una. El dependiente dice que le da igual, que siempre que puede pone en práctica la máxima de los vendedores de alfombras beduinos: es bueno enseñar las alfombras, aunque no te las compren, porque así les da el aire. Lo recita en español y con una ancha sonrisa, pero cuando nos vamos sin comprar nada, como le avisamos, deja que esa sonrisa se le congele en los labios.
La mellah, el barrio de los judíos, está también en Meknés cerca del palacio imperial. Echamos un vistazo, sin hallar en ella nada que nos atraiga (al margen de sus curiosos balcones), y nos dirigimos hacia la medina. La de Meknés es bastante más pequeña y menos impactante que la de Fez. Es en general menos oscura, y de ella destacan su mercado de aceitunas (de muchísimas clases), sus comercios de telas y sus puestos de animales vivos. Así, viva, es como prefieren aún hoy los marroquíes comprar la carne; con el calor y las carencias de higiene, mantener vivos los animales es la única forma fiable de conservarlos. Hamdani nos conduce a un telar tradicional, a cuyos dueños pide permiso para visitarlo. Nos dejan que entremos y nos quedamos embobados viendo a los operarios manejar las máquinas medievales con prodigiosa rapidez. Ellos ni se inmutan. Están acostumbrados a servir como atracción turística. En Meknés, igual que en Fez, hay bastantes turistas en la medina. Van (como nosotros mismos) vestidos con pantalones cortos y camisetas, muchos de ellos sin mangas. La blancura de sus miembros, de esa forma visible, desentona clamorosamente en el ambiente cargado y moruno de las callejas. Nos cruzamos con un par de chicas de aspecto nórdico, cuyos ojos azules y cuyos cabellos lacios y descoloridos nos parecen desvaídos frente a los ojos oscuros y el pelo fuerte y brillante de las marroquíes. Me sorprende recibir una impresión tan nítida de insipidez al ver a las mujeres europeas al lado de las del Magreb. Compruebo que mis ojos y mi sensibilidad se van acostumbrando a las intensidades de esta tierra, y temo no volver a sentir los sabores al volver a Europa.
Se nos ha hecho la hora de comer y Hamdani nos lleva a un lugar que conoce, cerca de la salida de la medina. Dice que es un sitio donde suelen ir a comer las familias los días de fiesta; un sitio como siempre seguro, barato y limpio. Ante la entrada del establecimiento, cuyas paredes se encuentran completamente revestidas de mosaicos de azulejos, está la inevitable parrilla con sus pinchos de carne chisporroteando humeantes al sol. Antes de entrar compramos unas uvas en un puesto de fruta. Su aspecto es muy apetecible, pero las compramos sobre todo por la insistencia de Hamdani, ya que dudamos si debemos comer algo que ha podido ser lavado con agua corriente (siempre el temor a la diarrea, que venimos esquivando aunque Eduardo y mi hermano han tenido amagos). Nos cuestan una cantidad ínfima, tres o cuatro dirhams, y las pasamos al restaurante sin que nadie nos ponga una mala cara. Hamdani nos consulta y esta vez la elección es unánime: carne de cordero a la parrilla para comer y té para beber.
Nos instalamos ante una mesa del segundo piso, en un rincón sombrío y apartado del paso. Aquí, bajo un providencial ventilador, nos regalamos una de las mejores comidas del viaje. La carne, que viene en abundancia, está deliciosa. El pan, como siempre, extraordinario. Y las uvas, una vez que superamos el miedo y aceptamos que nos suceda lo que a Alá le plazca, nos parecen una ambrosía digna de la mesa de los dioses. Entre sorbo y sorbo de té, disfrutamos de nuestros manjares y apuramos la que va a ser nuestra última conversación de sobremesa con Hamdani.
Comparando los precios de Marruecos con los de España, derivamos hacia el tema económico en general. Hamdani se queja de lo altos que son los impuestos, y también de algo más.
– Al final los impuestos sólo los pagan los pobres -asegura-. Los que tienen dinero se escapan. Los funcionarios se escapan. Sólo quedan los que no tienen ninguna influencia.
Le decimos que Eduardo es funcionario de Hacienda en España. Teme haber metido la pata y observa cuidadosamente:
– Ah, entonces usted tampoco pagará impuestos.
– Nada de eso. Pago como todos -dice Eduardo.
Hamdani menea la cabeza, asombrado.
– ¿Que paga impuestos? No creía que los funcionarios de Hacienda pagaran impuestos en ninguna parte. Si ellos son los que los controlan.
– Pues en España sí pagamos -insiste Eduardo.
A nuestro conductor le cuesta un rato creerlo. Sin embargo, desemboca en una conclusión de más calado.
En el fondo, todos estamos siempre pagando impuestos, de una manera o de otra. Toda la vida es pagar impuestos. Hasta los regalos que uno le hace a la mujer, cuando se casa, son impuestos. Siempre hay que andar pagando, antes de estar seguro de qué es lo que van a devolverte. Ésa es la vida.
Hamdani bebe sin prisa de su vaso de té, dejando que sus ojos diminutos se pierdan en una distancia que está más allá de las mugrientas paredes del restaurante de Meknés, quizá en el sur donde nació. Grupos de mujeres y niños suben y bajan alborotando por la escalera que comunica con el piso de abajo. A través de la ventana nos llegan los sonidos de la calle y una estrecha franja de luz viva que rompe en dos la sombra de nuestra mesa. Intuyo que recordaremos siempre este almuerzo de Meknés, la charla grave y serena de Hamdani, el placer con que toma las uvas, casi el único alimento que ingiere. El agua fresca y dulce de esas uvas encierra un tesoro para los corazones como el suyo habituados a la áspera sequedad del desierto. Pero nuestro conductor no se atraca, las toma de una en una, con la misma mesura con que se bebe de una cantimplora que está a punto de agotarse. Es imposible no reconocer la superioridad moral de su parquedad sobre nuestra glotonería. Ya lo dejó advertido Mahoma: el origen de todas las enfermedades está en el estómago, y el ayuno es el mejor remedio.
Antes de abandonar Meknés, Hamdani nos lleva a admirar la tarde desde un jardín cercano al gran estanque del Agdal. En el estanque, el paranoico Mulay Ismaíl (hay que conceder que algo debía serlo) no sólo disponía de un gran reservorio de agua para resistir sus asedios imaginarios, sino también de un escenario para organizar delirantes batallas navales tierra adentro. Esta tarde junto al estanque del Agdal la gente va a refrescarse y a lavar los coches, y la superficie del agua refulge dolorosamente a la luz del sol. Desde nuestro observatorio vemos toda la Meknés nueva, extendida en la llanura, y más allá de los árboles y de las murallas los minaretes de las mezquitas de la vieja Meknés. No tiene quizá el encanto ni la dimensión de Fez, pero el paisaje resulta mucho más grato. Meknés de los olivos, quieta y tímida, pródiga en dulces y recónditas sombras bajo el furioso calor de la tarde. Antes de irnos recuerdo que fue aquí donde Joseph Klemms, el burlón artillero y cartógrafo alemán de Abd el-Krim, sedujo a la celosa muchacha marroquí que acabaría entregándole. Un lugar propicio para el amor y la traición.
Tomamos la carretera de Rabat, que registra bastante tráfico a esta hora de la tarde. La carretera no es mala, pero no deja de ser bastante escasa en comparación con las europeas, y la ruta que nos aguarda, de unos ciento cincuenta kilómetros, superará con holgura las dos horas. Los marroquíes, por otra parte, no conducen con especial precaución. En esta carretera, la primera en la que nos tropezamos con tráfico de verdad, menudean los adelantamientos temerarios y las forzadas salidas al arcén, que tampoco es una zona demasiado confortable como lugar de escapatoria. Hamdani sufre a los imprudentes con resignación, esquivándolos con las maniobras que resultan en cada caso precisas, siempre con la mínima brusquedad imprescindible y sin alterarse en ningún momento. Es una dificultad más de su trabajo, que asume y vence como las otras.
La ruta de Meknés a Rabat termina por hacerse un poco aburrida. Alterna la llanura cubierta de olivos y demás vegetación mediterránea, donde la fila de coches puede estirarse algo, con zonas de montes bajos entre los que la caravana serpentea más apretada. Entre sobresalto y sobresalto, nos abandonamos a la música andalusí de Bajdub, que tiene una cierta monotonía agradable y afinidades indudables con el flamenco: parece una forma embrionaria, algo más adusta quizá. Pasado el morabo de Sidi Bu-Lahzem se llega a Jemisset, una ciudad de aspecto más o menos nuevo sobre unas colinas en cuya subida la carretera se desdobla transitoriamente. Desde aquí continuamos camino hasta Tiflet y después hasta Sidi Allal-el-Babraui. Desde esta última, a apenas treinta kilómetros de Rabat, el paisaje se hace más hospitalario, verde y boscoso. También el tráfico se incrementa, a medida que nos acercamos a la capital, y la carretera empieza a parecerse más a lo que estamos acostumbrados en Europa.
La llegada a Rabat nos ofrece a la vista una llanura cubierta de árboles, en la que sólo se abre el gran espacio despejado del aeropuerto. Esta parte presenta un aspecto impecable de limpieza y conservación. La carretera corre a lo largo de una valla interminable tras la que se atisba un hermoso parque. De trecho en trecho se ve una garita con un centinela en uniforme de camuflaje y un fusil ametrallador terciado sobre el pecho.
– Son paracaidistas -explica Hamdani-. Todo esto que ven a la izquierda es el palacio del príncipe heredero.
Podemos recorrer dos o tres kilómetros antes de que se acabe la valla del palacio. Contiguo al recinto, y diríase que casi formando parte de él, hay un hipódromo, cubierto de césped como si esto fuera Epson. Todo está impoluto y los paracaidistas lucen imponentes en sus uniformes camuflados, con vistosos pañuelos al cuello. Es imposible no acordarse durante un segundo del polvo y la cochambre de Bab-Berred, pero nos guardamos prudentemente nuestra impresión por respeto a Hamdani. No sabemos si es o no súbdito leal y convencido de la corona, pero acaso sea todavía más im pertinente tratar de averiguarlo haciendo algún comentario malicioso.
Rabat, cuando al fin podemos ver la propia ciudad, se extiende discontinua por una serie de colinas poco pronunciadas, con grandes bosques de eucaliptos en sus alrededores. A lo lejos, a la luz del atardecer, se distinguen algunos minaretes, murallas, y las siluetas enfrentadas de la torre Hassan y el mausoleo de Mohammed V, una especie de cubo de mármol blanco con una pirámide verde que le sirve de cúspide. Es una ciudad hermosa y señorial, en la que se mezcla el aire europeo con la tradición marroquí.
Junto a la desembocadura del río Bu Regreg, donde se encuentra hoy Rabat, ya hubo asentamientos de fenicios y cartagineses, que llamaron Sala a su colonia (de ahí viene el nombre de Salé, la ciudad gemela al otro lado de la ría). Fue romana desde Claudio y después sede de musulmanes ortodoxos, quienes construyeron en ella un ribat o rábida (convento-fortaleza), de donde tomó su nombre actual. En ella soñó establecer su capital el almohade Yacub al-Mansur ("el victorioso"), quien levantó a fines del siglo Xii las murallas y una gran mezquita inacabada de la que la torre Hassan es el único vestigio.
Rabat no recobraría su esplendor hasta el siglo Xvii, cuando unos cuantos moriscos de los expulsados de España por Felipe Iii se establecieron en ella. Muchos de ellos venían del pueblo de Hornachos, en Badajoz, donde habían formado una comunidad mudéjar de antecedentes nobiliarios a la que Felipe II había otorgado privilegios. Los hornacheros, como se les conocería en adelante, llegaron a Rabat con buena parte de sus bienes, y su organización les permitió ponerse al frente de la ciudad. Constituyeron una junta de gobierno local y a cambio de un tributo anual obtuvieron de los sultanes saadíes el reconocimiento de su autonomía. Aliados con los habitantes de la vecina Salé, fundaron una república pirata, feliz ocurrencia que les serviría a la vez para obtener sustento y para vengarse de los reyes que les habían expulsado. Con ayuda de navegantes holandeses armaron una pujante flota que fue el azote de los mares, del Mediterráneo a las islas británicas, hasta bien entrado el siglo Xix. A comienzos del siglo XX, el sagaz Lyautey, escarmentado por las revueltas habidas en Fez a la instauración del Protectorado, decidió situar en Rabat su centro de operaciones. La eligió por ser una ciudad costera y con menos debilidades estratégicas. El obediente sultán Mulay Yussef siguió con su corte al Residente General francés y desde entonces es Rabat la capital del reino.
Hamdani conduce con soltura por las calles de Rabat, donde también tiene su casa. Damos un rodeo para evitar la zona de más tráfico y llegamos a un elegante barrio de edificios blancos.
– Éste es el barrio de las embajadas -dice Hamdani-. Aquí vive su tío. Es un barrio muy bueno.
Al menos parece tranquilo. Y sin que haya nada suntuoso en los edificios, ofrece un aspecto de orden y limpieza. Recorremos un par de avenidas y desembocamos en una calle pequeña y silenciosa. No es la primera vez que yo vengo aquí. Ya lo hice veintiocho años atrás, en mi primera visita a Marruecos, pero mi memoria no guarda de todo aquello más que retazos confusos que temo alterar artificialmente al tratar de hacerlos corresponder con alguna imagen concreta de estas calles. Buscamos un lugar para aparcar el coche y mientras lo hacemos veo en la ventana a una de mis primas. Pronto sale toda mi familia a saludarnos. A mi tía le hace especial ilusión que mi hermano vaya a verla a Rabat por primera vez. Mi tío nos recibe con idéntico alborozo. Él es musulmán y la hospitalidad es para él la primera regla. Desde que aparece mi tío, que no en vano es policía retirado, Hamdani adopta la misma actitud respetuosa que cuando nos cruzábamos a los gendarmes en la carretera. Después de ayudarnos a bajar las maletas, cambia unas palabras en árabe con mi tío y hace ademán de retirarse. Pregunto adónde va y mi tío me aclara que va a lavar el coche antes de de járnoslo.
Hamdani vuelve al cabo de una hora, cuando ya estamos instalados en la casa. Mi tía le invita a acompañarnos en nuestra merienda, lo que hace muy comedidamente. Al cabo de media hora, durante la que informa a mi tío de las vicisitudes del viaje y participa siempre con prudencia en la conversación, se levanta para despedirse. Salimos con él a la calle y antes de separarnos deslizo en sus manos una propina generosa, que es posible que sea igual o superior a su salario de los cuatro días anteriores. Para nosotros apenas representa un esfuerzo. Me avergüenza que pueda creer que sólo esa dádiva monetaria, una minucia para nosotros, es nuestra manera de recompensarle. Por eso antes de que se vaya le estrecho con fuerza la mano y le digo:
– Muchas gracias por todo. Sin usted el viaje no habría sido lo mismo.
Baja los ojos, no sé si porque al mismo tiempo le estoy dando dinero (qué infamante acto siempre, más para quien lo da, porque a él va a servirle al menos para regalar algo a su mujer y a sus hijas), o porque entiende que no tengo ninguna obligación de decirle eso. A veces en la vida nos encontramos con personas a las que sabemos que nunca podremos corresponder, busquemos como busquemos las palabras o los actos. Son personas de las que al final nos separamos con una sensación de torpeza e inacabamiento. Por alguna razón me sucede eso con nuestro conductor, aunque sólo hemos dispuesto durante cuatro días de su compañía. Me temo que tiene que ver con algo más que con él y conmigo; quizá con las dos orillas del estrecho que en el curso caprichoso de la historia ha terminado por erigirse en una especie de muralla.
Por la noche cenamos al aire libre, en un restaurante donde todos beben cerveza y suenan de vez en cuando teléfonos móviles. Las mujeres jóvenes (por ejemplo mis primas) llevan pantalones o faldas cortas. La atmósfera es fresca y el aire gratificante. En esta terraza de Rabat uno podría sentirse como si estuviera en un lugar de la costa europea, si no fuera porque a lo lejos se ve iluminada la torre Hassan, el bellísimo minarete interrumpido de la mezquita de Yacub alMansur (Hassan significa precisamente belleza). Después de la cena, vamos a pasear junto a la torre, por el hoy inmaculado recinto donde en otro tiempo se alzaba la mezquita inconclusa. Apenas se encuentra a dos calles de donde viven mis tíos. Frente a la torre se alza el lujosísimo mausoleo de Mohammed V, demasiado enjoyado para nuestro gusto. Preferimos acercarnos a la torre almohade, tosca y estilizada a un tiempo, y acodarnos en la balaustrada que da a la ría. Al otro lado se ven las luces de Salé, y recuerdo, esta vez sí, la primera vez que estuve en Rabat, cuando sólo tenía tres años y corría con una de mis primas por este mismo pavimento. Mi tía, que me acaba de enseñar una fotografía de esos instantes que constituían mi única memoria de aquel viaje, añade algo más:
– Aquí venía tu abuelo a pasear todas las mañanas, y siempre se asomaba a la ría. Le gustaba mirar Salé, ahí enfrente.
La voz de mi tía se quiebra un poco y la tibia y soñadora noche de Rabat queda por un momento velada por una bruma que no sale de la ría, sino que tiembla y porfía por derramarse desde mis ojos. Impido que caiga, aunque quizá no debiera. A todo hombre debe pasarle alguna vez que esa bruma resbale, para saber que ha vivido.