Despertamos temprano, con los ruidos de la calle. También ayuda el escozor de los brazos, el cuello y las piernas. Pese al derroche de crema protectora, estamos abrasados. En mi caso, lo peor es el brazo derecho, que el día anterior he llevado alegremente fuera de la ventanilla. Gracias al efecto combinado del sol y del aire ha adquirido un inquietante color carmesí y su temperatura es un par de grados superior a la del resto. Nos aseamos con los escasos medios que el hotel proporciona, aunque en su honor resulta forzoso consignar que el agua caliente es rápida y abundante.
Tomamos un buen desayuno, con café (fuerte y amargo), zumo, pan y unos bollos macizos bañados en un tosco chocolate. Desayunamos en el café que hay al lado del hotel, en la terraza que tiene dispuesta sobre la estrecha acera frente al trasiego ya notable de la calle. A nuestro alrededor, como siempre, unos cuantos marroquíes silenciosos nos observan. De dos en dos o de tres en tres, se demoran ante su té con hierbabuena y miran pasar la vida por delante de ellos, sin demasiado deseo aparente de intervenir.
Retrocedemos hacia Axdir. Nuestra intención es bajar a la playa frente al Peñón de Alhucemas, para acercarnos al mar. Tomamos una carretera que lleva al Club Méditerranée, un complejo turístico vallado y oculto por una frondosa arboleda. En nuestra ingenuidad pretendemos incluso entrar en él y servirnos de su carretera para llegar a la playa. Pero el vigilante nos indica que no podemos pasar. Por más que Hamdani se esfuerza en tratar de convencerle, alegando que sólo queremos tomar unas fotografías del peñón, el vigilante se muestra inflexible. Iba correctamente uniformado, como sin duda gusta a las solteronas francesas que vendrán a solazarse a este lugar, y observa con desdén nuestra indumentaria. Sus abuelos habrían inspirado terror a las solteronas francesas de su época; él cuida de que nada turbe la paz de las de la suya.Con eso consigue comer mejor que sus paisanos. Nada tenemos nosotros que reprocharle.
La alternativa es tomar un camino de tierra, o más bien de arena, que rodea el complejo y lleva hacia la parte no acotada de la playa. No parece aconsejable para el coche, así que dejamos a Hamdani junto a él y nos encaminamos a pie. Es temprano pero el sol ya castiga, y durante la breve caminata celebramos haber tenido la precaución de bajar con nosotros una botella de agua. Aparte del calor, el paseo resulta grato. Los olores, el ruido de las chicharras, el suave aire del mar. Hacia atrás se ven los montes pelados y amarillos, y sobre uno de ellos la torre delgada y blanca de una mezquita. Un hombre viejo vestido de chilaba blanca sube con un borriquillo. Llegamos a la playa.
En la playa, bastante ancha, no hay arriba de veinte personas. Eso sí, cuenta con un chiringuito completamente equipado. Su megafonía arroja al aire, a todo volumen, vieja música de los Bee Gees. De frente, sobre la apacible superficie del Mediterráneo, podemos ver los triángulos de los veleros con los que los felices huéspedes del club contiguo distraen su ocio. Más allá, como una estampa anacrónica, se divisa la solitaria fortaleza en que España convirtió hace siglos el islote que sobresale en medio de la bahía. Gracias a unos prismáticos y al teleobjetivo de una de nuestras cámaras, conseguimos verlo con mayor detalle. Los paredones naturales han sido continuados con murallas de piedra, hasta completar una plataforma elevada de unos cuarenta o cincuenta metros de altura. Sobre ella se asientan una veintena o acaso una treintena de edificios encalados, entre los que sobresale una torre rectangular. A la derecha de esa torre hay un mástil muy alto, y en la punta ondea la bandera roja y gualda, deslumbrada bajo el sol de África.
España ocupó el imponente pedrusco en 1673 y mantiene de forma más o menos legítima su soberanía sobre él desde 1767, año en que el sultán se lo entregó oficialmente para ser utilizado como presidio a cambio de un apoyo coyuntural contra los otomanos. Las defensas naturales y artificiales de la fortaleza, unidas a su situación aislada en medio del mar, a unos dos kilómetros de la costa, la hicieron casi inexpugnable. Incluso en los días oscuros de las campañas contra Abd el-Krim el peñón tuvo guarnición española, con lo que se daba la paradoja de que Alhucemas, el objetivo inalcanzable por tierra, se ofrecía constantemente a los ojos de las tropas que soñaban con invadirla. Y al revés, los beniurriagueles vigilaban todo el tiempo el peñón. Hacia 1890, mucho antes de que la guerra comenzara en serio, tenían permanentemente cien hombres apostados en la bahía para prevenir cualquier desembarco de los españoles. Los barcos de la Armada se acercaban por allí a aprovisionar y también en misión de reconocimiento, pero después del desastre debieron ser más cuidadosos. El 19 de marzo de 1922 el buque Juan de Juanes fue hundido por los rifeños, utilizando un cañón capturado a los españoles. Durante los años siguientes, el peñón fue frecuentemente machacado por la artillería enemiga, que estuvo a punto de echar abajo sus muros.
Desde el peñón miraban esta playa, y esta playa, y más allá de ella Axdir, sobre los montes que ahora tenemos a nuestra espalda, eran el corazón del enemigo. Ningún español podía poner aquí los pies, salvo si estaba desarmado y sometido al capricho de los inclementes beniurriagueles. La primera excepción de esta clase fueron los quinientos y pico prisioneros de Monte Arruit, que pasaron aquí su cautiverio de dieciocho meses, haciendo trabajos forzados para los rifeños. De ellos se salvaron trescientos y pico, contando una cuarentena de civiles, de los que a su vez una treintena eran mujeres y niños. Llama la atención que aquellos guerreros sanguinarios, que cortaban sus órganos a los soldados y se los metían en la boca para que se asfixiaran, fueran capaces de respetar la vida de treinta y tantos niños y mujeres y devolverlos a Melilla. Habría merecido la pena escuchar lo que tuviera que contar cada uno de esos prisioneros, después de vivir el pánico, la dureza de su prisión y el desenlace inimaginable del regreso a casa. Nos ha llegado al menos el testimonio de uno de ellos, el sargento Francisco Basallo, un curioso héroe que organizó la atención sanitaria a los enfermos y heridos y que dejó sus experiencias reflejadas en unas Memorias del cautiverio. En ellas refiere las privaciones de los españoles y las extorsiones continuas de quienes los custodiaban. Por hablar sólo de los que estuvieron después del desastre en Axdir, principalmente jefes y oficiales, cabe reseñar que al general Navarro le hicieron pasar las navidades de 1922 encadenado y atado a un poste como un pe rro. Poco antes le habían obligado a acarrear piedras para construir garitas bajo el fuego de artillería que hacían los españoles desde el peñón. A fin de aumentar el escarnio, los rifeños solían tocar la Marcha real mientras humillaban a los españoles. El general y los oficiales se hacinaban en un habitáculo mísero y oscuro, y las condiciones de los soldados y los civiles en los campos de internamiento de Ait-Kamara fueron todavía más duras. En definitiva, si no los mataron a todos, fue por la esperanza de obtener el rescate que finalmente se pagó por ellos. Más adelante habría otros muchos prisioneros españoles en Alhucemas, e incluso llegó a convertirse la referencia al lugar en una broma que los oficiales se gastaban entre sí cuando las cosas se ponían apuradas. Cuenta Mola que en una de esas situaciones comprometidas le dijo un colega:
– Como esto siga así, nos veo cavando trincheras en Axdir.
Mientras paseamos por la playa, viendo a nuestra derecha el mar y a nuestra izquierda las áridas colinas de la tierra de los beniurriagueles, recuerdo lo que fue aquella breve república independiente que aquí tuvo su capital. Después de la espectacular victoria de Annual, Mohammed ben Abd el-Krim disipó totalmente la desconfianza que inspiraba a su propia gente, debido a la larga colaboración que había tenido con los españoles. Además de ese sentimiento de recelo, debía cuidarse de las eternas intrigas del Rif, que ya en 1919 habían acabado con Abd el-Krim padre, muerto al ingerir unos huevos envenenados en casa de un rifeño que le había hecho gran festejo (varios historiadores afirman que la muerte le sobrevino por causas naturales, y que la versión del envenenamiento se inventó por razones políticas, pero los hijos del difunto sostenían que era cierta). Aunque la victoria lo volvía todo más fácil, Abd el-Krim aplicó su talento y su conocimiento de sus compatriotas. Sabía que el amor al líder era una pasión efímera en estas montañas, e instauró rápidamente un despotismo impla cable. Así consiguió extender su poder en los años siguientes a todo el Rif y al Yebala, desbancando en esta última zona al Raisuni, que la había dominado durante dos décadas. El 1 de febrero de 1923 Abd el-Krim se proclamó emir (príncipe), y más adelante, aunque él lo negaría furiosamente, se le llegó a atribuir la intención de proclamarse sultán. Sus detractores decían que ese propósito le había hecho inventarse una ascendencia que lo emparentaba con Omar Jatab, el tercer califa, sin tener en cuenta que en efecto había nacido dentro de la fracción de los Ait Jatab de Beni-Urriaguel (una familia que supuestamente procedería de Hedjaz, en Arabia). Y se le criticaba que se hiciera llamar sidna ("nuestro señor", como el sultán), pero consta que la mayoría de los rifeños, como los españoles antes de que se convirtiera en su más odiado enemigo, lo llamaban simplemente Si Mohand. Lo que en todo caso es cierto es que fue el primero en establecer un orden firme y duradero en el Rif, y que los impuestos que en su nombre se exigían se pagaban puntualmente (lo que nunca había pasado con los del sultán). A ello contribuyó sin duda la crueldad que no se privó de ejercer, por ejemplo en el Yebala, donde para escarmentar a los caídes insumisos y desalentar a quienes quisieran imitarles hizo que los castrasen delante de sus mujeres. Pronto fue tan odiado como amado, y los atentados que sufrió le persuadieron de la conveniencia de mantener siempre secreto su paradero. Pero no aflojó. Se permitió incluso reformas en las costumbres, con el inequívoco propósito de introducir algo de orden en su pueblo, al que sabía desorganizado y anárquico por naturaleza: obligó a los hombres a calzarse y afeitarse, hizo efectiva la oración cinco veces al día, prohibió el Rif y los blocaos domésticos que muchos rifeños levantaban en los aduares para defender su derecho a vivir a su antojo. Cuando los españoles le derrotaron, según Woolman, se encontraron con que les había hecho el trabajo de sometimiento, y se limitaron a suplantar con su propia autoridad la del depuesto emir. Así, irónicamente, vino a ser Abd el-Krim quien cumplió la siempre ardua tarea de integrar el levantisco Rif en el territorio del Majzén.
La forma que le dio a su creación, la República del Rif (o Yammahiriya Rifiya), se estableció sobre el modelo de las naciones modernas. Tenía su propia bandera, de color rojo brillante, con un rombo blanco en el centro y dentro del rombo una media luna y una estrella de seis puntas de color verde (la estrella, por cierto, era de seis puntas, como las estrellas de las divisas de los oficiales españoles, y no de cinco como la estrella del imperio jerifiano). Acuñó su moneda (el riffan) y disponía de un gobierno, una cámara de ochenta representantes y un ejército regular. Mantuvo relaciones con partidos comunistas europeos (singularmente el francés de Doriot), pero a la vez con importantes grupos empresariales británicos y alemanes. Toda una constelación de agentes y espías se movía alrededor de la república rifeña: Walter Harris, corresponsal del Times en Tánger; Hacklander, agente de los alemanes Mannesmann; los británicos John Arnall, Gordon Canning y Percy Gardiner, del Servicio Especial del Almirantazgo, que tenía conexiones con los alemanes a través de Hacklander. Sus intenciones eran a veces humanitarias, y en ese sentido trabajó sobre todo el Rif Committee, impulsado por Canning, una especie de grupo de apoyo de la rebelión ante organismos internacionales, que hizo gestiones ante la Cruz Roja, en Ginebra, para que los combatientes rifeños tuvieran atención sanitaria (sin éxito: la Cruz Roja nunca reconoció a la República del Rif el estatuto de beligerante, y jamás le prestó la menor asistencia). Pero en general, los planes de todos estos aventureros estaban menos claros. Hacia la primavera de 1924 el yate de bandera británica Silver Crescent, con el capitán Gardiner a bordo, atracó en esta misma bahía. Después de las negociaciones que la comisión que viajaba a bordo sostuvo con el emir, el buque Sylvia, con base en Gibraltar, efectuó un desembarco de municiones. Según otras fuentes, el Sylvia, un navío de buen porte, hizo múltiples viajes a Alhucemas entre 1922 y 1924, transportando suministros diversos, combustible y armamento procedente de los sobrantes de la Primera Guerra Mundial. Se afirma que Abd el-Krim otorgó a los británicos concesiones mineras a cambio de 300.000 libras esterlinas. Esa suma debía ingresarse en la cuenta corriente del propio Abd el-Krim en un banco francés. El hierro del Rif, que entre 1914 y 1918 había servido para alimentar la Gran Guerra europea (España, neutral, exportaba por igual aquel hierro a ambos bandos, con pingües beneficios para el conde de Romanones y sus socios), alimentaba ahora una nueva contienda sobre suelo marroquí. Incluso cabe imaginar que los fusiles de segunda mano que recibía Abd el-Krim estuvieran fundidos a partir de hierro extraído en su día de las funestas minas del Uixán.
Muchos años después, en El Cairo, al ser consultado sobre sus tratos económicos con los británicos y los alemanes, Abd el-Krim no los desmintió rotundamente. Parece que los británicos intrigaban contra Francia, que los alemanes maniobraban en favor de sus importantes intereses comerciales y que Abd el-Krim se prestó con cierto candor al juego de unos y otros sin obtener grandes rendimientos. Las 300.000 libras nunca llegaron a ingresarse en su cuenta, y cuando Francia entró en guerra abierta con él los británicos se apartaron prudentemente. La política europea en África permitía pequeños enredos y travesuras, pero nunca colisiones frontales entre las grandes potencias coloniales. En un memorándum de diciembre de 1924, el inglés Chamberlain reconocía que había que dejar que Francia pacificara Marruecos y ayudase a España a sofocar la rebelión del Rif. El desarrollo de la aviación restaba importancia estratégica a Gibraltar: para los intereses de Su Graciosa Majestad, empezaba a resultar más peligrosa la existencia de ese miniestado rebel de en el norte de África que la consolidación de Francia al otro lado del Estrecho. El contrato de Gardiner con Abd el-Krim quedó roto. El líder rifeño comentaría amargamente que los ingleses se habían cambiado de chaqueta. Siempre los había recibido con afecto y honores en Axdir, incluso se daba con cierta frecuencia al placer (uno de los pocos que se le conocían) de fumar cigarrillos ingleses. Pero Abd el-Krim pagaba aquí su ingenuidad en asuntos internacionales. Creer que Gran Bretaña perjudicaría seriamente a Francia era una muestra de ignorancia de los vínculos que existían entre las dos potencias, algunos de ellos más que poderosos. Francia estaba endeudada hasta las cejas con Gran Bretaña por los gastos de la Primera Guerra Mundial, y aunque la deuda nunca llegaría a restituirse, no era precisamente interés de los británicos arruinar a Francia.
Sin embargo, entre 1924 y comienzos de 1925, Abd el-Krim se encontraba en lo más alto de su poder. Reinaba indiscutido sobre el Rif y el Yebala, había forzado una sangrienta retirada española de Xauen, un segundo desastre de dimensiones comparables al de Annual, y hasta los españoles se le acercaban con ofertas económicas para obtener concesiones mineras. Aparte de los barcos británicos, también fondeaba de vez en cuando en Alhucemas el Cosme y Jacinta, el yate del financiero vasco Horacio Echevarrieta, que según las malas lenguas hacía a la vez de mediador para el Gobierno español y para sus socios alemanes. Los apuros de España eran tan notorios que el barón Wrangel, jefe de un ejército de 100.000 rusos blancos de Crimea, huidos de los bolcheviques y a la sazón en busca de empleo, postuló el uso de sus soldados como fuerza expedicionaria en el Rif. Primo de Rivera no accedió, alegando que la Constitución prohibía el estacionamiento de tropas extranjeras en territorio español. Pero el refuerzo no habría venido nada mal. El cuartel general de Abd el-Krim en Alhucemas, entre estas mismas colinas, estaba poderosamente fortificado. La república rifeña tenía un ejército regular de 7.000 hombres y un número de irregulares de harka que podía alcanzar diez veces esa cifra. Este ejército, dividido en mejalas (divisiones), tabores (regimientos) y mías (compañías), estaba mandado por caídes (oficiales) experimentados, muchos de ellos antiguos regulares al servicio del ejército español, como el caíd Buhut. El jefe supremo del ejército era el hermano de Abd el-Krim, Mhamed, verdadero cerebro gris de las campañas. Aquel antiguo alumno de preparatorio en la Escuela de Ingenieros de Minas de Madrid se reveló en numerosas ocasiones como un estratega y un táctico muy superior a los generales españoles. También servían bajo la bandera rifeña algunos europeos, entre ellos desertores españoles y franceses y algún aventurero más que notable. Había un tal Otto Noja, especialista alemán en explosivos, un tal Walter Heintgent, médico noruego, y hasta un capitán serbio que instruía a los artilleros rifeños. Sus enseñanzas resultaron tan eficaces como llenas de audacia. La precisión de la artillería rifeña (desconcertante para el enemigo) se basaba en una técnica simplísima: acercar lo más posible las piezas al objetivo.
Pero el personaje más espectacular de todos aquellos europeos enrolados al servicio de la República del Rif era el alemán Joseph Klemms. Hijo de un rico marchante de vinos de Düsseldorf, su peripecia merece capítulo aparte. Abandonó la casa de su padre en pos de una cantante a la que siguió hasta París. Tras convertirse sucesivamente en traficante de alfombras en Oriente, espía de Alemania en Marruecos, calavera impenitente en la Riviera y Turquía y legionario en la Legión Francesa, desertó, abrazó el Islam y se casó con varias muchachas bereberes. Aprendió los dialectos rifeños y encabezó harkas contra Francia. Antes de atacar los puestos franceses, se infiltraba en ellos vestido con su viejo uniforme legionario, para descubrir sus puntos débiles. Con un alfiler clavaba papelitos en la frente de sus víctimas. Era su firma. En los papelitos escribía siempre las palabras "el Hadj alemán" (Hadj o mejor Haches el título del musulmán que ha peregrinado a La Meca). En 1923 se ofreció a Abd el-Krim, como instructor de artillería y cartógrafo. Sus mapas fueron de decisiva importancia en la victoria de Xauen, y durante la ofensiva contra Francia redactaba octavillas en alemán incitando a desertar a sus compatriotas alistados en la Legión Francesa, con éxito en más de una ocasión. El final de Klemms, tras la derrota de los rifeños, estuvo a la altura del resto de su historia. Denunciado ante los franceses por una muchacha despechada en Meknés, eludió la pena de muerte al precio de servir ocho años en un batallón disciplinario de la Legión.
Al margen del auxilio más bien anecdótico de estos estrafalarios colaboradores, la fuerza material del ejército rifeño estaba casi exclusivamente en sus fusiles y en los cañones robados al enemigo. Sólo contaban con un pequeño barco de guerra y tres aviones, que los españoles capturaron intactos. Ni siquiera tenían una fuerza de caballería apreciable, aunque quienes la veían en acción quedaban invariablemente impresionados. Los rifeños, desgarbados en su caminar, resultaban de una gran elegancia como jinetes, y exhibían una puntería sobrenatural sobre sus duros caballos morunos. Cabalgando al galope, fuertemente aferrados a la silla de estribo corto y altos borrenes, eran capaces de hacer blancos pasmosos. Con parecida habilidad, y sin más instrumento que sus fusiles, consiguieron organizar una rudimentaria defensa antiaérea, a base de concentrar el fuego de una veintena de armas sobre un determinado punto. Así interceptaron no pocos aviones españoles y franceses. La lección la aplicarían cuarenta años después los vietnamitas, contra los helicópteros norteamericanos. Todas estas artes eran otros tantos símbolos de la voluntad febril de resistencia que sostuvo durante cinco años aquella república, y que según su líder no tenía que ver con el fanatismo religioso, aunque él mismo hubiera profundizado durante su juventud en Fez en las fuentes coránicas (siguiendo la doctrina de su maestro el-Kitani) y aunque en alguna ocasión, sobre todo al final, invocara la yihad como banderín de enganche. En los primeros años de la república, declaraba Abd el-Krim a un periodista europeo: «Cuando se me reprocha hacer la guerra santa, se comete un error, por no decir algo peor. Los tiempos de las guerras santas han pasado; ya no estamos en la Edad Media ni en los tiempos de las Cruzadas. Nosotros queremos simplemente ser y vivir libres y no estar gobernados por nadie más que por Dios. Tenemos un vivo deseo de vivir en paz con todo el mundo y de tener buenas relaciones con todos, porque no nos gusta hacer matar a nuestros hijos. Pero para llegar a esa meta deseada, a realizar esas aspiraciones, a conquistar en fin esa independencia, estamos dispuestos a luchar contra el mundo entero si es preciso». El indomable espíritu rifeño, ésa era y sería siempre su mejor y más temible arma.
Pero Abd el-Krim no era un suicida y mucho menos un irreflexivo. Y se rodeó de consejeros que tampoco lo eran. No muchos, a decir verdad, y todos muy próximos. En 1925, cuando se vio obligado a tomar las graves decisiones que precipitarían su fin, sus asesores eran su circunspecto hermano Mhamed, su cuñado Mohammed Azerkán, marido de su hermana predilecta, y el segundo de éste, Mohammed Cheddi. Mhamed era jefe del Gobierno, además de comandante supremo del ejército. Azerkán ostentaba el cargo de ministro de Asuntos Exteriores. Cheddi, además de oficiar como segundo de Azerkán, era general del ejército. Siempre maravilla pensar que aquel puñado de brillantes rifeños que fueron capaces de poner en jaque a dos potencias como España y Francia, y a sus respectivas y experimentadas gerontocracias, fueran tan jóvenes. Abd el-Krim, el mayor de todos, tenía cuarenta y tres años en 1925. Mhamed contaba treinta y tres años, Azerkán, treinta y seis, y Cheddi, que era el consejero favorito de Abd el-Krim, sólo veinticinco. Quizá fuera en parte la arrogancia de su juventud la que decidió a los jefes rifeños a atacar a Francia en 1925, abriendo el tercer frente que sumado a los del Rif oriental y el Yebala terminaría suponiendo su perdición. Pero tampoco dejaba de haber razones para esa maniobra. Lyautey había iniciado movimientos en su frontera norte, que era la frontera meridional del Rif, porque veía en la república rifeña un peligroso "foco de ilusiones". Los franceses ocuparon la zona de Beni-Serual, con lo que privaban a los rifeños de su granero de la cuenca del río Uerga. Abd el-Krim quiso negociar, pero los franceses respondieron militarmente y fusilaron a una docena de caídes de los Beni-Serual. Éstos pidieron ayuda y una yihad contra Francia a la república rifeña. Nadie sino Abd el-Krim podía ser el caudillo de esa yihad. Al final fueron tantas las presiones que comprendió que su prestigio y el de la joven república estaban en juego. Siempre había dicho que una guerra con Francia le parecía inconcebible, salvo que Francia atacara, y que su único enemigo era España. Los sucesos de Beni-Serual dieron al traste con eso. A mediados de abril de 1925, los rifeños lanzaron un durísimo ataque contra los franceses en toda la línea del río Uerga. Aniquilaron los puestos enemigos y en pocos días llegaron a treinta kilómetros de Fez y sitiaron Uazzán.
El terrible verano de 1925, con temperaturas de hasta 54 grados, fue una prueba infernal para los franceses. Lyautey fue destituido como jefe militar y se envió a Pétain, filo y brutal estratega de la Gran Guerra, para que asumiera el mando de las tropas. Las circunstancias eran tan alarmantes que el nuevo jefe pidió refuerzos urgentes. La situación de los españoles no era mucho mejor, y ambas potencias se acercaron a Abd el-Krim con intención de negociar. Le ofrecieron autonomía política, amnistía general, ventajas comerciales y el respeto de su poder militar. Lo único que no se reconocía era el Estado rifeño. Abd el-Krim calculó que estaba en posición de obtener más, y rehusó. Con ello venía a reproducir la respuesta que ya había dado en el verano de 1923 a una aproximación anterior por parte de España. En aquella ocasión Mohammed Azerkán había escrito una carta cuyas espléndidas razones seguían pareciendo válidas a los rifeños:
El Gobierno rifeño, constituido sobre bases modernas y leyes civiles, se considera independiente tanto política como económicamente y abriga la esperanza de vivir libre como vivió durante siglos, al igual que todos los demás pueblos. Estima que debe tener, antes que cualquier otro Estado, el dominio de su territorio, por lo que considera al partido colonial español como un usurpador y sin el menor derecho a sus pretensiones de extender su protectorado al gobierno del Rif. El Rif no ha aceptado ni aceptará nunca ese protectorado; lo rechaza. Se compromete a gobernarse por sí mismo, esforzarse por obtener el pleno reconocimiento de sus derechos legítimos, que son indiscutibles, a defender su independencia total por todos los medios naturales, formulando su protesta ante la nación española y sus intelectuales, que tenemos la certeza de que reconocen la razón que nos asiste en nuestras reivindicaciones racionales y justas, antes de que el partido colonial empujara a verter la sangre de sus hijos, para satisfacer ambiciones personales y reclamar derechos imaginarios, al tiempo que servía intereses ajenos. Si ese partido se juzgara a sí mismo vería en su fuero interno que está equivocado; verá en breve plazo que ha causado la pérdida de su país por inmiscuirse en la colonización, sirviendo únicamente su propio interés. Su deber es el de poner remedio a la situación antes de que sea demasiado tarde.
El Gobierno rifeño protesta, además, ante el mundo civilizado y la humanidad contra cualquier acto hostil que venga del partido colonial español y declina su responsabilidad por todas las posibles pérdidas de vidas y bienes […].
El Gobierno del Rif lamentará en sumo grado que el partido colonial persista en su actitud agresiva, orgullosa y arbitraria. Figuraos un momento que sois vosotros los invadidos en vuestros propios hogares por un extranjero que pretende dominaros y hacerse dueño de vuestras vidas.?Os someteríais a ese conquistador sean cuales fueren los derechos y las pretensiones que alegase? No dudo ni un instante de que lo combatiríais con todas vuestras fuerzas, hasta con vuestras mujeres, y no consentiríais convertiros en sus esclavos. Vuestra propia historia lo atestigua.
Pensad lo mismo del Rif, en el que todos sus hombres están firmemente convencidos de que sabrán morir en defensa de la justicia y la dignidad. Y no se volverán atrás de esta decisión hasta no ver que el partido colonial ha renunciado a sus malignos proyectos o hasta morir el último de ellos.
Cuando era un crío, Azerkán recogía colillas (o "puntos") por las calles de Melilla. Por eso los españoles le apodaban despectivamente Punto (y con menos inquina, Pajarito). Sorprende que aquel crío se convirtiera en un dialéctico tan conmovedor e impecable. Dos años después, en aquel verano de 1925, sus argumentos conservaban toda su belleza y rotundidad, pero algo había cambiado. La firmeza rifeña no tenía enfrente a la España renqueante de 1923, sino a un ejército mucho más experimentado al que se unían las fuerzas francesas. En total, medio millón de hombres, apoyados por aviones, barcos de guerra, carros de combate. Aquella maquinaria podía poner a prueba la palabra de la República del Rif. Y lo hizo. Mientras negociaba con los rifeños, Primo de Rivera, dictador desde hacía dos años y Alto Comisario en Marruecos, ajus taba con los franceses los detalles del ataque decisivo. Desde el incidente de los huevos legionarios en Ben-Tieb, se había hecho cargo personalmente de la guerra, que le urgía rematar.
Fue esta bahía de Alhucemas, justamente, el escenario del envite. No podía ser en otro lugar, y lo sabían los que atacaron y también los defensores. Alhucemas era y sería siempre el corazón del laberinto rifeño. Las maniobras de diversión que hicieron los invasores no engañaron a nadie, aunque la playa elegida para el desembarco, la de la Cebadilla, al noroeste de la bahía, era la peor guardada por los de Abd el-Krim. Después el caudillo lamentaría su imprevisión, al haber dejado a la tribu de los Bocoya la cobertura de aquel flanco por el que se deslizó finalmente el enemigo.
Con todo, el desembarco no fue un paseo militar. Los franceses dieron apoyo naval y mantenían la presión en el frente sur, pero la faena correspondió a los españoles, a fin de cuentas los responsables de la zona norte del Protectorado y en consecuencia de sofocar aquella recalcitrante revuelta. Los primeros en poner el pie en la playa después de un intenso bombardeo aéreo y naval, fueron los hombres del Tercio, con el coronel Franco a la cabeza. El ambicioso gallego fue el primer jefe que pisó la arena de Alhucemas, en la mañana del 8 de septiembre de 1925. A los pocos segundos de hacerlo, un obús estalló a su lado y le enterró por completo en la misma arena que acababa de hollar. Sus legionarios lo desenterraron con las manos. El coronel, ileso, retomó el mando del asalto. Otra vez había funcionado la baraka. En dos horas, los legionarios habían escalado los acantilados y a lo largo del día se consiguió desembarcar a 8.000 hombres y tres baterías, con pocas bajas.
Los rifeños contraatacaron en los días siguientes, pero los invasores estaban bien asentados y protegidos por la Armada y la aviación. Las baterías rifeñas sólo podían bombardear de noche, porque de día los aviones las localizaban y destruían fácilmente. El Tercio enfiló hacia Axdir, emprendiendo un largo viacrucis por los acantilados y las colinas de la bahía. Avanzaban de roca en roca y no más de unos centenares de metros por jornada, empleando toda la potencia de su armamento, gases venenosos y finalmente bayonetas y machetes. En lo alto de los montes a veces sólo quedaba un rifeño vivo, que seguía peleando hasta que lo remataban a bayonetazos. El 2 de octubre, los legionarios entraron al fin en Axdir. Se hicieron fotografías en la antigua casa de los prisioneros españoles y arrasaron a conciencia la casa del caudillo rifeño y la llamada (en español) Oficina, la sede del Gobierno, a la que prendieron fuego sin contemplaciones. En el incendio desapareció la biblioteca del emir, así como el proyecto de Constitución "moderna" que preparaba para su efímera república. Lo que no devoraron las llamas, fue saqueado. Todos los invasores querían llevarse algún recuerdo de allí. El día 3 la capital y ciudad natal de los hermanos Abd el-Krim ardía por los cuatro costados. Doce mil españoles victoriosos acampaban en Alhucemas. Se calcula que las bajas españolas fueron algo superiores a las rifeñas, pero el sueño del olvidado Silvestre se cumplía al fin. España había clavado su bandera en el corazón del laberinto y el Gobierno rifeño se retiró hacia el sur, a Tamasint, mientras Abd elKrim se refugiaba al oeste, en Targuist.
En la playa de Alhucemas, junto a la valla que defiende la intimidad de los huéspedes del Club Méditerranée, es todavía hoy posible imaginar el paisaje en el que se desarrollaron aquellos combates. No hay demasiadas construcciones sobre las ásperas elevaciones que dominan la playa ni en las inmediaciones de ésta. Los españoles levantaron su ciudad en lo alto de los primeros acantilados que conquistaron sus soldados y volvieron la espalda a la semiplanicie de Axdir, que recordaba a los beniurriagueles los días de la república rebelde. Estas mismas playas, donde ahora chapotean un puñado de chavales largos y delgados como juncos, volvieron a conocer un desembarco en 1958, esta vez dirigido por el entonces príncipe heredero y hoy rey Hassan. El objetivo, como en 1925, era reprimir la inveterada insumisión de los rifeños, pero en este caso para forzarles a reconocer la autoridad del reino alauita. También aquel desembarco fue exitoso, aunque sólo hasta cierto punto. La tierra de Beni-Urriaguel ha registrado siempre la tasa más alta de abstención en las votaciones que organiza el Gobierno marroquí, y el rey Hassan sobrevivió milagrosamente a un buen número de atentados urdidos por militares de origen rifeño. En la sangre de los herederos de Abd elKrim sigue latiendo el deseo ancestral de vivir en república, como sus fieros antepasados.
Abd el-Krim nunca volvió a ver el horizonte azul de Alhucemas. Sí estuvo a punto de hacerlo su hermano Mhamed, pero mientras aguardaba en Rabat a trasladarse le sobrevino la muerte, el 17 de diciembre de 1967. Sus restos fueron enterrados con todos los honores en Axdir, frente al mar que él y su hermano contemplaban mientras soñaban con doblegar a los orgullosos europeos de quienes eran aventajados discípulos.
El mar está hoy quieto y los europeos siguen en Alhucemas. Su permanencia está hoy representada de forma bastante dispar. Por un lado, el petulante club de vacaciones francés que tiene acotada la mejor zona de la playa; por otro, la excéntrica fortaleza que mantiene la bandera española ondeando sobre el peñasco de la bahía.
Como entonces, como siempre, es Francia la que se reserva el mejor pedazo. Le Maroc utile.
Abandonamos la tierra de los beniurriagueles rumbo hacia el oeste. La jornada de hoy nos llevará a través del Rif occidental, de cuyas bellezas paisajísticas hemos podido recabar diversa noticia. Si entre Alhucemas y Melilla el terreno es de una aridez casi invariable, entre Alhucemas y Xauen se encuentra el paisaje de alta montaña y los reputados bosques de cedros, bajo los que conspiraron los rebeldes rifeños desde los tiempos del Mizzián hasta los de Slitán, el último caudillo derrotado por los españoles en 1927. También sabemos que este recorrido, con Ketama como estación central, atraviesa el corazón de la principal actividad económica del Rif, la producción de hachís. Estamos advertidos de la alta probabilidad de controles policiales y cabe prever que entre control y control nos salgan al paso una legión de traficantes dispuestos a ofrecer la mercancía. Según las guías para turistas, en los estrechos recodos de las carreteras de montaña los rifeños cortan a veces el paso a los viajeros y les obligan a comprar el hachís. Algunos hablan de que los traficantes y los policías actúan en combinación, para sacar el dinero a los incautos europeos y recuperar después el valioso género. Sea cual sea la verdad de todos estos cuentos de terror, lo que sí nos merece consideración es que Hamdani insiste en que lleguemos a Xauen antes de que caiga la noche.
La carretera transcurre paralela al valle del río Guis, y desde Axdir pasamos en primer lugar diversos pueblos de inequívoco nombre bereber: Ait-Yusuf, Ait-Kamara. Al leer este segundo nombre, me es inevitable tener un recuerdo para los soldados y civiles españoles que aquí sufrieron cautiverio después del desastre de 1921. Según el sargento Basallo, cronista y organizador del servicio sanitario que hizo posible que muchos de ellos volvieran, las condiciones en que vivieron aquellos compatriotas fueron terribles. A los hombres, casi todos enfermos de paludismo, disentería o tifus, les obligaban a hacer de bestias de tiro en la conducción de cañones. El propio Basallo y dos de sus ayudantes fueron salvajemente azotados por una insignificancia, y otros fueron ejecutados con pretextos igualmente nimios. Antes de repartir el rancho a los españoles, los rifeños daban de comer a los perros, para los que también reservaban una ración más generosa. Otra de las diversiones de los cabileños consistía en vejar los cadáveres insepultos de los soldados caídos. Los hombres tiraban al blanco sobre los cuerpos descompuestos y las mujeres defecaban sobre ellos. Las mujeres españolas prisioneras, casi todas esposas o familiares de los empleados de las minas, fueron compradas en lote por el responsable del campamento, que se divirtió atando y después violando a aquéllas que le parecieron más apetecibles. Curiosamente, aquel tipo, llamado Si Hammú, solía llevar de la mano a una niña española llamada Mariquita, a la que trataba con gran ternura y afecto.
Gracias a los suministros de la Cruz Roja y, en menor medida, a los alimentos proporcionados por los propios rifeños a precios desorbitados, aquellos desdichados pudieron sobrevivir en Ait-Kamara durante dieciocho meses. La ausencia de médicos la suplió el propio Basallo, que curaba y operaba como Dios le daba a entender, alternando esa inspiración divina con puntuales consultas por correspondencia al oficial médico del peñón de Alhucemas. El audaz sargento trataba las infecciones, amputaba miembros gangrenados, intervenía ojos enfermos, extirpaba tumores. A una mujer le rebanó un tumor con una cuchara someramente desinfectada, y la mujer se salvó. Sus habilidades curativas fueron reclamadas incluso por los rifeños. Una de sus intervenciones más comprometidas consistió en amputarle un brazo destrozado por un cañonazo al hijo de un notable. Lo hizo sin anestesia y con un irrigador de agua caliente con sublimado por todo medio aséptico. A los quince días el herido estaba curado. El sargento fue también requerido en cierta ocasión para dirimir quién era el responsable de la infertilidad de un matrimonio. Basallo, que sabía que la mujer sería repudiada si la declaraba estéril, se limitó a tomarle a ella el pulso y después de examinar al marido concluyó con toda firmeza que él era el responsable de la falta de descendencia, "por falta de microbio fecundante".
Uno de los episodios más conmovedores que refiere Basallo en sus memorias es el del enterramiento de los cadáveres españoles que se pudrían al sol ante la indiferencia de los rifeños. Basallo consiguió que les enviaran palas y azadas desde Melilla y obtuvo el permiso de sus captores para sepultar aquellos restos. Él solo enterró los 36 cuerpos que habían quedado abandonados sobre la playa de Sidi Dris, adonde llegaban los convoyes de socorro. Los hombres de Abd el-Krim solían tirotear con especial delectación aquellos cuerpos, para intimidar a los españoles que venían en esos convoyes. En total Basallo y sus hombres enterraron unos 700 cadáveres. Entre ellos, Basallo reconoció con dolor a algunos antiguos camaradas, y también a los comandantes Benítez, de Igueriben, mutilado y destrozado, y Velázquez, de Sidi Dris, en parecida o peor condición. Buscó con ahínco al general Silvestre, pero no le encontró por ninguna parte. Según Basallo, se distinguieron especialmente como enterradores los soldados de la brigada disciplinaria y el cabo Horacio Correa, que besaba a todos los cadáveres en la frente, o en lo que les quedaba de ella, antes de enterrarlos. Quizá fuera un gesto inútil, pero su hermosura le hace merecer a aquel cabo que su nombre se recuerde. Sobre todo, cuando son tantos los nombres recordados de quienes no hicieron nada digno de memoria.
A partir de Ait-Kamara, la ruta nos lleva entre montañas que se suceden sin interrupción hasta la costa por la tierra de los Bocoya. El extremo occidental de esa costa lo señala la posesión española del peñón de Vélez de la Gomera, unido al continente por un angosto istmo. La fortaleza de ese peñón también siguió siendo española durante la rebelión rifeña y en ella se vivieron momentos singulares, más singulares quizá que en Alhucemas porque la distancia al enemigo era mucho menor. Los moros que habían vivido con los españoles los insultaban desde la playa en español y los españoles respondían a los insul tos en árabe. Recibían los refuerzos por mar, por el único lado del peñón que no podían batir los rifeños. Los legionarios se escurrían por la noche y escalaban con cuerdas las paredes de la fortaleza. Pero hemos dejado a un lado esta visita, que nos habría supuesto otro ameno interludio a la orilla del mar, para seguir la ruta interior hacia Targuist. El paisaje empieza a ser aquí menos árido que en el Rif oriental, aunque resulta siempre agreste. En esta región menudean los aduares, desparramados por las montañas.
Merece la pena describirlos. Son conjuntos de cinco o seis edificios planos y cuadrados, de adobe, con una especie de patio central, también cuadrado, que es visible a través del hueco que se abre en el techo. Están rodeados por una multitud de chumberas, algunas higueras, olivos, almendros y frutales. A veces la densidad de la vegetación es tan grande que parecen pequeños oasis que rematan los montes. En ellos se tiene buena sombra, y en el interior de cada casa, hoy como hace ochenta años, habrá seguramente una habitación siempre limpia y dispuesta para acoger huéspedes. También tendrán las paredes encaladas y el piso de tierra impoluto, porque la casa es el orgullo del rifeño. Lo que hoy ya no se ve es el pequeño fortín que muchos tenían en los viejos tiempos, desde el que cada aduar se convertía en una posición militar si hacía falta. Seguramente por eso los españoles los atacaban y bombardeaban sin clemencia. Como cuenta Barea en La ruta, poniéndolo en labios de un oficial de artillería, sobre los aduares se cañoneaba a bulto, sin apuntar, "igual que se le tira una piedra a un perro". La mayoría de las veces, sin embargo, lo que había en los aduares eran mujeres y niños, cuya muerte no hacía más que enfervorizar los ánimos antiespañoles de los rifeños y enconar su lucha. Cuando apuntaba a un español, el rifeño podía estar recordando la imagen de los hombres del Tercio trepando por la colina para saquear e incendiar su aduar natal. Y cuando apretaba el gatillo, lo hacía sin mi sericordia.
El paisaje de aduares se sucede hasta Targuist. Tras pasar BeniAbdalah y Beni-Hadifa la carretera atraviesa algunos de los más hermosos escenarios que llevamos vistos. Entre las montañas que vienen desde el desierto y llegan hasta el mar se abren valles y desfiladeros, siempre vigilados por el cogollo verde y marfil de un aduar colgado de las alturas. Debe de ser placentero amanecer en uno de esos aduares, salir de la casa y quedarse contemplando el panorama bajo el cielo azul intenso, en medio del silencio del Rif.
Esta cadena de valles y montañas es la barrera que separa Targuist de Alhucemas, y el recorrido que acabamos de hacer el mismo que debió de hacer Abd el-Krim, por primera vez derrotado, desde su tierra natal de Axdir hasta el que sería su último reducto. Targuist es hoy un pueblo bastante grande y de apariencia próspera, extendido a lo largo de un valle a orillas del río Guis. La cinta de agua del río brilla al fondo con la luz del sol y más allá de ella se alzan las estribaciones del más alto macizo montañoso del Rif, coronado por el Tidirhin, de casi 2.500 metros. La carretera pasa elevada junto a la llanura de Targuist. Nos detenemos y desde ella observamos este paisaje que fue casi el último paisaje rifeño que el vencido caudillo contempló. Mientras veía esas montañas, quizá mientras paseaba a orillas de ese río, comprendió que la apuesta había sido demasiado fuerte y que le había llegado el final.
Los días de Targuist fueron oscuros. Durante ellos, Abd el-Krim se desprendió rápidamente de su aura invencible y gloriosa. En noviembre de 1925, los españoles celebraron su triunfo invistiendo con grandes fastos en Tetuán al nuevo jalifa (gobernante nominal y títere de su parte del Protectorado) Mulay Hassan ben el-Mehdi. Los rifeños retrocedían en todos los frentes, y desde el aire los aviones españoles y los de la Escadrille Chérifienne (organizada por los franceses con pilotos mercenarios nortea mericanos al mando del coronel Sweeney) los bombardeaban sin piedad. En la primavera de 1926, Abd el-Krim pidió negociar. En abril se celebró la conferencia de Uxda, en la que los delegados rifeños llegaron a aceptar el desarme, la sumisión al sultán y la deportación de Abd el-Krim. Pero mientras tenían lugar las negociaciones, Abd el-Krim, momentáneamente repuesto en sus sueños guerreros, deliberaba con los suyos en los bosques de cedros de Ketama y les exhortaba a resistir hasta el último hombre. Él tenía 12.000 y sus enemigos más de medio millón. Según cuenta Woolman, para entonces había perdido a sus mejores elementos, y el jefe de sus servicios telefónicos era un chico de catorce años.
A comienzos de mayo Francia y España lanzaron un ultimátum para que los rifeños liberasen a todos los prisioneros. El ultimátum fue desoído y comenzó el mes terrible de Abd elKrim. Entre el 8 y el 10 tuvo lugar la batalla de Ait-Hishim (colina de los santos), al sudeste de Axdir y a orillas del Guis, donde el general Castro Girona, a costa de fuertes pérdidas, consiguió exterminar prácticamente a los beniurriagueles. El 23 de mayo, los españoles entraron en Targuist; unos días antes, los hombres del coronel Pozas ganaban las ruinas de Annual, el lugar mítico donde Abd el-Krim había iniciado su ascensión. Los españoles no encontraron al caudillo en Targuist. Tuvo tiempo de huir y refugiarse en Snada, hacia el norte, en el corazón del territorio de los Bocoya, los mismos que le habían fallado en Alhucemas. Los suyos, los Beni-Urriaguel, ya eran historia. Pero alguien reveló el escondite de Abd el-Krim a los franceses, que bombardearon el pueblo (según otra versión, las bombas las tiró un hidroavión Dornier Wal español que hizo una incursión casual por allí). Temiendo ser asesinado por los suyos, que ya no veían en él al líder victorioso, o ser capturado por los españoles, que deseaban vengarse desde aquel ya remoto julio de 1921, ordenó liberar a los prisioneros y se entregó a los franceses, no sin antes obtener garantías sobre su seguridad y la de su familia. "Es hora de partir", admitió, con lágrimas en los ojos, antes de salir de su reducto de Snada. Abatido sobre su caballo, como un antiguo guerrero derrotado, pero protegido aún por cincuenta miembros de su guardia personal, distinguibles por sus turbantes verdes, fue al frente de los suyos al encuentro del coronel francés Corap, al que se rindió. Luego achacaría su infortunio a la voluntad divina: "Dios, que me alzó, me ha derribado". Los notables rifeños que luchaban del lado de los franceses, y que hasta hacía no mucho le habían temido, le mostraron el más ostensible de los desprecios. Uno de ellos, un tal Medboh, ni siquiera quiso verle. "Qué me importan los perros vencidos", exclamó ante el ofrecimiento de un oficial francés. Era el 27 de mayo de 1926. Ese mismo día, los prisioneros españoles liberados llegaban a Targuist. Quedaban un centenar de soldados (ningún oficial), dos mujeres y cuatro niños. Todos los que no podían andar habían sido expeditivamente fusilados.
Abd el-Krim siempre había dicho que los rifeños resistirían hasta el final, y muchos de sus hombres, durante los cinco años precedentes, cumplieron con aquella consigna. Pero él prefirió salvarse y salvar a todos los miembros de su familia. También dicen los malévolos que salvó unos 250.000 dólares. Sin duda era demasiado inteligente para aceptar el destino que tantos combatientes rifeños habían sufrido sin rechistar. Los franceses no le trataron mal, porque le respetaban como jefe militar y porque les halagaba haber sido sus captores. Llevaron a Abd el-Krim y a su familia a Taza y después a Fez, salvándoles de los españoles y de los rifeños resentidos. Los españoles, rabiosos porque se les hubiera escapado en sus narices aquel odiado adversario, después de haber liquidado a los suyos y haberle cercado con una sangrienta ofensiva, reclamaron a los franceses que se lo entregaran para hacerle pagar sus crímenes. Los franceses se negaron, alegando haber dado su palabra de protegerle. Debieron de encontrar cierto placer en hurtar a los españoles el desahogo de la venganza. Todo lo que éstos pudieron hacer fue confiscar las posesiones de Abd el-Krim, y restituir a sus dueños originarios las que él había confiscado durante su gobierno. Muchos beniurriagueles se pasaron en seguida a los españoles, y fueron de inestimable ayuda contra los que seguían resistiendo y negándose a creer que Abd el-Krim hubiera podido entregarse. Los españoles dieron incluso altos cargos a algunos generales rifeños. A mediados del verano de aquel decisivo año de 1926, la resistencia sólo continuaba en el Yebala y en algunos núcleos aislados del Rif.
Abd el-Krim pasó varios meses en Fez. Allí le dijeron que se le deportaría a la isla de Reunión, en el Índico, que se consideraba apropiada para él por tener un clima semejante al del Rif. Los franceses le prometieron que su alejamiento no sería demasiado largo, y con esa promesa embarcaron él y los suyos en el Abda, en el puerto de Casablanca, el 2 de septiembre de 1926. Durante el viaje hacia Marsella, con las costas de Marruecos ofreciéndose ante sus ojos por última vez, el caudillo vencido declararía al periodista francés Roger Mathieu: "Yo he venido demasiado pronto, pero estoy convencido de que todas nuestras esperanzas se realizarán algún día". Consolado con esa convicción, y sin saber que nunca volvería al Rif Abd el-Krim embarcó dócilmente con toda su familia a bordo del Amiral Pierre, que lo llevaría desde Marsella al lejano exilio.
En Reunión recibió un trato deferente, una pensión de 100.000 francos anuales y una residencia propia, la villa Morhange, a pocos kilómetros de la capital de la isla, Saint Denis.
En aquella desvencijada casa colonial, en mitad de una finca de catorce hectáreas y un bosque de miles de bananos, viviría recluido diez años. En 1932, desde su encierro, el emir que había desafiado orgulloso el poder de España y de Francia escribió al presidente de la República Francesa en los términos más humildes que pudo emplear:
El exilio es duro, es el castigo más penoso que se me puede infligir. Tengo conmigo a mi madre, ya muy anciana, que no querría morir sin volver a ver su país natal y a sus hijas, mis hermanas, que quedaron allí. Mis esposas, cuyas familias están en Marruecos, mis hijos, los de mi hermano y los de mi tío, a los que he criado en el amor a Francia y a los que me empeño en dar una instrucción y una educación francesas… Vuestra Excelencia no querrá que estos seres, cuya inocencia es evidente, permanezcan en el exilio… Estaría por tanto infinitamente reconocido a Vuestra Excelencia y hacia Francia si tuvieran a bien examinar mi situación con benevolencia y justicia. Deseo volver al Marruecos francés o, si eso es imposible, viajar a Argelia o Túnez. Aun si fueran puestas a prueba, mi fidelidad y mi gratitud hacia Francia serán inquebrantables. Mis sentimientos de sincera lealtad no han variado jamás después de mi sumisión. Francia y Su Majestad el Sultán de Marruecos no tendrán más obedientes y leales servidores que yo, los míos y todos mis amigos.
Su petición no fue acogida, aunque a partir de 1936 el régimen de encierro y visitas se relajó algo y le trasladaron a una residencia mejor acondicionada. El antiguo rebelde pasaba los días dedicado a la jardinería, la lectura y el estudio del francés, que nunca llegó, sin embargo, a dominar como el español. Sus hijos estudiaron en la escuela primaria y luego en el liceo francés de la isla. En el exilio conoció Abd el-Krim la proclamación de la República en España, que le causó gran alegría, y después la sublevación militar de 1936, que le dolió saber que contaba con el apoyo de tropas rifeñas. Incluso llegó a escribir a algunos notables del Rif para que no secundaran aquella causa. También vivió desterrado la Segunda Guerra Mundial, en la que se declaró leal a Francia. En 1943 ofreció al general De Gaulle el alistamiento de todos sus hijos y sobrinos en sus filas.
Abd el-Krim permaneció en Reunión hasta la primavera de 1947, un total de veinte años. Entonces los franceses le anunciaron que sería llevado a Francia, maniobra a la sazón ingeniada por el Gobierno de ese país para tratar de ensombrecer la popularidad de Mohammed V, que acababa de ser recibido en olor de multitud en Tánger. La madre de Abd el-Krim ya había muerto, pero su hijo no la dejó enterrada en aquella remota isla del Índico. Cuando los franceses le embarcaron en el carguero Katoomba, el 1 de mayo de 1947, el envejecido emir hizo que subieran a bordo el féretro con los restos de su madre, a la que esperaba poder sepultar algún día en el Rif. Aquel barco de pabellón australiano y tripulación griega le llevó a Adén y de ahí a Suez. En Suez subió a bordo una delegación del Comité de Liberación del Magreb, formada por varios activistas marroquíes y argelinos y dirigida por Habib Burguiba, el futuro presidente de Túnez. Al principio Abd el-Krim no quiso recibirles. Burguiba llamó a la puerta del camarote y pidió que les abriera, asegurándole que venían por su bien. Abd el-Krim, calmoso, respondió: "Cualquiera puede decir eso. Para empezar, ¿quién es usted?". Finalmente los recién llegados se ganaron su confianza y pasaron gran parte de la travesía hasta Port-Said en el camarote del antiguo caudillo. Los gendarmes franceses que lo custodiaban no creyeron que hubiera nada que temer, e incluso permitieron a la familia Abd el-Krim que desembarcara en Port-Said para dar un paseo por el muelle. Eran las cuatro de la mañana y todo estaba silencioso. De pronto, una turba de exaltados irrumpió en el muelle y rodeó rápidamente a Abd elKrim y a los suyos. Uno de los organizadores del complot, el marroquí Abd el-Jaleq Torres, gritó con su voz potente, que rasgó la madrugada: "¡Yahya Abd el-Krim!". Los gendarmes franceses acababan de perder su presa.
Desde entonces, Abd el-Krim vivió exiliado en El Cairo, bajo la protección del rey Faruk primero y de Nasser después. Desde su retiro egipcio fue una especie de santón para los movimientos de liberación nacional norteafricanos. Poco después de que escapara de los franceses, alguien le preguntó si volvería a comenzar la guerra del Rif. "Seguro, ahora más que nunca", respondió. Hasta el final de su vida consideró a Francia su única enemiga. Incluso abdicó en cierta medida de su aversión a los españoles, enmendando lo que había declarado cuando era el invicto emir del Rif. Puede que sintiera nostalgia de sus tiempos de escolar y periodista en Melilla, o que comprendiera que en aquel momento la única fuerza que impedía la independencia de Marruecos era Francia. En 1960 se entrevistó con Mohammed V en El Cairo, pero esa entrevista no tuvo como resultado que el emir volviera a su tierra. Hay quien dice que no aprobaba las estrechas relaciones entre Marruecos y Francia, pero tampoco se le insistió mucho en que regresara. Lo último que necesitaba la monarquía marroquí era la vuelta triunfal a su guarida del viejo león rifeño. El 6 de febrero de 1963, casi cuarenta y dos años más tarde que aquel general Silvestre que un día le había despreciado y al que él había machacado en Annual, Abd el-Krim, la pesadilla de españoles y franceses, el hombre que había venido demasiado pronto, moría dulcemente en su villa frente al Mediterráneo egipcio. Le había dado tiempo a conocer un mundo y unos acontecimientos que aquel pobre espadón con mostacho ni siquiera había llegado a imaginar, pero hubo algo que probablemente le envidió: a Silvestre, al menos, Alá le había concedido morir en el Rif.
Nos disponemos a abandonar Targuist, donde se apagaron los sueños de los dos más célebres caudillos marroquíes. Porque quiere la casualidad que también aquí viviera la desolación de la derrota el astuto Raisuni, el antiguo señor de Yebala, a quien los hombres de Abd el-Krim habían hecho prisionero y trajeron a Targuist para que se humillara ante el rival que había acabado con su poder. El Raisuni, viejo y enfermo, se negó a comer y pidió que le mataran. "El Raisuni nunca querrá ser un prisionero o un perro esclavo en el lugar donde antes reinó como un señor", les escupió a sus captores.
Hoy nos dirigimos precisamente hacia el Yebala, donde nos aguarda el recuerdo de aquel increíble personaje. Por ahora, dejamos atrás Targuist. Apenas diez años después de la caída del emir Abd el-Krim, el pueblo se había convertido en una guarnición española, cuyos habitantes zascandileaban alrededor de los acuartelamientos que les daban de comer. Antonio Acuña, diputado en las Cortes republicanas, la describía así: "Hay campamentos militares, como el de Targuist, con un batallón, una bandera del Tercio, un tabor de Regulares y una batería, rodeado de montañas en pleno Rif. Cualquier sublevación mora sería suficiente para que ocurriera algo parecido a Annual o Xauen. No se deben mantener guarniciones en sitios que no reúnan condiciones estratégicas. No se deben establecer unidades para alimentar ciudades, sino para prevenir cualquier rebeldía". El temor de Acuña no se cumplió, no hubo ningún Annual en Targuist. La única rebeldía en la que terminaron participando los rifeños fue la de la sublevación militar contra la República, de la que fueron valiosa fuerza de choque. Diez años después del colapso de su propia república en Targuist, cruzaban el Estrecho para acabar con la española. La historia tiene, a veces, esas extrañas y desafortunadas simetrías.
Desde Targuist continuamos hacia el oeste, y pronto nos encontramos en una auténtica carretera de montaña, rodeados de árboles. Son los famosos bosques de cedros, que se extienden por doquier. La tupida masa de árboles cubre todas las laderas y proyecta su sombra sobre los recodos del cami no. Podríamos pensar que estamos en los Alpes, si no fuera por el sol intenso y por el calor, que sigue siendo mucho. Por la ventanilla empiezan a entrar, sin embargo, rachas de brisa fresca. A medida que vamos ganando altura, y sobre todo en los tramos más umbríos, la temperatura se va haciendo incluso agradable. En el recorrido encontramos poco tráfico, pero en seguida nos topamos con los primeros controles de la gendarmería. Son menos relajados que los del Rif oriental. Nos escrutan minuciosamente y sacan múltiples y pormenorizadas explicaciones a Hamdani antes de dejarnos pasar. También nos tropezamos con gente que sale de pronto de la cuneta y agita ante nuestros ojos grandes paquetes. Alcanzo a entender lo que alguno de ellos nos grita. Son los anunciados vendedores de hachís, a los que Hamdani, hombre de orden, observa en silencio y sin alterar el gesto.
Salvo estas interrupciones, el viaje por los bosques de las estribaciones del Tidirhin resulta de una amenidad reconfortante; sobre todo, después de los duros secarrales que hemos atravesado hasta aquí. Hamdani lleva el coche siempre a buena marcha, pero sin forzarla hasta el extremo de in quietarnos. Aspiramos el olor vegetal que nos llega a través de las ventanillas abiertas y dejamos que suene alguna de las cintas que trajimos de España. En este momento le toca, por ejemplo a Mano Negra y su Ronde de Nuit::
Paris se meurt aujourd'hui
De s'être donnée a un bandit,
Un salaud qui lui a pris
Ses nuits blanches.
Es una de esas estúpidas cosas sabrosas de la vida, ponerse a recordar gracias a una canción las blancas noches de París en el corazón de los bosques rifeños. En cualquier caso, el intermedio no dura mucho. De Targuist a Ketama sólo hay 37 kilómetros. A los dos tercios del camino se corona un puerto de 1.500 metros desde el que se desciende, con el Tidirhin siempre a la izquierda, hacia la encrucijada de Ketama. Allí es donde la carretera que atraviesa de este a oeste el Rif, que es la que venimos siguiendo desde Melilla, se une con la llamada Route de l'Unité, que baja hacia Fez y comunica el antiguo Marruecos español con el francés.
El cruce se encuentra en lo más espeso del bosque. Ketama es en realidad un área bastante extensa, llena de campings y lugares de esparcimiento. En las inmediaciones del cruce abundan los comerciantes de hachís. Algunos son chavales de catorce o quince años, que blanden trozos fantásticamente grandes de material. Cuando se percatan de nuestra condición de extranjeros, lo que siempre ocurre tarde, por el camuflaje que en la distancia nos proporciona la matrícula marroquí de nuestro coche, llaman aparatosamente nuestra atención y casi salen al paso del vehículo, convencidos de que un trío de europeos que pasan por Ketama no puede tener otra finalidad que adquirir la mayor cantidad posible de la mercancía que ellos venden.
Dicen que en invierno no es infrecuente que en estos bosques de montaña nieve con cierta intensidad. No tiene nada de raro, porque desde hace un buen rato nos mantenemos siempre por encima de los mil metros. La imagen que entonces deben ofrecer las montañas de Ketama no puede estar más lejos de la imagen tradicional que los españoles tienen de Marruecos y del Rif (suponiendo que del Rif tengan alguna imagen). Y donde nieva sin falta todos los años, salvo que el invierno venga demasiado suave, es en la cumbre del Tidirhin, que se recorta gigantesco en el horizonte.
Algo que tampoco suele saberse es que los últimos combates de la campaña del Rif, librados en la primavera de 1927, tuvieron lugar bajo la nieve, justamente en estas montañas de Ketama. El 26 de marzo de ese año, el último grupo rebelde, al mando del morabito Slitán, atacó el puesto de Tagsut, en la vertiente sur del Tidirhin, y aniquiló a todos los regulares que lo defendían. Al día siguiente, los hombres de Slitán tendieron una emboscada a la columna española de 250 hombres que iba a reconquistar Tagsut, y también acabaron con todos. Furiosos, los españoles mandaron un contingente de 7.000 hombres a rastrear estos valles en busca de Slitán y los suyos. El 11 de abril, en medio de una fortísima tormenta de nieve, los rebeldes atacaron a los españoles que les acechaban. Entre ellos estaba el entonces coronel Mola, que siempre recordaría aquella salvaje batalla bajo la ventisca.
El ataque de Slitán fue una dura prueba para aquellos soldados, veteranos de la guerra de Marruecos, que bien pudieron maldecir la suerte que les había llevado a combatir lo mismo bajo el sol abrasador que bajo aquella nieve infernal. Después de la refriega, Slitán pasó con sus hombres al Marruecos francés y se perdió. Fue la última escaramuza, y la paradoja es que en aquel postrer episodio a los rifeños los mandara precisamente Slitán, un morabito. Abd el-Krim siempre diría que la influencia de estos santones musulmanes, que ganaban su prestigio mediante curaciones y supercherías, había sido nefasta y había impedido la consolidación de la República del Rif. Para el líder rifeño los morabitos eran unos fanáticos ignorantes que destruían el Islam y dificultaban con sus supersticiones el desarrollo moral de su pueblo.
Hoy Ketama es el destino por excelencia de quienes bajan al moro desde España para buscar el hachís.
Oficialmente es un negocio prohibido, pero los cultivos están a la vista de todos y nadie los estorba. Sería un suicidio económico para la región, y si se mira bien, nada es más legítimo que el intento de los rifeños de mejorar su vida con una mercancía que pueden producir ventajosamente y que los europeos tanto codician y tan bien les pagan. Ya que la única riqueza a la que pueden acceder es la que consigan atraer de más allá del Estrecho, tienen el derecho y el deber de intentar sacárnosla por todos los medios. Tampoco, si bien se mira, el hachís está entre las sustancias más peligrosas que se consumen en nuestros pueblos y ciudades. El problema es que algunos de los incautos españoles que se acercan por aquí terminan dando con sus huesos en las cárceles marroquíes. Y aunque las cárceles marroquíes han debido de ser bastante peores en el pasado, resulta dudoso que aún hoy constituyan una experiencia vital que nuestros aburguesados y blandos temperamentos europeos soporten fácilmente. Aunque sólo sea por eso, conviene desoír la llamada de los vendedores de Ketama.
Todavía nos queda un largo camino hasta Xauen, donde nos gustaría disponer de algún tiempo esta tarde. Así que dejamos atrás Ketama, con sus campamentos de vacaciones, sus cedros y su hachís a granel. Ahora que conocemos sus bosques, podemos completar y perfilar el recuerdo de aquellas últimas y ya olvidadas escaramuzas sobre la nieve, o de aquellos conciliábulos de los rebeldes rifeños en las sucesivas guerras, cuando en esta sombra acariciante se decidía la muerte de los desprevenidos campesinos españoles disfrazados de soldados, en los lejanos arenales de Melilla o en las áridas montañas de Tensamán. Tampoco puedo resistirme a imaginar a Slitán desplegándose con los suyos entre los árboles y surgiendo de pronto de la niebla, para caer sobre los legionarios ateridos con la furia de su yihad desesperada y terminal. Siempre puede ser ilustrativo consignar, sin embargo, que Slitán terminó regresando del Marruecos francés, y que de 1940 a 1952 fue caíd de Targuist, nombrado por los españoles. Los rifeños siempre han mostrado una curiosa mezcla de fiereza y de sentido práctico. La misma mezcla que hoy exhiben los desparpajados traficantes de Ketama.
Proseguimos viaje hacia el oeste, siempre entre cedros y subiendo y bajando los inacabables montes del Rif. De vez en cuando nos para la gendarmería y Hamdani tiene que emplearse a fondo. Su habilidad con los gendarmes es prodigiosa. Los trata con astuta reverencia y consigue que no nos obliguen ni una sola vez a abrir el maletero. En uno de los controles observamos cómo los gendarmes extreman el celo obligando a un emigrante a deshacer el enorme fardo que descansa sobre el techo de su vehículo, de matrícula francesa. El emigrante protesta, se queja, implora. El gendarme permanece imperturbable y le indica con secos movimientos de cabeza que continúe. Quizá la negociación termine de cerrarse poco después de que nosotros nos marchemos, pero el ritual siempre es complicado. El emigrante deberá adivinar qué es lo que está dispuesto a aceptar el gendarme, ofrecérselo, persuadirle. O quizá el gendarme sea sólo un funcionario escrupuloso que sospecha algo y el fardo terminará completamente deshecho en el suelo. Si es así, el emigrante perderá un par de horas en reconstruirlo. Una lástima, porque parece un buen hombre, incapaz de nada. Sus dos hijas contemplan asustadas la escena; su mujer, con estoica y fatigada resignación.
Un kilómetro antes o después de los gendarmes seguimos encontrando vendedores del consabido material hasta bastante después de Ketama. Atravesamos el puerto de Bab-Besen, de 1.600 metros. Las tierras que quedan ahora a nuestra izquierda son ya el comienzo del Gómara. Todavía es más o menos el Rif para los marroquíes, pero administrativamente era una región diferente para los ocupantes españoles. Éstos dividieron su parte del Protectorado en cinco regiones: el Kert (desde Melilla hasta poco antes de Alhucemas), el Rif (toda la zona de Beni-Urriaguel, Bocoya, Targuist y Ketama), el Gómara (la zona costera comprendida entre Ketama y Tetuán), el Lucus (al sudoeste de la anterior) y el Yebala (la zona noroccidental). Al final, sin embargo, se acababa simplificando entre el Rif (la parte oriental, hasta poco más allá de Ketama) y el Yebala (la parte occidental, desde poco antes de Xauen). Aún en los mapas marroquíes de hoy las fronteras son imprecisas. El problema estriba en que no se trata de circunscripciones definidas, si no de áreas con las que la gente se localiza de forma aproximada. Lo que está hasta cierto punto claro es que en Xauen se refirieron siempre a los rifeños como "los montañeses" (aunque la propia Xauen está levantada entre dos enormes montañas) y que los de Alhucemas consideran a los de Xauen otra cosa.
Pasado Bab-Besen, el paisaje vuelve a hacerse un poco más árido; sigue habiendo bastante más vegetación y árboles que en las proximidades de Melilla, pero la frondosa umbría de Ketama ha quedado atrás. Además, el sol brilla en lo más alto. Ya va siendo hora de comer y no tenemos nada, aparte de unas botellas de SidiHarazem que compramos antes de salir de Alhucemas. Por cierto que esta marca de agua mineral es simplemente extraordinaria, quizá la más fina que hemos bebido nunca, aunque también hay que admitir que la bebemos con una sed como rara vez habíamos sentido. Tampoco es nada mala Sidi-Alí, la otra marca habitual. Miramos el mapa. De aquí a Xauen quedan dos pueblos grandes, Bab-Berred y Bab-Taza. El segundo está cincuenta kilómetros más allá, y cincuenta kilómetros son muchos en estas carreteras. Decidimos parar en Bab-Berred. Hamdani dice que sólo ha pasado por él un par de veces, pero que cree que encontraremos algún lugar donde comer. Según nuestros cálculos, no debe de estar a más de seis o siete kilómetros de donde ahora nos encontramos.
Bab-Berred resulta ser un pueblo bastante desangelado, levantado sobre la ladera de un monte, a unos 1.200 metros sobre el nivel del mar. Las elevaciones de los alrededores están discontinuamente cubiertas de bosques, pero el monte sobre el que han construido el pueblo apenas conserva una treintena de árboles. El resto es un arenal infructuoso sobre el que se amontonan las casas. Entre ellas se cruzan tortuosas calles pésimamente asfaltadas (las menos) y simples caminos asolados por la escorrentía (las más). Este lunes reina en el pueblo una actividad de hormiguero. Al parecer hay zoco. Desde la carretera ve mos la explanada donde se colocan los tenderetes y a un lado una multitud de burros amarrados. Entre Alhucemas y Targuist pasamos por otro zoco y también pudimos ver su concurrido estacionamiento de burros. Aquí todavía son de utilidad estos animales, y al encontrarlos por todas partes, ya sea transportando carga o llevando a sus dueños, ya sea amarrados y pensativos junto a una valla o una estaca, nos damos cuenta de lo inusuales que se han vuelto en el campo español, donde han sido reemplazados por toda una legión de máquinas, desde la minifurgoneta al ciclomotor.
El zoco es toda una institución social marroquí. Es un mercado, pero también más que un mercado. El lugar donde se celebraba el zoco ha terminado convirtiéndose muchas veces en un pueblo, que conserva después el nombre del zoco correspondiente. Por todo Marruecos hay lugares que se llaman Zoco el-Tleta, Zoco el-Arbaa, Zoco el-Jemís, Zoco el-Sebt, Zoco el-Had (o lo que es lo mismo, mercado del martes, miércoles, jueves, sábado y domingo, respectivamente). El zoco de Bab-Berred, ya que hoy es lunes, sería Zoco el-Tnin. Para distinguirlos unos de otros, se añade el nombre de la región: Zoco el-Jemís de Beni-Arós, Zoco el-Tleta de Uad Lau, etcétera. El zoco era el único lugar donde se podía comprar y vender, lo que en Marruecos siempre quiere decir discutir, pero por muy enfervorizada que pueda llegar a ser una transacción comercial entre marroquíes, otro principio básico en el zoco es que en él se respeta a todo el mundo, y nada hay más reprobable que alzar la mano contra otro en ese lugar. Un crimen cometido en el zoco era un crimen con la máxima agravante. Incluso los hebreos, siempre tolerados pero despreciados por los rifeños, gozaban de inmunidad allí, aunque no tenían fama de ser mercaderes honestos. Y en el zoco era donde se celebraban también las conferencias y se urdían las conspiraciones. El golpe contra los españoles de 1909 se decidió en el zoco.
La carretera se llena de socavones y de coches desvencijados al atravesar Bab-Berred. Nos vemos obligados a avanzar a diez por hora y a parar frecuentemente. Los burros, los niños, y también hombres y mujeres lentísimos se cruzan en nuestro camino. En seguida se percatan del pasaje peculiar que viaja a bordo de nuestro coche. Por un lado, Hamdani, imperturbable con su traje, su camisa blanca y su corbata, y por otro los tres españoles, medio derretidos y descamisados.
Aprieta el calor en Bab-Berred, y por quinta o sexta vez en nuestro viaje pienso que debería decirle a Hamdani que no es en absoluto necesario por nuestra parte que lleve siempre el traje y la corbata. Pero se me ocurre que ni siquiera sé si ésa no es su manera de defenderse del calor (debajo de la camisa lleva aún una camiseta) y que también puede considerar una impertinencia que me meta en cómo debe ir vestido. Hacerle alguna sugerencia en ese sentido implicaría suponer que se viste así por nosotros, cuando a lo mejor lo hace por sí mismo, por su idea de su deber como conductor, o porque la empresa para la que trabaja le obliga y no le consentiría que dejara de hacerlo. De modo que evito una vez más el asunto. Pequeñas gotas de sudor perlan su frente mientras maniobra entre la multitud de Bab-Berred, pero no despide ni el más mínimo olor. Si yo llevara toda la ropa que él lleva apestaría como un cerdo. El abuso diario del gel dermoprotector, sospecho, sintiéndome un poco vil y culpable.
Nos mira mucho y además muy fijamente la gente de Bab-Berred, mientras Hamdani los sortea, buscando un lugar donde comer. Atravesamos de punta a punta el pueblo, que por doquier ofrece idéntica sensación de miseria y desorden. No parece que Hamdani encuentre nada que le convenza, pero cuando ve que el pueblo se le acaba da media vuelta y regresamos al centro. Aquí nos señala un local a cuya entrada hay una parrilla humeante. El olor a carne quemada llega hasta nosotros. Es uno de los aromas que componen la intensa y caliente atmósfera de Bab-Berred.
– Voy a ver -dice, y saca el coche a la cuneta.
Hamdani se toma unos cinco minutos, durante los que vemos pasar a toda clase de gente por nuestro lado. Algunos niños se quedan mirando, los hombres ociosos de siempre nos vigilan sin moverse de sus apostaderos, las mujeres nos observan de reojo al pasar, y algunas se ríen. Supongo que tres españoles cocidos en un coche en mitad de Bab-Berred son para ellas motivo de hilaridad semejante al que para nosotros suelen ser esos lechosos suecos y alemanes achicharrados por el sol que boquean penosamente en nuestras playas. Al fin vuelve Hamdani y nos anuncia:
– Podemos comer aquí.
Deja aparcado el coche un poco más allá, no demasiado cerca del lugar donde vamos a comer. Bajamos y caminamos entre la gente. Si en el coche ya éramos raros, andando entre ellos nos sentimos como marcianos. Siempre me sorprende que cosas tan irrelevantes como una piel un poco más pálida y una determinada ropa puedan hacer tan diferentes a seres que apenas se distinguen en nada esencial. ¿O sí nos distinguimos? Ellos, al menos, así parecen creerlo. Lo que sí es cierto es que nuestra vida y la vida que viven en Bab-Berred no son comparables en más de un aspecto. El lugar donde vamos a comer tiene a la puerta un mostrador con trozos de cordero de un color rojo vivo pero también un tanto negruzco. Debo de hacer un mohín sin darme cuenta, porque Hamdani me dice, avergonzándome:
– La carne está buena. Yo sé distinguirla y la voy a elegir. Pueden confiar.
Y se pone la mano en el pecho, para reafirmarlo. Asiento, de la manera más convincente que puedo, y pasamos al interior. En seguida nos despejan una mesa, nos sentamos y aguardamos a que Hamdani haga el pedido. Ni siquiera mostramos tal o cual preferencia. Esto es Bab-Berred y comeremos lo que haya. Para beber sí que nos preguntan. Hay publicidad de Fanta y de Coca-Cola. Los tres pedimos té. Mientras aguardamos a que venga la comida, me fijo en el local. Su decoración es una mezcla de elementos de diversas procedencias y épocas, ninguna reciente. En un lugar preeminente, como en todos los locales de Marruecos (hay una ley que obliga a ello) se ve un retrato del rey. En éste aparece con chilaba blanca y tez roja, pero en otros viste a la occidental, de militar o incluso con uniforme de jugador de polo. El sitio no es demasiado luminoso, no hay manteles y las mesas de plástico se mezclan con sillas metálicas. La necesidad y el aprovechamiento de cualquier medio disponible son los únicos criterios: en Bab-Berred no tienen futuro los decoradores.
La comida resulta estar deliciosa. Son trozos de cordero especiados y asados a la parrilla y unas patatas fritas que nos devuelven el placer por este manjar, casi olvidado tras la generalización de esa basura congelada que sirven en las cadenas europeas de fast food y de la porquería rutinaria que administran en muchos restaurantes españoles. El secreto, aparte del material natural,,está en el aceite.
Nos lo dice Hamdani:
– Aceite de oliva puro, y siempre nuevo.
En las costumbres de estas gentes conviven siempre la escasez y la generosidad. Puede ser un lugar humilde, pero no requeman el aceite. Lo consideran una grosería hacia el huésped, el único ser realmente sagrado en estos parajes. El té también llega, como siempre, en tetera de plata. Hamdani lo sirve mientras los tres pensamos si alguna vez seremos capaces de reproducir sus golpes de muñeca al cortar el chorrito.
Terminamos plácidamente nuestro almuerzo, sabroso y reparador, y apuramos los últimos vasos de la tetera. Eduardo recuerda un dicho del desierto que le enseñó su guía tuareg en Mauritania. Según él, había que tomar siempre tres vasos, y cada uno de los tres vertidos era diferente. El primero, que no ha cogido bien el azúcar, es amargo como la vida. El segundo, que ya se ha impregnado lo suficiente, es dulce como el amor. El último, que sólo tiene los últimos restos del sabor del té, es suave como la muerte. Bebemos también nosotros nuestros tres vasos y nos disponemos a reanudar la ruta que nos lleva hacia el oeste, que también es un morir.
Antes de salir de Bab-Berred, paramos en un recodo del camino y contemplamos el pueblo entre las montañas. El ajetreo del zoco, la humareda de las parrillas, la gente pululando por la calle. Incluso en esta cuneta a la salida del pueblo hay gente sentada, o parada, que nos mira mientras miramos. No podemos dejar de apurar hasta el final este trozo de vida secreta del Rif. Aquí nunca vendrán los turistas, ni levantarán hoteles. No hay monumentos, no tiene historia, no se puede hacer nada más que mirar a esta gente que te mira y que quizá no te comprende, como quizá nosotros nunca los comprenderemos a ellos. Están perdidos en mitad de las montañas, donde sólo se llega por azar o por equivocación. Bab-Berred, le digo a Eduardo, he aquí el lugar para la mejor fotografía del viaje. Posamos y mi hermano dispara. Es posible que no volvamos nunca (o quizá sí, quizá nos empeñemos en hacerlo un día, otra vez los tres, cuando seamos viejos y nostálgicos). Mientras tanto, tendremos en la fotografía un trozo de cielo, un trozo de montaña y la imagen del pueblo. Bab-Berred, un lugar del Rif.
Hasta Xauen nos quedan unos setenta kilómetros, que recorremos perezosamente, bajo el sopor de la digestión, por la sinuosa carretera de montaña. El paisaje se repite: en primer término, montes medianos de tierra ocre, salpicados de manchas pardas y verdes de arbustos; más allá, y a veces colgando sobre nuestras cabezas, los montes más altos, labrados en una roca gris a la que se aferran los árboles. De vez en cuando, la roca se vuelve blanca en grandes mordeduras a cuyo pie se ve amontonado el desperdicio y el pedrisco de un derrumbamiento. Viajamos hasta Bab-Taza sumidos en una especie de modorra a la que só lo escapa Hamdani, que está obligado a mantenerse alerta por la conducción. En ese mismo estado atravesamos la propia Bab-Taza y nos dirigimos hacia el valle del río Lau.
Según nuestro mapa de carreteras ya estamos en el Yebala. No lejos de aquí se encuentra el monte Tazarut, donde tuviera su guarida el Raisuni, quien durante un par de décadas fue el señor de estas tierras. A lo largo de esos años no rehuyó enfrentarse a los franceses ni a los españoles, y hasta llegó a enemistarse con los mismísimos Estados Unidos, en un conocido y extravagante incidente a raíz del secuestro en 1904 de un ciudadano norteamericano, Perdicaris, que después resultó no serlo realmente. Pero entre tanto se descubría eso, al presidente Theodore Roosevelt, a la sazón metido de lleno en una difícil convención republicana, le dio tiempo a amenazar con declarar la guerra a Marruecos y a pronunciar su famosa frase: "Quiero a Perdicaris vivo o al Raisuni muerto". No hubo nada, porque el Raisuni, un bandido astuto y descarado, era igualmente hábil para negociar con aquéllos a los que se enfrentaba. Con quienes hizo verdadero encaje de bolillos fue con los españoles, a quienes resultó adjudicado en el reparto de 1912 el territorio sobre el que el Raisuni tenía organizado su singular imperio. Les hizo la guerra tantas veces como la paz, y consiguió en más de una ocasión que pasaran casi sin transición de bombardear Tazarut a favorecerle con sustanciosas asignaciones económicas. Era verdaderamente una pesadilla para los generales.
El 27 de mayo de 1920, apenas dos meses y medio después de llegar a Larache y con sólo dos meses de instrucción militar, mi abuelo paterno salía con el Batallón de Cazadores de Las Navas número 10 hacia Teffer, a unos sesenta kilómetros de donde ahora nos encontramos. Cerca de ese campamento, el 20 de septiembre del mismo año, tuvo su bautismo de fuego africano contra las fuerzas del Raisuni, en medio de la ofensiva lanzada por el Alto Comisario Berenguer contra el viejo bandido para tratar de pacificar definitivamente el Yebala. Los combates fueron tan violentos, y el papel de los cazadores en ellos tan expuesto (eran unidades de choque) que mi abuelo comprendió que no viviría mucho si no se le ocurría alguna idea afortunada. Poco después logró hacerse cabo y consiguió destino de cartero. Con ello libró el pellejo e hizo posible, entre otras cosas, que yo acabara viniendo al mundo y que ahora pueda recordar, a las puertas del Yebala, a aquel sujeto cuyos hombres intentaron acabar con él y de paso conmigo.
El Raisuni, también llamado Mulay Ahmed o "El Águila de Zinat" por sus admiradores, y "El Cerdo" o "Don Lirio" por los muchos que le odiaban, era descendiente de Mulay Abd es-Selam ben Emxis, el santo de Yebel Alam, montaña sagrada situada en el centro del Yebala, por la zona de Beni-Arós. Mulay Abd es-Selam, quien a su vez descendía de Mahoma (a través de Mulay Idriss, el fundador del imperio de Marruecos), fue un erudito y viajero que después de pasar quince años en Oriente regresó al Yebala, donde con ayuda de su oratoria y su magnetismo personal sedujo irreparablemente a sus paisanos. Cuando murió, asesinado por un cabileño cuya familia quedó maldita desde entonces, le enterraron en lo alto de un monte, pero uno de sus brazos no pudieron taparlo y quedó a la vista como señal de sus profecías (el monte se llamó desde entonces Yebel Alam, o "monte de la señal"). Se le atribuían numerosos milagros, y entre las gentes de la región llegó a ser poco menos que un segundo Mahoma. Según decían, siete peregrinaciones a la tumba de Mulay Abd es-Selam en años consecutivos equivalían a una peregrinación a La Meca. Por eso eran rarísimos los yebalíes que viajaban a Arabia. Autosuficiencia y sentido práctico, dos rasgos constantes del carácter marroquí.
El propio Raisuni, aprovechando hábilmente este islamismo localista de sus paisanos y el prestigio de su ancestro, oficiaba también de santón. En su época de mayor pujanza, cuando se codeaba con el sultán Mulay Hafid, era un sujeto avasallador, dotado de una fuerza colosal, una risa sonora y una voz tronante. Aunque llegó a alcanzar los 150 kilos de peso, tenía fama de donjuán incorregible, pasmoso jinete y muy diestro tirador. Gonzalo de Reparaz, que le conoció, le describe como un hombre de tez blanca, nariz roma y ojos y barba muy negros, cuya sola mirada atestiguaba su perspicacia. Sus orígenes fueron accidentados. Tras una juventud dedicada a los estudios religiosos y jurídicos, mostrando viva inteligencia y formidable capacidad, se lanzó a los caminos para ejercer la justicia por la fuerza, como una especie de bandido romántico, imagen que siempre se preciaría de ofrecer. Sus fechorías alarmaron al Majzén y el bajá de Tánger consiguió con engaños atraerlo a su casa y prenderle. Lo tuvieron cuatro años preso en Mogador (hoy Essauira, en la costa atlántica), encadenado y sin poder juntar las manos. Tan prolongada y cruel prisión le proporcionó tiempo para pensar y el estímulo suficiente para su bien dotada inteligencia. Sus anhelos de poder aumentaron, su prestigio se incrementó y se volvió más pragmático en el terreno de la acción. Según le gustaba decir, "en la prisión mueren muchos poetas y nacen muchos políticos". Lo cierto es que de Mogador volvió cargado de astucia y vacío de piedad, y que en los años siguientes se entregó sin tasa al saqueo y al secuestro de occidentales y marroquíes, una industria que se reveló grandemente lucrativa y que llegaría a darle fama mundial. Poseía una flota pirata en el Atlántico, y se complacía en afeitar las barbas a los musulmanes que capturaba, principalmente porque afeitar la barba a un musulmán era equivalente a quitarle su virilidad, la máxima afrenta imaginable. Tampoco vaciló en asesinar, en plena boda, a las que iban a ser su segunda esposa y suegra de su cuñado, y se las arregló para establecer y cobrar un tributo a todas las familias que vivían en sus dominios. A los pobres los hacía matar o los esclavizaba, pa ra que le sirvieran de algo. Sus harenes repletos de concubinas de todas las procedencias eran comparables a los del sultán, y con la fortuna que amasó pronto, merced a sus desvelos, se las arregló para disponer de un palacio en cada uno de los muchos sitios donde actuaba: Tánger, Tetuán, Xauen, Arcila y las colinas de Zinat y Tazarut.
Al Raisuni no le fue del todo mal con los poderes establecidos, aunque le buscara numerosos quebraderos de cabeza al sultán con sus travesuras. Consiguió pese a ellas que le nombrara bajá de Tánger, con lo que consumó su venganza frente a quien desde ese puesto le había reducido a prisión con añagazas y faltando al deber sagrado de la hospitalidad. Esta investidura no le duró mucho tiempo, ya que al Raisuni le dio por divertirse cortando la luz y sembrando el terror, cosa que no estaban dispuestos a tolerar los muchos europeos de la ciudad, acostumbrados a administrarla a su manera. Atendiendo las protestas de éstos, el sultán Mulay Abd el-Aziz, que había nombrado al Raisuni a regañadientes (después de enviar sin éxito un ejército contra él), le destituyó del cargo de bajá. Pero el sucesor de Mulay Abd el-Aziz, Mulay Hafid, nombró poco después a nuestro personaje caíd del Yebala, consagrándole en el poder que ostentaba de facto, y que a partir de ahí acrecentó. En ésas estaba cuando se estableció el Protectorado y llegaron los españoles. Y "los españoles" quería decir en este caso el impagable Manuel Fernández Silvestre, con quien el Raisuni disfrutó de lo lindo. Consciente de que colaborar de una u otra forma con la potencia colonial era inevitable, y seguramente intuyendo la suerte que tenía con que la potencia colonial fuera precisamente España, jugó a fondo esa carta, y consiguió que la misión de Silvestre consistiera nada menos que en apoyarle como jefe regional del imperio jerifiano. Para abrir boca, le enseñó a Silvestre una celda donde tenía a cien hombres encadenados, algunos muertos y otros agonizando sobre sus propios excrementos. Silvestre quedó naturalmente espantado por la atrocidad de aquel personaje al que tenía la misión de respaldar, pero tuvo que tragárselo todo para recomendarle como primer jalifa de la zona española.
Sin embargo, los choques empezaron pronto, tan pronto que el Raisuni nunca sería nombrado jalifa (en su lugar se nombró a un hombre más bien pusilánime, Mulay el-Mehdi, nieto del sultán que había reinado medio siglo atrás). Lo cierto es que el Raisuni declaraba en alta voz su lealtad a España mientras por la espalda detenía a quienes colaboraban con las fuerzas de ocupación españolas y exigía fuertes rescates a sus familias. En una de esas burlas, a comienzos de 1913, Silvestre perdió su poca paciencia, desarmó a los recaudadores del Raisuni, liberó a los prisioneros y ocupó el palacio del cabecilla marroquí, poniendo bajo custodia a su familia. El Raisuni protestó, y advirtió a Silvestre, con una metáfora que luego se haría célebre y que terminaría siendo en cierto modo profética: "Tú y yo formamos la tempestad; tú eres el viento furibundo, yo el mar tranquilo. Tú llegas y soplas irritado, yo me agito, me revuelvo y estallo en espuma. Ya tienes ahí la borrasca. Pero entre tú y yo hay una diferencia: que yo, como el mar, jamás me salgo de mi sitio, y tú, como el viento, jamás estás en el tuyo". Silvestre, pese a que el ministro de la Guerra le desautorizara mediante un telegrama, desoyó la advertencia. En marzo de 1913, el Raisuni se retiró a su reducto de Tazarut y llamó a las armas. Eso preocupó al entonces Alto Comisario, Alfau, pero alivió a Silvestre, que no veía otra solución que la militar. Durante todo ese año y el siguiente se desarrolló la primera guerra entre España y el Raisuni, con tímidos y siempre frustrados intentos de negociar, que dieron como resultado la dimisión de Alfau y su sustitución por el más belicoso Marina. El marroquí, viendo que la política española contra él se endurecía, excitaba a su vez los ánimos de los suyos denunciando la toma de Tetuán, que presentaba como prueba de la voluntad de los españoles de conquistar y someter militarmente el país.
Cuando estalló la guerra mundial, que imponía a Francia otras prioridades, la guerra en Marruecos se mitigó. El Raisuni, declarado germanófilo, como Abd el-Krim, recibía suministros alemanes a través de los submarinos del káiser que atracaban en Tánger. La situación era complicada y en las dos partes volvió a surgir la voluntad de negociar. En medio de ese delicado proceso, oficiales bajo el mando de Silvestre organizaron en mayo de 1915 el asesinato de Alí Akalay, un emisario que oficiaba de mediador en las negociaciones con el Raisuni. No está claro si lo hicieron por indicación de su jefe o no, aunque sí consta que éste había entorpecido cuanto había podido los esfuerzos conciliadores que llevaba a cabo la Legación española en Tánger. El incidente le costó a Silvestre la destitución, en la que arrastró al Alto Comisario Marina. Su sucesor, Gómez Jordana, que traía como prioridad detener la guerra, tardó sólo un par de meses en firmar un acuerdo con el Raisuni. Gracias a él, se reconocía al viejo pirata como gobernador de la región en nombre del sultán. El Raisuni, por su parte, se comprometía a ayudar a someter a las cábilas rebeldes. Así lo hizo, y en los meses siguientes combatió junto a los españoles contra las tribus más recalcitrantes, que casualmente eran también las que comenzaban a desconfiar de él por cambiar de bando con tanta facilidad. En una de aquellas refriegas, mientras asaltaba la altura de Biutz, el entonces capitán Franco recibió un balazo en el vientre, que pasó milagrosamente sin rozar ningún órgano vital. Habría sido toda una paradoja que el arrojado capitancillo de Infantería hubiera caído en aquella escaramuza para mayor gloria del Raisuni. Quizá lo es, de todos modos, que la única vez que aquel hombre tuvo la muerte tan cerca fuera luchando codo a codo con un bandido.
Una vez liquidados por los españoles sus enemigos locales, el Raisuni volvió a las andadas, es decir, a incordiar a los colaboracionistas y a intrigar con los alemanes. Gómez Jordana toleró más o menos estos movimientos, pero Berenguer, nombrado Alto Comisario en 1918, se resolvió desde el principio a suprimir el poder del Raisuni. La actitud de Berenguer no pasó desapercibida al viejo zorro, que antes de que se produjera el choque le mandó una carta en la que volvía a hablar del viento y el mar, aunque esta vez era él el viento y Berenguer el mar: "Tú, general, eres grande, como el mar. Yo, el jerife, soy como el viento. Cuando el viento está quieto, el mar está en calma, pero cuando sopla, el mar se agita y hace olas. No me hagas que sople". También improvisó una metáfora nueva: "Sabe que nosotros no somos como esos árboles a los que se sacude para hacer caer los frutos, sino más bien como esas piedras en las que no hace mella ni el frío ni el calor". Sus poéticas advertencias, en cualquier caso, no surtieron el menor efecto, y Berenguer, que había sido nombrado jefe supremo del ejército en Marruecos, aplicó todos sus esfuerzos a aislar al Raisuni, quien entre 1919 y 1921 volvió a luchar contra los españoles. Entre esos españoles se encontraba ya para entonces mi abuelo.
La audacia bélica de Berenguer tuvo éxito. En octubre de 1920 sus tropas tomaron Xauen, aunque ése no fue exactamente un golpe contra el Raisuni, porque la ciudad estaba en manos de los Ahmar, un clan rival cuya caída el marroquí celebró como el que más. Poco después las tropas del líder rebelde ponían cerco a Xauen, pero durante 1921 la campaña progresó ventajosamente para los españoles, que terminaron por acorralar al Raisuni. Entonces fue cuando Silvestre se cruzó en el camino de Berenguer. En realidad lo había hecho un poco antes, cuando por presiones del rey había vuelto a Marruecos. Berenguer, que era un año menor que él y que había estado a sus órdenes, no sentía devoción por sus maneras, pero le consideraba un buen jefe y le nombró comandante general de Melilla. Allí, en el este, las líneas estaban estabilizadas en la zona del Kert, y a Berenguer no le corría prisa moverlas mientras no acabara con el Raisuni, lo que tenía cada vez más cerca. Aunque consintió que Silvestre conquistara el territorio de los Beni-Said, poco belicosos y sobre todo rendidos por la hambruna de varios años de malas cosechas, siempre aseguró haberle advertido que no progresara más allá sin haber preparado políticamente el terreno. Cierto es que en sus escritos Berenguer se declaraba admirador de las técnicas coloniales de Lyautey, y que al igual que su predecesor Gómez Jordana rechazaba emprender guerras a sangre y fuego, engendradoras de rencores. Pero Silvestre estaba convencido de que era el momento de avanzar e intentar de una sola tacada unir las zonas oriental y occidental, aniquilando a los beniurriagueles y a los bocoyas de Alhucemas. El desastroso resultado de esa aventura, emprendida contra la voluntad de Berenguer (o tan sólo contra su confusa prohibición, según los más críticos), fue un precioso balón de oxígeno para el Raisuni. En julio de 1921, cuando estaba casi asfixiado, la precipitada marcha de Berenguer y de gran parte de sus tropas en socorro de Melilla le salvó. Podía agradecer por ello la intervención de Abd elKrim, pero una oscura intuición debió de ensombrecer su júbilo. Al otro lado del Rif había surgido algo peligroso, algo que había conseguido humillar a los españoles como él nunca había podido.
Su tiempo se alargó un poco más, aunque para entonces ya era viejo y estaba muy enfermo y ofrecía un cuadro más bien lamentable. Era una especie de monstruo barbudo, hinchado por la hidropesía que padecía desde hacía años. No obstante, todavía hizo una jugada digna de su antigua habilidad: hacia mediados de 1922, cuando los españoles le tenían vencido, negoció con ellos y les sacó no sólo protección y 80.000 pesetas al mes, sino nueva influencia sobre los asuntos del Yebala. Los soldados españoles que habían estado sitiándole fueron envia dos a reconstruir su palacio. Era el precio por sofocar rápidamente el frente occidental y poder afrontar con todas las fuerzas a la nueva República del Rif. Los oficiales españoles reaccionaron con indignación al comprobar cómo se le volvía a dar alas al viejo bandido, y hasta la propia tropa, normalmente más escéptica y fatalista, expresaba su descontento. Barea refleja en un pasaje de La ruta la rabia de los soldados, y Mola escribiría años más tarde: "Se llegó al extremo de que los oficiales españoles necesitaron su plácet para ocupar determinados destinos. ¡Un bandolero no había podido llegar a más, ni una nación europea a menos!".
En 1924, un secuaz del Raisuni, llamado Ahmed Jeriro, discutió con su jefe y se pasó a Abd el-Krim. Empezó a combatir contra él y contra los españoles justo por esta zona del valle del Lau. El Raisuni intentó reprimirle, pero fracasó. Ya no tenía las fuerzas ni la clarividencia de antes. Aquel desertor que había escapado a su castigo iba a ser el instrumento de su ruina. En 1924, las tropas españolas se retiraban de Xauen, sufriendo una terrible derrota, y el Raisuni quedaba aislado en Tazarut. Los españoles le ofrecieron refugiarse en Tetuán y Abd el-Krim unirse a él, naturalmente a sus órdenes. Su orgullo le impidió aceptar tanto lo uno como lo otro. A comienzos de 1925, Jeriro recibió de Mhamed Abd el-Krim el encargo de destruir al Raisuni y extender definitivamente al Yebala el poder de la república rifeña. Con un ejército de 1.200 yebalíes y 600 rifeños de Beni-Urriaguel y Tensamán, apoyados por una retaguardia de 2.500 combatientes del Gómara, Jeriro asaltó la legendaria fortaleza de Tazarut en la noche del 23 de enero de 1925. Los yebalíes fueron rechazados y cedieron el puesto a los rifeños, mientras los de la retaguardia quedaban a la expectativa. La guardia del Raisuni le defendió con bravura, pero aquellos pocos centenares de rifeños acabaron tomando la fortaleza donde los españoles nunca habían conseguido entrar. Poco des pués de que los beniurriagueles se apoderasen de Tazarut, hubo una torpe incursión aérea española. Pero aquellos aviones llegaban tarde para el Raisuni. A aquellas alturas, cuando ya los pocos supervivientes de su guardia se habían pasado al vencedor, la intervención en su favor de sus antiguos enemigos sólo pudo parecerle una mofa del destino.
En Tazarut se dice que había 100.000 fusiles Máuser, aunque la cifra parece demasiado fabulosa, y gran cantidad de dinero. Los rifeños se apoderaron del botín y llevaron al impedido Raisuni en litera a Xauen y después a Targuist, donde fue humillado y pidió que le mataran. El periodista norteamericano Vincent Shean, que asistió a su llegada a Targuist, el 30 de enero de 1925, describió al viejo bandido como un cuerpo enorme derrengado sobre la litera cubierta de cojines en que le transportaban. Sólo se veía su turbante, su barba teñida y sus ojos furiosos. Tras él marchaban sus cuatro favoritas, con velo blanco, entre ellas la legendaria Aixa, cuya cabellera, según se decía, habían de sujetar cuatro esclavas cuando paseaba por los jardines de Tazarut. Diecisiete mulas transportaban sus bienes, y los rifeños le habían permitido conservar también su caballo blanco, cuya montura repujada en oro refulgía al sol. En la mísera casa del poblado que le destinaron, el Raisuni, que se llamaba a sí mismo aún señor de las montañas, declaró al periodista norteamericano que prefería morir a vivir prisionero de perros y de hijos de perra. Alá atendió su petición, y el fin le llegó el 10 de abril de 1925 en Tamasint, al sur de Alhucemas. Su vida, que había conocido glorias y ocasiones impensables para alguien nacido en el mísero norte de Marruecos a mediados del siglo Xix, no pudo conocer peor remate: el señor del Yebala, muerto en Beni-Urriaguel, tras haber sido arrancado de Tazarut por un antiguo lugarteniente y haber sido inútilmente protegido por aquéllos a quienes siempre combatió y estafó. Años atrás, el viejo seductor había engatusado a la rica norteamericana Rosita Forbes, a la que inspiró un encendido libro titulado El sultán de las montañas, donde se pintaba al Raisuni como el bandido romántico que pretendía ser. Por fortuna para su leyenda, la crédula Rosita no le vio reventar como un cerdo en Tamasint. Personalmente me cuesta compadecerle, aun en ese trance, porque aquel hombre estuvo a punto de impedirme nacer, cuando mi abuelo no era más que un soldado novato en un batallón de choque. También estuvo a punto de imposibilitarme Abd el-Krim, años después, pero al menos a éste no le movía sólo la codicia.
La carretera llega al río Lau. En este valle, donde antaño se cumplía la voluntad del Raisuni y donde se sublevó Jeriro para extinguirla, divisamos bosques amenos y prados que el verano no ha conseguido secar del todo. Poco después salimos a una bifurcación, donde apuntamos hacia el norte. La ruta sube entre colinas y de pronto aparece ante nosotros una ciudad blanca, tendida entre dos enormes montes, el Meggú y el Tissuka. Ambos forman los cuernos que le dan nombre. Es Xauen, la ciudad santa.
Descendemos hasta el fondo del valle y los últimos dos kilómetros los hacemos subiendo hacia Xauen. Tras la ciudad blanca que se acerca se alzan ahora imponentes sus dos montes guardianes. Tener tras de sí esa formidable muralla de roca hizo siempre a Xauen difícilmente expugnable. Había que atacarla de frente, lo que quiere decir desde abajo. Atravesamos los barrios exteriores y nos dirigimos hacia el centro, donde supuestamente se halla el hotel en el que hemos reservado habitaciones. Con sus fachadas encaladas y sus calles cada vez más empinadas, Xauen parece en la quietud de la tarde uno de esos pueblos andaluces de las montañas, donde la luz se remansa y se queda dormida al pie de los portales. También hay jardines sombríos, sobre cuyos muros se derra man los jazmines. El motor de nuestro coche es el único ruido que turba la paz de las callejas. Subimos y subimos hasta que la calzada se interrumpe. No hemos visto el hotel Marrakech, al que teóricamente nos dirigimos. Hamdani observa:
– Hemos pasado algunos hoteles que no tenían mal aspecto. Voy a preguntar, si les parece.
Nos parece, y media hora después hemos tomado posesión de nuestras habitaciones en un pequeño hotel de estilo andaluz, a menos de cinco minutos de camino de la medina. Las ventanas dan a una loma sobre la que se alza un morabo (una ermita construida en el sepulcro de un santón) y más allá, la mole gris del Tissuka. Las habitaciones también son blancas y luminosas, tanto que invitan a descansar aquí durante días. No son nada suntuosas, pero están muy limpias y proporcionan una sensación confortable. Cuando salgo a la calle, después de lavarme y cambiarme, encuentro a mi hermano ocupado con la cámara. Trata de sacar una buena perspectiva de una callejuela que hay al lado del hotel y que desciende casi verticalmente en una abrupta escalinata. Las casas están construidas conforme impone la acusada pendiente, ceñidas a ella. Las ventanas enrejadas se abren bajo pequeños saledizos de tejas en la fachada enjalbegada y los hilos eléctricos tejen una telaraña que va y viene entre los edificios. En lo alto de uno de ellos se ve una antena parabólica, y al fondo, el verde del monte.
– Sácame una -me pide mi hermano, tendiéndome la cámara.
Baja la escalinata y posa. En ese momento, un niño de unos siete u ocho años sale de un portal y comienza a gritarnos. No entendemos lo que dice, pero pronto comprendemos que no quiere que fotografiemos su casa. Pienso que está en su derecho y que quizá no esté bien que sigamos adelante, pero mi hermano es más expeditivo.
– Tírala -me apremia.
Un par de segundos después, un pedrusco de respetables dimensiones se estrella a dos dedos de su tobillo.
El niño nos mira con una especie de odio, pero cuando mi hermano hace ademán de bajar vuelve a meterse en el portal. Hacemos la fotografía y en cuanto nos retiramos el niño vuelve a asomarse y nos observa con gesto iracundo. Ahora los cristianos venimos a Xauen y fotografiamos irrespetuosamente sus casas, pero en otros tiempos los antepasados de ese niño quemaban a los cristianos en la plaza. Todavía hay una calle que se llama "el camino de los quemados", en recuerdo quizá socarrón de aquellas viejas celebraciones.
Xauen, o Chefchauen, "los cuernos de la montaña", fue fundada según unos por moros exilados de Al-Ándalus, hacia 1300. Según otros, la fundó en 1471 Mulay Alí Ben Rachid, quien la aprovechó para lanzar desde ella ataques contra los portugueses de Ceuta y Alcazarquivir. Lo que parece seguro es que su esplendor lo conoció a partir de la llegada masiva de moriscos expulsados de Andalucía, que la convirtieron en su ciudad santa. Durante siglos, su situación inaccesible y la prohibición a los infieles de traspasar sus muros la mantuvo fuera del alcance de los europeos y envuelta en un aura de misterio. Tal era su leyenda que a finales del siglo Xix algunos occidentales hicieron los más pintorescos esfuerzos por visitarla. El primero del que se tiene conocimiento fue Charles de Foucauld, que se coló en 1882 disfrazado de rabino y que describiría con una quizá inevitable fascinación su entrada en la ciudad:
Eran las seis de la mañana cuando llegaba: a aquella hora, los primeros rayos de sol, dejando aún en la sombra las masas oscuras de las altas cumbres que dominan la ciudad, doraban apenas la punta de los minaretes; el aspecto era de una belleza irreal. Con su viejo torreón de aire feudal, sus casas cubiertas de tejas, sus arroyos que serpentean por todas partes, podría uno haberse creído más bien ante algún burgo apacible a orillas del Rhin, que ante una de las ciudades más fanáticas del Rif.
Siete años después logró entrar en Xauen Walter Harris, disfrazado de cabileño, y poco después el misionero norteamericano William Summers, que fue envenenado. Aunque nominalmente Xauen formaba parte del Protectorado español desde 1912, hubieron de pasar ocho años antes de que los españoles intentasen tomarla. La empresa no fue nada fácil. Los defensores resistieron un duro asedio, y los generales españoles dudaban que sus soldados fueran capaces de reducirla por la fuerza. Al final, la rendición de la ciudad tuvo lugar de una extraña manera: el entonces teniente coronel Castro Girona, disfrazado de carbonero (otra vez un disfraz), entró en Xauen en 1920 y negoció con sus autoridades. Entre amenazas de bombardeo y promesas de recompensas, logró que transigieran. El 15 de octubre de 1920, poniendo fin a siglos de aislamiento, la bandera española se izaba sobre la vieja alcazaba de Xauen.
Poco después de que cayera en manos de los españoles, Arturo Barea conoció la ciudad sagrada y dejó escritas sus impresiones:
Las calles de Xauen, estrechas, empinadas y retorcidas, eran un laberinto. En el principio de nuestra ocupación, no era raro que un soldado español fuera atravesado por una gumía sin que se supiera de dónde había surgido el golpe. El barrio hebreo era una fortaleza cerrada por rejas de hierro, que se abrieron de par en par por primera vez en centurias cuando los españoles ocuparon la ciudad. Dentro de un recinto -gruesas paredes, puertas estrechas, troneras por ventanas-, todavía se hablaba español, un español arcaico del siglo dieciséis. Y unos pocos de los judíos aún escribían este castellano mohoso en letras anticuadas, todas curvas y arabescos, que convertían un pliego de papel recién escrito en un viejo pergamino. Me enamoré de Xauen. á…ú Sus calles quietas en sombra, en las que repercute el eco de los borriquillos; su muecín salmodiando su plegaria en lo alto del minarete; sus mujeres tapadas y envueltas en la amplitud de las blancas telas que no dejan nada vivo en sus ropas fantasmales, más que la chispa de sus ojos; sus moros de la montaña, andrajosos en sus pingajos o resplandecientes en sus chilabas de lana blancas como la leche, pero siempre altivos. Sus judíos silenciosos deslizándose a lo largo de las paredes, tan pegados a ellas como sombras sin cuerpos, corriendo siempre a pasitos cortos, rápidos y furtivos.
Los españoles, según cuenta el propio Barea, acabaron muy pronto con la magia de la ciudad. Desaparecieron los viejos procedimientos para teñir la lana y curtir el cuero, todo se llenó de cantinas y burdeles para la tropa y de moros obsequiosos y aduladores. Según Woolman, los yebalíes eran menos austeros que los rifeños, menos serios, más excitables, más soñadores. Se acoplaron pronto a los nuevos amos, que también toleraron sus peculiaridades, como su afición a las prácticas homosexuales. El mercado de mancebos de Xauen se mantuvo hasta 1937. Los yebalíes no habían de encontrar tanta permisividad en Abd el-Krim, que hacía rociar de gasolina y quemar vivos a quienes se sorprendía realizando actos de sodomía. Cabe que eso contribuyera poderosamente a que al líder rifeño nunca se le quisiera mucho por aquí. Según refiere el capitán Mauricio Capdequí, que antes de morir al frente de su mía de policía indígena dejó un valioso estudio sobre la región del Yebala y sus habitantes, la aceptación social de la homosexualidad masculina llegaba al extremo de que los tolbas, una especie de eruditos consagrados al aprendizaje del Corán, tenían estas prácticas por una parte de su instrucción. Algunos llegaban a asegurar que la camaradería íntima era condición sine qua non para el éxito en los estudios. Los estudiantes abusaban con soltura de sus condiscípulos más jóvenes y a menudo el asunto degeneraba en luchas pasionales que acababan en asesinatos. Más silenciosa, pero igualmente extendida, era la homosexualidad femenina. Afirma Capdequí que las mujeres yebalíes, "no encontrando en sus maridos la delicadeza de sentimientos que anhelan, tienen frecuentemente entre ellas pasiones, que a primera vista parece deben ser resultado de refinamientos de civilización, pero que también la misma brutalidad de costumbres explica". Por contra, la poligamia estaba mal mirada en el Yebala y el divorcio era muy poco frecuente. En cuestión de práctica del Islam, los yebalíes eran más rigurosos que los rifeños, y la mayoría cumplía con el precepto de las cinco oraciones diarias, siempre precedidas de las pequeñas y grandes abluciones. Y aunque fueran menos estimados como combatientes, distaban mucho de descuidar la instrucción guerrera. Al cumplir la edad de doce años los muchachos yebalíes recibían como regalo de sus padres un fusil y entraban a formar parte de la rimaya, la sociedad de tiradores del poblado. Por lo que toca a su relación con el Majzén, el gobierno del sultán, era más bien ambigua. Según Capdequí, si a un marroquí se le preguntaba si el Yebala pertenecía a Bled el-Majzén, el territorio sometido, respondía que no. Pero igualmente negaba que formara parte del territorio insumiso, o Bled es-Siba. Y es que, como observaba el malogrado capitán, "el espíritu musulmán no experimenta nuestra necesidad de tener las cosas por categorías bien definidas, y evoluciona mejor sin nuestras certidumbres".
Los españoles construyeron una red de blocaos alrededor de Xauen y la conservaron durante varios años, pese a los sucesivos reveses en la zona de Melilla. A mediados de 1924, las primeras correrías de Jeriro hicieron temer a Primo de Rivera que Abd el-Krim lograra sublevar el Yebala. Las líneas españolas en la zona distaban de ser sólidas, y Xauen estaba especialmente expuesta. Eso le hizo planear una retirada estratégica hacia la línea del frente de 1918, la que después se llamaría línea Primo de Rivera. Allí esperaba reagrupar sus fuerzas para atacar más adelante. Durante el mes de julio hubo unas insó litas lluvias que redujeron los caminos a barrizales y que volvieron desesperada la situación de los españoles.
Aquel julio de 1924, mi abuelo, que ya era veterano y sargento, estaba otra vez en medio del fregado. El 18 de ese mes salía con su compañía hacia la posición de Ain Grana, en la zona de Beni-Arós, al noroeste de Xauen. Iba al mando de un puñado de reclutas a los que él mismo acababa de instruir. Ain Grana estaba rodeada por los hombres de Abd el-Krim, y en tan ingrata y forzada compañía pasó mi abuelo dos meses. En una declaración jurada que escribió para completar su hoja de servicios cuarenta años después, resumía así de parcamente la experiencia: "En esta posición se prestan los servicios de vigilancia con mucha precaución, por encontrarse sitiada". Un convoy de Intendencia que consiguió llegar a comienzos de septiembre le trajo la orden de incorporarse al Regimiento de Infantería Borbón número 17, en Málaga, un cómodo destino de retaguardia. Pero ni él ni los de Intendencia pudieron salir hasta el día 20, cuando una sección de la harka (cuerpo indígena auxiliar de las tropas españolas), al mando de un alférez musulmán, logró romper el cerco. Durante el camino de vuelta a Zoco el Jemís de BeniArós, al pasar por la que los soldados llamaban " la Cábila de los Locos", fueron tiroteados ("poca cosa, unos pacasos", decía él) y el mulo en el que iba mi abuelo se desbocó. Un jinete moro de la harka consiguió retener al animal, cuando ya arrastraba al sargento con un pie enganchado en la artola y la cabeza a punto de deshacerse contra el suelo. A aquel anónimo y vivaz jinete marroquí debemos mi hermano y yo manifiesto agradecimiento. El día 22 mi abuelo estaba ya en Larache, y poco después embarcaba para la Península. Los hombres que quedaron en Ain Grana, los reclutas a quienes él había enseñado, fueron exterminados por el enemigo. La fortuna, otra vez por poco.
En septiembre de 1924, el propio Primo y su estado mayor en pleno su frieron cerca de Ben Karrich una emboscada, de la que se salvaron milagrosamente. La retirada no podía demorarse por mucho más tiempo. Todas las noches, poco antes de la evacuación, Sidi Abd el-Uafi el Baccali, bajá de Xauen afecto a los españoles, paseaba por la ciudad sin más compañía que la de su fusil (al que se refería como "mi amigo"). Durante uno de aquellos paseos nocturnos se encontró con el entonces teniente coronel Mola y le dijo: "Si no hacemos otra cosa que lamentarnos como los hebreos, vamos un buen día a dar lugar a que entren los montañeses en la ciudad y nos hagan picadillo lo mismo que el Rif". Otra noche, la del 15 de noviembre de 1924, los españoles abandonaron silenciosamente Xauen, dejando la ciudad santa a merced de aquellos montañeses a los que el Baccali esperaba desde hacía semanas.
La retirada fue un desastre. Los rifeños cayeron sobre los españoles y les infligieron un duro castigo. En Sheruta murió el general Serrano y 2.000 hombres. En Dar Akobba, una de las posiciones sobre las que se produjo el repliegue, hubo otro descalabro, narrado por Mola en el libro del mismo nombre, donde recoge sus recuerdos como jefe de los regulares de Larache. La lucha fue cruel por ambos bandos. Los moros de Larache que combatían junto a los españoles se agachaban sobre los cuerpos de los rifeños caídos y los degollaban con sus gumías. Cuando liquidaban a alguno que se fingía muerto, se enorgullecían ante su oficial en su castellano hassaní:
– Mi tiniente, que moro montaña no estar muerto, estar vivo como tú.
Ahora sí que estar muerto. ¡Por Dios! En Uad Najla, quedaron tres blindados cubriendo la retirada. Los rifeños los rodearon y las dotaciones de los blindados resistieron durante tres días, sin comida ni bebida ni esperanzas de ser rescatados. Cuando agotaron la munición, los rifeños les permitieron rendirse y asistieron admirados a la salida de los supervivientes. Abd el-Krim, igualmente impresiona do, los puso a la cabeza de la lista de prisioneros para canje. Lo cierto, hazañas aparte, era que Xauen había caído en manos del enemigo. Los españoles iban a quedar durante muchos meses confinados al otro lado de una línea de blocaos y campos minados, esperando una incierta ocasión de contraatacar.
Aquél fue uno de los grandes momentos de la República del Rif. Dicen que la entrada de los rifeños en Xauen, con los pies descalzos, la cabeza inclinada y su joven general Mhamed ben Abd el-Krim al frente, fue impresionante. Cerca de 20.000 guerreros, perfectamente formados, desfilaron por la ciudad santa. Iban con su uniforme, sus turbantes de colores, negros y azules para los soldados, rojos para los oficiales, cantando por primera vez el himno de la República: "Al yaumna hayun lilhurubi hayu". El estandarte rifeño se izó sobre la fortaleza de Xauen mientras los cañones rugían. El propio emir Mohammed ben Abd el-Krim acudiría más tarde a la ciudad, la más importante de las que se contaban en sus dominios, y pasaría algunas temporadas en su alcazaba.
Durante dos años, Xauen fue el cuartel general de Jeriro, convertido en lugarteniente de Abd el-Krim en el Yebala. En ese tiempo, Abd elKrim atacó a los franceses, éstos se unieron a los españoles y entre ambos formaron la pinza que acabaría con la República del Rif. Un día de 1925 aparecieron en el cielo de Xauen los Breguet de la Escadrille Chérifienne, que bombardearon la ciudad. Tras la caída de Abd el-Krim, en abril de 1926, Jeriro siguió resistiendo. Paradójicamente, la república rifeña alentaba en el Yebala cuando ya había sido extirpada de Alhucemas, donde había nacido. Pero el espejismo no duró demasiado. El 10 de agosto de 1926, el comandante Capaz, haciendo honor a su apellido, tomó Xauen al frente de un destacamento de operaciones especiales compuesto por un millar de hombres. La bandera española volvió a izarse sobre la alcazaba de Xauen, esta vez para no arriarse ya hasta la independencia. En noviembre, los españoles atacaron Tazarut, la antigua fortaleza del Raisuni, y el día 3 de ese mismo mes, imitando fatídicamente la derrota del viejo bandido al que él había aplastado, cayó Ahmed ben Mohammed el Hosmari el Jeriro, el último general de Abd el-Krim. No había cumplido los treinta años. Sus hombres, antes de dispersarse, enterraron su cuerpo en algún lugar secreto de las montañas.
Volvió la guarnición española, y volvieron las tabernas y los burdeles.Dice Barea que en 1931 Xauen ya no era sagrada ni misteriosa; que se había convertido en un lugar de turismo, con hoteles que servían comida francesa, anuncios pegados en las paredes y una carretera ancha para que pudieran llegar cómodamente los ricos británicos y norteamericanos en sus grandes coches. Una ciudad prostituida en la que ya no existía el encanto de aquellas apacibles noches de luna llena que le habían hecho acordarse de Toledo, al oír más allá del silencio de las calles el ruido del río corriendo rápido, y el viento enredándose en los árboles y en los recovecos de las montañas.
Ahora que la tarde cae sobre Xauen y que estamos a punto de explorar sus callejas, recuerdo con la misma emoción con que la leí por primera vez la conmovedora declaración que hace Barea, después de constatar la destrucción de la ciudad que él había amado:
Pero yo he conocido Xauen, cuando aún no estaba prostituida, cuando pasear por sus calles era aún aventura. Un moro os miraba a los galones plateados de sargento y os saludaba: "Salaam aleicum". Un judío canturreaba en viejo romance un "Dios os guarde". Un montañés os lanzaba una mirada preñada de odio y echaba mano a la empuñadura de cuerno de su gumía; os miraba y escupía despectivo en medio de la calle.
Los ojos de las mujeres árabes os miraban desde la profundidad de sus velos y nunca podíais adivinar ni la edad ni los pensamientos de su propietaria. Las muchachas jadias ba jaban los ojos y enrojecían. […] Era, para mí, como si la España medieval hubiera resucitado y estuviera ante mis ojos.
Ésa es la Xauen que venimos a desenterrar, dondequiera que se encuentren sus débiles vestigios.
Subimos por la calle hacia la plaza. Son algo más de las seis y el sol empieza a bajar, aunque todavía hace bastante calor. En invierno, el Meggú y el Tissuka se cubren de nieve, y a veces también la propia Xauen, donde debe de ser difícil distinguirla de la propia blancura de la ciudad. En muchos callejones de Xauen, hasta el suelo está encalado. Según afirma una leyenda, hace muchos siglos un grupo de peregrinos del desierto paró una noche de invierno en las montañas de Xauen. Cuando aquellos hombres y mujeres del sur ya estaban a punto de perecer de frío, quien los conducía encontró dos piedras negras con las que hizo un fuego que los salvó. A la mañana siguiente, los peregrinos intentaron apagar la hoguera, antes de reanudar la marcha, pero se encontraron con que ni la nieve ni el agua podían extinguir aquella llama, que en ese instante supieron sagrada. A Arturo Barea le aseguraron que algunas noches la llama podía divisarse aún desde Xauen, y que muchos se aventuraban por los desfiladeros entre el Meggú y el Tissuka en su busca. Pero nadie la había vuelto a encontrar jamás.
En la plaza, costado con costado, se encuentran la alcazaba y la mezquita. Esta última, como infieles que somos, tendremos que conformarnos con verla desde fuera. Es un antiquísimo edificio enjalbegado con un minarete ocre que emerge de la blancura, como un muñón castigado por el tiempo y no obstante airoso. En el banco que corre a lo largo de la fachada hay diez o doce ancianos observando la plaza. Comentan los pequeños acontecimientos que aquí suceden y mientras tanto de jan vagar su vista por encima de las casas, hacia el valle. Cuentan, no sé si será cierto, que en 1924, durante la retirada, los españoles bombardearon la ciudad a la hora de la oración de la tarde, cuando los fieles salían de la mezquita. La plaza donde se halla el templo está alta y es vulnerable. Hacia abajo se extiende la medina, que también sube un poco, por el otro lado, hacia las montañas.
En la alcazaba, a cambio de un precio casi irrisorio, sí podemos entrar. Le ofrezco a Hamdani sacar también una entrada para él, pero la rechaza con la cabeza. Se queda en el umbrío arco de la puerta, conversando con el vigilante. El interior de la alcazaba es un auténtico paraíso, lleno de árboles frondosos y flores espectaculares. No hay apenas visitantes y podemos pasear entre sus muros y subir a sus baluartes imaginando los lejanos días de la ciudad hermética. Desde la alcazaba de Xauen, mientras uno camina entre los macizos y los estanques, se ve un cielo azul intenso y la lejanía gris y verde de las montañas. El aire es puro y vivificante y uno comprende la sensación de poder casi divino que debía de experimentar quien fuera en cada época el amo de la ciudad y tuviera aquí su bastión. Estos aromas y este verdor mitigaron en algunos de esos corazones la nostalgia de Al-Ándalus, de donde el pérfido cristiano, que ya sólo venía a Xauen para ser quemado, había arrojado a sus abuelos en la noche más aciaga de los siglos.
La alcazaba de Xauen contiene también un pequeño museo, situado en el pequeño palacete que se guarece al abrigo de los muros. En sus salas umbrías y silenciosas hay enseres, mapas, fotografías de la Xauen de mediados de siglo, y una muestra de cada uno de los instrumentos de la música andalusí: el kaman (violín de cuatro cuerdas), el oud (guitarra de diez cuerdas), er rabab (violín de dos cuerdas) y el terbukal (tambor). La música andalusí, herencia conservada de aquéllos que fueron expulsados de la Península, es el folklore más característico del Yebala. Poco antes de emprender nuestro viaje, en una noche tibia del manchego Getafe (Xataf, también una antigua fortaleza musulmana), pudimos escuchar a un grupo de mujeres de Tetuán interpretar algunas piezas de esa música. Era al aire libre, en el recogido patio del Hospitalillo de San José, un trozo todavía conservado de La Mancha de Cervantes. Durante el primer cuarto de hora del concierto, el auditorio español estaba completamente desorientado. Costaba entrar en esas armonías, en esos ritmós, en esa narración musical. Pero al final del concierto, el entusiasmo era absoluto. Todos nos dejábamos llevar en la prolongación casi infinita de cada melodía, deseando que no acabara, que la noche no se detuviera y nunca se callaran aquellas voces femeninas que desenterraban el espíritu precioso de la perdida hispanidad musulmana con la misma rotundidad con que echaban al aire mesetario los vivos alaridos del desierto. Algo desde lo hondo de la sangre nos devolvía el eco de los remotos antepasados que habían sentido y creado aquella música. Las serenas mujeres tetuaníes, asombradas, daban las piezas de propina con una azorada sonrisa, y al final se abandonaron también a la alegría del reconocimiento entre las almas y los corazones. He ido a otros conciertos, pero nunca he visto al público y a los intérpretes arrojándose besos como los de aquella noche.Besos espontáneos, como de familia.
Desde la alcazaba, subimos por las empinadas calles de la ciudad hacia el manantial del que se abastece el pueblo. El agua que brota de la entraña del monte, según nos cuenta Hamdani, es fresca y pura y puede beberse sin miedo. Según él, sólo en ciudades con manantial puede beberse el agua:
Xauen, Fez, Marrakech. En las ciudades costeras no debe beberse nunca: ni en Casablanca, ni en Essauira, ni en Agadir. Rabat es una excepción. Le escuchamos atentamente, aunque suponemos que el consejo es sólo válido para el estómago marroquí. En la medina de Fez mi propia familia marroquí me ha desaconsejado beber el agua corriente. Mis dos primas estuvieron al borde de la tumba por beber de una fuente de la que los niños fasíes bebían con toda la soltura del mundo.
Ascendemos por las calles de Xauen, entre las casas entreabiertas y las tiendas de los viejos artesanos que cuelgan los cueros y los bronces junto al umbral. Nos cruzamos con chavales vivarachos, ancianos absortos, perros indolentes. Todas las casas lucen un blanco impecable, sobre el que se dibujan los postigos y puertas de un celeste vivo. Es una extraña cosa pisar el suelo encalado e impoluto. Nos cuenta Hamdani que una vez salió de Xauen de madrugada y vio a las brigadas de mujeres que limpian la ciudad, tan meticulosamente como se limpian pocas otras en Marruecos. Hamdani afea a los de Xauen que dejen hacer esa pesada tarea a las mujeres. Para Hamdani, marrakchí y meridional, los de Xauen son tan "montañeses" o rifeños como los de Alhucemas, y les reprocha que sean tan vagos y hagan trabajar a las mujeres, algo que según él no consentiría nunca un marroquí del llano o del sur.
El manantial, entre rocas y vegetación, es lugar de esparcimiento. Aquí acaba la ciudad y empieza la montaña y aunque no hay mucho sitio las parejas de novios y los jóvenes suben a solazarse. Un militar vigila las bombas y los depósitos de agua, sin demasiada marcialidad. Pasea entre la gente y departe amigable con unos y otros, aunque su uniforme color arena inspira indudable respeto. Desde el manantial se domina el valle y se ve caer la ciudad blanca por la ladera. La tarde es esplendorosa y apacible. De la ciudad viene sólo un murmullo del que de vez en cuando sobresale una voz.
Regresamos hacia la plaza, para curiosear un poco en las tiendas. Ya ha bajado algo la temperatura y empezamos a ver algunos grupos de turistas. Son prácticamente los primeros que encontramos desde Beni-Enzar. Los de Xauen son casi todos españoles, como se ve por su aspecto y sus camisetas de Praga, Londres o Nueva York (destinos turísticos masivos de nuestros compatriotas). Van hablando alto, señalando con el dedo, comprando compulsivamente gumías y trastos de plata. Seguramente bajan desde Ceuta camino de Fez y del circuito de las ciudades imperiales. No es el itinerario más frecuente y no son demasiados, pero su peso se deja sentir en el ambiente angosto de Xauen. Los que atienden en los comercios andan a su acecho. Muchos se le dirigen al forastero en vertiginoso español. En una calle próxima a la plaza nos cruzamos con un mendigo joven y dicharachero. No había mendigos en el Rif, donde faltan los turistas. Éste se ofrece como guía y nos llama todo el rato "amigo". Nos pregunta de dónde venimos y cuando le decimos que de Madrid se despacha orgulloso con cosas tales como "Madrid me mata", "de Madrid al cielo" y "los madrileños son gatos". Y para remate, un arrastrado "Vaya, vaya, en Madrid no hay playa". Es curioso cómo han llegado hasta Xauen los viejos tópicos mezclados con las bobas canciones del verano. La televisión, quizá.
Eduardo tiene el capricho de una rosa del desierto. Hay una tienda que exhibe una media tonelada de ellas, amontonadas. Casi todas son de poca calidad y le cuesta encontrar una en condiciones. En seguida viene la disputa por el precio. Hamdani se percata y media en la transacción. La rosa termina saliendo por cerca de un tercio de su precio original. La negociación es un espectáculo digno de presenciarse. El comerciante es envolvente. Coge a Hamdani por el cuello, se ríe, protesta, lloriquea, grita. Hamdani está quieto y le mira fijamente con sus pequeños ojos de hombre del desierto, encajando todas sus bromas y haciendo otras en su árabe sutil y cadencioso, sin dejar de sonreír pero sin aflojar nunca.
Cuando la rosa ya está en poder de Eduardo, Hamdani observa:
– Les aconsejo que me dejen a mí discutir el precio. Yo sé lo que valen las cosas, así que a mí no pueden engañarme. Hay gente que no cobra a los extranjeros lo que debe, que es sólo lo justo. Los que quieren cobrar más lo estropean todo. Pero conmigo no van a intentarlo.
Me meto en una tienda desierta y desobedeciendo a Hamdani compro, sin pelear su precio, tres cajas de metal con tapa esmaltada. Me parece un poco indigno regatear para bajar una cifra de veinte dirhams, unas trescientas pesetas. Las cajas, ovaladas y de poco más de cuatro o cinco centímetros de largo, tienen un aspecto bastante mugriento. Las cojo precisamente por ese aspecto, que me sugiere alguna probabilidad (dudo que alta) de que sean de producción autóctona. La idea que se me ha ocurrido al verlas es que en ellas guardaré la tierra roja de Annual. Me parece un bonito fetiche, que junta Annual y Xauen, los dos grandes descalabros españoles. Al salir del comercio, Hamdani me pregunta qué he comprado. Le enseño las cajas y enarca imperceptiblemente las cejas.
Las enarca más al saber el precio.
– Es sólo un recuerdo -aclaro-. No importa que no sean bonitas.
Para mí lo son, pero he oído a Hamdani ponderar el brillo de la plata y ya sé que estas tres birrias grisáceas se sitúan por debajo de su idea de belleza.
Antes de volver hacia el hotel, reservamos mesa para cenar en uno de los restaurantes que tienen terraza puesta en la plaza, enfrente de la alcazaba y la mezquita. Va perdiendo fuerza el sol y la blanca pared de la mezquita se hace anaranjada, como si de pronto empezase a disolverse la cal dejando al descubierto el ocre de debajo, el mismo que el del minarete o los cercanos muros de la alcazaba. Más allá, el cielo deriva suave y lentamente a una tonalidad violeta y se hace más rotunda la montaña. Los viejos siguen sentados en el banco al pie de la mezquita, con las piernas cruzadas bajo sus pardas chilabas, observando escépticos a los turistas (chavales de negras camisetas, chicas con imprudentes shorts) que turban la paz de Xauen.
De vuelta al hotel, se nos une lo que parece un nuevo pedigüeño. Viste una gandora blanca y sucia y aparenta unos veinticinco años. Es simpático, un poco desdentado, y habla un castellano arrastrado pero fluido. Al cabo de un rato de sondeo que repelemos co mo mejor podemos, anuncia:
– Hierba buena, chocolate chachi, chachi piruli. Te lo doy barato -y se lleva dos dedos a la boca como si fumara. Acto seguido mira adelante y atrás y se saca una china tamaño familiar de debajo de la gandora.
– No, muchas gracias -le digo.
Prueba con Eduardo y con mi hermano, con el mismo resultado. Algo le desconcierta en nuestra negativa. Menea la cabeza y se para.
– ¿No quieres, español? Chocolate, hashish, ¿entiendes?
– Sí, pero no, gracias -insiste mi hermano.
El marroquí se echa a reír.
– ¿Y para qué aquí en Xauen, si no hashish? Verdaderamente no lo comprende.
Cómo puede bajar un español a Xauen sólo para hacer turismo, si en Xauen no hay nada, más que la miseria que él ve todos los días. Un poco después, cuando ya se ha resignado a no vendernos y nos acompaña sólo por el placer de pasear, nos lo cuenta:
– Aquí en Xauen mal todo, sólo chocolate para vivir, malo trabajo, muy malo, Marruecos pobre y hambre.
Mierda, ¿sabes, amigo? Asentimos. Después de eso nos da la mano y se aleja dando saltos, con las manos metidas bajo la gandora y cantando algo en árabe. Seguramente va en busca de algún español que no esté tonto y quiera comprarle.
Dejamos a Hamdani en el hotel. Como no estamos cansados, decidimos dar un paseo por la medina hasta la hora de la cena. Entramos sin gran precaución en el laberinto de callejas y callejones y nos complacemos en caminar sin prisa por su suelo nevado de cal. A veces el callejón muere sin más en una puerta celeste y hay que dar media vuelta. Otras veces, algún residente que nos ve tomar un camino cegado nos advierte, compasivo y atento, aunque no por eso dejamos necesariamente de llegar hasta el final. Encontramos un deleite antojadizo en desembocar en los rincones más recónditos, pasando sin prisa bajo los arcos y siguiendo las estrecheces entre las casas. Todas tienen un número azul pintado sobre el dintel de la puerta principal, y delante de algunas hay chicos y chicas jugando o simplemente mirando a los viandantes. Nos ven pasar con mucha menos hostilidad que el niño que apedreó a mi hermano junto al hotel. En la medina están acostumbrados a que los turistas se pierdan y también a que lo fotografíen todo, porque cada rincón del blanco corazón de Xauen merece una instantánea, o incluso varias, una por cada matiz del azul que se va diluyendo en las fachadas a medida que va cayendo la tarde. Las chicas de Xauen miran sin disimulo y con un poco de suficiencia a los europeos, como si pensaran en el esfuerzo que les va a costar a los pobres incautos salir del dédalo de la medina. Al verlas me acuerdo de las musulmanas cubiertas y las hebreas ruborizadas que corrían a esconderse cuando se cruzaba con ellas el sargento Arturo Barea. Aunque cueste aceptarlo, de ellas descienden estas taciturnas muchachas en chilaba o tejanos que se ríen ahora de nosotros. Tienen la piel blanca y los ojos oscuros, y en ellos, todavía intrincada y poderosa, la luz antigua de la ciudad santa donde ningún cristiano osaba aventurarse.
Al final de un callejón, nos asomamos a una especie de terraza sobre la ciudad. Mientras el sol se pone sobre el horizonte, el valle se llena de misterio. Corre la brisa sobre nuestra piel quemada y nos quedamos aquí hasta que el atardecer termina de cumplirse en el último confín de la tarde. No lejos de donde estamos se ve una ventana abierta y en la habitación correspondiente un individuo rubio que va y viene arriba y abajo con un libro en las manos. De fondo suena la música de Pink Floyd, Wish you were here. Algún europeo atrapado por la ciudad. Xauen, un buen lugar para retirarse un par de semanas, un par de meses, un par de años o siempre.
Antes de que llegue la hora de cenar, subimos hacia la plaza. No tenemos muy clara su ubicación exacta, pero está claro que debe de estar hacia arriba. Avanzamos por los callejones que se vuelven añiles como la noche. Es una noche taimada, dulce y veloz. No nos cruzamos con nadie y doy en imaginar que a la vuelta de un callejón nos cierra de pronto el paso una figura fantasmal, envuelta en anchas ropas blancas. Podría ser un soldado de la guardia del Raisuni, que patrulla aburrido por los alrededores de su palacio. Podría ser el Baccali, paseando solo con su fusil mientras espera a los montañeses; podría tratarse también, del Jeriro ya vencido, que recorre por última vez Xauen mientras siente que la ciudad sagrada ya no le pertenece a él, sino a los victoriosos españoles que tarde o temprano van a asaltarla. Es fácil concebir ésta y otras fantasías, porque en seguida nos damos cuenta de que nos hemos extraviado. Creíamos que para volver sólo era preciso subir, pero llevamos quince minutos subiendo y no nos suena de nada el lugar donde hemos ido a parar. Por el aire y el aspecto podría ser un rincón de Sevilla o de Córdoba. En cualquier caso, parece una plazoleta española, de esa España medieval que recordó aquí Barea. Para reconstruir sus impresiones, sólo faltaría que se deslizasen junto a las paredes los hebreos temerosos y que nos mirasen de arriba abajo los moros altivos. La noche se cierra sobre nuestras cabezas y buscamos en vano a nuestro alrededor. Todo está mudo y quieto: el cielo morado, las paredes azules, las luces anaranjadas de los faroles. Pero la sensación de estar perdidos resulta reconfortante, porque sentimos que aquí, en la desierta plazoleta del laberinto blanco, queda aún algo de aquella vieja Xauen misteriosa que violaron nuestros abuelos. En nuestra fantasía surge ahora su imagen, la de los hombres de Castro Girona que pudieron pisar por primera vez esta plazoleta, allá por 1920. Aquellos campesinos andaluces o castellanos debían avanzar por la medina atentos y prevenidos. No era cosa de correr la misma suerte que aquel compañero demasiado atrevido que había acabado con un tajo de gumía en la garganta.
Todavía vagamos por la medina durante otro cuarto de hora, hasta que llegamos a una calle donde hay tiendas y cierta animación. Aquí seguimos la corriente predominante entre los transeúntes y ellos nos conducen en seguida hasta la plaza. En ella encontramos a Hamdani, que nos espera desde hace rato en la mesa que habíamos reservado.
Cenamos placenteramente en la plaza de Xauen, disfrutando del frescor de la noche y planeando las próximas jornadas. Hamdani nos habla de la medina de Fez, de la que no es tan fácil salir como de la de Xauen, y de las inmensas prisiones subterráneas de Meknés, diseñadas por un cautivo portugués para el cruel Mulay Ismaíl. También estas prisiones son un laberinto. Según cuentan, un día se internaron en ellas demasiado alegremente unos turistas europeos y tardaron varios días en encontrarlos. Hablamos de la música andalusí, de la que Hamdani resulta buen conocedor. Nos promete buscar un sitio en Fez donde comprar algunas cintas. También charlamos acerca del Islam. Hamdani es un musulmán devoto. No bebe alcohol y ora cinco veces al día si no está trabajando; cuando trabaja, ora dos veces y recupera por la noche las tres perdidas. Declara no entender lo que está pasando en Argelia. Según él, los argelinos se han vuelto locos, porque degollar niños y mujeres no es cumplir el Islam, sino ir contra sus preceptos.
Después de cenar damos un último paseo. Muchos comercios siguen abiertos, y quienes los atienden siguen intentando echar el lazo a los turistas que remolonean por la plaza. La noche invita a eso, a caminar sin prisa de un lado a otro y a sentarse cada tanto aquí o allá, para hablar despacio de los asuntos sobre los que normalmente no se conversa. Todo invita a la confidencia y al abandono, y los tres sentimos habernos impuesto un itinerario que nos impide permanecer en esta ciudad día tras día y noche tras noche, recuperando la insólita posesión de nuestros espíritus. Lo miramos todo infectándonos del futuro recuerdo y también de una certeza: la de que no ha de pasar mucho antes de que volvamos con más calma a Xauen. En ésta como en otras cosas, Barea ha resultado ser un explorador digno de crédito. También nosotros, como él, nos sentimos seducidos por el encanto sabio y sinuoso de la vieja ciudad acostada entre los cuernos de la montaña.
Desde la ventana de mi habitación, antes de acostarme, miro las estrellas que titilan sobre el Tissuka. Hasta la ventana llegan los aromas de la noche y las voces de un hombre y dos mujeres que charlan en un árabe cálido y despacioso. De vez en cuando se oye también una voz infantil, inmoderada y urgente, que las mujeres y el hombre apaciguan con su murmullo. Un murmullo semejante podía oírse hace mil años en Al-Ándalus, entre casas iguales a estas casas. Los echamos y vinieron aquí, para no olvidarse. Es bueno encontrarlos y escuchar la música de sus voces. Es bueno saber que Xauen, la santa y la misteriosa, sigue aquí y no se esconde de quienes nacimos en la tierra que siempre han llorado y llorarán sus hijos.