Leandro Carrera Márquez, duque de Sandoval, se despertó cuando su mayordomo abrió las cortinas de su dormitorio y le deseó buenos días a su señor con voz muy alegre. Leandro, de rostro delgado y moreno, muy atractivo, dudaba que el día que lo esperaba fuera diferente en algún modo de cualquier otra jornada, tal y como había ocurrido durante los últimos meses. Las toallas limpias lo esperaban en el cuarto de baño para su aseo. Un traje de un conocido diseñador, hecho a medida para él, una camisa con sus iniciales y corbata a juego estaban a aguardándolo para que se vistiera.
Elegante y, como siempre, de un aspecto inmaculado, Leandro bajó por fin la magnífica escalera del castillo familiar con la majestuosidad y el digno porte de sus ilustres antepasados. Sabía que se sentía muy aburrido de todo aquello y le dolía este sentimiento, consciente de que tenía la suerte de contar con salud, riqueza y éxito. De las paredes junto a las que pasaba colgaban los retratos de sus predecesores, la flor y nata de la orgullosa aristocracia castellana, desde el primer Duque, que había sido un famoso militar y contemporáneo de Cristóbal Colón, hasta el padre de Leandro, un distinguido banquero que murió cuando su hijo contaba apenas con cinco años.
– Su Excelencia.
Tras haber sido saludado por Basilio, su mayordomo, y dos doncellas al píe de las escaleras con la misma pompa y ceremonia con la que se habría saludado al primer Duque en el siglo XV, Leandro se dirigió al comedor, donde ya lo esperaba la prensa del día. Todos sus deseos y necesidades se preveían cuidadosamente y, mientras comía, reinaba en el comedor una paz completa, dado que se conocía su preferencia por el silencio mientras desayunaba.
Le llevaron un teléfono. Su madre, doña María, la duquesa viuda de Sandoval, lo llamaba para pedirle que fuera a almorzar con ella en la casa que ella tenía en Sevilla. No le venía bien. Tendría que cambiar todas sus citas de negocios en el banco. Sin embargo, Leandro, consciente de que pasaba muy poco tiempo con sus parientes, accedió de mala gana.
Mientras se tomaba un café, sus brillantes ojos oscuros descansaron sobre el retrato de cuerpo entero de su difunta esposa, Aloise, que colgaba de la pared opuesta. Se preguntó si alguien de la familia se había percatado que sólo faltaban dos días para el primer aniversario de su muerte. Aloise había sido su amiga de la infancia y su muerte había dejado un profundo vacío en su ordenada vida. Se preguntó si alguna vez podría superar el sentimiento de culpabilidad por el trágico fallecimiento de aquélla y decidió que lo mejor sería pasar ese día fuera de España, trabajando en Londres. Era un hombre muy sentimental.
Se pasó la mañana muy ocupado trabajando en el Banco Carrera, una institución que llevaba ocupándose de las fortunas de los mismos clientes desde hacía generaciones y donde los servicios de Leandro como uno de los banqueros de inversiones de más éxito en todo el mundo estaban muy demandados. Era un hombre inteligente y dotado para la inversión de bienes y mantenimiento de las grandes fortunas, y se le consideraba un genio a la hora de analizar los mercados monetarios mundiales. Jugar con cifras complejas le gustaba y le satisfacía plenamente. Los números, al contrario de las personas, resultaban fáciles de comprender y de tratar.
Cuando llegó a la cita que tenía para almorzar con su madre, se sorprendió al ver que su tía Isabel, la hermana de su madre, y sus dos hermanas, Estefanía y Julia, estuvieran también presentes.
– Sentía que había llegado el momento de hablar contigo -murmuró doña María mientras tomaban un aperitivo.
Leandro la interrogó con la mirada.
– ¿Sobre qué, precisamente? -dijo frunciendo las negras cejas.
– Ya llevas viudo un año -respondió Estefanía.
– ¿De verdad crees que necesitas recordármelo? -replicó secamente Leandro.
– Ya has estado de luto el tiempo adecuado. Ha llegado la hora de que vuelvas a pensar en casarte -le informó su madre.
– No estoy de acuerdo -repuso él secamente, sin expresión alguna en el rostro.
Julia se decidió a intervenir.
– Nadie va a poder reemplazar a Aloise, Leandro. Ni nosotros lo esperamos ni tú puedes…
– Debes anteponer la continuidad del título de nuestra familia -afirmó doña María con gravedad-. En la actualidad, no hay heredero alguno ni para el título ni para las propiedades familiares. Tienes treinta y tres años. El año pasado, cuando murió Aloise, todos aprendimos lo frágil y caprichosa que puede ser la vida. ¿Y si te ocurriera a ti algo similar? Debes casarte y engendrar un heredero, hijo mío.
El gesto con el que Leandro apretó los labios hubiera desanimado a cualquiera a seguir hablando del tema. No tenía necesidad alguna de que le recordaran aquel detalle, cuando se había pasado la vida consciente de sus responsabilidades. Efectivamente, no había conocido ni una hora de libertad de la pesada carga de las expectativas que acompañaban a su privilegiado estatus social y a su gran riqueza. Se le había educado en las mismas tradiciones que a sus antepasados: el deber, el honor y la familia eran lo primero. Sin embargo, por fin una excepcional chispa de rebeldía estaba prendiendo dentro de él.
– Conozco perfectamente esos hechos, pero no estoy listo para volver a casarme otra vez -replicó secamente.
– Me pareció que te ayudaría si nosotros redactáramos una lista de posibles candidatas para ayudarte -respondió doña María con una amplia sonrisa.
– No creo que eso me ayudara en nada. De hecho, me parece una idea descabellada -le espetó fríamente Leandro-. Cuando decida casarme, y eso si quiero hacerlo, seré yo quien elija a mi esposa.
Su tía Isabel decidió no guardar silencio. Propuso una candidata de una familia tan rica e importante como la suya. Leandro le lanzó una mirada de desprecio, pero su madre no se achantó. Fue aún más rápida que su hermana a la hora de sugerir el nombre de su candidata, una joven viuda con un hijo y, por lo tanto, y según sus propios términos, de «fertilidad demostrada». Una expresión de profundo desagrado recorrió los hermosos rasgos de Leandro. Sabía exactamente lo que su madre quería decir con eso. Estefanía, su hermana mayor, no se rindió tampoco y sugirió el hombre de la hija adolescente de una amiga íntima como candidata a ser la perfecta esposa. Leandro estuvo a punto de soltar la carcajada. Como él bien sabía, el matrimonio podía ser una relación llena de desafíos, incluso para aquellos que parecen ser la pareja perfecta.
– Celebraremos una fiesta e invitaremos a algunas mujeres adecuadas -anunció doña María, siguiendo con el tema con la obstinada insensibilidad de una mujer acostumbrada a salirse con la suya-, pero no invitaremos a tu candidata, Estefanía. Realmente no creo que una muchacha tan joven pudiera ser apropiada. La esposa de un Márquez tiene que ser una mujer madura, buena conocedora de la etiqueta, educada y socialmente aceptable, además de provenir de una familia adecuada.
– No pienso asistir a esa fiesta -declaró Leandro sin dudarlo-. En estos momentos, no tengo intención alguna de volver a casarme.
Julia tomó la palabra.
– Pero si al menos fueras a la fiesta, podrías enamorarte de alguien.
– Leandro es el duque de Sandoval -replicó doña María en tono desafiante-. Por suerte, sabe quién es y sabe que no debe pensar en esas tonterías.
– No habrá fiesta -decretó Leandro. Una ira implacable había ido prendiendo poco a poco dentro de él. Apenas si se podía creer que su propia familia pudiera estar tratando de dirigir su vida de aquel modo.
– Tan sólo estamos pensando en ti y en lo mejor para ti -murmuró doña María dulcemente.
Leandro observó a su madre, que lo había enviado a un internado en Inglaterra cuando sólo tenía seis años y que había permanecido impertérrita ante las cartas suplicantes que él le enviaba para que le permitiera regresar a su casa.
– Sé lo que es mejor para mí, mamá. Un hombre debe actuar por sí mismo en un asunto tan personal.
– ¡Feliz cumpleaños, Molly! ¿Qué te parece? -preguntó Jez Andrews. Entonces, dio un paso atrás y señaló el coche con un gesto parecido a una reverencia.
Molly Chapman estudió con los ojos abiertos de par en par su viejo coche, al que Jez había repintado del color cereza que a ella tanto le gustaba. Rodeó el vehículo asombrada por la transformación, que había borrado todo rastro de herrumbre, golpes y arañazos.
– ¡Es increíble! Has hecho un milagro, Jez.
– Para eso están los amigos. Espero que consiga pasar la ITV sin problema alguno. He cambiado también muchas piezas. Sabía que ayudarte a mantener tu coche en la carretera era el mejor regalo que podía hacerte -admitió su amigo y casero.
Molly le rodeó el cuello con los brazos y lo estrechó con fuerza contra su cuerpo. Jez era un hombre corpulento, de cabello claro y más alto que Molly. Esta era muy menuda con una melena de rizos oscuros y enormes ojos verdes.
– No sé cómo darte las gracias…
Jez se encogió de hombros y dio un paso atrás. Estaba avergonzado por aquella demostración de gratitud.
– No hay de qué -dijo, tímidamente.
Molly conocía el verdadero valor de tanta generosidad y le emocionaba profundamente que él hubiera sacrificado tiempo libre para trabajar en su desvencijado coche. Jez era su amigo íntimo y él sabía que Molly necesitaba el vehículo para recorrer las tiendas y las ferias de artesanía en las que ella vendía sus objetos de cerámica los fines de semana. Molly y Jez habían vivido en familias de acogida de pequeños y sus vínculos se remontaban muy atrás en el tiempo.
– No te olvides que esta noche me voy a quedar en casa de Ida -le recordó Jez-. Te veré mañana.
– ¿Cómo está Ida?
Al pensar en la anciana, Jez lanzó un suspiro.
– Tan bien como se puede esperar. Es decir, no es que se vaya a poner mejor.
– ¿Se sabe ya cuándo la van a llevar al asilo?
– No, pero está la primera de la lista.
Era propio de Jez cuidar de la mujer que lo había acogido a él durante un tiempo cuando era un adolescente. Con este pensamiento, Molly regresó a la casa. Ya casi era hora de que se marchara a trabajar. Jez había heredado aquella casa en Hackney de un tío soltero. Ese golpe de buena fortuna le había dado la posibilidad de conseguir el dinero suficiente para montar un taller de reparación de coches con el que se ganaba cómodamente la vida. A Jez le había faltado tiempo para ofrecerle a Molly un pequeño estudio en su casa y la valiosa oportunidad de utilizar el cobertizo de piedra que había en el jardín para colocar un horno para cocer cerámica.
Sin embargo, hasta el momento, no había tenido éxito. Había acabado sus estudios de arte con grandes esperanzas para el futuro, pero aunque trabajaba todas las horas que podía para la empresa de catering que le daba trabajo, le costaba pagar el alquiler y las facturas. Su sueño era poder vender suficientes piezas de cerámica, que hacía en su tiempo libre, para poder dedicarse a tiempo completo a tu trabajo como ceramista. A menudo se sentía un fracaso en su faceta artística porque no parecía que fuera a conseguir su objetivo.
Como Jez, Molly tenía un pasado triste, lleno de cambios constantes, relaciones rotas e inseguridad. Su madre había muerto cuando ella tenía nueve años y su abuela decidió ponerla a ella en adopción mientras que elegía quedarse con Ophelia, la hermana mayor de Molly, que ya era una adolescente. Molly jamás había conseguido recuperarse del hecho de que su abuela la hubieran entregado a los servicios sociales porque, al contrario que su hermana, ella era ilegítima y, peor aún, la vergonzante prueba de que su madre había tenido una aventura con un hombre casado. El profundo dolor de aquel rechazo provocó que Molly no buscara mantener contacto con sus parientes biológicos cuando se hizo mayor. Incluso en el presente, a sus veintidós años, solía bloquear los recuerdos de aquellos primeros años de su vida y se recriminaba constantemente que aquellos momentos aún pudieran hacerle daño. Era una superviviente que, aunque se enorgullecía de ser muy dura, tenía el corazón tan blando como el mazapán.
Aquella tarde, sus jefes se ocupaban de la recepción de una boda en una enorme casa de St. John Wood. Se trataba de un cliente nuevo, muy elegante, y Brian, el jefe de Molly, estaba muy nervioso, ansioso de que todo saliera bien. Molly se anudó el delantal sobre la estrecha falda negra y blusa blanca que llevaba para trabajar. La madre de la novia, Krystal Forfar, una nerviosa rubia, no hacía más que darle instrucciones a Brian con voz aguda.
Brian le hizo una indicación a Molly.
– Esta es la camarera jefe, Molly. Esta noche vendrá un invitado a la fiesta…
– Se trata del señor Leandro Carrera Márquez -explicó con voz altiva la madre de la novia, pronunciando el nombre con la ampulosidad que la mayoría de la gente reservaba para la realeza-. Es un banquero español y, como jefe de mi esposo, nuestro invitado más importante. Ocúpese de él personalmente y asegúrese de que no le falte de nada. No deseo que su copa esté nunca vacía. Le indicaré de quién se trata en cuanto entre.
– Bien -asintió Molly. Entonces, volvió corriendo a la cocina, donde estaba ayudando a desempaquetar todo lo necesario.
– ¿Para qué te han llamado? -le preguntó Vanessa, una compañera. Molly le explicó rápidamente el contenido de la conversación-. Estoy segura de que será otro estirado con más dinero que sentido común.
– Si es banquero, debería tener las dos cosas -comentó Molly en tono jocoso.
La novia, que estaba deslumbrante con un vestido de raso blanco, apareció con su madre para comprobar cómo estaban las mesas del bufé. Mientras que su madre le arreglaba el vestido y la tiara, la novia comenzó a quejarse del color de las servilletas, que no eran del que ella había elegido. Brian se disculpó inmediatamente y explicó el porqué de la sustitución mientras que Molly se preguntaba por qué ella había fallado a la hora de conseguir el amor de su madre. Recordó que el único afecto que había recibido en los primeros nueve años de su vida había sido el de su hermana. ¿Se habría avergonzado su madre también del hecho de que ella fuera ilegítima?
Unos minutos más tarde, Molly tuvo que acudir a la puerta para que le indicaran quién era el banquero español. El hombre, alto y muy moreno, estaba charlando animadamente con los padres de la novia, y era tan guapo que Molly sintió que, al verlo, el corazón le daba un vuelco. Su rostro era arrebatador. Tenía el cabello negro, muy corto y el rostro delgado y bronceado. Tenía la suerte de contar con los hombros anchos y fuertes, las estrechas caderas, y los largos y musculosos miembros de un dios clásico.
– Ve a ofrecerle al VIP algo de beber -le dijo Brian.
Molly contuvo el aliento. Se sentía algo turbada y avergonzada por el efecto que el guapo español había tenido sobre ella. No era propio de ella. Jamás había reaccionado ante los hombres del mismo modo que sus amigas. Las volátiles relaciones de su madre con una larga hilera de hombres que la habían tratado muy mal habían dejado huella en ella incluso a una edad tan temprana. Ya entonces había sabido que buscaba algo muy diferente para sí misma, algo más que el sexo casual con hombres que no querían compromiso alguno. Tampoco quería que le hicieran daño. Con la excepción de Jez, la clase de hombres que Molly había conocido a lo largo de los años había hecho que aumentara la cautela que tenía con respecto al sexo opuesto. Había tenido novios, pero nadie especial. Ninguno con el que ella hubiera tenido deseo de acostarse. Por lo tanto, supuso una completa conmoción para ella mirar al otro lado de la sala y ver a un hombre que, simplemente con su presencia, lograba arrebatarle el aliento de los pulmones y el sentido común de su pensamiento.
Cuanto más se acercaba Molly con su bandeja de bebidas, más alto le parecía el español. Su mirada curiosa descansó en él y se fijó ávidamente en todos los detalles de su elegante y sofisticada apariencia. El traje de él era de corte clásico y se veía que era del diseño más caro y de la más alta calidad. Le parecía muy rico, más como si fuera el dueño del banco que como si trabajara en uno.
– ¿Señor? -le preguntó Molly extendiendo la bandeja.
El la miró y Molly descubrió que el español tenía unos maravillosos ojos del color de la miel, rodeados de espesas y negras pestañas. Al mirar aquellos gloriosos ojos, se sintió tan mareada como si, de repente, estuviera en las alturas.
– Gracias -dijo Leandro mientras aceptaba una copa y bebía ávidamente.
Tenía la boca muy seca. Si no hubiera sido por el hecho de que los Forfar eran también amigos íntimos de su madre, aquella noche se habría quedado en su casa. Una infección de garganta y unos antibióticos lo tenían algo agotado. Por eso no había ido a la ceremonia, pero le había sido imposible no asistir a la celebración. Le apetecía estar solo, por lo que les había dado la noche libre a su chófer y a su guardaespaldas y había ido a la fiesta en su coche.
Se fijó en la pareja de recién casados, que, evidentemente, estaban discutiendo. Leandro conocía aquella situación. No le gustaban las bodas. La artificial alegría lo dejaba frío. Ni siquiera imaginaba que alguna vez quisiera volver a casarse. Adoraba su libertad.
Mientras caminaba entre los invitados, Molly se quedó perpleja al ver al guapo banquero mirándola fijamente. Se sonrojó preguntándose por qué tenía un aspecto tan sombrío, pero no pudo evitar sonreír con la esperanza de alegrarlo.
A Leandro le pareció que la alegre sonrisa de la camarera era tan encantadora como su rostro. El sombrío estado de ánimo que lo atenazaba se alivió un poco al verla a ella. Tenía los ojos verdes, con forma de almendra como los de un gato, brillando sobre una nariz chata y una irresistible boca de labios rosados. En el momento en el que ella se dio cuenta de que la estaba mirando, se preguntó qué estaba haciendo y centró su atención en la copa que tenía en la mano. Sin embargo, lo más raro fue que lo único que seguía viendo eran aquellos brillantes ojos de gata y la boca de labios gruesos y rosados. Su rostro tenía un aire de inocencia infantil y de felino atractivo sexual. Se sorprendió ante el hecho de que se le despertara el apetito sexual. No había estado con ninguna mujer desde que Aloise murió. El sentimiento de culpabilidad acuchilló su libido con la misma eficacia que la muerte se había llevado a su esposa.
– ¡Ven aquí, guapa! -exclamó una voz masculina.
Molly se apresuró a acercarse. Un trío de hombres jóvenes, que evidentemente ya habían tomado más de una copa, realizó una serie de comentarios muy directos sobre las curvas de la figura de Molly mientras les servía. Ella apretó los dientes e ignoró las palabras, marchándose tan pronto como pudo. Regresó al bar para reponer su bandeja.
– El VIP tiene la copa vacía -le advirtió Brian ansiosamente-. Cuídalo.
Aquella vez, Molly trató de no mirar al banquero, pero el corazón le latía con más fuerza que antes. Mientras se acercaba a él, un sentimiento de anticipación y deseo se apoderó de ella, obligándola a mirarlo. Efectivamente, era muy guapo. El cabello negro le brillaba bajo las luces del techo, que acentuaban también los altos pómulos y la dura mandíbula masculina.
El poder de lo que estaba sintiendo la escandalizó. Ese hombre era un desconocido y ella no sabía nada sobre él. Además, seguramente, no tendría nada en común con un hombre como él. Se trataba simplemente de un deseo puramente físico, de un poder casi irresistible. Por primera vez, se preguntó si algo similar había atraído a su difunta madre a su padre, un hombre casado, y si ella misma era culpable de tener una mentalidad algo estrecha y poco compasiva al despreciar a su madre por implicarse en una relación extramatrimonial.
Leandro observó cómo la camarera se acercaba a él. Se maravilló de lo guapa que era, una Venus con minúsculos pies y una cintura que probablemente podía abarcar con una mano. Parecía moverse al ritmo de la música. Dios santo, ¿qué le pasaba? Aquella mujer era una camarera y él no era la clase de hombre que trataba de seducir a las empleadas domésticas. Sin embargo, le resultaba imposible apartar la mirada de las voluptuosas proporciones de aquella mujer. No se le pasó por alto el modo en el que la camisa se le ceñía a los pechos y la falda al respingón trasero. Aquellos luminosos ojos verdes lo miraron y, entonces, él sintió algo parecido a una descarga eléctrica por todo el cuerpo. Dejó la copa vacía sobre la bandeja y tomó otra. Durante un momento, se le pasó por la cabeza que su sed podría saciarse mejor con el agua que con el alcohol, pero lo que ocurrió a continuación le hizo olvidarse de esas reflexiones.
Los mismos hombres que la habían requerido hacía pocos minutos volvieron a llamarla. Molly tuvo que acercarse. Ellos leyeron su nombre en la placa de identificación que ella llevaba puesta y la llamaron así. Uno de ellos realizó un comentario muy grosero sobre los pechos de la mujer y otro la agarró con fuerza.
– ¡Suélteme! -le gritó ella a este último con un gélido desprecio en la voz-. Estoy aquí para servir copas… ¡nada más!
– Pues eso sería un desperdicio, guapa -replicó el que la tenía aprisionada. Entonces, sin hacer caso a sus protestas, le colocó un billete de los grandes en la bandeja-. ¿Por qué no te vienes conmigo a casa más tarde? Confía en mí. Te podría hacer pasar un buen rato.
– No, gracias. Quíteme las manos de encima ahora mismo -le ordenó ella.
– ¿Sabes cuánto dinero he ganado este año?
– Me importa un comino y no quiero su dinero -repuso Molly. Entonces, agarró el billete y se lo metió a la fuerza en la mano. Entonces, se soltó en el momento en el que él aflojó el brazo.
¿Cómo se atrevía aquel hombre a hablarle de aquella manera, como si ella fuera una prostituta a la que pudiera contratar cuando quisiera? Se marchó rápidamente, acompañada por un coro de risotadas masculinas. Brian la estaba observando desde la puerta. Molly se fue directamente hacia él para advertirle de que necesitaba controlar a aquel grupo antes de que se desmandaran por completo.
– No voy a tolerar que me hablen ni me toquen de esa manera. Tengo derecho a quejarme cuando alguien me hace algo así -señaló ella. Se quedó atónita al ver el modo en el que su jefe reaccionaba ante sus palabras.
– Estos tipos sólo están tonteando y tratando de flirtear contigo. Eres una chica muy guapa y aquí no hay muchas. Han bebido demasiado. Estoy seguro de que no tenían intención alguna de ofenderte.
– No estoy de acuerdo. A mí sus comentarios me resultaron profundamente ofensivos -replicó Molly.
Se dirigió hacia el bar, completamente furiosa de que no se estuviera tomando en serio su queja. Sabía muy bien que su jefe trataba de evitar a toda costa cualquier situación que pudiera poner en peligro la oportunidad de nuevos negocios, pero, por primera vez, se lamentó de su situación ante el hecho de que, por su trabajo, a ella se le considerara menos importante que a los cerdos que la habían insultado.
Leandro contuvo el aliento. Había sido testigo de la escena y había estado a punto de intervenir para defender a la muchacha de aquellos borrachos. Parecía que se llamaba Molly, tal y como le parecía haberles oído a los hombres. ¿No era diminutivo de Mary? Si así era, ¿qué demonios le importaba a él? No le gustaba el modo en el que se estaba sintiendo. Acompañado por su anfitriona, Krystal, Leandro permitió que ésta le presentara a algunos de los invitados.
Lysander Metaxis estaba presente sin su esposa quien, según se había apresurado a explicar, estaba a punto de dar a luz a su tercer hijo. Si estaba esperando que Leandro le diera la enhorabuena, éste no lo hizo. Cuando los niños entraban en la conversación, no tenía interés ni nada que decir. Sin embargo, se preguntó si sería justo que él pensara que el magnate griego estaba presumiendo de virilidad.
Cuando vio que Molly se acercaba de nuevo a los borrachos, que le habían estado pidiendo insistentemente más bebida, centró su atención en la escena. Vio que la tensión se reflejaba claramente en el rostro de la joven y que resultaban evidentes sus pocas ganas de responder. Un hombre rubio muy corpulento la agarró de nuevo y le pasó la mano sobre el respingón trasero, deteniéndose para pellizcárselo. Antes de que ella pudiera reaccionar, Leandro dio un paso al frente.
– ¡Quítele las manos de encima! -le ordenó Leandro.
El borracho soltó a Molly y la apartó a un lado para darle un puñetazo al español. Atónita por que Leandro hubiera acudido en su ayuda, Molly era consciente del peligro que corría aquel hombre de recibir una paliza por parte de los tres borrachos a los que se había atrevido a enfrentarse. Dio un paso al frente para interponerse entre los hombres y obligó a su defensor a desviar un golpe para no golpearla a ella. Como consecuencia, Leandro recibió un golpe en una sien que lo envió directamente contra el suelo. La parte posterior de la cabeza se golpeó contra el suelo y, durante un instante, todo quedó sumido en la más completa oscuridad. Cuando volvió a abrir los ojos, lo primero que vio fueron los maravillosos ojos verdes de la camarera, que estaba arrodillada a su lado. Estaba lo suficientemente cerca como para que el aroma a limón del cabello y de la cremosa piel de la mujer le inundara el sentido del olfato y provocara en él una poderosa respuesta sexual.
Cuando Molly se enfrentó con los ojos miel de Leandro, fue como si el mundo entero se detuviera. Sintió un extraño calor en el bajo vientre y notó que le costaba respirar. Su cuerpo cobró vida en partes muy íntimas y comenzó a palpitarle como si alguien hubiera encendido un interruptor dentro de ella.
Los borrachos se marcharon inmediatamente cuando se dieron cuenta de la cantidad de personas que estaban observando la escena. Krystal Forfar despidió a Molly con un enojado gesto.
– ¡Creo que ya has causado bastantes problemas! Señor Carrera, ¿quiere que llame a un médico?
Molly se incorporó y vio cómo Leandro se levantaba con dificultad, mientras negaba con la cabeza.
– Creo que debería ir usted a un hospital -le recomendó Molly-. Perdió el conocimiento durante unos instantes y podría tener una conmoción cerebral.
– Gracias, pero estoy bien -replicó Leandro mientras se estiraba la arrugada chaqueta-. Creo que me vendría bien tomar un poco de aire fresco.
– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó Brian mientras se llevaba a Molly para hablar con ella en privado.
Molly se lo explicó mientras su amiga Vanessa escuchaba atentamente.
– Ese español es un verdadero héroe… ¡debería haber muchos más como él que se tomaran las molestias de intervenir cuando un borracho le pellizca el trasero a una mujer! -exclamó Vanessa-. No es lo que una espera, ¿verdad?
El comportamiento de aquel desconocido había dejado a Molly completamente perpleja y también le había impresionado. Molly tomó un plato y fue al bufé para elegir una selección de lo que había allí expuesto. Entonces, lo colocó sobre la bandeja con una copa. Con ella en las manos salió al balcón, donde Leandro Carrera Márquez estaba tomando el aire fresco, observando las brillantes luces de la ciudad.
– Quería darle las gracias por defenderme. Ha sido usted muy valiente -murmuró Molly, mientras le dejaba la bandeja sobre una mesa que había a sus espaldas-. Siento mucho que lo golpearan de esa manera.
– Si usted no hubiera intervenido, habría sido yo quien le hubiera dado a él -replicó él. Se giró para mirarla. Aún estaba completamente atónito por la ira que había sentido al ver cómo aquel borracho la tocaba. El hecho de que otro hombre se comportara de un modo tan familiar con aquella mujer le había parecido profundamente ofensivo.
– Ellos eran tres y usted sólo uno -dijo Molly mientras se ponía de puntillas para acariciarle suavemente el hematoma que ya estaba empezando a aparecerle-. Podría haber resultado herido más gravemente y me siento muy culpable por ello. Le he traído algo de comer.
Los senos de la joven le rozaron el pecho. Su proximidad le dio otra nueva oportunidad de oler el aroma cítrico de su cabello. Un primitivo deseo sexual se despertó en él. Estudió sus suaves curvas, su generosa y rosada boca, y de repente, ardió de ganas por saborearla.
– No tengo hambre para nada que no seas tú -susurró Leandro.