Federico Andahazi
El Anatomista

PROLOGO
LA PRIMAVERA DE LA MIRADA

“¡Oh, mi América, mi dulce tierra hallada!", escribe Mateo Realdo Colombo (o Mateo Renaldo Colón, según consigna la rúbrica hispanizada) en su De re anatómica 1. No es esta una prorrupción presuntuosa a guisa de ¡Eureka!, sino un lamento, una amarga parodia de sus propios avatares y de su infortunio, proyectada sobre la figura de su tocayo genovés, Cristóphoro. Un mismo apellido y, acaso, un mismo destino. No los une parentesco y la muerte de uno sucede apenas a doce años del nacimiento del otro. La "América" de Mateo es menos remota e infinitamente más breve que la de Cristóbal; de hecho, no excede en mucho las dimensiones de la cabeza de un clavo. Sin embargo, debió permanecer silenciada hasta la muerte de su descubridor y, pese a la insignificancia de su tamaño, no provocó menos revuelos.

Es el Renacimiento. El verbo es Descubrir. Es el ocaso de la pura especulación a priori y de los abusos del silogismo, en favor de la empina de la mirada. Es, exactamente, la primavera de la mirada. Quizá Francis Bacon en Inglaterra y Campanella en Italia repararon en el hecho de que mientras los escolásticos derivaban en los repetidos laberintos del silogismo, el bruto de Rodrigo de Triana, a la misma hora, gritaba "¡Tierra!" y, sin saberlo, precipitaba la nueva filosofía de la mirada. La escolástica -la Iglesia finalmente lo comprendió- no era demasiado rentable o, al menos, representaba menos utilidades que la venta de indulgencias desde que Dios decidió pedir dinero a los pecadores. La nueva ciencia es buena siempre que sirva para acercar oro. Es buena siempre que no exceda la verdad de las Escrituras y es mejor aún si se trata de la escritura de bienes. Conforme el sol empezaba a detener su marcha alrededor de la Tierra -cosa que no ocurrió desde luego de un día para otro-, del mismo modo la geometría se rebelaba a la llanura del papel para colonizar el espacio tridimensional de la topología. Es este el mayor logro de la pintura renacentista: si la naturaleza está escrita en caracteres matemáticos -así lo anuncia Galileo-, la pintura habrá de ser la fuente de la nueva noción de la naturaleza. Los frescos del Vaticano son una epopeya matemática, tal como lo testimonia el abismo conceptual que separa la Natividad de Lorenzo de Mónaco de El triunfo de la cruz, que cubren el ábside de la Capella della Pietá. Por otra parte, pero por causas semejantes, no hay cartografía que quede en pie. Cambian los mapas del cielo, los de la Tierra, los de los cuerpos. Allí están los mapas anatómicos que son las nuevas cartas de navegación de la cirugía… Y entonces volvemos a nuestro Mateo Colón.

Alentado quizá por la homonimia con el almirante genovés, Mateo Colón decidió que también su destino era descubrir. Y se hizo a sus mares. Ciertamente, no eran las suyas las mismas aguas que las de su tocayo. Fue el más grande explorador anatómico de Italia y entre sus descubrimientos más modestos se cuenta, nada menos, el de la circulación de la sangre, anticipándose a la demostración del inglés Harvey (De motus cordes et sanguinis), aunque incluso este descubrimiento es menor respecto de su "América".

Lo cierto es que Mateo Colón no pudo ver nunca su hallazgo publicado, hecho este que ocurrió el mismo año de su muerte en 1559. Con los Doctores de la Iglesia había que ser cuidadoso; sobran los ejemplos: tres años antes, Lucio Vanini se "hizo" quemar por la Inquisición a despecho, o quizás a causa, de su declaración acerca de que no diría su opinión sobre la inmortalidad del alma hasta que fuera "viejo, rico y alemán" 1. Y ciertamente el descubrimiento de Mateo Colón era más peligroso que la opinión de Lucio Vanini. Sin contar con la aversión que nuestro anatomista sentía por el fuego y por el olor de la carne quemada, más aún si se trataba de la suya.

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