La velocidad con que se habían precipitado los acontecimientos desde el día en que se inició el proceso, su impensable ascenso a la diestra del trono de Paulo III, hasta su meteórico descenso y huida del cardenal Caraffa, la rapidez de los sucesos había hecho que Mateo Colón olvidara por completo la carta que, desde su cautiverio en el claustro de la Universidad, hiciera enviar a Inés de Torremolinos. En rigor, se diría que había olvidado por completo la existencia de su antigua mecenas. Pensaba en Mona Sofía como un destino ineluctable; habría de llegar el día -que finalmente y, antes de lo pensado, llegó- en que tuviera que abandonar el Vaticano y entonces viajaría a Venecia, al bordello de la calle Bocciari, cerca de la Santa Trinidad, a encontrarse, por fin, con su predestinación. No pensaba en ese momento con ansiedad, sino con aquella irreflexiva conciencia con que se carga la certidumbre de la muerte que nos permite vivir sin una angustia permanente. En su estancia en el Vaticano, sin embargo, no había recordado una sola vez la remota existencia de Inés de Torremolinos.
El hecho es que la fatalidad quiso que aquella carta, gracias a los oficios de messere Vittorio, llegara a Florencia.
Una madrugada de abril del año 1558, un mensajero llamaba a las puertas de la modesta casa lindera a la abadía. Desde el día en que Mateo Colón había partido de Florencia, Inés no había vuelto a tener noticias del anatomista. Desde aquel día no pensaba en otra cosa más que en Mateo Colón, y nada había en el universo que no se lo recordara. Tantas veces, ante la llegada de un mensajero, había tenido la equivocada certeza de que habría de recibir noticias de Mateo Colón, que para evitar más desilusiones, se había propuesto no contemplar aquella posibilidad. Ni siquiera había querido mirar la rúbrica que asomaba desde el lacre que sellaba la cinta del rollo. Caminó hasta la pequeña scriptoria cercana al hogar donde ardían los leños. Más allá, las niñas cantaban y correteaban. Sólo cuando hubo terminado de acomodarse en el pupitre, se atrevió a mirar la rúbrica. El corazón le dio un vuelco. Intentando mantener la calma o, cuanto menos, aparentarla, ordenó dulcemente a las niñas que fueran a jugar a su alcoba. Antes de quitar la cinta del rollo, apretó la carta contra su pecho y elevó una plegaria.
Durante tantos meses había esperado aquel momento. Y sin embargo, ahora, después de un sinnúmero de angustias y desilusiones, ahora que por fin podía, aunque más no fuera, acariciar el papel que habían tocado las manos del anatomista, una desazón infinita la embargaba. Algo le decía que nada bueno habría de traer aquella carta. Entonces extrajo la nota de la cinta que la ceñía.
Tuvo que sostenerse del borde de la scriptoria para no caer de la silla cuando leyó: "Para cuando esta carta llegue a Florencia, ya no estaré con vida…". Sin embargo, con los ojos anegados en lágrimas y el pecho convulsionado por el llanto, siguó leyendo. "Sí consideráis que cometo sacrilegio por decir lo que he jurado callar, detened ahora mismo la lectura y que estos papeles acaben en el fuego…", leyó y, aún pensando que el anatomista cometía sacrilegio, continuó con la lectura.
"Sí he decidido romper los votos de silencio que me han sido impuestos y si me he resuelto a revelaros solamente a vos mi descubrimiento es porque fue en vuestro cuerpo, mi señora, donde hallé mi dulce 'América'. En vuestro cuerpo hallé la sede del amor y el supremo placer de las mujeres. Y a vos debo agradeceros haber podido revelar la Obra Divina en lo que al amor femenino se refiere. Mi Amor Veneris es vuestro Amor Veneris. No creáis que ignoro cuánto me habéis amado. Y quizá aún hoy sea así. Pero no os engañéis; no es a mí a quien amáis. Ni siquiera sois vos quien me ama. Cuando os curé de vuestra penosa enfermedad, sin quererlo, la reemplacé por ese amor que me profesasteis. Era en el Amor Veneris donde residía vuestra enfermedad y es vuestro Amor Veneris quien me ama. No os engañéis. Nada soy, mi señora, para merecer vuestro amor."
Inés de Torremolinos terminó de leer la carta con una serena impavidez. Todavía tenía los ojos húmedos, pero ahora el corazón latía con una súbita calma. De pronto sus ojos se llenaron de mansa y reposada malicia. Se puso de pie y caminó hasta la cocina. Tomó una cuchilla y la piedra de afilar. Analizó la situación con calma. Se lamentó infinitamente por la supuesta muerte de su amado, se prodigó un sentido pésame y hasta se agradeció las condolencias. Mientras afilaba la cuchilla contra la piedra, podía sentir cómo la razón se le iluminaba con una luz nueva. Muchas veces la habían asaltado negros temores de muerte y locura. Pero ahora, repasando la hoja contra la piedra, se decía que era aquél el momento de lucidez más alta y sublime. No guiaba su mano un impulso místico, ni un arrebato extático. Nunca había estado más serena.
– Amor Veneris, vel Dulcedo Apeleteur -repetía, mientras pasaba la hoja por la piedra.
Afilaba la cuchilla con la misma serenidad con que todas las mañanas hacía sonar las campanas de la abadía. Ahora, por fin, podría ser dueña de su corazón. Ni siquiera sintió angustia ante el hecho irreductible de que, tal como lo sabía el anatomista, estaba perdidamente enamorada. Tantas horas de angustia hubiera podido evitarse de haberlo sabido antes. ¡Era tan fácil!
Cuando hubo comprobado que la hoja de la cuchilla estaba perfectamente afilada, alzó la vista hasta el otro lado de la ventana y se llenó el alma con aquel paisaje. Fue un corte rápido, preciso. No sintió ningún dolor y casi no hubo hemorragia; apenas un delgadísimo hilo de sangre que rodó por el muslo. Entre el índice y el pulgar sostenía ahora la causa de todos su tormentos. Miró aquel diminuto órgano y con una sonrisa beatífica, dijo:
– Amor Veneris, vel Dulcedo Apeleteur.
Desde ahora y para siempre, habría de prescindir del amor. Ahora, por fin, era dueña de su propio corazón.
Desde aquel día, nada volvió a saberse en Florencia de Inés de Torremolinos. Ninguna noticia tuvo el abad de su benefectora ni de sus tres hijas, desde aquella mañana de abril en la que un mensajero llamó a las puertas de la pequeña casa lindera a la Abadía. Lo único que el abad halló fueron unos delgadísimos hilos de sangre sobre el suelo de la cocina y, más allá, junto al cuchillo y la piedra, cuatro minúsculos e idénticos gajos de carne, cuatro perlas rojas, cuyo sitio anatómico el abad no pudo precisar. Inés de Torremolinos y sus tres hijas habían desaparecido de Florencia.
A un paso había estado Inés de la santidad. Pero cierto era que un paso también es el que separaba la virtud de la hoguera. Porque, justo es decirlo ahora, Inés de Torremolinos, después de un breve juicio celebrado en su Castilla natal, acabó sus días en el fuego del Santo Oficio en el año 1559. Nada dijo en su favor.
La prueba que determinó su suerte fue un libro cuyos versos reconoció de su autoría frente al tribunal. Y sin duda, fue un pecado menor comparado con todos los que se le imputaban, y que ella misma reconoció. Misa Negra -tal fue el título con que se lo conoció- fue incinerado junto a su autora, e igual que su oscurecida biografía -de la cual apenas quedan vestigios-, sólo unos pocos versos fueron salvados gracias a la tradición oral. De los sesenta que constituían Misa Negra, solamente se conocen algunos fragmentos de siete versos. 1
Versos
Así ardiera mi carne en la foguera
Así mordiera el amargor de la cicuta,
o en la horca yo muñera, y si así fuera,
aun así, nada me enluta
y me declaro desde agora
de las putas la más puta.
En el nombre del amor
todo se entrega al verdugo
Para él facemos el pan
y sólo nos da el mendrugo
Para él parimos los fijos.
Todo en nombre del amor.
Si no sabe facer pan
si no puede parir fijos
– para una su arte es poca
y para la otra, nulo-,
que trague pan por la boca
y faga niños por el culo.
El amor para mí era
la enfermedad, el tormento,
daga que hiere y lacera.
…
Si por cantar al amor
no vide más que lamento
y de males de amor moría.
Os dijeron ¡cocinad!
Aquí os dejo mi receta
que de agora y para siempre
dejará de ser secreta.
Tomaos por desayuno
cuando el sol salga y se yerga
de veinte zagales, uno
de luenga y de gorda verga
y buena leche bebed
que para saciar la sed
mejor que éste, ninguno.
Y a la hora de la misa
dando el cura su monserga,
hostia ni vino consiento
y tomo por sacramento
su divina y presta verga.
El primer verso es la síntesis de la tragedia. Es una declaración de principios y, a la vez, una predicción de su destino. Inés de Torremolinos no solamente fue de las putas, la más puta; no solamente fue la más cara y la más codiciada de las putas de España. En el larguísimo año de 1559 -más largo que su vida entera-, fundó la casta de putas más perfectas del Mediterráneo. No había que educarlas como a princesas, no había que cultivar su espíritu en el desamor, ni su cuerpo en la abstinencia de placer, ya que nunca habrían de padecer de amor, ni ser esclavas del placer. En el larguísimo año de 1559, Inés de Torremolinos no solamente ejerció y enseñó la prostitución con maestría. Se convirtió en una ferviente evangelizadora de la emancipación de los femeninos corazones. En el larguísimo año de 1559, Inés de Torremolinos hizo con su cuerpo una fortuna muchas veces superior a la que había heredado de su padre y de su difunto marido. Construyó los más espléndidos burdeles y reclutó sus pupilas entre las almas más castigadas. Desde jovencitas irremediablemente enamoradas hasta religiosas de los conventos, todas escuchaban las inflamadas arengas de Inés de Torremolinos. Cada una de ellas tenía en sus propias manos el verdadero albedrío de ser, por fin, dueña de su propio corazón.
Más de mil quinientas mujeres trabajaban en los burdeles de Inés de Torremolinos. Más de mil quinientas mujeres habían tomado el camino de la emancipación y abjurado de la maldición que significaba el Amor Veneris. La ablación la practicaba, en todos los casos, la misma Inés de Torremolinos. Ni un solo hombre participaba de las enormes ganancias que dejaban los lupanares. Era aquél un verdadero ejército de femeninas voluntades.
Los versos de Misa Negra llegaron a ser un temible catecismo. No había una sola mujer que, al escucharlos, pudiera evitar sentirse aludida en alguna de las estrofas: las solteras y las casadas; las viudas y las religiosas; las enamoradas y las desengañadas. Misa Negra, por cierto, era un título que aludía a la totalidad de las mujeres, por cuanto se refería a los aquelarres, a los tenebrosos ritos iniciáticos de las brujas. Y, ciertamente, las brujas estaban bien descriptas por la autoridad; en los Catálogos sobre arpías y hechiceras, podía encontrarse la perfecta caracterización de la brujas: "La que hace mal a la otra; la que muestra intento dañino; la que mira de reojo; la que mira de frente con desenfado; la que sale de noche; la que cabecea de día; la que anda con ánimo triste; la que ríe con exceso; la disipada; la devota; la espantadiza; la valerosa y grave; la que confiesa con frecuencia; la que jamás confiesa; la que se defiende; la que acusa con el índice; las que poseen conocimientos de sucesos lejanos; las que conocen los secretos de la ciencia y las artes; las que hablan diversidad de idiomas".
La prostitución no era delito que pudiera penarse. Pero sí, desde luego, la brujería. El Catálogo de arpías y hechiceras tenía para cada zapato su horma.