Al otro lado del Monte Veldo, en el callejón de Bocciari, cerca de la Santa Trinidad, estaba il bordello dil Fauno Rosso, la casa de putas más cara de Venecia, cuyo esplendor no tenía competencia en todo el Occidente. La atracción del burdel era Mona Sofía, la puta mejor cotizada de Venecia y, por cierto, la más espléndida de Occidente. Superior, aun, a la legendaria Lenna Grifa. Igual que ella, recorría las calles de Venecia tendida sobre un palanquín llevado por dos esclavos moros. Igual que Lenna Grifa, Mona Sofía llevaba a los pies del palanquín una perra de Dalmacia y un papagayo al hombro. Según podía constatarse en el catalogo di tutte le puttane del bordello con il lor prezzo 1, su nombre aparecía impreso en letras destacadas y, en números más notables todavía, el precio: diez ducados, esto es, seis ducados más cara que la misma legendaria Lenna Grifa 2. En el catálogo, de muy prolija factura, que se editaba para viajeros selectos, nada decía, desde luego, de sus ojos verdes como esmeraldas, ni de sus pezones duros como almendras cuyo diámetro y tersura se dirían los del pétalo de una flor -si la hubiese- que tuviera el diámetro y la tersura de los pezones de Mona Sofía. Nada decía de sus muslos firmes de animal, torneados como la madera, ni de su voz de leño ardiendo. Nada decía de sus manos que, de tan pequeñas, parecían no abarcar el diámetro de una verga, ni de su boca mínima en cuya cavidad se hubiera dicho imposible acoger el volumen de un glande inflamado. Nada decía de su talento de puta, capaz de erguírsela a un anciano desahuciado.
Una madrugada de invierno del año 1558, poco antes de que el sol asomara desde el centro de las dos columnas de granito -traído desde Siria y Constantinopla-, y se pusiera entre el león alado y San Teodorico, cuando los autómatas moros de la Torre del Reloj se disponían a golpear la primera de las seis campanadas, Mona Sofía acababa de despedir a su último cliente, un rico comerciante de sedas. Al descender las escalinatas que conducían hasta el pequeño atrio del burdel, el hombre se acomodó la estola de lana que llevaba sobre el lucco, se calzó la beretta hasta las cejas y, oteando en el vano de la puerta, se aseguró de que ningún viandante lo viera salir. Desde el burdel se encaminó derecho hacia la Santa Trinidad, cuyas campanas llamaban al primer oficio.
Mona Sofía tenía la espalda fatigada. Para su fastidio, cuando descorrió las cortinas de seda púrpura de la ventana de su alcoba, pudo comprobar que ya había amanecido. Odiaba tener que dormirse con el alboroto que llegaba desde la calle. Se dijo que era aquella una buena oportunidad para aprovechar el día. Reclinada sobre la cabecera de su cama, empezó a hacer planes. Primero se vestiría como una señora e iría al oficio de la catedral de San Marco -en rigor, hacía mucho tiempo que no iba a misa-, luego se confesaría y, libre de cualquier remordimiento, se llegaría finalmente hasta la Bottega dil Moro para comprar unos perfumes que se tenía largamente prometidos. Siguió planificando, a la vez que se tapaba un poco más con las cobijas -el reposo después de aquella noche fatigosa empezaba a destemplarla- y cerró los ojos para poder pensar con más claridad.
No habían terminado de sonar las campanas, cuando Mona Sofía, como todas las mañanas, se quedó profunda y plácidamente dormida.
Por aquella misma hora, pero en Florencia, caía una fina garúa sobre el campanario de la modesta abadía de San Gabriel. Las campanas sonaban con una decisión tal, que se hubiera dicho que quien tiraba de las cuerdas era el obeso abad y no las delicadas manos de una mujer. Y sin embargo el abad aún dormía. Con la puntual devoción que todas las mañanas la sacaba de la cama antes del alba -hiciera frío o calor, lloviera o helara-, Inés de Torremolinos se colgaba de las cuerdas con su leve humanidad y, como si estuviera animada por el Todopoderoso, conseguía mover las campanas, cuyo peso superaba en no menos de mil veces al de su femenino e inmaculado cuerpo.
Inés de Torremolinos vivía con una austeridad franciscana pese a que era una de las mujeres más ricas de Florencia. Hija mayor de un noble matrimonio español, era muy joven cuando contrajo casamiento con un insigne señor florentino. De modo que, según ordenaban las normas maritales, marchó de su Castilla natal para ir a vivir al palacio de su cónyuge en Florencia. Quiso la fatalidad que Inés enviudara sin haber podido dar a su marido un eslabón en su noble genealogía: parió tres hijas mujeres y ningún hijo varón.
Siendo una viuda muy joven, todo lo que Inés tenía era: un pesar por no haber engendrado un varón, unos cuantos olivares, vides, castillos, dinero y un alma devota y caritativa. De modo que, para olvidar su pena y remediar su culpa en memoria de su marido, decidió convertir en dinero todos los bienes que había heredado de su finado -en Florencia- y de su difunto padre -en Castilla- y construir un monasterio. De esa manera quedaría para siempre unida a su esposo inmortal mediante una existencia de pureza y celibato, y dedicaría su vida a servir a los hijos varones que su vientre no había sabido engendrar: a la comunidad monástica y a los pobres. Así lo hizo.
Se diría que Inés era una mujer dichosa. Tenía una mirada franciscana que irradiaba paz y sosiego. Sus palabras siempre eran un bálsamo para los atormentados. Daba consuelo a los desconsolados y guiaba el camino de los descarriados. Se diría que marchaba sin escollos hacia la santidad.
Aquella madrugada de 1558, a la misma hora en que, en Venecia, Mona Sofía terminaba su agotadora y rentable jornada, Inés de Torremolinos empezaba su día de dichoso y desinteresado trabajo. La una ignoraba la remota existencia de la otra. Y nada haría suponer a nadie que una y otra pudieran tener algo en común. Sin embargo, el azar traza a veces caminos imposibles. Sin siquiera sospecharlo, sin siquiera conocerse, una y otra eran parte de una misma trinidad, cuyo vértice estaba en Padua.
En el sitio más encumbrado del macizo promontorio que separa Verona de Trento, sobre el último peñón que se destaca del collar de morros que corona la cima del Monte Veldo, tan quieto como la roca donde se posaba, el perfil de un cuervo se recortaba contra el confín crepuscular, cuyo epicentro dorado no parecía provenir del sol -aún virtual-, sino de la misma dorada Venecia. Como si el fundamento de aquella bóveda de luz fuera el de las remotas cúpulas bizantinas de la Catedral de San Marco. Era el crepúsculo que antecede al día. El cuervo estaba esperando. Tenía paciencia. Y tenía, como siempre, un hambre voraz pero no perentoria. Su dominio era toda Venecia: la Venecia Eugánea -Treviso, Rovigo, Verona y, más allá, Vicenza- y también la Venecia Julia. Pero su paradero estaba en Padua.
Abajo todo se hallaba dispuesto para la fiesta de San Teodorico, la festa di tori. Después del mediodía, la multitud, entre trago y trago, habría de manear cinco o seis bueyes que, uno a uno y tomados de las astas por otras tantas mujeres, serían degollados de un único y exacto golpe de sable. Se diría que el cuervo sabía que así habría de ser. Olía por anticipado el olor que más le gustaba. Pero sabía, también, que, con fortuna, apenas si podría rapiñar una miserable tripa o un ojo, que tendría que disputar con los perros. No valía la pena ni el viaje, ni el riesgo, ni el esfuerzo.
Aún no se había movido. Tenía la paciencia de los cuervos. Hubiera podido esperar a que los autómatas de la torre del reloj golpearan la última campanada cuando, como todas las mañanas, desde el Canal Grande apareciera la barcaza pública que pasaba a recoger los cadáveres del Hospital de Humberto Primo hasta la Isla del Cementerio. Pero tampoco valdría la pena; con suerte podría arrebatar un jirón de carne mala, demasiado magra y ya diezmada por la peste.
Giró sobre sus patas y miró hacia el lado opuesto -el Este-, donde estaba su morada. Allí estaba su amo. Entonces remontó vuelo a Padua.
Voló sobre las diez cúpulas de la basílica y después sobre la Universidad. Se posó sobre el capitel de la cuarta puerta que daba hacia el patio interior. Esperaba. Sabía que su amo habría de salir de un momento a otro. Así sucedía todos los días. Tenía paciencia. Extendió un ala y metió su pico entre las plumas. Se diría que no prestaba atención a otra cosa que a los íntimos agasajos que se prodigaba: acomodarse las plumas del pecho, desembarazarse de un piojo.
En el mismo momento en que sonó la campana que llamaba a misa, el cuervo se tensó como una cuerda, desplegó las alas morosamente, emitió un graznido sordo y se preparó a dar el salto sobre el hombro de su amo, que, como todas las mañanas, habría de asomar desde la recova y, antes de encaminarse a la parroquia, se llegaría hasta la morgue para darle a su cuervo lo que tanto le gustaba: una tripa todavía tibia.
Sin embargo, aquella mañana de invierno las cosas no iban a ser iguales. Había terminado de sonar la primera campanada y su amo todavía no se había asomado. El cuervo sabía que su señor estaba dentro del claustro, podía olerlo, hasta podía escuchar su respiración. Y sin embargo no salía. El cuervo graznó de fastidio. Tenía hambre.
El cuervo y su amo sabían quién era quién. Y por ese mismo motivo se prodigaban un mutuo y velado recelo. Leonardino -ése es el nombre que el amo le había puesto- nunca se posaba francamente sobre el hombro de su señor; mantenía una distancia mínima entre sus patas y la estola, elevándose con un aleteo corto y regular. Tampoco el amo se fiaba de su compañero. Uno y otro -ambos lo sabían- compartían el mismo espíritu inquisitivo por indagar qué se oculta detrás de la carne.
Sonó la segunda campanada y su amo seguía sin aparecer. Algo raro sucedía, el cuervo podía adivinarlo.
Todos los días, Leonardino, posado sobre la balaustrada de la escalera de la morgue, seguía atentamente los movimientos de su amo, sus manos que, sabiamente, guiaban el escalpelo; entonces, cuando veía la sangre que surgía tras del delgado surco que a su paso dejaba la hoja, Leonardino se balanceaba hacia izquierda y derecha y emitía un graznido de satisfacción.
Por mucho que lo había intentado, el amo no había conseguido que Leonardino comiera de su mano; y en verdad no le faltaban motivos para temer; el cuervo sabía de quién era la tripa que su amo le había ofrecido el día anterior, reconocía el olor de aquel gato que, hasta ayer, se sentaba confiado sobre la falda del hombre y que, con la misma mano con que lo acariciaba y le daba de comer, lo había vaciado para disecarlo.
– Leonardino… -canturreaba el amo a la vez que se acercaba lentamente hacia el cuervo blandiendo una tripa con el brazo tendido.
– Leonardino… -repetía y, conforme avanzaba un paso, el cuervo retrocedía otro.
Leonardino no miraba la tripa; la olía, sí, pero no la miraba. Tenía sus ojos siempre clavados en los de su amo que, al parecer, le resultaban más apetitosos que aquel trozo de intestino. Entonces el hombre le arrojaba la tripa y el cuervo la tomaba en su pico con una voracidad largamente contenida.
Sin embargo, aquella mañana nadie asomó desde la recova. Sonaba la tercera campanada cuando el cuervo supo que su amo no habría de asistir a la cita cotidiana. Disgustado y hambriento, Leonardino voló con rumbo a Venecia.
El nombre del amo era Mateo Renaldo Colón y, ciertamente, aquella mañana de invierno del año 1558 tenía fundados motivos para no concurrir a la cita habitual que todos los días, antes de la misa, lo reunía con su Leonardino. Encerrado entre las cuatro paredes de su claustro de la Universidad de Padua, Mateo Colón escribía.
"Si me asiste el derecho de poner nombre a las cosas por mí descubiertas, lo llamaré Amor o Placer de Venus", apuntó Mateo Colón y así concluyó el alegato que había estado redactando durante toda la noche. En el mismo momento en que cerró el grueso cuaderno de tapas de piel de cordero sobre el que escribía, escuchó las campanas que llamaban a misa. Se frotó los párpados; tenía los ojos rojos y la espalda fatigada. Miró hacia la pequeña luna que se alzaba por encima de su pupitre y comprobó que la vela que estaba junto al cuaderno ardía ahora inútilmente. Más allá, sobre las cúpulas de la catedral, el sol empezaba a entibiar el aire y a evaporar de a poco el rocío que reverdecía el pasto del jardín sobre el que se cernía la Universidad. Desde el otro lado del patio llegaba el perfume del incienso recién encendido de la capilla que por momentos se trocaba, según lo dispusiera el viento, por los aromas hospitalarios de la humeante chimenea de la cocina. Y conforme el sol ascendía por sobre las tejas de la recova, en la misma proporción iba creciendo el tibio alboroto que llegaba desde la piazza dei frutti. Los gritos de los tenderos y el pregón de los vendedores ambulantes, los balidos de las ovejas que se ofrecían a dos ducados, según vociferaban las campesinas que bajaban a la ciudad, contrastaban con el monástico silencio que imponía el tañido de la campana que llamaba a misa.
Todavía somnolientos, estregándose las manos para morigerar el frío y echando un vapor blanco por la boca, los alumnos salían de los pabellones hacia la recova que circundaba el patio central, convergiendo todos en una fila que se iniciaba en la entrada del pequeño atrio de la capilla.
De pie junto al párroco, Alessandro de Legnano, el decano de la Universidad, velaba el orden con unción e imponía silencio con miradas severamente impartidas aquí y allá o, llegado el caso, con un carraspeo puntualmente dirigido a los contraventores.
Antes de que sonara la última campanada, Mateo Colón se incorporó y caminó hasta la puerta. Sólo cuando giró el picaporte y comprobó que la puerta de su claustro estaba cerrada por fuera, recordó que aquellas campanas no doblaban para él. La fatiga de la noche en vela, pero más la fuerza de la costumbre -que cada mañana lo conducía hasta la capilla después de una breve visita a la morgue-, le habían hecho olvidar que ahora -por disposición de los Superiores Tribunales- estaba preso en su propio claustro. Sintió remordimiento por su Leonardino. Acaso debería sentirse agradecido por su suerte; sin duda hubiera sido peor ocupar una celda fría y mugrienta en la cárcel de San Antonio. Acaso debería agradecer al Tribunal y al decano el hecho de no estar engrillado de pies y manos y poder ver el tibio sol de invierno a través de la pequeña luna de su claustro. Ciertamente, los cargos que se le imputaban merecían el mayor de los rigores: herejía, perjurio, blasfemia, brujería y satanismo. Por mucho menos que semejantes acusaciones se encarcelaba a los penados. Ahora mismo, desde su claustro, podía oír cómo los viandantes insultaban -entre escupitajos- a los reos exhibidos en los cepos de la plaza. Y no eran más que ladrones de baratijas.
Los últimos alumnos que pasaban junto a la ventana del claustro de Mateo Colón se ponían en puntas de pie y miraban hacia el interior; entonces el anatomista podía escuchar los murmullos y las risitas maliciosas de aquellos que, hasta ayer, habían sido sus propios alumnos e, inclusive, de los que podían haber llegado a ser sus fieles discípulos. Podía verlos.
Aunque quizá debería estar agradecido de su suerte, Mateo Colón maldijo el día en que abandonó su Cremona natal. Maldijo el día en que su actual verdugo, el decano, decidió ponerlo al frente de la cátedra de anatomía y cirugía. Y maldijo el día en que, cuarenta y dos años antes, había nacido.
"II Chirologi" a decir de sus paisanos, "II Cremonese", en su exilio en Padua, Mateo Renaldo Colón había estudiado Farmacia y Cirugía en la Universidad en la que ahora estaba preso. Fue el más brillante discípulo de Leoniens primero y de Vesalio después. El mismo maestro Vesalio sugirió al decano, Alessandro de Legnano, que fuera su discípulo cremonés quien lo sucediera al frente de la cátedra, cuando, en 1542 marchó a hacer escuela en Alemania y España. Siendo todavía muy joven, Mateo Colón se ganó, por derecho, el título de Maestro dei maestri. Para orgullo de Alessandro de Legnano, su catedrático cremonés descubrió las leyes de la circulación pulmonar antes aún que su colega, el inglés Harvey, quien, injustamente, se ha quedado con los laureles. Muchos lo consideraron un lunático cuando afirmó que la sangre se oxigenaba en los pulmones y que no existían orificios en el tabique que divide las dos mitades de corazón, atreviéndose a refutar al mismísimo Galeno. Y por cierto era aquella una afirmación peligrosa: un año antes, Miguel de Servet había sido obligado a huir de España cuando, en su Christianismi Restitutio, declaró que la sangre era el alma de la carne -anima ipsa est sanguis-; su intento de explicar en términos anatómicos la doctrina de la Santísima Trinidad lo llevó a las hogueras de Ginebra, donde lo quemaron con leños verdes "para prolongar la agonía" 1. Pero los laureles del descubrimiento de Mateo Colón habría de llevárselos el inglés Harvey cien años después y, según señaló Hobbes en De Corpore, "ha sido el único anatomista que ha visto aceptar en vida su doctrina".
Mateo Colón era, eminentemente, italiano; hijo de la plástica, de la gala y el ornamento. Hijo pródigo de aquella Italia en la que todo, desde las cúpulas de las catedrales hasta el vaso donde bebía el labrador, desde los frescos que adornaban los palacios hasta la hoz con la que el campesino hacía la siega, desde los capiteles bizantinos de las iglesias hasta el cayado del pastor, todo, era de una factura prodigiosa. De aquella misma factura estaba hecho el espíritu de Mateo Colón; de la misma galanura ornamental, de la amable gentilezza italiana. Todo estaba animado con el hálito de Leonardo; el artesano era artista, el artista, científico, el científico, guerrero y el guerrero, de nuevo, artesano. Saber era, además, saber hacer con las manos. Por si faltaran ejemplos, con sus propias manos, el mismo papa Eugenio I le había cortado la cabeza a un prefecto un poco díscolo.
Con la misma mano con la que deslizaba la pluma sobre el cuaderno de tapas de piel de cordero, Mateo Colón sabía empuñar el pincel y preparar los óleos con los que pintó los más espléndidos mapas anatómicos; capaz, si quería, de pintar como Signorelli o como el mismo Miguel Ángel. En su autorretrato se presentó a sí mismo como un hombre de rasgos finos pero enérgicos; los ojos renegridos y la barba oscura y espesa revelaban, acaso, un ascendiente moro. La frente, alta y prominente, quedaba enmarcada entre dos bucles que descendían hasta los hombros. Según su propio testimonio, tenía unas manos delicadas y pálidas, cuyos dedos -largos y delgados- le conferían una elegancia que se diría casi femenina. Entre el índice y el pulgar sostenía un escalpelo. El autorretrato no fue solamente un fiel testimonio de su fisonomía, sino también de su obsesión; si bien se mira -pues es francamente difícil de advertir-, debajo del bisturí, en la base inferior del cuadro puede distinguirse, entre una bruma difusa, el cuerpo desnudo e inerte de una mujer. La pintura recuerda a otra contemporánea: el San Bernardo de Sebastiano del Piombo; la desproporción que existe entre la beatitud de la expresión del santo y su actitud, clavando su cayado sobre el cuerpo de un demonio, es la misma que se advierte en el gesto del anatomista mientras hunde su escalpelo en la femenina carne. Es la suya una expresión de triunfo.
En una época hecha de nombres, de singularidades, Mateo Colón llevaba su nombre como quien carga con un lastre; ¿cómo evitar el forzado cono de sombra al que lo sometía la memoria de su ilustre tocayo genovés? Mateo Colón estaba condenado a la parodia, a la burla fácil de sus detractores.
Su obra, ciertamente, no fue menos extraordinaria que la de su homónimo. También él descubrió su "América" y, como él, supo de la gloria y de la desdicha. Y supo de la crueldad. Mateo Colón, a la hora de fundar su colonia, no tuvo más escrúpulos ni piedad que Cristóbal. El madero del asta fundacional no iba a estar clavado en las tibias arenas del trópico, sino en el centro de las tierras descubiertas que reclamó para sí: el cuerpo de la mujer.
Encarcelado en su propio claustro, Mateo Colón acababa de redactar el alegato que habría de presentar al tribunal. Todavía reverberaba el eco de la última campanada que llamaba a misa cuando, frente a su ventana, vio una figura a contraluz.
– ¿Puedo ayudaros en algo? -murmuró la silueta.
Mateo Colón, que por imposición del tribunal había tenido que hacer votos de silencio, calló cautamente a la vez que se acercó un poco más a la ventana. Sólo entonces pudo distinguir que aquella figura parada contra el sol era la de su amigo, el messere Vittorio.
– ¿Acaso estáis loco, queréis acabar preso como yo? -murmuró y con un gesto nada hospitalario lo invitó a que se fuera inmediatamente.
El messere Vittorio pasó una mano por entre las rejas de la ventana y le estiró a su amigo una bota con leche de cabra y una talega con pan. Con gesto de fastidio, como contra su voluntad, Mateo Colón las tomó. En verdad tenía hambre. Cuando el furtivo visitante giró sobre sus talones y se disponía a encaminarse hacia la capilla, escuchó un nuevo susurro:
– ¿Podéis enviarme una carta a Florencia con un mensajero?
El messere Vittorio titubeó un momento.
– Podíais haberme pedido algo más fácil… sabéis con cuánto celo el decano revisa la correspondencia… -en ese momento, los dos hombres vieron a Alessandro de Legnano que, desde el vano de la puerta de la capilla, se aseguraba de que todo el mundo estuviera presente en misa.
– Bien, dadme la carta. Ahora tengo que irme -dijo el messere Vittorio, a la vez que estiraba la mano por entre las rejas.
– Sucede que aún no la he escrito. Si pudierais pasar por aquí a la salida de la misa…
El decano vio entonces al messere Vittorio parado debajo de la recova.
– ¿Qué hacéis ahí? -inquirió el decano, poniendo los brazos en jarra y frunciendo el ceño más aún de lo que ya lo tenía por naturaleza.
Entonces el messere Vittorio se acomodó las tiras de la sandalia y se encaminó hacia la capilla.
– ¿Acaso hablabais con vuestro zapato?
El messere se limitó a ruborizase con una sonrisita estúpida.
Mateo Colón tenía el escaso tiempo que duraba la misa para escribir la carta.
Cuando hubo comprobado que nadie había fuera de la capilla, volvió a sacar el cuaderno que escondía bajo la pequeña scriptoria -tenía prohibido escribir-, tomó la pluma de ganso, la sumergió en el tintero y, en la última página, empezó a apuntar. Sin duda, el voto de silencio que le había impuesto el tribunal no era un castigo arbitrario; tenía un fundamento muy preciso: evitar que su satánico descubrimiento se propagara como las semillas en el viento. Por la misma razón tenía prohibido escribir. Quedaba poco tiempo. Volvió a asegurarse de que nadie anduviese cerca y entonces empezó a anotar:
Mi señora:
Mi espíritu se debate en el abismo de la incertidumbre y se oprime en la amargura de quien, habiendo hecho promesa de secreto en el Nombre de Dios, ofende el sagrado Nombre cuando, injustamente, pretende velarse la Obra Divina. Es en el Nombre de Dios, mi querida Inés, que he decidido romper los votos de silencio que me han sido impuestos por el decano de la Universidad de Padua y por los Doctores de la Iglesia. Menos le temo a la muerte que al silencio. Aunque, en lo que a mí respecta, estoy condenado a una como a otro. Para cuando esta carta llegue a Florencia ya no estaré con vida. He pasado la noche redactando el alegato que mañana habré de exponer frente al tribunal presidido por el cardenal Caraffa. Sin embargo, no ignoro que, antes de que pueda yo pronunciar una sola palabra en mi favor, la sentencia ya estará decidida. Sé que no tengo otro destino que el de la hoguera. Si supiera que pudierais interceder por mi vida en esta parodia de proceso, sin dudar os lo pediría -tantas cosas os he pedido ya, que una más…-, pero sé que mi suerte ya está echada. Lo único que os suplico ahora es que me escuchéis. Nada más.
Quizá os preguntéis por qué me decido a revelaros mi secreto nada más que a vos. Y sucede que, aunque aún no lo sepáis, vos fuisteis la fuente de los descubrimientos que me fueron revelados.
De vos depende ahora. Si consideráis que cometo sacrilegio por decir lo que he jurado callar, detened ahora mismo la lectura y que estos papeles acaben en el fuego. Si acaso todavía os merezco un poco de crédito y habéis decidido seguir adelante con la lectura, os ruego que, en el mismo Nombre de Dios, guardéis el secreto.
Antes de continuar con la carta, Mateo Colón dudó unos momentos. El tiempo se acortaba. La misa debía de estar promediando. Se frotó los ojos, se revolvió en la silla y, antes de seguir escribiendo, se preguntó si aquello no era una locura.
Aquel iba a ser el comienzo de la tragedia. De haber sabido que lo que habría de revelarle a Inés de Torremolinos iba a resultar peor que la muerte y el silencio no hubiese escrito una sola palabra más. Sin embargo, volvió a sumergir la pluma en el tintero.
Acababa de poner punto final a la carta cuando pudo ver que todos empezaban a salir de la capilla.
Mateo Colón arrancó el folio del cuaderno y lo plegó de tal modo que el reverso quedara vuelto hacia afuera. Primero salieron en silencioso tumulto los estudiantes, que, desde el centro del patio, se iban distribuyendo en pequeños grupos hacia las aulas. Por último salió messere Vittorio y, junto a él, Alessandro de Legnano. Messere Vittorio se detuvo en el atrio y con una inclinación de cabeza se despidió del decano. Mateo Colón, a través de la ventana de su claustro, pudo ver cómo el decano se paraba junto a messere y no se movía de su lado. Vio que el decano, reclinado sobre una columna, iniciaba uno de sus habituales interrogatorios. No alcanzaba a oír lo que hablaban, pero bien conocía el anatomista los gestos inquisitoriales de Alessandro de Legnano cuando ponía los brazos en jarra y fruncía el ceño más de lo que habitualmente lo tenía. El anatomista había perdido toda esperanza de poder darle la carta a messere, cuando sorpresivamente el decano se alejó camino a su claustro. Messere Vittorio se demoró un rato más y cuando pudo comprobar que nadie quedaba en el patio ni merodeando por la recova, se encaminó derecho y con paso rápido hasta la ventana del claustro del anatomista. Entonces Mateo Colón arrojó la carta hacia la recova a través de las rejas de la ventana. Messere Vittorio empujó la carta con el pie hasta alejarla lo suficiente, se acuclilló y la guardó entre el talón y la suela de la sandalia. En ese preciso momento, desde el fondo de la recova, apareció Alessandro Legnano.
– Parece que es hora de que reemplacéis vuestro calzado -dijo el decano y, antes de que messere Vittorio pudiera ensayar una respuesta, Alessandro de Legnano agregó:
– Os espero en el taller -dijo, giró sobre su eje y se perdió más allá de la recova.
El messere Vittorio hubiera querido ver muerto al decano; anhelo que, en cierto modo, habría de ver cumplido.
La cabeza de Alessandro de Legnano yacía mirando hacia el techo del taller sobre la mesa del messere Vittorio -mirando, por así decirlo, porque, en realidad, los ojos eran dos esferas inertes-. El maestro pasó la palma de su mano por la frente del decano, que se diría decapitado, se detuvo en la arruga del ceño, apoyó el cincel y descargó un mazazo seco, sordo, que levantó un polvo que parecía óseo. El decano presentaba el rigor de los muertos pero su expresión era la de los vivos. Estaba, sin embargo, helado. Mucho más frío que un muerto. Medio año le demandó al messere concluir el busto de Alessandro de Legnano, quien acababa de levantarse de la banqueta donde posaba y caminó hacia la escultura con la que acababa de homenajearse. Se contempló y, nariz contra nariz, se hubiera dicho que estaba frente a un espejo de mármol de Carrara. El maestro había obtenido la exacta expresión de su cliente y cualquiera que se hubiera detenido a ver el busto habría sentido la misma repugnancia que se experimentaba al tener frente a sí al propio decano. Fue exactamente lo que le sucedió a messere Vittorio durante los últimos seis meses y, sin duda, no le hubieran faltado ganas de hundir el cincel en la frente del mismo Alessandro de Legnano, sobre todo después de escuchar su veredicto:
– He visto cosas peores -dijo, mientras se contemplaba con paradójico desdén y, poco menos, le arrojó al messere los quince ducados en la cara.
– Que lo lleven esta tarde a mi escritorio -agregó mientras giraba sobre sus talones y se retiraba del taller dando un portazo.
El busto que acababa de concluir el messere Vittorio era fiel al modelo. Se diría que el decano tenía la expresión perfecta del idiota: las facciones inflamadas, un severo prognatismo que basamentaba el rostro sobre una suerte de balcón maxilar y unos párpados semicerrados que le conferían un gesto somnoliento. El maestro florentino no había tenido ninguna benevolencia; si los clientes eran de su agrado, tenía la generosidad de embellecerlos un poco, como lo había hecho, por ejemplo, con el perfil irremediable de cierto ilustre cercano a los Médici. Sin embargo, se diría que la escultura de Alessandro de Legnano era toda una opinión del messere acerca de Alessandro de Legnano.
Nadie en toda Padua le guardaba alguna simpatía al decano. Y, sin duda, a nadie le hubiera provocado ninguna pena verlo muerto.
Como todas las mañanas, cerca del mediodía, Alessandro de Legnano habrá de ir hasta la Piazza dei frutti. Atravesará la Riviera di San Benedetto, a su paso todos lo saludarán no sin ampulosa grandilocuencia y, después de doblar hacia el Ponto Tadi, por lo bajo, le habrán de desear los peores augurios. Con el mismo anhelo que messere Vittorio, la obesa vendedora de frutas -a quien, como todos los días, habrá de comprarle unos damascos- le deseará un buen provecho y, para sí, rogará que su cliente se atragante con un carozo. Y como la vendedora de frutas, el sastre -en cuya tienda habrá de detenerse para encargarle un lucco de seda- querrá verlo ahorcado en la delicada estola que le encargara la semana anterior y que, al exhibírsela, el decano, con gesto de repulsión, le dijo:
– ¿Acaso la habéis cortado con los dientes?
Alessandro de Legnano sabía que todo el mundo lo odiaba. Lo cual no le provocaba sino un inmenso placer.
El decano había sido discípulo de Jacob Sylvius de París. Por cierto que no lo adornaba el talento de su maestro para las artes médicas. Lo único que Alessandro de Legnano había heredado de Sylvius era su visceral tendencia a suscitar el desprecio de sus semejantes. Todos los calificativos aplicados al anatomista francés -avaro, grosero, arrogante, vengativo, cínico y codicioso entre otros- resultaban pocos para adjetivar al decano de la Universidad de Padua e, indudablemente, él mismo no esperaba para su epitafio uno menos lapidario que el que le dedicaron a su maestro:
"Aquí yace Sylvius, que jamás hizo nada sin cobrar.
"Ahora que está muerto, le enfurece que leas esto gratis".
Aquella mañana el decano estaba de un excelente humor. Se lo veía confortado. Tenía el aspecto espiritual de quien ha ganado una batalla. Y, en efecto, así era exactamente. Disfrutaba por anticipado del anhelado fuego de la hoguera que, gustoso, encendería, si de él dependiera, con sus propias manos. Esperaba con ansiedad que, de una vez, se acabara el día que recién empezaba. Mañana sería el comienzo del proceso que había promovido, no sin innumerables escollos, ante los cardenales Caraffa y Alvarez de Toledo y, finalmente, ante el mismísimo Paulo III.
Alessandro de Legnano caminaba animado, como si de pronto hubiera dejado de aquejarlo la gota que, desde hacía años, arrastraba como un lastre pertinaz. Tanta era su euforia que no había notado siquiera que desde la sandalia de messere Vittorio sobresalía el trozo de papel mal plegado. Quizá la solícita actitud de messere Vittorio no tuviera otro fundamento que la ignorancia. Tal vez el escultor florentino no supiera que, de ser descubierto, habría de correr la misma suerte que su amigo: de acuerdo con la Sagrada Legislación, quien hablara con herejes presos también habría de ser considerado hereje.
Mateo Colón se había convertido en la última obsesión del decano. Uno y otro nunca se habían caído en gracia. Alessandro de Legnano experimentaba hacia Mateo Colón un odio proporcional a la íntima admiración que le prodigaba. Siempre se había dirigido al anatomista con desprecio y no perdía oportunidad para descalificarlo frente a los alumnos, llamándolo il barbiere, a propósito de la norma que excluía a los cirujanos del Real Colegio de Médicos, obligándolos a afiliarse al Gremio de Barberos, que los igualaba con los pasteleros, los cerveceros y los notarios públicos. Desde luego, cuando Mateo Colón se convirtió en una eminencia, el decano no se sustrajo a los elogios e hizo propias las felicitaciones llegadas de todas partes cuando su catedrático descubrió las leyes de la circulación sanguínea, como si el mérito debiera atribuirse a la inspiración que irradiaba su decanato.
El anatomista y el decano nunca se guardaron simpatía. Al contrario. Uno y otro se prodigaban una recíproca aunque no simétrica envidia. Mateo Colón era el anatomista más respetado de toda Europa; tenía prestigio pero no poder. El decano, nadie lo ignoraba, ni siquiera los Doctores de la Iglesia, era dueño de una inteligencia próxima a la de una mula pero gozaba de la influencia del Vaticano y contaba con la bendición del propio Paulo III. Era la autoridad y ostentaba un buen predicamento entre algunos inquisidores, para quienes había aportado su alegato en el juicio que llevó a la hoguera a más de un colega hereje.
El nuevo hallazgo del anatomista superaba todos los límites de la tolerancia. El Amor Veneris -la América de Mateo Colón- iba más allá de lo permisible para la ciencia. La sola mención de un cierto "placer de Venus" -por más de un motivo- le revolvía la sangre.
A juicio del decano, desde que Mateo Colón había sido nombrado regente de la Cátedra de Cirugía, la Universidad se había transformado en un burdel de donde entraban y salían campesinas, entraban y salían cortesanas y había llegado a decirse que hasta religiosas entraban por la noche y salían antes de la madrugada. Y todas, a decir de los rumores, lo hacían con los ojos desorbitados y una sonrisa semejante a la de Mona Lisa. Por si fuera poco, a sus oídos había llegado la versión de que por el claustro del anatomista pasaban las pupilas del prostíbulo que se encontraba en la planta superior de la Taverna dil Mulo. Y no se equivocaba.
Desde que la bula papal de Bonifacio VIII prohibió la disecación de cadáveres, la obtención de muertos era un trabajo peligroso. Sin embargo, había en Padua, por aquellos días, una suerte de mercado clandestino de difuntos, cuyo más solvente miembro era Juliano Batista, quien, en cierto modo, vino a poner orden a las cosas. Después del paso de Marco Antonio della Torre por la Cátedra de Anatomía de la Universidad, sus discípulos no vacilaban en abrir sepulturas, saquear la morgue de los hospitales y hasta descolgarlos de las horcas ejemplares. El mismo Marco Antonio tuvo que poner freno a la turba de pequeños anatomistas para que no asesinaran transeúntes por las noches. Tanto era el afán, que debían cuidarse los unos de los otros; tanta era la necrofilia, que el más alto halago al que podía aspirar una mujer era:
– Qué hermoso cadáver tenéis -le decían antes de degollarla.
Al menos, el predecesor más remoto, Mundini dei Luzzi, que doscientos cincuenta años antes había hecho la primera disección anatómica pública de dos cadáveres en la Universidad de Bolonia, había tenido el infinito decoro de no abrir la cabeza, "morada del alma y la razón".
Juliano Batista tenía, por así decirlo, el patrimonio del mercado de cadáveres; los compraba a los deudos más o menos menesterosos, a los verdugos y a los sepultureros. Después de ponerlos en condiciones presentables, los revendía a universitarios, catedráticos y a necrófilos más o menos reputados.
Sabía, sin embargo, que a Mateo Colón no hacía falta engalanarle la mercadería -engaño imposible para un anatomista, por otra parte-, de modo que se evitaba el trabajo de ruborizar las mejillas, devolver el brillo a los ojos con trementina y a las uñas con barniz de ultramar.
Si el anatomista necesitaba, por ejemplo, examinar un hígado, Juliano Batista extirpaba el órgano, rellenaba el lugar vacante con estopa o trapos, separaba la mercadería, cerraba el cadáver cosiéndolo con hilo de seda y, finalmente, vendía el cuerpo a otro cliente. Si un cuerpo estaba irrecuperable, Juliano Batista encontraba para todo un destino; nada se tiraba: los cabellos a la corporación de barberos y los dientes al gremio de los orfebres.
La disecación de cadáveres era tan ilegal como corriente. La bula de Bonifacio VIII ya no tenía en la práctica ninguna vigencia. Sin embargo, para el único que el decano aún la hacía regir era para Mateo Colón. El anatomista bien sabía que Alessandro de Legnano hacía la vista gorda para con todos, inclusive estudiantes, salvo para con él. De modo que debía proceder con el mayor de los cuidados.
En los últimos tiempos Mateo Colón había comprado cerca de diez cadáveres, todos pertenecientes a mujeres. Confeccionaba listas escrupulosas de los cuerpos disecados donde apuntaba: nombre, edad, motivo de muerte, descripción y hasta dibujos, no sólo de los órganos examinados, sino también de la expresión de cada uno de los cadáveres.
Sin embargo, sus prácticas eran más afines a la carne viva que a la muerta. Y sobre todo, con cierta carne en particular que, por otra parte, no era en absoluto frecuente puertas adentro de la Universidad, pues era carne prohibida. Interdicción que el decano se ocupaba de hacer cumplir con más escrúpulos que éxito. Entre los estatutos de la Universidad, en efecto, quedaba taxativamente prohibido el ingreso de mujeres. Sin embargo, por razones mucho menos relativas a los asuntos de la ciencia que a los ímpetus de la carne, era más o menos frecuente la furtiva visita de las campesinas venidas desde el fics lindero a la abadía que, de tanto en tanto, regalaban una noche de júbilo a doctores y alumnos.
Una de las formas de entrar en la Universidad -además de escalar los altos muros- era la de confundirse entre los muertos que, una vez a la semana, ingresaban en el carro público en la morgue. Así, ocultas debajo de un manto, permanecían quietas hasta quedar solas en el subsuelo de la morgue, donde eran recogidas por sus amantes.
En una ocasión, impaciente quizá por la larga y obligada continencia, un prestigioso doctor desvistió a una de las campesinas allí mismo, en la morgue, en medio de todos los muertos y, en el momento glorioso de una sublime fellatio, entró en el lúgubre subsuelo el párroco de la Universidad, quien momentos antes había visto entrar al "cadáver" que ahora gemía, gritaba y se revolvía. El ilustre doctor tardó un momento en advertir la presencia del deífico visitante que, absorto, miraba las esmirriadas piernas del catedrático y su no tan esmirriada verga bullente que salpicaba la proporcionada humanidad de la "difunta". Cuando, después del último estertor, vio al párroco parado en el vano de la puerta, sólo atinó a gritar, con una mueca desorbitada:
– ¡Miracolo! ¡Miracolo! -e inmediatamente se puso a perorar acerca de su reciente confirmación de las teorías aristotélicas sobre el hálito que transportaba el semen en su caudal, que, a decir del metafísico, producía la vida. Y que, por qué no, si el semen era capaz de producir aliento vital en la materia y engendrar, cómo no habría de ser posible, por la misma razón, que resucitara a los muertos, decía mientras se acomodaba la verga -todavía un poco tiesa- debajo de las ropas. Y luego de concluir su enloquecido soliloquio, se perdió del otro lado de la puerta corriendo escaleras arriba al grito de "¡Miracolo! ¡Miracolo!".
Lo cierto es que Mateo Colón tenía sus razones para introducir mujeres en la Universidad. Y, ciertamente, las mujeres que visitaban secretamente al anatomista también tenían las suyas.
Las manos de Mateo Colón sabían tocar a una mujer, como sabían las manos de un músico tocar su instrumento. Los imprecisos límites entre la ciencia y el arte hacían de sus manos el instrumento más sublime, más alto y más difícil: el efímero arte de dar placer; disciplina que, como la de la conversación, no dejaba huella ni testimonio.
Era el mediodía cuando messere Vittorio atravesó la puerta de la Universidad hacia la piazza. Debajo de aquel tibio sol del invierno, los artistas trashumantes, entre una multitud de viandantes ocasionales, ensayaban torres humanas deliberadamente derrumbadas. Más allá, frente a la plaza, un grupo de hombres adustos -comerciantes y señores- hacían un círculo alrededor de los banditori que se turnaban para vociferar los bandos del día. Unos pasos más allá estaban los que preferían consultar a los viajeros recién llegados desde el otro lado del monte Veldo, que, ciertas o no, traían noticias al menos más interesantes.
Messere caminaba con paso veloz. Pasó junto a los tres cepos donde se exhibían los ladrones de la jornada y tuvo que abrirse paso entre la multitud de mujeres y niñas que pugnaban por escupir a los reos. En el otro extremo de la piazza, el último mensajero que aún no había partido acababa de cerrar las alforjas y se disponía a montar sobre su caballo.
Todavía agitado, messere Vittorio alcanzó a escuchar las últimas noticias de boca de los banditori. No pudo evitar sentir un horroroso escozor sobre su propio cuello cuando volvió a pasar junto a los cepos. Si el buen tiempo se mantenía, en poco menos de un mes, la carta habría de llegar a Florencia. Para entonces, salvo que mediara un milagro, Mateo Colón estaría muerto.
Quiso la fatalidad que el buen tiempo se mantuviera.
El claustro de Mateo Colón era un recinto perfectamente cúbico de unos cuatro pasos de lado. La pequeña luna que se alzaba por encima del austero pupitre no tenía vidrio. En rigor, las únicas ventanas que tenían vidrio eran las del decanato y el aula magna. Si bien el vidrio resultaba sumamente práctico -sobre todo durante el invierno-, constituía un detalle de pésimo gusto comparado con las exquisitas sedas venecianas que guarecían las aberturas. A la sazón, era muy fácil reconocer las casas de los nuevos ricos de Padua: todas ellas tenían las ventanas protegidas con vidrios pintados. Lo cierto es que la pequeña ventana del claustro de Mateo Colón estaba desprovista, también, de un lienzo de seda; toda la protección la constituía un paño ordinario que frenaba el viento a costa de no dejar entrar ni un mínimo haz de luz, y, al contrario, si el anatomista necesitaba iluminarse, debía, también, soportar el viento, el frío y, si además llovía, el agua. El cuarto -al cual se accedía desde la recova que circundaba el patio- estaba dividido por la mitad por una biblioteca que trepaba hasta las penumbrosas alturas del techo. La mitad posterior del claustro era el dormitorio: una cama de madera -desde luego desprovista de capitel-, y junto a ella, una mesa de noche y un candelero. En la mitad anterior, delante de la biblioteca, y contra la pared que mediaba con la recova, estaba el pequeño pupitre. Quien entrara desde la recova vería, entonces, un pupitre flanqueado por una biblioteca en cuyos estantes descansaba una infinidad de fieros y extraños animales disecados que, sin duda, habrían podido disuadir a un ladrón desprevenido de avanzar más allá de la puerta.
Desde que estaba preso en su claustro Mateo Colón pasaba la mayor parte del tiempo mirando a través de las rejas de la ventana. Así estaba, con la mirada perdida en un punto impreciso situado quién sabe dónde, cuando vio que messere Vittorio acababa de entrar por la puerta principal. Con un levísimo gesto, el escultor dio a entender a su amigo que ya había cumplido el peligroso recado. Respiró aliviado; en realidad le preocupaba menos su suerte -que ya estaba decidida-, que la del messere.
El anatomista no esperaba para sí la clemencia obtenida por su maestro, Vesalio, cuando había sido enviado a los tribunales del Santo Oficio. En una oportunidad, Andrés Vesalio le confesó a Mateo Colón un vergonzoso y desgraciado acontecimiento que cerca estuvo de llevarlo a la hoguera: cierta vez solicitó permiso para diseccionar a un joven noble español que había muerto durante la consulta. Cuando hubo obtenido el permiso de los padres del difunto, abrió el pecho y, para su estupor y desesperación, pudo ver que el corazón aún latía. Enterados del suceso, los padres del joven acusaron a Vesalio de asesinato a la vez que le iniciaron proceso ante el Santo Oficio. La Inquisición lo condenó a muerte; sin embargo, poco antes de que empezaran a arder los leños, intervino el propio rey, que decidió conmutarle la pena y, a cambio, dispuso que el anatomista iniciara una peregrinación a Tierra Santa para lavar su crimen.
Mateo Colón sabía que su "crimen" era infinitamente más grave, ya que consistía en haber develado aquello que debía mantenerse por siempre ignorado. De modo que no albergaba ninguna esperanza, ni siquiera retractándose de su descubrimiento, como lo había hecho otro egresado de los claustros de la Universidad de Padua, Galileo Galilei. El descubrimiento de Galileo era demasiado "intangible" en la práctica. En cambio, su "América" estaba al alcance de cualquier simple.
– ¿Qué sería de la humanidad si las fuerzas del demonio se apoderaran de vuestro descubrimiento? -le había dicho el decano cuando, al revelárselo, le impusiera los votos de secreto, sugiriendo, de paso, que su descubridor era, de seguro, uno de los que engrosaban las cada vez más numerosas huestes diabólicas.
– ¿A qué desgracias no se vería sometida la humanidad si el Mal se adueñara de la voluntad del femenino rebaño? -le había dicho el decano, dándole a entender que su propósito no era otro que, en el nombre del "Bien", apoderarse de la voluntad del femenino rebaño.
De manera que Mateo Colón no podía esperar un destino diferente del de la hoguera.
Sin embargo, otro era el motivo de la aflicción que le oprimía la garganta; no era la certeza de la muerte próxima, ni el cautiverio, ni la imposición de silencio. No era el recuerdo de Inés de Torremolinos, ni la incertidumbre por el destino de la carta que acababa de escribirle. Tampoco tenía su fundamento en la ruptura de los votos de silencio ni en la revelación del secreto que había jurado callar. Aquello que lo atormentaba no era, siquiera, la desdicha de no poder hacer público su descubrimiento, sino más bien, que el inocente propósito que lo condujera hasta su hallazgo había fracasado.
El norte que condujera a Mateo Colón hasta su descubrimiento no era ni una premisa teológica -tal como la había presentado-, ni una ambición de saber filosófico -como la había fundamentado-, ni siquiera un afán de revolucionar la anatomía -como, a su pesar, lo había logrado-. No marchaba resuelto hacia la hoguera en nombre de la Verdad, como lo hiciera su colega, Miguel de Servet.
La fuente de su descubrimiento no era otra que un amor fracasado. No anhelaba la comprensión de las leyes generales que gobernaban el oscuro proceder femenino, sino, apenas, un lugar en el corazón de una mujer.
El norte que había conducido a Mateo Colón hasta su "dulce tierra hallada" tenía, ciertamente, un nombre: Mona Sofía.
Mona Sofía nació en la isla de Córcega. No había cumplido aún los dos meses cuando la robaron del lado de su madre una mañana de verano, en la que la mujer llevó consigo a la niña a lavar la ropa a orillas del arroyo que desembocaba en el mar. Ciertamente, la isla de Córcega era, a la sazón, el sitio menos feliz para que una mujer diera a luz a una niña bella. Desde que Marco Antonio primero y más tarde Pompeyo habían desalojado a los piratas de su "República" en Cilicia, después de su larga diáspora por los mares de Europa y Asia Menor, los "cilicianos", con paciente y brutal obstinación, volvieron a fundar su Patria, esta vez en las islas de Córcega y Cerdeña. Cuentan que a causa de su temprana y prometedora belleza, los piratas de Gorgar El Negro embarcaron a la niña a bordo de un bergantín junto con un grupo de esclavos mongoles y la vendieron a un traficante en Grecia. La pequeña pudo sobrevivir al viaje gracias a los cuidados de una joven esclava a quien habían separado de su hijo y que todavía conservaba un poco de leche. Su estancia en Grecia fue muy breve; un comerciante veneciano la compró por unos pocos ducados y nuevamente la volvió a embarcar, esta vez con destino a Venecia: por cierto, ya tenía un comprador en su tierra.
Donna Sidonna pagó por la niña veinte florines con la convicción de que era una excelente compra. Lo primero que hizo Donna Sidonna al ver a la niña, que estaba negra de mugre, fue lavarla con una loción de agua de rosas y una infusión tibia de hierbas aromáticas y, con todo, no fue nada fácil quitarle el hedor a marinero. Le frotó las encías con una mezcla de vino, agua y miel, le rapó la cabeza, cuyos largos mechones estaban duros como alambres, y, finalmente, la posó sobre una manta de pelo de cabra cerca del fuego. Cuando estaba profundamente dormida, le puso alrededor de la muñeca el brazalete de oro y marfil que distinguía a todas las pupilas de la casa. Y viendo que la pequeña estaba muy flaca y evidentemente anémica -en el barco había sido alimentada por el magro pecho de una esclava que apenas podía con su pobre humanidad-, designó a Oliva como su ama de leche. Oliva era una joven esclava egipcia. Tenía una leche buena y nutritiva. Le habían puesto Oliva por nombre porque tenía la piel del color de una aceituna y la estatura de un olivo. Era una mujer delgada que iba precedida por unas mamas majestuosas cuyos pezones tenían el diámetro de un florín de oro. Oliva reunía todas las condiciones de la perfecta nodriza: era morena -sabido era que las mujeres rubias daban una leche amarga y acuosa y que las negras eran buenas para alimentar bestias salvajes pero no niños blancos-. Al cabo de una semana ya se notaban los progresos; la pequeña exhibía unos rollos de lo más saludables y eructaba con la fuerza de un adulto. Sus heces -que eran puntualmente examinadas por la misma Donna Sidonna- se veían sólidas y su color revelaba el perfecto funcionamiento de sus tripas.
Cuando cumplió el primer mes -contando desde su llegada a la casa-, Donna Sidonna la envolvió en un vestido de infinitos encajes, la perfumó con agua de jazmines y mandó a llamar al clérigo para que le diera el primer sacramento, porque -desde luego- una buena puta debía ser cristiana. Como sucediera tantas veces, Donna Sidonna negoció el precio de los servicios con el clérigo y se pusieron de acuerdo en el pago: el cura exigía el favor de una de las pupilas todos los días durante un mes y "per tutti le orifici". Donna Sidonna ofrecía el servicio solamente por el curso de una semana y no incluía otro favor más que la convencional francescana. Finalmente convinieron en que el clérigo tomaría los servicios de una pupila durante quince días y "per tutti le orifici". Aquel día, la pequeña fue bautizada y Donna Sidonna le puso por nombre Ninna.
Ninna convivía con ocho niñas de su misma condición, pero desde muy temprano empezó a diferenciarse del resto de las niñas de la casa; ninguna lloraba con más fuerza ni comía con tal apetito -tanto, que los pezones de Oliva quedaban amoratados después de cada comida-. Y, a diferencia de las demás, Ninna se resistía obstinadamente a la faja con que Donna Sidonna la envolvía todas las noches para evitar monstruosas deformaciones. Tales eran los gritos con que la niña mostraba su disconformidad que, por puro contagio, las demás le oficiaban de coro, igual que las lloronas contratadas en los velorios no dejaban de imitar el llanto de la viuda. Este fue el primer e inocente signo de peligrosa rebeldía. Una buena puta, igual que una buena esposa, debía ser sumisa, obediente y agradecida.
Conforme la niña iba creciendo en edad, estatura y belleza, en la misma proporción se desarrollaba en su espíritu un carácter volcánico; sus ojos verdes y rasgados se poblaron de unas pestañas negras, largas y arqueadas pero también de una malicia inteligente, sarcástica que inspiraba la misma fascinación, el mismo miedo que infunde en sus víctimas la mirada de la serpiente. En las almas supersticiosas despertaba terrores y negros augurios. En los espíritus religiosos, satánicos temores, porque, se sabía, la inteligencia en una mujer bella era un índice indudable de la influencia del demonio.
Poco antes de cumplir el primer año, Ninna empezó a balbucear las primeras palabras que, asombrosamente, no fueron las mismas que, a media lengua, pronunciaban las demás. Así, cuando las pequeñas pupilas empezaban a llamar a sus nodrizas por el nombre y, en señal de temprana gratitud, se referían a Donna Sidonna como mamma, Ninna ignoraba sistemáticamente la presencia de su benefactora y ni siquiera se dignaba mirarla. De nada servían los esfuerzos de la niñeras, que la alzaban en brazos frente a su mamma, instándola a que le prodigara, aunque más no fuera, una sonrisa. Nada de eso; todo lo que conseguían era que la niña soltara un saludable eructo en las narices de su protectora. Donna Sidonna se consolaba pensando que Ninna era muy pequeña aún para comprender que aquel era el mejor destino al que podía aspirar una mujer. Las niñas todavía no podían darse cuenta de la fortuna que estaba invirtiendo en cada una de ellas; al fin y al cabo, Donna Sidonna no hacía más que desembarazar a sus padres del infortunio que significaba traer al mundo una mujer. Si bien era cierto que los padres de la pequeña Ninna debieron haber sufrido por el robo de su hija, más valía que padecieran todo de una sola vez y no por el resto de sus vidas. De hecho, los progenitores deberían estarle agradecidos. ¿Quién, en su sano juicio, podría estar feliz de tener una hija? No más que gastos durante la soltería y, si tuviesen la dicha de conseguirle un marido, todavía quedaría el desembolso de la dote. Si todos siguieran su criterio -pensaba Donna Sidonna-, los usureros del Banco de Dotes no podrían lucrar con los pobres y desesperados padres de las mujeres casaderas. Y así le agradecía la pequeña: con arteros aires regurgitados e, inclusive, con sonoros desaires de aquellos que salen por vía contraria.
Una mañana, cuando Donna Sidonna fue a vigilar el sueño de su ingrata filia, se encontró con que la pequeña estaba de pie sobre su cuna y no dejaba de mirarla fijamente; para su estupor, Ninna la recibió con un saludo:
– Puttana… -le dijo con una pronunciación perfecta, y agregó-, dame diez ducados.
Aquellas cuatro fueron las primeras palabras de Ninna. Donna Sidonna se persignó. De haber podido, habría salido corriendo de la habitación. Pero era tal el miedo, que sólo atinó a pegar un alarido. Donna Sidonna decidió que aquellas cuatro palabras eran una señal indubitable de que la pequeña estaba poseída por el demonio. De modo que se resolvió por el camino más expeditivo.
Antes de que le brotaran los pezones, antes de que cobraran la dureza de una almendra y el diámetro y la tersura de un pétalo, Ninna fue revendida a un traficante por diez ducados, la mitad de lo que había pagado su benefactora. Una mañana de verano fue subastada en la plaza pública junto con un grupo de esclavos moros y jóvenes putas, fue ofrecida al peso y vendida finalmente a madonna Creta, un alma filantrópica que, entre otras cosas, era dueña de un burdel en Venecia.
Ninna -cuyo nombre estaba grabado en el brazalete- fue rebautizada con el más elegante Ninna Sofía. Era la pupila más joven del burdel. Su nueva mamma era ahora madonna Creta, una próspera y ya retirada cortesana. De madonna Creta no podía esperarse la dulzura ni la dedicación que le prodigaba su antigua benefactora. Y mucho menos podía esperarse paciencia. La primera vez que alzó a la niña en sus brazos, la examinó como si se tratara de una planta de lechuga. Se felicitó por su nueva compra y se dijo que en unos pocos años -dos o tres- su pequeña inversión podía empezar a dar frutos. Tres cosas sobraban en Venecia: nobles, curas y pederastas y, desde luego, todas las combinaciones posibles de esos tres elementos. Sí, era un buen negocio, se dijo. Ya se figuraba la cara de messere Girolamo di Benedetto, viendo aquellas jóvenes y todavía inmaculadas carnes; qué no pagaría por acariciar con sus dedos decrépitos aquella vulva arrepollada; qué no daría por frotar su mustia verga sobre los rollizos muslos de su joven pupila. Madonna Creta ya podía contar los ducados de oro por anticipado. Pero no iba a resultarle tan fácil.
Ninna Sofía examinó la nueva alcoba que debía compartir con cinco pupilas ya adultas. Aquello era peor que un establo y, de hecho, olía a pesebre. Era un cubo sin una sola ventana. Al pie de cada una de las paredes había unas camas de madera que, a guisa de colchones, tenían unos fardos de paja en cuyos bordes estaban sentadas sus nuevas compañeras. Eran todas esclavas que habían sido compradas por unos pocos ducados. Una de ellas no presentaba un solo diente, otra ofrecía el aspecto que da la sífilis cuando se encuentra en muy avanzado estado, y las otras dos permanecían con la mirada perdida en sendos puntos imprecisos que parecían situados del otro lado de las paredes del cuarto. Todas tenían una mirada de resignada derrota, de aquella tristeza que se perpetúa hasta el último día, que, por cierto, nunca estaba muy lejano. El escaso aire que se respiraba allí adentro era caliente y sofocante. Ninna Sofía declaró su disconformidad con un alarido sucedido por un llanto estridente. Cuando se abrió la puerta, Ninna, que esperaba la diligente llegada de su nodriza Oliva, sólo tuvo tiempo de ver la creciente figura de madonna Cretta que se acercaba hacia ella. Después de las primeras tres cachetadas que le cruzaron las mejillas, comprendió que si dejaba de llorar, quizá también cesaran los golpes. Y así fue. De hecho, la pequeña Ninna se prometió no volver a llorar nunca más en su vida. Y así lo hizo.
Su espíritu se tornó cada vez más ingobernable, más áspero y peligroso. Ninna Sofía era una flor venenosa.
De nada servían los castigos que, amorosamente y en su provecho, desde luego, le prodigaba madonna Creta. De nada servían los latigazos ejemplares que le cruzaban la espalda, ni las penitencias nocturnas de rodillas sobre el maíz, ni las promesas de círculos infernales. Ninna Sofía miraba a su tutora a través de sus ojos verdes repletos de largas y arqueadas pestañas y repletos, cada vez más, de una malicia y de una inteligencia infinitas; a través de aquellos ojos de lágrimas ausentes, con una sonrisa giocondesca, la miraba y le susurraba:
– ¿Ya terminaste, madonna Creta?
Madonna Creta determinó que si la pequeña era lo suficientemente adulta para hacer oídos sordos a sus lecciones, también debería serlo para ganarse la comida. De modo que antes de lo que tenía previsto, fue a casa de messere Girolamo di Benedetto para hacerle saber de su nueva pupila.
Messere Girolamo era uno de los más prósperos fabricantes de seda de Venecia y había sido prior del gremio hasta el año anterior. Como ya era un hombre viejo, había decidido retirarse de la vida pública y dedicarse por completo al ocio y, de ese modo, empezar a disfrutar de los pocos años que le quedaban.
En rigor, nunca se había dedicado a otra cosa diferente de la holgazanería, sólo que ahora, en lugar de jugar a la baraja con sus colegas en su despacho del gremio, lo hacía en su más acogedor palacio. Messere Girolamo di Benedetto tenía dos debilidades: el juego y los niños. Desde luego, jamás hubiera tolerado que lo llamaran pederasta. Al fin y al cabo, ¿qué podía tener de malo amar a los niños y ayudarlos un poco económicamente, sobre todo si los padres de la criatura en cuestión eran pobres?
El precio que exigía madonna Creta le pareció demasiado alto, pero no puso ninguna objeción; lo que le sobraba era dinero y ni aunque se lo propusiera podía gastárselo todo en los años de vida que le quedaban. Y si bien era cierto que aún conservaba la costumbre de regatear, en cuestiones tan delicadas prefería no reparar en gastos. Solamente pidió a madonna Creta una detallada descripción de la niña. Messere Girolamo di Benedetto escuchaba con la mirada perdida y parecía estar disfrutando por anticipado. De haber sabido lo que la pequeña Ninna iba a depararle, messere habría preferido morir aquel mismo día.
Tal como conviniera con madonna Creta, messere Girolamo llegó al burdel a la hora de la cita. Lo hizo con la anticipación justa para tomarse el tiempo que demanda entrar al burdel sin ser visto por nadie. Había esperado que pasaran unos viandantes, y tuvo que demorarse en la puerta de una tienda hasta que dos mujeres terminaran de una vez el coloquio que habían entablado a pocos pasos de la entrada del burdel. Cuando las dos mujeres se despidieron, esperó a que se alejaran lo suficiente, se acomodó el sombrero de tal modo que el ala le cubriera la cara y, finalmente, con paso ligero, llegó hasta el pequeño atrio de la casa.
Con un gesto involuntariamente despectivo, messere Girolamo di Benedetto rechazó la copa de vino que le había ofrecido madonna Creta. Quería empezar el trámite cuanto antes. Su decrépito corazón latía ahora con una súbita fuerza juvenil. Oportunidades así no se presentaban todos los días. Su amor por los niños le había acarreado más de un dolor de cabeza; en dos ocasiones lo acusaron públicamente de abuso de infantes y, pese a que, felizmente, pudo disuadir a los denunciantes de avanzar hasta los tribunales mediante suculentas "atenciones", mucho se decía en Venecia acerca de los gustos de messere Girolamo. En cambio, madonna Creta era una garantía de silencio. Su negocio era, precisamente, la discreción. Por ese mismo motivo, casi no sintió ninguna pena cuando terminó de pagarle los veinte ducados que habían convenido.
Madonna Creta lo condujo hasta la alcoba que había preparado para la ocasión. De pie junto al vano de la puerta, la anfítriona invitó a messere Girolamo di Benedetto a pasar y, antes de dejarlo a solas con la pequeña, le dijo amablemente:
– Disfrutad, pero cuidaos de lastimarla.
Cuando messere Girolamo di Benedetto vio a la pequeña Ninna, sus ojos se iluminaron. Era un verdadero sueño verla recostada sobre el vientre y completamente desnuda. Lo primero que hizo messere fue darle unas suaves palmaditas en las nalgas y pasarle sus dedos decrépitos y sarmentosos por sus muslos rollizos. Dejó caer un hilo de saliva espeso por la pequeña espalda y lo esparció con la palma de su mano. Ninna no mostraba ninguna resistencia y hasta le sonrió tiernamente cuando el anciano, completamente extasiado, la sentó sobre su falda. Hacía muchos años que a messere Girolamo di Benedetto no se le erguía la verga, y, ni bien notó aquel añorado acontecimiento, se dijo que la pequeña Ninna era un verdadero milagro. Cierto que no fue una de aquellas erecciones de las que podía exhibir orgulloso durante la juventud, pero, desde luego, esto era mejor que nada. Tomó a la pequeña por debajo de las axilas, la levantó en vilo y posó las diminutas nalgas de Ninna sobre su verga, que formaba un modesto promontorio en el lucco de lana que aún llevaba puesto. Hacía mucho tiempo que no se excitaba tanto. Ninna, cuando descubrió la protuberancia sobre la cual estaba sentada, se refregó como lo haría un gato, cosa que enardeció todavía más al anciano que, impaciente, se levantó el lucco por encima del vientre y, tomando su verga entre las manos, la exhibió frente a los ojos de la niña. Ninna examinó aquella cosa morada que el viejo esgrimía e inmediatamente estiró su mano hacia ella. Tan pequeña era la mano de Ninna que ni siquiera pudo abarcar la mitad del diámetro del glande.
– ¿No vas a darle un beso a mi amigo? -le dijo el anciano a Ninna que, al parecer, encontró divertida la forma en que "su" cliente había nombrado aquella cosa, ya que la vio esbozar una sonrisa que al viejo le pareció francamente lasciva. Esa era la palabra: "lascivia"; nunca antes había visto semejante disposición lujuriosa en una niña. Y, en rigor, si un intruso hubiese estado presenciando la escena, sin duda habría pensado que la pequeña Ninna estaba practicando la "corrupción de ancianos". Tal como se lo pidiera messere Girolamo di Benedetto, Ninna acercó su boca al miembro de su cliente -que estaba, ahora sí, duro y completamente erecto, más de lo que jamás había estado, inclusive más de lo que podía estarlo en los días de juventud- y lo besó con los labios, tal como su nodriza Oliva le había enseñado a besar las mejillas de Donna Sidonna, acto al que, por otra parte, siempre se había negado. Tal como lo hiciera una mujer adulta, Ninna cerró los ojos y pasó sus labios alrededor del glande. El viejo tenía los ojos en blanco y temblaba como una hoja. Como si en vez de haberse criado con leche de pecho, se hubiera alimentado siempre con leche de verga -nadie le había enseñado el arte de la fellatio-, Ninna abrió la boca cuanto le permitieron las comisuras de los labios y se engulló el glande entero. El viejo no podía creer lo que veía.
– Pequeña puta -susurraba-, pequeña hija de siete castas de putas.
Y cuanto más hablaba, la pequeña lo miraba a los ojos a través de los suyos, verdes y repletos de largas pestañas, y tanto más adentro de la boca se lo metía. Entonces Ninna pudo sentir una convulsión en el tronco de aquello que se estaba engullendo. En ese preciso momento, mordió con toda la fuerza de su mandíbula, hundió los dientes hasta las encías y se dejó caer con fuerza desde la cama hasta el suelo. Ninna quedó unos instantes suspendida en el aire, colgada por la boca de la verga del anciano, hasta que, finalmente cayó al piso. Messere Girolamo di Benedetto no comprendio, hasta que vio la cascada de sangre que manaba del tronco de la verga. Sólo entonces vio, como si se tratara de una alucinación, que el glande ya no estaba ahí. La pequeña miró al viejo con una sonrisa angelical mientras masticaba el trozo de carne, y sus ojos describieron una parábola mientras lo veía caer de espaldas al suelo. Las piernas -tiesas como la cuerda de un laúd- formaron una V por encima de la cama, cosa que a Ninna le resultó sumamente graciosa.
Cuando hubo pasado el tiempo establecido, madonna Creta entornó la hoja de la puerta y, todavía del otro lado, mumuró:
– El tiempo se acabó, messere; espero que no hayáis lastimado a la pequeña.
Madonna Creta tropezó con el cadáver de su cliente y antes de que pudiera sostenerse de alguna cosa, resbaló con la sangre que cubría el piso de la alcoba y cayó junto al muerto. Ninna, sentada en un ángulo del cuarto, todavía masticaba su bocado y se la veía feliz con su temprano trabajo. Sonrió a madonna Creta como si así le dijera: "¿Estás conforme, es así como debo ganarme la comida?".
Aquel mismo día, Ninna Sofía fue a dar con la horma de su zapato.
Presa del pánico, madonna Creta envolvió en un lienzo el cadáver de messere Girolamo di Benedetto, cargó a la niña debajo de su axila y se embarcó a bordo de una pequeña góndola. Luego de pagar en sonante el silencio del absorto gondoliere, en el sitio menos transitado del Canale Grande arrojó por la borda al difunto castrato y a la niña.
Como si su destino hubiese estado escrito, el exhausto cuerpecito de Ninna Sofía fue dar a la Riviera di San Benedetto, exactamente a las orillas del muelle que conducía a las escalinatas del atrio de la Scuola que, treinta años antes, había fundado Mássimo Troglio.
Mássimo Troglio era el fattore dei putanne más prestigioso de toda Europa. Cierto es que compraba, vendía y también robaba como cualquier traficante. Pero ese era solamente el principio de una larga y laboriosa tarea, el primer eslabón de un costosísimo y proporcionalmente rentable oficio. Mássimo Troglio era, eminentemente, un pedagogo, mezcla del más ruin pederasta y del más sublime maestro.
Il Fattore -como algunos lo llamaban- era el fundador de la más prestigiosa Scuola di Puttane; padre, por así decirlo, de la raza de putas más sublimes de Venecia, de la misma Lena Grifa y de todas las putas que adornaron la corte de los Médici, de las putas que cautivaron el corazón de monarcas y arzobispos. De todas las putas a cuyo honor se levantaron los palacios más fastuosos de Venecia.
Ni una emperatriz recibía la educación de la menos ilustrada de las putas de Mássimo Troglio. Las más jóvenes, como la pequeña Ninna Sofía, eran objeto de los cuidados más delicados. Las madonnas -las putas más viejas- tenían a su cargo la tutoría de las de más tierna edad. Ellas se encargaban de bañarlas con leche de loba, pues el agua estaba prohibida desde las grandes pestes y, según enseñaba Mássimo Troglio, la leche de loba apuraba el crecimiento y evitaba la decrepitud; les frotaban la piel con saliva de yegua para impedir que las carnes crecieran blandas y, un día a la semana, las hacían dormir en el establo junto con los cerdos para que aprendieran a soportar los hedores más repugnantes y las compañías más ingratas.
Mássimo Troglio fue autor de Scuola di Puttane 1, una sucesión de 715 aforismos divididos en siete libros -inspirado, sin duda en los Aforismos de Hipócrates 2-. Entre otras cosas, sostenía que las mejores y más leales putas eran aquellas niñas nacidas de:
1. carpintero y ordeñadora; 2. cazador y mujer mongólica, preferentemente china; 3. marino y bordadora.
Afirmaba, además, que "una mujer puede concebir un hijo de hasta siete hombres, cuyos jugos seminales se unen en el útero y se combinan unos con otros según la fuerza seminal de cada uno de los padres".
"El de Hacedor de Putas es el arte más sublime; más que el del perfumista, más que el del mismo alquimista; como éstos, unimos las esencias más nobles con las más viles, las más antagónicas y las más simpáticas."
Mássimo Troglio se mostraba particularmente interesado en la pequeña que el cielo le había regalado. Para que no quedara ninguna duda de que ella era una de sus pupilas, le quitó el brazalete y le hizo hacer otro -de oro con rubíes-, donde constaba su nuevo y definitivo nombre: Mona Sofía. Pocas veces había visto una niña de semejante carácter, tanta y tan temprana inteligencia y, sobre todo, dotada de aquella singular y extraordinaria belleza. Mona Sofía era la síntesis de todas las putas metida en un cuerpo de niña, una suerte de extracto de puta en estado puro. Sin embargo, Mona Sofía no estaba exenta de los dos grandes y, por cierto, misteriosos problemas con los que debe lidiar un maestro de putas: el amor y el placer. Jamás había visto Mássimo Troglio un odio tan inconmensurable como el que le prodigaba la pequeña, no porque le preocupara ser objeto de ese sentimiento, sino porque, según le enseñaba la experiencia -y así lo testimoniaba el aforismo IX-, "cuanto más proclive a odiar es una mujer, tanto más proclive es a amar". La segunda preocupación no era, intrínsecamente, la ausencia de cualquier manifestación de dolor, sino la sospecha de que tras la máscara de la insensibilidad, cuanto más intenso era el dolor para Mona Sofía, tanto más intenso era el placer que le provocaba. Y, en fin, los primeros ciclos de formación de una puta no tenían otro objeto mediato que la interdicción del amor y del placer. La inversión era demasiado grande y paciente como para que -como había ocurrido más de una vez-, un buen día, la ingrata se marchara enamorada detrás de algún hombre. Entre otros aforismos, Mássimo Troglio escribió:
* Corromper es más difícil que educar.
* Es más fácil reemplazar un sistema moral por otro que despojar a alguien de su moral.
* La educación en la moral favorece la formación de putas.
* Igual que el filósofo, el maestro de putas debe ser vehículo de la moral.
* Es más conveniente al monarca la existencia de las putas por dinero que la existencia de las putas por placer.
Mássimo Troglio fundamentaba toda su teoría en los cánones helénicos. Los apotegmas que guiaban su pluma y, consecuentemente, su práctica, eran -cuando no-, los de la Metafísica de Aristóteles. Aristotélica era su concepción de la mujer y del hombre y aristotélico, desde luego, era su juicio acerca de la procreación; abrevaba también de la fuente aristotélica para explicar de qué modo "el hombre ha de servirse, por causa natural, del provecho de la mujer". En su capítulo "De la monstruosa condición femenina", decía: "Como ha enseñado el Maestro Aristóteles, el esperma del hombre es la esencia, la potencialidad esencial que transmite la virtualidad formal del futuro ser. El hombre lleva en su semen el hálito, la forma, la identidad, es decir, la kinesis que hace de la cosa materia viva. El hombre, en fin, es quien da el alma a la cosa. El semen tiene el movimiento que le imprime su progenitor, es la ejecución de una idea que corresponde a la forma del propio genitor, sin que esto implique la transmisión de materia por parte del hombre. En condiciones ideales, el futuro ser tenderá a la identidad completa del padre. La mujer proporciona el sustento material en su sangre, la corporeidad, la carne que envejece, corrompe y muere. La esencia del alma es siempre masculina. Como ha enseñado el Maestro, la procreación de niñas es, en todos los casos, producto de la debilidad del progenitor a causa de enfermedad, vejez o precocidad.
"La mujer suministra siempre la materia y el hombre el principio creador: para nosotros, es ésta, en efecto, la función propia de cada uno de ellos, y esto es ser hembra y ser macho. Es necesario, también, que la hembra aporte un cuerpo, una determinada cantidad de materia, mientras que esto no es necesario para el macho: no es necesario que los instrumentos existan en los productos que se fabrican, ni que en ellos exista el agente que los hace".
La de Mássimo Troglio no es solamente una noción acerca de la concepción, sino, además -y siempre bajo la tutoría intelectual de Aristóteles-, de la misma genealogía del ser viviente: "él semen es un organon que posee movimiento en acto". 1 "El semen no es una parte del feto en formación, así como ninguna partícula de substancia pasa del carpintero al objeto que elabora para unirse a la madera, así, ninguna partícula de semen puede intervenir en la composición del embrión." Y ejemplifica: "La música no es el instrumento, ni el instrumento es la música. Y sin embargo, la música es idéntica a la idea previa del autor".
Se deduce cuál es el nudo de la teoría de Mássimo Troglio: la propiedad, la patria potestad, el derecho a la posesión de la descendencia por parte del autor, esto es, el padre. Así como está claro que el propósito de Aristóteles no era sino la reafirmación del Derecho griego.
La mujer, es la teoría, quedaba como un simple resto, cuya esencia era aquella sangre que rebasa una vez al mes: una masa de líquido crudo, impuro, no elaborado, inerte y amorfo, pero, desde luego, tocado por el hálito, la kinesis, de su débil progenitor.
De modo que esta última revelación aristotélica es la que le proporciona el método, el modo de producción y apropiación de mujeres.
Mona Sofía era la más bella y la más tempranamente desarrollada de las discípulas de Mássimo Troglio. Mostraba, además, una prematura disposición al oficio. Tenía una sensualidad infrecuente para una niña de su edad. Cuando Mona cumplió los seis años, Mássimo Troglio determinó que la pequeña ya podía comenzar la segunda etapa de su formación.
En la Scuola di Puttane las pupilas recibían desde muy jóvenes educación religiosa, les enseñaban mitología antigua y aprendían, desde luego, a leer y escribir, no sólo en italiano, sino hasta en griego y latín. La Scuola era, eminentemente, una institución renacentista, tan prestigiosa como cualquiera de las numerosas escuelas de pintura de Italia. De hecho, la Scuola recibía un subsidio del Ayuntamiento y cada una de las pupilas tenía el rango de funcionaría pública.
A Mona le fascinaba oír las historias que le contaba Filipa, su institutriz. Cada vez que escuchaba cómo la ballena se tragaba entero a Jonás, abría los ojos desmesuradamente y conminaba a Filipa a omitir las partes superfluas del relato y que le dijera de una vez cuál había sido de la suerte del héroe.
Todo iba muy bien hasta que Filipa empezaba a hacerle imputaciones. Mona negaba rotundamente haber tenido alguna participación en la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo y le resultaba intolerable la acusación de que El había muerto por causa de ella. Después de todo, ¿quién era ella?, ¿qué importancia podía tener su insignificante existencia en la suerte de, nada menos, el Salvador?
Igualmente, se declaró exenta de toda culpa y complicidad en los pecados de Eva, a quien, por otra parte, dijo no haber visto nunca. Sin embargo, a regañadientes, terminaba por asentir agachando la cabeza sin demasiada convicción, porque era capaz de tolerar cualquier cosa menos los agudísimos gritos de Filipa, que le destrozaban los tímpanos.
Mássimo Troglio -en su virtud, o quizás a su pesar- hizo de Mona Sofía su obra más sublime. Diez años de educación y cuidados habían dado su fruto: era la mujer más bella de Venecia. El Hacedor supo ser paciente; cuando su pupila cumplió los trece años le anunció que había llegado la hora de la iniciación. Mona fue presentada en sociedad en la festa di graduazione que, todos los años, Mássimo Troglio daba en su palacio. Se trataba de una emotiva ceremonia en la cual cada graduada recibía el nombramiento de funcionaría pública de manos de algún notable del Estado de la República. Cuando Mona Sofía fue anunciada, sobrevino un silencio hecho de veneración y estupor. La Venus de Médici era una rústica campesina comparada con aquella mujer que acababa de trasponer la puerta del salón.
Desde todos los puntos de Europa llegaban nobles señores hasta la Scuola y pagaban verdaderas fortunas. En menos de seis meses, Mássimo Troglio había recuperado hasta el último ducado invertido en su pupila. En el curso del primer año, el Hacedor quintuplicó el total de su inversión. El cuerpo de Mona Sofía había incrementado el patrimonio de Mássimo Troglio en… ¡dos mil ducados!
Fue durante el segundo año desde el día de su graduación, cuando Mona Sofía se presentó a la lujosa scriptoria de Mássimo Troglio. El Hacedor estaba llevando la contabilidad de la Scuola, doblado sobre un grueso cuaderno de lomo dorado.
– Vengo a anunciaros mi libertad -sentenció Mona Sofía, sin que mediara, siquiera, un saludo.
Mássimo Troglio levantó la vista de los asuntos que lo ocupaban. Escuchó claramente la frase pero no comprendió, como si su interlocutora acabara de hablarle en un idioma desconocido.
– Aquí os dejo el documento que me independiza de vuestro patronazgo -dijo, a la vez que le extendía un pergamino escrito en tinta roja-, no es necesario que os molestéis en levantaros, sólo debéis poner aquí vuestra firma -agregó, dejando el pergamino sobre el pupitre de su protector.
Mássimo Troglio rió con una carcajada franca. En su larga vida nadie le había hecho un pedido -si así pudiera llamarse a la exigencia de su pupila- de semejante descaro. Había sufrido, sí, por la huida de más de una ingrata. Había tenido que emplear castigos ejemplares con alguna prófuga recapturada -la ablación de un dedo del pie era un correctivo usual-; pero que una pupila irrumpiera en su propio despacho con semejantes pretensiones era, lisa y llanamente, descabellado.
– Te recuerdo que la Scuola tiene sus estatutos y sus normas -empezó a decir Mássimo Troglio con una sonrisa cálida y paternal-, de modo que…
Antes de que su maestro pudiera terminar la frase, Mona Sofía extrajo un cuchillo de puño de oro y posó su aguda punta sobre su propio pecho. Con absoluta parsimonia, dijo:
– Mi cuerpo os ha pagado sobradamente la educación que me prodigasteis y, si os complace escucharlo, os agradezco y ofrezco toda mi veneración y mi respeto. Pero ahora os exijo que me otorguéis lo que me corresponde: mi cuerpo.
Mássimo Troglio empalideció e, inmediata-mente, se puso rojo de cólera. Intentando mantener la calma, habló:
– De nada me servirías muerta. Puedo, si así lo quieres, firmar lo que me exiges, pero, ¿Qué te hace pensar que no habré de recapturarte con el derecho que me otorga la ley? Y sabes cuáles son mis correctivos.
Mona Sofía sonrió.
– No os atreveríais a mutilar un ápice de mi cuerpo. Yo soy vuestra creación. Pero no creáis que soy una ingrata, si leéis el pergamino, veréis que me acuerdo bien de vos; os daré la décima parte de todo el dinero que haga con mi cuerpo, hasta el día en que alguno de los dos muera. La opción es el diezmo que os ofrezco o nada -dijo, a la vez que hundió un poco el cuchillo sobre su propio pecho, haciendo que rodara una gota de sangre hasta su vientre.
Mássimo Troglio sumergió la pluma en el tintero y firmó el pergamino. Mona Sofía se arrodilló a sus pies y besó las manos de su maestro, antes de abandonar para siempre la Scuola.
Solo en su scriptoria, Mássimo Troglio lloró desconsolado. Lloraba como un niño.
Lloraba como un padre.
Fue durante su breve estadía en Venecia, en el otoño de 1557, cuando el anatomista conoció a Mona Sofía. Fue en el palacio de cierto duque, en ocasión de la fiesta que el propio anfitrión se prodigó con motivo del día de su santo. Mona Sofía ya era una mujer adulta y experimentada. Tenía quince años.
A consecuencia, quizá, de la declaración de Leonardo de Vinci acerca de que no comprendía por qué los hombres se avergonzaban de su virilidad y "ocultaban su sexo cuando debieran adornarlo con toda solemnidad, como a un ministro", acaso por esta razón, aquel año había cundido entre los varones la moda de exhibir y adornarse con pompa los genitales. Casi todos los invitados, excepto los más ancianos, lucían unas calzas de tonos claros que ostentaban las partes de sus propietarios mediante el uso de cintas que se ajustaban a la cintura y las ingles, de modo que resaltaran sus virilidades. Aquellos que tenían más grandes motivos para estarle agradecidos al Creador aceptaron aquella moda de muy buen grado. Los que no, adoptaban diversos métodos para adaptarse a los tiempos sin tener de qué avergonzarse. En la Bottega dil Moro se vendían unos apliques que se colocaban debajo de las calzas y que servían, precisamente, para prestar gracia a los hombres más o menos desgraciados. Entre los múltiples adornos -que iban desde unos ornamentos de piedrecillas que enmarcaban al "ministro", hasta unos atavíos de perlas muy vistosas-, se usaba una cinta que llevaba atadas cuatro o cinco campanitas que delataban los ánimos de "su señoría". Así, las damas podían enterarse de la aceptación que suscitaban entre los caballeros, según tintinearan los cascabeles.
Era aquella una fiesta como todas: primero se bailó la danza del beso que no tenía más reglas ni normas que las de moverse como a cada cual le complaciera, con la única condición de que al constituirse y disolverse las parejas, lo hicieran con un beso.
Mateo Colón permanecía ajeno a los pasos de baile y, aunque aún no era un hombre viejo, vestía el lucco tradicional, lo cual, entre tanta exhibición de nalga masculina, le confería un aire de importancia. Y por cierto se vio premiado con más miradas femeninas que aquellos que ostentaban sus majestuosos campanarios, auténticos o de utilería.
No había promediado la fiesta, cuando se hizo presente Mona Sofía. No hizo falta que fuera anunciada. Sus dos esclavos moros la descendieron del palanquín junto al vano de la puerta del salón. Si hasta entonces tres o cuatro mujeres eran las que concitaban la atención, la más hermosa de ellas no pudo evitar sentirse contrahecha, renga o gibosa en comparación con la recién llegada. Mona Sofía tenía una estatura augusta. Llevaba un vestido cuya falda se abría hasta el comienzo de los muslos. La seda transparentaba perfectamente todo su cuerpo. Los senos se agitaban a cada paso al borde del escote que dejaba ver la mitad del diámetro de los pezones. Desde la frente pendía una esmeralda cuyo objeto no era otro que el de deslucirse comparada con el resplandor de sus ojos verdes.
Mona Sofía fue recibida por un verdadero carillón, por un centenar de viriles campanadas.
Mateo Colón permanecía en un rincón solitario del salón. Tampoco el anatomista había podido sustraerse a la belleza de la recién llegada. De hecho, tuvo el atrevimiento de dejar hablando sola a una dama hipocondríaca que no acababa jamás de enumerar sus males y de la cual no sabía cómo desembarazarse.
Mona Sofía fue recibida por el anfitrión, quien, inmediatamente, la sumó al baile del beso. Según indicaba la regla, el caballero debía invitar a la dama con un beso y, luego de trazar unas breves figuras, la dama debía reemplazar su pareja por otra y así sucesivamente. Desde luego que era un baile propicio para la seducción; las reglas eran las siguientes: si una dama no estaba interesada en ningún caballero, entonces la salida de compromiso consistía en invitar a bailar a un hombre casado. Si en cambio la dama escogía un hombre soltero, quedaban claras las intenciones. Por otra parte, existían normas en torno del beso; si la dama rozaba apenas la mejilla del caballero, no tenía otro propósito que el de bailar y divertirse un rato; en cambio, un beso afectuoso y sonoro indicaba intenciones más o menos formales, por ejemplo, de matrimonio. Pero si el beso rozaba los labios del caballero, quedaban claros los propósitos lascivos de la dama: era un invitación lisa y llana al sexo.
Mona Sofía bailaba una danza que se diría oriental: con ambas manos se tomaba de la cintura a la vez que meneaba las caderas. Todo el mundo esperaba con curiosa ansiedad el momento en que debía elegir una nueva pareja; motivo por el cual todos los jóvenes se disputaban la primera fila, exhibiendo, sin ahorrarse ninguna obscenidad, sus voluminosos ánimos ornamentados. Sin embargo, Mona Sofía había conocido en otras circunstancias a más de uno de esos caballeros sin otros adornos que aquellos con los que habían venido al mundo y que ahora mostraban unas inexplicables virilidades. Miraba a cada uno de quienes esperaban ser los elegidos, se dirigía a alguno de ellos y entonces, cuando parecía estar decidida, giraba sobre sus talones y emprendía en dirección a otro hombre, a quien, también, habría de desairar. Sin dejar de moverse al compás de los laúdes, Mona Sofía se abrió paso entre un grupo de eufóricos galanes hasta trasponer el círculo y, entonces, Mateo Colón pudo ver cómo los senos de Mona, que temblaban al borde del escote, lo señalaban con sus pezones. Mona Sofía caminaba decidida hacia el anatomista. En otras circunstancias, Mateo Colón se hubiera sentido avergonzado; sin embargo, ahora, mientras veía avanzar a aquella mujer que lo miraba como nunca antes se había sentido mirado, no pudo sustraerse a la impresión de que nadie más que ella había en el salón. Sin embargo, podía escuchar el alboroto de los demás y la música de los laúdes; podía, inclusive, ver la multitud de invitados. Sentía, exactamente, lo que un ratón frente a una serpiente. No podía, ni aunque quisiera, mirar otra cosa que no fueran aquellos ojos verdes que hacían empalidecer la esmeralda que llevaba entre las cejas. Mona Sofía aproximó sus labios a los del anatomista -pudo sentir su aliento a menta y agua de rosas- y entonces, como una brisa caliente, efímera, pudo sentir en la comisura de sus labios la breve caricia de la lengua de Mona Sofía. Bailó, sí; no perdió la compostura, no; fue galante. Pudo, incluso, disimular que, desde aquella vez y hasta el día de su muerte, no podría prescindir de aquel aliento de menta y agua de rosas, de aquella brisa caliente y efímera, del cobijo de aquellos ojos verdes. Bailó. Nadie hubiera dicho que, como la víctima de una serpiente cuyo veneno va invadiendo, implacable, la sangre, aquel hombre adusto que bailaba acababa de enfermar definitivamente. Bailó.
Por siempre, hasta el día de su muerte, habría de recordar que bailó bajo el encanto de aquellos ojos maliciosos; hasta el último día, como se conmemora la fecha de un mártir, habría de recordar que anduvieron huyendo por pasillos, jardines y galerías y que, en una alcoba recóndita del palacio, con el lejano susurro de los laúdes, pudo besar sus pezones rosados, duros como perlas pero más tersos que el pétalo de una flor. Hasta el día de su muerte habría de recordar, como una efemérides negra y sin embargo tan dulce, su voz de leño ardiendo, el aquelarre de su lengua cuya materia era la misma que la del fuego del infierno. Hasta el último día habría de recordar que, como aquel que ha cumplido promesa de ayuno y renuncia al manjar permitido para postergar el ansia de comer, así rehusó su cuerpo y en cambio, acomodándose el lucco, le dijo:
– Quiero retrataros.
Y, como el náufrago que confunde las nubes del horizonte con la tierra firme, creyó ver amor en aquellos ojos verdes repletos de pestañas arqueadas. Y no eran más que nubes.
– Quiero retrataros -repitió con el ánimo turbado por la emoción.
Y creyó ver emoción en los ojos de la serpiente. Mona Sofía lo besó con una ternura infinita.
– Podéis venir a verme cuando queráis -dijo y en un susurro agregó:
– Venid mañana mismo.
El anatomista la vio arreglarse el vestido, vio cómo por última vez le ofrecía sus pezones duros para que los besara y la vio girar sobre sus talones en dirección a la puerta. Entonces oyó cómo le decía, antes de perderse al otro lado:
– Venid mañana, os estaré esperando. Y no eran más que nubes.
El día siguiente, a las cinco en punto de la tarde, Mateo Colón subió los siete peldaños del atrio del bordello dil Fauno Rosso. Traía consigo su caballete de viaje cruzado sobre las espaldas, el lienzo sobre el pecho, la paleta debajo del brazo derecho y la talega con los óleos colgada del cinto del lucco. Tan cargado venía que a punto estuvo de llevarse por delante a la administradora.
Cuando Mateo Colón se asomó al vano de la puerta, Mona Sofía, cubierta por un tul transparente, acababa de trenzarse el pelo frente al espejo del tocador. El anatomista, que permanecía de pie con todo su equipaje a cuestas, pudo ver en el espejo aquellos mismos ojos en los que ayer había visto el amor. Y allí estaban, ahora, sólo para él, para sus ojos. Entonces se anunció con un carraspeo.
Sin darse vuelta, sin siquiera mirar, Mona Sofía hizo un gesto de invitación con la mano.
– Vengo a retrataros.
Sin darse vuelta, sin siquiera mirar, Mona Sofía declaró:
– Lo que hagáis durante la visita me es completamente indiferente -dijo, e inmediatamente agregó-: por si no lo sabéis, la tarifa es de diez ducados.
– ¿Me recordáis? -murmuró Mateo Colón.
– Si pudiera veros la cara… -dijo a su anónimo interlocutor cuyo rostro quedaba cubierto por el lienzo que cargaba.
Entonces el anatomista dejó sus petates en el suelo. Mona Sofía lo examinó por el espejo.
– No creo haberos visto antes -titubeó, y por la dudas volvió a recordarle la tarifa-: Diez ducados.
Mateo Colón dejó los diez ducados sobre la mesa de noche, desplegó el lienzo, lo alzó sobre el caballete, extrajo los óleos de la talega que pendía desde la cintura, preparó los pinceles y, sin decir palabra, empezó el retrato que habría de titular Mujer enamorada.
Todos los días, cuando los autómatas del reloj de la torre golpeaban la quinta campanada, Mateo Colón subía los siete peldaños que conducían al atrio del burdel de la calle Bocciari, entraba en la alcoba de Mona, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y, mientras acomodaba el lienzo, sin quitarse siquiera el abrigo, le decía a Mona que la amaba; que aunque ella no quisiera saberlo, él podía ver el amor en sus ojos. Entre pincelada y pincelada le suplicaba que abandonara aquel burdel y se marchara con él al otro lado del monte Veldo, a Padua, que si ella así lo quería estaba dispuesto a abandonar su claustro en la Universidad. Y Mona, desnuda sobre la cama, los pezones duros como almendras y suaves como el pétalo de una fresia, no dejaba de mirar la torre del reloj que se alzaba al otro lado de la ventana, esperando que de una buena vez doblaran las campanas. Y cuando finalmente sonaban, miraba a aquel hombre con los ojos llenos de malicia:
– Tu tiempo terminó -decía y caminaba hasta el tocador.
Y todos los días, a las cinco de la tarde, cuando las sombras de las columnas de San Teodorico y la del león alado se funden en una única y oblicua franja que atraviesa la Piazza de San Marco, el anatomista llegaba al burdel con su caballete, su lienzo y sus pinturas, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y ni siquiera se quitaba el lucco. Mientras mezclaba los colores en la paleta, le decía que la amaba, que aunque ella misma lo ignorara, él sabía reconocer cuando el amor se instala en la mirada. Le decía que ni la mano de un dios podría imitar tanta belleza, que si la administradora no aprobaba el matrimonio, estaba dispuesto a pagar por ella todo el dinero que tenía, que dejara aquel prostíbulo infame y se fueran juntos a la casa de su Cremona natal. Y Mona Sofía, que ni siquiera parecía escucharlo, se acariciaba los muslos suaves y firmes y torneados como la madera, y esperaba que sonara la primera de las seis campanadas que indicaba que el tiempo de su cliente se había terminado.
Y todos los días, a las cinco en punto de la tarde, cuando las aguas del canal empezaban a trepar por las escalinatas, Mateo Colón llegaba al burdel de la calle Bocciari, cerca de la Santa Trinidad y, sin quitarse siquiera la beretta que le cubría la coronilla, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y, mientras acomodaba el lienzo sobre el caballete, le decía que la amaba, que huyeran juntos al otro lado del Monte Veldo o, si era necesario, al otro lado del Mediterráneo. Y Mona, encerrada en su cínico mutismo, en su silencio malicioso, se acomodaba la trenza por debajo de la cintura, se acariciaba los pezones y ni siquiera se molestaba en interesarse por el progreso del retrato. No miraba otra cosa que el reloj de la torre, esperando que, de una vez, sonara para pronunciar las únicas palabras de las que parecía ser capaz:
– Tu tiempo se terminó.
Y todos los días, a las cinco de la tarde, cuando el sol era una tibia virtualidad multiplicada por diez sobre las cúpulas de la basílica de San Marco, el anatomista, cargado de talegas, correajes y humillación, dejaba diez ducados sobre la mesa de noche y entre el acre perfume de los óleos y del sexo ajeno, le decía que la amaba, que estaba dispuesto a deshacerse de todo cuanto tenía y a comprarla, que huyeran al otro lado del Mediterráneo o, si era necesario, a las tierras nuevas al otro lado del Atlántico. Y Mona, sin decir palabra, acariciaba el papagayo que dormitaba sobre su hombro, como si en aquella alcoba no hubiese nadie más, esperaba que los autómatas de la torre del reloj se movieran de una vez y entonces, con los ojos llenos de una malicia sensual, decía:
– Tu tiempo se acabó.
Y durante toda su estadía en Venecia, todos los días a la cinco en punto de la tarde, el anatomista llegaba al burdel de la calle Bocciari cerca de la Santa Trinidad y le decía que la amaba. Así fue hasta que el anatomista concluyó el retrato y, por cierto, concluyó todo su dinero. Su tiempo en Venecia se había terminado.
Humillado, pobre, con el corazón roto y sin otra compañía que la de su cuervo Leonardino, Mateo Colón regresó a Padua con una sola convicción.
Desde su regreso a Padua, Mateo Colón pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su claustro. Apenas si salía para ir a las misas de rigor y para dar clases en el aula de anatomía. Las visitas furtivas a la morgue empezaron a espaciarse, hasta que las abandonó por completo. Dejó de manifestar cualquier interés hacia los cadáveres. Encerrado en su claustro, no hacía otra cosa que rebuscar en los antiguos volúmenes de farmacia en los que había estudiado. Cuando salía al bosque lindero a la abadía, ya no se interesaba por los frescos despojos que le señalaba su Leonardino. De pronto, el anatomista se había convertido en un inofensivo animal herbívoro. Era, ahora, un farmacéutico. Cargaba sacas con infinidades de hierbas que eran prolijamente clasificadas, agrupadas y más tarde infusionadas.
Estudió las propiedades de la mandrágora y la belladona, las de la cicuta y el apio, y estableció los efectos de estas plantas sobre los distintos órganos. Era la suya una tarea peligrosa, pues el límite que separaba la farmacia de la brujería era, ciertamente, impreciso. La belladona había concitado la misma atención en médicos que en brujos. Los antiguos griegos la habían llamado atropa -la inflexible- y le atribuían la propiedad de restablecer y de cortar el hilo de la vida. Los italianos la conocían y las damas florentinas aplicaban la savia de la planta para dilatarse las pupilas y conferirse una mirada soñadora que -a costa de una ceguera más o menos crónica- les daba un atractivo incomparable. Conocía los efectos alucinógenos del temible beleño negro, cuyas propiedades ya habían sido descritas en los papiros de Eber, en Egipto, hacía más de dos mil quinientos años y ciertamente sabía que Alberto Magno había escrito que el beleño era empleado por los nigromantes para conjurar a los demonios.
Preparó cientos de pócimas, cuyas fórmulas eran puntualmente catalogadas y, entonces, por las noches, se lanzaba hacia los sórdidos burdeles de Padua cargado con sus frascos. Mateo Colón se había trazado una meta nada original: conseguir un preparado que pudiera apropiarse de la volátil voluntad de las mujeres. Desde luego que existían numerosas pócimas que hasta una aprendiz de bruja podía preparar por unos pocos ducados. Sin embargo aún conservaba un poco de cordura. Después de todo, él se había graduado en farmacia. Conocía perfectamente las propiedades de todas las plantas; había leído a Paracelso, a los antiguos médicos griegos y a los herbalistas árabes.
Entre sus apuntes, puede leerse: "El modo de asegurarse la eficacia de los preparados es cuando éstos ingresan por la boca hacia el aparato digestivo. Las frotaciones en la piel pueden surtir efectos, aunque esto es más trabajoso y los resultados son mucho más tenues y efímeros. También pueden ingresarse por vía contraria desde el orificio anal, aunque en este caso es difícil que el cuerpo los contenga, provocando serias diarreas. Y, según la circunstancia, también pueden ser inhalados sus vapores y así, distribuirse sus partículas desde los pulmones hacia la sangre. Pero la vía más aconsejada será la de la boca".
Ahora bien, ¿Cómo dar de beber los preparados a las prostitutas sin que éstas se nieguen? El camino más expeditivo sería frotarse el sexo con las infusiones en muy alta concentración y, por vía de la fellatio, hacerlas ingresar en el cuerpo de las mujeres.
Los efectos fueron terribles.
En la primera oportunidad, Mateo Colón había ensayado una infusión de belladona y mandrágora en proporciones semejantes. La víctima era una mammola bien entrada en años, una antigua pupila del prostíbolo situado en el piso superior de la Taverna dil Mulo, una puta vieja llamada Laverda. Había pagado medio florín y, por cierto, era demasiado. Sin embargo, pagó sin discutir.
Antes de engullirse el bocado de su cliente, Laverda se hizo un buche de vino rancio bendecido que tenía la propiedad de mantener alejadas las enfermedades contagiosas y los espíritus demoníacos. El anatomista sabía que aquella costumbre no tenía otro fundamento que la superstición, de modo que no lo creyó inconveniente para el éxito del experimento. Laverda era una mujer avezada para la fellatio; su destreza estaba favorecida por el hecho de no conservar un solo diente, de modo que el bocado podía deslizarse con gran facilidad, sin ningún obstáculo ni estorbo. El primer signo del efecto de la infusión, lo notó el anatomista inmediatamente: Laverda se detuvo, se incorporó y miró al anatomista con unos ojos llenos de exaltación, de un súbito arrebato de enardecimiento que le coloreó de pronto las mejillas. A Mateo Colón le saltaba el corazón en el pecho de ansiedad.
– Creo que estoy… -empezó a decir Laverda-, creo que estoy…
– ¿Enamorada…?
– …envenenada -completó Laverda, e inmediatamente vomitó todo cuanto albergaban sus tripas sobre el lucco de su cliente.
Después de este desafortunado trance, Mateo Colón preparó una infusión con las mismas hierbas, pero en proporciones inversas: si aquella pócima había conseguido desatar el odio más inconmensurable, invirtiendo las proporciones, por causa lógica, habrían de invertirse los efectos. Andaba por buen camino.
A la semana siguiente volvió a subir la escalera que conducía al prostíbulo. Llevaba puesta la infusión. Los resultados no fueron menos calamitosos. La segunda víctima fue Calandra, una puta joven que se había iniciado en el oficio hacía muy poco. Luego de sufrir un breve desmayo, se despertó y, horrorizada, pudo ver claramente toda suerte de demonios revoloteando en la alcoba y posándose a los pies del anatomista. Estas visiones espantosas poco a poco se desvanecieron, hasta dejar lugar a un persistente delirio místico.
Entonces Mateo Colón determinó que quizá fuera mejor reemplazar la belladona por el beleño. Así lo hizo.
Cuando Mateo Colón entró en la taberna, se hizo un silencio sepulcral; los parroquianos que estaban más próximos a la puerta caminaban disimuladamente hacia la salida y, una vez que alcanzaban la calle, huían despavoridos. Conforme el anatomista avanzaba hacia el fondo del recinto, a sus lados se iba abriendo un camino de clientes que lo saludaban con una mezcla de pleitesía y terror. Cuando hubo alcanzado la escalera, Mateo Colón, desde el primer descanso, pudo comprobar que, en el breve tiempo que le demandó ascender los treinta peldaños, todo el mundo se había retirado de la taberna. Ni siquiera vio al viejo tabernero.
Cuando golpeó la puertecita del burdel, no escuchó ningún movimiento del otro lado. Tal era su desconcierto, que ni siquiera sospechó la causa del terror de los parroquianos. Estaba por girar sobre sus talones y volver sobre sus pasos, cuando reparó en que la pequeña puerta estaba sin cerrojo. No tenía intenciones de entrar sin permiso, pero no pudo evitar la impresión de que aquella hendija que se abría entre la puerta y el marco era una invitación. Las bisagras chirriaron sin demasiada hospitalidad antes de que Mateo Colón se deslizara hacia el interior. En el fondo del recinto pudo ver una figura en la mórbida contraluz que irradiaba un candelabro de tres velas.
– Os estaba esperando -dijo la figura con una cálida voz femenina-, acercaos.
Mateo Colón avanzó unos pasos y entonces pudo distinguir a Beatrice, la más joven de las pupilas de la casa, una niña que no había cumplido aún los doce años.
– Os conozco bien, acercaos -repitió Beatrice extendiendo la mano-. Sabía que vendríais. No hace falta que me engañéis; no a mí. Sé que ha llegado el tiempo de la gran profecía. Antes de que me poseáis, os digo que a vos pertenece mi cuerpo y mi alma.
El anatomista miró por sobre su hombro para comprobar que no se dirigía a otra persona.
– Sé lo que hicisteis con Laverda y con Calandra.
El anatomista se ruborizó y elevó una íntima plegaria por la salud de las dos inocentes.
– Hacedme definitivamente vuestra -dijo Beatrice con una voz ronca y una risa maliciosa.
– A eso venía… -titubeó tímidamente Mateo Colón, antes de sacar de la talega los dos ducados.
Pero Beatrice no reparó siquiera en el dinero.
– No sabéis cuánto os amé en silencio. No sabéis cuánto os esperé.
El anatomista no recordaba haberle dado de beber ninguna pócima aún.
– ¿Que me estabas esperando…?
– Sabía que hoy era el día. Allí está la luna llena cerniéndose sobre Saturno -dijo Beatrice, señalando hacia el cielo nocturno al otro lado de la ventana-. ¿Acaso creéis que no conozco las profecías del astrólogo Giorgio de Novara? Sé que ha dicho que la conjunción de Júpiter con Saturno ha originado las leyes de Moisés; con Marte, la religión de los caldeos; con el sol, la de los egipcios; que con Venus ha nacido Mahoma; que con Mercurio, Jesucristo -hizo una pausa, miró fijamente a los ojos del anatomista y, señalándolo, agregó:
– Es ahora, es hoy la conjunción de Júpiter con la luna…
Mateo Colón miró a través de la ventana y vio la luna llena y luminosa. Entonces interrogó con la mirada a Beatrice, como diciendo "¿y qué tengo que ver yo con eso?".
– ¡Es ahora, es hoy el tiempo de vuestro regreso! -y poniéndose de pie, sentenció con un grito ahogado- ¡Es el tiempo del Anticristo! Os pertenezco. Hacedme vuestra -dijo, a la vez que se quitaba la manta que la cubría, dejando su hermoso cuerpo desnudo.
Mateo Colón tardó en comprender.
– Que el poder de Dios sea conmigo -murmuró, se persignó e inmediatamente estalló en un torrente de cólera:
– ¡Idiota, niña idiota! ¿Acaso quieres verme arder en la hoguera?
Había levantado el puño y estaba por descargar un golpe sobre la cara de aquella endemoniada cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que acababa de convertirse en un ser peligroso. Una acusación de "diabólico" ciertamente era grave; pero mucho más grave aún era concitar involuntarias adhesiones. Ya podía verse huyendo de Padua, perseguido por una turba de demoníacos adictos.
Antes de que la versión de Beatrice se propagara como las semillas en el viento, el anatomista decidió pedir un viaje en comisión a Venecia, hasta que las aguas de Padua se calmaran. Y para justificarse a sí mismo el viaje y no perder de vista el propósito que lo guiaba, se aferró a una premisa de Paracelso:
"¿Cómo puede nadie curar las enfermedades de Alemania con medicamentos que Dios colocó a las orillas del Nilo?" 1 Iba a ser aquella frase la que lo conduciría a la más descabellada peregrinación.
Viajó a Venecia. Anduvo recogiendo y seleccionado las hierbas que crecían en la campiña, los verdines que dejaba la creciente nocturna al pie de las escalinatas cuando se retiran las aguas, y hasta los hongos hediondos que crecían bajo el fértil abono de los nobles desechos de los acueductos de los palacios. Estaba por preparar su pócima, cuando a su conocimiento llegó la noticia de que, cuando pequeña, Mona Sofía había sido comprada en Grecia. Antes de partir hacia los mares egeos, flageló su espíritu ya herido contemplando furtivamente los paseos de Mona por la Piazza de San Marco. Oculto tras las columnas de la catedral, veía pasear su arrogante hermosura recostada sobre el palanquín llevado por sus dos esclavos moros. Iba siempre precedida por una perra de Dalmacia que marcaba el paso de la escolta. Antes de partir hacia Grecia, se mortificó contemplando sus piernas torneadas como la madera, sus pezones que temblaban bajo el pulso de los siervos morenos y que asomaban desde el abismo del escote.
Antes de partir a Grecia, flageló aún más las dolientes espaldas de su espíritu mirando aquellos ojos verdes que empalidecían la esmeralda que pendía entre sus cejas.
En el collar de islas que se ciernen sobre la península como perlas, Mateo Colón recogió las plantas con cuya savia habría de preparar las infusiones. En Tesalia recolectó el beleño bajo cuyo ensueño las antiguas sacerdotisas de Delfos hacían sus profecías; en Beoda, las frescas hojas de la atropa; en Argos, exhumó la raíz de la mandrágora -cuyo siniestro antropomorfismo describiera Pitágoras-, tomando la precaución de taparse los oídos, porque, como lo sabían los recolectores, si se exhumaba sin pericia ni cuidado, los chillidos agónicos de la planta podían conducir a la locura; en Creta recogió las semillas de la dutura metel, mencionada en los antiguos manuscritos sánscritos y chinos y cuyas propiedades fueran descritas por Avicena en el siglo XI; en Quío, la temida dutura ferox, un afrodisíaco tan poderoso que, según contaban las crónicas, podía hacer estallar la verga, sobreviniendo la muerte por pérdida de sangre. Y comprobó que todas y cada una de las hierbas, raíces y semillas fueran buenas.
En Atenas, sobre la ladera del Monte de la Acrópolis, Mateo Colón supo qué era lo "Bueno, lo Bello y lo Verdadero". Ebrio de helénica "Antigüedad" -además de cierta cannabis que describiera Galeno, mezclada con belladona-, y de un paganismo inédito, descubrió, de pie como estaba sobre el Monte de la Acrópolis, las miserias de la Rinascitá. Se hallaba ahora en la cuna dorada de la genuina "Antigüedad". Allí, en la ladera del Monte de la Acrópolis, abrió la saca que contenía todas las hierbas de los dioses y comprobó que fueran buenas. Primero comió del hongo de la amarita muscaria; entonces pudo ver el Principio de Todas las Cosas: vio a Eurínome alzarse desde las tinieblas del Caos; la vio bailando la danza de la Creación mientras separaba los mares del firmamento y daba comienzo a todos los Vientos. Entonces, él, el anatomista, fue Pelasgo, el primero de todos los hombres. Y Eurínome le enseñó a alimentarse: la Diosa de Todas las Cosas le extendió la palma de su mano que estaba llena de semillas carmesí de cláviceps purpúrea. Y entonces comió de aquella simiente y fue el primero de los hijos de Cronos. Tendido de espaldas sobre la ladera del Monte de Todos los Montes, se dijo que aquella sí era la vida; la muerte no era sino un horrible sueño. Sintió una pena infinita por los pobres mortales. Entonces encendió un pequeña hoguera e hizo arder las hojas de la belladona, de cuyo humo respiró largamente: junto a él, podía ver a las ménades de las orgías dionisíacas; podía tocarlas y sentir aquellas miradas de ojos de fuego; podía ver cómo le extendían sus brazos. Se encontraba en la tripa de la Antigüedad, a las puertas de Eleusis celebrando y agradeciendo a los dioses el regalo de la semilla de la tierra.
No hacía falta revolver el barro milenario, no había que rebuscar en archivos ni en bibliotecas; allí, frente a sus ojos, estaba la pura Antigüedad helénica; dentro de sus pulmones tenía el aire que habían respirado Solón y Pisístrato. Todo estaba en la superficie, a la luz del sol; no había que traducir manuscritos ni descifrar las ruinas. Cualesquiera de aquellos campesinos que caminaban sobre la línea del horizonte estaban tallados por la mano de Fidias, los ojos de cualquier simple tenían el mismo brillo que irradiaba la mirada de los Siete Sabios de Grecia. ¿Qué era Venecia, qué Florencia, sino burdos y pretenciosos remedos? ¿Qué era la Primavera de Botticelli comparada con aquel paisaje que se le ofrecía al pie del Monte de la Acrópolis? ¿Qué eran los Visconti de Milán o los Bentivoglio de Bolonia; qué eran los Gonzaga de Mantua o los Baglioni de Perusa; qué eran los Sforza de Pesaro o los mismísimos Médici, comparados con el más pobre de los campesinos de Atenas? Todos aquellos nuevos señores no tenían más genealogía ni nobleza que la adventicia heráldica que les conferían sus prepotentes condottieri. Si el más indigente mendigo del puerto del Pireo llevaba la noble sangre de Clístenes. ¿Qué era el gran Lorenzo de Médici comparado con Pericles? Todo esto se preguntaba cuando, en la ladera del Monte de la Acrópolis, se quedó profunda y plácidamente dormido.
Empapado de un rocío helado, Mateo Colón se despertó al día siguiente. Junto a él pudo ver los restos de la pequeña hoguera. Intentó incorporarse, pero su equilibrio era tan frágil que rodó por la ladera hasta el pie del monte. Tenía un dolor de cabeza horroroso. Sin embargo, recordaba perfectamente los hechos del día anterior. En rigor, aquellos recuerdos eran más claros que el paisaje que ahora, borroso y confuso, se ofrecía ante sus ojos: nada más que un campo yermo salpicado de peñascos inhóspitos: aquella era su anhelada "Antigüedad". Sintió una profunda vergüenza de sí mismo; no le alcanzaban las manos para santiguarse, ni el alma para pedir perdón a Dios -Único y Todopoderoso- por su inexplicable arrebato de paganismo. Vomitó.
Pero no olvidaba el motivo que lo había conducido a Grecia. En el puerto del Pireo anduvo recogiendo cuanta cosa presentara alguna forma vegetal entre los ladrillos de las paredes de los prostíbulos y de las tabernas donde, entre trago y trago, comerciaban los traficantes de mujeres.
Estaba por mezclar en exactas proporciones las hierbas, raíces, semillas y hongos, cuando pudo enterarse, de labios del mismo comprador, que Mona Sofía había nacido en Córcega. De modo que, siguiendo el apotegma de Paracelso, viajó a la isla de los piratas.
Mateo Colón peregrinaba con la misma devoción con que un penitente marcha a Tierra Santa. Seguía los pasos de Mona Sofía con la mística adoración de aquel que camina la Vía Crucis y, conforme avanzaba, en la misma proporción, crecían su veneración y su martirio. Esperaba encontrar la clave de la Revelación del Misterio que, a cada paso, parecía estar más lejano. Y mientras erraba hacia los tenebrosos mares de Gorgar El Negro, hubiera escrito como su tocayo de Génova a la reina: "En muchas jornadas de espantable tormenta no vide el sol, ni las estrellas del mar: los navíos tenían abiertos, rotas las velas, perdidas anclas y jarcias y bastimentos. La gente, enferma. Todos contritos, muchos con promesa de religión, se confesaban los unos a los otros. El dolor me arrancaba el ánima. La lástima me arranca el corazón. Bien fatigado estoy. Se me refresca del mal la llaga. Ando sin esperanza de vida. Ojos nunca vieron la mar tan alta, fea y hecha espuma. Aquella mar hecha de sangre, herviendo como caldera por gran fuego. El cielo jamás fue visto tan espantoso".
Y con la misma desesperada desazón erraba Mateo Colón a bordo de una goleta frágil como la cáscara de una nuez, que a punto estuvo de destrozarse contra las rocas. Ni siquiera pudo el anatomista tocar las costas de Córcega, porque los piratas de Gorgar el Negro asaltaron la goleta y robaron y mataron a toda la tripulación y a buena parte del pasaje. De milagro salvó su vida: Gorgar el Negro, en el abordaje, había sido herido en un pulmón y Mateo Colón lo curó y le salvó la vida. En gratitud le dio la libertad.
Con el ánimo todavía turbado por las hierbas de los dioses del Olimpo, con el cuerpo enfermo por el frío y la humedad, con el alma rota, Mateo Colón regresó a Padua.
El azar habría de revelarle que navegando hacia el Occidente podía llegarse al Oriente. Como un buscador de especias que tropezara accidentalmente con el yacimiento de oro más esplendoroso, así, como su tocayo genovés, Mateo Colón habría de descubrir su "América". El destino iba a demostrarle que para llegar exitoso a Venecia habría de andar antes por Florencia; que para gobernar el corazón de una mujer, habría de conquistar, primero, el de otra mujer.Y así fue.