SEGUNDA PARTE

INÉS DE TORREMOLINOS

I

De regreso a Padua, lo esperaban dos noticias: una buena y otra mala. La mala tenía que ver con los ánimos del decano.

– Muchas cosas se dicen de vos en Padua -empezó a decirle Alessandro de Legnano-. Y por cierto nada bueno.

El decano informó al anatomista de que Beatrice, la pupila del prostíbulo de la taverna dil Mulo, había sido llevada a juicio y quemada por brujería.

– Os ha mencionado en su declaración -dijo lacónicamente el decano.

Mateo Colón guardó silencio.

– En lo que a mí respecta -continuó el decano-, os llevaría ante la Inquisición hoy mismo -dijo y pudo ver cómo empalidecía su interlocutor-; sin embargo la suerte parece estar de vuestro lado.

Entonces le hizo saber que un cierto abad pariente de los Médici había mandado llamar al anatomista a Florencia. Una señora castellana -viuda de un noble señor florentino, el Marqués de Malagamba- agonizaba y un altísimo duque cercano a los Médici había contratado los servicios del anatomista. Había pagado mil florines por adelantado y otros quinientos por si precisaba la colaboración de un aprendiz o ayudante. El decano consideró una propuesta justa archivar el asunto de Beatrice y los testimonios de Laverda y Calandra, a cambio de los honorarios que ofrecían a su catedrático.

– Partiréis mañana mismo a Florencia -concluyó Alessandro de Legnano y antes de despedir a Mateo Colón, agregó-: En cuanto al aprendiz, con vosotros viajará Bertino. Está decidido.

De nada habría valido una protesta. Mateo Colón se limitó a asentir; en rigor, el decano no le dejaba ningún margen para negociar. Bertino se llamaba Alberto y llevaba el apellido del decano. Nadie sabía con certeza qué parentesco los unía. Pero Bertino era los oídos y los ojos de Alessandro de Legnano, un joven un poco más idiota que su protector, que se habría de convertir en la sombra del anatomista en Florencia.

II

Inés era la mayor de las hijas del noble matrimonio que habían formado Don Rodrigo Torremolinos, Conde de Urquijo y Señor de Navarra, e Isabel de Alba, Duquesa de Cuernavaca y Condesa de Urquijo. Para frustración del padre, el matrimonio no tuvo hijos varones. De modo que, a causa de su femenina "primogenitud", su pequeña alteza gozaba enteramente de la potestas y de la divitia. Semejante abolengo y linaje, sin embargo, contrastaban con su sietemesina salud, con la pálida fragilidad y su minúscula y mórbida estampa. Como si aquel cuerpecito fuera demasiado pequeño y prematuro para albergar un alma, la niña presentaba un aspecto francamente exánime, no como si la vida la hubiera de abandonar, sino como si nunca le hubiese llegado. La cuna de frondoso capitel que para ella había sido construida por el mejor carpintero de Castilla era tan inmensa que la pequeña Inés resultaba invisible entre los pliegues de seda. Apenas si se revelaba una evidencia de vida en unos horribles estertores que, siempre, parecían ser los últimos. El carpintero, en cuanto hubo concluido la cuna, empezó a construir el pequeño ataúd. Conforme se iban sucediendo los días, la niña iba perdiendo más volumen, si así pudiera llamarse a aquella pura ausencia. La nodriza, viendo que la pequeña Inés no tenía fuerzas siquiera para asirse del pezón, la había desahuciado definitivamente y, al parecer, iba a recibir el último sacramento antes que el primero. Sin embargo, Dios sabe cómo, la pequeña Inés sobrevivió. Poco a poco y como crecen de la nada los tiernos brotes en una rama seca, la niña fue cobrando el color de los vivos. Conforme la pequeña Inés iba creciendo, en la misma proporción, pero inversamente, la fortuna familiar languidecía. Los olivos y las vides de la noble casa que otrora eran las más espléndidas y generosas de toda la península, y de cuya abundancia daba testimonio el escudo familiar, fueron devastados por la voracidad de una súbita peste que, de un día para el otro, arrasó con cuanta cosa presentara alguna voluntad de verdor. Don Rodrigo, arruinado, sin más fortuna que la de su desconsuelo y sus títulos, maldecía el vientre de su esposa que, como los campos enfermos que sólo daban unas inútiles malezas, había sido incapaz de hacer un varón de su sangre que, al menos, pudiera traer una dote a la casa. Estaba visto que lo único que podía engendrar la Duquesa eran niñas escuálidas. Desesperado, Don Rodrigo viajó a Florencia a pedir el auxilio de su primo, el Marqués de Malagamba, a quien, además del parentesco, lo unía, otrora, el cultivo del olivo. El noble español imploró, rogó y hasta lloró. El Marqués se mostró como un hombre de bien, proclive a la compasión y a la misericordia. Le ofreció consuelo, palabras de ánimo y de fe; en cuanto al dinero, ni un florín. Don Rodrigo volvió a Castilla desconsolado. Sin embargo, el verano siguiente llegó un mensajero a casa del contrariado noble castellano. Traía un recado de su primo el Marqués. Para estupor del Conde, el florentino pedía la mano de su hija Inés y, a cambio, ofrecía a Don Rodrigo la suma de dinero que le había pedido el invierno pasado. La propuesta tenía su razón: el Marqués, hombre viudo, no había tenido descendencia, de modo que necesitaba un medio para obtener un varón legítimo, esto es, una mujer. Por otra parte, la unión con la casa de Castilla lo beneficiaba por cuanto, de ese modo, extendería sus dominios hasta la península ibérica. El mensajero partió a Florencia con la afirmación de Don Rodrigo. Inés, a la sazón, tenía apenas trece años.

No hubo gala ni seducción, no existieron amorosas cartas ni presentes, más que el que constituía la propia Inés de manos de sus padres, quien fue enviada a Florencia -donde la esperaba su esposo- con una escolta formada por miembros de ambas casas. Inés se casó virgen y virtuosa. El Marqués era de la noble raza de Carlomagno y la impresión que se formó Inés de su marido la primera vez que lo vio fue la de que el florentino llevaba en su propia humanidad el volumen de todos sus ilustres antepasados y la edad de todas las insignes generaciones carolingias. Nunca imaginó que su marido era un hombre viejo y obeso, aunque tampoco lo contrario.

Inés fue una buena esposa que entregó a su marido toda su virtus in conjugio; sabía exhibir el abolengo y, sobre todo, la "casta", esto es, la cristiana castidad marital. Si la esposa, según mandaba el precepto apostólico, debía despojarse de toda pasión y "usar del marido como si no lo tuviera", a Inés, ciertamente, no le fue en absoluto difícil; de hecho, apenas si cabía en el lecho nupcial junto a su incon-mensurable esposo. No tenía que refrenar accesos de pasión ni de humedades bajas. No sentía la menor atracción hacia su marido y, en rigor, hacia ningún hombre. Se diría que Inés jamás había sentido ninguna inclinación hacia la sensualidad. Nada le provocaba placer y, ni siquiera, repugnancia. No sabía de gemidos ni de ayes, ni de nocturnas impulsiones. En todo lo que duró su matrimonio, el Marqués había tenido tres seniles erecciones, tres veces se conocieron y tres veces parió Inés sin saber jamás qué es el frenesi veneris. Como si una maldición hubiese caído sobre la familia, igual que su propia madre, no tuvo varones; todas fueron niñas; pura hojarasca para el mustio árbol genealógico carolingio. Una cuarta erección sería un milagro; de modo que harto, indignado y desesperanzado, el Marqués decidió morirse. Y así lo hizo.

III

Inés era una mujer muy joven. Se dedicaba por completo a la crianza de sus tres deméritos, no sin algún pesar por la memoria de su difunto, para quien no pudo cumplir con su deseo de formar un eslabón en su noble genealogía. Todo su espíritu se volcó a la compasión, a la misericordia, a la caridad y, sobre todas las cosas, a Dios. En la intimidad de su alcoba escribía un sinnúmero de poemas en Su nombre. Rezaba. Era una de las mujeres más ricas de Florencia.

Sobrellevaba la viudez sin otro pesar que el de no haber podido cumplir con la santidad conyugal, cuyo patrón de medida es la gloria que representa un hijo varón. Por lo demás, no necesitaba de otro amor que el de Dios. No se veía privada del consuelo de un hombre; no añoraba dulces placeres, ni la invadían oscuros ni pecaminosos pensamientos porque, en rigor, nunca supo de los primeros de modo que ni podía imaginar los segundos.

Todos los bienes que Inés había heredado no alcanzaban para remediar la pena de haber sido incapaz de darle un varón a su difunto esposo. De modo que para morigerar sus pesares y -sobre todo- para saldar su culpa en memoria de su marido, decidió vender los olivares, las vides y los castillos, y con ese dinero construir un monasterio. Así, mediante una existencia de castidad y celibato, habría de cumplir con el mandato conyugal, sirviendo a los hijos que su vientre no había sabido engendrar: a la hermandad monástica y a los pobres. Así lo hizo.

Se diría que Inés marchaba sin escollos hacia la santidad, hasta que -justo es decirlo ahora- un hombre se interpuso entre su diáfana vida y la gloria eterna: Mateo Renaldo Colón.

IV

Cerca estuvo de acabar sus días como una verdadera santa. En el verano de 1558 su salud se deterioró a causa de una desconocida enfermedad. Se retiró con sus tres hijas a una humilde casa junto al monasterio que había erigido y se decidió a esperar la muerte con cristiana resignación.

El espíritu de Inés se había tornado, progresivamente, sombrío y pesimista; se replegó en un mundo oscuro y tormentoso. Cualquier acontecimiento más o menos inusual o, inclusive, trivial y cotidiano, era para ella una señal de los más negros augurios: si las campanas del convento sonaban por algún motivo, no podía sustraerse a la idea de que doblaban por la muerte de alguna de sus hijas. Temía por la salud del abad -que, por otra parte, era exultante- y, en rigor, por la de todos quienes tenía cerca. Cualquier catarro ordinario revelaba, sin duda, una fatal pulmonía de pronto desenlace. Con el tiempo, todos estos temores se replegaron sobre su propio espíritu y sospechaba padecer las más graves enfermedades; una simple irritación en la piel era el síntoma que anticipaba el desencadenamiento próximo de la lepra. Se sentía acechada por la muerte. Padecía de interminables insomnios en cuyo tenebroso curso su corazón parecía querer salirse del pecho, sufría de penosos ahogos que la sumían en la certeza de una asfixia mortal y la sobresaltaban súbitos arrebatos de sudores fríos. En la soledad de su cama, imaginaba cómo sería su cuerpo después de muerta y la atormentaba la idea de la descomposición de su joven humanidad. Pronto, todos estos angustiosos malestares se fueron extendiendo más allá de la frontera de la noche, hasta instalarse por completo en su vida. Poco a poco, a causa de los vértigos que parecían aflojar el piso debajo de sus pies, Inés decidió refugiarse definitivamente en su cama a esperar lo que Dios dispusiera. Pero ni siquiera encontraba tranquilidad ni consuelo en Dios, lo cual contribuía, aún más, a su tormento, porque esto último la confrontaba con su devota conciencia y ni siquiera podía esperar la muerte con cristiana resignación. Inés presentaba un aspecto francamente agónico.

Viendo que la salud de Inés se quebraba definitivamente, el abad recordó que en Padua un cirujano había salvado milagrosamente la vida de un agonizante, hecho que, a la sazón, había sido muy comentado. De modo que, sin dudarlo, intercedió ante su ilustre primo cercano a los Médici, quien, sin reparar en gastos, le hizo llegar mil florines para los honorarios de la eminencia y otros quinientos para el viaje y otros imponderables que pudieran suscitarse.

EL DESCUBRIMIENTO

I

Un jinete cruzó a todo galope las angostas calles de Padua. A su paso, derribó el puesto de un tendero de la Piazza dei Frutti -que ni tiempo tuvo para insultarlo-, dejando un tendal de naranjas rodando calle abajo. El caballo estaba empapado en sudor y echaba espuma por la boca; había estado galopando desde el otro lado de los montes Eugáneos. Leonardino, el cuervo, lo vio; sigilosamente lo escoltó, sobrevolándolo en círculos, desde que cruzó los viejos muros por la Porta Eugánea y, más allá, cuando avanzó por la Riviera de San Benedetto. Al cruzar el Ponto Tadi por sobre el canal, el cuervo se le adelantó y, como si lo supiera por anticipado, se posó sobre el capitel del aula dentro de la cual su amo estaba dando clase.

El jinete se apeó frente a la puerta de la Universidad y corrió a través del patio.

– ¿Dónde encuentro a Mateo Colón? -le preguntó a un hombre a quien, poco menos, se había llevado por delante.

El hombre era el decano, Alessandro de Legnano.

El mensajero le explicó brevemente la urgencia del asunto que lo traía sin dar más precisiones ni detalles que los que imponía la formalidad e inmediatamente le repitió su petición, de tal modo que quedara claro que no tenía autorización para informar a nadie más que al propio anatomista.

– Tengo orden de entregar el mensaje al messere Mateo Renaldo Colón -explicó, lacónico el mensajero.

Al decano lo irritó profundamente el modo excesivamente respetuoso con que el mensajero se refirió al barbiere, pero, sobre todo, la pretensión de eludir su autoridad, como si fuera un simple criado cuya función fuera la de anunciar las visitas a "su eminencia", Mateo Colón.

– Quizá deba informaros que en esta casa yo soy la autoridad.

– Quizá deba informaros quién es el remitente del recado -dijo el mensajero, permitiéndose la impertinencia de imitar el tono de su interlocutor, a la vez que le exhibía la rúbrica y el sello impreso en el dorso del mensaje.

El decano no tuvo otro remedio que prometer al mensajero entregar la carta al anatomista ni bien regresara de viaje.

II

La impresión que se formó Mateo Colón de la enferma fue, en primera instancia, que se trataba de una mujer infinitamente bella y, en segundo lugar, que no era aquella ninguna enfermedad frecuente. Inés estaba tendida en la cama, exánime e inconsciente. Examinó sus ojos y su garganta. Palpó su cabeza e inspeccionó sus oídos. El abad seguía los movimientos del médico con desconfiada curiosidad. Palpó sus tobillos y sus muñecas y rogó al abad que lo dejase a solas con la enferma junto a su "discípulo", Bertino. No sin alguna preocupación, el abad abandonó la alcoba.

Mateo Colón pidió a Bertino que lo ayudara a desvestir a la paciente. Quizá nadie sospechara siquiera que debajo de aquellas austeras ropas existía una mujer de una belleza extraordinaria, hecho que testimoniaban las manos del discípulo, que temblaban como una hoja al retirar cada prenda.

– ¿Acaso nunca has visto una mujer desnuda? -preguntó Mateo Colón a Bertino no sin cierta malicia, haciéndole notar, de paso, que podía convertirse en el delator del espía del decano.

– Sí, las he visto… pero no con vida… -titubeó Bertino.

– Pues te recuerdo que lo que estas viendo no es una mujer, sino una enferma -marcando en la pronunciación la diferencia entre ambas entidades.

En rigor, Mateo Colón tampoco había podido sustraerse a la belleza de su paciente, pero tenía el pulso experimentado, suficiente para no manifestar ninguna turbación. E, inclusive, sabía que un médico debía hacer caso de las impresiones subjetivas: intuía que su inquietud y su perturbación no eran ajenas a la enfermedad de su paciente. Examinó el tono muscular del vientre y el ritmo de la respiración. Viendo que Bertino demoraba con su tarea, ordenó a su discípulo que terminara de una vez de quitar las ropas de la enferma. En el mismo momento en que el anatomista se disponía a tomar el pulso, Bertino prorrumpió en un grito de espanto.

– ¡Es un hombre! ¡Es un hombre! -vociferaba a la vez que se santiguaba e invocaba a todos los santos del cielo-. ¡El poder de Dios sea conmigo! -imploraba con una mueca de terror.

Mateo Colón pensó que Bertino se había vuelto completamente loco. El maestro se incorporó e intentó calmar a su discípulo, cuando, para su estupor, pudo ver entre las piernas de la enferma, una perfecta, erecta y diminuta verga.

III

El anatomista conminó a su discípulo a que dejara de gritar. Ciertamente, aquel descubrimiento, fuere lo que fuere, ponía en peligro la vida -ya lo suficientemente frágil- de la enferma. Mateo Colón recordó de inmediato un caso que, cincuenta años antes, había conducido a la hoguera a un hombre que presentaba la apariencia de una mujer y que, aprovechando sus facciones femeninas, ejercía la prostitución. Sin embargo, Inés de Torremolinos presentaba una anatomía enteramente femenina y, por cierto, sus tres hijas eran fiel testimonio de su no menos femenina fisiología. Sin embargo, frente a las narices atónitas del maestro y su discípulo, allí estaba aquel pequeño órgano erecto, señalando al centro de sus ojos alelados abiertos como dos pares de florines de oro.

La hipótesis que mejor se ajustaba a la situación era la del hermafroditismo. Las antiguas crónicas de los médicos árabes y egipcios relataban numerosos casos de seres que presentaban los dos sexos en un mismo cuerpo. El mismo anatomista había podido comprobar un caso de hermafroditismo en un perro. Sin embargo, esta última conjetura tampoco se ajustaba a los hechos: la característica común que señalaban todas las crónicas médicas no dejaba dudas acerca de que tal anomalía significaba la atrofia completa de ambos órganos sexuales, los masculinos y los femeninos, siendo en consecuencia imposible la reproducción. Además de los tres vástagos que Inés de Torremolinos había traído al mundo, era evidente que aquel pequeño órgano no se mostraba en absoluto atrofiado; al contrario, estaba inflamado, palpitante y húmedo.

Llevado por la pura intuición, el anatomista tomó entre el índice y el pulgar aquella innominada parte y, con el índice de la otra mano, comenzó a frotar suavemente el diminuto "glande", rojo e inflamado. La primera reacción que Mateo Colón pudo comprobar fue que toda la musculatura del cuerpo de la enferma -que hasta entonces permanecía completamente laxa- cobró una súbita e involuntaria tensión, a la vez que aquel órgano aumentaba un poco más en tamaño y se conmovía en breves contracciones.

– ¡Se mueve! -gritó Bertino.

– ¡Silencio! ¿O acaso quieres enterar al abad?

Mateo Colón no dejaba de frotar entre sus dedos aquella protuberancia, como quien frota una rama contra una piedra para obtener fuego. De pronto, como si finalmente hubiese conseguido encender la chispa de la hoguera, todo el cuerpo de Inés se conmovió en una gran convulsión que le hizo levantar las caderas, quedando sostenida por los tobillos y la nuca, semejando un arco. Poco a poco, su cintura empezó a moverse, siguiendo la regularidad, el ritmo de los dedos del anatomista. La respiración de Inés se agitó; el corazón, se diría, le galopaba dentro del pecho y todo su cuerpo brilló súbitamente con un sudor general, reproduciendo, en virtud de aquella frotación que le prodigaba el anatomista, cada uno de los penosos síntomas que la sobresaltaban por las noches. Sin embargo, pese a que Inés se mantenía inconsciente, no se diría que aquella sesión le resultara, precisamente, penosa. La respiración de Inés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un jadeo sonoro. Su exánime gesto se transformó en una mueca lasciva: la boca, entreabierta, dejaba ver la lengua agitándose entre las comisuras de los labios.

Bertino, el discípulo, se persignó. No alcanzaba a descifrar si aquello era un exorcismo o si, al contrario, su maestro, estaba metiendo el diablo en el cuerpo de Inés. Casi cae desmayado al ver que, de pronto, la enferma abrió los ojos, miró en derredor, y, totalmente en sí, se entregó a la diabólica ceremonia del anatomista. Los pezones de Inés se habían inflamado y erguido y ahora ella misma se los frotaba con sus propios dedos sin dejar de mirar al desconocido con lascivia, a la vez que musitaba unas palabras ininteligibles en español.

Se diría que Inés había pasado de la agonía al frenesi veneris. Totalmente consciente -si así pudiera decirse-, Inés se asió al travesaño de la cabecera de su rústica cama.

Entre ayes, convulsiones y "cómo os atrevéis" admonitoriamente suspirados, Inés dejaba hacer.

– ¿Cómo os atrevéis? -murmuraba a la vez que se pasaba su propia lengua por los pezones-. Que soy mujer casta -decía y se humedecía los dedos en los labios.

– ¿Cómo os atrevéis? -suspiraba y entonces abría las piernas cuanto podía-. Que soy madre de tres -decía sin dejar de frotarse los pezones y que "cómo os atrevéis", imploraba y entonces dejaba hacer.

La del anatomista no era una tarea fácil; por un lado debía sustraerse a la contagiosa excitación de la enferma y, por otro, evitar que esa misma excitación declinara. Además, Bertino -que no dejaba de persignarse- no cesaba de hacer preguntas, exclamaciones y hasta se permitió amonestar a su maestro:

– ¡Cometéis sacrilegio, profanación!

– Quieres cerrar la boca y sujetar los brazos -obnubilado como estaba, Bertino obedeció.

– ¡Los míos no, idiota, los de la enferma!

– ¿Cómo os atrevéis? -susurraba Inés-. Que soy mujer viuda -decía y entonces balanceaba las caderas embistiendo la mano del anatomista.

– ¿Cómo os atrevéis? -lloriqueaba-. Que vosotros sois dos hombres y yo una pobre mujer indefensa -decía y entonces estiraba la mano hacia la verga del discípulo, cuyas imploraciones a Dios no impedían que empezara a ponerse un poco tiesa, lo cual, por cierto, le aseguraba al anatomista el silencio de Bertino.- ¿Cómo os atrevéis? -murmuraba Inés-. Que ni siquiera os he visto nunca antes.

IV

Diez días permaneció Mateo Colón en Florencia junto a su enferma. Diez días en el curso de los cuales Inés se restableció por completo, al menos, de sus anteriores padecimientos. El anatomista convino con el abad alojarse en un claustro del monasterio, cuya proximidad con la casa de la enferma le permitiría no interrumpir su secreta terapéutica. Sin embargo, Inés consideró esto una imperdonable falta de hospitalidad y lo alojó en su propia casa. Para él preparó una acogedora alcoba próxima a la suya.

Inés no era aquella mujer lasciva que conoció Mateo Colón. Al contrario, presentaba la apariencia de la santidad; era extremadamente recatada en su vestuario, pudorosa en sus modos y en sus dichos. Sin embargo, a la hora de someterse a la terapéutica del anatomista, parecía abrirse paso en su cuerpo un espíritu diabólico ilimitado que arrasaba la valla del pudor, y que sólo se retiraba cuando llegaba el éxtasis, después de lo cual volvía Inés a su recato. La enferma aparentaba rebelarse al placer mediante unos levísimos "¿Cómo os atrevéis?" que sin embargo se parecían más a un gemido gozoso que a una queja. Concluidas las sesiones no mencionaba nada acerca de ellas, como si no guardara memoria de lo sucedido en su alcoba o como si aquéllas no tuviesen una trascendencia diferente de la de tomar una hierba medicinal. Conforme avanzaba la cura, aquella misteriosa protuberancia que presentaba la forma de un verdadero pene iba decreciendo en tamaño en la misma proporción que los padecimientos de la enferma. Por lo demás, Inés parecía sentirse muy a gusto en compañía de Mateo Colón. Por las mañanas caminaban por la senda de setos del bosque lindero al monasterio y cerca del mediodía se sentaban a la sombra de un roble a comer fresas y moras silvestres. A media tarde, Inés y el anatomista iban hasta la casa, se encerraban en la alcoba y entonces se iniciaba la cura. Inés se recostaba mansamente en la cama, deslizaba sus faldas por la superficie de sus piernas, separaba un poco las rodillas a la vez que arqueaba la espalda dejando suspendidas las nalgas, suaves y prominentes, y se ofrecía a las manos del anatomista cerrando los ojos y apretando los labios todavía húmedos y teñidos con el jugo de las moras.

Y todas las mañanas Mateo Colón y su enferma salían a caminar por el bosque lindero a la abadía y después del mediodía entraban en la casa y "cómo os atrevéis, que aunque no llevo hábitos soy mujer consagrada". Y todas las noches, después de una cena frugal y reposada, "cómo os atrevéis, que juré a la memoria de mi difunto castidad y celibato".

Mateo Colón, por su parte, se sentía a gusto en Florencia. El motivo de la estadía de Mateo Colón no era, solamente, el de velar por la salud de su paciente; ¿qué era aquel pequeño órgano innominado que se comportaba igual que un sexo masculino? ¿Qué era aquella diminuta monstruosidad que asomaba horrorosamente del femenino pubis de Inés? ¿Era Inés una mujer? ¿Se hallaba frente a una monstruosidad de la naturaleza o, como sospechaba, tenía ante sí el más increíble descubrimiento de la misteriosa anatomía femenina?

Fue por aquellos días, durante su estancia en Florencia, cuando el anatomista apuntó las primeras notas que prefigurarían el vigésimo sexto capítulo de su De re anatómica. Día tras día, describía en su cuaderno la evolución de su enferma.

"Processus igitur ab utero exorti id foramen, quod os matricis vocatur illa praecipue sedes est delectionis, dum venerem exercent vel minimo digito attrectabis, ocyus aura semen hac atque illac pre voluptate vel illis invitis profluet."

Día primero:

"Esta pequeña protuberancia, que surge del útero cerca de la abertura que se llama boca de la matriz 1, es principalmente la sede del deleite de la enferma; cuando tiene actividad sexual, al frotar, el órgano sólo con un dedo, el semen 2 fluye de acá para allá más rápido que el aire a causa del placer incluso sin que ella se lo proponga. "

Día segundo:

"Este pene femenino 3 parece concentrar en sí toda manifestación del placer sexual en desmedro de los órganos internos, que no presentan ninguna excitación ante los estímulos. Es de notarse que este órgano se levanta y cae como la verga antes y después de la cópula o de la frotación. " 4

Día tercero:

"Esta parte se encontraba dura y oblonga cuando descubrila en mi primer examen y blanda y pendiente después de la frotación cuando la enferma hubo de alcanzar el frenesí venéreo.

"El reposo dura poco tiempo, alzándose nuevamente en el curso de algunas pocas horas después de las frotaciones, no viéndose a la enferma con apetito sexual, ni frenesí, ni incitada al placer o con apetencia de hombre o afición a la verga. En cambio, cada vez que el apéndice se yergue, la enferma presenta talante triste, mareos y ahogos que sólo cesan después de la frotación y el frenesí venéreo."

Día Cuarto:

"La enferma mejora. No sufre tristezas ni ahogos y los mareos son menos frecuentes. El órgano permanece durante más tiempo reposado y menos inflamado, como si todos sus padeceres dependieran de éste. Llamaré a esta anomalía Amor o Placer de Venus (Amor Veneris, vel Dulcedo Apeleteur)."

Día Quinto:

"Es de notar que de este órgano pareciera depender el amor de la enferma y su disposición y voluntad, y por esta causa me es dado suponer que quien ejerza el dominio de esta pequeña verga ejercerá el dominio de su disposición y de su voluntad, por cuanto la enferma se conduce hacia mí como una enamorada, mostrándose proclive a satisfacerme en todo cuanto me apeteciera. Este órgano parece ser la sede del amor y del placer de la enferma. Esta suerte de entrega no depende de ningún atributo que no sea el del saber frotar con arte y acierto y conocer las carnecillas sensibles, como el glande y la cresta inferior de la parte alargada".

Y en efecto, el anatomista sabía sacar partido de su "arte y acierto". Mateo Colón no tenía ningún pudor en lamentarse de su magra paga como catedrático; se quejaba ante Inés como su tocayo de Genova a la reina: "Y pensaba lo poco que me han aprovechado los veinte años de servicio: no tengo en mi tierra una teja; si quiero comer o dormir, al mesón, a la taberna, y a veces, falta hasta la blanca para pagar el escote. La lástima me arranca el corazón". Así se lamentaba el anatomista frente a su paciente. Y el alma de Inés, que era misericordiosa y caritativa, se quebraba de piedad.

– ¿Os bastan quinientos florines? -preguntaba avergonzada como quien da una mísera limosna.

Entonces, por las noches, después de contar cada moneda de sus "honorarios", el anatomista apuntaba:

"Cuanto más se avanza en la terapéutica, tanto más cautivada se muestra la voluntad de la enferma cuya disposición y obediencia pareciera no tener límite ni colmo."

Y en verdad, el anatomista, después de cada sesión, parecía no tener límite ni colmo. No perdía oportunidad para quejarse amargamente de su infortunio.

– ¿Os bastan mil florines? -preguntaba Inés llena de pudor.

Toda la pasión que Inés le prodigaba a Dios recayó por completo en la figura del anatomista. Los versos que otrora Inés escribiera a la Gloria del Todopoderoso ahora tenían un nuevo destinatario. Por las noches, se acostaba pensando en el anatomista; con el anatomista soñaba y el nombre del anatomista sus labios pronunciaban cuando se despertaba por la mañana. Toda su antigua pasión por los pobres, toda su misericordia y fervor, tenían un único nombre. Y un día llegó el momento de la partida. La salud de Inés de Torremolinos estaba, a juicio de su médico, completamente restablecida. De modo que no había razón para permanecer más tiempo en Florencia. El abad agradeció cálidamente los servicios del chirologi y su discípulo.

La enfermedad de Inés tenía, ahora, un nombre: Mateo Renaldo Colón.

Mientras cabalgaba de regreso a Padua, el corazón del anatomista latía con la fuerza de la ansiedad. Intuía que algo glorioso acababa de suceder en su vida.

EN TIERRAS DE LA VENUS

I

"Cariay, Veragua. ¡Las minas de oro, la providencia donde hay oro infinito, donde lo llevan las gentes adornándoles los pies y los brazos, y en él se enforran y guarnecen las arcas y las mesas! Las mujeres traían collares colgados de la cabeza a las espaldas. A diez jornadas está el Ganges. De Cariay a Veragua es tan cerca como de Pisa a Venecia. Yo todo esto lo sabía: Por Tolomeo, por la Sacra Escritura. Es el sitio del paraíso terrenal…", hubiera podido escribir Mateo Colón como su tocayo genovés había escrito a la reina. "Oh, mi América, mi dulce tierra hallada", fueron las siete palabras que mejor describieron la epopeya de Mateo Colón.

El anatomista no iba a tardar en comprender que aquella extraña enfermedad, aquella monstruosa deformidad, era, en rigor, como las Indias Orientales. A su regreso a Padua examinó un total de ciento siete mujeres, entre vivas y muertas. Para su estupor, en todos los casos pudo comprobar que aquella "verga" que había descubierto en Inés de Torremolinos existía, "diminuta y oculta tras las carnes de los labios", en todas la mujeres. Y pudo descubrir, eufórico, que el comportamiento que presentaba esta pequeña protuberancia no era en absoluto diferente de como se comportaba en el cuerpo y en la voluntad de Inés de Torremolinos. El anatomista, extraviado en su propia euforia, había encontrado la llave del amor y del placer. No se explicaba de qué modo aquel dulce tesoro había pasado inadvertido durante siglos, no comprendía cómo generaciones de sabios, de anatomistas de Oriente y Occidente, no habían visto jamás aquel diamante que se advierte a simple vista, sólo corriendo las carnes de la vulva.

"Oh, mi América, mi dulce tierra hallada", apuntó el anatomista en el comienzo del capítulo XVI de su De re anatomica. Y lo que habría de seguir era una sinfonía épica.

Entre ayes y amor mío, el anatomista acariciaba las costas de las tierras nuevas; como aquellas indias de cobre que salían de la tripa de lo verde y se ofrecían a los dioses barbados mitad hombre, mitad bestia, así se le obsequiaban al nuevo Amo de la Patria de Venus. Así andaba, explorando el genital follaje, la espada en la diestra, las Escrituras en la siniestra y al cuello, la cruz. Avanzaba tierra adentro y un día Dios le dijo: "poned nombre a las cosas" y entonces, en su diario, al final de cada jornada, apuntaba: "Sí me es dado poner nombres a las cosas por mí descubiertas…" y entonces nombró a las cosas. Y así andaba, circunnavegando la creación de su propia costilla.

Entre ayes y amor mío, besaba la arena de las tierras nuevas y clavaba las banderas y no había palabras para nombrar tanta novedad. No había que combatir indios bravos ni enemigos. Bastaba señalar y decir "esto es mío" y entonces, con la yema de un dedo, de un dedito (mínimo dígito) -Sabio y Perito-, se abrían los follajes para que entrara Su Majestad.

Y así andaba, nombrando y haciendo para sí lo que era de sí, como de Adán era la costilla. ¡Cuánta dulce gentileza! Y así habría de presentar las cosas al mundo: "Esto, amabilísimo lector, es principalmente la sede del amor en las mujeres", decía señalando hacia las costas de las tierras de la Venus.

Levaba anclas y entonces ponía proa hacia canales y archipiélagos donde hombre alguno había andado, y a su paso, con el índice en alto, decía: "Sí se toca vigorosamente con un dedito (mínimo dígito) el semen fluye de aquí para allá más rápido que el aire a causa del placer, incluso sin que ellas quieran", y entonces era Amo y Señor de las femeninas mareas. Las aguas podían abrirse o cerrarse a su paso. Era Dueño, Patrón y Soberano de la voluntad de Venus, e incluso sin que ella lo quisiera, caía esclava del Supremo.

Y así andaba nombrando por San Juan y San José. Lo mismo da llamarlo matriz, útero o vulva, decía y seguía nominando.

El centro de su América tenía por cierto un nombre: Mona Sofía. No hacía falta recorrer el mundo buscando la hierba que cautivara un pérfido corazón. No tenía que invocar a dioses ni a demonios. No tenía, siquiera, que andarse con galanterías ni preocuparse por la seducción. Ahí, al alcance de su mano y sin más esfuerzo que el que significaba frotar con sabiduría y pericia, tenía la llave de las puertas del corazón de las mujeres. Había encontrado la razón anatómica del amor. Caminaba por donde ningún hombre había andado antes. Aquella que desde el comienzo de la humanidad habían buscado los hechiceros, las brujas, los gobernantes, los dramaturgos y, en fin, cualquier mortal enamorado, él, el anatomista, él, Mateo Renaldo Colón, lo había encontrado. Ahora sí, debajo de su índice, Sabio y Perito, tenía para sí la tierra que se había jurado: Mona Sofía.

Y habría de llegar más lejos. Si el alma de las mujeres era un reino que no podía sojuzgarse ni con todos los ejércitos del mundo, la razón era tan simple y evidente que, por su misma transparencia, nadie había visto: el Amor Veneris, el origen del amor femenino, era la prueba irrefutable de la inexistencia del alma en las mujeres. Y así lo habría de fundamentar en su De re anatómica.

Pero como aquel que se aventura en los valles interiores difícilmente encuentra el camino de regreso, el anatomista habría de perderse definitivamente en el corazón de la selva de su propia costilla.

II

El capítulo XVI de De re anatomica fue una epopeya, un canto épico. El 16 de marzo de 1558, Mateo Colón, tal como lo exigían los estatutos de la Universidad para que una obra pudiera ser dada a publicidad, presentó al decano su libro terminado, un cuaderno de ciento quince folios, acompañado de siete láminas anatómicas -una de las obras más bellas producidas en el Renacimiento- pintadas al óleo de su propia mano, en las cuales exponía los mapas de su nuevo continente: el Amor Veneris.

El 20 de marzo de ese mismo año, Alessandro de Legnano irrumpió en el claustro de Mateo Colón, acompañado por el párroco de la Universidad y dos guardias de corps. El decano le leyó la resolución del Superior Tribunal, en la cual se aceptaba el pedido de Alessandro de Legnano de que se formase una comisión de Doctores para examinar las actividades del catedrático y resolver sobre las acusaciones: herejía, blasfemia, brujería y satanismo. Todos sus manuscritos fueron incautados, igual que el sinnúmero de pinturas que yacían apiladas sobre la pared.

Que Mateo Colón se librara de ser confinado a una celda de la cárcel de San Antonio no ha de atribuirse a la benevolencia de las autoridades, sino al afán de que el proceso no se diera a publicidad antes del fallo de la comisión. El anatomista fue informado de que, según lo disponía la última bula de Paulo III sobre las comisiones doctorales que habían sido elevadas al rango de tribunal supremo en materia de fe, confiriéndoles facultades ambulantes, el proceso habría de tener lugar en la misma Universidad. El tribunal iba a estar presidido por el mismísimo cardenal Caraffa y un delegado del cardenal Alvarez de Toledo.

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