Una madrugada de invierno del año 1559, poco antes de la salida del sol, un manojo de gentes ávidas de calor a causa, quizá, del crudo frío castellano, se reunía en un apretado círculo en la plaza, viendo cómo el verdugo encendía los leños. En el centro, atada al palo de la hoguera, estaba Inés de Torremolinos. A sus espaldas se levantaban otros tres palos, cuyas alturas superaban en mucho las breves estaturas de sus tres hijas.
– Quemad a las brujas -vociferaban las señoras, a la vez que montaban a los niños a horcajadas sobre sus hombros para que pudieran ver la ejemplar ceremonia.
Primero, el verdugo encendió los leños sobre los cuales posaban los pies de las niñas, cuyos gritos -en opinión de los jueces- habrían de multiplicar el tormento de la Bruja Madre. Sin embargo, ninguna de las niñas emitió un solo lamento cuando las ramas se encendieron por completo. Antes de que sus pequeñas humanidades se desfiguraran a merced de las lenguas de fuego que treparon hasta la cima de los mástiles, ya habían muerto asfixiadas.
Se hubiera dicho que aquello que empezaba a asarse con el calor que ascendía desde el suelo, era la insensible piel de una salamandra y no los delicados pies de una mujer. Inés de Torremolinos resistía con una mirada beatífica y su leve humanidad, de no estar sujeta al palo, parecía poder elevarse junto al humo negro que ascendía desde la carne quemada de sus tobillos. Como si estuviera animada por el Todopoderoso, podía resistir sin emitir una queja aquella temperatura que superaba en no menos de mil veces la de su femenino cuerpo.
De pronto, bajo la voracidad de una llamarada avivada por el viento, una lengua de fuego la envolvió, la cubrió por completo y, cuando la llama volvió al infierno de la brasa, dejó ver un cuerpo irreconocible, negro y amorfo. Todavía estaba viva. El verdugo avivó las llamas y pudo ver cómo los ojos de la condenada lo miraban con piedad. Por un segundo, el verdugo creyó ser un hombre o, al menos, algo semejante a un hombre, ya que experimentó un sentimiento próximo a la vergüenza cuando la rea -o lo que de ella había quedado- finalmente murió.
Acababan de doblar las campanas de la basílica.
Por aquella misma hora, pero en Venecia, un hombre que ocultaba su cara bajo una foggia calzada hasta las cejas caminaba con paso ligero por el callejón de Bocciari. Caminaba como si se hubiese propuesto llegar a su destino antes de que el sol se pusiera entre las columnas que sostienen al león alado y San Teodorico. Antes de que los autómatas moros de la torre del reloj golpearan la primera de las seis campanadas. El hombre, antes de emprender los escalones que conducían al pequeño atrio del bordello dil Fauno Rosso, se acomodó la foggia y se aseguró de que ningún viandante de los que, por aquella hora, iban al primer oficio de la Santa Trinidad lo viese entrar.
Lo recibió madonna Simoneta quien, inmediatamente lo invitó a pasar.
– ¿Conocéis ya el servicio de la casa? -preguntó, y viendo que el visitante nada respondía, le ofreció el catálogo y lo invitó con una copa de vino, creyéndolo un tímido viajero.
Se diría que el hombre prefería conservar el anonimato, pues no se quitaba la capucha que le cubría la cabeza. Ni siquiera había reparado en la copa que acababan de ofrecerle.
– Necesito ver a Mona Sofía -dijo lacónica-mente el hombre.
La mujer guardó silencio y agachó la cabeza.
– Sé que éstas no son horas -se justificó el visitante-, pero es urgente que la vea ahora.
– ¿Quién la busca? -musitó la mujer sin levantar la vista.
Mateo Colón no comprendía el porqué de tanta formalidad.
– Soy un viejo cliente… -se limitó a decir.
– Pues no va a poder atenderos…
– Puedo esperar si ahora está ocupada, aunque no tengo mucho tiempo.
El anatomista pudo advertir que los ojos de la mujer se anegaban de humedad. No comprendía. Entonces la tomó por los brazos y la sacudió con violencia.
– ¿Que está sucediendo aquí? -vociferó e inmediatamente corrió hacia las escaleras que conducían a los altos.
– ¡Por Dios os lo ruego, no entréis en su alcoba! -suplicó la mujer a la vez que intentaba sujetarlo por el lucco.
Lo que vio Mateo Colón cuando traspuso la alcoba de Mona Sofía le congeló la sangre. Sintió terror. Experimentó una conmoción apocalíptica. Era, exactamente, el fin del mundo.
La alcoba tenía un hedor irrespirable. En mitad de la cama había un despojo sufriente y mutilado, un esqueleto con unos pocos pliegues de piel corrompida, gris verdosa, salpicada de tumores purpúreos. Mateo Colón se acercó sosteniéndose de las paredes. Sólo pudo reconocer que aquel despojo viviente era Mona Sofía en sus retinas verdes como esmeraldas, que ahora sobresalían de la cara confiriéndole una expresión de locura.
Nunca, jamás en su vida de médico había visto un grado semejante de sífilis. Descorrió las cobijas y pudo ver el espectáculo más macabro que le tocara presenciar: aquellas piernas de muslos firmes de animal y torneadas como la madera eran ahora dos huesos inútiles. Aquellas manos que, de tan pequeñas, parecían no poder abarcar el diámetro de un glande inflamado, eran como dos ramas otoñales, aquellos pezones que tenían el diámetro y la tersura de una flor, si la hubiera, que tuvieran el diámetro y la tersura de los pezones de Mona Sofía…
Mateo Colón se sentó en el borde de la cama, le acarició los cabellos -ralos y agostados- y pasó la palma de su mano por aquella frente hecha de surcos. Mateo Colón lloraba. No de pena. No de compasión. Lloraba con la emoción de los enamorados. Amaba cada parte de aquel cuerpo diezmado por la enfermedad. Con la mayor delicadeza tomó sus tobillos y, lentamente, separó sus muslos. Vio la vulva seca y marchita que parecía la boca de una anciana desdentada, descorrió las carnecillas y acarició su Amor Veneris. Lo acarició con suavidad, amorosamente. Lo tocó con una ternura infinita. Lloró con la emoción del amor cuando se anuda en la garganta.
– Amor mío -le decía con el alma-, amor mío -repetía a la vez que acariciaba su dulce "América".
El anatomista sintió un levísimo temblor en el pulpejo de sus dedos y pudo escuchar un susurro. Con las mejillas empapadas en llanto, le preguntó:
– ¿Me amáis? -y fue una súplica, un ruego.
Mona Sofía movió los ojos hacia la ventana, inspiró todo cuanto le permitieron sus dolientes pulmones -no más que una ínfima bocanada de aire- y sin mover los labios, con una voz que parecía provenir del fondo de una caverna, habló:
– Tu tiempo se acabó -le escuchó decir el anatomista, antes de emitir un estertor, que fue el último.
En el lugar más encumbrado del macizo promontorio que separa Verona de Trento, sobre la cima del Monte Veldo, un cuervo se posa sobre la carne todavía fresca. Antes de hundir su pico en aquella abundante carroña, huele el olor que más le gusta. Se diría que es aquella la comida más largamente deseada. Pica un ojo y lo sacude hasta sacarlo de su cuenca. Lo aleja un poco y en un momento lo devora. Ahora camina sobre el pecho de aquella carroña y hunde el pico en la herida desde donde, como una estaca, surge un cuchillo. Come hasta saciarse. Antes de elevarse y lanzarse hacia Venecia, antes de volar hacia el Canal Grande desde donde, de un momento a otro, como todas las mañanas, habrá de pasar la barcaza que recoge a los muertos, se posa sobre un dedo de aquella carroña hinchada y picotea hasta desprender el pulpejo. Por primera vez, Leonardino ha comido, sin tener de qué temer, de la mano de su amo.
Mañana habrá de volver por el resto.
Fin