CUARTA PARTE

LAS SANTAS ARTES

I

El 8 de noviembre de 1558, frente a las indignadas narices de Alessandro de Legnano, Mateo Colón partió hacia Roma con escolta vaticana. El médico personal del Papa viajaba como un verdadero príncipe y todos se dirigían a él como a una eminencia. Ambos -el decano y el anatomista- sabían, sin embargo, que su buena estrella era tan frágil como la salud de Paulo III.

Alejandro Farnesio yacía en su lecho vaticano. La barba crecida y despeinada le confería el aspecto de un rabino decrépito. Mateo Colón se arrodilló a un costado de la cama, le tomó la mano y creyó no poder contener el llanto cuando, al besar su anillo, el pontífice, con las últimas fuerzas, lo bendijo en un hilo de voz. Cuando se hubo repuesto de la emoción, el anatomista ordenó que lo dejaran a solas con Su Santidad, cosa que, desde luego, no le fue concedida. Alejandro Farnesio no tenía más humanidad que piel pendiente sobre huesos. Ya era viejo cuando lo nombraron Papa -tenía setenta y dos años- y había sobrevivido a casi todas las enfermedades de este mundo. Ya no era aquel que había conseguido unir a los príncipes de la Iglesia contra los turcos; no era, ciertamente, aquel que, a fuerza de paciencia primero y, lisa y llanamente a la fuerza, después, había logrado, de una buena vez, reunir el Concilio de Trento. No era aquel que, con Santa Paciencia, había tenido que someterse a los caprichos del duque de Mantua, a los del Emperador y al de los protestantes. Y ya no era, por cierto, aquel encendido defensor de los tribunales de la Inquisición, cuyas hogueras consideró insuficientes para purificar las almas de tanto pecador, y a cuyos jueces juzgó pocos y burocráticos, y entonces los multiplicó como Cristo a los peces y a los panes, les confirió facultades ambulantes, los elevó al rango de Tribunal Supremo en materia de fe y nombró delegados en Venecia, en Milán, en Nápoles, en Toscana y en cuanta ciudad se le antojase oportuno. Y no era ya aquel ávido lector que, personalmente, decidía qué libros iban a parar a sus Indices librorum prohibitorum o bien a la hoguera -autor incluido, claro-. Alejandro Farnesio ya no era aquel, sino su propio fantasma, decrépito y agonizante. Su mano sarmentosa, cuyo nepótico índice había pretendido secularizar Parma y Piacenza para convertirlas en principados de los Farnesio, descansaba, ahora exánime, entre las manos del demoníaco anatomista cremonés, que acababa de ser rescatado del infierno y llevado al paraíso. Su Eminencia se ponía en las manos de quien, hasta ayer, era la voz de Lucifer y hoy, la mano de Dios.

El estado de Paulo III era verdaderamente preocupante, no solamente para Su Eminencia, sino también para su flamante médico personal, cuya suerte dependía de la salud del pontífice. Después de examinarlo durante horas, Mateo Colón tuvo la inquietante certeza de que no había mucho por hacer; Alejandro Farnesio nunca se había terminado de curar de la enfermedad que, cinco años atrás, lo había puesto al borde de la muerte. En rigor, no se explicaba cómo había podido sobrevivir un lustro. El corazón del Papa latía sin convicción, su tez tenía ya el color de los muertos, hablaba con una voz asmática apenas audible; cada frase le demandaba un esfuerzo agotador y los impulsos de su vieja locuacidad eran sistemáticamente interrumpidos por accesos de unas toses secas que lo sumían en una asfixia que le teñía la piel de violeta. Cuando estos accesos cesaban, volvía al color verde que exhibía desde hacía seis meses. Poco importaban ahora la gota que lo había aquejado casi toda la vida ni los ataques de epilepsia, ni las antiguas jaquecas, ni los horrendos herpes que le surcaban la piel -motivo que lo obligó a usar su semítica barba-. Paulo III se moría. Su Eminencia, personalmente, había despedido al inepto del médico que le había designado el crápula del cardenal Alvarez de Toledo, quien, a decir de Su Santidad, se había propuesto sucederlo cuanto antes fuera posible. Cierto o no, desde que el médico anterior se había hecho cargo de su salud, Alejandro Farnesio, día tras día, desmejoraba calamitosamente. Mateo Colón convino con la opinión de su paciente. En rigor, la terapéutica que le habían impuesto era más nociva que la misma enfermedad; de modo que el nuevo médico papal ordenó que dejaran de hacerle sangrías, pues aquello no tenía otro efecto que agravar la anemia del Santo Padre, dio directivas para que cesaran las enemas que lo dejaban exhausto y prohibió expresamente que le siguieran administrando hierbas vomitivas. La terapéutica adecuada no consistiría, como la anterior, en intentar sacar la dolencia por todos los Santos agujeros, pues, en rigor, la enfermedad del pontífice era una y muy fácil de diagnosticar: estaba viejo. Lo único que había logrado el médico anterior era quitarle los pocos rescoldos de vida que albergaba el cuerpo del anciano Papa.

Mateo Colón dispuso que se juntaran en un frasco todos los pontificios excrementos y, en otro, todos los santísimos jugos urinarios durante un día completo. Por la noche, el anatomista examinó el contenido de los frascos. Olor, color y viscosidad fueron escrupulosamente considerados. Antes de que saliera el sol, Mateo Colón resolvió cuál iba a ser la terapéutica. En efecto, la única enfermedad que presentaba Paulo III no era otra que la de su propia vejez.

El Santo Padre tenía que vivir. Mateo Colón hubiera estado dispuesto a darle al decrépito Alejandro Farnesio la mitad del resto de su propia vida. Pero había otra alternativa.

Paulo III necesitaba sangre joven. Exactamente eso iba a darle.

DÍA DE LOS SANTOS INOCENTES

I

El Día de los Santos Inocentes, con el consentimiento de Su Santidad, Mateo Renaldo Colón, flamante médico personal del papa Paulo III, dispuso que se buscaran diez niñas de entre cinco y diez años, bien saludables, por cierto, y las llevaran a su pontificio despacho. Personalmente seleccionó cinco de las diez y las llevó al lecho de Su Santidad. El anciano Papa bendijo a cada una de las niñas, que lloraron de emoción al besar su anillo, luego de lo cual fueron conducidas a una alcoba cercana a la del anatomista, que para ellas había sido dispuesta. Hecho esto, Mateo Colón ordenó buscar a las nodrizas más saludables de Roma. Personalmente seleccionó a las tres que mejor aspecto presentaban. Eran tres mujeres jóvenes antecedidas por sendos pares de mamas magníficas y de admirable complexión. Mateo Colón consideró conveniente comprobar las bondades de la leche de cada una de ellas; personalmente verificó el sabor y la sustancia de la leche que saltaba de abundancia cuando los pezones eran ligeramente estimulados por los dedos del anatomista.

Tres veces al día, Su Santidad era alimentado con la provechosa leche de sus nodrizas; como un niño, se acurrucaba sobre el pecho de su ama de leche de turno y bebía hasta dormirse profundamente. Resultaba conmovedor ver al decrépito Alejandro Farnesio, desdentado y con su blanca barba, cuando era acunado. Esta última terapéutica se mostraba beneficiosa pero insuficiente, ya que la leche de mujer reunía valiosos fluidos kinéticos, aunque, finalmente, resultaban escasos para devolver al pontífice un poco de su juventud perdida. De modo que, antes de lo previsto, Mateo Colón hizo comparecer en su despacho al verdugo más avezado de Roma.

El verdugo no pudo evitar molestarse cuando el anatomista le indicó que fuera lo menos cruento posible. Al fin y al cabo, no en otra cosa consistía su trabajo.

Aquella misma noche, antes de que concluyese el Día de los Santos Inocentes, la primera de las cinco niñas fue ejecutada.

Su Santidad, antes de beber el primer sorbo de la infusión hecha con la sangre, hizo un voto por el alma de la niña que, ciertamente, se había anticipado a la suya hacia el Reino de los Cielos y se alegró por su feliz y precoz destino.

– Amén -musitó, y entonces empinó el codo hasta ver el fondo de la copa.

II

Tres veces al día Paulo III era amamantado y, tres veces al día, bebía hasta la última gota de las infusiones de sangre joven que, personalmente, le preparaba su médico. Mateo Colón respiró aliviado cuando pudo comprobar que, en el curso de la primera semana, la salud del Papa mejoraba. La terapéutica no era original, salvo en algunos detalles; en efecto, Inocencio VIII, el papa que se había hecho popular por confesar su virilidad públicamente al reconocer a sus tres hijos -Franceschetto, Battistina y Teodorina-, había sido sometido por su médico a una terapéutica semejante, al llegar a su ocaso la salud de Inocencio, aunque, en aquella oportunidad, había arrojado pobres resultados. Las razones del fracaso no eran difíciles de determinar, a juicio del anatomista: en primer lugar, la leche de las nodrizas era sacada previamente por las criadas y servida en copas, después, al pontífice; sabido era por Mateo Colón que los fluidos kinéticos se evaporaban inmediatamente al entrar en contacto con el aire, de modo que la leche tenía que ser sorbida del pezón, tal como lo había dispuesto el Creador para la lactancia. En segundo lugar, la sangre con la que se preparaban las infusiones era extraída de jóvenes varones, cuando resultaba evidente que la sangre femenina era pura sustancia, pura materia, como lo probaba el gran Aristóteles en sus consideraciones sobre la gestación. La sangre de varón resultaba inútil, pues, como era sabido, estaba conformada de puros espíritus y poca sustancia, como el vino.

Como quiera que fuese y váyase a saber a causa de qué arbitrios, la salud de Paulo III parecía restablecerse.

La noticia corrió hasta Padua. Alessandro de Legnano destilaba veneno.

Alejandro Farnesio simpatizaba con su médico personal. Desde luego, tenía sobradas razones, pues, entre otras pequeñas mejoras, había recuperado su antigua locuacidad. Entre cada amamantamiento, el Santo Padre mantenía interminables charlas con Mateo Colón y se dirigía a él como a su hombre de confianza. Por cierto, su antiguo inquisidor, el cardenal Caraffa, sobrellevaba al intruso llegado desde Padua como a un clavo atravesado en la garganta.

EL CIELO CON LAS MANOS

I

Mateo Colón tocaba el cielo con las manos. Durante su estancia en Roma, el anatomista cremonés produjo su más vasta obra pictórica: los más bellos mapas anatómicos que jamás se hayan hecho, pintados con los óleos más refinados; cientos de apuntes en tinta que representaban su obsesión: el Amor Veneris. Y fue durante su estadía en Roma cuando pintó su más sublime y extraña obra: su Hermes y Afrodita, título que, sin duda, no puede atribuirse sino a la censura, por cuanto el óleo no representaba la reunión de las dos deidades en un solo cuerpo, sino que evocaba su visión de Inés de Torremolinos cuando el anatomista descubrió su Amor Veneris.

Todo era inspiración. Nada estaba fuera del alcance de su mano. Los tormentosos días inquisitoriales habían quedado atrás. Ahora podía mirar a sus antiguos inquisidores desde la diestra del altísimo trono de Paulo III, a quien le había devuelto la vida como Cristo a Lázaro. El oscuro anatomista cremonés era, ahora, la mano de Dios. Su nombre estaba llamado a la Gloria. De hecho, vivía ahora en la ciudad del Cielo en la Tierra. Había reemplazado sus viejos luccos de lino por otros de seda y su beretta de hilo por un fez bordado en oro que, para él, exclusivamente, confeccionó el sastre del Papa. Era un hombre rico; sus honorarios como médico personal del Papa ascendían a la cifra que él mismo creyese justa y, cuando él lo dispusiera, podía acudir a las santísimas arcas; al fin y al cabo, ¿qué precio podía tener la vida de Su Santidad? Nada lo conmovía; nadie llegaba a sus talones. Se paseaba por el Vaticano como si todo aquello le perteneciera. Era la única persona que podía ingresar, sin pedir permiso y cuando se le antojase, en las alcobas papales; el único hombre que podía interrumpir las reuniones; el único hombre que podía darle órdenes al Santo Padre; él decidía a qué hora come Su Santidad, cuándo es la hora de dormir y cuándo la de despertarse, él decidía si era conveniente que Su Santidad recibiera tal o cual visita, él decidía sobre las iras pontificias y el pontifical reposo.

Pero su felicidad todavía no podía ser completa; todas las noches, antes de dormirse, pensaba en Mona Sofía. Sin embargo, sobrellevaba el ansia del encuentro con el sosiego que otorga un título de propiedad. Tenía la certeza de la posesión; no importaba cuantos hombres la pretendieran, ni siquiera cuantos habrían de pasar por su cuerpo. Llegaría el día en que, libre, rico y célebre, subiría los siete peldaños del atrio del bordello dil Fauno Rosso, y entonces sí, como un general a cuyos pies se rinde el viejo enemigo, habría de entrar a su anhelada colonia. Pero sabía que tenía que ser cuidadoso y, sobre todo, paciente; debía, en adelante, comportarse como un político.

Nadie en el Vaticano ignoraba la influencia que ejercía Mateo Colón sobre la voluntad de Paulo III. Así lo comprendió su antiguo inquisidor, el cardenal Alvarez de Toledo. Viendo que ya no gozaba de la influencia que otrora ejercía sobre Su Santidad, Alvarez de Toledo decidió acercarse al médico personal del Papa. Bien sabía el cardenal qué palabras le gustaba escuchar al anatomista. Bien sabía cómo halagarlo.

El cardenal Caraffa, en cambio, no podía disimular la antipatía medular, el desprecio que sentía por Mateo Colón. No podía ocultar su profundo resentimiento, ni podía tolerar que le hubiesen soplado en las narices la antorcha que enciende la hoguera.

Como muestra de confianza y de reconciliación definitiva, el cardenal Alvarez de Toledo depositó en las manos del médico del papa su propia salud. Mateo Colón no ignoraba que Alvarez de Toledo era el cardenal con más posibilidades de suceder a Paulo III. En efecto, el cardenal español mucho sabía de negocios.

II

Confiado en su buena estrella, Mateo Colón se resolvió a exponer al Sumo Pontífice la situación de su obra, De re anatómica y que, de una buena vez, se levantara la censura que sobre ella había impuesto el cardenal Caraffa.

– Quizá no sea éste el momento -se limitó a contestar Paulo III.

Fue aquella la primera gran desilusión de Mateo Colón. Pero tenía paciencia y estaba dispuesto a esperar.

– Veremos, más adelante, veremos… -fue la siguiente respuesta cuando, seis meses después, el anatomista le recordó su asunto al Papa.

– Hijo, deberíais confesaros, pues habéis cometido grave pecado -dijo paternalmente Alejandro Farnesio-; acabáis de revelarme aquello que, ante la comisión, jurasteis no decir a nadie.

Mateo Colón no salía de su indignado asombro. El mismo le había salvado la vida y así se lo agradecía Su Santidad. Y no solamente le quitaba toda esperanza de ver publicada su obra, sino que, además, se permitía amonestarlo.

Mateo Colón terminó por desear que, de una buena vez, el decrépito e ingrato de Alejandro Farnesio se muriera. Finalmente, él era la mano de Dios y, así como podía dar la vida -tal como lo había hecho con su agónico paciente- también podía quitarla. ¿Acaso no era ya el médico personal del futuro Papa?

Su amistad con el cardenal Alvarez de Toledo se consolidaba día tras día; tenían un mismo anhelo y, cada vez que hablaban de la salud de Su Santidad, no podían evitar una mirada cómplice entre ambos. Jamás dijeron una sola palabra sobre sus secretos deseos; no hacía falta.

III

Una lluviosa mañana, Paulo III amaneció muerto. Fue el propio Mateo Colón quien se ocupó de comunicar la mala nueva. Aquel mismo día se reunió el cónclave. En realidad, nada parecía anunciar ninguna sorpresa. Mateo Colón estaba a un paso de ver, finalmente, su obra publicada. Se aprestaba a besar el anillo del nuevo Papa, su amigo, el cardenal Alvarez de Toledo. Con el ánimo sereno -no había motivos para la zozobra ni la inquietud-, el anatomista almorzó en su alcoba, después de lo cual pidió que lo despertasen a media tarde y se dispuso a dormir.

A media tarde se asomó a la ventana de su alcoba y miró hacia la basílica. Aún no había fumata. Decidió quedarse en sus aposentos, pues no quería escuchar ninguna habladuría de palacio. Entraba la noche cuando volvió a asomarse a la ventana. Sintió una ligera inquietud al no ver ninguna noticia en el cielo del crepúsculo. ¿Por qué habría de demorarse tanto la nueva, si era cosa resuelta? Pero inmediatamente volvió a la calma.

Era noche cerrada cuando el anatomista decidió instalarse en la ventana hasta ver la fumata blanca.

LA ULTIMA CENA

I

Exactamente a la medianoche, la chimenea de la basílica soltó una levísima columna de humo blanco. Todas las campanas del Vaticano doblaron a pique y todas las recovas empezaron a vomitar multitudes que corrían hacia la Plaza de San Pedro. Una bandada de palomas asustadas voló alrededor de la cúpula de la basílica. Todo se iluminó de repente. El corazón del anatomista se animó con una ansiedad largamente contenida. Desde su ventana podía ver perfectamente el balcón de Su Santidad. Rió de emoción como no reía desde hacía muchos años. La multitud reunida pedía a gritos conocer al nuevo Papa. Como semillas que se esparcen en el viento, empezó a instalarse en las bocas el nombre del nuevo Pontífice: habría de llamarse Paulo IV. ¿Pero cuál de los cardenales sería Paulo IV? "Alvarez de Toledo", se leía en los labios de la multitud.

Precedido por un silencio sepulcral hecho de emoción, ansiedad y pleitesía, Su Santidad se asomó al balcón. Mateo Colón reía como nunca había reído. Sólo cuando la exaltación hubo de sosegarse hasta permitirle al anatomista abrir bien los ojos, pudo ver, claramente, el rostro de Paulo IV. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se quedó con la risa petrificada. Aquel que ahora saludaba desde el balcón no era sino el cardenal Caraffa.

Creyó ver, a la distancia, que el nuevo pontífice le dedicaba una mirada.

II

Aquella misma noche Mateo Colón empacó todas sus cosas. No había razón para esperar, no ya la censura definitiva para su obra -que era un hecho-, sino tampoco para suponer que su antiguo inquisidor no habría de ejecutar la sentencia que había quedado en suspenso. Sabía del odio visceral que Caraffa le prodigaba.

Sin embargo, no todo estaba perdido. Reflexionó serenamente y se resolvió de inmediato. Todavía le quedaba su anhelado refugio en Venecia. No había olvidado cuál era la causa de su vida. Y nada en el mundo podía impedir que, por fin, Mona Sofía le entregara definitivamente su corazón. Ahora sí, el anatomista tenía la llave que abría las puertas de la voluntad de la mujer que quisiera para sí. Y aquella mujer era su Mona Sofía.

Además era ahora un hombre rico, dueño de una fortuna que difícilmente pudiera gastar en el resto de su vida. Después de todo, no sería tan difícil huir de las garras de Caraffa. En dos minutos decidió el resto de su existencia: ahora mismo partiría hacia Venecia, iría al bordello dil Fauno Rosso, pagaría los diez ducados que le permitirían hacerse del amor de Mona Sofía y de Venecia partiría con ella hacia el otro lado del Mediterráneo, o, si era necesario, a las nuevas tierras situadas del otro lado del mundo, más allá del Atlántico.

Entonces, perdidamente enamorada del anatomista, Mona Sofía se convertiría en la más leal de las mujeres y, por cierto, en la más fiel esposa.

Aquella misma noche empacó algunas ropas y todo el dinero que había ganado en su estancia en el Vaticano. Se echó la foggia sobre la frente y, caminando contra la multitud, como un criminal, se abrió paso hasta perderse en la callejuelas de Roma.

A sus espaldas, el Vaticano era una fiesta.

Загрузка...