Capítulo 8

Rafael intentó parecer sólo enfadado; no quería que ninguno de sus hombres pensara que en realidad Drea era importante para él. El enfado, sin embargo, era la parte menos importante de lo que estaba sintiendo. Lo que más sentía era miedo, un miedo que le desgarraba las entrañas y que no podía controlar. Hasta que Amado le enseñó la cartera de Drea, que algún niño había encontrado bajo una papelera fuera de la biblioteca, adonde la había devuelto -pequeño hijo de puta honrado- Rafael pensaba que tal vez Drea intentaba darle una lección. Pero ahora ya no se podía consolar con esa teoría, qué pasaba con la prueba de su cartera, que no tenía ni dinero en efectivo ni su DNI, aunque todas las tarjetas de crédito estaban todavía dentro.

Cualquier ladrón estúpido habría cogido el dinero y las tarjetas de crédito y se habría gastado hasta el último céntimo, lo que habría llevado a la poli directamente hasta él. Un ladrón inteligente se habría quedado con el dinero y habría dejado las tarjetas. Su carné de conducir también había desaparecido. La usurpación de identidad era un gran negocio, y un carné de conducir en regla era algo muy valioso. Cuando sumó la desaparición de Drea al hecho de que las tarjetas de crédito estuvieran todavía en la cartera, todas sin excepción, la posibilidad que le pareció más probable no era nada alentadora. Ni siquiera podía albergar la esperanza de que se la hubieran llevado los del FBI -aunque Drea no les hubiera servido para nada, a no ser que quisieran averiguar todo lo que sabía sobre ir de compras- porque ellos no le habrían robado el dinero ni habrían tirado la cartera.

Él tenía enemigos, y muchos. Si alguno de ellos había raptado a Drea, podía darla por muerta. La mantendrían con vida durante un tiempo para presionarlo a él, pero sólo volvería a verla hecha pedazos. En su mundo, la violencia era algo común; lo único valioso era el dinero y la supervivencia. Era un mundo que le hacía prosperar, un negocio en el que él destacaba, pero ahora se estaba poniendo enfermo al pensar en la dulce e ingenua Drea violada y torturada.

Había reunido a todos sus hombres en el ático, el único lugar en el que estaba seguro de que no podían escuchar sus conversaciones. Orlando sabía lo que hacía, así que Rafael había invertido en los sistemas de seguridad más avanzados para evitar que los agentes del FBI pudieran escuchar todo lo que decía.

– Alguien ha tenido que ver algo. Hay cámaras en todas las entradas y salidas, ¿no es así? -Dirigió esta última pregunta a Orlando.

– Podría ser, pero sabe Dios qué tipo de seguridad tienen. ¿Quién va a entrar a robar en una biblioteca? Veré qué puedo averiguar.

Obtener una orden de registro estaba fuera de toda consideración -nadie lo había sugerido siquiera-. ¿Llamar a la poli? Vaya gracia. Los polis lo joderían todo con su parafernalia legal -y eso si es que hacían algo-. Rafael no pensaba malgastar su tiempo en eso; haría las cosas a su manera. Descubriría quién había secuestrado a Drea y, entonces, golpearía a ese hijo de puta con todas sus fuerzas.

– A lo mejor cuando se dio cuenta de que había perdido la cartera, salió a buscarla -dijo Héctor.

– Tú eres gilipollas -respondió Amado con un gruñido avinagrado-. ¿Entonces por qué no contesta cuando la llamamos al móvil?

– Entonces a lo mejor alguien le robó el bolso y ella fue tras él y se perdió.

Héctor estaba intentando agarrarse a un clavo ardiendo, y la tristeza que se reflejaba en sus oscuros ojos revelaba que era consciente de ello. Aun así, continuaba sintiéndose obligado a dar cualquier posible alternativa a lo que todos sabían que probablemente había pasado.

– No pudo haber hecho eso -dijo Amado-. Se torció el tobillo al subir al coche y cojeaba. No habría sido capaz de perseguir a nadie. Además, si alguien le hubiera robado el bolso, ella habría puesto el grito en el cielo y todos los de la biblioteca se habrían enterado.

– Sea quien sea el que la ha secuestrado, sabía lo que hacía -dijo Orlando-. A lo mejor cuando salió la rodeó con un brazo como si fueran amigos y entonces le puso un arma en el costado con la otra mano. Ella se habría ido con él sin decir ni pío.

Si el secuestro había tenido lugar fuera, las cámaras de la biblioteca podían no haber grabado nada, pensó Rafael. Después se dio cuenta de que eso daba igual. Quienquiera que fuese el que había raptado a Drea, querría que él lo supiera porque lo habría hecho con alguna intención. Llevársela y asesinarla sin más no tenía ningún sentido; probablemente, el que lo había hecho se pondría en contacto con él muy pronto para pedirle dinero o tal vez algo más. Se puso a pensar concienzudamente, preguntándose si era posible que el que lo hubiera hecho se hubiera enterado de para qué había contratado los servicios del asesino y entonces se hubiese imaginado qué había detrás de ello. Estaba casi seguro de que eso era imposible. Y aunque alguien lo hubiera hecho y matar a Drea fuera su manera de vengarse, quienquiera que fuese querría igualmente que él se enterara, de lo contrario no tendría sentido.

– No es necesario que comprobemos las grabaciones de las cámaras de seguridad de la biblioteca -dijo enérgicamente-. El que la haya secuestrado, llamará.

De una manera o de otra, estuviera Drea viva o muerta, llamarían. Hasta entonces, lo único que podía hacer era esperar.

Incapaz de permanecer allí durante más tiempo delante de sus hombres, Rafael se dio la vuelta bruscamente y dejó la habitación, bajando por la entrada hacia el dormitorio de ella. Abrió la puerta, entró y de repente se detuvo como si hubiera tropezado con una pared invisible. La presencia de ella era tan fuerte que casi podía tocarla. El aroma de su perfume flotaba en el aire. La televisión estaba encendida, como siempre, las voces del canal de compras eran tan alegres que le hicieron recordar el gorjeo de los pájaros. Su ordenador estaba encendido, ella nunca lo apagaba y, aunque la pantalla estaba en negro, la luz de encendido indicaba que estaba en el modo de hibernación y que podría volver a la vida con sólo tocar una tecla. La puerta del armario estaba entreabierta, la luz de dentro estaba encendida, así que el revoltijo de su ropa era claramente visible. La bisutería estaba esparcida por encima del tocador.

Drea era como una urraca, le encantaba todo lo brillante y colorido. Era desordenada, descuidada y entusiasta como una chiquilla. Se merecía algo mejor que tener una muerte brutal a manos de unos hombres para los que ella no significaba nada.

Se le nubló la vista y, para su sorpresa, se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de lágrimas. No podía dejar que nadie lo viese en ese estado, así que se obligó a adentrarse en la habitación para mirar dentro del baño, donde el tocador estaba repleto de cosméticos y el aire era incluso más denso con su aroma, una femenina mezcla de gel de baño perfumado, velas, lociones y aerosoles. Drea adoraba -había adorado- todas las florituras intrínsecas al hecho de ser una mujer.

Notaba una gran presión en el pecho y una sensación de vacío interior. Apenas podía respirar por culpa de la presión, e incluso los latidos de su corazón parecían penosos, fuertes y lentos, por causa de su aflicción. Nunca antes había sentido tanto dolor, como si nunca más fuese a librarse de él. Ella se había ido. No era justo; se había dado cuenta de que la amaba sólo para perderla al día siguiente. Estaba resentido con ella por haberse enfadado con él el día anterior, por obligarlo a verla tal y como era, resentido por haberle hecho encontrar su punto débil, resentido porque se había marchado. La maldecía, y se maldecía a sí mismo por haber sido tan estúpido.


Drea se despertó en medio de la noche, jadeando en busca de aire, luchando con la sábana como si fuera una cuerda enroscada a su alrededor. Se irguió al instante, mirando ferozmente la habitación. Entraba la cantidad de luz suficiente por los lados de las cortinas para que la habitación no estuviese completamente a oscuras; de haber sido así, habría sufrido un ataque cardiaco, pero de esta manera simplemente podía ver que allí no había nadie. Gracias a Dios, estaba sola.

Había soñado con el asesino, había soñado que lograba encontrarla en ese motel y que entraba en la habitación y que, esta vez, después de practicar sexo con ella, finalmente iba a matarla. No podía verlo, pero había sentido su presencia entre las sombras, mirándola. Al extraño modo de los sueños, sabía que, mientras estuviera despierta, él no podría hacerle nada, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo para mantener los ojos abiertos se fue adormilando cada vez más hasta que finalmente no pudo aguantar más y se quedó dormida -eso era algo que nunca le había sucedido, soñar sobre intentar mantenerse despierta y en lugar de ello quedarse dormida- hasta que se despertó con él encima de ella, dentro de ella, y sus manos alrededor de su garganta.

Fue en ese momento cuando se despertó de verdad, luchando contra un fantasma, congelada por culpa del pánico que la inmovilizaba con su abrazo de hielo.

Incluso soñando, incluso sabiendo que él la iba a matar, la sensación de su penetración había sido tan real que había estado a punto de tener un orgasmo. Ahora, completamente despierta, enfadada y humillada aunque nadie supiera lo estúpida que era, Drea se levantó de la cama y fue hacia el lavabo para beber un trago de agua.

Encendió la luz y se quedó mirándose a sí misma bajo el intenso resplandor fluorescente. Estaba desnuda porque no tenía más ropa que la que había llevado puesta. Había lavado la ropa interior a mano y la había colgado en una percha para que se secara.

Normalmente usaba pijamas; ¿sería el hecho de dormir de una forma diferente lo que había provocado la pesadilla? Porque eso era lo que había sido, una pesadilla. Incluso sabiendo que estaba sola, miró detrás de ella en el espejo, como esperando que él apareciese allí.

La distribución de la habitación era la típica de los moteles, con el lavabo y el tocador situados en un espacio abierto al fondo de la habitación, y el inodoro y la bañera/ducha solos en un pequeño cuarto. Se dio cuenta de que no había puerta de atrás; si la pillaban allí no tendría escapatoria. Darse cuenta de ello avivó un intenso deseo de salir corriendo, pero el sentido común se impuso. Allí estaba relativamente a salvo; incluso aunque Rafael hubiera descubierto lo de su cuenta bancaria tan pronto, lo que habría sido una mala suerte increíble, y hubiera conseguido de alguna manera la grabación de la cámara de seguridad de la biblioteca y, por lo tanto, tuviera una descripción reciente de ella, había cambiado de taxi lo suficientemente a menudo y había hecho los suficientes zigzags a pie por el medio de la ciudad para que le llevase bastante tiempo encajar las piezas y seguirle el rastro.

Podía permitirse esperar hasta tener su dinero, hasta cortarse y teñirse el pelo, hasta que tuviera oportunidad de comprarse más ropa y un coche de segunda mano. No se permitiría caer presa del pánico. El sueño la había asustado, eso era todo.

Aun así, aunque había encendido la luz, no fue capaz de volverse a dormir. No quería volver a soñar con él, no lo quería sentir cerca, ni siquiera en su subconsciente. Tendida con los ojos abiertos en la oscuridad, soportó el lento tictac de los minutos pasando, acercando cada vez más la hora del amanecer y su nueva vida. Pensar en el pasado era inútil, en lugar de ello se centró en lo que tenía por delante. Ahora era millonaria; tal vez se comprara una casa, su propia casa. Nunca antes había tenido un hogar propio. Pensándolo bien, no había ningún lugar que considerase su hogar, por lo menos no desde hacía bastante tiempo.

Se hizo de día y Drea se aventuró a salir para conseguir algo para comer. Estaba hambrienta; la noche anterior sólo había cenado unas galletas y unas patatas fritas de la máquina expendedora situada al lado de las escaleras. Encontró una pequeña cafetería que estaba tan llena que tuvo que esperar de pie hasta conseguir un taburete en la barra, en lugar de ocupar una mesa para ella sola. Finalmente se sentó, encajada entre dos fornidos tipos que parecían obreros de la construcción, o tal vez camioneros. Ella no los miró y ellos no dijeron nada, simplemente se dedicaron a vaciar sus platos.

Pidió huevos con salchichas y una tostada, algo que nunca habría pedido estando con Rafael por miedo a engordar unos gramos. Una vez que se hubo metido el primer trozo en la boca, Drea se olvidó de mirar el reloj y se perdió en lo que tal vez fuera la primera comida como Dios manda que había hecho desde… no recordaba desde cuando. Desde antes de haber conocido a Rafael, es decir… años. No había comido como Dios manda desde hacía años.

A la mierda los hombres. Ahora ya no necesitaba a ningún hombre. Era rica, y podía comer lo que le diera la santa gana.

Finalmente, invadida por una sensación de bienestar como consecuencia de la comida, caminó de vuelta al motel. El banco estaba a punto de abrir. Sentada en la vieja y pequeña habitación, esperó hasta las nueve y cuarto. Entonces encendió su BlackBerry, que inmediatamente zumbó como señal de que tenía mensajes nuevos. Ella la ignoró y accedió a su cuenta. Nada. La transferencia todavía no había sido notificada. Las transferencias deberían ser lo primero de lo que tratasen. No tenía sentido que comprobara su cuenta de Kansas porque allí tenían el huso horario de la zona central y todavía faltaba una hora antes de que pudiera esperar de forma realista que hubieran hecho algo.

¿Habría ido algo mal? Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Legalmente, no había manera de que Rafael hubiese impedido la transferencia, pero ilegalmente… Sí, ponerle una pistola en la cabeza al director del banco. Y quizá Rafael habría sido capaz de hacerlo si hubiera descubierto al momento lo que ella había hecho.

Normalmente, él no extendía cheques para pagar sus compras; usaba la tarjeta de crédito. De hecho, normalmente no extendía ningún cheque, ni siquiera para pagar facturas. Orlando le había recomendado que no tuviera tarjeta de débito, ya que alguien podía conseguir la clave y desplumarlo, así que Rafael pagaba las facturas a la antigua usanza, aunque en realidad no lo hacía él mismo. Su contable, el legal, lo hacía por él.

No, estaba casi segura de que Rafael no podía haberse enterado de nada.

Diez minutos después, lo intentó de nuevo. Esta vez, su cuenta reflejaba la transferencia de cien mil dólares.

Sin fuerzas por el alivio que sintió, Drea se volvió a tirar sobre la cama, apretando la BlackBerry contra su pecho. Miró de nuevo la cantidad, y empezó a reírse. Allí estaba, y era todo suyo, hasta el último penique.

E iba a llegar tarde a su cita en la peluquería si no se daba prisa. Saltó de la cama, llamó un taxi y dejó la llave de la habitación junto con un par de dólares en la mesilla de noche antes de salir a esperar al taxi.

Las cosas iban rodadas hasta que llegó al banco y se dispuso a cancelar su cuenta. Después de facilitarles su identificación y la información necesaria para el papeleo, pidió que le dieran los cien mil dólares en metálico. La gerente de cuentas, una mujer de mediana edad con el pelo color vino, dejó de hacer lo que estaba haciendo y se quedó mirando a Drea por encima del mostrador.

– No sé si será posible, al menos no la cantidad total -dijo disculpándose-. Normalmente, damos a los clientes un cheque de caja cuando cancelan sus cuentas. Obviamente, no tenemos disponible una gran reserva de dinero en efectivo. Si nos hubiera avisado podríamos haber tenido esos fondos adicionales a mano, pero… déjeme hablar con el director del banco. Veré lo que puedo hacer.

Drea se calló la punzante observación que había estado a punto de hacer. ¿Un banco que no tenía mucho dinero a mano? ¿Qué mierda de banco no tenía efectivo? Contrariar a la mujer no ayudaría, sin embargo, a evitar que se fuera sin ningún dinero en efectivo, así que en lugar de ello dijo:

– Lo siento. Todo ha sido tan rápido… no me había parado a pensar en eso.

No especificó qué era lo que había pasado tan rápidamente, pero su disculpa pareció funcionar porque la mujer dijo:

– Tal vez podamos hacer algo. Ahora mismo vuelvo.

Mientras la mujer desaparecía en otra oficina, Drea se puso a pensar concienzudamente. ¿Qué demonios iba a hacer ella con un cheque de caja de cien mil dólares? Todo lo que podía hacer con él era abrir otra cuenta. Necesitaba dinero en efectivo, dinero en efectivo no rastreable.

Echó un vistazo a su reloj, se le estaba haciendo tarde si quería acudir a la cita de la peluquería. Podía saltarse la cita, cortarse el pelo más tarde por el camino, pero quería cambiar de aspecto antes de comprar un coche. Tal vez si le daba un poco de tiempo al banco y volvía después de la cita en la peluquería podrían conseguir más efectivo, pero eso implicaría que la gerente de cuentas se diera cuenta de que había cambiado de corte de pelo, lo que facilitaría a Rafael la tarea de localizarla.

No estaba funcionando. Tenía que rehacer su plan. Está bien, le daría al banco más tiempo para reunir el dinero en efectivo, quizá hasta un día más… Dios, ¿a qué se arriesgaría si se quedaba en Elizabeth un día más?

Decidió que era un riesgo inaceptable. Necesitaba marcharse ese mismo día. Aunque no le quedaba mucho dinero en efectivo, así que tendría que conseguir algo de dinero inmediatamente. No necesitaba que le dieran los cien mil en efectivo; con veinte mil bastaría, y que le dieran el resto en un cheque de caja. Por diez mil podría comprarse un coche lo suficientemente en buen estado como para llegar a Kansas, los otros diez mil serían más que suficientes para pagar el alojamiento y la comida. ¿Cuánto tiempo le llevaría llegar a Kansas? ¿Dos días? ¿Tres? Tendría dinero más que suficiente para gastar.

La gerente de cuentas salió de la oficina con las cejas fruncidas, en un gesto que indicaba a Drea que no había ninguna posibilidad de que le diesen todo el dinero en efectivo.

– Lo siento -empezó, pero Drea sacudió la cabeza.

– No pasa nada. ¿Qué tal si me dan veinte mil en efectivo, o incluso cincuenta mil y el resto en un cheque de caja? Eso sería más que suficiente. No sé en qué estaba pensando; la verdad es que no quiero viajar con tanto dinero en efectivo.

La expresión de la mujer se suavizó.

– Me consta que podemos darle quince mil en efectivo, pero déjeme comprobar lo de los veinte…

Se le estaba haciendo demasiado tarde.

– Ya le he robado demasiado tiempo -dijo Drea-. Quince sería perfecto.

– ¿Está segura? No me llevaría ni un minuto comprobarlo…

– Gracias, pero no es necesario que se moleste.

Finalmente, tenía sus quince mil en efectivo, ciento cincuenta billetes de cien dólares, y un cheque de caja por valor de la cantidad restante. El dinero en efectivo abultaba muchísimo, lo que la hizo alegrarse de no haber podido obtener la cantidad total. Tendría que haber comprado una pequeña maleta sólo para guardar el dinero, y eso habría llamado demasiado la atención. Por lo menos los quince mil dólares le cabían en el bolso.

Firmó un par de recibos y finalmente terminaron las transacciones. «Muchas gracias», dijo, después miró su reloj y salió apresuradamente del banco.

Llegó casi veinte minutos tarde a la peluquería. El estilista estaba de un humor pésimo por el retraso, pero se animó cuando ella señaló su masa de largos tirabuzones y dijo:

– Córtemelo. Y quiero que quede más liso y oscuro.

Como a la mayoría de los estilistas, le encantaba cortar melenas y hacer cambios radicales.

Una hora y media más tarde, salió de la peluquería morena y con un corte de pelo enmarañado que quedaba un poco de punta en la parte de arriba. Parecía lista como el demonio, y le encantaba. Su rostro parecía diferente, más fuerte, la estructura ósea más evidente, una mujer que no estaría dispuesta a aguantar las gilipolleces de nadie.

Tendría que pensar en un nuevo nombre, un nombre que encajara con su nuevo yo. En algún lugar, durante el camino, tendría que conseguir un nuevo carné de conducir, pero ya se preocuparía de ello más tarde. Ahora, necesitaba ruedas.

Un poco más de cinco horas después, estaba entrando en Pensilvania de camino hacia el oeste. Su coche era un Camry granate, no tenía muy buena pinta porque los cromados estaban un poco oxidados y tenía una serie de abolladuras y golpes en los parachoques, pero los neumáticos eran buenos y el motor iba bien.

Pronto, pensó, estaría conduciendo un Cadillac. O tal vez un Mercedes. Al cabo de un par de días estaría en Kansas y, desde allí, nadie podía saberlo. Podría elegir el lugar que quisiera, y Rafael Salinas podría irse a la mierda.

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