Capítulo 20

Aquella noche, Simon voló a Denver. Sólo llevaba una bolsa pequeña para poder marcharse directamente desde la puerta de llegada sin tener que lidiar con el rollo de recoger el equipaje. No llevaba encima ningún arma y no necesitaba conseguir ninguna. Sólo quería ver a Drea con sus propios ojos, asegurarse de que realmente era ella y averiguar lo que había pasado.

Tenía que haber algún error. La mujer del hospital probablemente no fuese Drea. Sería una maravillosa coincidencia si hubiese dos «Jane Doe», una viva y una muerta, y la viva tendría más interés para la prensa que la muerta. El accidente de Drea había ocurrido bastante lejos de allí, en una zona mucho menos poblada. Podía ser que el informe de una víctima sin identificar de un accidente ni siquiera saliese en la prensa.

O, en el peor de los casos, los médicos habían reanimado a Drea pero sufría muerte cerebral o tenía unas funciones muy limitadas, quizá una actividad mínima en su tronco cerebral para mantener en funcionamiento los pulmones y el corazón, aunque no sabía cómo podía latirle el corazón después de lo que le había pasado. No podía imaginarse a ningún cirujano haciendo el inmenso trabajo de reparación que necesitaba, si es que era posible, a alguien que o bien sufría muerte cerebral o que estaba en un estado vegetativo profundo.

Por eso pensaba que aquella mujer no podía ser Drea. No quería que fuese Drea, no si había sufrido daño cerebral.

Pero si lo era, si aquella mujer de verdad era Drea y algún maldito estúpido había mantenido su cuerpo con vida aunque su cerebro hubiese muerto, él la cuidaría. Encontraría el mejor lugar del país para ella, algún lugar donde cuidasen con mimo su cuerpo. La visitaría de vez en cuando, aunque verla así fuese aún más duro que verla morir. No tenía ningún derecho legal para tomar decisiones sobre su cuidado, pero a la mierda con eso. Tenía dinero para hacerlo y si alguien se interponía en su camino se la llevaría sin más. Se ganaba la vida estando donde se suponía que no debía estar y haciendo cosas que se suponía que no tenía que hacer.

Se registró en un hotel para pasar la noche. Habría más gente rondando por el hospital durante el día y sería más fácil pasar desapercibido. Durante el día había mucha gente: pacientes externos haciéndose pruebas, visitantes entrando y saliendo todo el día, entregas de flores y de periódicos, recepción de suministros médicos y de comida… sería una cara más entre la multitud. Por su experiencia, la gente que trabajaba en el turno de noche vivía en un mundo más pequeño y solían fijarse más en los extraños.

Primero tendría que averiguar si «Jane Doe» todavía estaba en el hospital. Habían pasado más de dos semanas. Si la mujer en cuestión no era Drea podría ser que ya le hubiesen dado el alta, o sencillamente se hubiese marchado, porque normalmente la gente sin documentación tenía algo que ocultar. Si ya no estaba allí, entonces obviamente no era Drea y podría volver a casa. Si las heridas habían sido graves y seguía allí, entonces tendría que verla para comprobar si era Drea o no. Antes los hospitales eran tan poco meticulosos con la intimidad que con una llamada habría podido averiguar todo lo que necesitaba saber, pero ahora sólo daban información a los familiares directos. Aun así, eso no significaba que no pudiese averiguar cosas, sólo que sería un poco más difícil.

Llegó al hospital antes de las seis en punto de la mañana siguiente, para esperar el cambio de turno. Podría ser que algunos de los trabajadores del hospital tuviesen turnos de doce horas, lo que significaba que trabajarían de seis a seis, o de siete o siete, y no sabía quién sería su objetivo. Tendría que trabajar rápido. Podía ser que tuviese horas, dependiendo de lo alerta que estuviese su objetivo, aunque después de un largo turno de noche probablemente no lo estaría tanto; o podía ser que no tuviese más que media hora. Pero el cambio de turno era el momento de entrar, era cuando había más distracciones.

Entró por la puerta de la sala de urgencias, que siempre estaba llena de gente y luego localizó los ascensores y el directorio. La UCI estaba en la séptima planta. Una mujer que parecía tener prisa y cuya cara reflejaba cansancio y preocupación entró corriendo en el ascensor justo cuando se estaban cerrando las puertas. Probablemente venía de la cafetería, porque llevaba una gran taza de café. Pulsó el botón de la cuarta planta. Después de que la mujer se hubo bajado, hizo el resto del camino solo.

La sala de espera de la UCI, rodeada de paneles de vidrio, estaba llena de gente con los ojos hinchados que acampaba en la estrecha habitación, algunos literalmente, que llevaban sacos de dormir, algo para picar, libros y cualquier cosa que hiciese las pesadas horas más confortables. Sobre una mesa había una cafetera, que emitía ruiditos mientras expelía con fuerza café recién hecho. Varios montones de vasos de poliestireno permanecían como centinelas junto a la jarra.

Las pesadas puertas de la UCI, que funcionaban por medio de un plato de presión sobre la pared, estaban justo al otro lado de la sala de espera. Las paredes de cristal le permitían observar las puertas desde dentro de la sala de espera, y mientras esperaba por el cambio de turno podría deducir alguna información de los familiares que habían mantenido vigilancia durante la noche, esperando con todas sus fuerzas que sus seres queridos viviesen, o bien, esperando estoicamente el final. Compartir una sala de espera de la UCI era como compartir una trinchera: todo el mundo estaba en una situación de crisis y la información fluía como el agua.

Encontró una silla vacía desde donde podía ver la UCI, luego se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas, con la cabeza colgando hacia abajo. Su lenguaje corporal sugería desesperación, un sentimiento que conocían muy bien todos los que estaban en esa sala. Mantenía la cabeza lo suficientemente levantada para ver las puertas de la UCI.

No tenía contacto visual con nadie, no miraba a su alrededor; simplemente se sentó allí como la auténtica imagen de la desgracia. Un minuto después, la mujer de pelo gris de su izquierda le preguntó con tono comprensivo:

– ¿Tiene aquí a algún miembro de su familia?

Se refería a la unidad, por supuesto.

– A mi madre -dijo con una voz tensa. La UCI siempre estaba llena de gente mayor, así que era una elección segura, y actuar como un hijo devoto siempre hacía sentirse cómoda a la gente-. Un ataque al corazón -dijo trabando con dificultad-, grave. Creen… creen que puede sufrir muerte cerebral.

– Vaya, eso es duro. Lo siento muchísimo -dijo ella-. Pero no pierdas la esperanza todavía. Mi marido trabaja en la construcción. Hace un mes se cayó de un cuarto piso y se rompió casi todos los huesos del cuerpo. Pensé que lo iba a perder. -Le temblaba la voz al recordar la desesperación-. Llevaba tiempo intentando hablar con él para que se retirase y finalmente me prometió que lo haría el año que viene, y luego ocurrió esto. Entonces supe que nunca llegaría a disfrutar de los viajes de caza y pesca que había planeado con nuestro hijo. Nadie pensaba que lo conseguiría, pero todavía aguanta y ahora creen que la próxima semana podrían trasladarlo a planta.

– Eso es bueno -murmuró él mirándose las manos-. Me alegro. Pero mi madre… -se desmoronó, agitando la cabeza-. La encontré demasiado tarde -dijo añadiendo un poco de culpa para hacer aquello más interesante-. Ahora le están haciendo pruebas, pero si sufre muerte cerebral…

– Ni siquiera el mejor médico sabe todo lo que hay que saber sobre el cuerpo humano -interrumpió un hombre corpulento con la cara roja, sentado al otro lado de la mujer de pelo gris-. Hace un par de semanas trajeron a una mujer que sufrió un accidente de coche, se salió de la carretera y chocó contra un árbol. Una rama le atravesó el pecho.

Ahí estaba, era exactamente lo que necesitaba saber y ni siquiera había tenido que entrar en la UCI. Simon intentó controlar la mueca de dolor que le provocó el comentario. Era Drea. No cabía duda de que era ella. Sintió el alivio que le invadía el estómago como una montaña rusa, pero inmediatamente el temor volvió a paralizarlo. Debía de haber sobrevivido al accidente pero ¿en qué estado? ¿Estaría en uso de sus facultades? ¿Podría caminar, hablar, reconocer a alguien? Intentó hablar pero no pudo, tenía la garganta tan tensa que apenas podía respirar.

La mujer de pelo gris le dio una palmadita de consuelo en el brazo pensando, evidentemente, que estaba a punto de llorar. Aquel gesto tan simple y compasivo lo dejó perplejo. La gente no le tocaba con esa facilidad, tan despreocupadamente. Siempre había habido algo en él que hacía que la gente mantuviera las distancias, algo frío y letal que, obviamente, esa mujer no había podido sentir. Sin embargo, Drea lo había tocado. Le había puesto la mano en el pecho, se había colgado de él y lo había besado con una boca tan tierna y hambrienta, como si no pudiera resistirse al deseo. Aquel recuerdo le hizo tragar saliva convulsivamente, y eso le calmó la garganta lo suficiente para conseguir hablar.

– Creo que he leído algo sobre eso -mintió, emitiendo las palabras a trompicones.

– Los médicos dijeron que cuando llegaron estaba muerta. Estaban recogiéndolo todo cuando uno de ellos la oyó jadear. Juraron que no tenía pulso, pero de repente lo tenía. Tuvieron que cortar la rama para poder traerla al hospital, porque se imaginaron que si se la extraían le harían aún más daño. Además la rama debía de estar presionando la aorta, lo que ayudó a que no se desangrase. -El tipo corpulento cruzó los brazos sobre su enorme pecho-. Estaban seguros de que sufría muerte cerebral pero no fue así. Les llevó más de dieciocho horas de cirugía remendarla, y entonces… ¿la trasladaron hace tres días?

– Dos. Antes de ayer -dijo la mujer de pelo gris retomando la historia.

– La trasladaron a una planta. He oído que evoluciona bien, pero también que no puede hablar, así que quizá sí tenga algún daño cerebral.

– Ha empezado a hablar -dijo otra persona-. Le dijo algo a una de las enfermeras. Estaban hablando de ello.

– Es increíble -dijo Simon, con el estómago en una montaña rusa de nuevo, pero esta vez su corazón también se unió al viaje. Con un asombro distante se dio cuenta de que se iba a desmayar… o a vomitar. O ambas cosas. Evoluciona bien. Habla.

– Es un milagro, seguro -dijo el tipo corpulento-. Era una «Jane Doe». No tenía ningún tipo de identificación y parece que nadie la buscaba. No consiguieron que escribiese su nombre ni nada. Sin embargo, ahora está hablando y supongo que ya sabrán su verdadero nombre.

Seguro que no, pensó Simon. Drea era demasiado astuta como para hacer eso. Les daría un nombre falso, lo cual representaba un problema para él. ¿Cómo iba a encontrarla? Aunque pudiese acceder a un ordenador, cosa que sin duda podría conseguir, no tenía ni idea del nombre que les había dado. Abandonó esa idea rápidamente. Tendría que abordar esto desde otra dirección.

– ¿Quién era su médico? -No tenía ningún motivo para hacer una pregunta como ésa, pero en la sala de espera de un hospital la gente hablaba de cualquier tipo de temas. Hablaban para pasar el tiempo, para distraerse y formaban relaciones que podía ser que no perdurasen más allá de la estancia de sus seres queridos en la UCI; pero mientras estaban encerrados en esa celda de cristal lloraban y reían juntos, se consolaban los unos a los otros, compartían recetas familiares y cumpleaños… cualquier cosa para pasar aquello.

– Meecham -fue la rápida respuesta-. Cardiocirujano.

El cirujano haría sus rondas todos los días, visitaría a todos sus pacientes. Cuando alguien tenía un traumatismo como el de Drea, el ego del cirujano aumentaba de forma directamente proporcional a la evolución del paciente, sobre todo cuando el paciente había desafiado todas las posibilidades y había sobrevivido. No sería difícil encontrar al doctor Meecham; tampoco lo sería seguirlo.

Pensó en los hospitales, en cómo estaban organizados. A los pacientes no se les asignaba una cama cualquiera así como así. Había plantas diferentes para situaciones diferentes, que agilizaban distintos tipos de cuidados concentrándolos. Estaba la planta de maternidad, la planta de ortopedia… y la planta de posoperatorio de cirugía, que era donde probablemente estuviese Drea.

Las puertas de las habitaciones de los pacientes quedaban abiertas muy a menudo, ya fuese por descuido, por las prisas, o porque les conviniese a las enfermeras. Las probabilidades de que pudiese pasar por el vestíbulo de la planta de cirugía, mirar en todas las habitaciones que tuviesen las puertas abiertas y encontrarla a ella eran del cincuenta por ciento. Si no, entonces seguiría al doctor Meecham. Pero la encontraría, de un modo u otro. Nunca había habido nada tan importante para él como eso.

Antes nunca le había importado nada, y mucho menos tantísimo que no pudiese olvidarlo y marcharse. No le gustaba, pero aun así no podía dejarlo. Drea representaba una debilidad que podía ser utilizada en su contra, por Salinas o por cualquiera que averiguase que tenía esa fisura en su armadura.

Al otro lado del vestíbulo se abrieron las puertas dobles de la UCI y de ella salió un pequeño grupo de enfermeros, tanto hombres como mujeres. Ya no necesitaba entrar en la unidad, así que no los siguió. Si tuviese que birlar una tarjeta de identificación para poder entrar en las zonas controladas, la conseguiría, pero primero tenía que ver si podía localizar a Drea de la forma más fácil.

Estaba allí, estaba viva y hablaba.

De repente no pudo quedarse sentado ni un minuto más, ni otro segundo, no podía seguir interpretando y fingir que estaba preocupado por una madre que no existía cuando lo único que quería hacer era ir a algún sitio en el que pudiese estar solo hasta que pudiera recuperar el control sobre sí mismo.

– Lo siento -dijo interrumpiendo la conversación que fluía a su alrededor y más allá de él. Luego se puso de pie y salió de la sala de espera. Miró a su alrededor, vio un cuarto de baño y salió corriendo hacia él. Gracias a Dios había retretes individuales. Echó el cerrojo de la puerta y se quedó de pie, temblando, en medio de la pequeña habitación.

¿Qué demonios estaba ocurriendo? Llevaba toda su vida adulta, y algunos años antes, perfeccionando su autocontrol. Se había puesto a prueba, había aprendido cuáles eran sus propios límites y luego los había aumentado. No perdía el control, nunca había perdido el control. Todo lo que hacía y decía era premeditado, había sido elegido para provocar la respuesta o el resultado que él quería.

Podía manejar esto. Averiguar que estaba viva y que al menos estaba en uso de sus facultades eran buenas noticias. Seguía siendo un shock, pero nada que lo desbordara. Si pudiera encontrar una manera de hablar con ella sin matarla del susto, le diría que no tenía que tenerle miedo, que en lo referente a Salinas ella estaba muerta y que podía seguir con su vida. Pero ahora no. Aún estaría demasiado débil físicamente y no quería hacer nada que pusiese a prueba su corazón. Sólo Dios sabía qué tipo de daño había sufrido.

Además, siempre quedaba la posibilidad de que realmente no recordase quién era, y en ese caso tampoco se acordaría de él. El hecho de que hablase no implicaba que no tuviese lesiones mentales. Tenía que tranquilizarse y averiguar cómo estaba exactamente en lugar de dejar fluir su imaginación.

Mierda. Imaginación. ¿Cuándo coño había empezado a tener imaginación? Él se ceñía a los hechos, a la dura realidad, a lo que había. La realidad era sólida. Podía depender de la realidad, depender de ella que era una zorra fría y dura. Eso no le importaba porque él era un cabrón frío y duro. Hacían buena pareja.

Tomó aire varias veces y se sacudió fuese lo que fuese que lo tenía tan al límite. Lo único que tenía que hacer era encontrar a Drea y descubrir por sí mismo en qué estado estaba exactamente; después podría volver a Nueva York. Tenía cosas que hacer. Llevaba demasiado tiempo en el mismo lugar y era hora de moverse. Buscaría a Drea para ver si estaba bien y luego se marcharía para siempre.

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