Capítulo 23

– Estás huyendo de alguien, ¿verdad? -le preguntó Cassie cuando estaban llegando al Explorer-. ¿Sabes quién es ese tío?

– Dios, espero que no -murmuró Andie, abriendo la puerta. Se encendió la luz interior y ambas comprobaron el asiento de atrás y el compartimento de las maletas. Los dos estaban vacíos-. Pensé que me había librado de él.

– Cielo, hoy en día es difícil deshacerte de alguien que esté emperrado en encontrarte. Si tiene tu número de la Seguridad Social puede encontrarte en cualquier lugar.

– No lo tiene -dijo Andie, segura de ello. Puede que tuviese su número de la Seguridad Social antiguo, pero no había forma de que pudiese tener el nuevo. Además, Glenn no declaraba lo que ella ganaba a Hacienda, así que aunque estuviese utilizando el número antiguo no podría obtener ninguna información. Empezó a caminar alrededor del Explorer buscando huellas en la nieve que le dijesen si alguien había estado alrededor o debajo de su vehículo.

– No olvides las guías telefónicas -continuó Cassie-. Cuando llamas a casa él puede acceder a los registros telefónicos de tus amigos y seguirte de esa manera.

– No tengo familia. No he llamado a ningún viejo amigo. -No es que no tuviese ninguno, a menos que hubiesen rastreado hasta secundaria. Cuando perdió el bebé, le dio la espalda a cualquier conexión emocional que hubiese tenido hasta entonces; no quería volver a sentir nada nunca más. Lo único que quería hacer era olvidar, marcharse y no volver jamás la vista atrás, porque mirar hacia atrás significaba recordar aquel dolor abrumador. No podía volver a pasar por aquello, nunca más.

Acabó de inspeccionar los alrededores del Ford. La nieve estaba intacta. En cuanto se sentó al volante, Cassie dio la vuelta para instalarse en el asiento del acompañante.

– Entonces tal vez tengas un admirador -le dijo a Andie-. ¿Alguien ha estado ligando contigo?

– ¿Quién tiene tiempo para darse cuenta de eso? Ahí dentro andamos a la carrera. A menos que alguien me pellizque o me dé una palmadita en el culo, ni siquiera les miro a la cara.

– Sí, te he visto «mirarlos a la cara» un par de veces. Uno de esos gilipollas casi se desmaya. ¿Qué le dijiste?

Sabía exactamente a qué incidente se estaba refiriendo Cassie porque sus ojos y su voz debieron de telegrafiar su total sinceridad al camionero, y él se había puesto totalmente pálido.

– Le dije que si volvía a tocarme le clavaría un tenedor en los huevos.

La antigua Andie… Drea… Andrea… joder, ya no sabía ni quién era… habría fingido no haber notado el pellizco o la palmadita. Se habría comportado de forma dulce y ligeramente ausente, sin causar ningún problema, pero en su interior estaría enferma de ira y desdeñosa por el hecho de que nadie se hubiese dado cuenta de que lo estaba fingiendo todo. Estar muerta la había cambiado en varios aspectos porque ahora no era capaz de comportarse de forma dulce y ausente. Había enterrado su carácter hacía años, pero en los últimos meses éste había salido a la superficie y parecía decidido a quedarse allí.

Cassie inclinó hacia atrás la cabeza y se rió con satisfacción.

– Me sorprende que no se lo dijese a Glenn.

– Lo hizo. Glenn le dijo que les quitase sus putas manos de encima a las camareras si no quería que le reventase las pelotas.

Andie sonrió al recordarlo. Eso era lo que más le gustaba de Glenn. Algunos tíos se habrían comportado como gilipollas y le habrían dicho a las camareras que se aguantasen, que no querían perder clientes, pero Glenn no. Una de sus hijas había ayudado a pagarse los estudios trabajando en un restaurante, así que tenía un punto de vista diferente sobre lo que tenían que soportar las camareras.

Andie condujo con cuidado el coche entre las largas filas de ruidosos camiones hacia el tráiler de Cassie. Cassie carraspeó y luego dijo dubitativa:

– Eso que me dijiste de tomar mejores decisiones, ¿a qué te referías?

– A pequeñas cosas. Quizá, por ejemplo, en lugar de comprar una pulsera llamativa que te gusta, deberías ingresar ese dinero en una cuenta de ahorro que te dé intereses o en un depósito a largo plazo.

A Cassie le gustaban las joyas. Ninguna de las que solía comprar eran caras… probablemente lo máximo que había pagado por una serían unos doscientos dólares… pero le gustaban muchísimo las joyas.

– No gasto tanto… -empezó a decir Cassie.

Andie llegó al tráiler y aparcó el coche en el aparcamiento.

– Todo cuenta. -Analizó con mirada experta las joyas que estaban a la vista: pendientes, sortijas y cuatro o cinco pulseras-. Lo que llevas puesto cuesta aproximadamente tres mil dólares en total. Son tres mil dólares que podrías tener en un banco. Lo que deberías hacer es ahorrar para invertir en fondos comunes de inversión.

Cassie arrugó la nariz.

– Dios, eso suena tan aburrido.

– Sí, es cierto -asintió Andie-. Aburrido y difícil suelen ser indicadores de que eso es lo que deberías hacer.

– No pasa nada. Gano mucho dinero.

Cassie le estaba restando importancia a lo que le acababa de decir. En condiciones normales Andie habría hecho lo mismo que ella y lo habría dejarlo pasar, pero Cassie se había molestado en ayudarla, así que tenía que devolverle el favor.

– Un accidente va a acabar contigo -dijo con la voz distante con la que a veces hablaba-. Te harás daño y no podrás trabajar durante unos seis meses. Tienes el seguro del tráiler pero no podrás trabajar y perderás tu casa. Después de eso todo irá de mal en peor. No bromeaba con lo de la comida de gato.

Cassie se quedó inmóvil con la mano en la manilla de la puerta. Con el brillo de las luces del salpicadero su rostro de repente reveló su edad, y algo más; mostraba miedo.

– Tú ves cosas. Realmente ves cosas, ¿verdad?

A Andie no le apetecía hablar sobre si veía cosas o no, así que ignoró la pregunta con un gesto. Lo que acababa de decir eran cosas de sentido común.

– Y otra cosa: deberías empezar a respetarte más y dejar de tirarte a perdedores. Uno de ellos te va a pegar una enfermedad de transmisión sexual -dijo mirando a la mujer-. Eres inteligente y una mujer de éxito. Deberías comportarte como tal, porque haciendo estupideces conseguirás no seguir avanzando. Confía en mí, soy una experta en hacer estupideces.

– ¿Y una de ellas es ese tío del que estás huyendo?

– Es el número uno de mi lista. -Una prueba de su estupidez, pensó Andie, era que aunque era un asesino a sueldo y no cabía duda de que le habría pegado un tiro si el accidente no le hubiese ahorrado el problema, cuando se descuidaba volvía al pasado, a aquella tarde con él y el dolor le hacía caer de rodillas. Era tan estúpida que realmente se hubiese ido a cualquier parte con él, si él se lo hubiese pedido. Era tan estúpida que, incluso ahora, su terror hacia él se mezclaba con una añoranza que le partía el corazón.

Para lo que no era tan estúpida era para creer que todavía pudiera estar viva si él la hubiese encontrado. Se rió aliviada al darse cuenta de ello.

– No era él -dijo-. Él que me observaba, quiero decir.

Cassie levantó las cejas.

– ¿Ah, no? ¿Cómo lo sabes?

– Todavía sigo viva. -Sonrió con ironía ante su propio miedo. Si la hubiese encontrado no hubiese sobrevivido lo suficiente como para atravesar el aparcamiento, estuviese allí Cassie o no.

– ¡Hostias! ¿Quieres decir que intenta matarte? -preguntó Cassie con los ojos como platos y elevando la voz.

– A eso se dedica, y se le da muy bien. He cabreado a unos chicos malos -dijo a modo de explicación.

– ¡Hostias! -repitió Cassie-. ¡Supongo que es así si están intentando matarte! ¿Y tú crees que yo tomo decisiones estúpidas?

– Te dije que era toda una experta en eso.

Tamborileaba con los dedos contra el volante con una necesidad apremiante de confiarse a Cassie, a alguien. Llevaba sola desde los quince años, no sola físicamente, sino mental y emocionalmente aislada y el único que conocía su experiencia con la muerte era el doctor Meecham. Por otro lado, no podía hablar abiertamente sobre ello; eso sería como desnudarse en público y no quería que todo el mundo supiera lo que le había ocurrido. Se conformó con contárselo a medias.

– Hace poco tuve una experiencia cercana a la muerte -dijo-. Digamos que vi la luz, en todos los sentidos.

– ¿Cercana a la muerte? ¿Te refieres a todo ese rollo del túnel con tus amigos y familiares muertos saludándote? ¿Ese tipo de experiencia cercana a la muerte? -El tono de Cassie estaba lleno de entusiasmo y curiosidad, la forma en que miró a Andie, llena de esperanza.

Se dio cuenta de que la mayoría de la gente ansiaba saber o tener una prueba de que su vida no acababa al morir, de que, de algún modo, continuaba. Querían creer que sus seres queridos todavía seguían con vida, en algún lugar, sanos y felices. Podía ser que no creyesen, que rechazasen cualquier cosa que no fuesen capaces de oír, tocar y ver, pero se alegrarían de que se demostrase que estaban equivocados. Ella no podía probar nada; podía contar su experiencia, lo que había visto pero ¿probarlo? Imposible.

– No vi ningún túnel. -El rostro de Cassie se ensombreció, y Andie no pudo evitar sonreír-. Pero había luz, la luz más hermosa que te puedas imaginar. No puedo describirla. Y había… un ángel. Creo que era un ángel. Luego estuve en el lugar más hermoso que jamás he visto. La luz era clara, suave y resplandeciente, y los colores eran tan cálidos e intensos que hacían desear tumbarse en la hierba sin más y empaparte de todo. -Su voz soñadora se apagó lentamente porque por un instante se dejó llevar al recordar; luego se espabiló, tanto mental como físicamente-. Quiero volver allí -dijo con firmeza-, y me di cuenta de que si quiero tener una oportunidad de hacerlo, tengo que cambiar.

– Pero ya estuviste allí -señaló Cassie confundida-. ¿Por qué tendrías que cambiar?

– Porque se suponía que yo no tenía que estar allí. Era temporal, para que pudiese hacer una especie de… repaso, supongo. Entonces votaron para darme otra oportunidad, pero si esta vez la jodía no habría más.

– Vaya, vaya. Qué movida tan profunda. -Cassie reflexionó durante un momento, quizá incluso pensando en su propia vida y en algunos cambios que podría hacer. Agarró la manilla de la puerta-. Supongo que eso te haría replantearte algunas cosas, ¿no? -Dudó otro instante y luego sacudió la cabeza y abrió la puerta-. Podría marearte a preguntas pero tengo que irme a casa. Ten mucho cuidado. Aunque ese tío que vi no sea el que te está siguiendo, deberías tener cuidado porque te estaba observando. Lo sé a ciencia cierta. Daba un poco de repelús.

– Tendré mucho cuidado -le prometió Andie, y lo haría. Que volviesen a matarla no era lo único malo que le podía ocurrir. Incluso era posible que en ese momento sintiese un pequeño deseo de morir, si estuviese segura de que había cambiado lo suficiente o de que había ganado bastantes puntos, o lo que fuese. Pero no quería que la violasen, no quería que la agrediesen ni muchas otras cosas más, así que, decididamente, tendría cuidado.

Después de que Cassie se hubo bajado, Andie esperó a que la que podría ser su nueva amiga llegase sana y salva a su tráiler y luego se fue a casa. Con todos los sentidos alerta, observaba cualquier coche que pareciese estar siguiéndola, pero a esas horas de una noche de viernes con nieve el tráfico era fluido y durante casi todo el tiempo condujo sin nadie detrás.

Cuando llegó a casa, el subidón de adrenalina provocado por el miedo había desaparecido y el cansancio la hizo bostezar. La luz del porche estaba encendida, justo como la había dejado, un acogedor remanso de luz amarilla en la helada oscuridad. En la esquina había una farola pero los árboles tapaban casi toda la luz procedente de su casa y odiaba llegar a casa a oscuras. Además, siempre dejaba encendida una lamparita para que pareciese que había alguien dentro.

El dúplex no tenía garaje ni zona de aparcamiento, así que aparcó junto al porche y se arropó bien con el abrigo y la bufanda antes de salir del Ford. La nieve se le coló de inmediato en los zapatos; aquí la capa de nieve era más densa que en la interestatal, permanecía intacta sin cientos de camiones circulando de arriba abajo. Suspirando a medida que la helada humedad le alcanzaba los pies ya fríos, abrió la puerta y entró en la calidez de su desvencijado santuario.


Estaba a salvo y en casa. Desde el final de la calle, donde estaba aparcado, Simon la observó entrar. Llevaba esperándola allí desde que aquella camionera lo había visto vigilándola. La camionera no podía haberlo visto bien, no con la capucha del abrigo de borreguillo puesta, pero aun así no se había rendido.

No había perdido de vista a Drea -que ahora se hacía llamar Andie- desde que había salido del hospital. Había hecho todo lo que estaba en su mano, como pagar todas las facturas del hospital, y durante un tiempo se quedó cerca de ella por si necesitaba ayuda en algo, pero sólo habría intervenido en circunstancias extremas. Ella le tenía demasiado miedo; no podía predecir lo que haría si lo veía.

Cuando se fue de Denver, él la siguió. Cuando contactó con alguien para conseguir un documento de identidad nuevo, él le había echado una mano… primero, porque así tenía información interna sobre su nuevo nombre y número de la Seguridad Social y, segundo, porque no le gustaba la pinta del cabrón con el que se había puesto en contacto. Se aseguró de que no la timasen y de que el tipo supiese que estaba protegida.

Ella se había comprado un móvil nuevo y el único riesgo que corrió fue entrar en el dúplex e instalar un localizador GPS en el teléfono en cuanto estuvo instalada. También tenía uno en el Explorer, pero lo más seguro era que se quedase con el teléfono aunque cambiase el Explorer por otro coche.

Después de eso, prácticamente la dejó en paz. La controlaba una vez al mes, más o menos, sólo para asegurarse de que estuviera bien, y estaba alerta para asegurarse de que Salinas no se enterase de que seguía viva, pero eso era todo.

Encendió el coche y se alejó de la acera, sin prisa. Aunque oyese encenderse un motor, ya había pasado el tiempo suficiente como para que no pensara que alguien había estado sentado en un coche aparcado cuando llegó a casa.

Tenía buen aspecto, pensó, mucho mejor que hacía dos meses. Cuando salió del hospital estaba tan débil que estuvo tentado de raptarla en la calle sólo para evitar que condujese. Estaba tan delgada como un cadáver y pálida como un muerto. Al principio podía conducir una media hora o así antes de cansarse y verse obligada a parar en el motel más cercano. A veces pasaba más de un día antes de que se aventurase a volver a salir y él temía que estuviese sin comer durante todo ese tiempo.

En varías ocasiones pensó en hacer que le llevasen una pizza a su habitación, pero eso la habría asustado de verdad.

Se resistiría a hacerlo y observaría con la esperanza de que llegase a donde iba y que se estableciese antes de perder las fuerzas por completo.

Entonces llegó a Kansas City; no sabía si había sido su destino durante todo ese tiempo, o si había llegado hasta allí sólo con la intención de descansar una temporada y luego había decidido quedarse. Cuando alquiló aquella ratonera de dúplex, él suspiró aliviado.

El peso que había cogido le sentaba bien. Ahora pesaba incluso más que cuando estaba en Nueva York, pero seguía estando demasiado delgada y los kilos que había perdido después del accidente eran algo que no se podía permitir. La había observado trabajar y sabía que llevaba un ritmo frenético, pero ganaba lo suficiente como para comer y en sus brazos se veía el músculo que se había formado como consecuencia de estar levantando pesadas bandejas durante todo el día.

Tenía dos millones de pavos en el banco de Grissom y vivía en un barrio que estaba al límite de calificarse de barriada mientras trabajaba en un restaurante de carretera. Lo más irónico era que no se preguntaba por qué. Sabía por qué no estaba utilizando ese dinero.

Salinas se había vuelto a poner en contacto con él, así que supuso que era hora de dar el próximo golpe del plan que Salinas estuviese urdiendo. No había respondido a las llamadas. Llevaba siete meses sin aceptar ningún trabajo, aunque a veces se preguntaba, con las manos cruzadas, si no habría por ahí algún «trabajito» más para él, porque le jodía que Salinas siguiese respirando.

Tendría que pensárselo. Mientras tanto, todo iba bien en Kansas City.

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