Capítulo 24

– ¿La comida de perro es mala para los niños?

Andie se detuvo en seco y miró fijamente a las dos mujeres que estaban sentadas en los bancos del restaurante. Ambas eran mujeres más bien jóvenes e iban enfundadas en vaqueros y sudaderas, con el pelo recogido hacia atrás en colas de caballo y expresiones de cansancio. No se parecían en nada pero estaban en la misma situación: madres jóvenes, varios hijos y horarios imposibles. El hecho de que estuviesen aquí en Glenn's una tarde de martes a las tres de la tarde sugería que se habían tomado un tiempo para ellas mismas mientras los niños estaban en la guardería o bien con sus abuelas.

– Como si yo no estuviese -dijo sin vergüenza escuchando la conversación. Las camareras oían sin querer muchos chismes, pero éste, precisamente, le dio ganas de reír.

La mujer cogió una patata frita y la mojó en kétchup antes de suspirar.

– Mi hijo pequeño tiene un año. Desde que empezó a caminar, siempre que le doy de comer al perro viene corriendo e intenta comerse su comida. Cuando puedo lo aparto, pero cuando me doy la vuelta ya está otra vez en el comedero del perro. Le encanta la marca Iams-dijo desesperada.

– Por lo menos no es una marca barata -dijo la otra mujer, encogiéndose de hombros-. Mis hijos comen porquería. Tienes que estar agradecida.

Riéndose, Andie siguió caminando hasta la barra con la bandeja llena de platos sucios y cubiertos. La televisión de la pared estaba sin sonido, pero, cuando pasó por allí, uno de los camioneros que estaban sentados en la barra le dijo:

– Eh, sube el volumen de la tele. Están dando el tiempo.

Andie apoyó el peso de la pesada bandeja sobre la cadera, cogió el mando a distancia y pulsó la tecla del volumen. La voz de uno de los meteorólogos locales invadió la sala de inmediato, y el alboroto de la conversación fue desapareciendo a medida que todo el mundo se giraba para mirar a la pantalla.

– … El servicio de meteorología ha decretado alerta de tornado hasta las nueve de la noche para los siguientes condados del este de Kansas. Esta alerta incluye la zona de Kansas City. La fuerza de esta tormenta ha sido impresionante…

Llevó la bandeja a la zona donde las camareras dejaban los platos sucios para que los recogiese el personal de cocina. Nunca había vivido una alerta de tornado mientras estuvo en Nueva York, pero ahora que había vuelto al Medio Oeste todo aquello le era ya tan familiar como si nunca se hubiera ido de allí. La primavera era agradable, con sus días más largos y el cálido descanso del amargo frío y la caída de la nieve, pero en primavera el tiempo era cambiante: cálido un día y frío al siguiente, con masas de aire que luchaban entre sí persiguiéndose de un lado a otro. Justo la semana anterior habían caído más de siete centímetros de nieve. Ahora el tiempo era cálido y en lo alto del cielo se estaban formando cúmulos gigantes.

Estar pendiente del tiempo era una costumbre muy arraigada entre la gente del Medio Oeste y del Sur.

– Alerta de tornado hasta las nueve de la noche -les gritó a los de cocina.

– Dios santo -dijo Denise, otra de las camareras, mientras se secaba las manos antes de meter la mano en el bolsillo para coger el móvil-. Joshua iba a pasar la noche con uno de sus amigos. Será mejor que me asegure de que deja a los gatos dentro de casa antes de que se vaya.

– A los gatos no les pasará nada -dijo Andie con tono ausente-. Tú sólo dile que se asegure de apagar la cocina.

– ¿La cocina? Joshua nunca cocina… ¡Ay! -Cuando se dio cuenta de que Andie estaba mentalmente distante se le salieron los ojos de las órbitas, porque todo el mundo sabía que era una señal. Cassie se había ido de la lengua y le había contado a alguna de sus compañeras camioneras la experiencia cercana a la muerte de Andie, y alguna de esas compañeras le había preguntado a otras camareras sobre ello, y aunque algunas ya la consideraban un poco vidente antes de esto, ahora sí que prestaban atención a lo que decía.

Denise pulsó los botones de su móvil histérica.

– ¡Buzón de voz! -murmuró frustrada y enfadada. En lugar de dejar un mensaje le envió un mensaje de texto a su hijo; para los adolescentes era casi imposible resistirse a leer un mensaje de texto, aunque era fácil que ignorasen el buzón de voz.

Su teléfono sonó en dos minutos.

– No, no he puesto una cámara oculta en casa -dijo después de escuchar a un indignado adolescente graznando tan alto que Andie podía escuchar su tono de voz a tres metros de distancia-. Pero es una buena idea, gracias por dármela. Ahora vete a casa inmediatamente y asegúrate de que la cocina esté apagada, ¿me oyes? ¡Inmediatamente! Joshua, si dices una sola palabra más no sólo irás a casa, sino que te quedarás en casa. ¿Entendido? Podrías decirme «sí». -Denise colgó con aire de satisfacción y le guiñó un ojo a Andie-. Gracias. Ahora cree que o bien tengo cámaras ocultas por todas partes o que soy adivina. Sea como sea, se pensará las cosas dos veces antes de hacer algo que no debe.

– Me alegro de haberte ayudado.

Con un arranque de sorpresa interior, Andie se dio cuenta de que se sentía bien. Le gustaba poder ayudar a la gente aunque fuese en cosas pequeñas, aunque impedir un incendio en una cocina que podría haber quemado la casa de Denise no era algo precisamente «pequeño», seguro que para Denise no lo era. Le gustaba trabajar y pagar las facturas. Físicamente se sentía muy bien, no sólo para alguien a quien le había atravesado el pecho una rama y había muerto, sino mejor de lo que se había sentido en años. Se sentía activa, podía comer un montón de cosas y dormía bien. Si tuviera carta blanca para utilizar esos dos millones de dólares en beneficio propio, bueno, la vida sería mejor, pero su conciencia no se lo permitiría.

El que decía que el dinero corrompía lo había entendido mal. El dinero estaba bien, el dinero era bueno. Tenerlo era mejor que no tenerlo. La corrupción está en la persona, no en el dinero en sí. Le encantaría utilizar al menos parte de los dos millones para comprarse una bonita casa y un coche nuevo, pero cada vez que lo tenía medio pensado, una puñetera vocecita interior le decía: «No, no puedes hacerlo».

Pero el dinero estaba en su cuenta, tentándola día tras día, y sabía que tenía que deshacerse de él antes de que la pillase en un momento de debilidad cuando su puñetera vocecita interior estuviese en el descanso del café o algo así. Sólo deseaba que, llegado el momento, hacer lo que quería y hacer lo correcto resultasen ser lo mismo.

Ah, bueno. Pero todavía tenía las joyas, y no las había robado, así que venderlas y utilizar ese dinero no debería suponer ningún problema. La cantidad no se acercaba ni de lejos a los dos millones, pero aún así tendría ahorros… a menos que su vocecilla interior le dijese que devolviese lo que había utilizado de los dos millones, en cuyo caso maldita suerte. Definitivamente, hacer lo correcto no era fácil.

Alrededor de las cinco de la tarde comenzó una tormenta eléctrica. Normalmente, ésa era una hora de mucho trabajo en el restaurante porque la gente salía de trabajar, pero la fuerte lluvia los mantenía en los coches avanzando lentamente por las autopistas y por las calles. Parar podría ser la mejor opción, pero nadie quería salir y mojarse. Incluso los enormes tráileres seguían su camino. Los clientes que ya estaban en el restaurante permanecían allí, alargando una última taza de café o decidiendo si tomar un trozo de tarta; pero sobre todo, tanto el personal de cocina como las camareras tenían tiempo para tomarse un respiro colectivo.

No había mucho trabajo. Una tras otra, las tormentas desfilaron sobre la ciudad y, aunque se habían librado de los tornados, las tormentas eléctricas fueron impresionantes. Enormes capas de rayos iluminaban el cielo y vientos en línea recta lanzaban basura como misiles por el aparcamiento. A Andie siempre le habían gustado las tormentas eléctricas, así que cuando podía se acercaba a las ventanas a mirar.

Al anochecer, las tormentas cesaron, la lluvia disminuyó y el trabajo aumentó un poco. Sin embargo, la Madre Naturaleza no había terminado con los fuegos artificiales; se avecinaba la última sucesión de tormentas proporcionando un poco más de dramatismo, aunque ésta no era ni la mitad de intensa que las anteriores. Un relámpago muy brillante y especialmente largo iluminó el cielo y, automáticamente, Andie miró por la ventana.

Si el hombre hubiera estado caminando hacia el restaurante no le habría prestado atención. Pero no estaba caminando; estaba inmóvil como una roca, mientras el relámpago brillaba a su alrededor. No pudo ver bien sus facciones, llevaba un impermeable negro y no era más que una figura oscura, pero le dio un vuelco el corazón y se quedó sin respiración, y entonces lo supo. Había un hombre que le producía esta reacción, sólo uno.

Se obligó a ponerse de espaldas a la ventana como si no hubiese visto nada fuera de lo normal. Quería salir corriendo y gritar, pero ser presa del pánico era lo último que necesitaba; sólo había que ver lo que había ocurrido antes.

La forma en la que estaba allí de pie, mirando hacia dentro, le recordó la descripción que le hizo Cassie del hombre que había visto hacía un mes. ¿Ya la estaba vigilando entonces? ¿Cuánto tiempo hacía que sabía de su paradero? Al menos un mes, estaba segura. Entonces, ¿a qué estaba esperando? ¿Por qué no había dado el paso?

No acertaba ni a adivinar lo que estaba haciendo. Tal vez estuviese jugando con ella, como un gato con un ratón. Tal vez estuviese jugando a alguna especie de juego, esperando a ver cuánto tardaba en verlo. Si salía corriendo, se abalanzaría sobre ella.

Cuando cayó el siguiente relámpago no pudo evitar escabullirse para mirar por la ventana, pero la figura oscura había desaparecido. No había nadie fuera observándola bajo la lluvia, como desafiando a los relámpagos a que le cayesen encima.

Si no fuese porque Cassie lo había visto, por lo nerviosa que estaba y porque el corazón le había dado un vuelco, habría podido llegar a pensar que estaba viendo visiones.

Se obligó a sí misma a terminar el turno. Se obligó a sí misma a coger pedidos, a rellenar tazas y vasos y a limpiar las sobras. Mientras lo hacía, pensaba en lo que significaba el hecho de que él hubiese aparecido y se enfrentó a una serie de hechos que llevaba evitando ocho meses.

Cuando acabó el turno buscó a Glenn, que trabajaba más horas que cualquiera de ellos. Era difícil encontrar cocineros rápidos y buenos, y Glenn no quería contratar a nadie que simplemente fuese aceptable; trabajaba demasiado para eso. Si no encontraba otros dos camareros que siguiesen sus exigentes pautas, entonces doblaba su turno sin rechistar.

– Tengo que hablar contigo -dijo mientras se quitaba el mandil y lo tiraba en el cesto de la ropa sucia-. En privado, si tienes un minuto.

– ¿Te parece que tengo un minuto? -refunfuñó, con su robusta cara empapada en sudor. Echó una mirada de experto a las dos hojas de pedido que tenía colgadas con pinzas de la ropa en una cuerda delante de él-. Estas dos sólo me llevarán un minuto, así que relájate un poco hasta entonces. Espérame en mi oficina.

Entró en su oficina y se dejó caer en una de las sillas con respaldo recto, suspirando de alivio mientras libraba a sus pies de su propio peso. Estiró las piernas e inclinó los pies hacia ella todo lo que pudo y al hacerlo sintió el tirón de los tendones de Aquiles al relajarse. Luego giró los tobillos, después los hombros y el cuello. Dios, qué cansada estaba; estaba cansada de correr, cansada de mirar por encima del hombro y sólo había una manera de ser realmente libre para siempre.

Glenn entró en la oficina apurado y cerró la puerta.

– Vale, ¿qué pasa?

– Esta noche he visto a un hombre en el aparcamiento -dijo yendo directamente al grano-. Lleva casi un año acechándome y ahora me ha vuelto a encontrar. Tengo que marcharme.

La cara de Glenn se puso granate.

– Dime quién es y me aseguraré de que nunca más te vuelva a molestar -gruñó.

– No puedes protegerme de él -le dijo amablemente-. No se detendría ni aunque estuviese escoltada las veinticuatro horas del día. Lo único que puedo hacer es ir un paso por delante de él.

– ¿Has ido a la policía?

– Glenn, sabes que las órdenes de alejamiento no valen ni el papel en el que están escritas -le reprochó-. Si lo pillan violando la orden entonces lo acusarán de delito mayor o algo así, no sé cuál es el término correcto, pero una orden de alejamiento nunca evita que alguien haga algo que realmente quiere hacer.

Caviló en lo cierto que era lo que acababa de decir y frunció el ceño mientras por fin admitió que tenía razón.

– Maldita sea, odio que tengas que irte. Te has convertido en una buena camarera. Además también nos entretenías bastante por aquí. ¿Tienes idea de a dónde vas a ir?

Andie se tomó un minuto para olvidar la idea de que había entretenido bastante, aunque supuso que podría haber considerado bastante entretenida su amenaza de pincharle las pelotas a un tío con un tenedor.

– No, iré conduciendo hasta que encuentre algún sitio que parezca seguro. Lo marearé un poco, pero él sabe cómo encontrar a la gente.

Andie sabía exactamente a donde se dirigía, pero era mejor ocultárselo a Glenn.

Se levantó de la silla y fue hacia la caja fuerte electrónica que estaba detrás de su escritorio. Colocó su cuerpo entre ella y la pantallita y pulsó los números. Se oyó como un zumbido y luego un clic al abrirse la cerradura.

– Aquí está lo que te debo -le dijo contando algo de dinero de la recaudación del día-. Conduce con cuidado y buen viaje. -Se volvió a poner rojo, luego se inclinó hacia adelante y le dio un beso en la mejilla-. Eres una buena mujer, Andie. Si algún día ves que quieres volver, aquí tendrás un trabajo esperándote.

Andie sonrió y de forma impulsiva le dio un cariñoso y rápido abrazo, y luego se enjugó las lágrimas.

– Lo recordaré. Cuídate tú también. -De repente se detuvo y su mirada se desenfocó mientras lo miraba, a él y a través de él-. Necesitas cambiar tu rutina -le soltó-. Deja de llevarte el dinero por la noche al depósito nocturno cuando vuelves a casa.

– Maldita sea, ¿cuándo si no, se supone que voy a llevarlo? -le preguntó irritado-. El banco está de camino a casa y no es que tenga mucho tiempo…

– Pues búscalo. Y durante una o dos semanas utiliza una sucursal diferente.

Se le abrió la boca y luego apretó los labios con una mueca hosca.

– ¿Estás teniendo una de tus visiones? -le preguntó receloso.

– Yo no tengo visiones -negó con un tono tan irritado como el de él-. Es sentido común. Te has estado arriesgando yendo al depósito nocturno y a la misma oficina cada noche, y lo sabes. Toma mejor tus decisiones y no te pegarán un tiro.

En realidad pensaba que lo golpearían en la cabeza y que tendría una pequeña conmoción cerebral, pero recibir un tiro sonaba más dramático y serio, y así quizá la escuchase. Todavía parecía reacio, así que le murmuró:

– Adelante, sigue con tu cabezonería. -Y salió de la oficina antes de empezar a llorar. En realidad le tenía cariño a aquel bruto testarudo y no soportaba la idea de que le ocurriese nada malo, pero al final la decisión era suya, no de ella.

Ella ya tenía suficientes decisiones que tomar, pensó mientras caminaba con pesadez hacia el Explorer. El resto de las camareras del segundo turno se marchaban a la misma hora, así que no estaba sola y supuso que estaba todo lo segura que podía estar. No lo vio, pero tampoco esperaba verlo. Se había ido. Igual que sentía su presencia también sentía su ausencia. Él no sabía que lo había visto y el gato había ido a echar una siesta a alguna parte, confiado en que el ratón se quedaría en su agujero.

Se sentía extrañamente… tranquila, ahora que había tomado la decisión. Lo primero que haría sería asegurarse de desperdigar esos dos millones de dólares, porque si la mataban antes de que hiciese algo el dinero se quedaría allí, sin hacer ningún bien. Saint Jude siempre podía utilizar la pasta y así estaría ayudando a los niños enfermos. Ya estaba. Decisión tomada. Fue tan fácil que se preguntó por qué se había peleado con ese problema durante tanto tiempo.

La segunda decisión que tomó fue que nunca sería libre mientras Rafael estuviese vivo. Tendría a un asesino persiguiéndola y mientras tanto seguiría metiendo droga en el país, arruinando vidas, matando a gente, mientras él se forraba. No podía permitírselo.

Había sido una cobarde mientras había vivido con él; se había asegurado de no excavar demasiado profundamente como para encontrar una prueba irrefutable que pudiera ser utilizada en su contra, ignorando deliberadamente la oportunidad que había tenido para averiguar más cosas sobre lo que estaba haciendo. No había querido saber, y el resultado de ello era que no sabía qué pruebas podía presentar ante el FBI para que lo arrestasen. De todos modos, Rafael tenía dinero suficiente para enfrentarse al sistema legal. Aunque lo procesaran, podía alargar el caso en los tribunales durante mucho tiempo.

Pero lo conocía, conocía la brutalidad que se escondía bajo sus trajes de tres mil dólares y su corte de pelo de diseño. Conocía su ego y las reglas del mundo en que vivía. Si realmente la veía, si se enteraba de que estaba viva y justo delante de sus narices, se volvería loco. Podría perder todo el sentido de la prudencia, porque su machismo no toleraría que la dejara marchar. Nada ni nadie evitaría que la matase.

Tal vez el FBI pudiese protegerla. Eso esperaba, pero con cierto fatalismo aceptó que quizá no fuese así. No obstante, de un modo u otro tenía que hacer lo que pudiese para detener a Rafael, para desmontar su negocio. Así que ése era el precio que tenía que pagar por su nueva vida… y ese precio podría muy bien ser su propia vida.

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