Desde la tarde en que el anciano que usaba el nombre de Manuel Dalmau me refirió la historia de su hijo Matthew, algo en mi interior se aprestó a afrontar una torcedura de los acontecimientos. El premioso proceso que se había desarrollado ante mi dócil atención estaba concluso, y al igual que había medido y previsto todo lo anterior, él debía haber medido y previsto el paso siguiente. Pero fue la naturaleza, después de tanto contemporizar con él, la que se adueñó de la situación. Pertúa me trajo la noticia, y lo hizo con su aire de solvencia habitual, aunque parecía un poco más agitado que de costumbre.
– El viejo ha empeorado -dijo-. Los médicos dicen que puede irse de un momento a otro.
– ¿A qué hospital le han llevado? -pregunté, mientras me echaba encima la chaqueta.
– A ninguno. Si no tuviera noventa y cinco años podrían ponerle un tratamiento, o incluso operarlo. A su edad, cualquiera de esas dos cosas equivale a ejecutarlo en el acto. Le dan calmantes y le ayudan a respirar con una máquina si se fatiga. No pueden hacer más.
– ¿Qué es lo que le pasa? -nunca antes había indagado tan frontalmente aquel extremo.
– Qué es lo que no le pasa. No vengo a alertarte, sino a sugerirte que te resignes y te esfuerces en ayudarlo, en lo que puedas, a acabar en paz. Quiere que vayas a verlo.
– ¿Han avisado a su hija?
– Los he avisado a todos. Quiere verte antes de que lleguen.
Volvía a ser Navidad y Nueva York lo festejaba bajo la nieve con una de sus consabidas olas de frío polar. Mientras iba en el taxi recordé cómo había sido la navidad anterior, la que había pasado con Raúl y Gus. Era como si hiciera mil años.
Me recibió Charlotte. Había estado sollozando y lo tenía todo enrojecido: las mejillas sutiles, los ojos celestes. Hasta aquella niña primaveral se encogía ante la cercanía de la muerte. Con su paso inaudible me precedió hasta la cámara del enfermo. Era un dormitorio no demasiado grande, que casi habían vaciado de muebles para poder introducir los aparatos médicos. En la cabecera estaban Matilde y una enfermera. Dalmau, en pijama, había quedado reducido a la mínima expresión.
– Pasa, Hugo -murmuró al verme en el umbral, y dirigiéndose a las mujeres, pidió-: Dejadnos solos un momento.
Matilde titubeó, pero la enfermera salió en seguida. Debía tener experiencia en moribundos y sabía valorar su voluntad. Me acerqué a la cama. El aspecto de Dalmau, rota la exigua pero pertinaz reserva de vitalidad que le sostenía, causaba espanto.
– ¿Has estado alguna vez en Italia? -preguntó, con un hilo de voz.
– No -repuse, desorientado.
– Yo fui con Karen, por nuestro décimo aniversario -informó apremiadamente-. Fue el único viaje de placer que hice en toda mi vida. Estuvimos en Roma, Venecia, Florencia y Pisa. Allí, en Pisa, en el Baptisterio, me pasó algo que no he olvidado nunca. Mientras paseaba por la galería superior, me fijé en una hermosa chica pelirroja, sentada. Apenas posé mis ojos sobre ella, alzó de golpe la mirada del folleto que estaba leyendo. Me encontré con dos ojos verdes que me atravesaron y después se apartaron. Tras eso, la muchacha se levantó y se fue. Un par de minutos más tarde, volví a tropezarme con ella. De nuevo, apenas la miré, ella estaba de espaldas, se volvió y sus ojos sin fondo se clavaron en mí. Era como si dispusiera de un sexto sentido que la avisaba cuando alguien la observaba, aunque fuera de pasada, como yo había hecho las dos veces. No pude sostener su mirada. Al fin ella se marchó, dejándome con la sensación de haberme cruzado con un ser infinitamente más poderoso que yo, que me había examinado y había decidido que no merecía la pena destruirme. Desde entonces la he esperado, a la chica pelirroja, con una mezcla de miedo y de deseo. Era tan placentero estar inerme ante ella, a merced de su crueldad esquiva. Ha tardado mucho, demasiado, pero al fin ha venido. Esta noche he soñado con ella. He vuelto a verlo todo, incluso detalles que se habían borrado de mi memoria. Y la chica no se iba, Hugo.
Había hablado tan bajo que había tenido que acercar el oído a su boca para oírle. Había hecho un esfuerzo inmenso, para las energías que le restaban, pero se forzó a seguir.
– Cuando me he despertado me ha venido el ataque, y luego, mientras los médicos organizaban todo esto a mi alrededor, en realidad lo tenían preparado desde hacía tiempo, he seguido pensando en Italia. Un país de sol y aceite, como el nuestro. Me he acordado de muchos sitios que vi y me gustaron, pero sobre todo de uno, y he tenido una idea que requiere de tu colaboración.
– Cálmese. No tiene por qué cansarse así.
– Claro que tengo -protestó-. Debes ir a Florencia. Allí hay una iglesia pequeña, a orillas del Arno, que se llama Ognissanti. Arréglalo para casarte en ella con Sybil.
– ¿Cómo dice?
– Lo has oído. Vas a casarte con mi nieta. Hazlo en esa iglesia.
– No soy creyente -objeté.
– Yo tampoco, pero soy católico. Todos los españoles somos católicos, aunque no seamos creyentes. No te será tan difícil. Hazlo y lo entenderás.
– ¿Por qué?
– En esa iglesia está enterrado Botticelli, de quien también allí se guarda un sensacional retrato de San Agustín. Es un templo desangelado, algo tenebroso, pero después de ver la tumba y la obra de aquel gran hombre, me quedé durante un buen rato. Y sucedió algo, Hugo. De pronto me sorprendí rezando. Fue la última vez que lo hice.
Dalmau sonreía misteriosamente. Una parte de mí me impulsaba a rechazar la tiranía que aquel espectro trataba de ejercer sobre mi futuro. Pero la otra, la que él siempre había sabido convocar, me movía a acatar su designio.
– Lo haremos, si ella quiere -me rendí.
– Querrá -aseveró, con aquella certidumbre irritante.
Vino Sue, y vino Paul Fromsett, el padre de Sybil, un hombre saludable de poblado flequillo a quien Dalmau trataba con displicencia. Fue extraño para todos, incluso para Sybil, que yo estuviera allí con ellos, junto al moribundo, y que él me reclamara y yo hablara en voz baja con Matilde o consolara a Charlotte cuando se le saltaban las lágrimas. Sin embargo, eran personas corteses y procuraron no hacerme sentir intruso, aunque yo me sentía, o más bien lo que sentía era una cierta culpabilidad por que el viejo no confiara como habría debido en ellos. Por eso procuré no quedarme en la habitación si no estaba alguno de los Fromsett, que eran su verdadera familia, a la que Dalmau no podía rehuir en aquel momento, a pesar de todo lo que pudiera circularle por la cabeza. Así compartí vigilia con Sue, que trataba de reconocer en mí al jugador impulsivo que la había visitado en su casa de Madison, o con Paul, que se interesaba por asuntos tan peregrinos como la abundancia de sexo explícito en la televisión europea, y que ante mis evasivas parecía dudar de la lucidez de su hija al enredarse conmigo. Pero sobre todo, traté de estar acompañado de Sybil, entre otras cosas porque en su presencia Dalmau se mostraba un poco más humano y afectuoso. Con Sue tenía una confianza un poco despegada y a Paul, cuando se quedaba adormilado en el sillón, le miraba de reojo como si planeara entregarlo a un taxidermista.
Precisamente estaba con Sybil, la víspera de Nochebuena, cuando Dalmau nos rogó:
– ¿Podéis prestarme ese vaso?
– Nadie tiene que prestártelo -observó Sybil, aturdida-. El vaso es tuyo.
– No es mío -se opuso Dalmau-. Uno sólo tiene las cosas mientras puede sujetarlas y yo ya no puedo sujetar nada. Échame agua, por favor.
Sybil echó agua en el vaso y se lo acercó a los labios. Dalmau bebió a sorbos cortos y volvió a recostarse.
– El agua sí es mía, ahora -proclamó, triunfal-. Pero nada más, ya.
– No se esfuerce -intervine, porque vi que le costaba respirar.
– Qué poca cosa es un vaso, normalmente -dijo, desobedeciéndome-. Uno sobrevive a tantos vasos que acaban hechos añicos, en el suelo o el fregadero. Hasta que un día uno se enfrenta a un vaso que va a sobrevivirle. Si uno dijera que ese vaso es suyo, el vaso reventaría de risa. Hay que pedirlo prestado, porque el vaso, como todo, sólo puede ser de otro que seguirá viviendo.
Ni Sybil ni yo supimos qué decir. Ella le colocó el cobertor, subiéndoselo hasta el cuello. Dalmau se dejó hacer. Sus ojos parecían no ver ya nada.
– Todo, en realidad, lo hemos tenido prestado -repitió-. Y ahora hay que devolverlo. Qué trago terrible, para tantos imbéciles.
Dalmau reía, sin fuerza.
– La verdad es tan magnífica, y tan limpia -susurró, antes de dormirse.
De aquel sueño ya no despertó. Se quedó en él, en la madrugada de un 24 de diciembre, cuando todos en Nueva York soñaban con regalos que recibirían o harían a la noche siguiente y que invariablemente crearían una ilusión de propiedad en sus destinatarios. Su nieta y yo nos dimos cuenta del desenlace por la mañana, cuando caímos en que habíamos dejado de escuchar su respiración. Me aseguré de que Sybil se encontraba bien y fui a dar la noticia a los demás, que ya estaban desayunando. Sue se levantó y se encaminó muy despacio hacia el dormitorio. Paul hizo chascar la lengua y meneó la cabeza, buscando algo que pudiera decir. Matilde siguió con prudencia de mujer vieja los pasos de la hija de Dalmau. Charlotte quedó inmóvil, como alienada. Cuando reaccionó, la acompañé a la cámara mortuoria, sujetándola por los hombros. Temblaba imperceptiblemente.
Siempre recordaré cómo se acercó al cadáver, abriéndose paso entre las otras tres mujeres, y acarició con las yemas de sus dedos los párpados cerrados. Dalmau había previsto que ella los bajase, pero no había hecho falta, porque había muerto dormido. Después Charlotte cogió el vaso y la bandeja que había sobre la mesilla y se los llevó. Al verlo en sus manos supe, y me confortó saberlo, que aquel vaso le pertenecía.
La idea estaba absolutamente clara en mi cerebro, pero no era yo quien poseía facultades legales para ponerla en práctica. Por eso, en cuanto se hubo serenado, me llevé a Sue fuera de la habitación y traté de ganarla para la causa. Inicié la cuestión por el borde de fuera, para que resultase menos violento.
– Ahora hay que pensar en algunas cosas inevitables -dije.
– ¿Querrás ocuparte tú? -abdicó rápidamente Sue, como si lo hubiera estado esperando-. Puedes contar con Paul, desde luego.
– ¿Dijo alguna vez qué quería que se hiciera?
– ¿Con qué? -y reparando de pronto, repuso-: Ah, no que yo sepa. Hay un testamento. Deberás hablar con Pertúa.
Ya suponía que debía hacerlo, y ya suponía que el testamento no aclararía nada al respecto. Entonces me lancé:
– Creo que él quería que se le enterrase en España.
– ¿Cómo? Era ciudadano estadounidense. Su mujer está enterrada aquí. Su hijo está enterrado aquí, quiero decir en Wisconsin, tú lo viste. Toda su vida estuvo aquí. En tu país lo único que hizo fue nacer.
Sue se había revuelto sin pensar, como si yo acabara de ofenderla en lo más sagrado. Pero después de desahogarse quedó un tanto meditabunda, y tras una pausa preguntó, sin la ferocidad de hacía sólo unos segundos:
– ¿Por qué crees que él quería que le llevaran allí?
Con Sue hablaba siempre en inglés. Si lo hacíamos en castellano, aún se comunicaban peor nuestros pensamientos. Había una especie de horror en la manera en que había dicho la última parte de la frase, to be taken there.
– Porque nunca fue en vida -repliqué.
En cualquier otra circunstancia, respecto de cualquier otra persona, el razonamiento habría sido un completo contrasentido. En aquel instante, a propósito de Dalmau, encerraba el significado preciso para que Sue, que no lo ignoraba todo (a fin de cuentas, ella había hecho las gestiones para que Matthew fuera enterrado en Kenosha, a donde jamás iría a reunírsele nadie), desfalleciera y admitiese:
– Es posible que tengas razón.
Para resolver el arduo problema de la repatriación, con innumerables trámites que debían ser realizados en dependencias oficiales con la actividad atenuada por las festividades navideñas, recabé la cooperación de Pertúa, quien prestó aquel último servicio a Dalmau como había prestado todos los anteriores, aviniéndose a todo cuanto yo sugería. Para esta diligencia de Pertúa había motivos diversos. Por un lado compartía mi convicción de que aquélla era la mejor forma de cumplir con los deseos que el viejo nunca había tenido la debilidad de expresar abiertamente. Por otro, conocía el testamento de Dalmau, y aunque en él, en efecto, no se contenía disposición alguna acerca del destino que debía darse a sus restos mortales, sí había detalladas previsiones respecto de mi persona. Casi todas se condicionaban a mi matrimonio con Sybil, a quien instituía como heredera universal, pero algunas se mantenían incluso tras una posible ruptura.
Una gélida mañana de enero, un féretro fue introducido en la bodega de un avión en el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey. En ese mismo avión iban Sue y Sybil, a quienes yo acompañaba a conocer el lugar donde habían vivido sus antepasados, hombres heroicos que volvían sentenciados de las campañas de África y mujeres abnegadas que enviudaban y morían en silencio. En ese avión, en fin, deshizo la travesía el muchacho sin nombre que había llegado a América setenta y cinco años atrás.
El día que enterramos a Dalmau, el sol brillaba sobre una radiante mañana invernal, de las que sólo pueden soñarse en tantos otros países y enero depara sin especial dificultad a Madrid. Enterrar a Dalmau allí, en el cementerio frente al río donde reposaban sus padres, había exigido a Pertúa los mejores esfuerzos. En aquel antiguo camposanto ya sólo se sepultaba a quienes disponían de una tumba familiar en propiedad, y aunque quizá hubiera podido averiguarse el nombre de los padres de Dalmau, preferí que no se hiciera. Para proporcionarle las pistas necesarias habría tenido que confiarle a Pertúa detalles que Dalmau me había revelado en la reserva de nuestras conversaciones, y que nada me autorizaba a compartir con nadie, ni siquiera con él. Por otra parte, si Dalmau no había querido que nadie, y esto me incluía, supiera su verdadero nombre, tampoco era aquél un pretexto suficiente para contrariar su deseo. De modo que me contenté con que reposara en el mismo recinto en el que, en algún sepulcro que nunca podríamos reconocer, habían dado a la tierra a los suyos, y para lograrlo Pertúa tuvo que encontrar la manera de eludir todas las ordenanzas y las restricciones que lo impedían.
No me opuse a que hubiera un sacerdote en la inhumación, según ofrecía el cementerio, porque recordé lo que Dalmau me había dicho poco antes de morir: aun sin creer en Dios, era católico. Mientras el cura recitaba sus oraciones, en las que se postulaba el acceso del difunto a la gloria y a una resurrección de la carne que el propio Dalmau habría sido el primero en declinar, observé a sus descendientes. Enlutadas, escuchando las peculiares palabras españolas con que se encomendaba a Dios a aquel hijo pródigo tardíamente regresado, se las veía más rubias y más extranjeras que en ningún otro momento de los que había habido desde que habíamos tomado tierra en Madrid. Me produjo una emoción confusa, la imagen de aquellas dos mujeres rubias contemplando el agujero abierto en la tierra española, intentando comprender por qué el hombre cuya sangre llevaban era devuelto a aquel país extraño en el que ni siquiera el invierno era demasiado frío.
Después, cuando bajaron el ataúd y empezaron a cubrirlo de tierra, me acordé de él, de Dalmau. Le vi de nuevo, en la semioscuridad de su despacho, extendiendo ante mí con tesón, casi con una especie de furia, el mapa quebrado de su conciencia. Le vi cuando miraba venir o irse a Charlotte, cuando hablaba de sus minuciosos recuerdos de España, o cuando confesaba con impudicia sus culpas. Le vi, en fin, cuando me enfrentaba los ojos, tratando de vadear con los suyos la niebla que los anegaba, y cuando había llorado, por única vez, al relatarme el final de su hijo. Todas estas escenas sombrías que desfilaban por mi mente contrastaban intensamente con la luz poderosa de aquella mañana, el azul hiriente del cielo sin una sola nube y el soplo tenue y vivificante del viento que se arrastraba sobre la colina en que estaba el cementerio. Me percaté de que Sybil, tras las gafas oscuras, que sólo parcialmente podían atenuar su color, estaba absorta en la nitidez de aquel cielo al que el libro de su abuelo había conferido carácter casi legendario. Entre tanto, la tierra iba cubriéndole. Había vivido lejos, había rehusado volver, pero antes de morir se había asegurado, por mi mediación, de que se le restituiría a aquella tierra; al principio, donde sólo podía terminar su viaje. Pensé, aunque esto no tuviera que ver con Dalmau y puede que él nunca lo pensara, que lo que hace sublime a una patria (si es que ha de existir tal cosa como una patria, más allá de los trompetazos huecos de los que la palabra suele acompañarse) no es la forma en que recompensa el arrojo o la inmolación de sus paladines y sus mártires. Lo que hace sublime a una patria, al contrario, es la dulzura con que acoge a sus desertores, como la tierra acogía a Dalmau, que había hecho el único camino posible, el más largo y ominoso, para aprender a quererla sin reservas. Los hijos necesitan un sacrificio ingente, para acertar a corresponder a la madre.
Después fui con Sybil al Retiro, aunque no era mayo y los árboles estaban pelados y las flores ausentes. Era una hermosa mañana y los dos aspiramos fuerte el aire del parque, sin avergonzarnos, porque el que ella y yo sobreviviéramos a Dalmau, contra lo que habría podido suceder con otro, no era su derrota, sino su triunfo.
La noche anterior, mientras paseábamos por la orilla oscura del Arno, desde el hotel hacia el Ponte Vecchio, Sybil me preguntó:
– ¿Por qué lo aceptas?
Esperaba esa pregunta. La esperaba desde hacía días o semanas, desde que yo le había comunicado mi extravagante deseo de desposarla en Florencia, en una pequeña iglesia católica donde estaba enterrado Botticelli, y ella había adivinado que aquel deseo no era originalmente mío, sino de él, de aquel difunto que siempre gravitaría sobre nosotros. Sybil había nacido y vivido en un país donde se concede una importancia un tanto dramática a la religión. En Estados Unidos, nadie que declarase profesar una religión dejaría de manifestarlo cumpliendo meticulosamente con el correspondiente rito semanal, o diario, o lo que fuera. Para un americano, era arduo considerar católico a alguien que nunca iba a misa, y de ahí que en la mente de Sybil mi propuesta de una boda religiosa suscitara una perplejidad que tarde o temprano había de manifestarse. Aquella noche, cuando al fin se manifestó mientras caminábamos junto al río, elegí devolverle la pregunta:
– ¿Por qué lo aceptas tú?
– Yo aceptaría casarme contigo por cualquier rito, ya que he decidido hacerlo -afirmó, con seguridad y una punta de desafío.
– ¿Insinúas que yo dudo?
– No sé si lo haces por mí o por él. No sólo lo de la iglesia.
– Lo hago por ti, naturalmente. Él está muerto.
– ¿Por qué la iglesia, entonces?
– Por fe. Si Dios existe, deseo que nos bendiga. La idea fue de él, pero no me costó hacerla mía. Yo también fui bautizado, cuando nací.
– ¿A eso llamas fe?
– A mí me parece mucha, más de la que he tenido nunca. Es posible que la sienta en parte por él, pero la siento sobre todo por mí, por nosotros. Y creo que está bien todo, incluso su recuerdo. Nunca olvides que nos conocimos gracias a él.
A Sybil no la convencieron mis palabras, que eran sinceras. Rebasamos el puente y llegamos ante la galería de los Uffizi. Por la noche, el escenario habitual de interminables colas diurnas aparecía desierto y adquiría, en esa soledad insólita, un aire indeciblemente familiar. Al fondo se veía la torre del Palazzo Vecchio y arriba, en el pálido y velado firmamento que la humedad evaporada del río extendía sobre nuestras cabezas, centelleaban sólo las estrellas más luminosas. Nos aventuramos bajo el arco, entre las estatuas de los grandes artistas florentinos. Al fondo, en la plaza de la Signoria, alguien tocaba una música ruidosa, para amenidad de los turistas. No llegamos hasta allí. Nos quedamos observando las efigies de aquellos hombres solos en mitad de la noche, todos desaparecidos, algunos olvidados. No podía dejarla dudar, porque entre ambos todo había sido fruto de un destino férreo y preciso, el único que podía atribuirle a mis pasos desde su comienzo. La tenía abrazada, a Sybil, y allí, entre los florentinos extintos, contra la provisionalidad de la vida, acaté el deber de convencerla y de mantenerla convencida siempre.
Al día siguiente, en la iglesia tenebrosa, todavía más después de atravesar desde el hotel la plaza sobre la que el sol se desplomaba, pude jurárselo también a ella, ante el sacerdote, acaso el mismo con el que Pertúa había negociado desde Nueva York. Y cuando ella me correspondió, asumiendo su compromiso ante el Dios y todos los santos en quienes nadie la había enseñado a creer, se abrió paso en mi espíritu algo semejante a lo que debía haber sentido Dalmau, cuando había rezado en aquella misma iglesia, después de muchos años y para no volver a hacerlo en su vida. De pronto era cierta la frase temeraria de aquel filósofo griego: la iglesia, los objetos, los presentes (mis padres, Sue y Paul, quietos y estupefactos), todo estaba lleno de dioses. Entre ellos, perfecta como quizá nunca pudiera repetirse, efímera y por ello definitiva, sobrevino la intuición de un aliento que enaltecía la existencia de todas las cosas: la madera de los bancos y la piedra de las paredes, la luz y la penumbra, los vivos y los que sólo eran recuerdo. Entonces Sybil se acercó para besarme y, por primera y última vez, se pareció a él.
Sybil está en la terraza, dormida. Más allá de ella, desde donde la contemplo, se ve el hoy tranquilo lago Monona. Es verano, es por la tarde y hace un calor leve, expuesto a cualquier brisa que decidiera de pronto levantarse. Oigo a Sue en el piso de arriba; Paul no volverá hasta el viernes. La ciudad está casi desierta, con las vacaciones de los estudiantes. Sólo se tropieza uno con los que vienen a hacer cursos de verano, que no traen exactamente actividad, sino una molicie sólo en apariencia atareada, en la que la quiebra más decisiva no son las pretextadas clases de idiomas o materias difusas, sino la práctica de la vela. Incluso a esta hora, la superficie azul prusia del lago está salpicada de triángulos isósceles blancos que van y vienen en una danza arbitraria e incomprensible.
Vinimos a Madison en junio, cuando Sybil empezó a sentirse demasiado pesada y grande para continuar en Nueva York y esperar a que le cayera encima el bochorno húmedo del océano. Ahora falta muy poco y ella no duerme de noche. Por eso se pasa el día desvencijada en las butacas, sumida en un sopor plácido que sólo cuando es imprescindible interrumpo. Antes de que termine agosto tendrá que haber nacido, el bisnieto de Dalmau que también, porque ella ha querido aceptarlo, va a ser mi hijo.
Paso muchas horas mirándola, mientras ella duerme. Aquí, en la casa de Sue, es poco lo que tengo que hacer. Nos preparan la comida, vienen a limpiar la casa, Paul arregla el jardín, los fines de semana, y no admite mi colaboración. Veo cómo ella descansa, la oigo respirar, mientras en sus entrañas termina de hacerse esa criatura en la que el ángel triunfará de todos los infiernos en los que hubo de vivir. A veces se me ocurre que mi hijo, el bisnieto de Dalmau, no tiene otro destino que sacudirse ese triunfo, que le pertenece y no le sirve, y acometer nuevos infiernos, de los que acaso no sea él quien salga victorioso, de los que acaso no salga nadie. En realidad, con ello cumplirá el sino de su ascendencia. Dalmau pereció en su infierno, una parte de mí pereció en el mío, y el resto no está a salvo.
Pero siendo todo eso cierto, también lo es que yo he tenido más suerte de la que él tuvo. En más de una ocasión, quieto ante la somnolencia regocijada de Sybil, he pensado que la suerte que tengo es precisamente la suya, la que él dejó intacta y decidió legarme. Cuando esta idea cruza por mi cerebro, después de todo el tiempo transcurrido y de todas las veces que he repasado los acontecimientos, sigo sin entender del todo por qué me eligió a mí. Aunque conozco lo que nos vinculaba, lo que él utilizó para reunimos, hay una inmensa zona de sombra donde está todo lo que pudo unirle a cualquier otro, a lo largo de tantos años; de toda la vida que le fue dada para el arrepentimiento sin provecho y, al final, para la apuración del dolor. A menudo me he acordado de Matthew, y he creído que tal vez le moviera a su padre la huella reciente de su pérdida. En realidad, Dalmau habría podido morir sin prever a nadie en su testamento, o incluso así lo tenía decidido cuando su hijo sucumbió y le entró una prisa quizá ilegítima por reemplazarle. Nadie podrá saberlo ya nunca, pero no importa explicarlo y todavía menos importa, ahora, el juicio que Dalmau pueda merecer por sus actos y sus omisiones.
Aquí, en este principio que se avecina en la terraza, bajo el tenue calor de la tarde, está la expiación de Dalmau, de la que me beneficio. Nunca podré expiar mis crímenes, porque los crímenes propios le acompañan a uno como cicatrices irremediables. La paz que disfruto es la suya, la de su traición reparada. También es el suyo, el viaje concluido. El mío, si el caso lo vale, será otro quien lo cuente.
Madrid-Getafe-Nueva York,
31 de marzo 1996 – 11 de febrero 1991