III. LA PISTA DALMAU

1.

Navidad sobre el Hudson

Aquella nochebuena la pasamos solos Raúl, Gus y yo. Luis se había apuntado a una de sus más o menos preceptivas veladas con compatriotas y Michael, el nigeriano, se negaba a mezclarse con nadie en aquellas fechas, nunca supe si por fidelidad a alguna creencia religiosa o sólo por llevar la contraria a todos. Cuando nos reunimos, en el apartamento de Gus, constatamos inmediatamente que ninguno de los tres tenía una estrategia para impedir que aquella noche nos acometiera el escozor de estar lejos de casa, que es una de las amenazas más proverbiales de la Navidad.

– ¿Qué tal si vamos a comer sushi al japonés de la Avenida A? -sugirió Gus.

– ¿Pescado crudo en nochebuena?

– ¿Tienes una idea mejor? Además, piensa que para los japoneses esta noche no significa nada. Con un poco de suerte no habrá dibujos de Santa Claus en las paredes.

Raúl se encogió de hombros. La Avenida A estaba en lo que llamaban Alphabet City. En otro tiempo había un dicho sobre lo que significaban los nombres, A, B, C y D, de aquellas avenidas: Aware, Beware, Careful, Dead. La Avenida A era sólo el principio, y aunque su aspecto no era demasiado halagüeño, tampoco resultaba excesivamente peligrosa. Con mi apoyo y la abstención de Raúl, la moción de Gus fue aceptada.

Bajamos en el metro hasta Times Square. Era temprano y a Gus le apetecía dar una vuelta por el centro antes de cenar. Raúl se dejaba arrastrar de mala gana por las calles llenas de gente, en gran proporción turistas y de éstos una parte considerable españoles. Rebasamos el Radio City Music Hall y llegamos hasta la pista de patinaje, al pie de la larguísima torre del Rockefeller Center. Varias decenas de niños daban vueltas sobre el hielo. Ante la pista, una placa recuerda el ideario del egregio John D. Rockefeller acerca del genio y el esfuerzo, con un texto que atestigua que él estaba seguro de reunir ambos. Al pasar Raúl la señaló y dijo:

– Debería haber un mandamiento que rezara: no estarás así de convencido de cosa alguna. Siempre que leo esa placa me dan ganas de vomitarle encima.

Un poco más tarde, Raúl y yo entramos en un locutorio telefónico. Eran las doce en España, hora adecuada para llamar a la familia. Mi madre me sonó compungida y mi padre dubitativo y abrumado. Mi hermana, que estaba con ellos, se autorizó una rápida incisión, como en ella era ya costumbre:

– ¿Qué haces allí que no puedas hacer aquí?

– No estoy seguro de poder persuadirte -repuse, cauto.

– Prueba.

– Lo que hago es vivir sin algunas verdades aparentes, que aquí no resisten.

– Dios mío. Prométeme sólo que no vas a hacerte lama o algo así.

– Descuida.

El restaurante japonés no estaba decorado con motivos navideños. En realidad, no estaba apenas decorado con motivo alguno. Tenía unos mostradores donde se veía el pescado y parecía más bien una tienda. Pedimos sopa miso y sushi. Raúl mojaba profusamente el rollito de pescado con arroz en la mostaza verde y le añadía jengibre. Ambos aditamentos tenían, para mi gusto, un sabor infernal.

– El jengibre sabe como huele el desinfectante de los cines viejos -observé.

– Eso es que lo has tomado poco -explicó Raúl, chupando los palillos.

Después de la cena, para bajarla, paseamos un poco por la Avenida A. Era nochebuena y quienes había en la calle a aquella hora sólo podían ser los que no tenían una familia con la que celebrarla, como nosotros, o los que se habían retrasado por alguna razón en unirse a ella. Se los distinguía, a estos últimos, porque iban corriendo y abrazaban paquetes contra su costado. Los otros no tenían prisa. Me fijé en tres hispanos que estaban ateridos delante de una licorería. Ya fuera por el frío o porque no tenían de qué, ninguno hablaba. Del establecimiento salió un cuarto con una bolsa marrón y se alejaron todos cansinamente avenida abajo, rumbo a una fiesta navideña, pensé, muy distinta de las que celebraban en sus países tropicales o del hemisferio sur. Al reparar en la licorería, Gus propuso comprar bourbon. Ni a Raúl ni a mí nos gustaba, pero no nos opusimos.

En el metro de vuelta iba a mi lado un hombre de unos cincuenta años, enjuto de carnes y con la barba gris punteándole el mentón. Llevaba un tatuaje en la muñeca, ropa azul de trabajo y sobre el pecho, en el lado izquierdo, el nombre de un garaje o un taller. El pelo que le quedaba, entre rubio sucio y canoso, lo tenía revuelto sobre la frente. Dormitaba y de cuando en cuando entreabría unos ojos azules y opacos. Con ellos miraba, se me antojó que con odio, a la muchedumbre de color que formaba el grueso de la población del vagón de metro. Aquel hombre que llegaba tarde a la cena de nochebuena vería en la televisión las casas de Miami o de Beverly Hills, y en ellas a muchos blancos que nunca cogían el metro. A él, en cambio, le había tocado ser algo muy próximo a la white trash, o basura blanca, término despectivo que toca a los blancos menos favorecidos y que resulta mucho más insultante que el peor que pueda imponerse a un negro o un chicano, porque a éstos se les supone la miseria. Junto a otras prendas que me apegaban a ella, Nueva York tenía aquellos rasgos de maldad formidable, que acaso contribuían, sin embargo, a ahondar tortuosamente la seducción. Bajo el velo artificial de la corrección política, con sus rebuscadas designaciones para cada grupo, afroamericanos, amerasiáticos, caucásicos, estaba la dureza sin remilgos de una segregación que sólo podía vencerse con un arma: el dinero. Aquel hombre de ojos azules carecía de aquella arma y por ello, aun siendo también blanco y anglosajón, no participaba del espíritu navideño con la misma unción que el presidente, por ejemplo, cuando cantaba con su familia frente al árbol y las cámaras, embebidos todos de amor al prójimo.

En el apartamento de Raúl, mientras vaciábamos con un poco de asco, salvo Gus, la botella de bourbon, estuvimos viendo un documental sobre un asesino múltiple que el anfitrión rescató de su videoteca. Ya lo habíamos visto otras veces. Mientras hablábamos del hombre del metro, en quien todos nos habíamos fijado, a Raúl se le ocurrió que era especialmente instructivo para aquella noche. Gus y yo nos mostramos de acuerdo.

El documental había sido rodado en la cárcel donde el protagonista cumplía cadena perpetua; acaso contra su deseo, había sido juzgado y condenado en un estado sin pena de muerte. El asesino, un hombre grande e insípido, comenzaba refiriendo cómo había descubierto el placer de la violencia, siendo muchacho, el día que había agarrado un bate de béisbol y se había desquitado de tres vecinos que le pegaban con regularidad ante las burlas y la pasividad de su padre alcohólico. Después había tratado de trabajar, pero sin mucha convicción. Nunca había querido ser, decía, uno de esos mierdas que andan todo el día bregando como borricos bajo la tiranía del jefe, y que luego no tienen con qué pagar el alquiler o dar de comer a su familia y se mueren podridos y reventados. De este modo se había hecho asesino profesional y había matado por dinero, a veces poco, a decenas de personas. Sus métodos eran los más simples, los que más ventaja le daban sobre la víctima. Había envenenado mucho, porque era lo más cómodo. Trababa conversación en la barra con el objetivo y en cuanto éste se distraía le ponía cianuro potásico en el café o en la hamburguesa. También había apuñalado, estrangulado y disparado en la frente, siempre a bocajarro porque reconocía no tener muy buena puntería.

– Matar es muy sencillo -decía- salvo que se quiera complicarlo. Tampoco entiendo por qué esa obsesión con el cadáver. A veces uno no quiere que lo encuentren, y entonces se destruye. Hay mil formas de hacerlo sin que deje rastro. Otras veces no importa que lo encuentren, y entonces se deja tirado por ahí, en cualquier sitio.

El Carnicero, como se le apodaba, había dejado a los muertos sentados en los sofás de sus casas o en los bancos de los parques, narraba el locutor. Hacia el final del programa venía lo más emotivo. Le hablaban al criminal de su mujer y su hija, que le habían repudiado y otorgaban entrevistas sobre su vida con el monstruo, cuya macabra actividad juraban no haber sospechado nunca. Antes de eso el hombre proclamaba no estar arrepentido ni creer que hubiera hecho nada malo, porque si no hubiera matado él lo habrían hecho otros y porque nunca había asesinado a título personal, sólo por dinero. Pero cuando le preguntaron por su mujer y su hija lo reconsideró. Había algo que sí lamentaba: que nunca más fuera a poder abrazar a su hija, por quien lo había hecho todo. Y entonces el asesino lloraba.

– Qué espectáculo patético -comentaba él mismo-, el Carnicero llorando.

El final del documental nos sumió a los tres en una melancolía agravada por el bourbon. Me levanté y fui a asomarme a la ventana. Al otro lado del Hudson, como siempre, se veía la monótona línea de edificios de Nueva Jersey, pero ya fuera por el alcohol o por una súbita necesidad de sentir algo semejante, se me hizo hermosa aquella imagen separada por el río. Después de un instante de silencio Raúl tomó la palabra:

– Me acuerdo de una noticia que venía en el periódico, hace un año o menos. Un tipo de Detroit que se había acostado con no sé cuántas niñas y que pedía que le castrasen. No os vayáis a creer que se sentía culpable. En definitiva, sostenía, a las niñas les gustaba, y a veces hasta se lo habían pedido, pero era consciente de que en nuestra sociedad había algunos tabúes y de que a causa de ellos su conducta resultaba un poco marginal. El caso es que se organizó una polémica del demonio, no por el dilema moral de cortarle las pelotas o dejárselas, sino porque el tipo no tenía dinero y quería que se lo hicieran en la seguridad social, que no cubre esa operación. La mayoría de la opinión pública lo rechazaba sin más, pero apareció gente dispuesta a donar el dinero. Supongo que al final lo harían.

– Jingle balls, jingle balls, jingle and go away -sentenció Gus, imitando la melodía del villancico, al tiempo que hacía sonar los cubitos de hielo en su vaso. Acto seguido, ahogando la risa, anunció-: Tengo algo que deciros. Me voy de Manhattan. He alquilado un piso casi de verdad, en Brooklyn.

– ¿En Brooklyn, nada menos? -se espantó Raúl.

Yo no dije nada. La declaración de Gus, caída de pronto en mitad de aquella desmayada celebración navideña, fue como una iluminación. Desde hacía varios días andaba buscando un remedio, algo que me desviara de la senda cegada en que me había metido sin darme cuenta. Con el torpor a que me abocaba la embriaguez, y al mismo tiempo con una certidumbre que acaso no habría sido posible estando sobrio, se fraguó en mi ánimo una resolución irrevocable: también yo debía irme de Manhattan.

2.

Brooklyn

Fuimos a ayudar a Gus con su mudanza, y así conocí Brooklyn Heights. El canadiense había conseguido un apartamento en Pierrepont Street, un tercer piso con dos habitaciones, cocina casi normal y cuarto de baño susceptible de acoger a más de una persona a la vez. El barrio, de edificaciones de tres o cuatro alturas como máximo, alineadas a lo largo de calles no muy anchas y llenas de árboles, es verdaderamente tranquilo y guarda el ambiente de la zona pudiente de Brooklyn que fue a principios de siglo. Ahora vuelve a serlo, en parte, por los yuppies que se trasladan desde la isla. Entre Clark Street y Atlantic Avenue se levanta una pequeña ciudad donde hay iglesias, colegios, lavanderías, tiendas de comestibles. En el centro, en Montague Street, está la calle comercial, por donde se ve pasar a las familias y a los ancianos como en la calle mayor de cualquier pueblo. Y al frente, dando al East River, se halla el paseo de Brooklyn Heights Promenade, sobre los muelles, desde el que se tiene una de las más gloriosas perspectivas de Manhattan. Una placa recuerda que aquella zona lo fue de fortificaciones a fines del siglo dieciocho, y que el mismísimo George Washington tuvo allí su cuartel general durante la batalla de Long Island. Por Gus me enteré de que los alquileres, aunque superiores a los que pagábamos en nuestras ínfimas madrigueras de la parte más innoble del Upper West, no resultaban prohibitivos. A través de una agencia inmobiliaria del barrio fui a ver varias ofertas. Finalmente me quedé con un apartamento en Hicks Street, un segundo piso con dos ventanas al frente. Cuando le dije a Raúl que yo también me mudaba, mi amigo opinó, con desinterés:

– Lo tuyo al menos lo entiendo. Tú no tienes que viajar una hora todos los días. Pero yo no pienso moverme. Ya me he hecho al poco sitio y no me gusta nada madrugar.

Mi mudanza a Brooklyn tuvo el efecto de abrir una segunda época de descubrimientos. Durante los meses anteriores casi no había salido de Manhattan, y aunque ésta fuera una isla muy particular no dejaba de producir esa sensación de insularidad que a veces lo era también de un cierto ahogo. Me gustaba de Brooklyn Heights el día a día sosegado, semejante al de ciertos barrios céntricos de Madrid en los que no hay oficinas ni zonas comerciales masivas. Cuando despertaba, al entrar el sol en mi habitación, me quedaba un rato ante la ventana, viendo pasar los camiones de reparto o espiando la actividad en la casa de enfrente. A través de sus ventanas seguía el inicio de la jornada de un par de jubilados o el de una muchacha de melena muy rubia que siempre llevaba camisetas y ropa interior negras. Entre las ramas peladas de los árboles, durante el invierno, la veía moverse de un lado a otro de su habitación, con sus largas piernas blancas que destacaban contra el luto de su ropa, y mientras hacía la cama o se preparaba un café me embargaba la paz ensimismada de aquella intimidad sorprendida.

Después iba a tomar un café con vainilla y un bagel con jamón a un modesto local de Atlantic Avenue, donde podían leerse gratis los periódicos del barrio. Iba allí porque el café era bueno y estaba muy caliente y porque uno podía quedarse durante una hora, si quería, sin que nadie le molestara, leyendo las noticias siempre estrictamente locales de aquellos periódicos: Un taxista cae desde el puente de Brooklyn y sobrevive. Otros días, cuando deseaba algo más nutritivo, me iba al Teresa´s, un local polaco en Montague Street. Allí podía pedir pantagruélicos desayunos y devorarlos rodeado de los jubilados del barrio, que también tenían buen apetito. Entre los muchos ancianos del Teresa´s, me fue inevitable tener contacto con algunos. Cuando estaban solos y se aburrían se dirigían a quien tuvieran más cerca, y alguna vez ése resulté ser yo. Aquella sociedad de retirados, por lo demás, era de una resignación admirable. Casi todos vivían solos, porque no habían tenido hijos o porque los que habían tenido los habían perdido o les habían abandonado. Disponían de ingresos para su sustento, aunque sin excesos, y en su vida no había otro aliciente que el Teresa´s y la televisión, si es que ésta podía llegar a esa categoría. Cada poco desaparecía uno de ellos, y cada uno de los que quedaban le veía irse sabiendo que podía ser el siguiente. Pero no había desesperación y se guardaba el recuerdo de los caídos. En una pared colgaba un poema al puente de Brooklyn escrito por uno de los que ya no estaban. Debajo se leía una petición al difunto: Norman, tú llegaste allí primero. Guarda una mesa para nosotros. Todo nuestro amor. El club del desayunos del Teresa's.

Aunque no todas las partes de Brooklyn pueden recorrerse sin miedo, y algunas, como las que había atravesado a mi llegada con el taxi, no invitan a ser recorridas, al cabo del tiempo fui delimitando una amplia extensión por la que desarrollaba mis excursiones. Todo era más humilde que Manhattan, pero también más próximo, y no dejaba de haber oportunidades. Podía ir al cine de Court Street, un cine de barrio barato en el que la programación era bastante digna. Para comer y cenar había decenas de opciones, sin alejarse demasiado de mi propia calle. Para pasear tenía los alrededores del Borough Hall, el Prospect Park o el cementerio Greenwood. Y si quería refugiarme, disponía de la monumental biblioteca pública o del Brooklyn Museum.

La ventaja de vivir allí era que estando fuera a la vez estaba cerca de Manhattan, a donde seguía yendo a menudo. No era fácil conseguir que Raúl se aviniera a salir de su isla; parecía que el río le protegiera del mundo exterior. Una de las cosas que más me complacían, cuando salía por la noche con Raúl y los demás, era hacer el camino de regreso. Gus y yo siempre le pedíamos al taxista que nos llevara por Broadway y que se desviara hacia el puente un poco antes del Ayuntamiento. No había nada como bajar por aquella avenida llena de luces, bajo la fría noche neoyorquina.

Al llegar a Brooklyn, después de cruzar el puente, la ciudad se volvía más tenebrosa, pero no intimidaba. Una noche que volvía solo, el taxista que me llevaba, un árabe llamado Said, según rezaba su licencia, me preguntó si vivía allí. Cuando le dije que sí, juzgó:

– Hace bien. Esta es zona de judíos. Me gusta tener judíos alrededor. Sus barrios siempre son agradables y pacíficos.

En marzo y abril, cuando llovía, me iba a menudo a Brooklyn Heights Promenade a mirar el perfil de Manhattan, desvaído entre la bruma. Los helicópteros aterrizaban y despegaban del helipuerto que hay cerca de Wall Street y del río subía un acre olor a pescado, insinuando la cercanía del mar. Otros días, sin lluvia, me acercaba a sentarme ante la puesta del sol, entre todos los que iban con sus cámaras a fotografiarla desde allí. Pero quizá nada fuera comparable a caminar por Brooklyn Heights Promenade de noche, cuando los edificios rompen la negrura con sus siluetas salpicadas de luces. Debajo del paseo discurre la autopista Brooklyn-Queens, y su ruido sirve a todas horas de fondo sonoro a la estampa. Mientras contemplaba Manhattan, escuchando los motores de los coches y los camiones que rugían sin cesar debajo de mí, presentía que no había ido allí sólo para abandonarme a un misticismo errabundo; que estaba por suceder algo que le daría otro significado a mi viaje. Y justo entonces, apareció Dalmau.

3.

Noticia de Dalmau

Encontré el libro de Dalmau en la biblioteca pública de Brooklyn, por pura casualidad. Andaba recorriendo las fichas en busca de otra cosa cuando me tropecé con una que comenzaba: DALMAU, Manuel. Creo que habría dejado pasar la obra a la que se refería aquella ficha, atribuyéndola sin más a cualquier escritor hispanoamericano desconocido para mí, de no haber sido por el título: Lejanos. Así, en español. Sin embargo la ficha informaba que el texto estaba en inglés y no ofrecía reseña de ninguna traducción.

Cuando tuve el ejemplar en mis manos, vi que el texto inglés y el título castellano eran, paradójicamente ambos, los originales. Se trataba de la reedición reciente, datada apenas un par de años antes, de un libro que había sido publicado por primera vez en 1936 en Nueva York. Quien había decidido reeditar aquello no era una editorial de segunda fila, sino una de las más prestigiosas, dentro de una colección que trataba de recuperar títulos antiguos y raros de autores no estadounidenses. La novela, que tal era, venía acompañada de un postfacio bastante elogioso a cargo de una anciana profesora de Princeton que confesaba haberse sentido impresionada por el libro en su juventud, aunque apenas ofrecía información sobre el escritor. Todo lo que se decía de los orígenes de éste en una breve página titulada About the Author era que había nacido en Madrid en 1901, que había venido de España a principios de los años 20 y que había publicado en Estados Unidos y en inglés su corta obra (aquella novela y algunos relatos sueltos) ante la convicción de que en su país no iba a ser entendida. Aparte de esto la nota biográfica sólo suministraba otros dos datos: que había trabajado de traductor para un banco y que en la actualidad, es decir, dos años atrás, vivía jubilado en Nueva York.

Leí el libro con avidez. Era una historia acusadamente surrealista, muy del gusto del tiempo en que había sido escrita. A pesar de su título y de la biografía del autor, y contra lo que yo había intuido, no versaba sobre nadie que estuviera lejos de su tierra, al menos en el sentido físico de la palabra. En realidad, era más bien al revés. La acción del primer capítulo transcurría en Toledo, de cuyas calles, plazas y puentes, en atrevido desafío a la presumible ignorancia y aun indiferencia del lector americano, se consignaban algunos nombres propios. Cuando, a partir del segundo capítulo, la acción se trasladaba a Madrid, este afán se desbordaba. Como si el autor actuara guiado por una obsesión de exactitud, las páginas de la novela recorrían itinerarios urbanos madrileños cuidadosamente identificados. En medio de la irónica prosa inglesa de Dalmau, más que loable para ser extranjero, brotaban aquí y allá, extrañamente mezclados con ella, nombres que me eran familiares: la Puerta del Sol, Sevilla Street, Alcalá Street, la Gran Vía, la Castellana, el Retiro. Por estos lugares bien determinados se movían sus enajenados personajes, que componían un disparatado mosaico de lo español: inventores que no habían sido reconocidos, comerciantes enriquecidos en el tráfico con las Indias, héroes frustrados, monjas incestuosas, comisarios de policía ofendidos, prostitutas amnésicas, aventureros que corrían en las noches de lluvia detrás de muchachas que tenían citas misteriosas y también estas muchachas, que no los rehuían. En seguida advertí que las mejores escenas eran las que estaban más íntimamente asociadas a aquellos lugares concretos, las que sólo podía apreciar en toda su belleza quien conociera tales lugares y por tanto muy pocos, si alguno, de los americanos que hubieran leído el libro.

Y es que cuando se llegaba a alguno de aquellos pasajes, como el episodio bajo la lluvia entre el aventurero y la muchacha, que pasaba en la esquina de Alcalá con Velázquez, era preciso saber que enfrente estaría el Retiro, y que bajo la noche, seguramente una de esas noches de cielo gris azulado que suele haber en Madrid, las copas negras de los árboles se agitarían con el viento. Ninguno de los lectores americanos podía hacerse una idea precisa del escenario, y con ello se les hurtaba el motivo principal que tenía el aventurero, por ejemplo, para considerar adorable que en ese instante la muchacha le llamara estúpido. Y viceversa: entre quienes hubieran podido descifrar todas las claves, los habituados a pasear una noche de lluvia junto al Retiro, era poco probable que hubiera uno solo que tuviera ocasión de leer el fragmento. Esa doble falta, que yo estaba inopinadamente remediando, me apremiaba a proseguir la lectura. Mientras sentía reunirse en mí al lector con el trasfondo oculto de lo leído, salvando una rotura que quizá nunca antes había sido salvada, tuve la intuición, hasta entonces inédita para mí, de estar realizando el destino de aquella extravagante novela. Cualquiera que tal destino fuese.

A medida que fui avanzando empecé a entender la razón del título y simultáneamente, porque eran la misma cosa, el auténtico propósito del libro. Bajo el pretexto de una narración esperpéntica, Dalmau había compuesto, en su procurada lejanía, una apasionada evocación de la ciudad y del país que había abandonado. Las continuas alusiones sarcásticas a la sociedad española, al temperamento español o al atraso de sus compatriotas eran, a la postre, una de las mejores pruebas de aquella devoción, porque el narrador nunca acertaba a sonar frío o desentendido. Como uno de sus personajes, que insultaba a España y daba puñetazos en las mesas de los cafés por la ingratitud y la ceguera de aquélla con sus hijos más preclaros, manifestaba con su actitud un afecto inconsciente. Desnudo de proclamas y banderas, este patriotismo subrepticio de Dalmau se vinculaba a los rasgos esenciales del paisaje y el espíritu españoles, tal y como los guardaba su memoria. Por eso sus criaturas de ficción eran excesivas y simbólicas, adictas al gesto y a lo tremendo.

A trechos parecía que el autor censurara esta propensión, pero no pasé por alto que las páginas más sentidas, donde el discurso se hacía más pleno, eran aquéllas en las que sus protagonistas, llevados por su talante desmedido y heroico, se referían a tiempos más ambiciosos, tiempos de oportunidades y empeños, de los que aquel otro tiempo en que se hallaban venía a ser una dolorosa decadencia. La comunión con la inveterada inclinación española a la grandeza del espíritu, por encima de cualquier aspecto útil, esto es, rutinario, no podía ser más patente. Como tampoco a nadie podía ocultarse cuánto había de añoranza personal en la escena casi última en la que uno de los personajes le describía a otro, que era ciego y no podía verlo, el azul impar de una mañana de mayo sobre Madrid.

Al final del libro muchos de aquellos seres resultaban ser a la vez otros, a veces opuestos en condición o carácter o incluso sus mismos enemigos en capítulos anteriores. Con la confusión de identidades se cerraba el círculo de todos los equívocos y terminaba de demostrarse que bajo las desordenadas peripecias relatadas en la novela había una unidad fundamental. El cáustico expatriado y sus criaturas se fundían en uno solo y todas las contradicciones, y con ellas la propia distancia, quedaban resueltas en un juego de reencuentros imaginarios. Al cabo de doscientas páginas de sátira, Lejanos se resumía en un homenaje y se me figuraba que también en una especie de paliativo para su autor. No podía dejar de interpretar que la novela había sido escrita, en gran medida, para compensar la ausencia y el destierro, de esa manera tan española que consiste en revolver la sorna con la expresión infiltrada, casi de contrabando, de las heridas del corazón.

El efecto que me produjo la lectura del libro de Dalmau fue complejo y duradero. No por la cuestionable agudeza con que pudiera abordar el problema de su nación, que era la mía pero a la vez era otra, porque entre la España de 1920, que él había dejado, y la que yo había vivido, había quizá más disparidades que semejanzas. Lo que me conmovía ante todo era cómo se enfrentaba al desgarramiento, cómo convertía su deserción en una forma exacerbada de lealtad y se entregaba, mediante la fantasía literaria, a una indagación de sus ecos más interiores. A aquel exiliado minucioso, después de urdir y desenrollar su fábula, sólo le quedaban entre los dedos las hebras imprescindibles. Con ellas había tejido un estandarte que hacía ondear, con el orgullo de un hidalgo que hubiera perdido el juicio, en mitad de la ciudad que jamás podría captar su mensaje. Daba igual, a esos efectos, que condescendiera a hablar la lengua de aquella ciudad. No imaginaba qué podía haberle impulsado a irse y a refugiarse en Nueva York, pero tenía que ser algo extraordinario para haber durado hasta entonces, a despecho de todos los bandazos que en los setenta años transcurridos había dado España y de aquel sentimiento intenso que afloraba en su escritura. Un sentimiento que pervivía seis décadas después de la primera edición de la novela, cuando menos lo suficiente como para autorizar la reedición y repetir el alarde.

Lo que se me revelaba en Dalmau, y tuvo toda la responsabilidad de que su libro fuera primero un hallazgo y en seguida una comezón, era justamente aquella necesidad de sumergirse en lo ajeno para explorar y revivir lo propio. Releí muchas veces la reseña biográfica que había en la penúltima página y me detuve siempre en las mismas palabras: "…deciding to write in English because he felt he could not reach a Spanish audience". Escribió en inglés porque no creyó que pudiera llegar a un público español. Y sin embargo lo que le ocupaba era, en el fondo, más de la incumbencia de ese público que de ningún otro. Pronto me fue forzoso ver en la figura de Dalmau a un precursor de mi propio impulso. Aún más: a la luz de su precedente tuve el primer indicio plausible acerca de la finalidad a que podía obedecer mi viaje, hasta aquel instante rendido a la deriva de una navegación al acaso por el paisaje de ruinas y prodigios de Nueva York. Según ese precedente, la fuga no podía ser más que una tentativa de regreso a la patria perdida. Una patria interior que no estaba en los signos o en las imágenes convencionales, sino en el aliento y en el latido más hondo, y que sobre el terreno donde antaño existiera se había vuelto impracticable o había dejado de servir para su uso.

Lo extraordinario del caso de Dalmau era que él se hubiera quedado para siempre aquí, fuera y lejos (como si la separación no fuera o no pudiera ser un expediente transitorio, sino un arte exigente que debía mantenerse sin desmayo), y que en este destierro hubiera alcanzado una longevidad por encima de cualquier promedio. Tal vez mi suposición de que al cabo de setenta años pudiera seguir conservando el talante que exhibía su libro era gratuita. Podían haber reeditado la novela sus descendientes, o tener cedidos los derechos y carecer de cualquier control sobre ellos. Con noventa y cinco años, podía ser un vegetal balbuceante, poco más que un inicio de difunto. Pero si perduraba en él algo de lo que había sido, no había nadie con una experiencia comparable: setenta años de negarse a volver. Un día, mientras esperaba a que apareciera el metro en el andén de la estación de Park Slope, oí a lo lejos a una mujer que cantaba. Algo en aquella canción, cuya letra al principio no pude descifrar, atrajo mi interés. Al cabo de unos segundos de atenderla supe qué tenía de llamativo: aquella mujer cantaba en español. La canción la conocía, era una cualquiera, de esas que pone de moda algún cantante de Venezuela o de Méjico y que siempre tratan de algo muy melodramático. Los versos terminaban en palabras abiertas: nada, aire, alma, agua. No había palabras tan terminantes como aquéllas en inglés, ni siquiera parecidas; oírlas allí, resonando en el andén vacío de una remota estación del metro de Nueva York, me produjo una impresión desconcertante. Creo que nunca había percibido el poder de mi idioma con la nitidez con que lo percibí entonces, al ser proferido por una mujer quizá alienada que atacaba el estribillo de una canción vulgar. Ni cuando lo había leído en versos mucho más esclarecidos ni cuando se lo había escuchado a los más consumados actores de mi tierra. Ni siquiera cuando había sonado alguna canción flamenca en alguna de las fiestas a que había asistido aquí, pese a la nostalgia presuntamente invencible que tales sones, según se me había avisado, provocaban en los expatriados españoles.

En ese momento en el que Nueva York me devolvía la posesión extraviada de mi lengua, elegí acordarme de Dalmau. Poco a poco, como si una corriente subterránea socavara el muro de tiempo y desconocimiento que se interponía entre los dos, se abría paso en mi conciencia la lógica de su plan ingente y solitario. Y a medida que lo hacía se iba gestando, imparable, la necesidad de saber más de él.

4.

Viaje al origen por Jackson Heights

Aprovechando las vacaciones de Semana Santa vino de San Francisco un amigo colombiano de Raúl, que acababa de contraer matrimonio con una norteamericana. Ambos se alojaron en el apartamento de Gus, que era el más espacioso, y aunque por regla general se movieron a su aire por la ciudad, de vez en cuando organizábamos salidas conjuntas. Una de ellas, sugerida por el propio colombiano, consistió en ir a comer a un local de Queens llamado Little Colombia, en Roosevelt Avenue. Gabriel, que así se llamaba el colombiano, quería enseñar a su mujer, Cheryl, cómo era la cocina típica de su país. Yo no había estado nunca en Queens, y tampoco Raúl o Gus, aunque en metro se tardase apenas media hora en llegar desde el Upper West Side. En los oídos de todos, el nombre de Jackson Heights, el barrio donde vivían los inmigrantes colombianos y estaba el restaurante, venía irremisiblemente asociado a una leyenda pródiga en violencia y peligros. Si había que creer a los periódicos, allí tenían lugar ajustes de cuentas entre traficantes, tiroteos con armas automáticas, batallas nocturnas. Nadie se arriesgaba a andar por sus calles después de las seis y media de la tarde, y pocos, exceptuando a quienes allí vivían, antes de esa hora. Por eso, aunque fuéramos a mediodía, la hora menos arriesgada, el viaje tenía un cierto sabor de aventura. Antes de entrar en Queens el metro emergía de las entrañas de la tierra, donde permanecía mientras discurría por Manhattan, y se encaramaba a la vía elevada que sobrevolaba el barrio, sin ningún miramiento hacia la estética urbana o la conveniencia de sus habitantes. En cuanto a la primera, no había gran cosa que salvar, y en cuanto a la segunda, en poco movía a tasarla la traza más bien miserable de los bloques de viviendas. Los edificios donde vivía la gente se mezclaban sin concierto con los industriales, formando en su heterogeneidad una ciudad construida a espasmos y abandonada después a su suerte. Como una burla, desde las estaciones en que íbamos parando, alzadas lo suficiente sobre las casas circundantes, se podía ver una imagen majestuosa de los elegantes rascacielos de Manhattan cubriendo toda la extensión del horizonte. La visión me traía a la memoria aquellas estampas de los antiguos libros religiosos en las que los condenados al infierno, mientras se abrasaban, y para apurar todas las posibilidades del suplicio, contemplaban desde abajo el ameno éxtasis de los justos.

El grupo que componíamos resultaba bastante pintoresco, y más entre la muchedumbre de hispanoamericanos y africanos que llenaban el vagón de metro. Gabriel venía a ser un sudamericano de rasgos suaves, su mujer era una rubia anglosajona común, Raúl y yo teníamos el ambiguo aspecto europeo de los españoles, Gus era muy pelirrojo y Michael el negro más ceremonioso y atildado que pudiera concebirse. Los demás pasajeros nos observaban con recelo, barruntándonos extranjeros y al mismo tiempo sin terminar de ubicarnos. Pero aquel recelo no llegaba a ser hostilidad, tal vez por la presencia de Gabriel, o tal vez porque Raúl y yo habláramos ocasionalmente en español. A propósito del idioma presencié una escena enternecedora. Una joven hispana iba sentada al extremo de la fila de asientos, con una niña de unos cuatro años que podía ser su hija. La niña no paraba de preguntarle algo, en inglés, y ante la negativa de la madre a responder, amenazaba con convertir la insistencia en rabieta. La madre trataba de contemporizar, pero cuando la niña fingió que iba a echarse a llorar, se rindió y dijo al fin, en español:

– Pájaro.

La niña, que un instante antes parecía estar al borde del llanto, se echó a reír ruidosamente. Un momento más tarde volvió a la carga, y esta vez pude entender la pregunta:

– And Rabbit?

La madre apenas se resistió, y tradujo:

– Conejo.

Esta vez la niña se desternillaba. No eran pocos los hispanos que preferían que sus hijos no hablaran español, para que eso no sirviera para discriminarlos en el futuro. Pero en la forma en que la niña exigía y la madre se sometía a la exigencia se advertía, esperanzadoramente para la lengua, cuan difícil iba a ser exterminarla. En ese momento pensé en los que reprochaban a los hispanohablantes de Estados Unidos sus anglicismos, algunos sin duda estupefacientes. A mí cada vez me costaba más censurar estas desviaciones, porque cada vez estaba más persuadido de que el idioma vivía en ellos como ya no vivía en nosotros. La vida florece en la dificultad y se apaga en la complacencia. Y al florecer puede deformarse, hasta convertirse en otra cosa. En cualquier caso, la vida nunca es objetable.

Las estaciones que fuimos atravesando durante el trayecto no estaban muy concurridas, pero al bajar en Roosevelt Avenue los andenes eran un hervidero de gente. En su inmensa mayoría eran hispanos y el castellano se oía por todas partes. Los signos del metro tenían el mismo diseño que en Manhattan, y cuando bajamos a la calle los coches eran americanos, en las matrículas ponía New York y las placas que mostraban los nombres de las vías públicas eran verdes y terminaban en ST o en AVE. Pero eso era todo, porque el bullicio que se desarrollaba en el corazón de Jackson Heights tenía bien poco de estadounidense. A ambos lados de la avenida se erguían construcciones de poca altura, inundadas de rótulos publicitarios, que formaban una especie de zoco partido en dos por la cicatriz descomunal de la vía elevada. Allí se alineaban sin solución de continuidad bares, peluquerías, supermercados, despachos de pan, puestos de fruta y un sinfín de otros negocios. Bajo el entramado de hierros, sin hacer caso del estrépito periódico de los trenes que surcaban su lomo y le arrancaban chirridos y chispas, palpitaba una ciudad moruna e indígena, mediterránea y selvática. Por ella pululaba una multitud de hombres ociosos, mujeres que echaban a andar deprisa o se paraban de repente, niños inciviles, viejos inquietos. Todo el mundo despreciaba los semáforos y se desplazaba indistintamente por las aceras o sobre el asfalto. De algunos comercios salían a todo volumen ritmos de salsa, que la gente seguía o pasaba por alto con la misma naturalidad. Ante estos comercios se apilaban las cintas magnetofónicas pero en ninguna parte se vendían discos compactos, porque los clientes no tenían con qué reproducirlos. En las tiendas de ropa había tangas de leopardo, bragas de color fucsia, sostenes puntiagudos sobre troncos de maniquíes de plástico brillante. Algunas de las mujeres que uno se cruzaba llevaban prendas no menos estruendosas, siempre ceñidas, sin preocuparse lo más mínimo de las bandas de grasa que se enrollaban en sus cinturas.

Allí ofrecía sus servicios el Indio Amazónico, adivinador de futuros en el horóscopo y en los caracoles y puntual solucionador de cualquier problema, por intrincado o recalcitrante que pudiera resultar, según detallaban sus exhaustivos folletos:…para dominar enemigos, para viajar sin riesgo, para retirar enfermedades postizas o hechizos, para los hijos desobedientes o borrachos, para las hijas mal casadas, para dejar los vicios, para localizar tesoros enterrados, para proteger de robos carros y apartamentos… Por doquier se anunciaban abogados capaces de arreglar papeles de residencia y también proliferaban otras industrias orientadas a los emigrados, como los establecimientos para remitir dinero o los centros de conferencias video telefónicas.

Durante el breve itinerario que seguimos por Jackson Heights, por primera vez acaso en todos los meses que llevaba en Nueva York, fue como si estuviera en casa. Muchas circunstancias me alejaban de aquellas personas, desde su casi exclusiva ascendencia india (que ponía en entredicho la eficacia del mestizaje de razas de la conquista) hasta su precaria situación. Pero había algo recóndito, aunque no fuera la sangre, que compartíamos gracias a los hombres de mi tierra que habían atravesado el océano siglos atrás. Viendo cómo se daban la vez en la panadería, cómo manoseaban el género o charlaban sin embarazo, me parecía recuperar intactas las escenas del barrio de mi infancia.

Después, ya en el Little Colombia, nos colocaron cerca de una mesa enorme donde se celebraba un banquete de comunión, y me vino el recuerdo de que yo también había hecho la comunión y se me había dado un banquete semejante. En él mi abuelo se había sentado a mi lado, como estaba al lado del niño el abuelo de aquella fiesta colombiana en Queens. Los asistentes al convite componían una linda estampa. Nadie hubiera dicho que aquél fuera el mismo barrio en el que según los periódicos se ametrallaban con regularidad.

Cheryl, como casi todos, encontró la comida colombiana sobreabundante, aunque apreció que la preparaban con gracia. Era una estadounidense atípica, más abierta que la media, tanto como para haber desposado a un hispano, lo que no era poco. Sin embargo, en un momento de la conversación que tuvimos en torno a la mesa, y a raíz de un comentario inocente de Raúl, sin lugar a dudas el menos proclive a la patriotería de todos los reunidos, estalló un pequeño incidente a propósito de prejuicios nacionales.

– En todo caso, ahí tenéis el ejemplo de Filipinas -afirmó Cheryl, con suficiencia-. Si todos hablan inglés es porque nosotros enviamos maestros y les enseñamos a leer, lo que no habíais hecho los españoles.

Vi a Raúl mirar al techo. Como repetía a menudo, estaba convencido de la inutilidad de salir al paso de un yanqui cuando proclamaba alguna de las cien mil facetas en las que los Estados Unidos eran más (grandes, fuertes, rápidos) que cualquier otro país sobre la tierra. Yo no sostenía una teoría diferente, ni si hubiera reflexionado habría adoptado otra postura que la suya, pero de pronto algo me ardió dentro y repliqué a Cheryl:

– Lo que dices es discutible. Y además, los españoles tenían que ir de Cádiz a Manila en barco de vela. Vuestros maestros iban desde San Francisco en vapores y más tarde incluso en aeroplanos. Los esfuerzos no son comparables.

– Tampoco os interesó. Los españoles siempre fueron por el oro y a explotar a los indios.

La observé fijamente. Nada me causaba más fastidio que erigirme ante una americana en vocero de las rancias soflamas apologéticas del imperio español. Pero la cara de satisfacción de Cheryl me impedía callarme.

– Hay hechos que no pueden negarse -dije-. Los españoles persiguieron al principio a los indios con perros y hasta el final se llevaron todo el oro que pudieron. Eso es un hecho. Otro hecho, que vale lo que vale, es que antes de que acabara el siglo dieciséis ya había indios licenciados en las universidades españolas de Méjico y del Perú. Doscientos años después, tus antepasados seguían cazando a los indios de aquí como si fueran monos. Y eso también es un hecho y también vale lo que vale.

– Deberías darte una vuelta por el museo de Brooklyn -repuso Cheryl, contenida-. Estuvimos allí ayer, visitando una exposición sobre la conquista de Méjico. En ella se muestra cómo os ensañasteis con un pueblo que no conocía el hierro. Los hombres blancos que vinieron del oriente y que trajeron la enfermedad, os llamó un poeta indígena.

– El pueblo que no conocía el hierro levantaba ciudades y pirámides y tenía ejércitos de miles de hombres, contra los que se enfrentaron unos pocos cientos de españoles. Puestos a ensañarse, que tenga algún mérito -alegué, para provocarla. Pero también me arrastraba el aura de aquella otra época en que el desatino español había corrido parejo con el arrojo, cuando los hambrientos de Castilla, porque siempre son los hambrientos, habían salido a ganar el mundo, aunque fuera para desperdiciarlo y perderlo luego. Estar allí, en Jackson Heights, donde sobrevivían otros hambrientos, me acercaba a aquel origen y a aquella fiebre que los míos, gracias a los vientres satisfechos, habían olvidado sin que el olvido lograra ennoblecerles.

– Afortunadamente, Canadá carece de historia -intervino Gus-. Eso evita la diversidad de interpretaciones, aunque haya que soportar a una reina como la de Inglaterra.

Con esto se disolvió la polémica, en verdad estéril. Después de la comida tomamos el metro de regreso y admiramos de nuevo, esta vez acercándose y bajo el atardecer, la línea de torres de la isla opulenta. Volvíamos allí porque ése (o Brooklyn Heights, tanto daba) y no Queens era el lugar en el que nos correspondía dormir. Ninguno, y había que cargar con la culpa o la vergüenza que por ello nos tocase, estaba preparado para aceptar que le despertara el tableteo de un fusil de asalto en mitad de la noche.

5.

Primeras indagaciones

La primera tentativa de encontrar a Dalmau fue tan modesta como insoslayable. Siempre me habían fascinado los detectives que en las películas americanas localizaban sobre la marcha, en la sobada guía telefónica de cualquier cabina pública, al exacto Will Smith o a la mismísima Jenny Parker que andaban buscando. Daba igual que la guía fuera de Los Ángeles o de Nueva York, sólo había uno y era el bueno. En mi caso, no obstante, aquel resultado no era demasiado inverosímil. Dalmau no era un apellido corriente en Estados Unidos. Escasamente lo era en España. Sin embargo, y aunque recorrí todas las guías telefónicas que pude conseguir de todos los boroughs de Nueva York, por ninguna parte apareció el ansiado apellido. Este primer fracaso me hizo dudar acerca de la posibilidad de continuar mis investigaciones. Dalmau podía estar muerto, o podía no merecer la pena hallarle, si había de ser a través de diligencias mucho más costosas.

Durante varios días no me ocupé del asunto. Según progresaba abril, el tiempo se suavizaba y la ciudad volvía a ser placentera. Después de haberla soportado en la crudeza de su invierno, la benignidad de las mañanas en los despoblados senderos de Prospect Park creaba la ilusión de que nada era necesario, salvo dejar que el sol le calentase a uno la piel y que los olores de las plantas renacidas le adormeciesen. Pero Dalmau seguía ahí, agazapado, y pude constatar hasta qué punto cuando proyecté sin gran premeditación ni aparentes vacilaciones la siguiente maniobra.

Para ejecutarla me llegué antes de nada hasta Barnes & Noble, sucursal de Broadway con Columbus, que ya conocía como la palma de mi mano. Curioseando por los anaqueles de la librería había dado en cierta ocasión con una sección entera dedicada a guías para escritores. No era la única sección inexplicablemente grande para un español, ni en ésa ni en las demás librerías de la ciudad. La sección Gay/Lesbian, por ejemplo, ocupaba en casi todas el doble de espacio que la de narrativa inglesa. El caso es que el oficio de escritor resulta gozar entre los estadounidenses de un prestigio desmesurado, el suficiente como para justificar no sólo el tamaño de aquella sección, sino también la existencia de innumerables talleres de escritura. Por allí debían acercarse los modernos epígonos de aquel personaje de On the Road, de Kerouac, que desde un pasado azaroso en el Oeste había venido a Nueva York sólo para que le enseñasen a escribir. Tanta estima por la literatura me había parecido desde el principio una típica paradoja americana: en la misma ciudad donde se presume al viajero medio del metro incapaz de multiplicar por 1,5 y se le ofrece una tabla en la que se informa que un viaje vale 1,50 dólares, dos viajes 3 dólares y así hasta veinte viajes, 30 dólares, Robert Musil es un escritor casi popular, cuyos libros pueden adquirirse sin dificultades en cualquier tienda y se ven en manos de muchachas de menos de veinte años.

En una de aquellas guías para escritores, o aspirantes a serlo, donde se reseñaban con profusión desbordante premios, escuelas, editoriales y revistas, di sin esfuerzo con lo que me interesaba: la dirección en Nueva York de la editorial de Dalmau y el nombre de la editora jefe encargada de literatura extranjera. También averigüé cuál era el procedimiento para remitirles manuscritos, y ello pese a venir descrito con una multitud de abreviaturas para iniciados que el profano sólo podía descifrar con ayuda de una tabla escondida en una nota a pie de página. La última de aquellas abreviaturas, SASE (self addressed stamped envelope) ofrecía una pista elocuente. Sólo admitían manuscritos que vinieran acompañados de un sobre franqueado y con la dirección del autor, para agilizar y abaratar la devolución. Los demás los rechazaban sin leerlos.

La editorial estaba en la calle 50, y ocupaba parte de un edificio gris no demasiado atractivo. La información que proporcionaba la guía era lo bastante precisa como para detallar que la persona a la que deseaba ver estaba en el piso 11. Llegué hasta el ascensor sin problemas (no suele haberlos en muchos edificios de oficinas de Manhattan, salvo que uno vaya por ahí con una indumentaria amenazadora) y pulsé el botón correspondiente. En la planta había unas puertas de vidrio con el nombre y el emblema de la editorial. Las atravesé, di los buenos días a la recepcionista y pasé de largo ante ella. La recepcionista, que resultaba atender también el teléfono, titubeó un instante, dividida entre quien tuviera al otro lado de la línea y mi intromisión. Algo, acaso los libros que yo llevaba en la mano, resolvió la duda en favor de la llamada telefónica. Cuando quiso reconsiderarlo, si lo quiso, yo ya estaba dentro, tratando de encontrar en el relativo desbarajuste de aquella oficina el despacho o el hueco que ocupaba Melisa Chaves, editora jefe de literatura extranjera. En los cubículos que llenaban la parte despejada de la oficina, enterradas bajo los manuscritos que se amontonaban por doquier, había personas muy distintas, desde ancianos de pelo blanco de porte germánico hasta jóvenes negras con profusas melenas trenzadas. Casi todos llevaban gafas y muchos parecían sumidos en un sueño, ya estuvieran susurrándole al teléfono o pasando páginas mecanografiadas como quien pasara hojas de papel pintado. Los fui observando sin disimular. Nadie me impidió que me moviera por allí a mi antojo. Nadie me preguntó siquiera a quién estaba buscando.

El despacho de Melisa Chaves estaba cerca de una esquina. Lo rodeaban unas mamparas que eran de cristal desde media altura hasta el techo y dentro tenía unas persianas que estaban bajadas pero con las varillas orientadas de forma que no evitaran la visión del interior. En la mesa de aquel despacho había una mujer rechoncha, de aspecto puertorriqueño, que estaba enfrascada en su ordenador de sobremesa.

Golpeé en la puerta y la abrí antes de ser autorizado.

– ¿Melisa Chaves? -pregunté, sin forzar una pronunciación inglesa de su nombre.

Ella se volvió hacia la puerta, quedó durante un instante como aturdida, y después de pensárselo me habló en español:

– Sí. ¿Quién es usted?

Sirviéndome del mismo idioma que ella, repuse:

– Me llamo Hugo Moncada. Venía a traerle un libro.

– No recibimos manuscritos personalmente -informó, con aplomo-. ¿Cómo es que lo han dejado a usted pasar?

– Abrí y pasé. Nadie me dijo que no pudiera.

– Pero comprenderá que no podemos recibir personalmente a todo el mundo.

Sonriendo, protesté:

– No soy todo el mundo. Y no traigo un manuscrito, sino un libro.

Melisa Chaves se tomó algún tiempo para calibrarme. También se fijó en los libros que tenía en la mano. Uno era el de Dalmau. El otro, un ejemplar de la travesura de juventud que había publicado yo mismo años atrás, en España.

– No me impresiona que traiga un libro -habló al fin-. He visto antes otros. Mándelo junto con un sobre franqueado con su dirección y lo leeremos. Si no le importa, estoy ocupada. No lo supongo a usted tan tonto como para obligarme a avisar al servicio de seguridad del edificio. Ándese sólito.

Y dejándome archivado bajo aquel diminutivo, proferido con deliciosa blandura caribeña, retornó a su ordenador. No importaba. Ahora que ya estaba dentro, podía cambiar tranquilamente de táctica.

– Le agradecería que tomase el libro -le rogué-. He venido desde Madrid.

– Pero imagino que no vino sólo para esto -dedujo, sin apartar la vista de su ordenador-. Allí en España tienen ustedes correo, ¿o no?

– Allí no podía comprar sellos americanos para franquear el sobre de vuelta.

Melisa Chaves se rió.

– Claro, todo un problema. Nunca se me ocurrió. Haber metido diez dólares. Anyway, ahora sí puede comprar sellos americanos. Hay una oficina de correos muy cerca de aquí, pregunte al portero del edificio.

Cuidadosamente, deposité mi libro sobre su mesa rebosante de papeles, algunos ya amarillos. Melisa Chaves no era una mujer pulcra.

– Se lo dejo. Lee lo que quiera y si no le gusta lo tira. Yo tengo más.

– Está bien, haga como le parezca -transigió, perdiendo la paciencia-. Y ahora váyase. Lo del servicio de seguridad lo dije en serio. No me tome por una antipática, pero no me gusta que me organicen entrevistas contra mi voluntad.

Hice ademán de marcharme. Pero antes de volver a cerrar su puerta retrocedí y admití:

– En realidad, tiene usted razón.

– ¿Qué?

– No he venido sólo a traerle mi novela.

Esta vez tomé asiento, aunque ella no me había invitado. Súbitamente, su rostro se llenó de furor y echó mano al teléfono. Mientras ella descolgaba el auricular, puse un dedo sobre el interruptor del aparato, cortando la comunicación.

– Sólo le pido cinco minutos. Cinco minutos y ya no me ve nunca más el pelo -prometí-. Más rápido que el guardia. ¿Le suena este libro?

Le mostré el libro de Dalmau. Melisa Chaves se serenó para admitir, con notoria desgana:

– Claro que me suena. ¿Qué pasa con él?

– Sólo quiero una pequeña información. Me gustaría ponerme en contacto con el autor.

– Esto no es una agencia.

– No le pido nada más que me diga a dónde puedo escribirle.

– ¿De verdad cree que me dedico a dar información sobre nuestros autores al primero que viene a pedirla? Usted podría ser enemigo suyo, o una especie de admirador loco, lo que sería todavía peor.

– No soy ninguna de las dos cosas -aseveré-. Tengo mucho interés en conocerle, pero por una razón inofensiva. Estoy escribiendo una tesis sobre escritores españoles exiliados y sobre la influencia del exilio en sus obras. De España ha tenido que irse mucha gente en los dos últimos siglos, por una u otra causa, pero cuando supe del libro de Dalmau me impresionó. En España nadie está al tanto de su existencia.

Este breve discurso la amansó, o creyó de pronto que no era aquélla la mejor forma de reaccionar. Sin la dureza de un minuto antes, se disculpó:

– Desgraciadamente, no puedo ayudarle. No conozco a Manuel Dalmau.

– Alguna relación habrá tenido, si le ha editado.

Melisa Chaves se reclinó en su sillón.

– No le miento. Todo lo que tengo de él es un apartado de correos y un número de cuenta bancaria, donde le transferimos periódicamente sus royalties. No son grandes sumas, si es que lo intriga a usted el detalle.

– Pero, ¿está vivo?

– No lo sé, es decir, podría no estarlo, si alguien se las arregla para mantener abierta su cuenta y paga su apartado. Hace un año que no recibo noticias suyas. Tampoco esperaba ninguna. Siempre le liquidamos puntualmente y justificamos las ventas de forma razonable.

La mujer me desarmaba por el sencillo procedimiento de darme todos los antecedentes, o gracias a un embuste bien tramado y endosado con soltura. Fuera lo que fuese, le constaba que tendría que conformarme y disfrutaba con mi zozobra.

– ¿Y no podría facilitarme ese apartado de correos? -resistí aún.

– No -se plantó, sin misericordia.

– Al menos dígame, ¿es un apartado de Nueva York?

– No. Creo que esto es todo, señor. Ya que no me deja llamar por teléfono, me voy a ver obligada a gritar.

– No se moleste -dije, mientras me levantaba-. Gracias por recibirme.

– De nada.

Antes de que yo terminase de salir de su despacho, a Melisa Chaves debió asaltarle una duda, nada importante, apenas lo justo para no despedirme tan destempladamente. Me llamó:

– Señor Moncada.

– ¿Sí?

– Leeré su libro. A ver si así lo entiendo -dijo, encogiéndose de hombros.

– Mi libro no explica nada. Es una novela -la defraudé, por anticipado.

Unos segundos después volví a pasar frente a la recepcionista. En ese instante no estaba atendiendo el teléfono y se me quedó mirando con una especie de rencor, pero no me dirigió la palabra. Era una chica pelirroja, de ésas con blusa blanca y chaleco negro y muchos abalorios. Confié en que mi insolencia no le trajera problemas.

6.

A orillas del Michigan

Después de mi entrevista con Melisa Chaves, y todavía sin poder atisbar si lo que me había contado era cierto o una patraña presurosamente inventada, algo se me quedó dando vueltas por el cerebro. Ella había negado que el apartado de correos a través del que se relacionaba con Dalmau fuera de Nueva York. Sin embargo, entre los pocos datos que ofrecía la sucinta nota biográfica que había al final del libro figuraba que Dalmau vivía jubilado en Nueva York. Podía ser un indicio de la falsedad de Melisa Chaves, o quizá lo falso era el dato, introducido a instancias del propio Dalmau para despistar sobre su verdadero paradero. En todo caso, lo único que sacaba en limpio de mis inquisiciones era la resistencia de Dalmau a dejarse encontrar. Los motivos que pudiera tener para ella eran un nuevo estímulo para la búsqueda.

Sin embargo, estaba en una encrucijada poco apetecible. Si Melisa Chaves podía proporcionarme más información, había de ser mediante el recurso a métodos para los que no estaba adiestrado como convenía, por ejemplo infiltrarme en su despacho y saquear sus archivos. Y si renunciaba a este cauce, no veía por dónde seguir. En ésas estaba, comenzando a acariciar la posibilidad de ir algún día al edificio de la calle 50 a la hora de salida de las oficinas, cuando se me brindó una alternativa feliz. Una tarde, en el apartamento de Gus, necesitamos de pronto el número de teléfono de alguien.

– ¿Tienes guías? -pregunté.

– No, ni falta que hace.

Gus se sentó frente a su ordenador y menos de un minuto después estaba en algún lugar de la red donde se podía conseguir cualquier teléfono de Estados Unidos. Esa misma noche, en mi apartamento, me conecté con aquella base de datos y tecleé el apellido que no había visto en ninguna guía telefónica de Nueva York.

Tardó una fracción de segundo en aparecer: Dalmau, M. Casi se me detuvo el corazón. La base de datos facilitaba un número y junto a él una dirección de Milwaukee, Wisconsin. Anoté ambos con los dedos temblándome de nerviosismo. ¿Así de fácil era penetrar a través de las barreras que él había levantado? No podía creerlo.

No llamé a aquel número hasta el día siguiente, a mediodía. No quería sorprender a Dalmau a una hora intempestiva y estropearlo todo nada más empezar. La gente mayor se acuesta temprano. Mientras pensaba estas cosas, seguía sin hacerme a la idea de que al otro lado de la línea que podía tender en cualquier momento, con sólo recorrer aquellas cifras en el cuadro de teclas de mi teléfono, estaría Manuel Dalmau, el exiliado de noventa y cinco años que había escrito Lejanos.

La primera vez que marqué comunicaba la línea. La segunda, cinco minutos más tarde, también. Una hora, y dos, y hasta cinco después, seguía comunicando. Finalmente llamé a la compañía telefónica. Una de esas americanas zumbonas, que parecen dudar de la capacidad mental de uno cada vez que rematan con un sir sus frases, me suministró al cabo de algunas comprobaciones una explicación más que consistente para el enojoso fenómeno:

– Ese número ha sido cortado por falta de pago, señor.

La decepción estuvo a la altura de las expectativas que había tenido la debilidad de concebir. De un solo golpe de aquella voz remota, casi virtual, volvía otra vez al punto de partida. Dalmau desaparecía por donde había venido. No tenía más que una dirección de Milwaukee, Wisconsin, en la que lo único que me aguardaba con seguridad era un teléfono desconectado. No cabía descartar que en aquel momento supiera más que Melisa Chaves, si me había sido sincera. Pero eso tampoco me servía de nada.

Durante un par de semanas anduve en otras cosas, echando cuentas del dinero que me quedaba y planteándome que pronto, para el otoño en la mejor de las hipótesis, tendría que decidir si buscaba un empleo o si me iba de Nueva York y volvía a Madrid para reanudar todo donde lo había abandonado. Para tomar la decisión sin presiones, había algo que me había adelantado a poner en marcha al poco de mi mudanza a Brooklyn: la obtención de la residencia. Raúl me había hablado de un increíble expediente para resolver este escollo, el sorteo anual del National Visa Center. Cada año sorteaban 55.000 permisos de residencia, sin otro requisito que rellenar una instancia con el nombre y poco más. Ni siquiera había que acreditar un trabajo, o que se estuviera vinculado a Estados Unidos por razón alguna. Al parecer no era difícil caer en la preselección inicial, de 110.000 candidatos, que era la que se decidía por sorteo. A partir de ahí, un ciudadano europeo con formación universitaria tenía muchas papeletas para terminar entre los elegidos. Costaba demasiado poco rellenar aquella instancia, así que lo hice. Pero eso no significaba que viera con ninguna claridad mi futuro. En realidad, por debajo de todo lo que hacía o decía para rehuirlo, se abría paso el temor de acabar regresando en octubre o noviembre a Madrid, sin una explicación que dar a nadie sobre lo que había perseguido y obtenido con mi retiro neoyorquino. Una tarde, al pasar ante el escaparate de una agencia de viajes, me quedé mirando las ofertas de vuelos a distintas ciudades del país. No había ninguno a Milwaukee en la lista que tenían adherida al cristal. Sí lo había a Chicago, a unas dos horas de Milwaukee por carretera, y vi que el billete de ida y vuelta representaba un importe insignificante. Si me alojaba en un hotel normal, y sumando a todo el alquiler de un coche, no constituía desde luego un obstáculo que pudiera oponerse. Incluso aunque al final el viaje fuese en balde.

Llegué a Chicago de noche, único horario para el que valía la oferta, lo que me forzó a dormir allí. No lo lamenté. Me hospedé en un hotel del centro y antes de acostarme di una vuelta por Michigan Avenue, asombrado por la pureza arquitectónica de la ciudad (infinitamente más cuidada que Nueva York) y la visión del lago al final de la avenida. Por la mañana madrugué, fui a recoger el coche a la oficina de la empresa de alquiler y tomé la autopista que llevaba a Milwaukee. Al contrario que en Nueva York, todos los conductores respetaban escrupulosamente el límite de velocidad. No quise ser una excepción, aunque conducir a 65 millas por hora por la autopista resultara un tanto exasperante. Después de ver a un par de infractores cazados por el sheriff, me persuadí de que estaba haciendo lo correcto.

Milwaukee es una ciudad próspera a orillas del lago Michigan. Tiene su downtown con un par de rascacielos medianos y sus suburbios de inmigrantes o de negros, perfectamente delimitados por la red de autopistas que hacen las veces de barrera física para impedir que se mezclen quienes no deben mezclarse. Se jacta maliciosamente de poseer el puente más largo del mundo, ya que une Polonia y África, en realidad el barrio de los polacos con el de los africanos. En Milwaukee, como en el resto de Wisconsin, la minoría dominante son los descendientes de alemanes, que vinieron de una Europa donde no tenían tierras a la América donde las había en abundancia para todos. Aquí se hicieron granjeros, hasta tal punto que la leche es casi el emblema del estado. La dirección que iba buscando, según la guía de la ciudad que había comprado en Nueva York, se encontraba en un barrio residencial del norte, muy cerca de la línea fronteriza con el término municipal del pequeño pueblo de Fox Point y en la misma orilla del lago.

Cuando llegué a este barrio me di cuenta de que era la zona más acomodada de la ciudad. Las casas, algunas de ellas enormes mansiones de ladrillo de estilo inglés, un auténtico lujo para el Medio Oeste, estaban rodeadas de árboles gigantescos y extensas praderas en medio de un antiguo bosque. Por las calles desiertas correteaban las ardillas y al doblar una esquina estuve a punto incluso de atropellar a un ciervo. A medida que me aproximaba al lugar donde aquellas señas situaban la casa de Dalmau, disminuyó algo la frondosidad de la vegetación. Las casas eran ya todas de madera, así y todo espléndidas, como lo eran también las vistas al lago que tenían muchas de ellas. No se oía un ruido, no circulaba un coche. En mitad de aquel paraíso primaveral, encaramadas a los mástiles que algunos vecinos habían instalado ante sus casas, ondeaban impolutas las banderas con las barras y las estrellas. El blanco, el azul y el rojo destacaban con fuerza sobre el verde esmeralda de los árboles. Nada que ver, en suma, con el desaliño tumultuoso de Nueva York.

La casa, de madera pintada en un color marrón claro y media fachada de piedra, tenía toda la apariencia de llevar cerrada algún tiempo. Era bastante grande con arreglo a los patrones españoles, cuatrocientos metros o más. No vi carteles que anunciasen su venta. En el buzón no había ningún nombre, sólo el número de la calle. Apagué el motor y bajé del coche. Aunque no esperase ningún resultado, no quise dejar de llamar al timbre. Al oprimir el pulsador no sonó nada.

– No hay electricidad. Y tampoco hay nadie.

Me volví. Al otro lado de la calle, apoyado en la valla del jardín de enfrente, había un hombre de unos setenta años. Me contemplaba con regocijo. Fui hacia él.

– Busco a un tal Dalmau.

– No está ahí -certificó el hombre.

– Esta es la dirección que me han dado.

– Anticuada.

– ¿Y no sabría dónde vive ahora?

– ¿Quién es usted y qué quiere? -preguntó, repentinamente severo.

No acerté a responder con la prontitud adecuada. El hombre se echó a reír.

– No se apure. Era una broma. No soy uno de esos viejos alarmistas y entrometidos. Algunos de mis vecinos llaman a la policía sólo con ver a un negro paseando por la calle. Por eso los pocos negros que viven por aquí tienen que ir siempre muy bien vestidos, para que no los denuncien. ¿No le parece realmente gracioso?

El hombre no aguardó a que contestara. A renglón seguido, dijo:

– Dalmau se fue a Kenosha, hará dos meses.

– ¿Kenosha? ¿Dónde está eso?

– Junto al lago Michigan, o sea, ése -lo señaló-. Pero unas sesenta millas al sur.

Justo en el camino por el que había venido. Era una contrariedad, pero al menos era algo. Procuré aprovechar que aquel hombre resultara más o menos colaborador.

– ¿Le conocía mucho?

– Apenas, aunque llevaba aquí algunos años. No era un tipo muy sociable. Además estaba enfermo, al final. Quién sabe, lo mismo está ya muerto.

– ¿No ha venido nadie por la casa?

– No. Y tampoco ha recibido mucho correo. Me encargó que se lo mandara a Kenosha.

– ¿Tiene su dirección allí?

El hombre asintió en silencio.

– ¿Y podría dármela?

Reflexionó un instante y volvió a asentir. Entró en su casa y vino al cabo de cinco minutos con las señas escritas en una hoja de bloc, cuadriculada. Antes de entregármela, quiso sacarme a mí algo, a cambio. No era mucho:

– ¿Es usted español?

– Sí.

– Nunca creí que los españoles viajaran tanto -observó, enigmáticamente.


Llegué a Kenosha a primera hora de la tarde. El tiempo había empeorado y se había nublado casi todo el cielo. Kenosha es una ciudad pequeña, rodeada de industrias escogidas y áreas comerciales. También hay un importante parque de atracciones cerca. En el centro tiene una plaza amplia con jardines bien atendidos y un museo público de estilo clásico. Las señas que me diera el hombre de Milwaukee, con ayuda de tres o cuatro consultas a los lugareños, me condujeron a una urbanización más bien humilde, muy cerca del lago. Era como si Dalmau se hubiera preocupado en todo momento de estar junto a él.

Esta casa era gris, con molduras de color blanco sucio. Y al apretar el botón del timbre sí sonó algo. La puerta se abrió y tras ella apareció una mujer de mediana edad, bastante escuálida y pecosa, que me estudió con cierta reticencia, aunque sin arredrarse.

– ¿Qué desea?

– Busco al señor Dalmau.

– Mala suerte. El señor Dalmau murió hace tres semanas.

La noticia me dejó anonadado. Aunque el hombre de Milwaukee me había dicho que Dalmau estaba enfermo y había insinuado la posibilidad del desenlace, seguramente estaba más preparado para no encontrarle que para encontrar su tumba. Debí parecer muy afectado, porque la mujer se sintió obligada a pedir excusas.

– Lo siento. ¿Está usted bien?

– Sí.

– Verá, yo sólo era su casera -se justificó-. Le alquilé una habitación en el piso de arriba, pero apenas vivió aquí un par de semanas. Estaba muy enfermo y en seguida lo llevaron al hospital. ¿Le conocía usted mucho?

Por no pensar, y aunque ya no le calculaba utilidad alguna, tiré de la historia que había ingeniado para dar un aire verosímil e inocuo a mis pesquisas.

– No le conocía nada, en realidad. Soy del consulado español. Trataba de localizarlo para un asunto de su interés, en España.

– Ya veo. Todo lo que puedo hacer es darle una tarjeta de su hermana. Vino por aquí cuando le hospitalizaron. Se ocupó luego del entierro. Vive en Madison, ya sabe, la capital del estado.

– ¿Su hermana? No nos consta que el señor Dalmau tuviera una hermana en Wisconsin -improvisé.

– Eso dijo que era. Una mujer de unos cincuenta, algo mayor que él, y también más elegante.

Cuidé de reservarme a partir de ahí mis pensamientos, hasta que tuve en mis manos la tarjeta. Con ella bien guardada en la cartera fui al cementerio, y allí di con la tumba. Era una lápida simple, aunque terminada con esmero. Después de leer la inscripción que había sobre aquella lápida estuve caminando durante un buen rato a orillas del lago, por una playa de arena clara con embarcaderos, cabañas y un faro en miniatura (a veces, aunque no es corriente, también hay naufragios en aquellas aguas sin sal). Ante el horizonte de acero del inmenso y frío lago Michigan traté de adivinar, en vano, qué podía haber llevado a morir allí a Matthew Dalmau, hermano de Sue e hijo de Manuel, quienes, en español, no le olvidaban.

7.

Cabo de hilo en Madison

Sue Fromsett, de acuerdo con la tarjeta que me había dado la mujer de Kenosha, nada obsesionada por conservarla, vivía sobre una de las pequeñas elevaciones que hay a las afueras de Madison. La ciudad, aparte de capital administrativa del estado, como atestigua su capitolio preceptivamente algo más pequeño que el de Washington, es un renombrado centro universitario. La universidad de Wisconsin en Madison es pública y más bien liberal, en el satánico sentido de la palabra que emplean los agitadores radiofónicos estadounidenses. Uno de ellos solía referirse a la ciudad como The People's Republic of Madison, lo que sin duda era una interesada exageración. En realidad se trata de una urbe pequeña y pacífica cuya vida gira en torno de la universidad y de la administración estatal y que se asoma al espejo, gran parte del año helado, del recogido lago Monona.

Salí hacia Madison por la mañana, después de dormir en un motel de carretera próximo a Kenosha. El viaje, aun a velocidad legal, no duró mucho, y antes del mediodía surgía ante mis ojos la cúpula del capitolio y la superficie del lago, bastante irregular y delimitada por espesas masas de árboles en toda su extensión. Para llegar hasta la zona donde vivía Sue Fromsett, aunque alguien avezado habría sabido cómo evitarlo, tuve que atravesar la ciudad. En algún momento me extravié y me vi costeando el lago entre los edificios universitarios, rodeado de estudiantes que se dirigían a clase o a los muelles donde había atracadas multitud de pequeñas embarcaciones a vela, uno de los alicientes de estudiar allí. Alguien me explicó cómo salir del atolladero y siguiendo sus indicaciones logré llegar a una vía recta que pasaba entre los campos de deportes de la universidad y conducía a mi destino. Una vez en la urbanización la tarea se complicaba, porque las calles eran pequeñas y llenas de revueltas y las casas estaban desperdigadas por las laderas cubiertas de árboles. El tamaño y la abundancia de éstos me recordó que aquel estado, aunque se disputaba el honor con Minnesota, era la patria legendaria de Paul Bunyan, que se había ganado el sustento y la posteridad derribando un número fantástico de aquellos troncos con su hacha.

Sue Fromsett vivía en una casa de respetable tamaño y sólida construcción, quizá mejor que otras casas de las proximidades. Tenía una entrada limpia y despejada y espacio para aparcar seis o siete coches. Sólo había uno, un jeep de color metalizado. En un principio pensé dejar el coche en la calle, sin entrar en el área privada de la casa, pero en aquella parte de Estados Unidos no suele haber verjas que impidan el paso y creí que estorbaría menos si lo estacionaba discretamente en el espacio destinado al efecto.

La puerta estaba entreabierta y se oía música en el interior. Toqué el timbre, que sonó algo estridente. Al cabo de medio minuto apareció en el umbral una mujer de pelo entre rubio y cano, aunque no demasiado mayor, con unas gafas grandes sobre la punta de la nariz y un cordón anudado al extremo de las patillas, para colgarlas del cuello. Me miró con naturalidad y me saludó amablemente:

– Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?

– ¿Sue Fromsett?

– Sí.

Por si podía hacerle algún efecto especial, le hablé en español:

– Me llamo Hugo Moncada. Vengo de Madrid y estoy buscando a su padre.

Sue Fromsett perdió su espontaneidad y se quedó callada durante un segundo. A continuación, meneando la cabeza y con un arrastrado castellano, dijo:

– ¿De Madrid? ¿Y para qué quiere ver a mi padre?

– Estoy haciendo una tesis sobre su novela Lejanos.

Mi interlocutora mudó en un momento de la desconfianza al estupor y de éste a una restauración de su deferencia inicial.

– Vaya -comentó, sonriendo-, no creo que a mi padre le pasara nunca por la cabeza que alguien pudiera hacer una tesis sobre su novela. Pero perdóneme, le tengo ahí de pie. Ya que viene de tan lejos al menos debería invitarle a entrar. Pase, si quiere.

Quise y Sue me llevó hasta el salón, una espaciosa y confortable estancia en tres o cuatro alturas enteramente revestida de madera color miel. Me ofreció asiento junto a la mesa donde debía estar ella a mi llegada, sobre la que vi varios libros y un par de cuadernos con anotaciones en una caligrafía impetuosa.

– Disculpe el desorden. Estaba preparando mis clases. Soy profesora, en la universidad. ¿Usted también es profesor?

– Todavía no.

Entonces Sue cayó de pronto en la cuenta de algo, y al hacerlo en su actitud volvió a haber cierta distancia.

– ¿Cómo me ha encontrado? -preguntó-. No uso nunca el apellido Dalmau. Aquí las mujeres toman el del marido cuando se casan, ya sabe.

Escogí la sinceridad:

– Me da vergüenza contárselo. Busqué el apellido en la guía telefónica y localicé a su hermano. Estuve en Milwaukee y de ahí me enviaron a Kenosha. Allí me dieron su tarjeta y también supe que su hermano había muerto. Lo siento mucho.

La alusión a la reciente tragedia de su hermano la sumió en una momentánea abstracción, pero me pareció que al menos dejaba de inquietarla el modo en que yo había llegado hasta su casa en aquella apartada colina sobre la ciudad de Madison.

– Fue una lástima -se quejó-. Era mi hermano pequeño, el único que tenía. Pero los muertos hay que dejarlos enterrados, y acordarse de ellos sólo cuando el recuerdo no sirve para entristecerse -trató de animarse-. ¿Cómo es que ha elegido hacer una tesis sobre el libro de mi padre?

– Es una obra muy singular.

– No hay duda. Pero, ¿cómo se enteró de que existía? No se ha traducido en España.

– He vivido algún tiempo en Nueva York. Allí la leí, y también en parte por eso me interesó. Aunque no tanto tiempo como su padre, he tenido la sensación de estar lejos de casa, en un país y una ciudad extraños.

– Este país ya no es extraño para mi padre. Ha estado en él durante casi toda su vida. Además -puntualizó, con malevolencia- el libro no trata de eso.

– No directamente. ¿Ha estado alguna vez en Madrid?

– No. Nunca he ido a España. Aunque mi padre me enseñó el idioma, no quiso llevarme. Luego he pensado ir alguna vez, pero no ha terminado de haber ocasión. Me gustaría hacerlo, algún día. Matthew fue, hace años.

– Si va a Madrid busque los sitios que su padre menciona en su novela. Tal vez cambie de opinión respecto de la intención del libro.

– Podría ser. En fin, ya veo que le gusta Lejanos, aunque seguramente sea uno de los pocos. Lo que no veo es qué le mueve a perseguir a Manuel Dalmau así, como un detective.

– No tengo otra forma. Es casi imposible saber algo de su padre. No hay nada escrito sobre él, aparte de quince o veinte líneas en su propio libro. En la editorial no me dieron razón de él, o no quisieron dármela. Dalmau es un enigma.

Sue Fromsett asintió. Era una mujer afectuosa y probablemente comprensiva, por el trato de años con los estudiantes o por una predisposición del carácter que no debía haber heredado de Dalmau, sino de su madre americana, la que le habría legado también los ojos azules y la palidez del rostro, aunque ésta, como otras, era una suposición gratuita.

– ¿Y no se le ha ocurrido pensar que a lo mejor Dalmau es un enigma porque desea serlo?

– Claro que lo he pensado. Pero no por eso podía dejar de hacer el intento.

– Me hago cargo -Sue Fromsett se detuvo, como si estuviera sopesando las palabras. Luego, en un tono ensayado, o así era siempre su inglés, lengua a la que se cambió acaso para ganar firmeza, me ilustró-: Verá usted, señor. Mi padre es un hombre muy anciano. No un poco, sino muy anciano. A mí me tuvo cuando ya había superado los cuarenta, y puede ver que no soy una niña. Su vida ha sido muy larga y no siempre fácil. Y ahora, para colmo, ha perdido a su hijo menor. Aunque pueda sonarle presuntuoso, ya no le queda mucha curiosidad por las cosas del mundo. No tiene muy buena salud, y está cansado. Cansado de vivir, en gran medida, aunque es posible que esto le sorprenda. Entiendo y aprecio su impulso, y se lo agradezco de corazón en nombre de mi padre. Espero que usted también entienda por qué él no quiere ver a nadie, y por qué yo no puedo ayudarle.

Era tan dulce en aquel idioma, en el que no se le encasquillaban como en el mío las jotas y las erres, que no había manera de interpretar que se me estaba sacudiendo sin más de encima. Por obtener nuevas muestras de aquella dulzura denegatoria, o por agotar lo que de su conversación pudiera sacarse, elevé una objeción:

– No acabo de encajar esa actitud, que no soy quién para criticar, por supuesto, con el hecho de reeditar el libro. Si no quería que nadie le molestase, ¿por qué rescatar algo olvidado para entregarlo al público?

– No lo rescató él -adujo Sue-, sino otros. Él se limitó a no oponerse. Haberse opuesto habría sido mayor incongruencia, ¿no cree?

La hija de Dalmau, en aquel papel de defensora de la privacidad y la coherencia de su progenitor, exhibía una simpatía y una convicción inexpugnables. Por primera vez desde mi llegada, alivió su nariz del peso de sus lentes. Sin la intermediación de los vidrios correctores tenía una mirada juvenil e intensa.

– ¿Y no podría siquiera decirme adónde puedo escribirle? -probé, a la desesperada, aunque distaba de imaginar qué podía escribirle a aquel hombre.

– No le daré su dirección. Envíeme aquí lo que quiera. Aunque le anticipo que no recibirá contestación alguna. En realidad, ni siquiera leerá lo que le mande. Puede hacer ya más de diez años que mi padre no lee nada. Tiene la vista casi perdida.

– Tal vez usted podría proporcionarme algunos datos sobre la vida de su padre -porfié-. Por qué vino a Estados Unidos, dónde trabajó, cuáles fueron sus comienzos.

– Lo siento. Muchas de esas cosas yo misma las desconozco. Nací muchos años después de que ocurrieran. Y lo poco que sé no puedo contárselo. Estaría traicionando a mi padre. No debo hacer yo lo que él no quiere que se haga. Me sabe mal que su viaje no sirva para mucho, pero todo lo que está en mi mano es invitarle a tomar algo.

En ese momento sonó el timbre. Sue se excusó y fue a ver quién era. Aproveché la soledad para mirar más de cerca los papeles que había sobre la mesa. El disco se había acabado y podía oír a Sue hablando con alguien en el vestíbulo. Mientras aquel diálogo no cesara, podía registrar a mi antojo. Los apuntes en los cuadernos, como alguno de los libros, versaban sobre el truculento escritor checo Hermann Ungar. Entre las páginas de un ejemplar de su novela Los mutilados asomaba un sobre con el filo rasgado. Lo saqué, teniendo cuidado de no perder la página. En el remite se leían el nombre Sybil Fromsett y unas señas de Nueva York, que me apunté sin pérdida de tiempo en la palma de la mano. De la carta sólo me dio tiempo a leer el encabezamiento, Dear Mum, y un irrelevante parte sanitario y meteorológico, el primero referido a la remitente y el segundo a la ciudad. Pude guardarla en su sitio antes de que reapareciese Sue en el salón. Al verla, me levanté.

– Creo que no debo molestarla más -dije-. Ha sido muy paciente al escucharme. Le dejo mi dirección y mi teléfono, por si cambia de parecer o le interesa alguna vez ponerse en contacto conmigo.

– ¿No quiere beber algo? Se lo ofrezco de veras. No quisiera que creyese que aquí echamos a los visitantes -Sue, nadie habría podido creer lo contrario, era una de esas personas de cortesía inflexible.

– No, se lo agradezco -y le tendí mi tarjeta.

– Muchas gracias -la tomó, con delicadeza-. Ya sabe dónde estoy yo. Enseño literatura centroeuropea en la universidad. Si hay alguna cuestión profesional en la que pueda serle útil, no dude. No siempre tengo por qué guardar secreto.

Sue Fromsett salió a despedirme a la puerta de su codiciable residencia. Mientras maniobraba hacia la calle la vi por el retrovisor, con los brazos cruzados bajo el porche. Ella era lo más cerca que había llegado a estar de Dalmau, y no era poco. Algo debía tener de él, algo que habría estado ahí, a mi disposición, si hubiera sido capaz de discernirlo. Siempre es difícil, en todo caso, rastrear el carácter de una persona en lo que resultan ser sus herederos. Conduje sin prisa a través de la ciudad y aun me detuve cinco minutos a mirar las velas blancas que salpicaban la rizada superficie negruzca del lago Monona. Los hijos de Dalmau, a lo que se veía, padecían la necesidad de tener un horizonte acuático a su alcance, incluso viviendo tierra adentro.

Aquella tarde creí, prematuramente, que jamás volvería a Madison, y al alejarme sentí una leve amargura, porque en aquel lugar, intuí, habría podido vivir. A veces sucede que los paisajes por los que viajamos no parecen ajenos, sino algo que podría pertenecemos, o formulando de forma más apropiada la relación, algo a lo que podríamos pertenecer. También puede vivirse durante años en un sitio sin llegar a considerarlo propio, como en parte me ocurría a mí con Nueva York, después de ocho meses. Como sospechaba que le ocurría a Dalmau en América, aunque su hija estuviera convencida o hubiera tratado de convencerme de lo contrario.

En la autopista, rumbo a Chicago, pensé largamente en Sybil Fromsett. Fue entonces cuando debí contemplar la posibilidad de que Dalmau, tras su empalizada impracticable, casi ciego y misántropo en ejercicio, dejara temporalmente de ser el norte de mi brújula en beneficio de su todavía incógnita nieta. A fin de cuentas, ¿a quién podía apetecerle sortear toda clase de impedimentos para acceder a donde no iba a ser bienvenido?

Apuntar a la hija de Sue era una frivolidad, lo admitía; pero en octubre o en noviembre podía estar de regreso en Madrid, metido en la misma mugre de antaño, y la perspectiva me inclinaba a juzgar que no había ninguna razón para omitir aquella distracción. Ignoraba, al razonar así, que estaba a punto de tomar un atajo hacia Dalmau y que aquel atajo, aparte del camino más recto, era también, y con diferencia, el más peligroso.

Загрузка...