IV. SYBIL

1.

Una ternura irreflexiva

Cuando llegué a mi casa desde el aeropuerto encontré en el buzón un sobre de aspecto oficial. En la carta que había en su interior, con el membrete del National Visa Center, se me comunicaba a los efectos oportunos que había sido favorecido por la fortuna en el sorteo anual de permisos de residencia y se detallaba la documentación complementaria que debía aportar para que el permiso me fuera concedido. No era demasiada, aunque me impuso la carga de realizar un par de gestiones en el consulado, donde fue inevitable tener más trato con españoles, y con la manera española de hacer las cosas, del que a la sazón me confortaba. Una vez que hube remitido todos los papeles, Raúl, que me acompañó a la oficina de correos, certificó:

– Enhorabuena. A los efectos, ya eres prácticamente un green card holder y un proyecto de exiliado.

Aunque la tarjeta verde de residente a que aludía Raúl todavía no estaba en mis manos, al salir de la oficina de correos pensé que acababa de traspasar una raya, y que al otro lado de ella había más posibilidades, siquiera teóricas, de que las cosas fueran diferentes y de que los cambios no fueran reversibles. Raúl iba incluso más allá:

– Quién sabe. Esto es el principio. A lo mejor algún día te ves jurando la constitución de Estados Unidos y recibiendo un pasaporte nuevo. ¿Qué harías en ese caso con el pasaporte rojo?

– No cambiaré nunca de pasaporte -aseguré, y lo sentía-. Para darme éste no me obligaron a jurar nada. Esa es una ventaja que ningún otro puede salvar.

– ¿Estás seguro de que no juraste nada? ¿Ni en la mili?

– Hice reserva mental, mientras gritaba con el resto de la formación.

– ¿Y qué tenías contra la bandera? -se mofó.

– Contra la bandera nada. Contra los juramentos colectivos.

– Pues yo juré, como un imbécil, y hasta me lo creí -rememoró-. Claro que tenía dieciocho años. Además, siempre he sido un individuo complaciente.

Lo afirmaba en serio, y en parte no faltaba a la verdad. Aunque era difícil que Raúl guardara mucho respeto por nada, resultaba igualmente improbable que resolviera enfrentarse con alguien, incluso provocándole a ello. Prefería transigir, que era una forma tan buena como cualquier otra de reservarse y quedar al margen de todo. Sin ir más lejos, él sí había jurado la constitución de los Estados Unidos y tenía un pasaporte azul. Nunca me dijo qué había hecho con el rojo y nunca hice por investigarlo.

A mi vuelta de Wisconsin, aumentaron las dudas acerca de seguir buscando a Dalmau. Sospechando la inutilidad del empeño, que equivalía a dar por absurdas mis recientes andanzas como detective y por superfluas todas las afinidades presentidas entre ambos, me percaté de cuánto había llegado a depender de unas y de otras. A veces diríase que la existencia no es más que el problema de medir el tiempo, y que los sucesivos afanes en que uno se va embarcando no son sino maneras de solucionar esa medición. Cuando alguno de los sistemas métricos que uno ha adoptado se revela de pronto inoperante, la urgencia primordial es dar con otro que lo reemplace, para que su funcionamiento haga olvidar que en realidad nadie sabe para qué sirve medir o por qué debe hacerse, ni si el tiempo no es en realidad una vejación que habría que sacudirse de encima. Todos estamos prevenidos por uno de nuestros más sabios instintos para rehuir estas cavilaciones y para persistir en el cultivo de rutinas mensurables. Los dementes y los suicidas son, posiblemente, personas que dejan de tener una vara milimetrada junto a la que ir poniendo la lentitud o la velocidad de los días.

Mientras tanto, había llegado mayo y la alteración espiritual que siempre se produce hacia mediados de primavera se dejaba notar con singular virulencia en la ciudad. Era por lo áspero del invierno, o por la fragilidad de abril, por lo que aquel mes llegaba como una conmoción, entre las flores que se abrían en los parques, los negros que cantaban en las calles y las muchachas desabrochadas. Incluso, como apuntaba Raúl, regocijándose en la discutible sutileza de la señal, volvían a oler los excrementos de los perros; los pocos que desafiaban la prohibición, sancionada con multa de 100 dólares, y los muchos que los dueños obedientes, con guantes de plástico, recogían de las aceras y guardaban en bolsitas.

Fue en medio de aquel trastorno estacional, jubiloso para unos y resignado para otros, como inicié mi aproximación a Sybil Fromsett, la hija de Sue y nieta de Dalmau. Lo primero que conseguí de ella fue el número de teléfono. No era la única Fromsett, S. que en el listín electrónico figuraba como residente en Nueva York, pero sí la única que vivía en aquel número de la calle 75, entre las avenidas Columbus y Amsterdam, no lejos del Museo de Historia Natural y en lo mejor del Upper West Side. Después fui a ver la casa, un edificio de cinco pisos bastante antiguo, aunque restaurado primorosamente. No había portero, porque sólo eran diez vecinos y el gasto per cápita habría resultado desmesurado. Sybil Fromsett, según comprobé gracias al portero automático, vivía en el segundo izquierda. Eran las doce de la mañana y no sabía cuándo podía entrar o salir, pero se me ocurrió que el mejor momento para esperarla era por la tarde o por la mañana temprano. Por no pasar allí más tiempo del debido, porque no la conocía y prefería no equivocarme, y también porque me apetecía oírla, la llamé a la mañana siguiente a las siete, que era una hora a la que supuse que estaría en casa. Una voz no somnolienta, es decir, perteneciente a alguien que ya se había levantado hacía rato, surgió al otro lado de la línea:

– ¿Quién es?

Colgué y volví a llamar a las siete y media. Ya nadie cogió el teléfono. Eso me obligaba a un máximo de media hora de espera, un lapso razonable. Al otro día, muy temprano, mientras iba en el metro hacia la calle 75, traté de adivinar qué aspecto tendría Sybil Fromsett. Su voz era grave y hablaba con acento de Nueva York, como si hubiera vivido aquí desde siempre. El mensaje del contestador automático era muy revelador. Lo recordé: Esto es una máquina, lo que significa que no puedo o no quiero ponerme, así que cuéntaselo a ella. Si me interesa, cuando ella me lo cuente a mí te llamaré. Si no lo hago, no me gastes más cinta. Gracias. A pesar de todo, no tenía por qué ser antipática; algunos de mis conocidos más afables grababan mensajes mucho más hostiles que aquél. No me había sonado muy joven, aunque tampoco podía tener arriba de treinta años si era hija de Sue. Debía ser rubia y blanca, como ella; todo lo contrario de la exuberante y húmeda morena que bajo la leyenda ¿Harto de ese tatuaje? promocionaba una clínica dermatológica en uno de los anuncios del interior del vagón de metro. Tampoco me la imaginaba tan sofisticada y felina como Airiana, la flecha humana, que volaba hacia uno desde el anuncio contiguo, del circo Ringling, Barnum & Bailey. Acaso se pareciera más a la mujer con portafolios de un tercer anuncio, Abogados especialistas en daños personales, llame 24 horas al día. Dejé vagar la mirada a mi alrededor, jugando a buscar otros modelos, hasta que me topé con el gesto de una altísima negra melancólica, que me cohibió.

A las siete menos cinco estaba enfrente del portal, apoyado detrás de una furgoneta. Aparte de mí no había nadie, lo que me forzaba a adoptar un aire lo más natural posible, como si estuviera esperando a quien no me importaba que me viera, aunque no fuera ése estrictamente el caso. Entre las siete y las siete y cuarto, de las casas próximas salieron cuatro personas y del portal de Sybil una quinta que no podía ser ella. A las siete y diecisiete apareció sobre la escalinata una mujer de unos veintinueve o treinta años. Tenía una melena corta y rubia, algo desvaída, ojos pequeños y nariz estrecha, lo que en la distancia daba a su rostro una apariencia difusa. Vestía unos pantalones de cuero marrón que sus piernas no llenaban, ni siquiera a la altura de los muslos; calzaba botas flexibles e iba envuelta en una blusa amplia, con el bolso en bandolera entreabriéndosela. La piel de su garganta y del comienzo de su pecho, que se mostraba así generosamente, era clara y luminosa. En Madison me había llamado la atención lo tersa que tenía la piel Sue Fromsett, para su edad. Cuando estuvo en la acera, Sybil, que no podía ser otra, cruzó los brazos y sin verme echó a andar decididamente hacia Columbus Avenue.

Aquella primera mañana no la seguí. Me quedé apoyado tras la furgoneta, observando cómo se alejaba, deprisa, los hombros y las caderas oscilando al ritmo que los tacones de sus botas iban marcando sobre el pavimento. Pese a la ropa holgada, pude apreciar la brevedad de su torso. Causaba una impresión contradictoria, tan tenue de cuerpo y tan resuelta en sus ademanes. Antes de doblar la esquina con Columbus, se revolvió un par de veces el cabello sobre la frente. Un segundo más tarde se había esfumado. Recuerdo que era viernes y que su imagen no se me quitó de la cabeza en todo el fin de semana. Algo en ella, algo que no había acertado a encontrar en su madre, me remitía poderosamente al mundo de Dalmau. Podía imaginarla, a Sybil, caminando con aquel paso firme por las calles del Madrid que había retratado su abuelo, seduciendo a los personajes que él había creado y consolándolos de sus faltas. Pero había algo más. La nieta de Dalmau resucitaba en mí una ternura irreflexiva que no me negué a reconocer, aunque la temía. Por experiencia me constaba que esa ternura era la fuente de donde manaban, y nunca estaría tan mermada como para que dejasen de hacerlo, el hambre de calor y la sed de carne ajena.

2.

Acecho bajo la lluvia

El lunes siguiente la aguardé ya en Columbus Avenue, donde podía pasar más desapercibido. En contraste con las precedentes, la mañana amaneció plomiza y lluviosa, lo que no facilitaba mucho mis intenciones, aunque me proporcionaba el parapeto del paraguas para salir del paso en alguna situación comprometida. Ella no llevaba paraguas, sino uno de esos engorrosos impermeables transparentes que sólo protegen de la lluvia. Debajo del plástico iba vestida como la vez anterior, con la sola excepción de la blusa, reemplazada por otra del mismo estilo. Le di una ventaja prudencial y salí tras ella. Bajó por Columbus hasta la 72 y una vez allí torció hacia el parque. Presumí que cogería el metro, y no erré.

En la estación cruzó sin detenerse la zona de las taquillas. Dejó caer en uno de los torniquetes su token, que llevaba a punto en la mano, y se dirigió al andén. Allí me situé unos pocos pasos por detrás de ella, confundido entre la gente. Su tren tardó en venir pero Sybil no parecía nerviosa, al contrario que muchos otros a nuestro alrededor, que debían ir ya con la hora ajustada. Al fin subimos a un convoy de la línea C. Venía desde el Bronx y Harlem y atravesaba Chelsea y el Soho hasta Tribeca. Luego seguía a Brooklyn, pero me atreví a dudar que para entonces Sybil continuase dentro de él. Aunque el vagón iba bastante lleno, ella consiguió sentarse pronto. Yo ni siquiera lo intenté; prefería quedarme cerca de una puerta para bajar sin contratiempos cuando ella lo hiciera. En cuanto se hubo acomodado en el asiento, sacó de su bolso un libro y lo abrió por donde le indicaba un marcador, aproximadamente la mitad. Con algún esfuerzo, pude distinguir el título y el nombre del autor: Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier. Lo había leído hacía veinte años, y apenas recordaba que era una historia misteriosa sobre las emociones de la adolescencia. También recordaba que su autor había muerto muy joven, en alguna de las cochambrosas batallas de la Primera Guerra Mundial. Sybil pasaba sus páginas a gran velocidad, completamente concentrada en el relato y aislada del ambiente populoso del vagón.

No levantó la vista del libro hasta la estación de Canal Street, cuando el conductor la anunció por los altavoces. Nueve meses después, a mí me seguía costando trabajo entender a los conductores del metro. Había llegado a averiguar que cuando decían Stand querían decir Stand clear, que a su vez era abreviatura de la orden completa, Stand clear of the closing doors; pero entre el acento que tenían y la deformación que imprimían a sus palabras los altavoces, pasaba enormes apuros para descifrar otros mensajes menos repetitivos. Había quien decía que no era que los altavoces les deformaran la voz, sino que la tenían así. En todo caso, Sybil no debía padecer mis limitaciones. Apenas oyó el aviso, guardó el libro en el bolso y se preparó para bajar.

En Canal Street transbordamos a la línea E, que seguía un par de estaciones más hasta terminar en el World Trade Center. Aquí Sybil ya no pudo sentarse y tampoco se esforzó demasiado por lograrlo. Cuando llegamos al final de la línea el tren se vació tumultuosamente, como correspondía a la hora y al lugar. Los oficinistas entre los que caminábamos tenían prisa por alcanzar los ascensores de su torre respectiva y hacerle saber cuanto antes al ordenador central de la empresa para la que trabajaban que ya se hallaban a su disposición. Para ello, dependiendo de los casos, debían encender su ordenador personal o les bastaba con atravesar el arco invisible que a la entrada de la oficina activaba el microcircuito electrónico de su tarjeta de identificación. A juzgar por el ritmo de su marcha, que no era tan apresurado, Sybil no llevaba una tarjeta con microcircuito electrónico, o no se cuidaba especialmente de las horas que le apuntaba o dejaba de apuntar un ordenador central. Así y todo, se dejó arrastrar por aquella hueste y tras un buen trecho de corredores y escaleras y una breve intemperie nos vimos ante una batería de ascensores. No me fue fácil ponerme en situación de subir al mismo ascensor al que subiera ella, procurando al mismo tiempo no colocarme tan cerca que ella pudiera fijarse en mí. Sin embargo, todas mis precauciones se arruinaron cuando, careciendo del adiestramiento del que disponían los demás, traté de hacerme un hueco en el ascensor en cuestión. Los más avezados, entre ellos Sybil, ganaron todas las plazas próximas a las paredes y yo me quedé en el centro, desconcertado y completamente expuesto.

Durante una fracción de segundo mis ojos se cruzaron con los suyos, y pude apreciar que eran fríos y de un color azul claro, bastante más que los de su madre. Fue un encuentro fugaz al que no me pareció que ella concediera la menor importancia, pero si no tomaba alguna medida el próximo podía resultar menos casual. El único remedio que tenía a mi alcance era darle la espalda, y eso fue lo que resolví hacer. Sintiendo, lo estuvieran o no, clavados en mí sus pequeños ojos impasibles, fui contando los pisos que el ascensor iba dejando atrás. Aunque a medida que subíamos hubiera más sitio, gracias a los que se bajaban, siempre me ganaba otro a la hora de ocupar los espacios que iban quedando libres junto a las paredes. Seguía allí, en medio, cuando oí detrás de mí que ella decía:

– Sorry, sir.

Me aparté inmediatamente, sin volver la cara. Dio igual. Al salir ella me la buscó y agradeció con inusitada gentileza mi prontitud:

– Thanks so much.

Estábamos en el piso 63. Eché un vistazo al panel de botones. El más alto de los que habían marcado los demás era el correspondiente al piso 72, así que apreté el 73. En el 72 abandonó el ascensor un individuo de traje negro, camisa blanca, corbata granate de fantasía y cabellos engomados. Durante el tramo final de la subida me había venido observando con indisimulable sospecha. Me despedí de él, con corrección:

– Have a nice day.

El del traje negro no respondió a mis buenos deseos. Mientras bajaba, todavía resonaban en mis oídos las palabras de Sybil. Recordaba también, sin pararme a sopesar lo poco que convenía a mis planes de sigilo, la dulzura de su semblante al mirarme. Y la complicidad con que había saludado a la recepcionista de la planta. Eso había sido lo último, antes de que volvieran a cerrarse las puertas del ascensor y yo ya no pudiera ver nada más.

Abajo, en el directorio del edificio, me informé de que en el piso 63 había un despacho de arquitectos y una productora de televisión. Mis especulaciones se inclinaron automáticamente por la segunda, pero había una manera rápida de confirmarlas o desmentirlas. Tras las pertinentes averiguaciones, llamé por teléfono a los dos sitios y pregunté por Sybil Fromsett.

– Sybil what? -respondieron en la productora.

En el despacho de arquitectos, por el contrario, oí un chasquido en la línea y un segundo después la voz de la propia Sybil.

– Fromsett -dijo, con sequedad

Por un momento pensé en colgar, pero se me ocurrió algo, sobre la marcha. Hispanizando al máximo mi pronunciación inglesa y adoptando un tono oficial, inventé:

– Buenos días, señora Fromsett. Soy Adrián Valverde. La llamo de la embajada española, en Washington.

– ¿La embajada española? -Sybil reaccionó como si una llamada de la embajada española en Washington fuese lo último que esperaba recibir.

– Sí. Disculpe si la interrumpo. ¿Puede atenderme?

– Bueno, no sé. ¿Qué es lo que quiere de mí?

– Estamos haciendo una encuesta entre hijos de españoles residentes en Estados Unidos. Queremos conocer cómo se han integrado en la sociedad americana.

– Debe haber un error -aclaró Sybil, con rapidez-. Mis padres son americanos.

– En nuestros archivos consta una Susan Fromsett, nacida Dalmau, como hija de Manuel Dalmau, emigrado español. ¿No es usted?

– Mi nombre es Sybil, no Susan.

– Ah. ¿Y no tiene nada que ver con esta Susan Fromsett?

– Nada en absoluto -mintió, con seguridad-. Ya le digo que soy americana y que mi familia también lo es.

– Le ruego que nos perdone. Nuestros datos sobre estas personas son incompletos y nos vemos obligados a conseguir sus números de teléfono por procedimientos poco fiables. Al coincidir la inicial nos ha debido despistar.

– No se preocupe. Buenos días.

Y colgó. Me cogió un tanto desprevenido la decisión con que se me había quitado de encima, aunque podía no tener nada de extraño. No era precisamente anormal que a alguien le fastidiara contestar a una encuesta. Supuse que ahora debía aguardar hasta las doce y media o la una, cuando ella bajaría a almorzar. Fui a comprar el periódico y estuve dando una vuelta por el World Financial Center y el puerto de yates contiguo. Era agradable pasear a la orilla del Hudson a aquella hora, y sentirse ocioso al pie de los edificios donde todos trabajaban. La lluvia había cesado de momento, aunque el cielo seguía cubierto y la atmósfera neblinosa. No muy lejos de donde me encontraba salían los transbordadores hacia Nueva Jersey. Nunca antes había considerado la posibilidad de ir allí, pero pensé que me sobraba el tiempo y el billete no era costoso. Subí al barco en compañía de un grupo de turistas japoneses que se hartaron, mientras atravesábamos el río, de hacer fotografías del lado oeste de la isla. Desembarqué al fin en Nueva Jersey, cuyo aspecto en la cercanía era más lóbrego que el que ofrecía a lo lejos, y allí estuve un buen rato contemplando aquella perspectiva para mí inédita de Manhattan, dominada, en primer término, por las dos torres gemelas que se alzaban en la bruma.

A las doce y cuarto estaba de nuevo ante los ascensores, aunque esta vez me preocupé de esconderme debidamente. A las doce y media salió de uno de ellos Sybil, acompañada por otras dos personas. Una de ellas era una bellísima mujer de aspecto árabe o iraní, impecablemente vestida, de larga cabellera negra y labios perfectos pintados de color rojo sangre. El otro era un hombre joven, trajeado y desenvuelto, que no paraba de echarse hacia atrás su media melena peinada a un lado. Les dejé veinte o treinta metros y pude seguirles sin tropiezos hasta un restaurante de comida rápida de Liberty Street. A través de las vidrieras del establecimiento vigilé sus maniobras en el interior. Antes de entrar, esperé a que se sentaran, además de cerciorarme de que habría algún lugar donde pudiera acomodarme y pasar desapercibido. Una vez dentro, pedí una hamburguesa doble con queso y beicon, preparado más bien inmundo a cuya ingesta me entregaba en ocasiones como una forma torcida e inconfesable de placer gástrico, y me fui con ella al rincón que había elegido para espiar a Sybil y a sus compañeros de mesa.

Durante la comida habló sobre todo el hombre. La iraní (terminé por admitir que era demasiado blanca para ser árabe) le escuchaba con una cierta displicencia y sólo Sybil le daba alguna réplica. Al estar demasiado lejos para oír lo que decían, debía quedarme con los gestos. En alguna ocasión Sybil se dirigía a la iraní, y ésta asentía sin tomar nunca las riendas de la conversación. Cuando finalizaron su almuerzo, el hombre se levantó el primero. Sybil retuvo entonces un instante a su compañera y le susurró algo al oído. De pronto, la iraní se echó a reír, y al hacerlo fue más ruidosa de lo que sin duda pretendía. Sybil la cogió cariñosamente por la nuca y la conminó a guardar silencio.

Volvía a llover. Sybil y su amiga hicieron el camino de vuelta hasta las torres bajo el paraguas de la segunda, mientras el hombre, cuya postergación era ya notoria, se mojaba y maldecía. Luego desaparecieron en los ascensores y yo me quedé con otras cuatro horas por delante. Para entretenerme tuve una idea. Me acerqué a una de las librerías del centro comercial próximo. Después de rastrear un poco, di con un ejemplar de Le Grand Meaulnes. Lo compré y me fui a leerlo a un café. Aquella traducción inglesa era sentida y pulcra, bastante más legible que la versión española en que yo había conocido el libro. En aquellas cuatro horas, saltando algunos trozos, pude llegar hasta el final, hasta la hermosa escena en que Augustin Meaulnes regresa para llevarse a su hija y dejar al narrador, que en su ausencia ha concebido la esperanza de que podrá ser un padre adoptivo para la niña, sumido en la soledad y la rendida admiración que siente por su amigo nómada.

Sybil bajó a las cinco y cuarto, acompañada por la iraní. Aunque la lluvia arreciaba, no fueron al metro. Subieron por West Broadway hasta la confluencia con Varick Street. Iban las dos cogidas del brazo, bajo el paraguas que la iraní debía sujetar con fuerza porque no lo movía el aire que venía de frente y que me dificultaba no poco su seguimiento. A nuestro alrededor empezaba a organizarse el atasco de la hora punta. En la tarde gris destellaban con fuerza las luces de freno de los coches que se iban amontonando a lo largo de las calles. Recorrieron Varick entera, hasta West Houston, y una vez en ésta torcieron hasta Hudson Street. Entonces supe a dónde iban. Aquél era uno de los cines en los que ponían películas que no venían de Hollywood, categoría eminentemente marginal en la que quedaban comprendidas el resto de las americanas, las europeas y las de otros lugares exóticos. Sybil y su amiga entraron a ver una película italiana sobre emigrantes albaneses que había tenido cierto éxito en España poco antes de mi partida. Yo no la había visto y me pareció una buena forma de completar la tarde. Cuando pasaba un minuto de la hora en que comenzaba la sesión compré una entrada y me introduje en la sala ya a oscuras.

Aprovechando las secuencias de cielos azules, que iluminaban lo suficiente al público, localicé en seguida a Sybil y a la iraní. Estaban en mitad del patio de butacas y se las veía muy atentas a la proyección. La película me gustó mucho, porque abordaba con la mezcla justa de lirismo y desconfianza la cuestión de las tierras prometidas. Singularmente astuta era la escena en que un puñado de albaneses miraban embobados en un bar un espantoso concurso de la televisión italiana, captado a duras penas en un receptor prehistórico.

A la salida del cine, Sybil y su amiga se despidieron. No lo hicieron efusivamente, sino como si de pronto se hubieran quedado sin razón para estar juntas. La iraní detuvo un taxi y Sybil fue a coger el metro en la estación de Houston Street. Mientras la seguía de nuevo bajo la lluvia, medité por primera vez acerca de lo que estaba haciendo. No sabía apenas quién era aquella mujer, ni tenía en realidad más motivos para ocuparme de ella de los que habría podido tener para ocuparme de cualquier otra. Tampoco tenía derecho a asomarme así a una existencia ajena. Le estaba hurtando a Sybil un conocimiento ilegítimo de sus aficiones y de sus compromisos, de su trato hacia otros y de sus ademanes solitarios; en suma, algo tan íntimo como el método que se había trazado para vadear aquella jornada o incluso la vida. Y no me quedaba ahí, sino que andando tras ella aplicaba en mi provecho sus esfuerzos, empleándolos sin su autorización y sin escrúpulos para relevarme de la carga de decidir mi propio rumbo. En cierto modo, era sorprendente cómo estaba a mi merced, cómo uno podía seleccionar a otro para parasitarle sin su consentimiento. Acaso la forma en que aquella mujer caminaba bajo la lluvia, aterida en su impermeable de plástico, o la ensoñación que había en su rostro mientras esperaba a que cambiara un semáforo, fueran algunas de las imágenes más precisas y desnudas que pudieran obtenerse de su alma. Y allí estaban, a disposición de cualquier desaprensivo. A mi disposición.

En el metro me mantuve algo más apartado de ella que por la mañana. Sybil iba de pie, leyendo su libro. No la vi levantar los ojos de él hasta que entró en el vagón un vendedor de Street News, el periódico de los homeless, o de alguien que hacía negocio a su costa. Era un negro bien parecido, con voz de barítono, que gritaba con prestancia:

– Lean en Street News sobre el ejército secreto del alcalde. Sepan cómo el alcalde pretende limpiar Nueva York. Street News cuenta lo que otros callan. Compren Street News. Ya no pido limosna, señoras y caballeros, esto es un trabajo y ahora lucho por mi dignidad.

Impresionaba la manera en que decía la última palabra, dignity, sin convertir la te en una erre floja como casi todos sus compatriotas. Sybil le observó de arriba abajo, atraída como los demás por la apostura del ex mendigo, pero no le compró el periódico. Entonces justo entonces, fue cuando cometí mi error. Distraído por la irrupción de aquel hombre, no reparé en que llegábamos a Times Square, donde era más que presumible que mucha gente se bajase. El vagón se despobló de golpe y desapareció el mar de cabezas tras el que me ocultaba. Antes de que pudiera reaccionar, Sybil me vio. Se me quedó mirando tranquilamente, reconociéndome primero y con curiosidad después, y en todo el tiempo que estuvo así yo no acerté a apartarme de aquellos ojos fijos y apacibles. Me tuvo atrapado cuanto quiso, y me soltó cuando se le antojó. Luego volvió a su libro, con una enigmática sonrisa. Todavía tuve la inconsciencia de seguirla en Columbus Circle, donde bajó para transbordar, pero desistí de subir tras ella al tren que la llevaría de vuelta hasta la calle 72.

Estuve vagando hasta el anochecer por el parque, con el paraguas colgado del brazo, tratando de resolver qué era lo que podía hacer en las nuevas circunstancias. No podía perseguirla más por las calles, pero tampoco podía olvidarme de ella. Esa tarde, empapándome vivo por los senderos de Central Park, que odiaba, comprendí que había sufrido una herida, y no me importó. Hacía años que algo dentro de mí, algo que ya casi había dejado de esperarla, ansiaba la fiera punzada de aquel cuchillo.

3.

La sonrisa impávida

Esa noche, víctima del insomnio, recordé que antes de seguirla había temido que ella me tentara y no estuviera a mi alcance (o sí lo estuviera, tanto daba) y que después, cuando todo se hubiera consumido, me hiciera arrastrar durante algunos días un resquemor que terminaría por disolverse entre los demás actos a medias que almacenaba mi memoria. Eso era, en mi vaticinio, lo máximo que aquella mujer podía depararme. Ni por un momento había imaginado que las cosas iban a apartarse tanto de mi predicción.

Quizá nada habría valido lo mismo si Sybil no hubiera sido antes que nada un nombre escrito al dorso de un sobre, y luego una criatura imaginada sobre la pista casi perdida de Dalmau y luego una mujer lejana a la que aceché bajo la lluvia cuando ya me había resignado a no encontrar nada en Nueva York. Si no hubiera sido todo eso, si sólo hubiera sido alguien que me hubieran presentado en un apartamento o en un café, acaso no habría podido ocurrir el hechizo. En cualquiera de esas otras ocasiones posibles habría hablado con ella antes de tener oportunidad de descubrir su silencio, y hasta la habría tocado (aunque sólo hubiera sido uno de esos contactos neutros que la urbanidad permite o aconseja) antes de haber podido construir en mi interior el deseo de tocarla. Desde mi último amor adolescente, que había sido Marta, o para ser más exactos la Marta del principio, sólo había conocido mujeres por procedimientos convencionales. Algunas de aquellas mujeres me habían gustado durante un par de días y algunas otras durante un par de semanas, pero por ninguna habría ido a rodar como un perro por los parques ni habría sacrificado un solo segundo de sueño. Y sobre todo, por ninguna de ellas había sentido el viejo dolor ni el impulso de cometer actos irrazonables. Por Sybil, después de aquella noche en que el dolor vino inopinadamente a dejarse recobrar, no sólo sentí el impulso, sino que también me vi obligado a obedecerlo.

Por eso fui el día siguiente al restaurante de comida rápida de Liberty Street, a las doce y media en punto, y me senté con mi ejemplar de Le Grand Meaulnes y una doble hamburguesa no en un rincón, sino donde cualquiera pudiera verme. Por eso cuando Sybil entró en el restaurante, con la iraní y el hombre joven de la melena peinada a un lado, me quedé mirándolos por encima del libro, mientras masticaba sin prisa un revoltijo de pan, pepinillos y carne picada, y seguí haciéndolo cuando vinieron con sus bandejas a sentarse en una mesa próxima a la mía. En un instante de debilidad pude creer que Sybil trataría de evitarme y les guiaría hacia otra parte del restaurante, pero di en apostar que mi presencia no les privaría de sentarse donde solían y tuve buen cuidado de instalarme en las inmediaciones.

Ella me vio casi en seguida, mientras hacía cola ante el mostrador. No era difícil que llamara su atención porque yo, que ya no disimulaba, la contemplaba sin recato. El tiempo volvía a ser soleado y Sybil había escogido por primera vez desde que la conocía una falda, lo que me permitía acceder al secreto hasta entonces bien guardado de sus piernas. Otro cambio que suscitaba mi interés era la sustitución de la blusa por un suéter de hechura ajustada que marcaba sus formas sucintas. Mi admiración, descarada y persistente, no parecía ofenderla. Mientras esperaba a que la sirvieran, y después, ya sentada a la mesa, siguió hablando con sus compañeros como si nada la estorbase, aunque tampoco afectó no haberse dado cuenta de que yo estaba allí. De vez en cuando nuestras miradas se cruzaban y Sybil no retiraba la suya inmediatamente, sino cuando la conversación de su mesa la reclamaba de nuevo, sin brusquedad. Pronto comprobé, por cómo se fijaba en la cubierta, que también había averiguado el título del libro que yo leía.

Como el día anterior, era el hombre quien llevaba el peso de la plática, pero en esta ocasión, a diferencia de la víspera, yo podía escucharle.

– Y entonces -relataba, con suficiencia-, pongo en marcha el contestador y allí me aparece otra vez el muy capullo, soltando un discurso interminable sobre lo interesados que están en mí y sobre cómo debo insistirles en mi magnífica cualificación. Tendríais que escucharle, empalmando de cualquier manera conceptos que obviamente ignora y que debe haber oído a sus clientes cuando le explicaron el perfil del puesto.

– Los cazatalentos no saben nada, por definición -apuntó Sybil, con sorna-. Si supieran algo los cazarían a ellos.

– Pero lo mejor viene al final, quiero decir al final de la cinta, porque si no se hubiera terminado no habría parado todavía. Cuando el tipo ve que ya no tiene nada más que decir, empieza a largarme consignas, a cual más delirante. No os imagináis. Ve por ellos, tigre. Y cosas por el estilo.

– Le tienes entusiasmado, muchacho -constató Sybil, zumbona-. El empleo es tuyo.

– No es él quien tiene que entusiasmarse.

– No te preocupes -intervino la iraní, que hablaba un inglés lento y aterciopelado-. Estoy segura de que los otros se entusiasmarán igual cuando te vean. Ya me extrañaría que hubiera otro candidato tan brillante.

– ¿Por qué me suena como si te burlaras? -se revolvió el hombre, súbitamente susceptible.

La iraní le observó con insolencia.

– Tú sabrás -dijo.

– Vamos, Dalia, no le pinches -medió Sybil-. También tú estarías nerviosa si tuvieras una entrevista tan importante esta tarde.

– Estoy nerviosa. Como no ande listo esta tarde, tendremos que seguir soportando nosotras su ilimitado amor a sí mismo.

– ¿A qué viene eso? -se revolvió el hombre, irritado-. No sospechaba que la envidia te pudiera volver tan mezquina.

– Nunca podría tenerte envidia, Pete, ni aunque me esforzara. Aunque no me exhibo tanto como tú, sé hacer todo lo que tú sabes hacer y muchas otras cosas con las que ni siquiera has soñado todavía. Dentro de algunos años comprenderás a qué me refiero, quizá.

– Muchas veces se me ocurre que deberían revisarse profundamente las leyes de inmigración de este país -opinó Pete, con rencor-. Sin ir más lejos, habría sido interesante que no consideraran que tu padre era un perseguido político. Habría podido verse si eras igual de presuntuosa debajo de un velo y haciendo sólo lo que te mandaran.

– Una reflexión inteligente -asintió Dalia-. Propia del americano medio. Quizá por eso vuestras autoridades se preocupan de que entre algún aire fresco de fuera de vez en cuando.

– Ya está bien, ¿no os parece? -se interpuso Sybil, con firmeza. Durante el combate que habían sostenido los otros dos se había quedado en segundo plano, observándome. Habríase dicho que se complacía en poseer la clave de aquella enemistad y en ostentar ese conocimiento ante mí, que carecía de él y asistía a la refriega sin acabar de entender lo que estaba sucediendo. Sus compañeros adquirían así una condición puramente instrumental, como si sólo fueran juguetes cuyo funcionamiento me mostraba para distraerme. Era por dejar bien claro su ascendiente sobre ellos, supuse, por lo que interrumpía ahora la disputa.

– Un caso notable, tu cazatalentos -se dirigió a Pete, reanudando sin más la conversación en el punto donde había quedado antes del incidente-. Siempre me ha llamado la atención que haya personas que dependan tanto de lo que hacen otras personas, como tu amigo, o los representantes, o los entrenadores de gimnastas. Debe ser horrible que tu suerte se juegue siempre con dados que no están tus manos.

– No creo que ellos piensen eso, y en algún caso es posible que no anden descaminados -sugirió Dalia, no sin intención.

– Siempre se acaba perdiendo el control -la rebatió Sybil-. Por eso me resulta incomprensible que algunos pongan tanto interés en las vidas ajenas.

Ni Pete ni Dalia replicaron, pero no era a ellos a quienes Sybil destinaba su juicio. Mientras lo formulaba mantuvo el rostro vuelto hacia donde yo estaba, y en sus facciones no había emoción alguna, sólo una sonrisa quieta y desafiante. Como la víspera, en el vagón de metro detenido en la estación de Times Square, su aplomo me desconcertó. Sin otro recurso, me aferré al libro que alzaba como una barricada entre ambos, olvidando que era por ella por quien las aventuras de Meaulnes ocupaban mis manos y que levantarlas de esa forma podía interpretarse como un signo de flaqueza.

Tal vez por eso aquella misma tarde, cuando salió de la oficina, caí en la ignominia de volver a seguirla como la tarde anterior, clandestinamente. Iba otra vez con Dalia, pero en esta ocasión, en vez de remontar West Broadway, fueron a coger el metro en Wall Street. Desde el vagón contiguo, al que subí para mayor seguridad, las vi abandonar el tren en la estación de Bleecker Street, en el borde occidental del East Village. Aguanté hasta poco antes de que las puertas se cerraran y fui tras ellas hasta lo que resultó ser su destino: el Fez, una especie de cafetín árabe en Lafayette Street. Cuando desaparecieron dentro de él, me detuve un instante a ordenar mis ideas. En realidad, habría preferido que Sybil estuviera sola, pero también había que considerar que un lugar como aquél no dejaba de ofrecer sus ventajas. Entre otras, la oscuridad que preví desde fuera y corroboré al entrar en la especie de trastienda donde se hallaba el cafetín propiamente dicho. No había ventanas, sólo una imitación a base de cortinas, falsos huecos y alféizares fingidos en las paredes. Los clientes se repartían en mesas exiguas, apenas aptas para acoger a un par de personas cada una. Sybil y Dalia habían conseguido una de aquellas mesas y justo cuando yo llegué estaba desocupándose otra. Aproveché para pedir con rapidez una cerveza y preguntarle a la escéptica camarera (las camareras son a menudo escépticas, en Nueva York como en otros lugares):

– ¿Han pagado en aquella mesa?

– Todavía no -dijo la camarera, con tono aburrido.

– Cóbrelo todo de aquí -y le tendí cincuenta dólares.

– Claro -aprobó, sin cambiar de entonación.

Me senté en el sitio que había quedado vacío. Para entonces Sybil ya se había percatado de mi entrada y volvía a haber en su semblante la misma sonrisa impávida del mediodía. Dalia hablaba y ella hacía como si atendiera, aunque resultaba ostensible que su mente no estaba en lo que la otra pudiera decirle. De pronto, el que ella me vigilase como yo la vigilaba a ella me alarmó. Por primera vez se me ocurrió que podía pasar que se cansase o se asustara, reacciones ambas de todo punto justificables ante mi estrafalario comportamiento, y organizara un escándalo o avisara a la policía. Era lo que cualquiera habría debido prever, y sin embargo nada en su actitud auguraba una salida de ese cariz. Más bien se mantenía a la espera, como si me estuviera sometiendo a una especie de prueba que sólo podía reputarse temeraria. Ninguna mujer juiciosa de Nueva York se habría arriesgado a descubrir cuando fuera demasiado tarde lo que podía pretender un desconocido que demostraba una afición tan extraña y pertinaz por su persona y costumbres.

Estuvieron allí durante cerca de una hora, cuya longitud entretuve en una insoluble cavilación acerca de la pertinencia o inoportunidad de levantarme y abordarlas. Al final me retuvo la iraní, quien por lo visto con Pete, y aunque el asunto no fuera con ella, habría dado en despreciarme y podía desempeñarse de forma más áspera de lo que me convenía. Si hubiera tenido que juzgar sólo por Sybil, por el contrario, habría sacado la conclusión de que algo semejante era lo que se esperaba que hiciera. Incluso podía ir más allá: a medida que transcurrían los minutos sin que mi decisión llegara a formarse, me dio la impresión de que mi pasividad la defraudaba.

A pesar de todo, dejé pasar el tiempo hasta que pidieron la cuenta, con la subrepticia esperanza, sospeché después, de que los acontecimientos escaparan a mis designios. Cuando la camarera les dijo que todo estaba pagado y les señaló en mi dirección, Dalia me miró con reproche y Sybil no dio muestras de inmutarse. Tras un corto intercambio de pareceres, en el que su amiga ofreció perceptibles reservas, Sybil se separó de ella y vino sin prisa hacia mí. Viéndola acercarse, y derribar así todo el furtivo aparato de los últimos dos días, se me aceleró el pulso como hacía años que no me lo aceleraba nadie. No era sólo su forma de moverse y de caminar, o el hecho de tenerla por primera vez enteramente de frente. Con mi irregular conducta le había otorgado un poder que nadie había tenido sobre mí desde que había dejado de ser un muchacho, y ahora estaba expuesto al uso o abuso que a ella se le antojara hacer de aquella prerrogativa.

– Puedo sentarme, supongo -dijo, sirviéndose de la silla que había frente a mí.

– Sería muy extraño que me negase -admití, milagrosamente sin trabarme.

– No eres de Nueva York.

– No. De Madrid.

– Madrid -y dejó un silencio evocador-. ¿Es verdad que el cielo de Madrid es más azul que el de ninguna otra ciudad? -preguntó, como si se acordase de pronto y tuviera prisa por despejar la duda.

– Lo era. ¿De dónde sabe una americana acerca del cielo de Madrid?

– No todos los americanos lo ignoran todo del resto del mundo.

– No quería decir eso. El color del cielo es un detalle muy particular.

– ¿Por qué has pagado lo que bebíamos mi amiga y yo?

– Habría preferido hacer algo más ingenioso. Pero no conseguía que se me ocurriera nada. Tu amiga me intimida.

Sybil meneó la cabeza, riéndose. Yo estaba atento a la actividad de sus dedos, con los que tamborileaba sobre la mesa. Eran finos y huesudos y llevaba las uñas no muy largas, pintadas con un esmalte naranja pálido. No había anillos ni sortijas en ellos.

– No necesitamos que nos paguen la bebida -informó, amablemente-. Ganamos un sueldo, que al menos es suficiente para costear las cervezas que tomamos. Dalia quería que la camarera te devolviera el dinero, y la camarera lo haría. Pero la he convencido de darle otra solución al asunto. Te invitaremos nosotras. Pide lo que quieras, cuando te acabes eso.

– Lo haré, gracias.

Sybil señaló mi ejemplar de Le Grand Meaulnes, que descansaba sobre la mesa.

– ¿Te gusta el libro? -se interesó, como si fuera algo suyo. Y lo era, en cierto modo.

– Me gustan las obras de quienes murieron jóvenes y un poco inexpertos. En realidad, habría que huir siempre de la experiencia.

– ¿Qué tiene de malo la experiencia?

– Nada, si no hay otra cosa con la que consolarse. Pero es mejor tener el corazón limpio.

– Ya veo -reflexionó-. ¿Y hasta cuándo está limpio el corazón, según tú?

– Mientras uno no recuerda nada que no pueda recuperar. Esa es la prueba definitiva.

– Nadie puede superar esa prueba -apreció Sybil, incrédula.

– Yo he podido, en otro tiempo.

– Debe engañarte la memoria.

– Puede. Puede que tengas razón y que no haya nadie con el corazón limpio. Yo preferiría creer que sí, a pesar de todo. Lo dice Meaulnes, en alguna parte del penúltimo capítulo: son los que no creen quienes lo echan todo a perder.

La nieta de Dalmau me contempló con simpatía. En sus iris se entrelazaban hebras del color de la niebla y otras del color de aquel cielo que alguna vez había existido en Madrid. Eran pequeños pero profundos, y lo bastante brillantes como para traspasar el aire y traspasarme en la atmósfera tenebrosa y algo cargada del Fez.

– ¿Hay algo en lo que yo debería creer ahora, en concreto? -dijo, deteniéndose intencionadamente en cada palabra.

– No lo sé. Hace demasiado tiempo que no estoy en un apuro semejante, si lo he estado alguna vez. A lo peor habías pensado que me dedicaba a esto de forma habitual.

Sybil disfrutó de mi indefensión durante un segundo.

– No lo había pensado -rechazó-. Si lo hubiera pensado no habría venido hasta aquí. Tampoco habría consentido lo de este mediodía. Pero ahora tengo que irme. He venido con Dalia y va a enfadarse si no vuelvo con ella.

– Lástima. Estaba empezando a pasárseme el pánico.

Se puso en pie y se me quedó mirando sin decir nada, como si estuviera debatiendo algo en su interior. Antes de emprender el regreso, me propuso, de improviso:

– Si tienes un papel y algo para escribir, no hará falta que me sigas más. Te doy mi número de teléfono y me llamas algún día. Otra tarde no tiene por qué estar Dalia, desaprobándonos a ambos.

– Ya tengo tu número de teléfono, si puedo confesarlo sin que te enfades.

– No me enfado -decidió, tras una breve vacilación-. Úsalo. Hasta la vista.

Y se fue junto a su amiga, que no dejó de escrutarme hasta que abandonaron el local. Sybil, en cambio, no volvió la vista ni una sola vez. Se marchó como se marchan las muchachas a las que uno quiere en los sueños, dejando tras de sí una impresión difusa que el soñador nunca adivina si es presentimiento de la melancolía que sufrirá cuando despierte sin que la muchacha haya reaparecido, o anuncio de la alegría no imposible de conquistarla (a veces, no muchas, las muchachas de los sueños son sedentarias y complacientes).

Aquella noche acepté la invitación de Raúl para irme con él y con Michael a beber tequila a un bar tex-mex que había a una manzana del apartamento del nigeriano. Cuando hubimos tragado el agua de fuego, y antes de que se manifestaran del todo sus demoledores efectos, subimos a casa de Michael para poder derrumbarnos tranquilamente. Hacía algunas semanas que no me embriagaba de aquella forma y di en hablar más de lo habitual. Les conté a Raúl y a Michael algo de mis investigaciones acerca de Dalmau, que había llevado hasta entonces con total discreción. También les dije algo sobre Sybil, algo que debió sonar bastante más preocupante de lo debido, porque Michael se apresuró a aconsejarme:

– No la llames nunca. Esa mujer puede hundirte.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Es una profesional. Puedo olerlas a distancia, porque yo también conocí a una profesional, hace algún tiempo. Esas mujeres saben todo lo que quieres y tú no sabes nada de lo que quieren ellas. Por eso no se asustan nunca.

– No sé a qué profesión te refieres -protesté-, pero me parece que es una chica honrada. Trabaja de ocho a cinco y vive en un edificio respetable, en la 75 Oeste.

– La profesión que te digo no tiene nada que ver con eso. Es la profesión de cogerte por lo más blando y apretar hasta que no queda nada, hermano.

– No pierdas el tiempo, Mickey -terció Raúl, con un eructo-. Mi paisano no va a aflojar, porque está enamorado como un imbécil y porque los españoles no tememos el dolor del cuerpo y mucho menos el del alma -y dirigiéndose a mí, agregó-: Disfruta de la chica, mientras dure, y olvídate de su abuelo. Si te vale mi opinión, ni se lo menciones a ella. Desde que estoy en esta ciudad donde hace tanto puto frío en invierno y tanto puto calor en verano, hay una regla que he aprendido a obedecer por encima de cualquier otra: muévete lo menos posible y nunca vayas donde no te llaman.

– Lo lamentará de todas formas -insistió sombríamente Michael, que era un africano fatalista.

En medio de aquel sopor alcohólico, me quedé rumiando la advertencia de Raúl y los aciagos auspicios de Michael. A aquellas alturas, ya casi no tenía intención de ir tras Dalmau, pero estaba rendido a su nieta y lo que menos me importaba era que pudiera lamentarlo. Ni siquiera -juré, borracho perdido- me importaba que Michael terminase de tener razón y ella apretase hasta que no quedara nada. Nada de qué, a fin de cuentas.

4.

Un sueño reconstruido

Renuncié a llamarla al día siguiente, porque no me atribuyera excesiva premura, pero no dejé de hacerlo al segundo día. Estuve dudando entre telefonearla a su casa o a la oficina y al final di en escoger lo segundo, previendo, erróneamente, que pudiera mostrarse menos desembarazada y por tanto un poco más manejable.

– Fromsett -irrumpió su voz en la línea, ocupando sin resquicios el hueco dejado por la telefonista del despacho de arquitectos.

– Sybil -titubeé, porque su nombre sonaba insólito en mis labios-. No sé si me recuerdas. En el Fez, anteayer por la tarde.

Hubo un silencio. Tras él, Sybil asintió:

– Sí. El que prefiere los corazones limpios, como Alain Fournier. Terminé el libro anoche, y me fijé en lo que citaste. La frase es muy cruel con la pobre Valentine.

– Los corazones limpios son crueles, a veces.

– El gran Meaulnes lo es demasiado a menudo, para mi gusto. Veo que sabes cómo me llamo yo. Y tú, ¿tienes un nombre?

– Sí. Hugo.

– Vaya, como el autor de ese musical de Broadway, Los miserables. ¿Eres de origen francés? -preguntó, afectando ingenuidad.

– Hugo es el nombre de pila. Mi apellido es Moncada.

– Ah, eso sí suena muy español. Como un nombre de caballero. Don Hugo Moncada -lo pronunció sin deje anglosajón, con vocales diáfanas y precisas.

– Hubo un caballero don Hugo de Moncada -informé, temeroso-. Fue capitán de un barco de la Armada Invencible. Mi padre me puso Hugo para que me llamara igual que él.

– ¿Era antepasado tuyo, ese capitán de barco?

– No. A mi padre le interesaba la historia naval.

– Y por eso tú te llamas como el capitán de un barco victorioso.

– No fue victorioso. A la armada la llamaron invencible por sarcasmo. La batalla la perdimos y a don Hugo de Moncada le despacharon con su barco los ingleses, frente a las costas de Francia.

– Ah, lo siento -se compadeció.

– No importa. Hundirse con su barco era la única gloria posible para los marinos españoles. La victoria era siempre para los ingleses.

– Más prácticos, los ingleses. ¿Y qué puedo hacer por ti, Hugo Moncada?

Su voz era muy dulce, pero como a menudo me ha sucedido con las mujeres que se expresan en inglés, cuya entonación resulta siempre más exagerada que la del castellano, no terminaba de discernir si estaba siendo amable o se reía de mí.

– Me preguntaba si te habrías arrepentido de tu oferta del otro día -dije, con recelo.

– Aún no -repuso, insinuante-. No he tenido oportunidad.

– ¿Y podría ser esta tarde?

– Por qué no -concedió, sobre la marcha-. ¿Soportas la comida china?

– De vez en cuando, sí.

– Entonces quedamos a las siete y media en la puerta del Silk Road Palace, en Amsterdam Avenue con la 82 -dispuso, expeditiva-. Luego podemos ir a tomar el postre al Iridium. ¿Lo conoces? Tienen postres magníficos. También tocan música, jazz y blues.

– No lo conozco, pero me gustará -acaté, desbordado por la velocidad a la que había elaborado un plan completo.

– Muy bien. Ahora tengo que dejarte. Mi jefe viene hacia aquí. Hasta luego.

Y cortó la comunicación. Por la tarde, a la hora estipulada, me presenté en la puerta del Silk Road Palace, en Amsterdam Avenue, con un clavel rojo en la mano. El restaurante, pese al pretencioso nombre, era un pequeño local de unas quince o veinte mesas cuyo interior más bien funcional se veía entero desde la calle, a través del frontal acristalado. Sybil llegó quince minutos tarde. Como no daba el tipo de persona impuntual, pensé que debía ser una negligencia deliberada. En cualquier caso, estuve muy lejos de sentir la tentación de afeársela. Tarde o pronto allí estaba y se había puesto muy elegante, con un vestido casi veraniego, una chaqueta de seda y unos zapatos de tacón que igualaban nuestra estatura. Tras ella, al final de la avenida, el día se apagaba. Pese a las nubes que cubrían parte del cielo, se presentía que iba a ser una hermosa noche de mayo en Nueva York.

– Perdona por el retraso -se excusó, aunque no venía nada aprisa. Reparando inmediatamente en el clavel, dedujo-: ¿Es para mí?

– Sí -dije, tendiéndoselo-. Las mujeres de mi tierra se ponen esta flor en el pelo, o se la ponían. Supongo que ahora resulta demasiado ridículo llevar flores en la cabeza.

Sybil cogió el clavel y lo hizo girar sobre la palma de su mano. Llevarle aquella flor era o trataba de ser una astucia, porque como americana Sybil podía ser sensible a las costumbres salvajes, o sea, a todas las no estadounidenses, y porque como descendiente de españoles también podía el clavel surtir en ella algún efecto irresistible.

– ¿Debo ponérmela en el pelo? -consultó, con repentina mansedumbre-. No creo que me quede como a las mujeres españolas. Ellas suelen ser morenas y el rojo queda mejor con colores oscuros.

– El clavel es tuyo. En ningún lugar quedará mejor que donde tú quieras ponerlo.

Sonrió. Por primera vez no era aquella sonrisa inaccesible, sino otra mucho más cálida y próxima. Me quedé a la espera, dejándole toda la iniciativa. En realidad la iniciativa era suya desde que había cruzado el Fez hasta mi mesa y me había reprendido por invitarla. Sybil se alisó el vestido, que no necesitaba ser alisado, y propuso:

– ¿Entramos?

La carta era prolija, como correspondía a un restaurante oriental. Entre todo lo que en ella se ofrecía, seleccioné un par de platos que me eran familiares. Sybil pidió otros dos cuyo nombre yo nunca antes había oído.

– Aunque a primera vista no lo parezca, éste es uno de los mejores restaurantes chinos de Manhattan -aseveró, con ese aire de habilidad que adoptan muchos estadounidenses al establecer o referirse a una clasificación de algo.

– Pues no es nada caro.

– Desde luego que no lo es. Pagaremos a medias, y no me gusta dar por sentado que la gente con la que salgo tiene dinero para afrontar la cuenta de un restaurante caro.

– ¿Tú sí lo tienes?

Sybil se echó hacia atrás y me observó con cautela.

– ¿Tratas de averiguar si has salido a cenar con una rica? -sospechó.

– No creo que seas rica. Las ricas no trabajan ni madrugan.

– La verdad es que los arquitectos, o al menos los arquitectos como yo, no estamos bien remunerados. Desde luego, no podría cenar en un restaurante caro todas las noches.

Nos trajeron nuestros respectivos pedidos. No olían mal, y dentro de lo que puede dar de sí un guiso chino, mi plato estaba bastante sabroso.

– Y tú, ¿de dónde sacas el dinero? -interrogó Sybil, sinuosa.

– Tengo una reserva. Digamos que es una especie de herencia.

– Caramba, qué suerte -se admiró, mientras masticaba un bocado de pollo y bambú.

– No creas. Se me está agotando. Me temo que pronto volveré a trabajar.

– Así que tienes una profesión.

– No sé si llega a tanto. Mi trabajo de antes consistía en colocar los fondos de otros y llevarme una pizca de las ganancias, por las molestias. No lo añoro, pero tampoco he aprendido otra cosa de provecho. Así que tendré que hacerlo otra vez.

– Dejará de sobrarte el tiempo para seguir a las mujeres por ahí -lamentó.

– Nunca había seguido a nadie, hasta ahora.

Sybil puso sus cubiertos sobre el plato y cruzó las manos ante sí. Quise enfrentar su escrutinio, como si no tuviera nada de que avergonzarme, y habría jurado que no lo tenía, pero algo me despojó del ánimo. Estuvo así, juzgándome, hasta que consideró que me había incomodado lo suficiente. Entonces dejó flotar en el aire su duda:

– ¿Y por qué yo?

– ¿Tanto te extraña?

– Nueva York es muy grande -explicó-. Hay miles de mujeres mucho más seductoras: modelos, actrices, directoras ejecutivas. Mujeres con cara de ángel, cuerpos de cine, implantadas y sin implantar. A veces, incluso, puedes encontrarlo todo junto en la misma. Yo no voy a ningún gimnasio, no soy alta y tampoco me he implantado nada. Sólo un bizco se fijaría en alguien como yo.

– Depende de lo que te interese. No soy tan elemental -me opuse.

– ¿Y qué te interesó de mí?

– Quizá no deba decirlo abiertamente.

– Por favor -suplicó, inclinando la cabeza. Al hacerlo un mechón de cabello le cayó sobre la frente. No lo apartó de ahí. Aquella guedeja suelta le daba un aire descuidado y tentador.

– De acuerdo. Para empezar-alegué, cuidadosamente-, eres rubia y tienes los ojos azules. Desde que llegué a Nueva York a las rubias de ojos azules, esas mujeres que son un símbolo del sueño americano, sólo las he visto desde lejos, como si fueran algo que no se pudiera alcanzar. En segundo lugar no estás bronceada; odio a las mujeres bronceadas, aunque casi todas quieran estarlo. En tercer lugar no eres fuerte ni grande; tampoco me atraen esas mujeres enormes y con músculos que hay ahora. Por último, y esto es lo más importante, me gusta cómo miras al frente cuando estás sola, pensando, en la calle o en el metro. La mayoría de la gente, cuando está sola y piensa, parece atemorizada. A ti se te ve en paz, como si supieras algo que los otros no saben.

Sybil sonrió en silencio.

– Acabas de inventarlo todo, ahora mismo -apostó.

– No he inventado nada.

– Va a resultar que Dalia tiene razón.

– ¿Dalia?

– Anteayer, cuando salimos del Fez, me dijo que tenías cara de farsante.

– ¿Por qué has querido citarte conmigo esta noche, entonces?

Vaciló un instante antes de responder, y entonces me percaté de que ella sí estaba procurándose una mentira; quizá no una mentira entera, aunque eso diese lo mismo.

– No sé -dijo-. Por curiosidad. Compraste el libro que yo estaba leyendo y lo leíste. Nadie había hecho antes algo así por mí. Aunque no significara nada, me halagó, porque era un gesto minucioso y sentimental. Luego se me ocurrió que también podía ser el gesto de un psicópata, pero no me pareció que fueras un psicópata.

– Gracias. De todos modos, es asombroso que no hayas tomado más precauciones.

– ¿Por qué es asombroso? Quizá no sepas lo suficiente de mí. Quizá seas tú el que debería prevenirse -advirtió, misteriosa.

Al final de la cena, y a cambio de los pocos dólares de la cuenta, uno de los empleados del restaurante dejó sobre nuestra mesa un plato con los consabidos pastelillos de la suerte. Sybil se apoderó de los dos y los partió sin contemplaciones. Desenrolló sucesivamente los dos mensajes, los comparó y se deshizo de uno, rompiéndolo en muchos trozos. El otro se lo guardó en la chaqueta.

– Esta es tu suerte para esta noche -decretó.

– ¿No me dejas verlo?

– Claro que no. Te la estropearías. ¿Nos vamos?

Bajamos por Amsterdam Avenue hasta Broadway, y seguimos ésta hasta la intersección con Columbus, a la altura del Lincoln Center. La noche era como la había previsto. Y aunque Sybil dictara su curso y yo sólo pudiera ir tras ella, resultaba desproporcionadamente placentero, como una estratagema impune y triunfal, recorrer junto a la nieta de Dalmau aquellas avenidas iluminadas. Al llegar a la 63 cruzamos hasta el minúsculo Dante Park. El Iridium estaba al otro lado, en los bajos de una fachada que hacía esquina con Broadway. Era un establecimiento de decoración modernista, con dos plantas, una en superficie y otra subterránea. Arriba había un bar con decenas de aparatos de televisión en los que podían verse series, noticiarios, y hasta los exasperantes pronósticos meteorológicos del Weather Channel. Abajo era donde tenían lugar las actuaciones.

– ¿Te gusta Sarah Vaughan? -preguntó Sybil, según bajábamos por las escaleras.

– A todo el mundo le gusta Sarah Vaughan.

– A la mujer que actúa esta noche se la considera la Sarah Vaughan blanca -me ilustró, ostentando de nuevo una certeza inequívocamente estadounidense.

En la sala del piso inferior había una tenue luz anaranjada. Sobre las mesas destellaban las llamas de las velas, encerradas en copas de vidrio azul. Los muebles eran costosos y extravagantes, llenos de ojivas asimétricas y líneas curvas. Gracias a la anticipación de Sybil, teníamos una reserva. De otro modo no habríamos podido acomodarnos en la sala repleta de gente. Nos condujeron a una mesa y nos ofrecieron la carta.

– Yo no necesito mirarla -la rechazó ella-. De comer tomaré un baked Alaska y para beber un iced scorpion.

– Lo mismo -la secundé.

El baked Alaska era un monstruoso dulce de helado y merengue, del que sólo habría podido dar debida cuenta un comedor infatigable. El iced scorpion hacía justicia a su intimidatorio nombre. Sybil se enfrentó a ambos sin pestañear. Mientras paladeaba el merengue, hizo un calculado comentario:

– Debe haber una razón poderosa, para que alguien venga desde Madrid a gastarse su herencia en Manhattan.

– Casi nunca hay razones poderosas -la defraudé-. Además, no vivo en Manhattan, sino en Brooklyn.

– ¿Y no echas de menos tu país?

– Como todos los expatriados. Lo que no significa que arda en deseos de volver. Puede que a los países se los quiera mejor desde lejos -observé, acordándome de Dalmau.

– Así que lo quieres, después de todo.

– Y cómo no. Es la sangre española la que me impulsa, lo mismo cuando reniego de mis compatriotas que cuando me atrae algo extranjero, como esta ciudad. O como tú.

– ¿Es un cumplido?

– Para qué fingir, a estas alturas.

– Nueva York está lleno de extranjeros -apreció, esquivando mi insinuación-, y a todos les atrae la ciudad, de una manera o de otra. Pero todos se enorgullecen de los suyos, incluso forman asociaciones y hacen desfiles. Ninguno suele renegar de sus compatriotas.

– Tampoco yo los maldigo siempre.

– ¿Y cuándo sí?

– Cuando los veo aceptar los abusos -improvisé, por simplificar-, los que sufren y los que cometen, como si no tuvieran alma. En mi país ha habido siempre una especie de incertidumbre entre el heroísmo y la siesta. Ahora lleva ventaja la siesta.

– Y tú querías ser un héroe -apuntó, mordaz.

– Yo era como cualquiera, un cobarde. Pero nunca he dormido siesta.

– Aquí no existe ninguna de esas cosas -observó, fríamente-. Esto es América. Adelanta a tu vecino en la autopista y haz más dinero que él. Así de simple. Sin heroísmo ni siestas. Me temo que éste no es el mejor lugar para alguien como tú.

– El hecho es que tampoco intento integrarme aquí -aclaré-. Sólo miro el paisaje, y es un buen lugar para mirar. Quizá vine nada más para eso, para mirar desde lejos.

– Puedo creerlo. Se te da bien mirar, Hugo Moncada.

– Y a ti se te da bien decir mi nombre. ¿Hablas español? -pregunté, en mi idioma.

– Muy poco -contestó, en el suyo-. Lo estudié apenas un par de semestres, cuando estaba en la escuela secundaria.

– ¿Y dónde leíste acerca del cielo de Madrid?

Sybil adoptó una expresión reticente. Tardó un segundo en responder:

– ¿Por qué tendría que haberlo leído?

– Bueno -balbuceé-, si no lo leíste, debió contártelo alguien.

Entonces ella se rió. Fue una risa delgada y breve, como un cristal quebrado. Después de gastarla, pero todavía divertida, se aclaró la voz y me contempló con aire maligno. Una vez más, Sybil gozaba desorientándome.

– Es un secreto -me amonestó-. No me preguntes por mis secretos y yo haré como si creyera que eres sólo lo que aparentas, un chiflado que andaba tras de mí porque sí, o por esas cosas que dijiste antes. Déjame ser una tonta americana rubia. Es más agradable que jugar a contarte la verdad, por ahora.

Habría querido formular alguna queja, pero sólo se me ocurrieron frases inoportunas o confusas y comprendí que no me quedaba más alternativa que obedecer. Me quedé allí, callado, mientras ella tomaba su iced scorpion con sorbos largos y abstraídos.

Al fin salió al escenario la pianista que actuaba aquella noche, acompañada de sus músicos. Era una mujer físicamente semejante a Sybil, escueta de cuerpo y con una melena rubia muy clara que se destacaba en la distancia sobre sus ropas, de un luto riguroso. Cuando se puso a tocar, la cabellera partida a ambos lados de la frente se le desordenó rápidamente, hasta ocultar en parte sus rasgos. Como anunciara Sybil, tenía voz de negra, y Sarah Vaughan no era un término inadecuado de comparación.

Una tras otra se fueron sucediendo las piezas, en su mayoría títulos célebres de Cole Porter, Charlie Parker o Ellington. La mujer que se parecía a Sybil se entregaba de tal modo a la interpretación, tanto al piano como al micrófono, que al cabo de unas cuantas canciones estaba sudorosa y con las mejillas encendidas. En el instante culminante de la actuación le tocó el turno a There Are Such Things, una vieja canción de Sarah Vaughan, a quien la intérprete debía haberse resignado ya a imitar, en mayor o menor medida. Era una melodía algo cursi, y una letra de vanas esperanzas compuesta para animar a los soldados y a sus novias en tiempos de guerra y separaciones inciertas. A fuerza de dejarse en ella la garganta, no obstante, aquella mujer de aspecto frágil consiguió elevarla hasta alturas impredecibles. Con toda la piel erizada la escuché cantar:

So have a little faith and trust

in what tomorrow brings,

you´ll reach a star

because there are such things.

Cuando la cantante enmudeció, exhausta por el esfuerzo, me volví hacia Sybil. Ella también se había vuelto en mi dirección y me observaba. Como yo, estaba conmovida por la emoción y la belleza que había creado la otra, su gemela de la voz de negra. Se había quitado la chaqueta y sus pálidos hombros desnudos brillaban en la semioscuridad que reinaba en la sala. Se inclinó sobre la mesa y se aproximó a mí. Pude olería, el aroma de ella y no el del perfume que se había puesto encima. Era un olor templado, como incienso. Imponiéndose a duras penas sobre los aplausos, gritó:

– Ya ves. Todo es cuestión de fe.

– Como diría el gran Meaulnes.

– Como diría el capitán don Hugo de Moncada, que dio la vida por su barco -enmendó, clavando en mí sus ojos, tan americanos y azules.

La mujer blanca que cantaba como Sarah Vaughan y sus músicos ejecutaron todavía cinco o seis composiciones más. Mientras les escuchábamos, acaso por descuido, la mano de Sybil rozó mi mano, y de ahí no pasó, porque sabía reservarse. Sin embargo, cuando al salir del Iridium me ofrecí a acompañarla hasta su casa, ella consintió. Fuimos por Columbus Avenue, el camino más recto, sólo doce manzanas. Las aceras estaban desiertas y apenas había tráfico. En ese momento se juntaron en mi cerebro dos sensaciones acuciantes. La primera era que el tiempo se terminaba, que en unos pocos minutos llegaríamos ante su portal y que entonces ella iba a despedirse de mí, acaso para siempre. La segunda era que ya había vivido aquello con anterioridad. Escarbé en mi memoria y no tardé en averiguar cuándo. Había sido diez meses atrás, en Madrid, mientras dormía.

– No vas a creerlo -le dije a Sybil, sin poder contenerme-, o peor, creerás que es una especie de truco idiota. Yo he soñado esto.

– ¿El qué? -inquirió, sorprendida por mi exaltación.

– Esto. La noche, la ciudad, los edificios. Los maniquíes de ese escaparate. Tú, o alguien como tú. Fue antes de haber estado nunca en Nueva York. Sólo había una diferencia: hacía frío y a la mujer del sueño la abrazaba, mientras caminábamos.

– Un sueño -murmuró, perpleja.

Y estuvo así, pensativa, durante unos segundos interminables. No fui capaz, aún hoy no soy capaz de desentrañar lo que la movió entonces; si quiso tener fe, si lo hizo para probarme, o si sólo interpretó que aquello formaba parte del juego y quiso jugar a él hasta las últimas consecuencias. Lentamente, se cogió los hombros y declaró:

– Ahora que lo dices, también esta noche hace frío.

La miré y no me atreví. Me quedé quieto ante ella, resistiéndome a creer que el sueño pudiera repetirse y que ella pudiera ser como la mujer que me había enseñado la infinita noche de Nueva York, antes de que yo atravesara el océano. Sybil exigió, impaciente:

– Vamos. Nunca había ayudado a reconstruir un sueño.

Era imperiosa y propicia, tal y como la había deseado, incluso antes de conocerla. La abracé. Su cuerpo estaba tibio, y era tan delicado que casi daba miedo apretarla. Echamos a andar y nuestros pasos se acompasaron en seguida. No debió ser más de un cuarto de hora, pero duró lo que quise, porque ella era el sueño y, como la otra vez, tenía el poder inaudito de alargar los instantes. Estuvimos solos allí, sin cambiar palabra, hasta que todo fue idéntico y perfecto. Luego la dejé en su portal, y no hubo promesas, pero no tuve necesidad de pedirlas. Antes de separarnos, la nieta de Dalmau puso en mi mano un papel diminuto, el que había sacado del pastelillo de la suerte, en el restaurante. Cuando ella hubo desaparecido, leí el mensaje que traía impreso. Rezaba, lacónico e inverosímil:

Se te otorgará lo que esperas.

5.

El rostro terrible

– Así que se dejó abrazar y ahí quedó la cosa -resumió Raúl-. ¿Cuánto hace de eso?

– Tres días -calculé.

– Y no la has llamado ni te ha llamado.

– No.

– Muy bien -celebró-. Mi dilatada experiencia me permite concluir que estás en una estupenda situación para olvidarte del asunto.

Era domingo y había invitado a Raúl a desayunar y almorzar a la vez en ACME, un establecimiento un tanto tenebroso, aunque acogedor, situado en Great Jones Street, a mitad de camino entre su apartamento y el mío. Mientras dábamos cuenta de nuestros copiosos brunches, le había puesto en antecedentes de lo ocurrido la noche de mi cita con Sybil. Había acudido a él porque era el único a quien me parecía que podía contárselo.

– El caso es que no quiero olvidarme -dije.

– Entonces, ¿por qué no la llamas?

– Tengo la sensación de que ahora tengo que esperar. De que si hago algún movimiento antes de tiempo puedo arruinarlo todo.

– Hugo, el ocio te está perjudicando la cabeza -diagnosticó Raúl, con circunspección-. No es la Bella Durmiente, sino una chica cualquiera de Nueva York. O vas por ella o te dejas de fantasías. Tal vez deberías probar a ser un tipo normal, conseguir un trabajo, y conformarte con lo que cayera, como yo. Hace diez años que me aburro y vivo feliz.

– No es tan fácil. ¿Nunca has sentido que no eres dueño de lo que haces? Como si tu vida no tuviera una finalidad en sí misma, y sólo fuera una pieza en el plan de otro, otro a quien nunca ves y a quien tú le traes sin cuidado.

– Naturalmente. Lo siento cada vez que veo la televisión y me doy cuenta de que estoy siendo computado en un índice de audiencia.

– No me refiero a eso -le atajé-. Al cabo de diez meses, no sé a qué he venido a esta ciudad. Pero mientras paseaba con esa chica, por primera vez, tenía la sensación de estar cerca de algo, y a la vez de que ese algo escapaba a mi control, como si yo fuera parte de ello y no al revés. Ahora me doy cuenta, por ejemplo, de que esa noche ella averiguó lo que quiso de mí, mientras yo no conseguía averiguar nada. Maldita sea, se supone que era yo quien la había seguido a ella. Todo esto tiene algún sentido y quizá llegue a entenderlo. La cuestión es que no será antes porque yo me dé más prisa.

Raúl meneó la cabeza.

– Estás en una etapa crucial, compañero -dijo-. La etapa en que tienes que pensar, si de verdad deseas quedarte aquí, en cómo deseas quedarte y para qué. Hasta ahora no has sido más que un turista de larga duración y para eso sobra con dejarse llevar. Pero esa etapa se te acaba. A todos nos llegó el momento y lo resolvimos, de una forma o de otra. Tú te niegas a resolverlo. No soy partidario de aconsejar a nadie, pero tal vez deberías considerar con seriedad si lo que quieres no es volver a casa, simplemente.

– Si no me equivoco, nunca he estado más lejos de querer eso -proclamé, terminante.

Despachado así su aviso, Raúl se calló. Sin duda sus razones eran sensatas y atendibles, y no era improbable que pusiera en práctica algunas de sus recomendaciones, como por ejemplo la de buscar un empleo. Sin embargo, fallaba en lo principal. Yo no tenía ningún objetivo, y por eso estaba dispuesto a aceptar cualquiera que se ofreciese, especialmente si se sustraía a mi voluntad y quedaba al arbitrio de fuerzas desconocidas.

De esas fuerzas, suponía, habría de venir una señal, y es posible que ya hubiera comenzado a intuir cómo podría ser, incluso a coleccionar intuiciones diversas, todas ellas benéficas y estimulantes, cuando la señal vino, pero de una manera radicalmente distinta de todos aquellos necios borradores mentales que yo había estado garabateando. Al principio, cuando esa tarde regresé a mi apartamento, no advertí nada inusual. La puerta estaba bien cerrada con llave, el salón desocupado y en orden, las luces desconectadas. Incluso perdí un minuto preparándome un vaso de leche y dos o tres más paladeándola. Desde que la había probado por primera vez, me apasionaba la leche americana, por el sabor deliciosamente artificial que le daban todas las vitaminas y las demás sustancias con que la enriquecían. Luego me acordaría de aquel vaso de leche, como un detalle absurdo.

Los vi cuando entré en el dormitorio. Eran tres hombres, y parecían tranquilos. Dos de ellos estaban sentados sobre la cama, con las manos cruzadas entre las rodillas. El tercero estaba de pie, junto a la ventana, absorto en la quietud que aquella tarde dominical reinaba en Hicks Street. Los dos de la cama no iban ni mal ni bien vestidos, pantalones limpios y camisa de manga corta. El de la ventana llevaba un traje beige y una corbata de color teja, con pintas de un tono verde claro. Después de que yo entrara en la habitación, los dos de la cama continuaron inmóviles, porque ya estaban mirando hacia la puerta por la que yo había de aparecer, y el de la ventana volvió el cuello, sin precipitarse. Tenía una cara huesuda y lampiña. El sobresalto, y también el miedo, me privaron del habla.

– Buenas tardes. No se asuste -me saludó el hombre del traje. Hablaba como un locutor de televisión, marcando impecablemente cada sonido.

– ¿Qué significa esto? -llegué a decir, por algún milagro, pero me arrepentí en seguida, porque los dos hombres que estaban sentados en la cama se levantaron, vinieron hacia mí y me invitaron con un gesto a volver al salón.

– Vaya hacia allí -confirmó el del traje, sin despegarse de la ventana-. Tendremos más sitio.

Hice lo que me indicaban, y cuando me señalaron un sillón, me dejé caer sobre él. En mi cerebro se sucedían a toda velocidad pensamientos que no podían serme de ningún auxilio: no era frecuente que por allí hubiera robos en las casas, era todavía menos frecuente que hubiera robos acompañados del secuestro de sus moradores, aquellos hombres no tenían aspecto de ladrones, ni de traficantes, ni de gamberros juveniles (no eran jóvenes, para empezar), tampoco parecían ser mafiosos, pero ¿qué idea tenía yo de cómo eran los mafiosos, aparte de las estupideces de las películas? Los dos hombres que habían estado sentados en la cama y que ya no lo estaban, los dos hombres con camisa de manga corta, descripción que seguiría sirviendo mientras no se la quitaran (y no era probable que lo hicieran), cogieron cada uno una silla de las que había junto a la mesa de comedor y se sentaron ante mí, algo retirados, obstruyendo el paso hacia la salida. Siempre me quedaba la ventana (¿me produciría lesiones irreparables saltar desde un segundo?). Sólo cuando los otros se hubieron acomodado en aquellas sillas, que se veían pequeñas y endebles debajo de ellos, vino el hombre del traje al salón y tomó asiento frente a mí, más cerca que los otros. Antes de hacerlo, se desabrochó el botón inferior de la chaqueta. Era una chaqueta de buen corte y tejido caro, aunque el estilo pretendiera ser informal, o sólo veraniego. El hombre del traje sonreía mientras se sentaba, como si notara que yo le envidiaba la chaqueta.

– Antes de nada -dijo, otra vez con aquella voz y aquel inglés maravilloso, de locutor televisivo-, me permitirá que le presente a mis compañeros y que me presente yo mismo. Ellos son Keith y Greg y yo soy Kyriakos y podrían ser nuestros nombres auténticos, aunque le dejaré con esa duda, para que tenga algo con lo que entretenerse mientras estamos aquí y también luego. Con esto le transmito una información importante, que espero que le aliente: habrá un luego. Bueno, no debe caberle ninguna duda. Si no fuera a haber un luego, ni siquiera habría tenido tiempo de vernos. Somos personas ocupadas y cobramos por horas. Además hoy es domingo, precio doble.

Consignó la circunstancia como si hubiera de resultarme peculiarmente halagüeña. Era un hombre caluroso, pese a aquella cara angulosa y flaca y a la brillante piel de muchacho, femenina y desasosegante.

– ¿Ha reflexionado alguna vez sobre el papel que la violencia desempeña en nuestra sociedad, señor Moncada? -preguntó Kyriakos, como si fuera un profesor de filosofía preguntando a un alumno si alguna vez se había parado a reflexionar sobre el alcance de los conceptos de forma y substancia en los escolásticos.

No habría podido responder aunque hubiera querido, y aun si hubiera querido y podido no habría tenido nada que contestarle. Era obvio que Kyriakos iba a mostrarme perspectivas para mí inasequibles del problema. Kyriakos lo sabía, y prosiguió, sin cuidarse de mí:

– La organización de nuestro tiempo se basa en un permanente ejercicio de la violencia. Con ella se resuelven los desequilibrios entre las naciones, las clases sociales, y también dentro de las clases sociales. Nuestro gobierno utiliza la violencia para que ciertos países, los que olvidan cómo son las cosas, estén donde deben estar y hagan lo que deben hacer. Los poderosos utilizan la violencia para que los que no tienen el poder, y también olvidan cómo son las cosas, se aguanten y no molesten. Y todavía entre los desgraciados, unos ejercen la violencia sobre el resto, porque todavía quedan papeles por repartir; siempre se puede ser primero y último, aunque sea en el infierno.

Keith y Greg escuchaban con la frente arrugada, con la vista alzada al techo, como si estuvieran en la iglesia oyendo un sermón que no fuera ni muy novedoso ni muy rutinario, de labios de un pastor que tampoco les cayera demasiado bien o mal.

– Ahora bien -Kyriakos extendió las manos al frente, para llamar la atención sobre lo que iba a exponer a continuación-. En nuestros países, y me refiero a los países que se llaman civilizados, como éste o el suyo, son muchas las personas que viven en la ilusión de que la violencia no existe. Y debe comprender lo que quiero decir exactamente. Pueden ver guerras en la televisión, o atracos en el cine, y hasta sufrir pequeños robos ellos mismos, y aun así mantener la ilusión de que la violencia no existe. ¿Por qué? Porque nunca se han encontrado en una franja de desequilibrio. Viven confortablemente en amplias zonas de equilibrio, lejos de las fronteras donde la violencia es necesaria. ¿Me sigue?

Asentí, porque le seguía y porque me dio la sensación de que si no asentía volvería a explicármelo. Kyriakos era un hombre meticuloso, demasiado para tenerle puesto un precio a su tiempo, quizá. Mi asentimiento le confortó:

– Espléndido. Me agrada mucho tratar con usted, señor Moncada. Pues bien, todo esto nos lleva al siguiente razonamiento: hay que caer en una franja de desequilibrio, para poder entender hasta qué punto la violencia es el pilar sobre el que se asienta nuestro orden. ¿Y cómo es posible caer en una franja de desequilibrio? Lo cierto, señor Moncada, es que no es tan difícil como la mayoría de la gente piensa. Una combinación de azar y de culpa, como siempre pasa en la vida, puede llevarle a uno allí con relativa facilidad. Desde luego, hay franjas en las que será más improbable caer, dependiendo de la situación de cada uno. Ninguna aviación extranjera ha bombardeado nunca las ciudades de Estados Unidos, y esto es una tranquilidad casi indestructible para un americano; una tranquilidad de la que no goza, por ejemplo, un iraquí. Pero otras franjas están a nuestro alcance, o quizá sería mejor decir que somos nosotros quienes estamos al alcance de ellas. Y cuando un hombre normal, un hombre que ha vivido toda su vida en zonas de equilibrio, cae en una franja de desequilibrio, la súbita comprensión de la violencia y de su cometido desencadena en su espíritu fenómenos extremadamente notables.

Kyriakos se interrumpió. Se echó hacia atrás completamente y una vez que se hubo instalado a placer en el sillón comprobó la posición de su corbata, extendida de modo irreprochable a lo largo de su pecho y de su abdomen. Era un abdomen estrecho y liso como una tabla. Luego descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en la disposición inversa. Sin dejar de mirarme, sacó del bolsillo interior un paquete de caramelos.

– ¿Quiere uno? -me ofreció-. Son muy buenos, sin azúcar.

– Gracias -rehusé.

– Si yo fuera usted admito que habría alguna posibilidad de que tuviera la boca seca y por tanto un caramelo me sería de ayuda -conjeturó-. Pero claro, no todos los hombres están hechos del mismo material. Hay algo, sin embargo, siguiendo con nuestro asunto, en lo que casi todos los hombres, me refiero a casi todos los hombres que siempre han vivido en zonas de equilibrio, coinciden: una defectuosa conciencia del propio cuerpo. La culpa la tienen los analgésicos, la vida sedentaria, la calefacción, el aire acondicionado. En una franja de desequilibrio, cuando la violencia empieza a actuar sobre uno, esa falta de conciencia se revela como una verdadera desventaja. Y recíprocamente, para aquel que ejerce la violencia, se trata de una ventaja, porque opera como mecanismo economizador. Con mucha menos dosis es factible alcanzar satisfactoriamente los fines a los que la violencia sirve. Si un hombre, por su inconsciencia pasada respecto de su propio cuerpo, puede aterrorizarse porque le arranques una uña, no habrá necesidad de cortarle una mano con el machete. Lo malo, para el que cae en la franja, es que la violencia tiende a manifestarse por exceso, y a veces sin ningún sentido de la medida imprescindible. Medir requiere atención y no todo el mundo tiene tiempo, o la disposición precisa. A menudo, además, hay violencia de sobra y no hace ninguna falta ahorrarla. Se puede administrar con largueza, lo que multiplica indeciblemente sus efectos. Esto pasa, por ejemplo, cuando quien ejerce la violencia puede concentrarse, porque no tiene demasiadas víctimas a las que atender.

La sonrisa de Kyriakos se había ido abriendo poco a poco, hasta llenarle el rostro, aquel rostro angosto y terrible sobre el que chispeaban sus ojos. Eran verdes, del mismo tono claro que las pintas de su corbata. De pronto, la sonrisa desapareció.

– Con esto llegamos a donde queríamos llegar, señor Moncada -aunque seguía marcando cada sílaba, como un locutor televisivo, ya no había afecto en el tono de Kyriakos; sólo una helada corrección-. Me incumbe el penoso deber de informarle que ha caído en una franja de desequilibrio, y que existe a su disposición una cantidad ilimitada de violencia. Antes le advertí que nuestro tiempo es costoso, pero ahora debo añadir que nos ha sido comprometida una sustanciosa suma, lo suficientemente sustanciosa como para que nos compense concentramos en usted, durante todo el tiempo que haga falta para despertar en usted la dormida conciencia de su cuerpo e ilustrarle de forma práctica sobre toda la teoría que hemos estado repasando. Ni Greg, ni Keith, ni yo, nos veremos perturbados por ningún impulso o pensamiento ajeno a nuestra tarea.

Proferida su amenaza, se quedó repantigado en el sillón, chupando el caramelo y observándome con un gesto inexpresivo, como Greg y Keith, pero éstos más atrás, incómodos en las sillas demasiado pequeñas para su tamaño. Durante un lapso eterno, estuve apostando conmigo mismo sobre quién sería el primero en levantarse y acometerme, Greg o Keith, o ambos a un tiempo, o quizá incluso Kyriakos. Aunque fuera menos robusto que los otros, qué iba a hacer yo (a lo mejor a Greg y a Keith sólo los quería para eso, para que le cubrieran e hicieran desistir a la víctima de cualquier resistencia). Al fin fue Kyriakos quien se levantó, pero no me acometió, sino que se fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua, porque el caramelo no debía ser bastante. La verdad era que había hablado mucho y bien. Bebió con ganas y luego enjuagó y secó con un trapo el vaso. Sin duda, era gente respetuosa. Desde allí, desde la cocina, Kyriakos se dirigió de nuevo a mí:

– Dicho todo lo anterior, que le ruego retenga en su memoria, a los efectos que luego le indicaré, me resulta mucho más grato darle mi buena noticia. Sí, señor Moncada -reafirmó, para vencer una hipotética incredulidad por mi parte-, traigo una buena noticia. Quien nos financia, mis amigos, Keith y Greg y yo mismo, somos personas piadosas. Y por eso, aunque no tendríamos ningún inconveniente, como queda dicho, en hacerle sentir los rigores de la franja de desequilibrio en que ha caído, queremos someter a su aprobación otra forma de solucionar la situación que se nos ha creado a todos.

Kyriakos vino de nuevo al sillón, frente a mí. Se sentó, pero esta vez no se echó hacia atrás. Se quedó inclinado hacia adelante, hacia donde yo estaba.

– La solución es sencilla, pese a la gravedad del problema -aseguró, conciliador-, y confío en que la comprenda y no se oponga a ponerla en práctica. Para ello le ruego que tenga la bondad de revisar su actividad de las últimas semanas. Si lo hace con cuidado, estoy convencido de que dará con algo de lo que no está contento. Algo que hizo pero no debía hacer, o algo que dejó de hacer y debería haber hecho. ¿Ya lo tiene?

La pregunta me cogió desprevenido, pero no creí que pudiera callarme.

– No sé -tartamudeé, y sin saber lo que iba a decir, seguí-: ¿Es que…?

– Chist. No me lo diga -rechazó Kyriakos, cerrando los ojos-. Es algo que tiene que tener claro en su interior, no decírmelo a mí para que se lo confirme o se lo desmienta. Por otra parte, y desdichadamente, ni yo ni mis amigos Greg o Keith podemos serle de ayuda para eso. Ignoramos qué es lo que debe hacer o dejar de hacer. ¿Lo tiene usted?

– S…Sí -me doblegué, desconcertado.

– ¿Está seguro?

– Sí -repetí, persuadido por el terror que me inspiraba la proximidad de las manos de Kyriakos, finas y esqueléticas como su rostro. En la izquierda tenía la cicatriz de un arañazo reciente, una costra negruzca sobre un surco rojizo en su escasa carne.

– Bien -suspiró Kyriakos-. Ahora ya sabe lo que tiene que corregir.

Volvió a acomodarse en el sillón, se aflojó un milímetro el nudo de la corbata, me miró con simpatía. Parecía relajado, y también Greg y Keith, aunque estaban más lejos y eran más hieráticos y por tanto yo podía apreciarlo peor.

– Me doy cuenta de que le ha sorprendido eso que acabo de decirle -constató Kyriakos, apuntándome con el dedo-. No cree que Keith, Greg y yo ignoremos qué es lo que usted tiene que hacer o dejar de hacer, para descargarnos de la tarea de hacerle conocer la violencia de su franja de desequilibrio.

Se equivocaba. Yo estaba dispuesto a creer todo lo que él dijera.

– Pues le diré algo que le resultará todavía más increíble. No sabemos qué debe hacer o no hacer porque tampoco sabemos quién sufraga nuestros honorarios, y precisamente en este anonimato se basa nuestra práctica profesional. Se trata de una técnica moderna, como las bombas guiadas por láser. ¿Ha oído hablar de ellas? -preguntó, de improviso.

– No.

– Son artefactos fascinantes -declaró, con arrobo-. Le describiré someramente su funcionamiento, para que se haga una idea -Kyriakos se paró a ordenarse, se veía que quería estar a la altura, e inició con viveza su descripción-: Lo primero, claro, es elegir el blanco. Una vez elegido, se lo ilumina con un designador, que es un aparato que sirve para estas cosas. Desde ese momento, al piloto del avión que lleva la bomba le aparece una señal en la pantalla del radar. Párese a pensar esto: el piloto está a treinta mil pies de altura, a sesenta millas de distancia, no sabe qué hay detrás de esa señal, ni quién se la ilumina. Maniobra hasta que el radar le indica que está en posición de lanzamiento; entonces suelta la bomba y da media vuelta. Y se va, señor Moncada. Ahora viene el trabajo de la bomba. Porque la bomba busca el blanco que le están iluminando, mientras cae corrige levemente su trayectoria, hasta que llega al suelo y bum, fin de todo. El piloto ya vuela hacia casa, sin saber a quién ha matado, porque no hace falta que lo sepa. Sólo es preciso que alguien le ilumine el blanco. Y el que lo ilumina no ha tirado la bomba, sabe quién muere, o lo sospecha, pero él no ha matado a nadie. Al final, la única asesina es la bomba. Es un montaje perfecto, con el que nuestro gobierno sacude su violencia allí donde resulta necesario. ¿No adivina por qué le cuento esto? A una escala más modesta, mis amigos y yo somos como el piloto que tira la bomba láser. No sabemos a quién jodemos, ni por qué, ni para quién, y tampoco hace falta. Es más: no saberlo es lo que nos hace inflexibles.

Kyriakos estaba radiante. Se puso en pie, se ajustó la corbata y se abrochó la chaqueta, con dedos diestros. Greg y Keith también se levantaron, aunque más cansinamente.

– Con esto termino -dijo Kyriakos-. Ahora verá con claridad que carece de sentido que denuncie a la policía lo que ha sucedido aquí esta tarde. En el mejor de los casos, y ya sería demasiado bueno, detendrían a Kyriakos, Greg y Keith, que no saben nada, y dentro de una semana vendría otro piloto, pero no le ofrecería la ingeniosa solución que hemos acordado ahora. Tampoco nosotros, desafortunadamente, estaremos en condiciones de rehacer el trato si usted incumple su parte y nos vemos obligados a volver a entrevistarnos con usted. Lo que haremos entonces puede deducirlo de lo que antes le rogaba que guardase en su memoria: todo lo que hemos estado hablando acerca de la función social de la violencia. Que tenga un buen domingo, señor Moncada. Confío en que no volveremos a vernos.

Kyriakos salió el primero, liviano y ágil como una gacela. Greg y Keith le siguieron y cerraron sin dar portazo. Eran gente respetuosa, con el sosiego y la propiedad ajenos. No habían ensuciado nada, ni siquiera habían dejado olor. Aquella tarde me quedé sentado en el sillón hasta que se fue la luz, y por la noche, arropado hasta el cuello aunque no hacía frío, estuve recordando palabra por palabra la teoría de Kyriakos sobre la inclemencia de las franjas de desequilibrio, en las que un hombre normal podía caer más fácilmente de lo que se creía, arrastrado por el azar o la culpa, o por una mezcla de ambos.

6.

Tan vulnerable

Según asegura una canción, junio es uno de los mejores meses en Nueva York, porque ya no hace frío pero todavía no hace un calor agobiante, y los días son largos y las noches despejadas. Junio también es un mes bueno en Madrid, al menos yo siempre había estado algo optimista en junio, quizá por una reminiscencia de los tiempos de la escuela; ese mes daban las vacaciones y las notas y yo sacaba buenas notas y me sentía mejor, probablemente un poco mejor de lo que realmente era, en junio. Sin embargo, cuando vino aquel junio, mi primer junio en Nueva York, no estaba nada optimista ni me sentía mejor que otros meses, sino más bien como una especie de gusano con las horas contadas. Durante días permanecí recluido en mi apartamento, temiendo incluso el momento de salir a la tienda a comprar pan y mantequilla de cacahuete, de la que comprobé que un hombre puede vivir, al menos durante un corto periodo, sin echar de menos ninguna otra fuente nutritiva. Decliné sistemáticamente las invitaciones de mis amigos, me negué a que me visitaran, acabé por descolgar el teléfono.

Mientras recorría con el mando a distancia los innumerables segmentos de vacío que me proporcionaba la televisión por cable, pensaba en Kyriakos y también, aunque un poco en segundo término, como si Kyriakos pudiera enterarse de que lo hacía, en Sybil y en todo lo que ella había dicho las dos o tres veces que habíamos hablado. Especialmente en una frase que había pronunciado mientras cenábamos en el Silk Road Palace, y que ahora adquiría un significado imprevisto: Quizá seas tú el que debería prevenirse.

También pensaba en la insistencia de Michael para que me abstuviera de telefonearla, y en las palabras de Raúl, nunca vayas donde no te llaman, cuando nos habíamos emborrachado con tequila, la misma noche en que Sybil me había invitado en el Fez. Pero al fondo de todo, como una sombra impenetrable y una clave obstinadamente hurtada, era imposible no pensar en Dalmau. En él y en los obstáculos con que me había ido topando cada vez que, por uno u otro camino, me había aproximado a su secreto. Me había entrevistado con su editora, había interrogado a su hija, incluso había descubierto la tumba de su hijo, a orillas del lago Michigan, sin que ninguna de estas indagaciones me permitiera saber nada del mismo Dalmau. Y cuando ya había abandonado la búsqueda, cuando sólo perseguía a una mujer que también podría no haber sido su nieta, aunque lo fuera, ¿era aquello, Kyriakos y su amenaza, el signo de que le había encontrado? ¿Qué maldita cosa enterrada era lo que había encontrado, en mi infinita torpeza?

Fuera lo que fuese, aquellos hombres conocían mi apellido y mi domicilio y habían entrado y salido de mi apartamento como si nada; no podía aspirar a burlarlos. Podía mudarme de apartamento, pero también irían a mi nuevo apartamento y entrarían y saldrían como si nada, si tuvieran que hacerlo por alguna razón. Desde luego existía una diligencia mínima que me cabía mantener y en la que acaso pudiera confiarse: observar mi parte del trato que Kyriakos había hecho consigo mismo, en mi presencia. Pero no había ido a aquella ciudad para vivir en peligro; lo cierto era que nunca había vivido en peligro. Como Kyriakos había expuesto, sabiamente, siempre había estado lejos de la frontera y estaba incapacitado por una defectuosa conciencia de mi cuerpo y de otras muchas nociones útiles.

Así que a mediados de junio, por las mismas fechas en que recibí, como una broma del destino, mi documentación definitiva de residente, estaba ya casi resuelto a regresar a casa. No era la forma en que había soñado volver. No había terminado lo que había ido a hacer, si había ido a hacer algo, y no me empujaba el deseo de reintegrarme adonde pertenecía, sino la esperanza de que en Madrid tendría menos miedo. Cuando decidí colgar otra vez el teléfono en su sitio y utilizarlo, llamé a Raúl y se lo anuncié:

– He estado meditando sobre lo que me aconsejaste. Creo que voy a volver a Madrid.

– ¿Por eso has desaparecido estos días?

– En parte.

– ¿Has estado viéndote con la chica?

– No.

– Y no tiene nada que ver con tu decisión.

– No.

Raúl no era entrometido y podía arreglarse con una mentira, aunque fuera tan grosera como aquélla. También era un buen amigo. Contra lo que suele creerse, la verdad puede decírsele a cualquiera, porque todo el mundo tiene una afición malsana por estar al tanto de la verdad. Sólo a un buen amigo puede despachársele con una mentira.

Una noche, mientras cenaba, sonó el teléfono. Supuse que podían ser Raúl o Gus o Michael y lo cogí sin darle importancia. Al otro lado de la línea estaba, sorprendentemente, Sybil.

– Al fin -dijo-.Ya creía que te habías muerto.

– ¿Sybil? -quise cerciorarme.

– No lo digas así, como si fuera una especie de fantasma telefónico. También yo puedo encontrar un número en la guía, aunque temí que hubieras dejado de pagar la factura. Comunicaba todo el tiempo.

– Ha estado estropeado -inventé, dudando si colgar.

– ¿No pasaste cerca de ninguna cabina? -reprochó-. Estuve esperando que me llamases. Lo pasé bien la otra noche, o más bien hace un siglo. ¿Cuánto hace, dos semanas? Me extrañó que no dieras señales de vida. Normalmente me doy cuenta cuando decepciono a alguien.

– Perdóname, Sybil. No puedo atenderte.

Y corté la comunicación. Cuando estuvo hecho, los latidos de mi corazón se desbocaron. Era consciente de estar actuando a tientas, y no era una sensación apaciguadora. A los pocos segundos volvió a sonar el teléfono. No sonó mucho, cinco o seis veces. Desde esa noche dejé constantemente conectado el contestador automático. Al día siguiente, cuando volví al apartamento, me aguardaba un mensaje de Sybil:

No entiendo muy bien lo que ocurre, y no me gusta demasiado no entender. Te ofrezco vernos y charlar. De qué, puede que te preguntes. Bien, yo no he sido sincera contigo y tú no lo has sido conmigo. ¿No tienes curiosidad por probar cómo resultaría si lo fuéramos? Yo sí. Una explicación sobre mi insistencia: hacía años que no sentía curiosidad por nadie. En fin, tienes mi número. Yo sí cojo el teléfono.

Su tono, sobre todo al final, era exigente y tozudo, como el de una niña a la que se le hubiera denegado un capricho, aunque intentaba mostrarse amable, en cierto modo. Escuché el mensaje muchas veces, quince o veinte, y luego lo borré. Yo tampoco entendía nada, o entendía algo que Sybil no podía remediar. Después de aquél, esperaba que hubiera otros mensajes, más o menos deprecatorios, hasta que se aburriese. No los hubo. Al principio eso pudo desilusionarme, por efecto de algún resorte estúpido; una reacción comprensible, pese a todo. A medida que fueron pasando los días sucumbí a la evidencia de que era mejor que nada estorbara mis preparativos de viaje.

En ellos estaba cuando una tarde, bajando por Atlantic Avenue, distraído en la voluptuosa estampa oceánica en que desembocaban todas las perspectivas, alguien me salió al paso. A contraluz, como venía, tardé en reconocerla.

– Hola -dijo Sybil. Llevaba un vestido corto, estampado, que la hacía parecer diez o doce años más joven. Estaba algo bronceada, y aunque había elogiado su palidez, hube de admitir que también era hermoso aquel suave color de miel que ahora tenían sus hombros.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí?

– En metro. Fui a tu casa y llamé a tu piso. Como no respondía nadie, decidí dar una vuelta por el barrio. ¿Vienes de hacer la compra? -preguntó, señalando el paquete que yo llevaba bajo el brazo.

– No creo que me interese relacionarme contigo, Sybil. Disculpa -y eché a andar.

– Eh -me interceptó, enérgica-. ¿Qué demonios pasa aquí? ¿Ni siquiera podemos tomar un café y hablar como personas?

– ¿Estás segura de que puedo tomarme un café contigo?

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir si tienes permiso de quien tengas que tenerlo. O mejor dicho, si yo lo tengo.

Sybil me soltó y dejó colgar su brazo inerte junto a su cadera. Se volvió hacia el océano, al final de la avenida, y luego me miró otra vez. Cegado por el sol, no podía captar el brillo de sus ojos, aunque debían estar brillando, en ese momento.

– ¿Permiso de quién?

– Tres días después de cenar contigo -relaté, con desgana-, llegué por la tarde a mi apartamento y había tres hombres en el dormitorio. No me hicieron nada, ni siquiera me tocaron, pero fueron muy convincentes. Me convencieron de que no me convenía verte más. No sé por qué, y no voy a hacer por saberlo -quise contenerme, pero lo solté todo-: No sé qué esconde Dalmau, ni me importa. Me quito de la circulación y listo. En realidad no buscaba nada, y menos de él. Lo estuve haciendo antes, y lo dejé.

– ¿Me seguiste porque era su nieta? -preguntó, abatida.

– Te localicé así, pero no te seguí por eso.

– Siempre supe que le conocías -dijo-. Por esa falsa llamada desde la embajada, mencionando su nombre. Pero no intentaste nada. Si hubieras querido algo de él lo habrías intentado. No habrías sido siempre tan vulnerable. Han cometido un error.

Meneaba la cabeza y agitaba las manos, desolada.

– Ahora ya no tiene remedio, Sybil. Nunca me habían esperado en mi habitación tres hombres dispuestos a pulverizarme. Las pocas tonterías en que se ha ido mi vida hasta ahora no me han preparado para esto. Dile a Dalmau que no se preocupe, que me esfumo.

Y esta vez arranqué con fuerza, para que ella no pudiera detenerme si volvía a agarrarme del brazo. No se movió. Me alejé diez o quince metros antes de que ella reaccionara. Oí sus pisadas, rápidas e irregulares, que avanzaban hacia mí. Apreté el paso, pero Sybil corrió y logró rebasarme. Traté de esquivarla, sin éxito.

– Por favor -imploré, fatigado-. El juego ya ha ido bastante mal. ¿No te cansas nunca?

– No ha sido Dalmau -dijo, como si eso lo excusara todo.

– No me interesa, Sybil, de veras -protesté.

– La culpa la tiene Pertúa, ese paranoico.

– ¿Pertúa?

– Escucha -Sybil me sujetó por un hombro y me dedicó su gesto más persuasivo-. Si es Pertúa el que anda detrás, y apuesto que es él, puede arreglarse fácilmente. Confía en mí y no vayas a ninguna parte. Alguien ha sido demasiado listo.

Acarició mi mejilla, como si fuera la de un niño a quien hay que confortar de una pesadilla que ya ha pasado.

– Te llamaré -prometió.

Y se fue avenida abajo. Viéndola irse, aquella leve silueta de muchacha soñada en la lenta tarde de junio sobre la bahía, tuve un raro sentimiento. Dalmau, Sybil, quizá incluso Kyriakos, formaban parte de algo que me correspondía. Podía temerlos, podía huir, podía aceptarlos. Pero nunca podría repudiarlos, a ninguno de ellos, y menos que a nadie a aquella muchacha empeñosa que se alejaba deprisa, por la avenida que moría en el océano.

7.

Pertúa

Sybil incumplió su promesa de aquella tarde, al menos en la literalidad de sus términos. Cuando sonó el teléfono, a la mañana siguiente, y lo cogí creyendo que podría ser ella, en la línea surgió la voz de un hombre al que no conocía. Era una voz cadenciosa y un tanto tímida, aunque pronto me di cuenta de que era una timidez engañosa. Hablaba en español, con un acento sudamericano indefinido, no demasiado fuerte.

– ¿Hablo con Hugo Moncada?

– Sí -repuse, indeciso.

– Soy Pertúa. Llamo de parte de Sybil Fromsett.

Guardé silencio. Lo que hubiera de decirse, lo diría él.

– Creo que le debo una disculpa y una explicación -continuó, entendiéndome-. No obstante, tal vez no sea el teléfono el mejor medio. Quisiera proponerle que viniera a verme, si no está demasiado ocupado.

– Ir a verle dónde -dije, con cautela.

– No estoy lejos. En el Rockefeller Center, Quinta Avenida. Lo conocerá, seguramente.

– Desde luego.

– Le doy el piso y la suite. Se entra por la puerta de la estatua de Atlas. No tiene pérdida. En todo caso, si se extravía, pregunte por mí.

– No me consta que pueda fiarme de usted -alegué.

– Puede hacerlo. Estoy muy avergonzado y deseo ofrecerle una reparación -hizo aquella confidencia, casi íntima, sin variar la entonación, como si sólo fuera su deber y nada pudiera oponerse. Más tarde averiguaría que el deber era para Pertúa lo primero en la vida.

– De acuerdo. Iré. Deme una hora.

Aunque no solía ponerme corbata, había llevado alguna, y se me ocurrió que aquélla era una buena ocasión para utilizarla. Con corbata, debía ser el entrenamiento o alguna confianza inconsciente, me las arreglaba para ofrecer un aspecto relativamente respetable. Sin ella, porque carecía de elegancia natural o me faltaba envergadura, era mucho más improbable que se me tomase en serio. En los años cuarenta y cincuenta, cuando el respeto que a uno le tuvieran era decisivo, todos los hombres, aun los que debían quitárselo de comer, llevaban chaqueta y corbata. Incluso los galanes de cine, a quienes las mujeres habrían admirado igual en atuendo deportivo, se pertrechaban invariablemente con estos accesorios, así fuera para protagonizar películas en las que debían rodar todo el tiempo por los suburbios, unos suburbios de pega en los que llovía siempre, o casi siempre. Juzgué que también yo debía procurar que Pertúa me tomara en serio, aunque ello me obligara a sufrir un poco más el calor matinal. En suma, me puse corbata.

Gracias a las indicaciones de Pertúa, llegué sin esfuerzo a la suite cuyo número me había dado. Era una puerta blanca en un pasillo enmoquetado lleno de puertas blancas, que recorrí entero sin tropezarme con nadie. Llamé al timbre y a los cinco segundos zumbó lo que debía ser el mecanismo de apertura. Empujé la puerta. Al otro lado había un vestíbulo no muy grande, pero bien iluminado y amueblado. Junto a la entrada había una recepcionista y más allá otras dos mujeres, plausiblemente secretarias. Me fijé en que las tres eran muy atractivas, demasiado como para no haber sido seleccionadas con un miramiento singular hacia aquella cualidad que les era común. La que por ahora me incumbía, la recepcionista, aguardaba con una anchísima sonrisa a que le diera razón de mi presencia allí. Era una morena de pómulos saledizos y ojos brumosos.

– Vengo a ver al señor Pertúa -informé.

– ¿El señor Moncada?

– Sí.

– Le espera. Acompáñeme, si hace el favor.

Cuando se puso en pie, vi que además de atractiva era desaforadamente alta. Fui detrás de ella, sintiéndome como siempre se siente uno al lado de alguien que le aventaja demasiado en estatura: deficiente y un poco ridículo. Afortunadamente, el itinerario no fue largo. A lo largo de él había otras mujeres y también algunos hombres. Unos y otros trabajaban pacíficamente en sus ordenadores. Al fin fuimos a parar a otra zona amplia donde había otras tres secretarias, dos de ellas tan jóvenes y atractivas como las de la entrada y una tercera, a la que nos dirigimos, que era mucho mayor y también, pude apreciarlo cuando estuve cerca, de lejos la más atractiva de todas.

– Buenos días, señor Moncada -dijo, levantándose, antes de que me presentara yo o lo hiciera la muchacha gigante que me traía-. Pase usted, por favor.

Y me abrió la puerta que vigilaba, sin perder siquiera un segundo en anunciarme por teléfono. Al otro lado había un despacho de buen tamaño, sin llegar a la ostentación. Tampoco el mobiliario era suntuoso. De pie tras la mesa había un hombre de unos cincuenta años, calvo, tirando a bajo y no muy bien vestido, a quien no sorprendía mi entrada.

– Gracias por venir, señor Moncada -me saludó, en español, y sin detenerse despidió a la secretaria, con un inglés mejorable-: No me interrumpas por nada, Myrtle.

Myrtle asintió, se deslizó hasta el pasillo y cerró, sin hacer el menor ruido. Me quedé frente a Pertúa, analizándole, o más bien él me analizaba a mí, porque yo estaba con la atención dividida entre su traje arrugado y pasado de moda, el cabello híspido que le crecía a ambos lados de la cabeza, los ojos negros y vivaces. También me distraía la vista de la Quinta Avenida que había tras él. Al cabo de unos segundos, me tendió la mano y yo no rehusé estrecharla, por saber cómo la tenía. Unas manos húmedas o frías denuncian a un hombre. Pertúa, sin embargo, las tenía secas y templadas.

– Siéntese, por favor -en el rostro de Pertúa había una expresión ambigua, multiuso, que igual debía servirle para ir a una fiesta, despedir a un empleado o velar a un muerto. Era una sonrisa congelada en sus ojos, casi sin concurso de los labios.

– Usted me dirá -me puse a su disposición, sin la suficiencia que cualquier otro habría estado tentado de ejercitar ante un hombre que acabara de confesarle su arrepentimiento y su vergüenza. Yo, para impedirme ese desliz, recordaba a Kyriakos y la negra cicatriz en el dorso de su mano.

– Antes de nada -asumió su carga Pertúa, con disciplina-, vuelvo a suplicarle que me perdone, y digo que me perdone porque yo, Pertúa, soy el único responsable del disparate que se cometió hace algunas semanas. Me abochorna lo que habrá podido pensar de nosotros por causa de mi espantosa ligereza. Desde este momento quisiera pedirle, aunque ya imagino que va a ser difícil, que no crea que es nuestra costumbre recurrir a métodos tan infames e inaceptables. Le juro, aunque eso no sea una atenuante para mi falta, que los hombres que allanaron su apartamento jamás le habrían hecho el menor daño.

– Entonces, era sólo una visita disuasoria.

– Compréndame, por favor, no lo estoy justificando, señor Moncada. Fue una vileza y tomo toda la responsabilidad sobre mis hombros. Sé que es hombre inteligente y ya habrá supuesto que todo se debió a un exceso de celo, pero no me pagan para excederme, ni siquiera en el celo. Tiene mi palabra de que nunca más volverá a ver a los hombres que le amenazaron y le ruego que se deshaga tranquilamente de cualquier reparo que haya podido abrigar a raíz de su encuentro con ellos.

– Había abrigado algún reparo, en efecto -reconocí.

– Tengo entendido que incluso ha pensado en abandonar la ciudad.

– Sí, lo he pensado, no sólo por sus emisarios, aunque ellos fueran el estímulo principal. Vine aquí sin un plan definido y se me ha acabado el dinero.

Pertúa celebró conocer aquel dato, o ya lo conocía y celebró que lo mencionara.

– Si eso es todo -dijo-, debe reconsiderar esa decisión. Mis emisarios, como usted los llama con una mordacidad que sin duda merezco, son historia, créame. Y si viene urgido a irse por dificultades económicas, permítame saldar la deuda que he contraído con usted ofreciéndole un modo de solventarlas.

Si no hubiera sido, de nuevo, por el recuerdo de Kyriakos, que me inducía a ser prudente pese a todas las garantías que Pertúa pudiera darme de su desaparición, habría creído que aquel hombre me estaba adulando de forma miserable. Más tarde descubriría que era precisa una extraordinaria solidez interior para rebajarse como Pertúa era capaz de hacerlo.

– ¿Van a darme dinero? -interrogué, estupefacto.

– No era ésa la oferta que tenía para usted, exactamente. Quizá deba aclarar que en este momento ya no estoy hablando a título personal, sino en nombre de Manuel Dalmau, quien por diversas circunstancias, alguna de las cuales conoce, no puede tratar esto directamente con usted -Pertúa se detuvo a observar el efecto que en mí producía el nombre de Dalmau. Luego disipó el equívoco-: Le estoy hablando de un trabajo, señor Moncada. Según tengo entendido, posee alguna experiencia en el campo de las inversiones, adquirida en su país. Espero que no le incomode saber que hemos podido obtener algunas referencias, todas favorables, me alegra precisar.

No supe si me incomodaba o no. Pertúa cruzó las manos ante su nariz, tocando la punta con los índices extendidos. Tampoco supe si estaba aguardando a que yo contestara algo, o recomponiendo sus pensamientos, o adivinando los míos.

– No digo, naturalmente, que no pueda exigir una indemnización por los inconvenientes que se le han producido, e incluso por los perjuicios que se le se hayan podido irrogar -admitió-. Si ése es su deseo, no dude que acordaremos sin ninguna dificultad una suma que le satisfaga, y que se le haría efectiva sin demora y en la manera que usted decidiera. Sin embargo, el señor Dalmau, a cuyas instrucciones me atengo en este instante, consideró que ofrecerle un puesto en nuestra organización podría ser una reparación más completa, además de un buen camino para instaurar una confianza recíproca. Nuestro grupo empresarial posee diversas sociedades en las que su experiencia profesional podría tener excelente acomodo, en beneficio de ambas partes.

Lo último que había previsto era que Pertúa me llamara para ofrecerme trabajo, por cuenta de Dalmau. Le transmití mi perplejidad:

– No comprendo. ¿Por qué habían de confiar en mí?

– Es lo mínimo que le debemos, señor Moncada. De todas formas, acaba de tocar un punto importante -Pertúa adoptó un gesto severo-. No quisiera que interpretara que esto supone la más mínima reserva por nuestra parte, pero, ¿podría preguntarle cuál fue el propósito que lo movió a tratar de localizar a Manuel Dalmau?

– Leí su libro.

Pertúa meditó un segundo. Me dio la impresión de que aquel asunto, la faceta literaria de Dalmau, escapaba a sus competencias. Fue extremadamente precavido al inquirir, sin que pudiera tomarse como indicio de un juicio, favorable o adverso:

– ¿Y qué vio en el libro?

– A alguien que había venido de España a Nueva York mucho antes que yo, cuando apenas venían españoles aquí. En su experiencia, por lo que se desprendía del libro, había ciertas coincidencias con la mía.

– ¿Qué coincidencias? Si no es demasiada indiscreción -se excusó.

– Coincidencias sentimentales. Respecto de la propia tierra y la forma de recordarla.

– De modo que su único interés era literario.

– Puede describirlo así. Por eso, cuando deduje que Manuel Dalmau no quería ser localizado, abandoné sin más mis investigaciones.

– Sin embargo, trabó relación con su nieta -se traicionó Pertúa, posiblemente con plena conciencia de hacerlo y de que yo iba a pensar que se traicionaba. Aunque refutase la supuesta ausencia de reservas que acababa de proclamar, comprendí que él tenía la obligación de no pasar por alto aquel detalle.

– Por otras razones. Si no me equivoco, Sybil debe haberle comunicado que en ningún momento hice por saber nada de su abuelo.

– Ya veo. En cualquier caso, señor Moncada, quiero que disponga de algún argumento para ser indulgente conmigo. Convendrá en que no podía resultarme indiferente que la hija y la nieta de Manuel Dalmau recibieran su visita, y en el caso de la segunda, algo más que su visita. No es frecuente que un simple interés literario lleve a una persona a viajar tanto y a establecer ese tipo de contacto con la familia del autor.

– No lo sé -dije-. En realidad, ignoro la razón por la que Manuel Dalmau prefiere ser un misterio, aunque la respeto y lamento las preocupaciones que haya podido causarles.

Pertúa percibió mi ironía y yo me arrepentí de ella en el acto. Me pregunté cómo habrían seguido todos mis pasos y me percaté de que en realidad había debido ser muy fácil. Le había dejado una tarjeta a Sue Fromsett, y aunque quizá ella no se la hubiera facilitado a Pertúa, debía haber llegado hasta él con relativa presteza a través de algún cauce. El único cauce que se me ocurría era Dalmau, a quien Pertúa exculpaba de todas sus providencias, acusándose él mismo de impulsarlas. Pero mi último comentario requería algo que justificara a Dalmau, y de nuevo Pertúa realizó la labor.

– No necesita ser suspicaz -aseveró, con dulzura-, aunque me hago cargo de que yo le he dado pie para que lo sea. Manuel Dalmau es un hombre muy anciano, y como puede ver, en él concurren circunstancias que pueden sugerir a ciertas personas la posibilidad de tomar iniciativas arriesgadas. No debe asombrarle que trate de preservar su intimidad y la de su familia. En fin, después de todo, esto nos devuelve adonde estábamos antes. La confianza mutua, señor Moncada. Le he hecho una oferta, creo que bastante apetecible para un hombre en su situación presente. ¿Qué me contesta?

– Esa oferta, ¿viene acompañada de alguna exigencia? -quise cerciorarme.

– Ninguna en absoluto. Es un empleo y se espera de usted que trabaje por el sueldo que se le dará, en los términos que son habituales. Nada más.

– ¿Qué sueldo?

– El adecuado al puesto que ocupe. Le garantizo que no estará descontento, señor Moncada -Pertúa debía tener sobrada experiencia en comprar hombres con dinero, a juzgar por la seguridad, casi desdeñosa, que exhibía al tocar ese punto.

– Supongo que no le ofenderá que quiera pensarlo un poco. Son demasiadas cosas para asimilarlas según vienen.

– Desde luego. Tómese el tiempo que desee. Y deshágase de cualquier reticencia. Le estoy ofreciendo un trabajo normal y honorable. Con nuestros errores, como cualquiera, somos personas normales y honorables. Estamos ansiosos, y yo personalmente, de demostrárselo de forma que no le quepa ninguna duda.

Me di cuenta de que era la primera vez que me encontraba ante un hombre que se veía en la necesidad de proclamar y demostrar que era normal y honorable. Eso habría debido espantarme, pero Pertúa sostenía su discurso con temple y convicción. Tras su aspecto deslustrado, tenía una innegable capacidad para cautivar al oponente.

– No quiero robarle más tiempo. Por cierto -administró con destreza el efecto-, alguien le espera en la recepción.

Con esta noticia, que le complacía visiblemente darme, por lo que corroboraba sus palabras o por mi momentáneo desconcierto, Pertúa se puso en pie y me tendió otra vez la mano, que estreché y volví a notar templada y seca. También noté que era fuerte.

Sybil me aguardaba arrellanada en una butaca que había frente a la mesa de la recepcionista. Estaba exultante, porque me había enseñado su poder.

– ¿Has aceptado? -fue su saludo.

– Todavía no.

– Pero aceptarás.

– Tendrás que proporcionarme alguna razón.

– Te la proporcionaré.

Habría debido recelar de su alborozo, de la propia Sybil, que jugaba a obedecer a su jefe del despacho de arquitectos cuando su abuelo dictaba las vicisitudes de un hombre como Pertúa. Sin embargo, estuvimos juntos aquel día, y al día siguiente y en los días sucesivos, y cuanto más estaba con ella menos podía resistirla, porque ella había desentrañado mi debilidad, o yo se la había desvelado, irresponsablemente, la noche en que le había pedido reconstruir mi sueño. Pero no escribiré mucho más acerca de mis andanzas con Sybil, porque nunca he sabido o querido escribir historias de amor y porque Sybil importa a mi vida y ésta no es la historia de mi vida, sino la de cómo llegué hasta el ángel oculto. A esta historia, la del hallazgo inaudito que guardaba para mí la ciudad que antes había creído vacía, Sybil deja de ser indispensable una vez dicho cómo me condujo hasta Pertúa. Desde allí, aunque ella estuviera cerca, incluso aunque me favoreciera siempre, era yo quien debía seguir camino hasta Dalmau, donde terminaba el viaje.

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