V. EL ÁNGEL OCULTO

1.

Al servicio de Dalmau

En ningún momento, ni siquiera mientras representaba lo contrario ante Pertúa, había dudado que aceptaría entrar a trabajar al servicio de Dalmau. No lo había dudado aunque desde luego tenía motivos para rechazar la oferta, o quizá sería más correcto decir que me costaba encontrarlos a favor. Si bien se trataba de un medio de vida más o menos asequible a mi capacitación profesional, y me permitía demorar un regreso que no deseaba, cuando llamé a Pertúa para confirmarle que quería el trabajo, no era eso lo que inclinaba mi ánimo, ni tampoco ninguna de las razones a las que Sybil se había afanado, conforme a su promesa, en convertirme. Si consentí fue, sobre todo, por la intuición de que era allí, en los dominios de Dalmau, mucho antes que en un regreso deshonroso a Madrid o en cualquier otra ocupación en Nueva York, donde podía tener una oportunidad de esclarecer las causas que habían provocado mi viaje. Era la misma intuición que había despertado en mí la lectura del libro, y que resucitaba, intensificada, con la reaparición de Dalmau a través de Pertúa, aquel formidable subalterno.

Entre quienes asistieron atónitos a mi nueva ocupación se contó destacadamente mi amigo Raúl, quien me había visto descartar, considerar y volver a descartar la opción de la repatriación en el corto plazo de unas pocas semanas. No le había contado en su día lo que me había hecho cambiar por primera vez de opinión, porque había sido una experiencia ominosa que prefería esconderle (uno sólo puede olvidar por sí lo que no ha compartido con nadie), y tampoco le conté que era Dalmau quien me daba el trabajo por el que volvía a reconsiderarlo todo. Sí se enteró de mis progresos con Sybil, e incluso se la presenté pronto, lo que le llevó a entender al fin, y no hice nada por sacarle de esa idea, que todos mis vaivenes se debían a los flujos y reflujos de un corazón enamorado. Hasta tal punto, que después de conocerla se creyó en el deber de prevenirme.

– Siempre te dije que no era bueno estar demasiado en el aire, lo admito. Pero la verdad, compañero, estarás de acuerdo en que tienes la dudosa virtud de pasar de un extremo a otro. De repente eres residente, tienes un trabajo, y hasta tienes novia. ¿Te das cuenta de que si te descuidas puedes quedarte aquí para toda la vida?

– ¿Qué tendría de malo?

– Nada, en sí mismo. Yo me he quedado, sin ir más lejos. Sólo que ese tipo de cosas es mejor decidirlas, no que te pasen.

– ¿Estás seguro de eso?

– No seas insidioso -me recriminó-. Nadie está seguro de nada.

Pese a las advertencias de Raúl, aquel verano, mientras todo el mundo en Nueva York se preparaba para las vacaciones, yo volví a trabajar. Pertúa me asignó un puesto de cierta responsabilidad en una compañía de inversiones, con una remuneración que no podía objetar (según me había anticipado) y unas tareas que podía desempeñar con el solo y lógico esfuerzo de adaptación al modo de hacer las cosas en otro país, nada que sobrepasara mis facultades. Tratar de nuevo con aquellos asuntos me producía una extraña sensación. Mi profesión nunca había llegado a interesarme, en el sentido propio de la palabra; ni me había sentido demasiado recompensado por los éxitos que me deparaba, ni tampoco gravemente demolido por los fracasos, aunque a veces no es posible que a uno deje de dolerle lo que pudo salirle mejor (pero esto no es más que una deleznable afloración del orgullo). Cuando había tenido que ejercerla antes, mi empeño principal había sido sobrellevar mi profesión con el mejor talante posible, como un sacrificio que debía tener una utilidad moral; aunque ya nadie lo crea, a mí sigue pareciéndome que el sacrificio hace mejores a las personas y la satisfacción las envilece. A cambio, no me había ido mal, en mi profesión. Era como una mujer a la que no quería y a la que a menudo había que abrazar sin ganas, pero que casi siempre me quería y casi nunca dudaba de mí. Hay algunos momentos, más frecuentes a medida que pasa el tiempo y disminuyen las esperanzas de que venga la mujer deseada, en que el hombre que vive con una mujer así se sorprende sintiendo afecto por ella, y también yo me había sorprendido alguna vez sintiendo afecto por mi profesión.

Fue a aquel afecto, y a la innegable y excepcional novedad de trabajar para Dalmau, a lo que recurrí para desempeñar con una razonable conformidad mi labor. Mientras ojeaba balances o leía informes, consultaba cotizaciones en las pantallas o revisaba proyecciones, me abstraía en la paz mecánica que también podían suministrar aquellos ejercicios, cuando uno los hacía como si no existiera nada más y a nada más fuera factible dedicarse. La mente humana experimenta una inexpugnable felicidad en las cifras, sobre todo cuando están recién calculadas o recién impresas, porque la aritmética, a la que tienden a reducirse las matemáticas de la faena diaria, está basada en una simple ilusión de perfección que es, ante todo, deliberadamente ajena a las rugosidades e incoherencias del mundo. Es el triunfo de la aritmética el que permite el sosiego creciente de las conciencias, a despecho de los millones de desastres cotidianos que los tersos números y los infalibles cálculos con los que se ha convenido en traficar enmascaran.

Otro aliciente de mi trabajo era indagar en la profundidad y la extensión del imperio económico de Dalmau. Desde la limitada atalaya que constituía la empresa para la que trabajaba y la posición que ocupaba en ella, pude reunir rápidamente los datos suficientes para comprender que su fortuna, o al menos los recursos que estaba en disposición de controlar y movilizar, debían ser inmensos. Mi compañía de inversiones, sin lugar a dudas una simple pieza en toda la maquinaria, poseía intereses en los más diversos sectores e industrias, por importes que multiplicaban muchas veces lo que había tenido ocasión de conocer de otras compañías similares en mi país, y contaba con cerca de un centenar de empleados, la mayoría de cualificación estimable. En cuanto al poder que sobre ella ejercía Dalmau, estaba fuera de toda cuestión. El chief executive officer, o gran jefe, de nombre Ronald, abandonaba cualquier reunión y cancelaba cualquier compromiso ante una simple llamada telefónica de Pertúa desde su modesto despacho del Rockefeller Center. Y eso que Ronald disponía, como era quizá preceptivo, de una especie de palacio personal en lo alto de una de las mejores torres de Lower Manhattan, donde tenía su sede la empresa. En mi ocasional trato con este hombre, un notorio canalla curtido en veinte años de trabajo en bancos de negocios que siempre estaba chupando o mordiendo (éstos eran los verbos justos) puros habanos de contrabando, observé al principio cierta antipatía. Podía ser porque Pertúa le hubiera impuesto mi contratación, haciéndole sentir la subordinación que tan copiosamente se le pagaba. Más adelante, cuando le dieron informes de mi relativa solvencia técnica y, sobre todo, cuando le constó que Pertúa se interesaba de forma regular por mi actividad, llegó incluso a hacerme objeto de alguna de sus atenciones. Aunque no descendió a invitarme jamás a su gran casa de las afueras, porque en Nueva York se mantiene una férrea separación entre la empresa y la familia, y también porque para él, WASP e inexorable votante conservador, yo no dejaba de ser un hispanic, es decir, un ejemplo de inferioridad racial, alguna vez me llamó a su despacho para preguntarme por mis inquietudes. Enfrentando la mirada sin fondo de sus ojos de color acero y admirando su poblado y vigoroso cabello rojizo repeinado hacia atrás, no pude reprimir la maldad de recordar que aquel hombre obedecía a Pertúa, un hispano desaliñado y calvo.

En cuanto a mis compañeros de trabajo, con ninguno llegué a establecer demasiados vínculos. Aquellos que realizaban una tarea semejante a la que a mí se me encomendaba me recibieron con una indisimulada hostilidad. Sin duda temieron que en el reparto de las gratificaciones de final de año irían a parar a mis bolsillos algunos dólares que les pertenecían; cuántos, era lo de menos. Si encima eran muchos ya sopesarían la posibilidad de alquilar a alguien para que me lisiara. Por lo pronto se contentaron con obsequiarme con un trato desabrido y alguna que otra maniobra alevosa, que capeé como pude. En su mayoría eran más jóvenes que yo, brillantes graduados en universidades selectas e incansables trabajadores nocturnos y de fin de semana contra cuya abnegación y cuyo mérito nunca me propuse competir, aunque ellos tardaron bastante en percatarse. Entre el resto del personal, sobre todo el de categorías inferiores, encontré algo más de calor humano, porque la muestra ganaba en diversidad. Había gente de Nueva Jersey o de Queens, y hasta una filipina de más de cincuenta años a la que incomprensiblemente se le permitía sestear con total impunidad en su puesto de trabajo y que mientras estaba dormida soltaba unos pedos como salvas de trabuco. A jirones me refirió su vida, que no era materia envidiable. Había enviudado joven y sólo tenía un hijo, enganchado intermitentemente al crack. Todos los corazones duros tienen un límite de resistencia, y al del jefe de personal la filipina debía habérselo alcanzado con aquella espeluznante historia.

En mis dos primeros meses en la compañía de inversiones, Pertúa me llamó a su despacho en tres o cuatro ocasiones. Siempre que llegué a la suite del Rockefeller Center la enorme recepcionista me estaba esperando, ufana, y Myrtle estaba presta para hacerme pasar al despacho de su jefe. Un día, cuando ya había logrado una mínima certeza de que podía conducirme ante aquel hombre con algún desembarazo (llevaba semanas trabajando para él, o para Dalmau, sin contratiempos; salía con Sybil; y Pertúa y yo ya habíamos mantenido otras entrevistas), reuní el valor preciso para interrogarle acerca de aquel detalle que desde el primer momento me había impresionado, la desproporcionada y unánime belleza de las mujeres que trabajaban allí, a su alrededor. Pertúa no se ofendió.

– Estoy aquí durante muchas horas -dijo, con su sempiterna sonrisa demediada-. La belleza de que me rodeo aquí es casi la única que veo. No sé si estará de acuerdo conmigo, pero en mi parecer un hombre que carece por completo de la oportunidad de contemplar la belleza se convierte en un ser abyecto e indeseable. Confieso que puede ser reprobable que destine algunos recursos económicos de la empresa a paliar una necesidad personal, pero afortunadamente la belleza que tanto le llama la atención es barata, y no se trata de personas ineficientes, como afirma el tópico. Myrtle, por ejemplo, es la mejor secretaria que existe.

Se enorgullecía de Myrtle como de un pura sangre o una motocicleta, pensé, pero ya les había sorprendido alguna vez comunicándose con una mirada como el relámpago y temí estar siendo burdo e injusto. En nuestras conversaciones, Pertúa seguía obsesionado por rectificar lo que él llamaba su falta, es decir, la drástica iniciativa que había adoptado respecto de mi persona antes de conocernos. A este afán respondía la protección que me hacía sentir y que claramente me prestaba, y la aparente franqueza con que me instruía acerca de distintos aspectos del grupo de sociedades de Dalmau. Yo almacenaba en mi memoria todo lo que me transmitía, sin preguntarle casi. Para mí el problema no era confiar en ellos, algo que en mi composición de lugar de entonces no iba a suceder nunca, sino que ellos confiaran en mí, y nadie confía con facilidad en un curioso. No podía ser más evidente que Pertúa, con aquellas entrevistas y por otros medios, me vigilaba.

Aquella vigilancia podría haberme provocado cierta tensión, pero me las arreglé para evitarlo. Algunos mediodías de aquel agosto, cuando no me citaba con Sybil para almorzar, me iba a pasear por Nassau Street, entre los turistas. Caminar por aquella calle, tan parecida a algunas calles comerciales de España, curioseando por las tiendas o simplemente mirando a la gente, me producía un gran placer, lo mismo que alargarme hasta Battery Park, donde iba a veces a tomar un bocadillo o una hamburguesa en mi hora de descanso. Por primera vez acaso desde mi llegada, un año atrás, mientras estaba allí, sentado a la sombra de los árboles con la chaqueta de mi traje de oficinista en el brazo y la camisa arremangada, me sentía acogido por la ciudad, casi uno de ellos. Y me gustaba.

2.

La prueba

Aunque me sirviera en parte para ello, la mira de Pertúa al darme el trabajo no había sido ayudarme a construir una sensación confortable en mi estancia en Nueva York. En nuestras conversaciones, después de la primera, no volvió a mencionarse el nombre de Dalmau, pero Dalmau seguía allí, omnipresente y agazapado detrás de cualquier cosa que Pertúa hiciera, y yo lo sabía y por eso barrunté que Dalmau no podía ser ajeno a lo que, una mañana de septiembre, Pertúa me convocó para discutir en su despacho. Hacía un día soleado y la luz que entraba por la ventana recortaba su silueta ante mí. Era una silueta enhiesta, como sus pocos cabellos y como su mismo temperamento, siempre en guardia.

– Ya llevas con nosotros algún tiempo, Hugo -creí no haber oído bien; era la primera vez que me tuteaba-. En ese tiempo has probado tu valía y nos has convencido de que la decisión que tomamos en su día fue una afortunada solución para una lamentable desgracia que todos preferimos olvidar. Desconozco hasta qué punto hemos podido satisfacer tus expectativas, pero las nuestras se han visto con mucho superadas.

Siempre hay que dudar cuando a uno se le elogia. Quien elogia siempre busca algo, inocente o perverso, y el elogiado debe medir antes que nada si está en su mano pagar el elogio. A veces es un precio módico, que se desembolsa de buen grado; otras veces es una penitencia con la que se purga desmedidamente el privilegio obtenido. No sabía si podría pagar lo que Pertúa andaba buscando, así que dudé y no dije que también mis expectativas se habían colmado, lo que, por otra parte, podría no haber sido excesivamente mendaz.

– Por eso -prosiguió Pertúa, tal vez haciéndose cargo-, queremos dar un paso más en nuestra relación, si tú crees que puede seducirte.

– ¿Qué quiere decir exactamente un paso más?

– Quiere decir trabajar aquí, en la cabecera del grupo.

– ¿Aquí?

– Entiendo que pueda resultarte prematuro -concedió-. A fin de cuentas, sólo llevas con nosotros dos meses. Pero te ruego que prescindas de ese aspecto. El tiempo es una magnitud relativa, que depende de quien lo marca y de quien lo recibe. Nosotros no nos complacemos en alargar las ceremonias, al menos ciertas ceremonias, y aunque a otros no les bastarían veinte años, los dos meses que tú has tenido han sido suficientes. Puedes creer que no somos inexpertos en este tipo de apreciaciones.

Podía creerlo, aunque no me fiara. Pero la propuesta de Pertúa era tan tentadora que comprendí inmediatamente que no iba hacer otra cosa que dejarme conducir a donde él hubiera pensado. A aquellas alturas, no podía ser tan ingenuo como para cometer el desperdicio de fingir ante Pertúa, así que me limité a consultar:

– ¿Qué tendría que hacer?

– Para empezar, un trabajo especial.

La palabra especial me inquietó. Pertúa lo notó y se apresuró a explicarlo:

– Hemos decidido una reorganización de parte de nuestros negocios. La operación principal de esa reorganización es la venta de la empresa para la que has estado trabajando. Tenemos un comprador que oferta un precio atractivo. Necesitamos alguien con conocimiento de lo que se vende que sirva de interlocutor al personal del comprador que vendrá para comprobar la valoración y cerrar el trato. No estarás solo. Te ayudará alguien con experiencia en estas cosas -y avisó a Myrtle-: Myrtle, llama a Avi.

– ¿Avi?

– Se llama Avinash. Nunca pronuncio bien su apellido. Es hindú, una raza imperturbable, cualidad ventajosa para estas misiones.

Avinash apareció al cabo de unos segundos. Era un tipo desgarbado, más o menos de mi edad, y todavía más bajo que Pertúa. En su rostro oscuro, el blanco de los ojos relucía como la luna en mitad de la noche.

– Avi, te presento a Hugo Moncada. Se encargará de la negociación, con tu ayuda.

Avinash no preguntó qué demonios pintaba yo allí, por qué me iba a encargar de la negociación o por qué tenía que ayudarme. Ni siquiera pestañeó. Me tendió la mano y dijo:

– Encantado.

Durante los primeros días de trabajo, la presencia del hindú me incomodó. Era competente y laborioso, y también temible para nuestros interlocutores en la polémica; conmigo, por lo demás, se atenía en todo momento a un compañerismo que parecía sincero. Pero no se me iba de la cabeza que aquel hombre, además de pertenecer a otra civilización, lo que no dejaba de advertirse en alguna que otra circunstancia, era uno de los auxiliares de Pertúa en la misteriosa cabecera del grupo y tenía, por añadidura, experiencia en trabajos como aquél. Las reuniones, casi siempre largas y exasperantes, se sostenían en un lúgubre edificio de Spring Street y a veces en la propia sede de la compañía cuya venta se negociaba. En el primer caso el obstáculo era estar durante horas en una oficina arrendada para la ocasión, rodeados de ordenadores y pizarras y soportando las ingeniosidades de los mercenarios contratados por el comprador (abogados, auditores, etcétera), que ineludiblemente versaban sobre los diversos particulares del negocio que permitían exigir una rebaja en el precio, o un incremento de las garantías, o ambas cosas a la vez. En el segundo caso, había que tener la sangre bastante fría para ajustar con la distancia adecuada las condiciones de la transacción, bajo el mismo techo que cobijaba a todas aquellas personas que iban a ser vendidas a tanto alzado y en lote (alguna de ellas entraba en la sala, de vez en cuando, para pasar un recado o renovar el café).Y ello sin dejar de sugerir, si resultaba a propósito, los costes laborales que podía rebajar el comprador tan pronto como tomase el control de la compañía. Pero Avinash no se inmutaba por lo uno ni por lo otro, y tanto le daba dormir cinco horas o dos. A la mañana siguiente siempre aparecía con su flequillo negro empapado y cepillado a un lado, los ojos muy abiertos y las ojeras camufladas bajo el color de su tez.

A medida que fueron pasando los días, no obstante mis iniciales reticencias, la brega y los combates compartidos propiciaron, de forma casi imperceptible, un acercamiento personal entre ambos. Una noche, en la sede de la compañía, después de un par de jornadas extenuantes, Avinash debió creerme lo bastante reblandecido como para permitirse una confidencia de carácter humano, aunque con pretexto profesional.

– Siempre detesto este momento -dijo-. Ya hemos hecho la parte más importante, pero es ahora cuando queda lo peor. En lo importante sólo entran los especialistas en resolver problemas, con los que no me cuesta tratar, aunque sea a tiro limpio. A partir de ahora intervienen los especialistas en crearlos. ¿Sabes por qué?

– No.

– Para lo importante hace falta trabajar, y eso, en nuestro mundo, sólo lo hace la gente de segunda fila. En el remate, o sea, lo que viene ahora, sólo hay que aparentar que se tiene una mente estratégica. Eso sí están dispuestos a hacerlo los protagonistas, a quienes me refiero como los creadores de problemas. Después de doce años de experiencia, hay pocas cosas que haya aprendido a despreciar tanto como la estrategia. He llegado a la conclusión -afirmó Avinash, con sorna- de que la estrategia, para la mayoría de esos fantoches, no es más que un invento que levantan después de que todo ha terminado. Así tratan de vender a los demás, incluso a quienes realmente contribuyeron, que lo que salió al tuntún o por fuerza, como siempre sale todo, obedecía en realidad a un plan que ellos tenían.

En ese instante alguien llamó a la puerta. Estábamos solos, en la sala en la que se reunía el consejo de administración, al lado del despacho de Ronald. Quien llamaba, según se vio una vez que Avinash le gritó que pasara, era precisamente la secretaria de Ronald. Era una pelirroja tan alta como las mujeres de las que se rodeaba Pertúa, y no menos atractiva, porque Ronald también amaba la belleza. Llevaba un traje color cereza de quinientos dólares, como poco, y había un mohín de asco en su cara cuando le dijo a Avinash:

– Tiene una llamada telefónica. El señor Pertúa.

– ¿Y no puede pasarla aquí? -se interesó el hindú.

– Bueno, sería posible si…

– Si es posible, pásela, por favor.

Avinash lo pidió sin brusquedad, casi con pleitesía, como alguno de sus antepasados podía haber llamado sahíb a algún británico desalmado del que pudiera obtener unas monedas, techo o sustento. La pelirroja pudo percibir, no obstante, la desaprobación que recibía su torpeza debió indignarla que aquel indio piojoso la vejase. Desapareció sin decir nada más y al instante sonó el teléfono de la sala. Avinash le dio la novedad a Pertúa y me lo pasó para que yo completara la información con lo que me pareciera pertinente. Había poco que añadir. En realidad Pertúa sólo debía querer mostrarme que no confiaba más en Avinash que en mí; me dio ánimos, se los agradecí y colgó.

Avinash se había quedado pensativo. Como parecía que era una noche de confraternización, le pregunté algo que hasta entonces me habría abstenido de preguntarle:

– ¿En qué piensas?

Avinash se volvió hacia mí y dijo, como si saliera de una ensoñación:

– En la pelirroja. ¿Te das cuenta de que vamos a vender su empresa, lo que en cierto modo equivale a decir que su destino está en nuestras manos, y sin embargo no podemos hacer nada para que nos tenga la menor estima? He estado meditando y no se me ocurre ninguna forma de domarla. La admiro por eso -proclamó, con convicción-. Es mucho más digna que Ronald, por ejemplo.

Ronald, a quien manteníamos al margen de todo, siempre tenía lista una sonrisa nerviosa cuando nos presentábamos allí, para utilizar la sala de su consejo, y también cuando le pedíamos que nos dejara a solas, en sus mismísimas oficinas. Avinash, con una incomparable crueldad, había llegado a echarle de su propio despacho por gusto, para debatir conmigo cualquier asunto sin trascendencia.

– Quizá habría alguna forma de persuadirla -aventuré.

Avinash meneó la cabeza.

– Todo el mundo es sensible al chantaje apropiado, desde luego. Pero no hablo de forzarla, sino de que hubiera un medio pacífico de lograr que fuera tan dócil como Ronald. He ahí un reto para la inteligencia, Hugo, y no lo que nos pasamos horas haciendo, en los últimos días. Que esa hermosa muchacha blanca fuera dulce con un feo indio como yo. Sólo es valioso lo que no se puede tener -recitó, inflamado-, como sólo es preciosa la luz en las horas oscuras. El único consuelo que encuentro en renunciar a ella es que la sabiduría de mi pueblo enseña que el espíritu de un hombre es tan grande como sus renuncias.

Me pasmaba oír a aquel sujeto, capaz de pasarse horas tratando únicamente de dinero, encadenar en un estado cercano al éxtasis aquellas palabras sobre la desposesión y el tamaño del espíritu, aunque fueran sarcásticas. Y más aún me pasmaba sospechar que no lo eran. Pero Avinash, como solía, cambió de pronto de asunto:

– ¿Cómo has encontrado a Pertúa?

Derivar la conversación hacia Pertúa era un nuevo signo de relajación por parte de mi compañero. Hasta entonces no habíamos hablado de él. Escogí ser comedido:

– Siempre encuentro a Pertúa más o menos igual.

– ¿Y qué te parece, Pertúa?

Inquiría sin énfasis, con la neutralidad con que hacía casi todo.

– No le conozco desde hace demasiado. Supongo que es la clase de persona que conviene tomarse algún tiempo para juzgar.

Avinash se rió.

– Pertúa es un hijo de perra, eso se ve en seguida -dijo.

– Siempre he procurado observar la regla de no criticar a las personas para las que trabajo, al menos mientras lo hago -me replegué.

– No le critico -protestó Avinash-. Me mata, ese hombre. Es un hijo de perra magnífico, un modelo para imitar. La mayoría de la gente, y sobre todo sus víctimas, piensan que es un perro ruin, porque no le tiembla la mano a la hora de defender lo que cree que son los intereses de su amo. Muchos fantasean con el momento en que el amo sea otro, preferiblemente uno a quien Pertúa haya perjudicado de una forma u otra, lo que es verdad que no resultaría difícil, o al menos sería un nutrido número, el de los candidatos. Pero esa gente no le conoce, no saben por qué Pertúa es un hombre grande. Pertúa ha medido las consecuencias de sus actos, meticulosamente, y las ha asumido, hasta la última, hasta la peor que puedas imaginar. Si a eso le sumas que desdeña la mayor parte de las ventajas de que podría disfrutar, tienes que Pertúa, además del último de los conscientes, es el último de los ascetas. Trabajo con él desde hace ocho años, y no le he visto caer en una sola debilidad.

No se estaba burlando. Le veneraba de veras.

– Tampoco puede ser tan de una pieza -objeté-. No hay hombres de una pieza.

– No si buscan la perfección, la bondad, la felicidad, o cualquiera de esos ideales que no existen -precisó Avinash-. Pertúa sólo busca cosas que existen, y siempre sabe qué puede esperar de lo que emprende. Su limitación es su fuerza. Pero es toda una tarea, limitarse como él ha llegado a hacerlo. A todos nos tienta la mentira, porque la verdad no basta.

Aquel pequeño malvado, al contrario que tantos otros de su clase, era un filósofo. Llegué a hacerme buen amigo de Avinash, aun abrigando siempre mis reservas. Durante mucho tiempo traté en vano de adivinar qué había pretendido Pertúa poniéndome a trabajar con él y encargándome que negociara aquella venta. Sólo estaba claro que se trataba de una prueba, y por eso me dediqué con ahínco a la última fase, que como Avinash había predicho, fue la peor y sufrió la injerencia de algunos creadores de problemas. Al final la operación se consumó, el precio fue bueno y Ronald perdió su puesto y su despacho con vistas. La pelirroja, según se cuidó Avinash de comprobar, conservó el suyo, y Pertúa nos felicitó a ambos. También nos dieron una gratificación, pero nadie nos odió por eso. En la cabecera del grupo no existían esas rivalidades infantiles.

3.

Exhibición de Pertúa

Hacia mediados de octubre, hacía ya un par de semanas que iba todos los días a la oficina del Rockefeller Center. La inmensa morena de la recepción me recibía ya como un habitual y se me había habilitado un despacho, mucho más pequeño que el que había tenido en la compañía de inversiones. En contrapartida, y una vez cerrado el trabajo especial con el que me había incorporado, la información que ahora aparecía en la pantalla de mi ordenador era mucho más suculenta; a veces lo era tanto que llegaba a intimidarme. Aparte de eso, mi trabajo no difería mucho de lo que había hecho antes o de lo que había hecho en España; en muchos aspectos, aunque no en todos, era sólo una cuestión de escala. Las reuniones con Pertúa se habían incrementado hasta alcanzar una periodicidad semanal. Ahora ya no eran encuentros sociales, y no sólo intervenía él, sino que la mayor parte del tiempo era yo quien tenía que dar cuenta de cómo iban las cosas en las parcelas que se me habían asignado. Como jefe, aunque siempre estuviera entre nosotros, condicionándolo todo, la forma en que habíamos entrado en contacto, Pertúa era exigente y directo, pero no como esos jefes que son directos por no dar sensación de titubear, lo que les hace tomar a menudo el recto camino del precipicio o el todavía más recto camino a ninguna parte. Pertúa siempre tenía los oídos abiertos, se tomaba su tiempo, y cuando arrancaba iba a donde dolía, a donde faltaba algo. Además, se guiaba más a menudo por el instinto que por el cerebro, por lo que nadie soñaba con urdir añagazas que pudieran desorientarle. Cuando señalaba un error, había que admitirlo y corregir, porque también era intransigente. Podía permitírselo, y todos sabíamos por qué: siempre se había informado suficientemente. Lo leía todo, incluso lo aburrido o lo mal escrito. No valoraba especialmente la retórica, aunque podía practicarla.

Seguíamos sin hablar de Dalmau. Tres meses después de entrar a su servicio, seguía sin saber gran cosa de él, aunque cada vez sabía más de lo que poseía, si eso es conocimiento acerca de un hombre. De todas formas, me cuidaba de exteriorizar la más mínima ansiedad al respecto. Suponía que entre otras se me estaba sometiendo a una prueba de paciencia, y no tenía motivos invencibles para no superarla. El trabajo distraía mi tiempo y mi mente y Sybil reparaba mi alma. Me gustaba el otoño en Nueva York, aunque se avecinara el frío, y me sentía optimista. También lo estaba mi familia, incluida mi siempre reacia hermana, al saber que tenía un trabajo que no era peor que el que había abandonado en España y que iría a visitarles aquellas navidades, como cumplía a un hijo que no estuviera desequilibrado, accidente que habían llegado a temer de veras meses atrás. Y no tenía prisa respecto a Dalmau, sobre todo, porque me asistía la certidumbre cada día creciente de estar cerca de él. Una tarde, la propia Sybil, con quien, como con Pertúa, el asunto de Dalmau había adquirido tácitamente desde el principio la categoría de tabú (nunca mencionado, siempre presente), quebrantó la prohibición. Paseábamos por Brooklyn Heights Promenade, como muchas otras tardes. Me había aficionado de nuevo a hacerlo, desde que pasaba la mayor parte del día en Manhattan, y a Sybil no le importaba acompañarme. Sin que nada le diese pie a ello, como una observación casual, dijo de pronto:

– Espero que puedas conocer pronto a mi abuelo. Verás que es un gran hombre, aunque no ha tenido suerte en la vida.

Haciendo un esfuerzo, continué la conversación, como si fuera normal:

– ¿Dónde vive tu abuelo?

Sybil se detuvo y extendió el dedo hacia la isla cubierta de rascacielos.

– Ahí. Desde hace más de mil años.

No me atreví a preguntar más y Sybil terminó por cambiar de asunto. Sus palabras sobre Dalmau se me quedaron dando vueltas en el cerebro, y desde aquella tarde, en la que confirmé que la indicación que traía la nota biográfica de su libro {en la actualidad vive jubilado en Nueva York) no era un engaño, no pude dejar de percibir una invisible presencia cada vez que cruzaba a la isla.

Aunque no solía pasar en la oficina tanto tiempo como Pertúa, a quien nadie habría podido aspirar a batir en ese aspecto, cuando una noche de aquel octubre, a las nueve, Myrtle se acercó por mi despacho para ver si estaba, todavía me encontraba en él. Ella ya llevaba la gabardina puesta y se disponía a irse. Atendía a Pertúa durante la mayor parte de sus ingentes jornadas, y aunque ya no era joven, como creo haber consignado, todas las mañanas tenía la cara radiante y la mente rápida. Había llegado a congeniar, con Myrtle.

– No sabía si seguirías por aquí -dijo, en voz queda.

– Ya me iba.

– El jefe quiere verte. Si quieres irte, le diré mañana que ya no te encontré.

– No es necesario que mientas por mí, Myrtle, aunque me turba que pienses en hacerlo.

– En serio. Temo que sea largo.

– No te preocupes. Hasta mañana.

Cuando fui al despacho de Pertúa lo encontré con Rhoda, una colaboradora escogida que se encargaba de supervisar las operaciones del grupo en Europa. Era una mujer de unos cuarenta años, concienzuda y brillante, por lo que se contaba, y a la que se comparaba con el propio Pertúa. No me había relacionado mucho con ella, hasta entonces.

– Pasa, Hugo -me invitó Pertúa, al verme asomar por la puerta.

Me aproximé a la mesa sobre la que estaban trabajando. Tenían mucha documentación, tomos, gráficos, un bloc de notas infestado con la minúscula caligrafía de Pertúa y otro con la inclinada letra de Rhoda. De reojo me pareció leer palabras en español, en los tomos abiertos, pero no quise mirar más por no ser indiscreto.

– Te he llamado porque estoy viendo con Rhoda algo en lo que estoy seguro de que puedes sernos de mucha ayuda. Una ayuda insustituible, en realidad.

Me intrigaba en qué podía ayudar yo, y de forma insustituible, cuando se ocupaba de todo una máquina imparable como Rhoda, si su fama era justa. Quizá deduciendo lo que estaba pensando, Pertúa me dio uno de los tomos y me indicó que lo abriera. Empezaba con unos estados financieros y seguía un informe, y a medida que pasaba aquellas hojas iba dando menos crédito a mis ojos. Todo estaba escrito en español, como había atisbado, pero eso no era lo único familiar.

– Es una pequeña firma -constató Pertúa, quitándole importancia-, pero nos pareció interesante, un buen complemento a nuestras inversiones en España. Pujamos y sus dueños resultaron estar abiertos a venderla. Así que la hemos comprado. Rhoda firmó todos los papeles en Madrid la semana pasada.

Mientras iba relatando todo aquello, Pertúa se deleitaba observando cómo reprimía yo mis emociones. Si aquello podía considerarse una debilidad por su parte, ya tenía un ejemplo que darle a Avinash.

– Mañana llega aquí el equipo directivo -añadió-, que de momento son los anteriores dueños. Nos informarán acerca de sus planes y si nos convencen los confirmaremos. Si no, buscaremos a otros. Los abogados se han ocupado de que podamos prescindir de ellos con una indemnización moderada. Tú los conoces a todos. Quisiera que estuvieras mañana con Rhoda y conmigo y nos ayudaras a decidir.

Así fue como lo dijo, tú los conoces a todos, como si dijera a ti ya te han sido presentados, para constatar en voz alta el hecho de que Dalmau había comprado la firma para la que yo había estado trabajando durante años, en España, y que al día siguiente irían a pasar examen quienes habían sido mis jefes, o más que mis jefes, y se me ofrecía entrar a formar parte del tribunal calificador.

– Claro -respondí, aturdido.

El examen no tuvo lugar en las oficinas del Rockefeller Center, sino en otras, de ocasión, cerca de Wall Street. Se había dispuesto una sala con todos los medios, y cuando llegamos allí ya estaban los españoles, esperando. Sólo habían venido los cuatro socios, ahora ex socios, lo que me hizo respirar. Por nada del mundo habría querido ver a mi ex jefe directo, a quien apreciaba, en aquel apuro del que no presagiaba que pudiera salir nada bueno para los examinandos. Fue Alfonso, al que mi amigo Bartolomé, desde su conciencia proletaria, afeaba su egoísmo desvergonzado y doctrinario, quien me reconoció primero, y palideció bruscamente al hacerlo. Puede que fuera por eso por lo que se trabó al saludar a Pertúa, con una estudiada fórmula en un denodado aunque oscuro inglés.

– No sufra por mí -repuso Pertúa, en español-. Mi idioma materno es el suyo. Sólo les ruego que si tienen dificultades hagan que alguien traduzca para Rhoda. Es irlandesa, o de origen irlandés, quiero decir, y no entiende bien el español.

Pertúa comenzaba sin piedad, humillando a Alfonso, que había estudiado en Harvard (aunque fuera uno de esos cursillos de unos meses para poner en las tarjetas), a cuento de su habilidad para expresarse en inglés. Pero no se detuvo ahí:

– Creo que conocen a Hugo Moncada. Lleva varios meses colaborando conmigo y no creo necesario explicarles por qué me acompaña hoy.

Los cuatro me dieron la mano, con notable compostura, vistas las circunstancias, mientras en sus cabezas debían sucederse todo tipo de pensamientos catastróficos acerca de eso que Pertúa no había creído necesario explicarles. Pertúa se dirigió a continuación al lado que nos correspondía de la mesa y se dejó caer sobre un sillón, sin preocuparse de cómo quedaba su americana, ya bastante arrugada (mis antiguos jefes habían debido hacer un encargo ex profeso a sus sastres, sobre todo Alfonso, que venía hecho un pincel, con su traje gris humo). Rhoda y yo nos sentamos flanqueándole y sacamos nuestros blocs de notas. Pertúa se limitó a cruzar las manos y a esperar. Las notas que había tomado la noche anterior estaban en su papelera desde poco después de tomarlas. Pertúa anotaba para memorizar, no para poder olvidar lo anotado, como casi todo el mundo.

Alfonso, que siempre había sido el más echado para adelante de los cuatro, tomó la responsabilidad de la exposición. Se aclaró la garganta y procedió en inglés, en atención a Rhoda, sin la ignominiosa impericia del saludo. Sus muchachos, mis antiguos compañeros, habían hecho un excelente trabajo. Las transparencias que se fueron proyectando mientras Alfonso hablaba eran de todo punto irreprochables. Aunque probé, no capté el más mínimo error, algo más que sobresaliente para unas transparencias, porque seguramente aquéllas habían terminado de elaborarse a uña de caballo, como todas las transparencias, unas pocas horas antes de que cogieran el avión. Alfonso, por su parte, no hizo nada mal su parte. Superado el nerviosismo inicial, se las arregló para presentar las magnitudes de la firma y sus perspectivas con un tono efectivo, e incluso a ratos con una audacia bien dosificada. Sin duda había reservado sus mejores bazas para el final, donde le tocaba detallar las estrategias para el futuro del equipo directivo, o sea de ellos, por el momento. Al oír en sus labios la palabra estrategia me acordé de Avinash, que sólo creía en lo que podía tocarse y desdeñaba a los hacedores de cábalas y pronósticos. Miré de soslayo a Pertúa. Hacía rato que había cruzado los brazos y abatido un poco la barbilla, y en aquel instante empezaba a cerrar los ojos. Más allá, Rhoda asistía a los esfuerzos de Alfonso con un gesto impenetrable. Esto, la combinación de la somnolencia de Pertúa con la quietud impasible de Rhoda y mi presencia inverosímil, alteró un poco la concentración de Alfonso. Sin embargo, con una actitud heroica, siguió hasta el final. Para entonces, Pertúa ya parecía profundamente dormido. No lo estaba. Tan pronto como Alfonso hubo comentado la última transparencia, abrió los ojos y se volvió primero a Rhoda y después a mí. Yo no tenía la compenetración precisa con Pertúa como para transmitirle mi opinión con una mirada, así que mientras me observaba me limité a pensar que Alfonso había hecho una buena exposición, por si él podía leerlo. También pensé que si el propósito de Pertúa era integrar la firma en el grupo, debía despedirse a Alfonso y a los otros tres, que procurarían engañarnos con bonitas transparencias siempre que pudieran. No lo pensaba por rencor, sino por lealtad a quien ahora era mi jefe, aunque era bastante absurdo tener escrúpulos sólo por un pensamiento, como si Pertúa pudiera en realidad leerlo.

– Muchas gracias, Alfonso. Una excelente exposición -dijo al fin Pertúa.

– Gracias -se apresuró Alfonso, a quien nadie había enseñado a desconfiar de un elogio.

– Sin embargo -however, se demoró Pertúa, para que Rhoda no tuviera ningún problema en entenderlo-, hay un pequeño problema.

– ¿Qué problema? -saltó Alfonso, otra vez demasiado colérico.

– No tienen para nada en cuenta los objetivos básicos del grupo. Quien les ha hecho esas diapositivas del final -dijo les ha hecho, y diapositivas, y se refirió a ellas y no a lo que Alfonso había dicho, aunque había permanecido con los ojos cerrados-, desconoce obviamente cuáles son nuestros propósitos globales, nuestro, ¿cómo les traduzco approach?

– Enfoque -apunté.

– Nuestro enfoque del negocio.

Alfonso y los otros estaban lívidos. Podía oírseles tragar saliva, sobre todo a Arturo, el más cobarde de todos, que debía fundamentalmente su suerte a influencias familiares y siempre había estado, hasta entonces, bien atrincherado en su despacho.

– Cuando cerramos la operación -siguió Pertúa, como si hablara al acaso pero adelantando sus piezas en un impecable orden de maniobra-, les hicimos entrega de una documentación que les recomendamos que estudiaran. La portada era a color, no tan vistosa como las diapositivas que han traído -volvió a decir diapositivas marcando la palabra, no mucho-. Tal vez por eso la confundieron con unos folletos publicitarios que no tenían mayor relevancia. En esos folletos, señores, se detallan nuestros objetivos, nuestros propósitos, nuestro, cómo era, nuestro enfoque del negocio.

– Hemos estudiado esa documentación -improvisó Alfonso, fatalmente.

– Por favor, señor. Yo soy un poco indio, al menos alguien de mi familia, una bisabuela, creo, lo era. Pero Rhoda y Hugo no lo son, y yo, indio y todo, no soy imbécil. Ténganos un respeto, aunque sólo sea por la mucha plata que hemos puesto en su firma y por el tiempo que hemos dedicado a escucharlo atentamente.

Pertúa pronunciaba sus palabras, con las que el suelo iba desapareciendo bajo los pies de Alfonso, con una humildad exquisita.

– Por tanto -ahondó, inmisericorde-, he aquí que nos encontramos con una situación de cierta insatisfacción mutua.

– Hay algo -se lanzó Alfonso, con innegable coraje-, un punto de nuestros acuerdos, que quizá haya que traer a colación aquí.

– ¿Qué punto es ése? -preguntó Pertúa, con solicitud.

– Ustedes se comprometieron a respetar una cierta autonomía en la gestión de la firma, con arreglo a su operativa tradicional y al entorno peculiar del mercado español.

Operativa tradicional y entorno peculiar. O mucho me equivocaba o era el tipo de locuciones vacías que no iban a agradar a Pertúa.

– Una mierda su autonomía de gestión -estalló Pertúa, aunque sin alzar demasiado la voz, porque el otro no creyera que se forzaba por él, supuse-. Los hemos comprado, señores, y su firma es nuestra y hacen lo que se les mande. ¿Qué carajo son, aprendices?

A Alfonso nadie debía haberle llamado antes aprendiz. Por cualquier lugar que otro pisara, él siempre había pisado antes. Hubo de refugiarse en el orgullo:

– Cuando negociamos con ustedes creímos que eran caballeros.

– Qué caballeros ni qué niño muerto. Somos los dueños, ahora. Y no sé en España si las cosas van de otra manera, Hugo me lo habría dicho, pero aquí a nuestros empleados no los pagamos por tener otra idea del negocio. Ni siquiera aunque sea mejor, así que fíjese si encima es una pavada.

– Bien. En ese caso, como dijo antes, tenemos un problema -dedujo Alfonso, altivo.

– Pero un problema bien pequeño -ponderó Pertúa-. Ahora mismo llaman a las mujeres, les dicen que dejen de gastar el dinero de la empresa, lo mismo si se han ido de compras a la avenida Lexington o a ver al MoMA pinturas que no entienden, y las agarran y se las llevan de vuelta a España. Mañana mismo se planta allí una persona con poderes para hacerse cargo de todo, y ustedes se están quietecitos si no quieren tener a los abogados más hijos de puta de su país persiguiéndolos hasta debajo de las bragas de sus madres. ¿Clarito?

– Hay un acuerdo -insistió Alfonso, ya apocado.

– Terminaremos de pagar lo que valen, señores. Yo no discuto con alguien a quien puedo comprar. Que tengan un buen día.

Salí tras él, como Rhoda, mientras Alfonso y los otros tres trataban en vano de comprender por qué les pasaba aquello. Cuando estuvimos fuera de la sala, Pertúa, de nuevo con su suavidad habitual, concluyó:

– Venir aquí a contar cuentecitos. Esta vaina va de verdad, joder.

4.

Acaso un espejismo

Aunque yo lo había esperado y Pertúa lo había estado preparando, minucioso y sin alterar nunca el orden de los sucesos, cuando al fin vino pareció venir de pronto, como si algo se hubiera adelantado sobre lo que estaba previsto. Una tarde, después del almuerzo, no era todavía noviembre, aunque casi, Pertúa se presentó en mi despacho, abrigado para salir, y sólo dijo, sabía que yo entendería:

– Ponte lo que hayas traído para el frío. El viejo quiere verte.

Le llamó así, el viejo, y aun no habiéndole oído nunca llamarle de esa forma, deduje que quien quería verme no podía ser otro que Dalmau, a quien Pertúa, no había que engañarse por el apodo, respetaba por encima de cualquier otro ser en el mundo.

Bajé con él a la Quinta Avenida, donde paramos un taxi. Pertúa disponía de un coche privado y un chófer, de los que prescindía a menudo. Sostenía que la única forma de necesitar precauciones en Nueva York era llamar indebidamente la atención.

– A Canal Street con Bowery -indicó al taxista.

No pasé por alto el emplazamiento. Era un lugar cuando menos pintoresco, entre Chinatown y el borde del Lower East Side.

– He mantenido al viejo informado de tu comportamiento -reveló Pertúa, superfluamente-. Le ha gustado, incluso más, has despertado su curiosidad.

– ¿Por qué?

– Quién sabe. Las curiosidades del viejo son insondables. Él te contará, si quiere.

Durante el resto del trayecto fuimos en silencio. Pertúa no pronunciaba más palabras de las precisas, y se veía que en su opinión aquélla no era ocasión para pronunciar muchas. Yo, aunque había contado secretamente con ello desde hacía semanas, no daba crédito a lo que estaba viviendo. De algún modo, había superado las pruebas a que Dalmau me había sometido.

Pertúa guió al taxista hasta un inmueble bastante viejo y descuidado, en la acera norte de Canal Street, frente a los bazares de los chinos que al otro lado de la calle vendían camisetas y relojes falsificados a los turistas. Bajamos del coche y entramos en una insólita tienda, con aspecto de almacén antiguo. Lo que en ella se despachaba, según reparé al desfilar a toda prisa tras Pertúa junto a los estantes en que se mostraba la mercancía, era, simplemente, plástico. Plástico de todos los colores, en piezas de todos los tamaños y de todas las formas posibles: triángulos, circunferencias, esferas, estrellas de tres a infinitas puntas, cuentas de collar, barritas, pletinas, pirámides, conos, romboides; incluso había estatuas de jardín de plástico, de tamaño natural. Pertúa advirtió mi extrañeza.

– Te asombraría lo que factura esta tienda -aseguró-. No es mal negocio.

Al fondo de la tienda había un hueco a mano izquierda y en él un montacargas, porque sólo con gran benignidad podía calificársele de ascensor, si esa palabra conviene sólo a artefactos destinados a las personas. Junto al montacargas había un negro fornido, apilando cajas. Miró de reojo a Pertúa y siguió con su tarea. Mientras nos introducíamos en el ingenio elevador, Pertúa se vio en el deber o en la apetencia de informarme:

– En el almacén que había aquí antes trabajó durante años el viejo. Fue poco después de llegar a Nueva York, allá por los años veinte. Compró el edificio hace treinta años y desde entonces apenas ha salido de aquí.

El montacargas se detuvo ante un vestíbulo amplio, aunque ajado. Había dos puertas, a izquierda y derecha. Ante la puerta de la izquierda estaba sentado un hombre de unos cincuenta años y aspecto apacible. Pertúa le saludó y el hombre, tras devolverle el saludo, oprimió un pulsador. Acto seguido fuimos hacia la puerta de la derecha, que se abrió automáticamente. Al otro lado ya nos esperaba una mujer que rebasaba con largueza la setentena, aunque tenía aspecto firme. Saludó con afabilidad a Pertúa:

– Buenas tardes, señor Pertúa. ¿Hace mucho frío?

– El justo, Matilde -estimó Pertúa, dándole su abrigo-. Este es el señor Moncada. Vino de España, como el jefe.

– Bienvenido, señor Moncada -se aprestó Matilde-. Deje que me ocupe de su abrigo.

Entonces comprendí vagamente el sistema de seguridad de Dalmau, del que formaban parte la tienda (a la que sólo podía accederse por la fachada delantera, de eso me enteraría después), el negro que había junto al montacargas, el hombre sentado en el vestíbulo, y quienquiera que accionara el dispositivo que abría la puerta (no había sido el hombre, salvo que el pulsador fuera de efecto retardado, y tampoco debía ser Matilde, que ya aguardaba con las manos entrelazadas cuando giró la hoja sobre sus goznes). Cuando uno estaba ante Matilde, ya había sido admitido. En mi deslumbramiento sobrevaloré, sin embargo, la importancia que daba Dalmau a todas aquellas barreras mecánicas. La barrera principal, colosal e invisible, era la que había que saltar para averiguar que había que ir allí, a aquel polvoriento inmueble de Canal Street, a buscarle.

Matilde nos precedió por unos pasillos larguísimos. A ambos lados pude ir viendo que había habitaciones de tamaño considerable. Dalmau debía ocupar toda una planta del edificio, cuya fachada no era precisamente angosta. El piso, por llamarlo de alguna forma, era bastante oscuro, y aunque pisábamos alfombras que debían haber costado mucho dinero, no estaba decorado con ningún lujo. Al fin Matilde se paró ante una puerta corrediza de doble hoja. Golpeó dos veces, la abrió lo justo para pasar ella y desapareció en el interior. Medio minuto después, lapso durante el que Pertúa estuvo observando el techo, inmutable, Matilde salió y abrió completamente.

– Pasen, por favor.

Lo que entonces se ofreció a mis ojos fue un gran despacho con las paredes revestidas de madera noble, aunque algo deteriorada. Los estantes se veían atestados de libros. Las cortinas estaban echadas y toda la iluminación provenía de unas lámparas de pantalla mugrienta. Detrás de una mesa amplia, ante una de las librerías, había un anciano de cráneo pelado, ataviado con un sencillo traje gris, camisa blanca, y una corbata negra atada al cuello con un nudo muy grueso, o el cuello era demasiado delgado. Estaba erguido, y aunque no se levantó, su voz no tembló en absoluto cuando pidió:

– Venid aquí, Pertúa.

Su castellano era como el mío, sin la música, aunque la mantuviera normalmente sofocada, del de Pertúa. Siempre al lado de él, me aproximé a aquel anciano sucinto y vigoroso que nos esperaba, con las manos extendidas y apoyadas sobre su mesa; al fin, Dalmau.

– Dame la mano -se dirigió a mí, en cuanto estuve lo bastante cerca-. Los españoles apreciamos los gestos. Celebro conocerte.

Estreché su mano, alargada y tibia, y al ver que eso hacía Pertúa, me senté en una de las dos butacas que había ante su mesa. La tapicería de mi asiento era de cuero verde y estaba cuarteada. Recordé lo que me había dicho Sue Fromsett sobre sus problemas de visión y miré los ojos de Dalmau. Bajo las cejas blancas, aún pobladas, ya no eran de ningún color, y estaban casi apagados. No debía afectarle mucho el deterioro de la superficie de las cosas, al menos de las que no tocaba habitualmente, como aquellas butacas.

– Mi hija me contó que hacías una tesis sobre mi novela -dijo Dalmau, sin preámbulos-. ¿Es verdad?

Para comenzar, me cazaba en un renuncio.

– No es completamente mentira -me descargué-. He trabajado mucho sobre ella.

– Es gracioso. No creí que nadie leyera el libro, aparte de algún chiflado como la profesora esa de Princeton que anduvo enredando para reeditarlo. Por eso no me opuse. ¿Dónde lo encontraste?

– En la biblioteca pública de Brooklyn.

– Dios santo -exclamó-. Hace cincuenta años que no voy a una biblioteca pública. ¿Tú has ido mucho a las bibliotecas públicas, Pertúa?

– Por fuerza -respondió Pertúa-. Mis padres no tenían dinero para pagarme los libros que necesitaba en la universidad.

– Eso quiere decir -explicó Dalmau-, que sólo iba a leer libros de economía. Pertúa no es un literato, como nosotros, Hugo. No entiende que pueda utilizarse el papel para escribir algo que no sirve para nada y que además es sustancialmente fingido.

No pasé por alto que Dalmau me había asimilado a la categoría de literato. No lo dejó ahí, en una alusión.

– Conseguí tu libro -desveló-. Melisa Chaves, de la editorial, nos escribió diciendo que habías ido por allí a preguntar por mí y que le habías dejado una novela, y el título. Hubo que revolver bastante, en España, para que me enviaran un ejemplar. Pero lo conseguí. Me lo han leído, y te felicito. Tienes madera, ya lo creo. Sólo te falta entregarte. Si uno no se entrega, por mucha madera que se ponga, no termina de pasar nada. Es siempre así, en la vida, y aunque fastidie un poco, si lo meditas, resulta justo. Pertúa me ha dicho que al trabajo sí te has entregado, todos estos meses.

– He hecho lo que he podido. No tiene mérito. Es mi costumbre, en el trabajo.

– ¿Y te ha interesado lo que has visto?

Olfateé que la interrogación tenía otro sentido, aparte del aparente. No albergaba grandes esperanzas de resultarle ingenioso a Dalmau, o no albergaba más de las que albergaba de resultárselo a Pertúa, y éstas eran bien pocas. Sin embargo, quise darle una contestación que fuera más allá de aquel sentido aparente:

– Me ha enseñado aspectos insospechados, si había de servir para eso.

– ¿Por qué había de servir para nada? -cuestionó-. Si quieres saber mi impresión, el mundo de los negocios, hoy día, no presenta el más mínimo aliciente intelectual. Se ha convertido en algo gratuitamente inextricable, como la teología académica, que todo el mundo sabe que es una ciencia muerta. El mundo financiero de hoy se basa, en definitiva, en la perpetua reinvención de la rueda. Hay que desconfiar de la proliferación de contratos y de mercados y de los pretendidos nuevos conceptos que los respaldan. Lo único que se inventan son nombres, querido amigo. Al final, el hombre, en seis mil años de civilización, sólo ha creado un contrato, la compraventa. Lo demás son ganas de despistar, o de perderse en la hojarasca, y yo ya no busco despistar a nadie ni tengo tiempo para la hojarasca. ¿Sabes cuál es la única ciencia que me parece que conserva algún valor?

Dalmau, para haber rebasado los noventa años, razonaba con una rotundidad y una derechura escalofriantes. Tenía la edad en el cuerpo, y en la forma en que a veces alargaba los huecos entre las frases o los vocablos. Pero su mente era pujante, como si no hubiera transcurrido el tiempo por ella. Pertúa le escuchaba, inconmovible, mientras Dalmau menospreciaba la labor a que estaba consagrado, o eso creía yo, groseramente.

– La única ciencia es la psicología -se autorreplicó Dalmau-, porque siempre hay hombres, hombres y mujeres, como hay que dividir ahora, y conocerlos ahorra muchos aprendizajes irritantes e inútiles. A mí, que ya no me interesa casi nada, todavía me interesa la psicología. Aunque es una ciencia que a menudo se ha practicado de forma muy deficiente. He leído muchos libros de psicología que no eran más que jerga, o mera fisiología. Sin embargo, la psicología brilla en los lugares más imprevistos. A veces se aprende a conocer a los hombres, como uno no podía imaginarse, en los amanerados versos melancólicos de un poeta muerto a los veinte años, sin haber salido de su pueblo ni haber experimentado los peligros del mundo -se interrumpió, de repente, y precisó, abandonando su tono discursivo-: Creo que Pertúa no está encontrando estimulante esta conversación.

Pertúa se removió en su asiento. No había producido la más leve señal que pudiera interpretarse en el sentido que apuntaba Dalmau. No obstante, admitió:

– He cumplido con el trámite de acompañarlo aquí. Ahora quizá estoy estorbando, sólo.

– No me estorbas, Pertúa. Pero si quieres volver a tus ocupaciones, hazlo. No tienes por qué aguantar las tonterías que este muchacho me hace decir. Compréndelo, me recuerda mi juventud, eso inconcebible que pasó antes de que tú nacieras.

– Lo comprendo -dijo Pertúa, con reverencia, y se levantó. Se retiró sin ruido, sin perder en la sumisión un ápice de su grandeza, como defendía Avinash, el pequeño hindú malvado que le veneraba. Me quedé solo con Dalmau. Aquello, lo que había perseguido con ahínco y entusiasmo, lo que incluso había dejado de perseguir y dado por irrealizable, no me causaba una sensación perturbadora. Allí, en la atmósfera casi tenebrosa de su despacho, evocaba lo que había sentido en alguna ocasión hacía años, en mi tierra, bajo la nave de una de esas viejas iglesias que no visita nadie. La atmósfera de las iglesias tiene a la vez algo desolador y algo de invulnerable, quizá porque en ellas se ha dado siempre refugio y sepultura. Así era el despacho de Dalmau, un santuario sosegado y ajadamente triste.

– Ahí lo tienes -señaló Dalmau, cuando su ayudante se hubo ido-. Pertúa es el mejor ejemplo de la utilidad de la psicología. Desde hace años sólo me esfuerzo en elegir a los hombres, y ellos hacen por mí lo demás. Los hombres a los que elijo hacen muchas cosas que yo no sé hacer, de las que depende lo que poseo, pero a mí no me importa demasiado lo que poseo, así que tampoco me preocupo de esas cosas que ellos hacen, ni de alentarlas, ni de corregirlas. No merece la pena, puedo aliviarme de eso, mientras sepa elegir al hombre apropiado. Pertúa es el hombre apropiado, el más apropiado que he tenido. Y también es un psicólogo, y a veces un poeta, aunque él no lo crea. ¿Quieres tomar un café o alguna otra cosa? -ofreció, con súbita hospitalidad.

– No rechazaría un café.

– Lo encargaremos, entonces.

Dalmau apretó el botón de un aparato que tenía sobre su mesa, un antiquísimo intercomunicador. Diez o doce segundos después, sin prisa -la prisa no existía allí-, el artilugio expulsó al aire la voz de Matilde.

– ¿Sí?

– Que nos preparen café, Matilde -ordenó Dalmau, rehusando entrar en más detalle. Al inclinarse sobre el aparato le vi encorvarse por primera vez, y al hacerlo me pareció por primera vez el anciano casi imposible que en realidad era.

– Bueno, no sé por qué hemos terminando hablando de Pertúa -recobró el hilo Dalmau-. La decrepitud, que es el único nombre plausible que el castellano ofrece para mi condición, tiene estas servidumbres. Uno va de un lado a otro, como si anduviera sin brújula. Estábamos con nuestras comunes inclinaciones literarias. Ya te he participado lo que pienso de tu libro. Ahora cuéntame qué te atrajo tanto del mío.

No era difícil estar allí, frente a él, escuchándole. Dalmau estaba dotado para la elocución y me gustaba oír las inflexiones de su voz, más débil que la de un hombre joven, pero sin llegar al extremo grotesco al que edades muy inferiores a la suya reducen con frecuencia, con una invencible crueldad, a oradores antaño deslumbrantes. También me gustaba su levísimo acento norteamericano, con el que modelaba su español despacioso. Mientras fluían sus palabras, me preguntaba cuánto habría en ellas del idioma que había traído consigo, cuánto de lo que hubiera leído y cuánto del ejercicio oral que le hubiera sido dado durante todos aquellos años, con Pertúa u otros. Sí, era agradable, escucharle. Pero ahora era yo quien debía tomar la palabra ante Dalmau, y eso dudaba cómo hacerlo. Elegí no deformar lo que me brotaba del corazón. Imprudente o no, era mi único recurso.

– Lo primero que me atrajo -dije- fue el título. Y me atrajo aún más después de haber leído el libro, porque me parece que encierra el espíritu, que es lo máximo que puede conseguir un título. Su libro, si no me equivoco, es un libro sobre la distancia, y proclama que la distancia puede ser una proximidad a lo esencial. Esa es la experiencia que también yo he sacado de la distancia, en el tiempo que llevo en Nueva York.

Me detuve, por si Dalmau quería rectificarme. No quería. Me atendía con el puño derecho sujetando su pómulo, los ojos nublados fijos en mí.

– Otras razones para que el libro me atrajera son obvias -afirmé, buscando un terreno más seguro-. Usted también había venido de España, como yo, y hacía tantísimos años que no podía dejar de llamar la atención. Y sobre todo, estaban las descripciones que hace de Madrid. No quisiera que me considerase presuntuoso, pero en muchos momentos tenía la certeza de estar entendiendo el libro como quizá nadie lo había entendido antes.

– Quién sabe, por qué no -concedió Dalmau-. Cuando publiqué ese libro, hace sesenta años, lo hice convencido de que nadie iba a entenderlo, y nadie lo entendió. Cuando lo reedité, hace muchos menos años, no creí tener razones para estar convencido de otra cosa. Aunque tu presencia aquí, esta tarde, puede ser un indicio de que sí las tenía. Ahora bien, ¿qué fue lo que te hizo dar el paso siguiente, buscarme?

– No podría darle un motivo preciso, o racional, o lo que sea que deban ser los motivos para ser tenidos por tales -reconocí-. Estaba aquí, en Nueva York, sin nada que hacer; sin un oficio, ni una finalidad, ni siquiera un pretexto. Supongo que necesitaba lo que cualquiera, que el día siguiente tuviera algún objeto, y le escogí a usted. Era con mucho lo mejor que tenía a mano. Su libro me había absorbido de veras.

Dalmau me contempló con aprecio. Aunque tenía los labios finos y las facciones ya bastante escasas, no resultaba inexpresivo, y no debía quitarle el sueño que su cara fuera espejo de sus emociones.

– Te confesaré algo -dijo-: desde que se me ocurrió que podía ser el libro, y sólo el libro, lo que te había impulsado, tuve el presentimiento de que tarde o temprano te pediría que vinieras aquí, para conocerte. Me costó persuadirme, sobre todo cuando se produjo ese malentendido con mi nieta, pero al fin se hizo la luz, una luz casi milagrosa. Por eso he querido que esta tarde hablásemos antes que nada de literatura. Es la literatura lo que nos ha unido, Hugo. Qué lazo poderoso puede ser, si ha sido capaz de unir a dos personas como tú y yo, entre las que median tantos abismos.

Paladeó la palabra abismos, con una suerte de entusiasmo. En ese momento, alguien golpeó la puerta. Dalmau se echó hacia atrás, y aguardó, sin autorizar ni impedir nada. Un par de segundos después, la puerta se abrió y entró una criatura de ensueño. Era una chica de quince o dieciséis años, preciosa, e incitante hasta el extremo de desasosegar. Mientras le ponía a Dalmau su café reparé en sus grandes ojos acuosos, sus labios fruncidos, que apenas cabían entre su barbilla y su nariz. Cuando colocó la otra taza ante mí y me sirvió el café me quedé hipnotizado por sus manos. Después, hube de hacer un esfuerzo para enfrentar su sonrisa y agradecerle el servicio. No era fácil, pero quizá lo era menos mantener la vista a la altura de su talle. Cuando ella susurró you're welcome, apartándose de la sien y enganchándose a la oreja con una de aquellas manos un largo mechón suelto de su cabello castaño, comprendí que me encontraba ante uno de esos raros ejemplares de belleza estrictamente animal, que escapan a cualquier raciocinio y a cuyo embrujo casi humillante no hay nada que pueda oponerse.

Una vez que la muchacha se fue, Dalmau, a quien no se le había escapado el brutal efecto que en mí había producido, constató:

– Creo que no eres insensible al encanto de la pequeña Charlotte. Quién podría serlo. Desde hace años, me he preocupado de que siempre hubiera aquí alguien como ella, porque me conforta mirar y escuchar a las muchachas de su especie. A veces me gusta también tocarlas, pero me basta con tocar sus manos o sus mejillas, cuando vienen a traerme algo. Con la edad se va casi todo, y lo primero la apetencia carnal. Además, hay algo intolerable en la idea de mezclar algo como Charlotte con algo como yo. ¿Has visto alguna de esas repugnantes películas en las que los adultos yacen con niñas? Yo me hice traer una, hace años, y mandé que la quemaran. Ver la juventud marchitarse entre lo marchito, tan sucia y bruscamente, es un espectáculo más degradante que el propio envejecimiento. No sé como a nadie le consuela de nada.

Dalmau se interrumpió, asqueado. Pero no le costaba hablar de aquello, como no le había costado confesar su afición por el esplendor adolescente de Charlotte. Era difícil distinguir si se confiaba o si me consideraba menos que nada y eso le hacía impúdico.

– Sin embargo -prosiguió-, sí es agradable mirarlas, y tocarlas, donde no pueda confundirse con un intercambio sexual. Por desgracia mis ojos empezaron hace un año a dar señales de rendición, y cada vez me cuesta más verlas. Pero es portentoso cómo perdura el tacto. Me gusta tocar la piel joven, Hugo, porque me da una prueba de la continuidad del mundo, la continuidad que hace tanto que yo he dejado de representar. Mirando y tocando lo joven, teniendo cuidado de no mezclarse nunca, para no mancharlo y arruinarlo, se puede seguir en el mundo, aunque se esté ya más muerto que vivo, como yo. Es un arte riguroso, porque la tentación de querer seguir siendo dueño de la vida, y no simple espectador, es fuerte. Pero hay que retirarse, despreciarse si hace falta. Es la única manera de enterrar con honor la propia juventud. Hay tanta gente empeñada en alargarla y pudrirla en una pantomima ridícula, cuando no repulsiva.

– ¿Qué hará cuando Charlotte crezca? -intervine.

– Lo mismo que hice con las demás. Saldrá de mi casa como entró, entera si lo estaba, y tendrá un lugar en el mundo. Hay que preocuparse por que los jóvenes tengan un lugar en el mundo; es lo único de lo que hay que preocuparse, aunque ahora esté todo lleno de viejos egoístas. Ése es el equilibrio de la naturaleza, todos los animales mueren por defender a sus crías. Pero el individuo humano se ha vuelto demasiado importante, tiene pretensiones de absoluto, y por eso la gente no quiere apartarse y dejar paso. ¿Has pensado en ese invento perverso, los planes de pensiones? Está tan asumida la guerra a muerte entre las generaciones, tan por descontado se da que habrá que defender el hueso contra los perros jóvenes, que los bancos, a quienes conviene el negocio, venden sin problemas el producto. Ya nadie se fía, con razón, de que los que hoy están ganando sueldos bajos, y viviendo en el alero, vayan a apiadarse de los que los tienen a agua y migajas. Al final, todo afán acaba en su contrario. Se terminará pasando por las armas a los viejos, sin pestañear.

Mientras oía a Dalmau, creí disponer de una fantástica hipótesis para la presencia de todas aquellas hermosas mujeres en las oficinas del Rockefeller Center, y me conmovió la discreción siempre sacrificada de Pertúa. También juzgué que no era muy elegante que Dalmau, que poseía entre tantas otras cosas aquel edificio y podía pagarse las muchachas y su colocación posterior, censurara a quienes, con menos medios, se angustiaban por tener techo y comida en el futuro. Todavía no entendía a Dalmau. No sabía cuánto ni cómo se inculpaba él mismo, acatando su propia doctrina, en lo tocante a aquel asunto del trato a los hijos. Era curioso, en todo caso, que aquello hubiera comenzado por Charlotte. El anciano pareció percatarse de que se había desviado de nuevo. Podía permitírselo, pero regresó a la conversación:

– En fin, Hugo, me has buscado, y no te ha sido sencillo dar conmigo. Ahora aquí estás, en esta habitación oscura. Perdona por eso. Desde que me falla la vista prefiero que haya poca luz, por no tener ansia de ver, o para irme acostumbrando a la ceguera, si le da tiempo a venir. Sin duda tendrías alguna expectativa, cuando fuiste hasta Wisconsin siguiendo mi rastro. Y ahora, ¿qué te parece este viejo enfermizo y fanático? Acaso un espejismo.

– No me parece un espejismo -le rebatí, aunque igual hubiera podido apoyarle-. Esperaba que fuera viejo, claro, quizá más. Otras cosas no las esperaba. Todo lo que he visto durante estos tres meses, este edificio, Charlotte.

– Lo que has visto durante estos tres meses es accesorio. Olvídalo -Dalmau sacudió una mano hacia un lado, para reforzar su conminación-. Si te he hecho venir ha sido porque Pertúa me ha contado que lo que te encargaba lo hacías con pundonor pero sin vocación. Me inclina en tu favor tu pundonor, pero más me inclina que no tengas vocación por los asuntos de dinero. Mi dinero no forma parte de mí. El edificio y Charlotte, por el contrario, son un buen resumen de lo que soy. Y reconozco que me hace ilusión resultar inesperado, a los noventa y cinco años. Debe ser la última vez que va a suceder. ¿Qué crees que esperaba yo de ti?

– No lo sé.

Dalmau se inclinó sobre su mesa y obligó a sus ojos gastados a hacer el trabajo de atrapar mi imagen. Nunca supe cómo ni qué veía.

– Quiero que vengas más veces, Hugo. Matilde te dará el número, llámala y ella te dirá si puedes venir. Hay días que me duele la cabeza, días que no respiro bien, días que lo devuelvo todo. Pero todavía tengo otros como hoy, en los que soy casi una apariencia completa de persona. Llama de vez en cuando y algún día será uno bueno, y podrás venir. Haremos que Charlotte nos traiga café y hablaremos. De ti, de mí, de este lugar extranjero, de la patria. ¿Por qué te lo pido? Esto es como tocar la piel de Charlotte, pero se trata de otra piel más sutil, la del alma, algo que ni Charlotte ni nadie como ella pueden brindarme. ¿Querrás hacer el sacrificio por mí? Piensa que es posible que tú no ganes nada.

– Al contrario. Será un placer -aposté.

– Bien. Es tarde. Haré que te acompañen.

Fue Charlotte quien vino. Me despedí de Dalmau como le había saludado, con un simple apretón de manos, porque los españoles apreciamos los gestos, y a veces nos bastamos con ellos. Luego fui tras la ligera figura de Charlotte por aquellos pasillos cavernarios en los que su juventud florecía para aquel espectro de hombre, y recibí mi abrigo y una tarjeta con un número telefónico de manos de Matilde. Cuando estuve de nuevo en Canal Street, enfrente de los bazares de los chinos, me costó aceptar que aquellas tiendas asediadas por los turistas formaran parte del mismo universo.

5.

La patria lejana

Estábamos en el despacho. Había llamado por la mañana y Matilde me había dicho que Dalmau tenía un día bueno. Eran las cinco de la tarde, aproximadamente, aunque allí dentro nunca se sabía. Dalmau sorbió un poco de su café y postuló, solemne:

– Cuando yo me fui, España ya había perdido todo. La culpa la tuvo la influencia francesa. Esto lo supe después de irme, en los libros, porque mientras estaba no me daba cuenta de mucho. Una vez leí en un libro muy raro, de un francés cuyo nombre no recuerdo, una descripción de cómo cabalgaban los soldados españoles que partían hacia las guerras de Flandes. Al francés le cautivaba la insolente apostura, en sus propias palabras, de aquellos hombres. El español era un imperio menesteroso y polvoriento, como todo el mundo sabe, pero tenía grandeza. Todo eso se acabó cuando nos pusieron rey francés y empezaron a hacerlo todo a su estilo. Desde entonces ningún francés ha podido sentirse cautivado, como aquel que miraba a los soldados que se iban a Flandes. Desde entonces, ellos y todos los demás nos han mirado por encima del hombro, como a unos imitadores poco aventajados. No imaginas cuántas cosas son francesas en España. Desde el pan hasta la organización administrativa. Madrid, nuestra ciudad, es una ciudad francesa, levantada sobre las ruinas de una genuina ciudad española. La maldita Ilustración, Hugo.

– No puede decir eso en serio.

– Claro que lo digo en serio. La España del Santo Oficio podía ser bestial, y hasta absurda, pero tenía algo que la España afrancesada no tiene: personalidad. Por eso se la respetaba, y no en vano. Ahí tienes el episodio de Flandes, por ejemplo. Maastricht, esa ciudad de la que ahora tanto se habla en Europa y que pronto convertirán en una especie de ídolo, si no lo han hecho ya, la tomaron a sangre y fuego los tercios de Alejandro Farnesio. Y aunque fuera una guerra de religión, no eran mojigatos. Nada esteriliza más el cerebro que la mojigatería, que ahora está tan extendida. Por cierto, la mojigatería es una tara protestante. En Flandes la Inquisición tenía un método delicioso para desenmascarar a los herejes: el que no era borracho, ni mujeriego, ni jugador, seguro que profesaba la nueva religión, así la llamaban. Como el marqués de Bradomín de Valle-Inclán, aquellos españoles esperaban menos la salvación que ser eternos por sus pecados. Porque creían en el infierno, y no les importaba en absoluto merecerlo. Muchos de los españoles que había cuando yo me fui, merecían también el infierno, por pecados bastante más ruines, pero ya no creían en él. Otra costumbre francesa, ya ves.

– Se está burlando. Todo es una broma -me quejé.

– Te juro que no. Yo ya he perdido el sentido de la conveniencia, Hugo. Lo que me arrastra me arrastra y lo que no me arrastra lo descarto. ¿Qué pasa, que era malvado e injusto? Lo que menos me preocupa es el bien y la justicia. Nunca hay bien ni justicia, sólo apariencias mejor o peor trabadas. El bien y la justicia sólo tienen valor para los desgraciados, y los desgraciados nunca han organizado el mundo. Ni cuando los bolcheviques.

Dalmau, como todo sentimental, también yo lo era, tenía una vena radical que él, al contrario que tantos otros sentimentales, había resuelto no reprimir. Después de nuestras primeras entrevistas, me fui habituando a ella, a su erudición desordenada y vehemente y a los datos heterogéneos que poseía de la realidad contemporánea, de la que a veces conocía detalles inusitadamente precisos y otras ignoraba las cuestiones más generales.

– En cualquier caso -precisé-, España ya no es afrancesada. Ahora influyen mucho más los Estados Unidos. Incluso en la forma de hacer las ciudades.

– Eso he oído. Qué terrible error. Este es un país por muchas razones admirable, pero endiabladamente insulso. Es un país protestante. Y está lleno de optimistas. El optimismo es el germen de todos los desastres humanos. El optimismo social lleva a los guetos. El optimismo económico, el liberal lo mismo que el marxista, al agravamiento de la pobreza. El optimismo científico, a la bomba atómica. El optimismo artístico, al arte automático. Esta gente es disciplinada, y así puede sobrevivir a su optimismo. Pero los españoles son indolentes. Será una catástrofe.

– Puede que los españoles de hace sesenta años fueran indolentes. Ahora muchos trabajan doce horas diarias.

Esta información pareció sorprenderle. Pero no fue gratamente.

– Peor aún -exclamó-. Acabarán haciéndose americanos. Tendrán miedo de las palabras y de los sentimientos, y tomarán el café aguado. No sabes lo difícil que es conseguir que te hagan un café como éste. No hay nada como el café español -proclamó.

El café que traía Charlotte, en efecto, era fuerte y denso, tanto que las primeras veces me costó asimilarlo, hecho como ya estaba al uso local.

– ¿Cómo es que se ha quedado aquí, si tiene ese concepto de los americanos? -pregunté.

– Al principio las razones son más bien gratuitas, casuales -afirmó Dalmau-, aunque después de toda mi vida sin creer en el destino, ahora, cuando puedo observarlo todo junto y encadenado, me he vuelto un fatalista intermitente. Lo cierto es que uno no se queda por la impresión del principio, sino por lo que va sucediéndose a medida que corre el tiempo. Ya te digo que este país tiene muchas virtudes: la organización, prodigiosa para ser casi espontánea, aunque no te dejes embaucar; aquí vinieron muchos alemanes, con el orden en la sangre. También la honradez, que es el lado favorable del defecto de la mojigatería. Y la urbanidad, que es un resultado quizá no buscado del sentido comercial de la vida, y que ha alcanzado una impregnación increíble. Recuerdo que una noche, cuando yo aún salía, andaba por la calle ciento y muchas y se me acercó un sujeto de aspecto temible con las manos en los bolsillos. Nunca me ha pasado nada en Manhattan, y he dado muchos paseos nocturnos, pero siempre he estado convencido de que si una noche tenía mala suerte sería asesinado sin más trámite, así que cuando lo vi venirse hacia mí me dije que ya había sacado la bolita negra. En fin, que allí estaba, resignado a morir, cuando el sujeto me dice sorry to bother you, sir, y me pregunta por una estación del metropolitano. Le doy las indicaciones, él presta atención, inclina imperceptiblemente la cabeza y se despide diciendo thank you very much, God bless you, sir. La urbanidad es algo muy cómodo, sobre todo para los extranjeros, que siempre se hallan en cierta inferioridad. En España, en mi tiempo, no sólo había gente zafia, sino que se jactaba de serlo. ¿Sigue siendo así?

– En Madrid nadie te dice que Dios te bendiga, ni siquiera que tengas un buen día -hube de admitir-. Ni en la tienda en la que acabas de comprar algo. Y si alguien te aborda para pedirte alguna cosa, es bastante probable que la pida directamente, sin excusas.

– He ahí una herencia genuinamente católica. Por alguna razón no lo bastante investigada, el catolicismo fomenta la brusquedad y el despotismo. Debe ser el ejemplo de los clérigos, tan eficaz para difundir la ignorancia moral.

– La verdad, me cuesta situarle -confesé, sin poder aguantarme más-. Flagela a los marxistas y a los liberales, a los protestantes y a los católicos, a los franceses, a los americanos, a los españoles. ¿Hay algo o alguien de lo que sea mínimamente partidario?

Dalmau suspiró.

– Ese ha sido siempre mi gran problema, Hugo -dijo-. Siempre he tenido una gran capacidad de admirar a todo el mundo. A los propios franceses, sin ir más lejos. ¿Hay muchos filósofos tan sublimes como el gran Voltaire? Pero al mismo tiempo sufro una incapacidad de adherirme, siempre hay algo que me resulta intolerable, algo que me subleva, o peor aún, me aburre, y me impide atarme a nada, salvo a algunas ideas magníficas e insensatas de las que no se puede vivir. Es un vicio español, si lo piensas. Y es por eso por lo que en este país, o en esta ciudad, encuentro otra ventaja, la mayor de todas: aquí no hace falta ser de aquí, porque esta isla es en realidad ninguna parte. He vivido en ella desde hace más de setenta años. No he salido de la ciudad desde hace treinta, y nunca volví a España, ni siquiera de vacaciones. No me impulsó a regresar la guerra, aunque pudiera gobernar y terminara gobernando Franco, el mismo sujeto ambicioso y sin piedad al que conocí en Ceuta cuando era comandante de una partida de patibularios. Tampoco pensé en volver cuando él murió y había tantos que volvían. Pero no soy un americano, ni un neoyorquino siquiera. He tenido hijos que lo son, o lo fueron. Sin embargo, yo he podido vivir aquí sin pertenecer a los Estados Unidos, como viven tantos otros de tantas partes del mundo, aunque muchos de ellos, no cabe duda, sí se convierten espiritualmente en americanos.

Dalmau estaba fatigado. Aquella tarde la conversación, al menos por su parte, estaba siendo quizá demasiado apasionada para sus fuerzas. No obstante, se obligó a seguir:

– Yo no podía seguir viviendo en España. Algún día, hoy no, te contaré por qué. Pero cuando vine aquí comprendí que no podía dejar de ser español. Es más: que era, ante todo, un pedazo de aquella tierra, con toda su miseria y acaso una pizca pequeña y recóndita de su genio. Tuve que estar lejos para llegar al corazón de mis propias cosas. El viaje que sólo te lleva a otra parte es un viaje a medias, Hugo. El único viaje completo es el que te lleva al sitio de donde partiste. Lo que hay al final del viaje, en cada imagen extraña a la que uno se siente ligado, incluso en el paisaje descabellado de esta ciudad, es tu propia alma. Si no está tu propia alma detrás de todo, el viaje no vale la pena, lo olvidas, te vuelves. Yo me di aquí con mi propia alma, y me quedé. Y para contarlo, escribí mi libro, y lo hice sobre Madrid, sobre España, porque no podía tener otro objeto.

Dalmau enmudeció, emocionado. Lo que sentí en ese momento, mientras escuchaba las palabras de aquel anciano que desnudaba su conciencia, es difícil de describir. Quizá en ningún otro momento, en toda mi vida, ni antes ni quizá después, aunque todavía el trato de Dalmau y el de otras personas habían de depararme momentos extraordinarios, tuve una certeza semejante de estar en el lugar que me correspondía, allí donde se ventilaba la cuestión esencial que me afectaba. En las palabras de Dalmau hallaba una confirmación de mis intuiciones, un reconocimiento, una identificación, tantas otras cosas que daban una consistencia un poco amarga pero apaciguadora a la vez a mi existencia, a la de aquella habitación, a la de la ciudad y a la del mundo del que éramos piezas al fin valiosas.

Guardé silencio, y Dalmau también lo guardó, para reponerse. Fueron unos pocos segundos, en los que ambos apuramos como una ambrosía aquel café al estilo español preparado por las finas manos adolescentes de Charlotte.

– No imaginas -volvió a hablar Dalmau-, como echo de menos, como he echado de menos Madrid, durante todos estos años. Recuerdo cuando me levantaba temprano, siendo un muchacho, y entraba por la ventana el olor de fuera, la tierra mojada de la calle cuando regaban, la albahaca de las macetas, el olor de los árboles de la Casa de Campo si el aire venía de allí. Es quizá lo que más echo de menos, el olor. Esta ciudad huele tan mal, de tantas formas diferentes, pero todas tan cargantes.

– En Madrid ya no hay calles de tierra, ni albahaca en las macetas, ni huele la Casa de Campo, salvo que se esté allí -le aclaré, porque creí debérselo-. No huele como Nueva York, pero tampoco bien, salvo en primavera, quizá.

– En primavera Madrid era maravilloso -asintió-. No puede haber dejado de serlo. El cielo de mayo, el Retiro. Tuve que escribirlo, en mi libro, tal vez lo recuerdas. También me gustaba el verano, aunque hiciera tanto calor íbamos a bañarnos al río, ahora no creo que se pueda, ya nadie puede bañarse en ningún río, van todos contaminados. Los alrededores del río eran magníficos. Incluso el cementerio. En ese cementerio enterraron a mi padre, cuando yo tenía quince años, y a mi madre, cuando apenas había cumplido veinte, pero era un hermoso cementerio. Cuando estaba allí, enterrándolos, las dos veces, pensé que la desgracia era terrible, injusta, pero que el cementerio era hermoso, y así conseguí no llorar, ninguna de las dos veces, sobre todo la segunda, que iba de uniforme. Un oficial, yo ya era oficial, no podía llorar, ni siquiera la muerte de su madre. Luego sí la lloraba, aquí, mirando el mar desde el puente de Brooklyn cuando me entraba el desamparo.

Dalmau iba de una evocación a otra, navegando a la deriva por su memoria. Temí que estuviera abriéndome su corazón más de lo que deseaba y no quise beneficiarme. A fin de cuentas, era un viejo. Tomé el hilo de Madrid y lo puse de nuevo en su mano:

– El Retiro sigue poniéndose precioso, en primavera. Y a veces llueve y despeja de pronto y se ve el cielo azul, como dicen que era antes siempre.

– Ya lo creo que lo era. Una ciudad de indigentes, hundida en el oprobio por la pérdida de las colonias, la corrupción de los políticos, el desastre que se avecinaba. Y sin embargo, estaba el cielo, como una redención. Debió ser por poder mirar aquel cielo espléndido por lo que hubo madrileños notables en esos años, en medio de todo el estropicio. Andaban por los cafés, pontificando inserviblemente, en el fondo, y acaso hundiendo más aún el país mientras pontificaban. Pero eran notables. Yo fui durante un tiempo a uno de aquellos cafés, en la calle de Alcalá.

Y me describió con todo detalle dónde estaba aquel café. Yo no recordaba haber visto nunca un café a aquella altura de la calle.

– Debieron cerrarlo hace mucho tiempo -aventuré.

– Qué se va a hacer. Espera. También iba a una cervecería, en la plaza de Santa Ana.

– Sigue habiendo alguna allí -me apresuré, gozoso por no tener que certificar otra baja.

– Me he acordado mucho de esa cervecería. Sobre todo en otoño, cuando aquí ya hace frío y no se puede hacer casi nada en la calle. Me acordaba de una de esas mañanas soleadas de octubre o noviembre en Madrid, y me entraba un ansia irracional de estar allí, en la terraza de la cervecería, que la ponían incluso en otoño, si el día era soleado. Volver a tomar una cerveza, mirando la plaza. ¿Tú no lo echas de menos, Hugo?

– Claro que lo echo de menos.

– Pero tú volverás. A veces te miro y creo que eres un poco como yo, pero no debes serlo del todo. Tú podrás superar muchas de las cosas que yo no he podido superar -me exhortó, con calor-. De entrada verás muchos años que yo no veré, lo que ya te hace superior a mí. ¿Nunca lo has pensado? Vencemos a todos aquellos a quienes sobrevivimos, y todos los que nos sobreviven nos vencen. Es tan estúpido apiadarse de alguien más joven, como hacen muchos viejos. No puedes apiadarte de alguien que vivirá para decir de ti ése está muerto, murió de tal manera y yo respiré hondo el aire de la calle, cuando salí del funeral; por cierto que era una tarde preciosa. Yo tengo lástima de todos los que he visto morir, aunque en vida fueran unos canallas o lograran hacerme daño. Sobre todo si murieron hace cuarenta años, y ya no pudieron saber que el hombre pisó la Luna, que en Berlín tiraron el muro o que existió esa mujer vulgar, pero tan sensual, Marilyn Monroe. Algunos de los que murieron eran de mi edad y ahora los recuerdo como seres perdidos en un mundo antiguo y sórdido. Así me recordarás tú a mí, dentro de treinta años.

– Puede que no viva tanto y le envidie por haber pasado de los noventa.

– Eso no lo envidiarás, salvo por un detalle. Quizá te lo explique, pero será otro día, también. Ahora estábamos hablando de Madrid, de nuestra patria. Pobre y triste patria. En todos estos años, mientras la añoraba, meditaba a menudo sobre lo mal y lo chicas que nos habían salido las cosas, a los españoles, y sobre lo mal y lo chicas que nos seguían saliendo. Quizá si la hubiera visto prosperar no la habría añorado tanto.

– Ahora prospera, dicen.

– Quizá prospere, por qué no. Nunca hay que caer en el desencanto. En eso, en no caer en él, consiste la sabiduría de la vida, según dijo Azaña, un afrancesado, en realidad, pero también un hombre de inteligencia, y un peculiar orfebre del idioma. Aquí, rodeado de gentes que hablaban otra lengua, me ha gustado siempre leer el castellano en que escribía, incluso aprenderlo de memoria: Un juego serio, profundo, pone a confusos peligros lo más entrañable. Cada cual libra sobre él su suerte, y mientras va viviéndola difícil es saber a fondo si le es propicia o siniestra. Pero el creyente sabe que los caminos de la Providencia son ocultos. Pobre tocayo, en qué paró su fe en la Providencia. Lo sabemos nosotros, que sabemos cómo terminó de vivir su suerte, y a él también le dio tiempo a darse cuenta. Pero con todo y con eso, no sirve de nada ser un escéptico venenoso, como él los llamaba. De arribistas en perdición se forman venenosos escépticos, decía. Tomar ese camino es la estratagema vacía del cobarde y del idiota. Más vale morir vencido, como Azaña.

Dalmau se paró a tomar aire.

– Ya me ves -prosiguió-, después de haber desperdiciado una vida tan larga, en la que me equivoqué y me extravié tantas veces, no he conseguido ser un escéptico. Me conmueve acordarme de Madrid, me apenan los malos pasos de mi patria lejana, aunque tenga de ella una imagen desfasada y sólo recuerde cafés que han cerrado y olores que ya no pueden olerse. Y te lo cuento todo a ti, que vienes de allí, en tentativa de Dios sabe qué criminal y loca infracción contra las leyes inapelables del tiempo. Pero has de prometerme algo, Hugo: no te quedarás aquí a purgar ningún pecado, ni los tuyos ni los de otros. Sírvete de mis errores y no te sometas a esa penitencia inútil. Vuelve allí, aunque decidas vivir aquí, si lo decides. Vuelve siempre que quieras y sobre todo no te quedes en ninguna parte, sirviéndole de pasto a la nostalgia.

Dalmau estaba cansado, pero ponía toda el alma en su súplica.

– ¿Por qué no volvió usted? -pregunté.

– Tampoco eso voy a contártelo hoy. Tienes que prometerme lo que te he pedido. Es importante para mí.

– Lo prometo. No me cuesta trabajo -dije-. En realidad nunca había descartado volver.

– Mejor así. Y otra cosa.

– Qué.

– Lleva a Sybil. Id a pasear por el Retiro, enséñale una de esas mañanas de mayo, cuando llueva y se abra de pronto y el cielo se haya quedado limpio.

– Lo haré, si ella quiere.

– Querrá.

Dalmau no podía más, y me hice cargo. Sugerí que era hora de irme. Él asintió, en silencio. Pulsó el botón del intercomunicador y Matilde vino en seguida. Traía un vaso de agua y un comprimido. Me despedí de ambos. Afuera me esperaba Charlotte, que me acompañó hasta la puerta y me dio el abrigo, con una de sus angélicas sonrisas.

– Good evening, Mr Moncada. Take care.

Fui hacia el montacargas y lo cogí con aquel afectuoso take care todavía enredado en mis oídos. Aquella tarde de noviembre llovía con furia en Canal Street, y según caminaba hacia el metro pensé en una tarde soleada de noviembre en Madrid. Por algún trastorno de la imaginación vi a Charlotte paseando por un sendero del Retiro. Las hojas secas crujían bajo sus pies y ella las miraba, con su sonrisa de ángel. Me avergonzó compartir el gusto melancólico de aquel anciano. Luego, en el metro, sentado entre los pasajeros resignados que siempre viajan en él a esa hora, dejó de pronto de avergonzarme.

6.

Las razones de un hombre

Aquella vez había todavía menos luz que otras veces. Era más tarde que de costumbre: ya anochecía cuando había entrado en la tienda de piezas de plástico, tránsito forzoso para subir a ver a Dalmau. Hasta entonces, él hablaba, y me preguntaba en ocasiones, pero nunca me había sometido a un interrogatorio sistemático. Entonces, porque ya habíamos avanzado lo suficiente, cualquiera que fuera el ritmo prefijado del proceso que él gobernaba y al que yo me prestaba, cambió y me preguntó, empezando desde el principio:

– ¿Para qué viniste a Nueva York, Hugo?

Tardé en responder. Cuando había tomado el avión en Madrid, no tenía la respuesta. Más de un año después, seguía sin tenerla. Sólo había algo de lo que podía servirme: lo que había estado haciendo durante el tiempo que llevaba en la ciudad. Por eso dije:

– No sé, o al menos no lo sé claramente. Creo que vine para tratar de averiguar si todavía podía sentir algo en la vida.

Dalmau me observó con detenimiento. Su observación me inquietaba como una especie de reproche, acaso por lo altisonante de la frase. Me apresuré a corregir, a devaluarla: que si hubiera podido ser cualquier otra ciudad, que si fue porque aquí vivía Raúl, que si en realidad sólo quería irme lejos. Me aferré a esto último:

– Lo más lejos posible. Necesitaba mandar al diablo todo lo que me ocupaba, irme a donde fuera diferente de los otros. A donde no tuviera nada, ni futuro ni pasado, fuera de los pocos recuerdos que siempre hay que llevar encima.

Dalmau sopesó mi última frase, como si le incumbiera. Le incumbía, y ahondó:

– ¿Escapabas de algo, entonces?

De nuevo tuve que ofrecerle argumentos que lo difuminaran: en realidad, escapaba de nada y de todo, ya quisiera haber tenido algo preciso de lo que escapar. Y entonces se me ocurrió hablarle de las señales:

– Hubo, como mucho, algunas señales. Señales, cómo diría, de hundimiento.

Dalmau sonrió. Me tenía. Sin titubear, exigió:

– Cuéntame cuáles fueron esas señales.

Ya he contado aquí las señales, al comienzo de todo. Ahora importa apuntar que Dalmau me escuchó sin interrumpirme, desde la primera hasta la última, y que cuando terminé de referirle los sueños que ya se conocen, y en concreto el del paseo con la mujer por un Nueva York imaginario, Dalmau me habló extasiado del sueño que él había tenido y de la América que había imaginado antes de venir, y agregó:

– La herida que todos los emigrados nos esforzamos por ocultar es que a esa América, que es la que habría valido de veras el viaje, no se llega nunca.

– Yo he tenido suerte -sostuve, con osadía-. Puede que nunca llegue a la América que buscaba, si buscaba alguna. Seguramente no llegue, como dice. Pero reconstruí mi sueño, o creí reconstruirlo, que puede valer otro tanto. Fue con Sybil, en Columbus Avenue, la noche de nuestra primera cita.

Dalmau alzó la vista, su vista mermada y un poco vesánica, a veces. Así, acechando en la oscuridad que había sobre su cabeza quién sabe qué fantasma de su memoria, se humedeció los labios y declaró:

– Me alegro de haberte encontrado. Tú compensarás muchas cosas que creí que no iban a compensarse. Ahora te diré por qué vine yo a Nueva York y por qué me quedé, y el resto de las cosas que no quise contestarte el otro día.

Dalmau empezó a contarlo, y su narración me fue envolviendo, en aquella atmósfera entenebrecida y casi sacra de su cubil. No abrí la boca hasta que acabó. Era el relato de un hombre y como tal, sin acotaciones ni circunstancias, lo transcribo.

Cuando yo apenas acababa de cumplir los quince años, mi padre murió. Mi padre era comandante de Infantería y había combatido en 1909 en África, de donde trajo la Cruz del Mérito con distintivo rojo y una enfermedad infecciosa, he olvidado cual, que a la postre daría con él en la tumba. Si ya antes estaba insinuado, a raíz de su desaparición se confirmó irrevocablemente el designio de que yo me incorporase a la Academia de Infantería para seguir la carrera militar, como mi padre y su padre y el padre de su padre. De los años en Toledo, en la Academia, bajo cuya rígida dureza se esfumó de golpe mi juventud, recuerdo una constante sensación de esfuerzo y violencia interior, que sólo encontraba alguna tregua en los paseos que se nos permitía emprender algunas tardes o los fines de semana por la ciudad. Allí éramos por una parte compadecidos por nuestra juventud y nuestra escasez de carnes, y por otra pasto de las turbias ilusiones que concebían las muchachas idiotizadas por el rosario y la misa diaria, lo que quizá no parezca un destino en exceso halagüeño, pero envuelve mis sensaciones de la ciudad en un halo de inmovilidad provinciana que por alguna razón no me resulta desagradable. También era posible disfrutar de la trama moruna de las calles, la oscuridad de los templos, o el cálculo medieval con que se habían construido las casas, entre las que se favorecía la angostura y la clandestinidad. Otras veces íbamos al puente de San Martín o al de Alcántara para desde allí contemplar el río, encajado en la herida abierta en la roca. Uno nunca puede olvidar el lugar donde ha cumplido diecisiete años, aunque fuera sometido a disciplina. Por eso, como habrás adivinado ya a estas alturas, se menciona Toledo en mi libro.

Tras obtener mi despacho de oficial, pasé un año en Madrid. Fue quizá el año más hermoso de mi vida, aunque lo viví casi sin darme cuenta, como un interludio un poco obligado, sin sospechar que en su transcurso estaba amontonando muchas de las cosas que después viviría para añorar. El caso es que pronto pedí ser destinado a África, lo que no me resultó difícil, porque ya estaba preparándose otra guerra como la que le había costado, aunque fuera indirectamente, la vida a mi padre, ha razón por la que me vi atraído allí, a aquel trozo miserable y agreste de Marruecos que el reparto colonial y la perfidia francesa nos habían deparado como una especie de postrer sarcasmo, fue en parte un vago y desatinado propósito de vengar a mi progenitor y en parte un ansia comprensible de conocer aquella tierra extraña que él había pisado. Antes de morir, mi padre había tenido tiempo de hablarme de África, con una ensoñación que no podía distinguirse si era debida a la fiebre que no le abandonaba o a otro arrebato más íntimo y profundo.

No me habría importado, porque sólo tenía diecinueve años y un conocimiento muy incompleto del miedo, ser destinado a un regimiento en primera línea. Sin embargo, la burocracia militar quiso que se me enviara a la Comandancia de Ceuta, donde acabé recalando en una oficina y viéndome encargado de mantener al día estadillos de almacén. Protesté por ello, con la escasa eficacia que el conducto jerárquico concedía a tales iniciativas. El teniente coronel de quien dependía me llamó a su despacho y me recriminó que desdeñara una labor que era imprescindible para el correcto funcionamiento del Ejército, una labor que alguien tenía que hacer y que yo no era quién para considerar inferior a mis aspiraciones o aptitudes. Tras el rapapolvo, me mantuve en mi puesto, cumpliendo con mi deber, en tanto no hubiera posibilidad de solicitar un nuevo destino, cosa que abrigaba el propósito de hacer en cuanto se presentara la ocasión.

A medida que fueron pasando las semanas y me fui familiarizando con las tareas que se me habían encomendado, comencé a sospechar que algo allí no marchaba como debía. No tenía indicios, propiamente dichos; eran sólo impresiones inconcretas que sacaba aquí y allá, de la actitud de uno, de los movimientos de otro, de la manera en que se agrupaban o desagrupaban los epígrafes en los inventarios. Yo no era un experto en aquellas lides y no era mucho más lo que podía obtener. Con todo, alguien debió notar mi suspicacia, y maniobraron rápidamente. Por segunda vez, el teniente coronel me llamó a su despacho, pero esta vez no estaba tan iracundo como la otra, sino que empezó interesándose por mi estado de ánimo y por cómo me adaptaba a mi labor en la Comandancia. Después, sin mucho recato, colocó sobre la mesa un sobre con mi nombre. En el interior había una suma equivalente a mi paga de dos meses. Me explicó que en la administración de los recursos de que disponía la Comandancia se hacían ciertas economías que era costumbre repartir periódicamente entre quienes contribuían a ellas, como un complemento a los emolumentos, tan parcos, que oficialmente teníamos asignados. No sé si en ese momento no me di cuenta de que se me estaba sobornando, ni de que aquel individuo y sus cómplices, entre los que pasaba a contarme, malversaban el dinero del Ejército, o si preferí no darme cuenta deliberadamente. Sin embargo, no pude dejar de darme cuenta cuando empecé a recibir indicaciones para alterar cifras, rehacer partes, eliminar partidas. Y aunque había ido a África para combatir en primera línea, no tuve la resolución necesaria para negarme. Era muy joven y carecía de recursos para enfrentarme a una situación como aquélla, aunque quizá no habría vacilado en arremeter a pecho desnudo contra una partida de rífeños. No puedo asegurarlo porque nunca llegué a entrar en combate. A mis primeras trampas en los documentos siguió un segundo sobre, y después vino otro, y así sucesivamente. A medida que fueron viendo que no me negaba, se hicieron más audaces las interpolaciones o las omisiones que me sugerían. Al final, terminaría comprendiendo por qué había llegado allí y por qué no habían consentido en tramitar mi solicitud de cambio de destino. Querían a un oficial inexperto, a quien fuera posible engañar primero e implicar después. Y llegué a estar muy implicado, tanto como para olvidarme de la posibilidad de salir y, aún peor, como para seguir adelante cuando descubrí que una de las cosas que hacía mí teniente coronel era vender armas y cartuchos que terminaban recibiendo los insurrectos contra los que luchaban nuestros compañeros. A menudo me remordía la conciencia, y a veces pensaba en denunciar a todos, empezando por mí mismo. No estimaba en mucho el dinero, que recibía casi con desgana, porque no recelaran del hecho de rechazarlo. Pero me faltó el coraje, y una cierta convicción de que, aparte de hundirme, serviría para algo mi denuncia. Sabía, todos lo sabíamos, que el teniente coronel no actuaba en solitario, sino con poderosas conexiones dentro de la Comandancia y aun en la Península. ¿Qué podía hacer contra eso un insignificante alférez a quien sería sencillo imputar demencia o un intento de amparar su propio delito?

No sé dónde hubiera terminado aquello, de haber continuado. Supongo que habrían acabado fusilándome, y si no, habría acabado pegándome yo mismo un tiro. Por fortuna, aunque cause escándalo decirlo así, vino el desastre. En julio de 1921, Abd el-Krim deshizo el ejército español en Annual y Monte Arruit y se plantó a las puertas de Melilla. Por alguna razón, no quiso tomar la ciudad, en cuyo socorro llegó en seguida el Tercio, al mando de Millán Astray. Con bastante dificultad se emprendió la contraofensiva, que no llegó a Monte Arruit hasta tres meses más tarde. Miles de cadáveres de españoles seguían entonces en la posición, como a lo largo de todo el camino entre Annual y Melilla, abrasándose al sol. Dicen que murieron 20.000, y que a muchos los torturaron y los mutilaron salvajemente los rífeños. Desde el desastre, las actividades complementarias de mi teniente coronel quedaron en suspenso, como quedó su pulso cuando a todos los emboscados se nos ordenó que nos preparásemos para salir hacia Melilla, lo que al final no llegó a ocurrir.

Una noche, cuando la contraofensiva ya había permitido recuperar las primeras posiciones, coincidí en un cafetín de Ceuta con un suboficial del Tercio que había participado en las operaciones y que estaba de paso por la ciudad. Me contó cómo se despachaban los legionarios con los rífeños a los que capturaban, a quienes no vacilaban en decapitar y mutilar de la misma forma en que habían encontrado mutilados los cuerpos de tantos españoles. Me refirió en detalle esas mutilaciones, de las que hasta la fecha sólo me habían llegado ecos incoherentes, y me confió, acaso como una justificación para la crueldad de sus hombres, que en la pared de una casa, sobre un cadáver español brutalmente vejado, había visto, escritas con sangre, dos palabras estremecedoras: vengadnos, hermanos. Esa noche me acordé de mi padre, que había venido a luchar a África y había vuelto condecorado y tocado por el soplo de la muerte. Mi padre a quien yo no había acertado hasta entonces a vengar, cualquiera que fuera el modo en que eso pudiera lograrse.

De lo que pasó a continuación en mi cabeza, puedo dar poca noticia. El caso es que poco después me vi ante la puerta de mi teniente coronel, y que cuando me abrió le pregunté si podía dejarme entrar un momento. Aunque se extrañó y le inquietó mi presencia allí a aquellas horas, o quizá por eso, me hizo pasar, cerciorándose antes de que no había nadie alrededor y de que nadie me había visto llegar.

– Quiero avisarle para que tome medidas, si le queda algo de honor y lo que le queda aún le exige tomarlas -le dije-. Voy a contarlo todo.

– Estás loco, muchacho -advirtió, con una risa nerviosa.

– Lo he estado todo este tiempo, mientras consentía en ayudarle por miedo. Le debería haber tenido más miedo a la indignidad que ahora pesa sobre mí.

El teniente coronel fue hacia un aparador, lo abrió y sacó de él su pistola reglamentaria. La montó y me apuntó con ella. Hizo todas estas operaciones con una aparente frialdad, como si fueran ineludibles, pero su mano temblaba al sostener el arma.

– No me dejas elección -dijo-. No puedo permitir que me hundas ni que hundas a otros. Si no fueras un imbécil lo habrías intentado sin avisarme. Ahora ya no vas a intentar nada, porque vas a acabar ahí mismo, sosteniendo una insubordinación en mi propia casa que no habré tenido más remedio que atajar expeditivamente.

No perdí un segundo. Me abalancé sobre el teniente coronel y me las arreglé para hacer caer la pistola de su mano antes de que pudiera reaccionar. Luego le reduje. Era menos fuerte y menos joven que yo y no me resultó muy difícil. Para que dejase de forcejear, cogí la pistola y le metí el cañón en la boca. Quedó quieto, o más bien paralizado. Creo que era el hombre a quien más he odiado, porque me había hundido en la vergüenza y me había impedido seguir los pasos de mi padre, lo que habría sido mucho mejor, creía, aunque me hubiera costado quedar panza arriba sobre la pista de Monte Arruit, a merced de los buitres. Pero es tan poca cosa un hombre indefenso que tuve que hacer un esfuerzo para seguir odiando en aquel instante a mi teniente coronel. De pronto, de la disposición de todas las piezas, deduje un plan que me permitía vengarme sin necesidad de sacrificarme, lo que sin duda era preferible a mi plan anterior. Y sin más, percatándome de que era también una forma de que aquellos ojos de cordero degollado dejasen de mirarme, resolví ponerlo en práctica y apreté el gatillo.

No dejé ningún rastro, nadie me vio salir. La muerte de mi teniente coronel, en su casa, con su pistola, en pijama, fue interpretada unánimemente como un suicidio, y la hipótesis halló un inesperado respaldo cuando quienes estaban interesados en adjudicarle culpas a un responsable que no resultara incómodo hicieron aflorar algunos de los negocios en los que se hallaba envuelto. Cuando eso sucedió, unos cuatro meses después del desastre, yo estaba a punto de partir de permiso hacia la Península, a donde se me había autorizado a regresar para asistir a la agonía de mi madre. Me apresuré a disfrutar del beneficio concedido y viajé a Madrid. Una vez que mi madre se fue y quedé solo, se me presentó una delicada disyuntiva: o volvía a África, donde debía solicitar que se me enviase a primera línea y rezar por que nadie descubriera mi intervención en las actividades de mi teniente coronel, o me quitaba de la circulación y ahondaba con ello mi deshonra.

Siempre he querido creer, y alguna vez creí que la predisposición al heroísmo que me había conducido a África era sincera, y que sólo una conjura de circunstancias y la desventaja de mi inmadurez me habían apartado de aquel expuesto camino. Sin embargo, en otros momentos, los que tiendo a considerar de mayor lucidez, he dado en suponer que mis ansias de gloria eran simplemente una ilusión, y que si bien era auténtica la admiración, y hasta el sentimiento que los héroes me inspiraban, no lo era tanto mi propósito de ser como ellos. Al llegar a mí, por alguna razón misteriosa, se había deteriorado la herencia familiar que había pasado intacta de generación a generación durante casi un siglo. Si esa herencia me hubiera llegado en condiciones, aquel mes de diciembre de 1921, a despecho de todo lo que me avergonzaba y de cualquier riesgo, habría vuelto a África para expiar o morir. En lugar de eso, embarqué con nombre falso hacia La Habana.

En Cuba estuve apenas un par de meses, malviviendo del dinero que llevaba conmigo. En la isla quedaban numerosos descendientes de españoles, algunos bastante acomodados, a los que habría podido acercarme para tratar de hacer fortuna. Pero no quise aceptar una solución como aquélla, que me mantenía en cierta manera bajo la dependencia de la patria que había traicionado y cuya protección había perdido el derecho a impetrar. No era sólo el remordimiento lo que me alejaba de ella. Después de mi peripecia africana, en la que tan aciagamente me había salpicado la inmundicia del desastre, todo lo español me parecía ruín y desdichado, una especie de infección que debía extirpar para salvarme de la catástrofe en que se sumían todos los que la contraían. Fue entonces cuando alguien me habló de Nueva York, a donde arribaban cada día centenares de inmigrantes de todas las partes del mundo con la promesa de una nueva existencia. Un día vi una película que transcurría en Estados Unidos, donde había casas pulcras y enjambres de automóviles. A la semana siguiente, zarpé hacia esa seductora y fantástica Nueva York.

Uno siempre elige seguir viviendo, aunque sea con los dientes apretados, y alejarse del fin, sobre todo cuando se ha tenido la ocasión de vislumbrarlo y de olfatear su proximidad. Sólo a ese instinto puedo atribuir el férreo esfuerzo al que me entregué después de desembarcar aquí. Esfuerzo para aprender el idioma, del que ignoraba todo, y para desempeñar los sucesivos oficios, siempre agotadores y míseros, en los que se vio comprometida mi subsistencia. Hubo momentos de una oscuridad formidable, en los que me acerqué al borde del abismo. De ellos saqué la fuerza que pude y debí utilizar años más tarde, cuando mi vida se desprendió de la penuria material. En aquellos primeros tiempos, el regreso a España ni siquiera fue una tentación, por razones obvias. Era un desertor, y posiblemente también se supiera que había sido un malversador y un asesino.

Empleé unos cinco o seis años en disponer de los medios necesarios para consolidar mi posición. Tenía un trabajo de dependiente de comercio, no demasiado lucrativo, pero más o menos estable. Gracias a él alquilé una habitación en el Lower East Side y fue mientras vivía en ella cuando se manifestó el impulso de escribir. Ya lo había hecho de adolescente, antes de ingresar en la Academia, y se reavivó allí después de entrar en contacto con un cubano que colaboraba en La Prensa, un periódico hispano de la época. Gracias a él pude leer muchos libros españoles, que llegaban a Nueva York con cierta dificultad. Sobre todo me aficioné a Valle-Inclán y Unamuno, dos patriotas críticos y problemáticos, como lo era mi propio patriotismo de criminal huido. También leía libros americanos, y traducciones de vanguardistas franceses y alemanes, que me desconcertaron con su alternativa a la realidad convencional, dogma uniforme al que me inclinaba mi formación militar y del que me alejaban las paradojas de mi experiencia. De la lectura pasé a la pluma espontáneamente. Empecé haciendo pequeños artículos de interés local, dirigidos sobre todo a los emigrados, que mi amigo colocaba en el periódico. Con los pocos ahorros que podía reunir, me compré una vieja máquina de quinta o sexta mano. Una noche, me sorprendí poniendo en el papel la descripción de un episodio imaginario que transcurría en Toledo. Lo hice en inglés, el idioma al que con alguna dificultad se iba acostumbrando mi alma, y el resultado no me disgustó. Otra noche, probé a reconstruir en la misma lengua una conversación de café en Madrid. Y tampoco me disgustó. Comprobé que así, en un idioma ajeno, podía regresar a la patria de la que había renegado, y que el regreso, por primera vez en todos aquellos años, me tentaba poderosamente. Así nació mi novela, en la que trabajé febrilmente durante todas las noches de los dos años que siguieron.

Cuando terminé mi libro, intenté en vano publicarlo. A nadie le interesaba aquella extraña historia española de personajes movedizos. A la vista del fracaso, pensé en traducirla y enviarla con seudónimo a Madrid o a Buenos Aires. Incluso llegué a traducir el primer capítulo, pero pronto vi que la labor era absurda. Durante siete u ocho años seguí escribiendo, artículos y narraciones que a veces aceptaban los diarios y otras veces no. De día, seguía siendo dependiente. El italiano para el que trabajaba llegó a tomarme afecto, y me daba un sueldo suficiente para vivir. Decía que él también había llegado a Nueva York con una maleta de madera y que sabía lo que era la angustia. Creía en Dios, decía, y Dios le exigía que se ocupara de la gente que tenía empleada, como Dios se había ocupado de él. A principios de los treinta tuve un par de novias de las que casi me he olvidado; una era judía, y me gustaba de veras, pero su familia lo impidió, o quizá fue que a ella yo no le gustaba tanto. A veces me parece acordarme de cómo me miraba, con una especie de repugnancia acongojada, cuando yo me negaba a convertirme.

En la primavera de 1936, poco antes de que en España estallara la guerra, me ofrecieron publicar el libro. Me lo ofreció una de las editoriales que lo habían rechazado siete años antes, y acepté. Cosechó un par de críticas indulgentes, pero no se debieron vender arriba de doscientos ejemplares. Hacia finales de aquel año, cuando me persuadí de que mi obra nunca llegaría a nadie, dejé definitivamente de escribir, y a partir del momento en que tomé esa decisión los acontecimientos se precipitaron. Siempre me ha resultado curioso que las decisiones que más han contribuido a mi supervivencia fueran tomadas en contra de lo que me dictaba mi corazón. Así, contra mi idea de lo que era justo, me plegué a los turbios manejos de mi teniente coronel, salvándome de una muerte probable en el frente. Así, también, huí de España, librándome acaso del presidio. Y así dejé de escribir, lo que a la postre, apartándome de una tarea infructuosa que consumía mis desvelos, me iba a permitir alcanzar la riqueza, a cuyo vil disfrute debo mi insoportable longevidad.

No quiero extenderme demasiado acerca de las casualidades e industrias que llevaron a un pobre emigrante a detentar, éste es el único verbo que puede emplearse para aludir a la dominación de un hombre sobre las cosas, cuando éstas son demasiadas, un patrimonio como el que ahora detento. Para conseguirlo, me vi obligado a dañar con frecuencia a otros seres humanos, y a desatender sus súplicas e incluso las súplicas de sus viudas. Mientras lo hacía, a veces lo lamentaba; otras, quizá las más, me consolaba pensando que casi todos aquellos a quienes derribaba me habrían derribado a mí gustosamente, de haber sido inversas las circunstancias. Puede que hubiera perdido todo escrúpulo cuando había tenido que saltarle la tapa de los sesos a un canalla a la edad de veinte años, o cuando había ensuciado la memoria de mis antepasados con mi deserción, poco después. Pero la pendiente, propiamente dicha, comenzó en 1937, cuando conocí por azar a un desalmado que traficaba desde Nueva York con armas y petróleo para Franco. Simpatizó conmigo y me ofreció cooperar con él. Necesitaba a alguien que dominara el inglés y el español y que estuviera dispuesto a correr algunos riesgos. En juego había mucho más dinero del que podría ganar en la tienda en toda mi vida, aunque el italiano siguiera apiadándose de mí indefinidamente. Me avine a colaborar, y tuve mi recompensa. Durante la Guerra Mundial me refugié en un banco de Wall Street, donde me hacía pasar por traductor, aunque en realidad tenía otras ocupaciones bastante más provechosas. Allí me familiaricé con las finanzas y con la gestión de los fondos de otros, y descubrí las posibilidades que proporcionaban los enormes caudales incontrolados que circulaban al socaire del esfuerzo bélico. Cuando terminó la guerra ya tenía el dinero suficiente para dar el salto y fundé mi primera compañía. El resto, hasta 1966, cuando decidí que no volvería a ocupar mi cerebro en toda esa porquería y contraté al primer antecesor de Pertúa, fue una rutina sin otro mérito que el de prescindir de cualquier ruido de mi conciencia.

En 1945, dos meses después de la derrota de los japoneses, me casé. Ella era una chica de buena familia, americana de pura cepa, si esa expresión no resultara grotesca en un país de advenedizos. La conocí en un selecto baile de celebración de la victoria, al que mi flamante opulencia me facultaba para acudir. Ya era un hombre maduro y me exasperaba relacionarme con estúpidas codiciosas y presumidas. Karen era modosa y complaciente, tanto como para aceptar mi prematura proposición y prestarse a una boda desigual. Me dio dos hijos, a los que siempre quise, aunque seguramente no supe tratarlos, y una nieta que se parece a ella, salvo en el carácter, de una forma que a veces me asusta. Cuando mi esposa murió, en 1965, comprendí que nunca la había amado, en el sentido propio de la palabra, pero desde que desapareció el mundo me ha parecido deshabitado y triste. No digo que no lo fuera cuando ella estaba, pero he de admitir que su presencia, aunque siempre fuera tan leve, neutralizaba en parte esa sensación.

Ahora tengo noventa y cinco años, y si se me concede un poco más de vida, cumpliré noventa y seis dentro de unos meses. A menudo, cuando empecé a disponer de recursos abundantes, pensé en volver al país que abandoné hace tantos años. Nadie podía recordar mi delito, tenía un pasaporte americano, era casi invulnerable. Pero nunca llegué a vencer el obstáculo que había en mi interior, la culpa que me impedía creerme con derecho a regresar. A lo largo de mi vida, como ya he dicho, he cometido sin pestañear muchas acciones execrables, y sin embargo, durante aquellos mismos años en que las perpetraba, fui incapaz de sobreponerme al reproche que me dirigía el recuerdo deshonrado de mi padre, el clamor intolerable de todos aquellos muertos mutilados a los que nunca había visto y entre los que habrían debido terminar tan jóvenes mis días.

En cambio he llegado a ser muy viejo, este viejo. Cuando observo el transcurso de tan larga e indebida prórroga, con la irresponsabilidad que infunde la vejez, a veces siento la tentación de envidiar a aquel muchacho en que pude haberme terminado, sin que hubiera existido nunca Nueva York, ni mi familia dispersada por el viento, ni esa ficción penosa que tan abnegadamente gobierna Pertúa. Pero la impresión que tengo en general es muy otra. Después de todo, doy las gracias. Las gracias por todo, incluso por mis crímenes y por haber vivido encerrado en este edificio durante tres décadas, encima del antiguo almacén del italiano. Hay algo bueno en haber llegado a ser tan viejo: todo se vuelve admisible, incluso lo más inadmisible de todo. Si yo hubiera acabado en África, con veinte años, habría acabado asustado, doliéndome toda la vida, cercenada. Ahora puedo admitir la muerte como una necesidad, como un remedio de este exceso de duración que ha terminado arrebatándome el dolor de casi todas mis heridas. Cuando a un hombre ya sólo le duele el cuerpo, sabe que su tiempo está cumplido, y es un privilegio poder aceptarlo.

Y lo acepto, sobre todo, porque me ha sido dado conocer la fe. La fe en la belleza fugaz y a la vez eterna de cada día que puede ser el último. La fe en la dulzura magnífica de Charlotte, que cerrará mis ojos. La fe en mi nieta, que es la viva imagen de aquella muchacha que tuvo la audacia de unirse a mí cuando yo ya no podía prometer nada. Y también la fe en ti, Hugo, que has llegado a tiempo de escuchar la confesión del hombre que durante setenta y cinco años ha vivido lejos, bajo el falso nombre de Manuel Dalmau.

7.

El viaje interrumpido de Matthew Dalmau

Aquella fue una de las últimas tardes. Como si lo presintiera, Dalmau condujo directamente la conversación al punto que había eludido siempre, incluso en lo más íntimo y descarnado de sus confidencias. Tampoco yo me había atrevido a abordarlo jamás, aunque en cierta forma planeaba siempre como un sobreentendido entre nosotros. Dalmau denunció la omisión de ambos al decir:

– Has sido muy cuidadoso. Nunca me has preguntado por aquel hombre cuya tumba viste, a orillas del lago Michigan.

Noté que hablar de él le costaba un sufrimiento indecible, y que no obstante lo arrostraba como si me lo debiera o se lo debiera, a sí mismo o al hombre enterrado que era o había sido su propio hijo. Recordé lo que me había dicho acerca del dolor, días atrás. Era posible que aquello fuera lo único que le doliera ya, y también era posible, porque nada en todas las tardes que habíamos compartido había sido impremeditado o inútil, que estuviera tomando las medidas para desprenderse de aquel último dolor. Para desprenderse, en suma, de la vida. En realidad, y por mantener la lealtad a los hechos, esto lo escribo ahora, cuando sé lo que pasó después, y constituye mi interpretación de aquel gesto de Dalmau.

– No estaba seguro de que eso fuera de mi incumbencia -repuse.

Dalmau sonrió, y durante una fracción de segundo volvió a ser el hombre calculador e implacable que había construido su fortuna desde la indigencia de un emigrado sin esperanzas. O acaso, corregí sobre la marcha, el joven de veinte años que había partido impávido hacia una guerra a la que nunca habría de llegar.

– Claro que es de tu incumbencia. En la vida conviene ser humilde, porque la ostentación de cualquier cosa es la más lisa de las imbecilidades, pero no dejes que la modestia te impida ver las cosas que te atañen. Todo aquí dentro es de tu incumbencia. Todo en esta habitación y todo en la conciencia de este hombre que te habla. Es más, si no lo tomas como el fruto de la enajenación de un nonagenario, lo expondré de la manera más franca: no sólo te incumbe, sino que te estaba destinado.

– Comprenderá que eso me resista a creerlo -alegué.

– Me es indiferente. Dejarás de resistirte. Tú y yo sabemos que el mundo está lleno de hombres que han consumido su existencia en esfuerzos sin sentido y que han llegado, por poder guardarse algún respeto, a descartar la posibilidad de que ninguna cosa tenga una verdadera finalidad. Eso, los más honrados y listos entre ellos. Los otros, los tramposos y los mentecatos, se aferran a cualquier patraña que compense fingidamente el vacío y con eso van tirando, sin que importe a dónde van a caer. Tú y yo los hemos visto y hemos vivido entre ellos, pero no hemos podido compartir su impiedad; ni la de unos ni la de los otros. Tú y yo creemos en el sentido de las cosas, aunque nos cueste defender ese sentido en mitad de los escombros que nos rodean.

Dalmau se detuvo, como si comprobara.

– Nosotros, Hugo -prosiguió-, podemos creer en el valor del hombre, aunque nos conste que cada hombre y cada uno de sus afanes están condenados a desaparecer y ser perdidos. El ansia desordenada de eternidad, aparte de un insulto a la vida, es un error innecesario. Al final, sólo hace falta poder tener alguna fe en el día siguiente. Y tú eres mi día siguiente. Justamente lo que él, mi hijo Mateo, no pudo ser.

Dalmau apuró su café, como si precisara del vigor que pudiera infundirle. Aquella tarde Charlotte nos lo había traído acompañado de suizos, unos suizos que sabían como los de los obradores de confitería de Madrid, y no como los empalagosos bollos sajones preñados de mermelada que se hacen en Nueva York. Me pregunté dónde y cómo habrían aprendido las blancas manos nórdicas de Charlotte a manipular tan recónditos misterios, a la altura de la memoria intransigente de Dalmau, y pensé como única posibilidad en Matilde, aunque ésta no era española, sino de algún país a orillas del Caribe. Quizá a Matilde la hubiera instruido antes otra persona ya ida, que había guiado sus pasos como ella guiara los de la muchacha. Las imaginé a las dos, a Matilde y a Charlotte, en la cocina: Matilde vigilando discretamente los movimientos de su pupila, a la distancia pertinente; Charlotte absorta en la elaboración de la masa, restituyéndose a la oreja algún mechón caedizo de sus finísimos cabellos con un largo dedo enharinado. Poder estar allí sentado, mirándolas, cuando trabajaban o por la mañana temprano, cuando desayunaban y conversaban quizá sobre cosas sin importancia, se me antojó de pronto una aproximación rotunda al paraíso.

Me sentí culpable por abstraerme así, cuando Dalmau había decidido hablarme al fin de su hijo. Pero él no tenía prisa, y había aguardado lo suficiente para que mi atención fuera completamente suya cuando ofreció aquel dato exacto:

– Mi hijo nació el catorce de septiembre de 1949. Era un día gris, y los Estados Unidos eran un país gris por aquella época, también. Aunque nació de mañana, recuerdo que fui a conocerle cuando ya había anochecido, porque su nacimiento, algo prematuro, me sorprendió de viaje en Baltimore. Era una criatura pequeña y débil, de color algo violáceo, como si estuviera medio muerto o a punto de morirse, y sin embargo miraba fijamente, o creaba la ilusión de hacerlo. Según me dijeron los médicos, era verdaderamente excepcional que un niño que venía antes de tiempo tuviera los ojos tan abiertos como mi hijo los tenía. Mientras lo veía allí, tan ínfimo e indefenso, pensé otra vez: mi hijo. Susana había nacido tres años antes. Era una niña despierta y alegre, pero por alguna razón siempre me pareció que era algo extraño, un ser en cuyo nacimiento mi intervención había sido casual y probablemente intercambiable por la de cualquier otro. Con Mateo, desde el primer instante, la sensación fue completamente opuesta. Desde ese momento en que lo tuve ante mí por primera vez, hasta el día que mi hija vino a decirme que había muerto en esa ciudad de nombre indio, siempre estuve convencido de que mi herencia en él era excesiva, como una maldición. Pero también desde ese instante primero hasta el fin, me esforcé por mantener la esperanza de que él pudiera salvarse de lo que a mí me había destruido.

Dalmau no vaciló en emplear aquella palabra, que era cruel para él y para su vástago difunto, quien ostensiblemente había defraudado su esperanza.

– Durante los primeros quince años de su vida -prosiguió, con una frialdad deliberada-, no me ocupé gran cosa de él. Estaba con su madre, que le daba cariño y protección, mientras yo me dedicaba a las transacciones que acrecentaban estérilmente mi fortuna material y me iba convirtiendo sin darme cuenta en un viejo. Cuando mi hijo celebró su decimoquinto cumpleaños, el último cumpleaños en el que su madre preparó la tarta, yo ya contaba sesenta y tres y asistí a la fiesta como si fuera la familia de otro, la que habría debido pertenecer a un hombre de poco más de cuarenta años, confiado y enérgico. Nunca, hasta fecha reciente, he sido un hombre torpe o falto de fuerza, pero a aquellas alturas tenía ya el alma demasiado trabajada y vivía en un escepticismo algo venenoso, de arribista en perdición, como diría mi pobre tocayo, o el pobre tocayo de este nombre que yo mismo me impuse. Por eso no debe asombrar que tras la muerte de mi esposa no fuera capaz de enfrentar, entre otras fatigas cotidianas, la de consolar personalmente a mi hijo, que había quedado desprovisto de todo amparo. Preferí enviarle a costosos internados, en Europa. Ya que descuidaba los dolores de su corazón, quise justificarme procurándole una forma de enriquecer su espíritu, con el conocimiento de otros países y la experiencia de unos años alejado del esquematismo moral y mental de los colegios americanos. De allí regresó endurecido, lo que al principio me causó satisfacción, hasta que comprendí que aquel temple procedía de la solitaria asimilación de su tristeza y adolecía de fisuras irremediables. En esa época intenté acercarme a él, sin gran éxito. Era un muchacho de diecinueve años, casi un hombre, con el que apenas había hablado o paseado, y al que había forzado a buscar sin auxilio de nadie un camino alternativo. Cuando se incorporó a la universidad, en Boston, fue un alivio para ambos. Para él porque no tenía que soportarme, y para mí porque no debía perseverar en una tarea infructuosa. Ya me había mudado aquí y había empezado a habituarme a la soledad oscura y silenciosa que había elegido para mi vejez. No estaba en la disposición idónea para enfrentarme a los vaivenes anímicos de un muchacho, razoné entonces. Lo estaba menos, aunque eso no me detuviera a meditarlo, para identificar en tales vaivenes la repetición de los que yo mismo había sufrido, en aquella misma edad tierna y crucial en la que tan bruscamente se había decidido mi vida.

Dalmau se frotó los ojos. Según me había indicado Matilde, sobre aquel gesto pesaba una proscripción facultativa. No reuní el valor suficiente para recordárselo. De todas formas, qué finalidad conservaban las prohibiciones médicas, ante un ser que había pulverizado todos los pronósticos de la medicina y puesto en ridículo todas sus amenazas.

– En la universidad, Mateo fue un estudiante mediocre -juzgó, otra vez con esa dureza que debía esconder su sentimiento-. Y seguramente no por falta de inteligencia, sino de interés. En cualquier caso, se las arregló para terminar la carrera en el tiempo estipulado y obtener la graduación que le facultaría para el ejercicio profesional. Me sorprendió un tanto que no rechazase mi oferta de incorporarse a una de mis empresas. Aunque nunca llegué a conocerle como habría debido, sospecho que en todas las bifurcaciones, como un desquite por las penalidades a las que había tenido que sobreponerse sin ayuda cuando su madre le faltó, escogía sin más la opción que le resultaba menos sacrificada. Asigné a una persona de mi confianza la misión de supervisarle y orientarle para superar los obstáculos que pudieran surgir en su camino. Mateo aceptó esta facilidad de la manera más destructiva posible. Se escudó en ella como si de una patente de corso se tratara, de suerte que se habituó a hacerlo todo como más le apetecía y sólo en la medida en que le apetecía, y a aguardar a que otro enderezase sus errores. Al cabo de unos años la situación se había vuelto insostenible, tanto para él como para quienes recibían el encargo de tutelarle, a quienes debía relevar con cierta regularidad para impedir que perdieran la fe en la empresa y se dieran al resentimiento. Hay hombres de negocios a quienes no les importa capitanear un hatajo de resentidos. A mí siempre, incluso cuando los tiempos eran difíciles y mis posibilidades más escasas, me ha preocupado que quienes trabajan para mí se encuentren razonablemente a gusto. Los hombres en paz son mucho más fiables que los amargados, que ahora manejan tantas manivelas delicadas en el mundo. El caso es que con treinta años mi hijo era un parásito pernicioso, y que cuando reuní el valor preciso para llamarle a mi presencia y tratar de encararle con la vida de la que estaba huyendo, no escuchó una sola de mis advertencias y me anunció con gran placer que, salvo que yo le negara los fondos que necesitaba para ello, se iba a vivir a España.

Como siempre que lo hacía, Dalmau bajó un poco la voz al pronunciar el nombre de su país, que también era el mío. Lo hacía por respeto, o por mantener el misterio alimentado de su ausencia.

– Aquí -dijo-, quizá deba explicar qué era lo que Mateo sabía de España. Desde el principio me aseguré de que ambos, él y su hermana, aprendieran el idioma de sus antepasados. Como yo no estaba mucho en casa, contraté profesores particulares; profesores españoles, no puertorriqueños. Había pocos españoles en Nueva York, entonces. Los traía de Méjico, a veces incluso de España, a través de alguien a quien conocía en la fuerza aérea. Estos profesores les contaron cosas, todas las que yo no les había contado porque prefería retrasar, hasta que ya fue tarde, el momento de contárselas. También leyeron libros, de los muchos libros españoles que había en mi biblioteca. Digo españoles pero muchos, aun escritos por españoles, estaban publicados en Sudamérica, en Argentina o Uruguay. Con todo ese bagaje, y mi mutismo, Mateo se hizo sin duda una idea romántica, que quiso comprobar sobre el terreno cuando su frágil personalidad comenzaba a desmoronarse. Era una escapatoria, sencilla mientras yo la financiara, y la abrazó. Vivió en Madrid un par de años, y durante ellos, sin cartas, ni otra noticia que la solicitud periódica de los giros que yo le enviaba, llegué a concebir, con no poco estupor, la posibilidad de que mi hijo invirtiera casi simétricamente la huida de su padre. Pero no hubo tal. De lo que encontró en España, de lo que allí le decepcionó y le indujo a volver a América, nada me dijo. Sólo supe de lo que se trajo, una mujer completamente superficial que no era ni siquiera española. La había encontrado de alguna forma absurda en Madrid y de forma igualmente absurda se había casado con ella en Amsterdam. Era holandesa y la hija de alguien de la embajada de su país en España. Antes de un año ella le había abandonado y se había ido a California, lo que al parecer era su propósito desde el principio.

Dalmau había llegado al momento culminante de su relato. Ahora sí había sentimiento en sus palabras, y fue creciendo a medida que seguía adelante. Se le advertía en algunas indecisiones a mitad de frase, alguna inseguridad al articular los sonidos.

– Entonces -confesó-, vislumbré la primera y última oportunidad de conseguir que mi hijo se redimiera y redimiera mis errores. Una de las aspiraciones más sentidas de los padres, aunque también la más ilegítima, consiste en que los hijos salven los fracasos que los padres han debido apurar. Nada puede enorgullecer más a un padre que ver a su hijo sortear las trampas en las que él ha caído. Por contraste, y éste es el riesgo, nada puede herir a un padre tanto como ver sucumbir a su hijo en las mismas o en peores miserias que las que él padeció. Cuando eso sucede, el padre piensa que ha transmitido con la sangre una especie de veneno a su hijo, y que al exponerlo a ese veneno y al esperar que se inmunizara, lo ha arrojado en realidad al infierno. Un infierno del que habría podido librarse si le hubiera mantenido al margen de sus expectativas.

Dalmau volvió a interrumpirse. En la última frase, se le había quebrado la voz. Carraspeó, como si se tratara sólo de una incordiosa flaqueza física, y se obligó a continuar, con su energía habitual:

– He aquí, en resumen, que cuando a mi hijo le abandonó su mujer, y quedó momentáneamente sin saber a dónde acudir, hice aquello de lo que habría de arrepentirme. Le llamé y le conté en detalle todo lo que había hecho desde que había llegado a Nueva York. Dudé si hablarle también de lo que había habido antes, en España, pero respecto de eso decidí inventar una mentira en la que sólo intercalé la verdad de mis recuerdos de su abuelo y de su abuela, de quienes merecía saber. Al fin y al cabo, demasiada verdad había ya en el resto. Mateo lo encajó todo como si lo soñara, y cuando le comuniqué que había resuelto ponerle al frente de todos los negocios y que en adelante podía darles el rumbo que mejor le pareciera, asintió como si nada de todo aquello fuera realmente con él. Yo podía haber hecho cualquier otra cosa: tenerlo conmigo, buscarle una mujer que fuera mejor que la holandesa, llevarlo a un médico. Pero le puse al frente, como si eso fuera algo.

– Era una prueba de confianza -opiné, con cautela.

– Era una mierda, una prueba de ceguera, Hugo -disintió-. Mateo no valía para nada, no podía llegar a ninguna parte, porque nadie le había preparado para llegar o porque no estaba en su naturaleza. Yo tendría que haber cuidado de que nadie le retara, y fui yo quien le reté. A los seis meses de entregarle el mando tuve que relevarle y humillarle así para siempre. Los diez años o más que vivió después de aquello los pasó escondido en casas que yo compraba para él, allí donde creía que podía estar más lejos de todo lo que le asustaba. Al final descubrió el lago, y creo que a su orilla fue feliz, en la manera estrecha a la que le había condenado con mi negligencia. Lo que más me dolió fue no enterarme de su enfermedad. Me la ocultó, todos me la ocultaron, y con eso me hundieron en la vergüenza de estar ajeno a todo mientras él se apagaba. La última ofensa, que me había ganado sobradamente, como las otras, fue que abandonara la casa que yo le había pagado y huyera a morir a una casa alquilada, en ese maldito pueblo de nombre indio. Pero le enterramos allí, enfrente de su lago, porque allí, tan brevemente, había sido libre de lo que le había arruinado la vida. Allí, al fin y para siempre, había sido libre de mí.

Ahora, Dalmau lloraba. Las lágrimas resbalaban por su piel rígida mientras él miraba al frente, como el nazareno soportando todas las penitencias. En ese momento, ni tarde ni pronto, cuando él lo había querido, entendí todo. Entendí la secuencia tan extensa y compleja de su vida, el despliegue meticuloso al que había dedicado tantas tardes, la ordenada sucesión de todos los crímenes que hasta aquel último, inexpiable, había cometido aquel anciano que se ennoblecía con el remordimiento. Justo entonces vi al ángel, el que estaba oculto en la ciudad vacía que yo había buscado por azar y había encontrado por necesidad, porque creía, como Dalmau, que las cosas tenían un sentido aunque todo zozobrase alrededor. Y el viejo, que sabía que yo ya sabía, dijo:

– Tú sí estás preparado para llegar, y está en tu naturaleza intentarlo. Contigo no habrá culpa, ni la burda superchería que habría sido confiárselo a otro que no viniera de donde ambos venimos. A ti puedo encomendártelo, y esperar que me redimas. Sigue tú el viaje que él no pudo seguir. Y llega, por los dos y también por él.

– ¿A dónde? -pregunté, sólo por cerciorarme.

Dalmau se encogió de hombros, y contestó:

– Al principio.

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