Capítulo VI



La daga tunecina

Encontré al inspector cuando salía por la puerta que comunicaba con la cocina.

— ¿Cómo se encuentra la muchacha, doctor?

—Ha vuelto en sí y su madre la acompaña.

—Muy bien. He preguntado a los criados y todos declaran que nadie se ha presentado en la puerta trasera esta noche. Su descripción de aquel desconocido es demasiado vaga. ¿No puede usted decirnos algo más con-creto?

—Me temo que no —dije a mi pesar—. La noche era oscura y ese sujeto llevaba el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y el sombrero encasquetado hasta los ojos.

— ¡Hummra! —farfulló el inspector—. Podría haberlo hecho para esconder sus facciones. ¿Está usted seguro de que no se trata de alguien que conoce?

Contesté que no, pero con menos decisión de la que hubiera deseado.

Recordé mi impresión de que la voz del forastero no me era del todo desconocida. Se lo comenté inmediatamente al inspector.

— ¿Dice usted que era una voz áspera, de hombre sin educación?

Convine en ello, pero se me ocurrió que la aspereza era tal vez exagerada. Si, como el inspector sospechaba, aquel hombre deseaba esconder su rostro, de igual modo trataría de disfrazar su voz.

— ¿Quiere usted acompañarme al despacho, doctor? Hay una o dos cosas que deseo preguntarle.

Asentí. El inspector Davis abrió la puerta del vestíbulo, la franqueamos y volvió a cerrarla.

—No queremos que se nos moleste —comentó muy serio—, y tampoco que nos oigan. ¿Qué es eso del chantaje?

— ¡Chantaje!—exclamé asombrado.

— ¿Acaso es fruto de la imaginación de Parker o hay algo de verdad en ello?

—Si Parker ha oído hablar de chantaje —manifesté lentamente—, debe de haber sido desde detrás de esta puerta, con el oído pegado al ojo de la cerradura.

Davis asintió.

— ¡Muy probable! Verá usted, he indagado lo que Parker ha hecho esta noche. Para serle franco, no me gusta su actitud. Creo que sabe algo y, cuando he empezado a preguntarle a fondo, me ha contado esa historia del chantaje.

Tomé una decisión instantánea.

—Me alegro de que usted haya suscitado el tema. No sabía qué hacer: si hablar ahora o esperar una ocasión más favorable. He decidido decírselo todo ahora. ¿Qué le parece?

Sin más dilaciones, le conté lo sucedido aquella noche, tal como acabo de relatarlo en estas páginas. El inspector escuchó con muchísima atención, intercalando de vez en cuando alguna pregunta.

—Es una de las historias más extraordinarias que he oído —opinó cuando terminé—. ¿Dice usted que la carta ha desaparecido? ¡Malo, muy malo! Nos lleva a lo que andábamos buscando, un motivo para el crimen.

—Lo entiendo perfectamente.

— ¿Dice usted que Mr. Ackroyd le confió sus sospechas de que alguien de la casa estaba complicado en el asunto? Ésa es una expresión bastante ambigua.

— ¿No cree usted que Parker puede ser el hombre que buscamos?

—Eso parece. Es indudable que estaba escuchando detrás de la puerta cuando usted salió. Más tarde, miss Ackroyd le encuentra dispuesto a entrar en el despacho. Digamos que lo intenta de nuevo cuando ella se aleja. Apuñala a Ackroyd, cierra la puerta por dentro, abre la ventana y sale. Después vuelve a entrar por la puerta lateral que ha dejado abierta. ¿Qué le parece?

—Hay algo que se opone a esta teoría. Si Ackroyd hubiese continuado la lectura de esa carta después de retirarme, como era su intención, no creo que hubiera permanecido una hora allí sentado reflexionando. Habría llamado a Parker inmediatamente, acusándole en el acto y armando un magnífico escándalo. Recuerde que Ackroyd era un hombre de temperamento colérico.

—Tal vez no haya tenido tiempo de continuar leyendo la carta en seguida —sugirió el inspector—. Sabemos que alguien estaba con él a las nueve y media. Si se presentó en cuanto usted se marchó y después miss Ackroyd entró en el despacho para darle las buenas noches, su tío no pudo reanudar la lectura de la carta hasta cerca de las diez.

— ¿Y la llamada telefónica?

—Parker la habrá realizado, tal vez antes de pensar en la puerta cerrada y la ventana abierta. Luego habrá cambiado de idea o se habrá apoderado de él el pánico y habrá decidido negarlo. Puede usted estar seguro de que eso es lo que ha sucedido.

— ¿Usted cree? —dije en tono de duda.

—De todos modos, rastrearemos la llamada a través de la central telefónica. Si se efectuó desde esta casa, no veo cómo otra persona, que no fuera él mismo, pudo hacerla. Lo que nos lleva al mayordomo, pero cálleselo. No conviene alarmarle hasta que tengamos más pruebas. Cuida-ré de que no se escape. Mientras tanto, vamos a dedicarnos al misterioso forastero.

Se levantó de la silla y se acercó a la figura inmóvil que yacía en el sillón.

—El arma debería darnos una pista —observó—. Es algo fuera de lo corriente, una antigüedad, según parece.

Se inclinó para estudiar el mango con atención y le oí dar un gruñido de satisfacción. Luego, cogió con todo cuidado el arma más abajo del mango y, sin tocar la empuñadura, sacó la hoja de la herida y la dejó en un jarro de porcelana que adornaba la repisa de la chimenea.

—Una verdadera obra de arte. No debe de haber muchas como ésta en los alrededores.

Era en verdad muy hermosa. La hoja era delgada y el puño delicadamente trabajado, compuesto de metales engarzados con un dibujo muy curioso. El inspector tocó el filo con un dedo e hizo una mueca significativa.

— ¡Caramba! —exclamó—. Una criatura seria capaz de introducirla en el cuerpo de un hombre con la misma facilidad con que se corta un trozo de mantequilla. Es un juguete peligroso.

— ¿Puedo examinar el cuerpo detenidamente? —pregunté.

—Hágalo.

Procedí a un examen exhaustivo

—Y bien, ¿qué me dice? —inquirió el inspector cuando terminé.

—Le ahorraré el lenguaje técnico. Lo dejaremos para la encuesta. El golpe ha sido asestado con la mano derecha de un hombre que estaba de pie detrás de la víctima y la muerte ha debido de ser instantánea. A juzgar por la expresión del rostro del muerto, es de presumir que el ataque fue inesperado. Tal vez ha muerto sin saber quién le atacaba.

—Los mayordomos acostumbran a caminar como gatos —dijo el inspector—. No habrá mucho misterio en este crimen. Mire usted la empuñadura de esta daga.

La miré.

—No las verá usted —bajó el tono de voz— pero yo sí. ¡Huellas dactilares!

Se alejó unos pasos para comprobar el efecto de sus palabras.

—Sí —admití—. Lo suponía.

No veo por qué se debe suponer que carezco de toda inteligencia. Leo historias de detectives, los periódicos y soy un hombre de regular habilidad. Si hubiera habido huellas de los dedos de un pie en el puño de una daga, eso hubiera sido muy distinto y yo habría demostrado gran sorpresa y temor.

Me parece que el inspector sintió contrariedad al ver que rehusaba dejarme impresionar. Cogió el jarro de porcelana y me invitó a acompañarle a la sala del billar.

—A ver si Mr. Raymond puede decirnos algo respecto a esta daga —explicó.

Cerró la puerta y nos encaminamos a la sala del billar, donde encontramos a Raymond. El inspector le enseñó el arma.

— ¿No ha visto usted nunca esto antes de ahora?

—Creo que el comandante Blunt se lo regaló a Mr. Ackroyd. Procede de Marruecos, un momento, no, de Túnez. ¿Es el arma del crimen? ¡Es extraordinario! Parece imposible. Sin embargo es muy difícil que haya dos dagas iguales. ¿Puedo ir a buscar al comandante Blunt?

Sin esperar la contestación, se alejó a la carrera.

—Simpático muchacho —dijo el inspector—. Parece honrado e ingenuo.

Asentí. Durante los dos años que Geoffrey había sido secretario de Ackroyd no le había visto nunca de mal humor. Además, sabía que se había mostrado siempre muy eficiente.

Al cabo de unos minutos, Raymond volvió acompañado de Blunt.

—Tenía razón —explicó Raymond con voz excitada—. Es la daga tunecina.

—El comandante no la ha visto todavía —objetó el inspector.

—Me fijé en ella al entrar en el despacho —dijo el aludido.

— ¿La ha reconocido usted?

Blunt asintió.

—No ha dicho usted nada —añadió el inspector suspicaz.

—El momento no era apropiado. Es peligroso decir según qué cosas en el momento inoportuno.

Sostuvo la mirada del inspector con serenidad. El policía le ofreció el arma.

— ¿Está usted seguro, señor? ¿Reconoce usted esta daga?

—Absolutamente. No me cabe la menor duda.

— ¿Dónde solían guardar esta antigüedad? ¿Puede usted decírmelo?

El secretario fue el que contestó:

—En el salón, en la vitrina para la plata.

— ¿Qué? —exclamé.

Los demás me miraron.

—Diga, doctor — me alentó el inspector.

—No es nada.

— ¿Sí, doctor? —repitió el inspector con más ánimo.

—Un detalle —expliqué como excusándome—. Cuando llegué anoche para cenar, oí el ruido de la tapa de esa vitrina que se cerraba en el salón.

Advertí mucho escepticismo y cierta duda en la expresión del inspector.

— ¿Cómo sabe usted que se trataba de la vitrina?

Me vi obligado a explicárselo en detalle, operación larga y aburrida, que hubiera preferido no tener que realizar.

El inspector me escuchó con atención hasta que concluí.

— ¿Estaba en su sitio la daga cuando usted miró el contenido del mueble?

—No lo sé. No me fijé. Pero, desde luego, es posible que estuviera.

—Lo mejor será llamar al ama de llaves —observó el inspector mientras pulsaba el timbre.

Pocos minutos después, miss Russell, a la que Parker había ido a buscar, entró en la estancia.

—No creo haberme acercado a la vitrina —dijo cuando el inspector le hizo la pregunta—. He echado una mirada a las flores. ¡Ah, sí, ahora me acuerdo! La vitrina estaba abierta, cuando debía estar cerrada, y bajé la tapa. Miró al inspector con aire de reto.

—Comprendo. ¿Puede usted decirme si esta daga estaba en su sitio entonces?

Miss Russell miró el arma con serenidad. —No puedo asegurarlo. No me entretuve mirando. Sabía que la familia iba a bajar de un momento a otro y deseaba salir de allí.

—Gracias —dijo el inspector.

Hubo un leve titubeo en su voz, como si deseara hacerle nuevas preguntas, pero miss Russell interpretó las palabras como si fueran de despedida y salió del cuarto.

—Una señora de armas tomar, ¿no? —comentó el inspector—. Vamos a ver. Esa vitrina se encuentra frente a una de las ventanas, ¿verdad, doctor? Raymond contestó por mí.

—Sí, la de la izquierda.

— ¿Y la ventana estaba abierta?

—Ambas, completamente.

—Bueno, no creo necesario ahondar más en la cuestión de momento. Alguien pudo coger esa daga cuando quiso y ahora no es prioritario saber exactamente cuándo lo hizo. Volveré durante la mañana con el jefe de policía, Mr. Raymond. Hasta entonces conservaré la llave de esa puerta. Quiero que el coronel Melrose lo vea todo tal cual. Sé que está cenando al otro lado del condado y que pasará la noche fuera.

Vimos al inspector apoderarse del jarro.

—Tendré que envolver esto con cuidado —comentó—. Será una prueba importante en más de un sentido.

Pocos minutos después, al salir de la sala del billar con Raymond, éste soltó una risita divertida.

Noté la presión de su mano en mi brazo y seguí la dirección de su mirada. El inspector Davis parecía solicitar la opinión de Parker sobre un pequeño diario de bolsillo.

—Un poco obvio —murmuró mi compañero—. ¡De modo que Parker resulta sospechoso! Vamos a proporcionar al inspector unas muestras de nuestras huellas digitales.

Cogió dos tarjetas del tarjetero, las limpió con su pañuelo de seda, me alargó una y se quedó con la otra. Luego, con una alegre mueca, las entregó al inspector de policía.

Souvenirs. Número uno, doctor Sheppard. Número dos, mi humilde persona. Mañana por la mañana tendrá otra del comandante Blunt.

La juventud es esencialmente alegre y despreocupada. Ni el brutal asesinato de su amigo y patrón consiguió entristecer a Geoffrey por mucho tiempo. ¡Tal vez sea preferible esa conducta! Lo ignoro, pues hace mucho tiempo que he perdido mi poder de reacción.

Era muy tarde cuando regresé y esperaba que Caroline se hubiera ido a la cama. Podía haber adivinado que no, conociéndola como la conozco. Me había preparado una taza de chocolate, que me sirvió muy caliente y, mientras lo bebía, me sonsacó toda la historia de la velada. No mencionó el chantaje y me limité a darle los detalles del crimen.

—La policía sospecha de Parker —dije, poniéndome en pie para irme a la cama—. ¡Todo parece indicar que es el culpable!

— ¡Parker! —exclamó mi hermana—. ¡Qué desatino! Ese inspector debe de ser un tonto. ¡Parker! ¡No digas sandeces!

Tras esa oscura declaración nos fuimos a descansar.

Загрузка...