Capítulo XVI



Una velada jugando al Mah-Jong

Aquella noche nos reunimos en casa para jugar al Mah-Jong. Estas diversiones eran muy populares en King's Abbot. Los invitados llegaron con chanclos e impermeables después de cenar. Les ofrecimos café y, más tarde, pasteles, emparedados y té.

Aquella noche nuestros invitados eran miss Gannett y el coronel Cárter, que vivía cerca de la iglesia. Durante esas reuniones, se charlaba por los codos hasta el punto de interferir seriamente en el juego. Acostum-brábamos a jugar al bridge, pero jugar al bridge y conversar al mismo tiempo es horrible. El Mah-Jong es mucho más apacible. Se elimina la pregunta airada de por qué demonios el compañero no ha salido con una carta determinada y, aunque también se expresan las críticas con toda franqueza, no existe el mismo espíritu agresivo.

—La noche es fría, ¿verdad, Sheppard? —dijo el coronel Cárter, calentándose la espalda delante del hogar. Caroline se había llevado a miss Gannett a su cuarto y la ayudaba a quitarse el abrigo y los chales que la cubrían de pies a cabeza—. Me recuerda los desfiladeros de Afganistán.

— ¿De veras? —dije cortésmente.

— ¡Qué misteriosa muerte la de ese pobre Ackroyd! —continuó el coronel aceptando una taza de café—. Eso traerá cola. Entre nosotros, Sheppard, he oído mencionar la palabra chantaje.

El coronel me lanzó una mirada significativa.

—Seguro que detrás de todo eso hay una mujer.

Caroline y miss Gannett se nos acercaron en aquel instante. Miss Gannett tomaba café mientras Caroline sacaba la caja del Mah-Jong y desparramaba las fichas.

— ¿Lavando las fichas, eh? —comentó el coronel burlón—. Es lo que solíamos decir en el Club Shanghai.

Tanto Caroline como yo opinamos que el coronel Cárter no había estado nunca en el Club Shangai y que jamás llegó más allá de la India, donde se dedicaba a hacer juegos de manos con las latas de conserva de carne y de mermelada de manzana durante la Gran Guerra. Sin embargo, el coronel es un militar con todas las de la ley y, en King's Abbot, permitimos a nuestros conciudadanos que cultiven libremente su idiosincrasia.

— ¿Empezamos? —preguntó mi hermana.

Nos sentamos en torno de la mesa. Durante cinco minutos hubo un silencio completo, debido al hecho de que todos los jugadores luchaban entre ellos para ver quién era el primero en tener construida la muralla.

—Empieza, James —dijo Caroline—. Eres el «viento del Este».

Aparté una ficha. El juego prosiguió, roto el silencio por las monótonas observaciones de «tres bambúes», «dos discos», «cinco caracteres», pung y los frecuentes unpung de miss Gannett, como prueba de su costumbre de reclamar fichas a las que no tenía derecho.

—He visto a Flora Ackroyd esta mañana —dijo miss Gannett—. Pung... No, unpung. Me he equivocado.

—«Cuatro discos» —contestó Caroline—. ¿Dónde la ha visto usted?

—Ella no me ha visto —replicó miss Gannett, que daba a sus palabras esa enorme importancia que sólo en los pueblos se atribuye a hechos de esa naturaleza.

— ¡Ah! —contestó Caroline—. Chow.

—Creo —dijo miss Ganett, momentáneamente distraída— que ahora se dice chee y no chow.

— ¡Tonterías! —exclamó Caroline—. Siempre he dicho chow.

—En el Club Shanghai decíamos chow —declaró el coronel.

Miss Gannett calló derrotada.

— ¿Qué decía usted respecto a Flora Ackroyd? —preguntó Caroline, al cabo de un momento—. ¿Estaba con alguien?

—Ya lo creo —respondió miss Gannett.

Las miradas de ambas mujeres se cruzaron y parecieron intercambiar información.

— ¿De veras? —dijo mi hermana con interés—. No me sorprende.

—Esperamos que usted juegue, miss Caroline —intervino el coronel. A menudo pretende dar la impresión de que sólo le interesa el juego, pero nadie se deja engañar por su actitud.

—Si quieren que les diga... —manifestó miss Gannet—. ¿Qué ha tirado, querida, «un bambú»? ¡Oh, no! Ahora me doy cuenta, es «un disco». Pues bien, si quieren que les diga, Flora es muy afortunada. ¡Ha tenido mucha suerte!

— ¿Por qué, miss Gannett? —preguntó el coronel—. Pung. Me quedo este «dragón verde». ¿Por qué dice que miss Flora ha tenido suerte? Ya sé que es una muchacha encantadora y todo eso que se dice.

—No sé mucho sobre crímenes —señaló miss Gannett con el tono de quien no ignora nada—, pero puedo decirle una cosa. La primera pregunta que hacen es siempre: « ¿Quién ha sido el último en ver vivo al muerto?». Y se sospecha de la persona en cuestión. Ahora bien, Flora Ackroyd fue la última en ver a su tío todavía vivo. Las cosas podían haberse complicado para ella. Mi opinión es que Ralph Patón no se presenta para alejar las sospechas de ella.

—Vamos, vamos —protesté suavemente—, ¿no va usted a sugerir que una muchacha de la edad de Flora Ackroyd es capaz de asesinar a su tío a sangre fría?

—No estoy segura —contestó miss Gannett—. Acabo de leer un libro que habla de los bajos fondos de París. En él se cuenta que algunas de las peores criminales son muchachas jóvenes con rostro de ángeles.

— ¡Eso es en Francia! —replicó Caroline al instante.

—Desde luego —continuó el coronel—. Ahora les diré una cosa curiosa, una historia que se contaba por los bazares de la India.

La historia del coronel era interminable y escasamente interesante. Algo que ocurrió en la India hacia muchos años no era comparable ni por un momento con un acontecimiento que había sucedido en Kings Abbot hacía dos días.

Caroline puso fin al relato del coronel ganando la partida de Mah-Jong. Después de alguna discusión promovida, como siempre, por mi revisión de las cuentas más bien deficientes de Caroline, empezamos una nueva par-tida.

—El «viento del Este» pasa —anunció Caroline—. Me he formado una idea respecto a Ralph Patón. «Tres caracteres», pero no la digo por ahora.

— ¡De veras, querida! —exclamó miss Gannett—. Chow. No, pung.

—Sí —declaró Caroline con firmeza.

— ¿Qué hay de cierto con lo de las botas? —preguntó miss Gannet—. ¿Eran negras, no?

—Así es —respondió Caroline.

— ¿Qué creen que quería averiguar? —preguntó miss Gannett.

Caroline frunció los labios y sacudió la cabeza con aires de saberlo todo.

Pung —dijo miss Gannet—. No, unpung. Supongo que ahora que el doctor trabaja con Mr. Poirot conoce todos los secretos.

—Nada de eso —exclamé.

—James es tan modesto —dijo Caroline—. ¡Ah! Un kong oculto.

El coronel silbó. Por un momento, nos olvidamos de los chismes.

—Y de su propio viento —dijo—. Veo que tiene dos pungs de dragones. Hay que tener cuidado. Miss Caroline está dispuesta a ganar la mano.

Jugamos un rato más sin decir nada importante.

—El tal Poirot —dijo de pronto el coronel—, ¿es tan buen detective como dicen?

—El mejor que el mundo haya conocido —declaró mi hermana, con tono enfático—. Ha venido aquí de incógnito con el fin de evitar la publicidad.

Chow —dijo miss Gannett—. Es una gran cosa para el pueblo. A propósito, Clara, mi doncella, es muy amiga de Elsie, la camarera de Fernly Park y, ¿qué creen ustedes que Elsie le contó? Que ha sido robada una suma importante y que a ella le parece que la otra doncella tiene algo que ver con el asunto. Se va a fin de mes y por la noche no hace más que llorar. Es muy posible que esa muchacha pertenezca a una banda. Siempre se ha mostrado distinta de las demás... no tiene amigas entre las chicas de por aquí. Sale sola los días de fiesta. Eso no es natural e inclina a sospechar. Le pregunté una vez si quería asistir a nuestras veladas para jóvenes, pero rehusó y, cuando quise saber algo de su casa y de su familia, se mostró impertinente. No me faltó al respeto, no, pero se negó a decir nada.

Miss Gannett se detuvo para tomar aliento y el coronel, que no sentía interés alguno por la cuestión de las criadas, hizo observar que en el Club Shanghai jugaban de prisa, sin entretenerse.

Jugamos, pues, un momento sin distraernos.

—Luego está miss Russell —apuntó Caroline—. Vino aquí, a la consulta de James, el viernes por la mañana. Me parece que lo que quería saber era dónde se guardan los venenos... «Cinco caracteres».

Chow —dijo miss Ganett—. ¡Qué ideas tan extraordinarias! ¿Será cierto?

—Hablando de venenos... —manifestó el coronel—. ¿Qué? ¿No he jugado todavía? ¡Vaya! «Ocho bambúes».

— ¡Mah-Jong!—dijo miss Gannett.

Caroline estaba contrariada.

—Sólo «un dragón rojo» —replicó con tono de pesar— y hubiera debido tener «tres dobles parejas».

—Yo he tenido «dos dragones rojos» todo el rato —exclamé.

—Eso es típico en ti, James —acusó mi hermana—. No acabas de captar el espíritu del juego.

Creía, sin embargo, haber jugado hábilmente. Hubiera tenido que pagar una suma enorme a Caroline si ella hubiese hecho Mah-Jong. El de miss Gannett era bastante pobre y Caroline no dejó de indicárselo así.

El «viento del Este» pasó e iniciamos otra partida en silencio.

—Lo que iba a decirles es lo siguiente —empezó Caroline—.

— ¿Sí? —dijo miss Ganett para alentarla.

—Me refiero a Ralph Patón.

—Sí, querida, siga, siga —insistió miss Gannet a fin de estimularla más—. Chow.

—Es una señal de debilidad hacer chow tan pronto —apuntó Caroline severamente—. Debería intentar una mano más fuerte.

—Lo sé, lo sé. ¿Qué decía de Ralph Patón? ¿Sabe algo?

—Bueno. Sé dónde puede estar.

Todos nos detuvimos para mirarla.

—Esto es muy interesante, miss Caroline —dijo el coronel Cárter—. ¿La idea es suya?

—No del todo. Voy a decírselo. ¿Conocen ustedes el gran mapa del condado que tenemos en el vestíbulo?

Contestamos unánimemente que sí.

—Pues bien. Al salir Mr. Poirot el otro día, se detuvo para mirarlo e hizo una observación, no recuerdo cuál era, pero sí algo referente a que Cranchester era la única ciudad importante que tenemos cerca, lo cual es cierto. Cuando se retiró, tuve una corazonada.

— ¿Cuál?

—Comprendí su significado y me dije: «Desde luego, Ralph se encuentra en Cranchester».

En aquel instante dejé caer el atril que sostenía mis fichas. Mi hermana me reprochó en el acto mi torpeza, pero sin insistir. Tenía la mente fija en su teoría.

—Cranchester, miss Caroline —dijo el coronel Cárter—. No diga eso. Está muy cerca.

—Por eso mismo —exclamó Caroline triunfalmente—. A estas horas se sabe que no se fue en tren. Debió de ir a pie hasta Cranchester y aún continúa allí. A nadie se le ocurre siquiera que esté a tan corta distancia de aquí.

Opuse algunas objeciones a esa teoría, pero cuando a Caroline se le mete algo en la cabeza, nadie se lo quita.

— ¿Cree usted que Mr. Poirot tiene la misma idea? —dijo miss Gannett pensativa—. Es una coincidencia curiosa, pero he salido a dar un paseo esta tarde por la carretera y le vi pasar en un automóvil que venía de esa dirección.

Nos miramos unos a otros.

— ¡Vaya! —exclamó miss Gannett—. Tengo Mah-Jong hace rato y no me había fijado.

La atención de Caroline por sus propios ejercicios de inventiva, se distrajo momentáneamente. Advirtió a miss Gannett que, con una mano formada por tantas fichas distintas y tantos chows, no merecía la pena hacer Mah-Jong. Miss Gannett, impávida, empezó a contar.

—Sí, querida, sé a lo que se refiere, Pero todo depende de las fichas con que uno empieza. ¿O no?

—Nunca logrará grandes manos si no las busca —insistió Caroline.

—De todas formas, cada uno juega como quiere, ¿no? —Miss Gannett echó un vistazo a sus ganancias y dijo—: Fíjense si no en quién gana.

Caroline, que había perdido un montón de fichas, no dijo nada.

Mientras, Annie trajo la bandeja del té.

El «viento del Este» pasó de nuevo. Miss Gannett y Caroline tenían su pique particular, como suele ocurrir en veladas semejantes.

—Debería jugar un poco más deprisa, querida —dijo Caroline, al ver que su amiga vacilaba antes de colocar una ficha—. Los chinos colocan las piezas tan deprisa que hacen un ruido parecido al de cien mil pajaritos tri-nando.

Durante unos instantes jugamos como los chinos.

—Usted no dice nunca nada, Sheppard —exclamó el coronel jovialmente—. Es un hombre misterioso, amigo íntimo del gran detective y sin soltar una palabra de lo que ocurre.

—James es extraordinario —dijo Caroline—. Nunca da la menor información.

Me miró con desagrado.

—Les aseguro que no sé nada. Poirot se guarda sus opiniones.

—Es listo —murmuró el coronel con una risita—. Nunca descubre su juego. Esos detectives extranjeros son magníficos y emplean toda clase de trucos. ¡Sí, señor!

— ¡Pung! —dijo miss Gannett triunfalmente—. ¡Y Mah-Jong!

La atmósfera iba cargándose. La contrariedad que Caroline sentía al presenciar la tercera victoria de su amiga fue la que la impulsó a decirme, mientras edificaba una nueva muralla:

— ¡Eres el colmo, James! Estás sentado ahí como una momia, sin decir una palabra.

—Pero, querida —protesté—, no tengo nada que decir. Nada de lo que tú quisieras que dijera

— ¡Tonterías! —replicó Caroline—. Debes saber algo interesante.

De momento, no contesté. Estaba abrumado por la excitación. Había leído en algún sitio algo referente al «vencedor perfecto» que consistía en hacer Mah-Jong de salida. Nunca supuse que algo así me llegara a ocurrir.

Sorprendido por el triunfo, puse las fichas boca arriba encima de la mesa.

—Como dicen en el Club Shanghai —exclamé—: ¡Tíw-ho, el «vencedor perfecto»!

Los ojos del coronel casi salieron de sus órbitas.

— ¡Por todos los diablos! —gritó maravillado—. ¡Nunca jamás había visto semejante cosa!

Fue entonces cuando, molesto por las pullas de Caroline y la excitación del glorioso triunfo, cometí una imprudencia temeraria.

—Y ahora, algo ciertamente interesante —dije—. ¿Qué les parece una alianza de oro con una fecha y las palabras «Recuerdo de R.» grabadas en el interior?

Paso por alto la escena que siguió. Fui obligado a explicar dónde había sido encontrado aquel tesoro. Tuve que revelar la fecha.

—13 de marzo —dijo Caroline—. Hace seis meses de eso. ¡Ah!

Al cabo de un buen rato de discusiones, se desarrollaron tres teorías:

Primera: La del coronel Cárter. Que Ralph estaba casado secretamente con Flora. La primera y más sencilla.

Segunda: La de miss Gannett. Que Roger Ackroyd estaba casado con Mrs. Ferrars.

Tercera: La de Caroline. Que Roger Ackroyd estaba casado con su ama de llaves, miss Russell.

Todavía apareció una cuarta superteoría. La formuló mi hermana al acostarnos.

—No me extrañaría que Geoffrey y Flora se hubieran casado.

—Pero entonces habrían grabado: «Recuerdo de G» y no de «R» —objeté.

— ¡Quién sabe! Algunas muchachas llaman a los hombres por sus apellidos. Y ya has oído lo que miss Gannett ha dicho de Flora.

Debo decir que no había oído nada al respecto, pero viniendo de Caroline respeté su insinuación.

— ¿Y Héctor Blunt? Si alguien...

— ¡Desatinas! —dijo Caroline—. La admira, tal vez está enamorado de ella, pero, créeme, una muchacha no se encapricha de un hombre que podría ser su padre cuando hay en la casa un secretario joven y guapo. Puede animar al comandante para despistar. Las chicas son astutas, pero te diré una cosa, James Sheppard. Flora Ackroyd no ama a Ralph Patón y nunca lo ha amado. Convéncete de eso.

Dócilmente me dejé convencer.

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