Capítulo XXIII



La pequeña reunión de Poirot

Ahora —dijo Caroline, levantándose—, esta muchacha vendrá conmigo arriba para descansar un rato. No se preocupe, querida, Mr. Poirot hará cuanto pueda por usted.

—Debería regresar a Fernly Park —dijo Úrsula, vacilando.

Caroline le impuso silencio con una mano firme.

— ¡Tonterías! Está en mis manos de momento y se queda aquí, ¿verdad, Mr. Poirot?

—Será lo mejor —asintió el belga. Esta noche necesitaré a mademoiselle, perdone, madame, para que asista a mi pequeña reunión. A las nueve, en mi casa. Es necesario que se encuentre presente.

Caroline asintió y salió del cuarto con Úrsula. La puerta se cerró detrás de ellas. Poirot se dejó caer nuevamente en una silla.

—Bien, bien. Las cosas van arreglándose.

—Se ponen más negras por momentos para Ralph Patón —observé sombrío.

Poirot asintió.

—Sí, pero era de esperar, ¿verdad?

Le miré algo asombrado por la observación.

Estaba recostado en la silla, con los ojos entornados, las manos unidas de modo que las puntas de sus dedos se tocaban. De pronto suspiró y meneó la cabeza.

— ¿Qué le sucede? —pregunté.

—Hay momentos en que echo mucho de menos a mi amigo Hastings, que vive ahora en Argentina. Siempre que me he ocupado de un caso importante, ha estado a mi lado y me ha asistido. Sí, a menudo me ha ayudado porque tiene el talento especial de descubrir la verdad sin darse cuenta, sin comprenderlo él mismo, bien entendu. A veces decía algo particularmente descabellado y sus palabras me revelaban la verdad. Además, acostumbraba a escribir el relato de los casos de forma in-teresante de veras.

Tosí un tanto turbado.

—En cuanto a eso... —empecé, pero callé de pronto. Poirot se irguió en su silla. Sus ojos brillaban.

— ¿Qué iba a decir?

—Pues verá, he leído algunas de las narraciones del capitán Hastings y he pensado en tratar de hacer algo por el estilo. Sería una lastima no aprovechar esta ocasión única, acaso la única en que me veré metido en un misterio de este género.

Me sentía cada vez más avergonzado y más incoherente a medida que hablaba.

Poirot se levantó de un salto. Sentí un momento el temor de que me abrazara al estilo francés, pero afortunadamente se contuvo.

—Esto es magnífico. ¿Usted ha escrito sus impresiones sobre el caso a medida que se producían los hechos?

Asentí.

Épatant! —exclamó Poirot—. Veámoslas ahora mismo.

No estaba preparado para un requerimiento tan repentino y traté de recordar ciertos detalles.

—Espero que usted no se ofenderá —tartamudeé—. Tal vez he sido algo — ¡ejem!— demasiado personal de vez en cuando.

—Comprendo muy bien. Usted se refiere a mí como a una persona cómica, tal vez ridícula en ocasiones. No importa, Hastings no era siempre muy cortés. Estoy por encima de esas trivialidades.

Todavía asaltado por las dudas, busqué en los cajones de mi mesa y saqué un montón de cuartillas, que le entregué.

Con miras a una posible publicación en el futuro, había dividido el relato en capítulos y la noche anterior concluía con la visita de miss Russell. Poirot tenía, pues, veinte capítulos ante sí.

Le dejé con ellos. Me vi obligado a asistir a un enfermo a cierta distancia del pueblo y eran más de las ocho cuando regresé. Una cena caliente me esperaba en una bandeja, así como el anuncio de que Poirot y mi hermana habían cenado juntos a las siete y media, y que el detective había ido a mi taller con el fin de acabar la lectura del manuscrito.

—Espero, James —dijo Caroline—, que hayas sido cuidadoso con lo que dices de mí.

Me quedé boquiabierto. No había tenido el menor cuidado.

—No es que me importe mucho —añadió Caroline, traduciendo mi expresión de modo acertado—. Mr. Poirot sabrá disculparme. Me comprende él mucho mejor que tú.

Fui al taller y encontré a Poirot sentado ante la ventana.

El manuscrito estaba colocado en orden en una silla a su lado. Puso la mano en las hojas, diciéndome:

Eh bien! Le felicito por su modestia.

— ¡Oh! —dije un tanto sorprendido.

—Y por su reticencia —añadió.

— ¡Oh! —repetí.

—No es así como Hastings escribe —continuó mi amigo—. En cada página se encuentra muchas veces la palabra «yo». Lo que él pensaba, lo que él hacía. Pero usted mantiene su personalidad en último plano. Una o dos veces tan sólo se coloca en el primero; en las escenas familiares.

Me ruboricé levemente ante su mirada divertida.

— ¿Qué opina usted de todo ello? —pregunté nervioso.

— ¿Desea usted mi opinión franca y sincera?

—Sí.

—Es un relato minucioso y exacto —dijo con amabilidad—. Ha apuntado usted todos los hechos con fidelidad, aunque se muestra reticente respecto a su propio papel en los mismos.

— ¿Le ha ayudado a usted?

—Sí. Puedo decir que me ha ayudado considerablemente. Vamos ahora a mi casa para preparar el escenario de mi pequeña representación.

Caroline estaba en el vestíbulo. Creo que esperaba que la invitara a acompañarme. Poirot obró con mucho tacto, diciéndole:

—Me gustaría muchísimo tenerla a usted también, mademoiselle, pero de momento no es conveniente. Verá usted, todas las personas que se reunirán esta noche son sospechosas. Entre ellas se encontrará la que asesinó a Mr. Ackroyd.

— ¿Usted cree? —dije incrédulo.

—Veo que usted no confía en mí. No aprecia usted todavía a Hercule Poirot en su justo valor.

En aquel instante, Úrsula bajaba por la escalera.

— ¿Está usted dispuesta, hija mía? —preguntó Poirot—. Bien, iremos juntos a mi casa. Mademoiselle Caroline, créame, lo hago todo esto para prestarle un gran servicio. Buenas noches.

Salimos y dejamos a Caroline que nos miraba desde la puerta de la casa, como un perro fiel al que han escatimado un paseo.

El comedor de The Larches estaba preparado para la recepción. En la mesa había diversos refrescos y vasos, y un plato con galletas. Habían entrado algunas sillas del cuarto contiguo.

Poirot estuvo muy atareado disponiéndolo todo. Colocaba sillas, cambiaba la posición de una lámpara, se inclinaba para estirar las alfombras que cubrían el suelo. La luz le preocupaba mucho. Las lámparas estaban dis-puestas de modo que su claridad cayera sobre el grupo de sillas, dejando el otro extremo de la entrada, donde presumí que Poirot se sentaría, casi en la penumbra.

Úrsula y yo le veíamos hacer. De pronto oímos un campanillazo.

—Ya están aquí —dijo Poirot—. Bien, todo está dispuesto.

La puerta se abrió y los habitantes de Fernly Park entraron.

Poirot se adelantó y saludó a Mrs. Ackroyd y a Flora.

—Gracias por haber venido. También al comandante y a Mr. Raymond.

El secretario estaba de tan excelente humor como siempre.

— ¡Qué idea ha tenido usted! —dijo, riendo—. ¿Ha inventado alguna máquina científica? ¿Nos atarán aparatos en las muñecas para sorprender los latidos del corazón del culpable? Hay alguna invención de ese género, ¿verdad?

—En efecto, lo he leído —admitió Poirot—, pero yo estoy chapado a la antigua. Empleo los viejos métodos y sólo trabajo con mis células grises. Empecemos. Ante todo debo darles una noticia.

Cogió una mano de Úrsula y la hizo adelantarse.

—Esa dama es Mrs. Ralph Patón. Se casó con el capitán el pasado marzo.

Mrs. Ackroyd lanzó un leve grito.

— ¡Ralph! ¡Casado! ¡En marzo! ¡Es absurdo! ¿Cómo es posible?

Se quedó mirando a Úrsula como si no la hubiese visto nunca hasta entonces.

— ¡Ralph casado con la Bourne! —repitió—. No puedo creerlo, Mr. Poirot.

Úrsula se ruborizó y abrió la boca para hablar, pero Flora se adelantó. Acercándose a la otra chica, la cogió del brazo.

—Usted debe perdonar nuestra sorpresa. No teníamos la menor idea de eso. Han sabido guardar muy bien el secreto. Me alegro mucho.

—Es usted muy buena, miss Ackroyd —dijo Úrsula en voz baja—. Sin embargo, tiene derecho a estar muy enfadada. Ralph se ha portado muy mal, sobre todo con usted.

—No se preocupe por ello —replicó Flora, con un golpecito amistoso en el brazo de su compañera—. Ralph estaba en un lío y buscó la única salida posible. En su lugar yo habría hecho lo mismo, pero creo que hubiera debido confiarme su secreto. No le hubiera traicionado.

Poirot dio unas cuantas palmadas en la mesa y se aclaró la voz.

—Se abre la sesión —dijo Flora—. Monsieur Poirot nos da a comprender que no debemos hablar. Pero dígame tan sólo una cosa: ¿dónde está Ralph? Si alguien lo sabe es usted.

—Lo ignoro —exclamó Úrsula con voz desgarradora—. Le juro que lo ignoro.

— ¿No le han detenido en Liverpool? —preguntó Raymond—. Lo he leído en el periódico.

—No, no está en Liverpool —contestó Poirot.

—En efecto —añadí—, se desconoce su paradero.

— ¿Exceptuando a Mr. Poirot, no? —señaló Raymond.

Poirot replicó muy serio a la pequeña burla.

—Poirot lo sabe todo. No lo olviden.

Raymond puso unos ojos como platos.

— ¿Todo? —Lanzó un silbido—. Es mucho decir, ¿no?

— ¿Pretende insinuar, amigo mío —le dije incrédulo a Poirot—, que sabe dónde se esconde Ralph?

—Usted, doctor, lo llama «insinuar», yo lo llamo «saber».

—En Cranchester —me atreví a decir.

—No, no está en Cranchester.

No volvió a decir nada más al respecto y, a una señal suya, todos nos sentamos.

En aquel instante, la puerta volvió a abrirse y entraron dos personas, que se sentaron cerca de la puerta. Eran Parker y el ama de llaves.

—Ya estamos todos —dijo Poirot.

Su voz sonaba satisfecha y vi la inquietud reflejada en los rostros agrupados al otro extremo de la estancia. Había algo en aquella escena que sugería la idea de una trampa que se había cerrado.

Poirot sacó un papel del bolsillo y pasó lista con cierto énfasis.

—Mrs. Ackroyd, miss Flora Ackroyd, el comandante Blunt, Mr. Geoffrey Raymond, Mrs. Ralph Patón, John Parker y Elizabeth Russell.

Dejó el papel en la mesa.

— ¿Qué significa todo esto? —empezó Raymond.

—La relación que acabo de leer —dijo Poirot— incluye a todas las personas sospechosas. Cada uno de los que están presentes tuvo la oportunidad de matar a Mr. Ackroyd.

Dando un grito, Mrs. Ackroyd se levantó, temblorosa.

—Esto no me gusta —gimió—. No me gusta. Me vuelvo a casa.

—No puede usted irse, madame, hasta haber oído lo que tengo que decir.

Hizo una pausa y se aclaró la garganta.

—Empezaré por el principio. Cuando miss Ackroyd me pidió que investigara el caso, fui a Fernly Park con el doctor Sheppard. Recorrí con él la terraza, donde se me enseñaron las huellas de la ventana. Desde allí, el inspector Raglán me llevó al sendero que se junta con el camino. Mis ojos se fijaron en un pequeño cobertizo que examiné con gran atención. Encontré dos cosas: un pedazo de batista almidonado y una pluma de oca. El pedazo de batista me sugirió inmediatamente la idea de un delantal de camarera. Cuando Raglán me enseñó la lista de las personas que se encontraban en la casa, observé que una de las doncellas, Úrsula Bourne, no tenía una verdadera coartada. Según su declaración, se encontraba en su cuarto entre las nueve y media y las diez. Pero, ¿y suponiendo que en vez de eso estuviera en el cobertizo? En tal caso, debió de haber ido a reunirse con alguien. Por el doctor Sheppard sabemos también que un forastero llegó a la casa aquella noche, el forastero que encontró frente a la verja.

»A primera vista parece que nuestro problema está esclarecido y que el forastero fue al cobertizo para ver a Úrsula Bourne. Tenía la certidumbre de que había ido al cobertizo a causa de la pluma de oca. Ésta me sugirió instantáneamente la idea de un adicto a las drogas que había adquirido la costumbre al otro lado del Atlántico, donde el aspirar «nieve» es un sistema más usual que en este país. El hombre a quien el doctor Sheppard vio tenía acento norteamericano, lo que se ajustaba a esta suposición.

»Pero una cosa me detenía. Las horas no concordaban. No era posible que Úrsula Bourne hubiera ido al cobertizo antes de las nueve y media, mientras que el hombre debió de estar allí pocos minutos después de las nueve. Podía suponer que esperó media hora. Otra alternativa era que hubieran tenido lugar dos entrevistas en aquel pequeño cobertizo aquella misma noche. Eh bien! Tan pronto como estudié esta alternativa descubrí varios hechos interesantes. Supe que el ama de llaves había visitado al doctor Sheppard por la mañana, mostrando mucho interés por la cura de los adictos a los estupefacientes. Tras añadir este hecho al descubrimiento de la pluma de oca, presumí que el hombre en cuestión vino a Fernly Park para encontrarse con el ama de llaves y no con Úrsula Bourne. ¿A quién, pues, fue a ver Úrsula en el cobertizo? No dudé mucho tiempo. Antes encontré una sortija, una alianza, con la inscripción «Recuerdo de R» y una fecha. Supe luego que se había visto con Ralph Patón en el sendero que lleva al pequeño cobertizo a las nueve y veinticinco, y me enteré también de una conversación sostenida en el bosque con Ralph Patón y una muchacha. Tenía, pues, mis hechos presentados claramente y en orden: un matrimonio en secreto, un noviazgo anunciado el día de la tragedia, la entrevista borrascosa en el bosque y la cita en el cobertizo aquella noche.

«Incidentalmente, eso me probó algo y es que tanto Ralph Patón como Úrsula Bourne —o Mrs. Úrsula Patón— tenían serios motivos para desear la muerte de Mr. Ackroyd. Además, ponía en claro que no pudo ser Ralph quien estaba con Mr. Ackroyd en el despacho a las nueve y media.

»Llegamos ahora a otro aspecto todavía más interesante del crimen. ¿Quién estaba en el despacho con Mr. Ackroyd a las nueve y media? No era Ralph, que se encontraba en el cobertizo con su mujer. No era Kent, que se había ido ya. ¿Quién, entonces? Me hice mi pregunta, mi más sutil y audaz pregunta: ¿Acaso había alguien con él?

Poirot se inclinó hacia adelante y pronunció estas palabras en tono triunfal, irguiéndose a continuación con la actitud de quien ha asestado un golpe decisivo.

Sin embargo, Raymond no pareció impresionado y manifestó una débil protesta.

—No sé si usted trata de demostrar que soy un embustero, Mr. Poirot, pero no soy el único en haber declarado eso. Recuerde que el comandante Blunt oyó también a Mr. Ackroyd hablar con alguien. Estaba en la terraza y no pudo distinguir las palabras, pero oyó las voces.

Poirot asintió.

—No lo he olvidado —dijo tranquilamente—, pero el comandante tenía la impresión de que era con usted con quien hablaba Mr. Ackroyd.

Durante un momento, Raymond pareció desconcertado.

—Blunt sabe ahora que se equivocaba —protestó.

—Es cierto —aprobó el comandante.

—Sin embargo, debió de tener un motivo para pensarlo —insistió Poirot—. ¿Qué oyó decir?: «Las demandas de dinero han sido tan frecuentes últimamente, que temo que me será imposible acceder a su petición». ¿Nada de particular le llama la atención en esto?

—Me temo que no —contestó Raymond—. Me dictaba con frecuencia cartas casi en los mismos términos.

—Eso mismo —exclamó Poirot—. A eso quería llegar. ¿Emplearía alguien semejante frase para hablar a otra persona? Es imposible que eso forme parte de una verdadera conversación. Ahora bien, si había estado dictando una carta...

—Usted piensa que estaba leyendo una carta en voz alta —dijo lentamente Raymond—. Pero, aunque así fuera, debía estar leyéndosela a alguien.

— ¿Por qué? No tenemos pruebas de que hubiera otra persona en el cuarto. No se oyó otra voz que la de Mr. Ackroyd. Recuérdelo.

—Uno no se leería cartas como ésa en voz alta, a menos que estuviera loco.

—Todos ustedes han olvidado algo —dijo Poirot suavemente—. ¡El forastero que visitó la casa el miércoles anterior!

Todas las miradas se fijaron en Poirot.

—Sí —repitió Poirot—, el miércoles. El muchacho en sí no tiene importancia, pero la firma que representaba me interesó mucho.

— ¡La Compañía de Dictáfonos! —exclamó Raymond, asombrado—. Comprendo. Usted piensa en un dictáfono.

Poirot asintió.

—Mr. Ackroyd había hablado de adquirir un dictáfono, ¿recuerda usted? Yo tuve la curiosidad de preguntar a la compañía en cuestión. Su contestación fue que Mr. Ackroyd compró un dictáfono a su representante. Ignoro por qué no se lo dijo a usted.

—Debía de querer darme una sorpresa —murmuró Raymond—. Disfrutaba como una criatura sorprendiendo a la gente. Pensaría tenerlo a escondidas un día o dos.

Es probable que se entretuviera con él como con un juguete nuevo. ¡Comprendo! ¡Usted tiene razón, nadie emplearía esas palabras en una conversación ordinaria!

—Explica también —dijo Poirot— por qué el comandante Blunt creyó que usted estaba en el despacho. Lo que oyó eran fragmentos de dictado y su mente subconsciente dedujo que usted estaba con Mr. Ackroyd. Su mente consciente estaba ocupada en algo muy distinto: la figura blanca que acababa de entrever. Creyó que se trataba de miss Ackroyd, pero lo que vio en realidad fue el delantal blanco de Úrsula Bourne que se dirigía al cobertizo.

Raymond se había repuesto de la primera sorpresa.

—De todos modos —señaló—, este descubrimiento suyo, por brillante que sea (estoy seguro de que a mí jamás se me hubiera ocurrido), deja la posición esencial igual que antes. Mr. Ackroyd aún vivía a las nueve y media, puesto que hablaba al dictáfono. Parece deducirse que Charles Kent estaba lejos de la casa en aquel momento. En cuanto a Ralph Patón...

Vaciló mirando a Úrsula.

La muchacha se ruborizó, pero contestó con firmeza.

—Ralph y yo nos separamos a las diez menos cuarto. Estoy segura de que no se acercó a la casa. No tenía intención de hacerlo. Quería evitar, ante todo, una entrevista con su padrastro. Hubiese sido un desastre.

—No es que dude de lo que usted dice —explicó Raymond—. Siempre tuve el convencimiento de que el capitán Patón era inocente, pero hay que pensar en el tribunal y en las preguntas que allí se hacen. Se encuentra en una situación difícil, pero si se presenta...

Poirot le interrumpió:

— ¿Éste es su consejo? ¿Que se presente?

— ¡Por supuesto! ¡Si usted sabe dónde está!

—Veo que no cree que lo sé y, sin embargo, le acabo de decir que lo sé todo. Sé la verdad sobre la llamada telefónica, las huellas de la ventana, el escondite de Ralph Patón.

— ¿Dónde se encuentra? —cortó Blunt.

__Cerca de aquí —contestó Poirot, sonriendo.

— ¿En Cranchester? —pregunté.

Poirot se volvió hacia mí.

—Usted me pregunta siempre lo mismo. La idea de Cranchester es en usted una idee fixe. ¡No está en Cranchester! ¡Está aquí!

Con un gesto teatral señaló con el dedo índice. Todas las cabezas se volvieron.

Ralph Patón estaba de pie en el umbral de la puerta.

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