Capítulo XXII



La historia de Úrsula

La muchacha se quedó mirando un momento a Poirot sin decir palabra. Luego, vencida toda reserva, inclinó de nuevo la cabeza y estalló en sollozos.

Caroline se apartó y, colocando un brazo en torno a la muchacha, le dio unos golpecitos cariñosos en el hombro.

—Vamos, vamos, hija mía —dijo para sosegarla—. Todo se arreglará. Ya lo verá, todo se arreglará.

Bajo su curiosidad y su amor a las habladurías, Caroline esconde un corazón bondadoso. Por un momento, al ver la desesperación de la chica, olvidé hasta la interesantísima revelación de Poirot.

Úrsula se enderezó finalmente, enjugándose los ojos.

—Soy muy débil y tonta —afirmó.

—No, no, hija mía —replicó Poirot bondadoso—. Todos comprendemos la tensión de esta última semana.

—Tuvo que ser una prueba terrible —dije.

— ¿Cómo lo sabe usted? —exclamó Úrsula—. ¿Fue Ralph quien se lo dijo?

Poirot meneó la cabeza.

— ¿Usted sabe lo que me ha traído aquí esta noche? —continuó la muchacha—. ¡Esto! —alargaba un pedazo de papel de diario arrugado y reconocí el párrafo que Poirot había hecho publicar—. Dice que Ralph ha sido detenido. Todo es inútil. Ya no debo callar más.

—Las noticias de los diarios no son siempre ciertas, mademoiselle —murmuró Poirot que parecía algo avergonzado de sí mismo—. De todos modos, creo que obrará con cordura si me lo explica todo. Lo que necesitamos ahora es la verdad.

La muchacha vaciló, mirándole dudosa.

—Usted no confía en mí. Sin embargo, ha venido a verme, ¿verdad? ¿Por qué?

—Porque no creo que Ralph sea culpable —dijo la muchacha en voz baja—. Creo que usted es hábil y descubrirá la verdad, y también que...

— ¿Qué?

— ¡Creo que usted es bueno!

Poirot asintió varias veces.

— ¡Bien, bien! Todo esto está muy bien. Pero, mire, creo de veras que su esposo es inocente. Sin embargo, el asunto no se presenta bien. Si debo salvarlo, es preciso que conozca todos los detalles aunque aparentemente le sean desfavorables.

— ¡Qué bien lo comprende usted! —dijo Úrsula.

— ¿De modo que usted me explicará toda la historia, desde el principio?

—Supongo que no va a hacerme salir de aquí —señaló Caroline, instalándose cómodamente en su sillón—. Lo que quiero saber —continuó— es por qué esta niña se había disfrazado de camarera.

— ¿Disfrazado? —repetí.

—Eso es lo que digo. ¿Por qué lo hizo, criatura? ¿Fue una apuesta?

—Fue para ganarme la vida —contestó Úrsula desabrida.

Animada por nosotros, empezó la historia que reproduzco a continuación con mis propias palabras.

Úrsula Bourne descendía, por lo visto, de una familia irlandesa de noble estirpe, pero venida a menos. Eran siete hijas en su casa y, a la muerte de su padre, casi todas las muchachas se vieron obligadas a ganarse la vida. La hermana mayor de Úrsula se casó con el capitán Folliott. Era la dama que visité aquel domingo y la causa de su actitud no era difícil de adivinar. Decidida a ganarse la vida y no atrayéndole la idea de cuidar niños —única profesión al alcance de una muchacha sin preparación—, Úrsula prefirió colocarse de camarera. Su hermana le daría referencias. En Fernly Park, a pesar de su reserva que, como ya hemos visto, suscitó comentarios, se mostró a la altura de su tarea: activa, competente y responsable.

«Me gustaba mi trabajo —explicó— y me quedaban muchos ratos libres.»

Entonces fue cuando conoció a Ralph Patón. Se amaron y se casaron en secreto. Ralph la convenció, aunque ella rehusó por mucho tiempo acceder a sus deseos. Declaró que su padrastro no daría su consentimiento a su boda con una muchacha pobre. Era preferible casarse en secreto y darle la noticia más adelante, en un momento favorable.

Así fue como Úrsula Bourne se transformó en Úrsula Patón. Ralph declaró que pensaba pagar sus deudas, encontrar un empleo y, cuando tuviese una posición que le permitiera mantener a su mujer y vivir independiente-mente de su padre adoptivo, le diría la verdad.

Pero los hombres como Ralph Patón empiezan una nueva vida con mayor facilidad en teoría que en la práctica. El joven esperaba que su padrastro, mientras ignorase su matrimonio, consentiría en pagar sus deudas y ayudarle a empezar una nueva vida. Pero la revelación del importe de las deudas de Ralph enfureció a Roger Ackroyd y éste rehusó hacer lo más mínimo por el muchacho. Transcurrieron unos meses y Ralph fue llamado nuevamente a Fernly Park. Ackroyd le habló sin rodeos. Su mayor deseo era que Ralph se casara con Flora y así se lo impuso al joven. Aquí fue donde la debilidad innata de Ralph Patón se reveló.

Como siempre, se acogió a la solución más fácil e inmediata. Por lo que deduzco, ni Flora ni Ralph fingieron amarse. Por ambos lados fue una transacción comercial. Roger Ackroyd dictó sus deseos y ellos asintieron. Flora aceptó la oportunidad que le prometía libertad, dinero y nuevos horizontes. Ralph jugaba, desde luego, una partida distinta. Se encontraba en un grave apuro económico. Aprovechó la ocasión. Pagaría sus deudas y volvería a empezar como una hoja en blanco. No estaba en su naturaleza considerar el futuro, pero supongo que pensó vagamente en romper su compromiso con Flora después de un intervalo decente. Tanto Flora como él convinieron en guardar de momento el secreto sobre sus relaciones. A Ralph le angustiaba la idea de que Úrsula llegara a saberlo. Comprendía instintivamente que su naturaleza, fuerte y resuelta, a la que la duplicidad desagradaba sobremanera, no acogería de modo favorable semejante determinación. Llegó el momento en que Ackroyd, siempre autoritario, decidió anunciar los esponsales. No dijo una palabra de su intención a Ralph, sino a Flora, y ésta, apática, no objetó nada. La noticia cayó sobre Úrsula como una bomba.

Llamado por ella, Ralph llegó rápidamente a la ciudad. Se encontraron en el bosque, donde parte de su conversación fue sorprendida por mi hermana. Ralph le suplicó que callara algún tiempo más. Úrsula estaba decidida a acabar con tanto tapujo. Iría a decirle la verdad a Ackroyd sin más dilación. Marido y mujer se separaron enojados.

Con gran determinación, Úrsula pidió una entrevista a Ackroyd aquella misma tarde y le reveló la verdad. Esa entrevista fue borrascosa y tal vez lo hubiese sido más de no estar haber estado su patrón preocupado por otros asuntos. Tal como fue, no tuvo nada de agradable. Ackroyd no era de los que olvidan con facilidad que les engañen. Su rencor iba principalmente dirigido contra Ralph, pero Úrsula se llevó su parte, puesto que consideró que la muchacha había tratado deliberadamente de «pescar en sus redes» al hijo adoptivo de un hombre rico.

Ambos se dijeron cosas de ésas que no se olvidan nunca.

Aquella misma noche, Úrsula vio a Ralph en el pequeño cobertizo tras salir de la casa por la puerta lateral. Su entrevista consistió en hacerse reproches mutuos. Ralph culpó a Úrsula de haber echado a perder sus esperanzas con esa revelación anticipada. Úrsula reprochó a Ralph su duplicidad.

Se separaron finalmente. Media hora después, poco más o menos, era descubierto el cadáver de Ackroyd. Desde aquella noche, Úrsula no había vuelto a ver a Ralph ni a saber de él.

Mientras iba explicando su historia, me daba una vez más cuenta de que las circunstancias no eran muy favorables para el capitán. Vivo, Ackroyd no hubiera dejado de cambiar sus disposiciones testamentarias. Le conocía lo suficiente para comprender que éste hubiera sido su primer pensamiento. Su muerte ocurrió a tiempo para Ralph y Úrsula Patón. No era de extrañar que la muchacha hubiese callado y representado su papel con tanta fuerza de voluntad.

Mis meditaciones fueron interrumpidas por la voz de Poirot y comprendí, por la gravedad de su tono, que él también se daba cuenta de la situación.

—Mademoiselle, debo hacerle una pregunta y usted tiene que contestarla con franqueza, pues de ella puede depender todo. ¿Qué hora era cuando usted se separó del capitán en el cobertizo? Reflexione un momento para contestar con exactitud.

La muchacha soltó una risa amarga.

— ¿Cree usted que no lo he pensado y vuelto a pensar muchas veces? Eran las nueve y media cuando salí para ir a su encuentro. El comandante Blunt se paseaba por la terraza y tuve que dar la vuelta a los arbustos para evitarle. Debían de ser las diez menos veintisiete minutos cuando llegué al cobertizo. Ralph me estaba esperando. Estuve con él diez minutos, no pudieron ser más, puesto que eran las diez menos cuarto cuando regresaba a casa.

Comprendí de pronto la insistencia de su pregunta el otro día. Si se hubiese probado que Ackroyd había sido asesinado antes de las diez menos cuarto y no después, la cosa hubiese resultado distinta. Vi esta deducción refleja-da en la siguiente pregunta de Poirot.

— ¿Quién salió primero del cobertizo?

—Yo.

— ¿Dejó a Ralph en el interior?

—Sí. ¿Pero no creerá...?

—Mademoiselle, tanto da lo que yo piense. ¿Qué hizo usted al regresar a la casa?

—Subí a mi cuarto.

— ¿Hasta qué hora estuvo en él?

—Hasta las diez, aproximadamente.

— ¿Alguien puede probarlo?

— ¿Probarlo? ¿Que estaba en mi cuarto? ¡Oh, no! Pero seguro que... ¡Oh! Comprendo. Pueden creer, pensar...

Vi la mirada de horror en sus ojos y Poirot acabó la frase en su lugar:

—... que usted fue la que saltó por la ventana y apuñaló a Ackroyd cuando estaba sentado en su sillón. Sí, pueden pensarlo.

—Sólo a un loco se le ocurriría semejante cosa -—dijo Caroline con indignación.

Dio una palmadita en el hombro de Úrsula, que había escondido el rostro entre las manos.

— ¡Es horrible! —murmuraba—. ¡Horrible!

Caroline la sacudió amistosamente.

—No se preocupe, querida. Mr. Poirot no lo cree. En cuanto a su marido, debo decirle que no pienso gran cosa de él. ¡Habráse visto, huir y dejarla que se las componga sola!

Úrsula meneó la cabeza con energía.

— ¡No! —exclamó—. ¡No es así! Ralph no habrá huido pensando en él. Si está enterado del asesinato de su padrastro, puede creer que yo soy la culpable.

—No creo que piense semejante desatino —replicó Caroline.

—Fui tan cruel con él aquella noche, tan amarga y dura. No quise oír lo que intentaba decir, no quise creer siquiera que me amaba con sinceridad. Sólo le dije lo que pensaba de él, las cosas más frías y crueles que se me ocurrieron, tratando de herirle.

—No creo que le hiciera ningún mal —dijo Caroline—. No se preocupe por lo que dice a un hombre. Son todos tan fatuos, que no creen que una lo piense de veras si se trata de cosas desagradables.

Úrsula continuó mientras abría y cerraba las manos:

—Cuando se descubrió el crimen y no se presentó, me sobresalté muchísimo. Me pregunté de pronto si él no sería el criminal, pero comprendí que no podía serlo. Quería que se presentara y dijera abiertamente que no tenía nada que ver con la tragedia. Sabía que tenía un gran aprecio al doctor Sheppard y me figuré que tal vez éste sabría dónde se escondía.

Se volvió hacía mí.

—Por eso le hablé como lo hice aquel día. Pensé que si usted sabía dónde estaba, podría transmitirle el mensaje.

— ¿Yo?

— ¿Por qué había de saber James dónde se encontraba? —preguntó Caroline secamente.

—Comprendo que no era probable —admitió Úrsula—. Pero Ralph hablaba a menudo del doctor y sabía que le consideraba como su mejor amigo en Kings Abbot.

—Mi querida niña, no tengo la menor idea de dónde se encuentra Ralph Patón en este momento.

—Eso es la pura verdad —dijo Poirot.

Úrsula nos mostró el periódico, como si no comprendiera.

— ¡Ah! Eso —dijo Poirot ligeramente avergonzado—. Una bagatelle, mademoiselle. Rien du tout! No he creído por un solo momento que hubieran detenido a Ralph Patón.

—Pero entonces...

—Hay algo que quisiera saber —señaló el detective—. ¿El capitán Patón llevaba zapatos o botas aquella noche?

Úrsula meneó la cabeza.

—No recuerdo.

— ¡Lástima! Pero, ¿cómo iba a saberlo? Ahora, madame —le sonrió con la cabeza inclinada a un lado y moviendo un dedo elocuentemente—, basta de preguntas. No se atormente usted. Tenga mucho valor y fe en Hercule Poirot.

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