Ya llegan.
Ya llegan en sus coches y en sus camiones, dejando atrás, en el aire puro de la noche, unas columnas de humo azul que parecen manchas en el alma. Ya llegan con sus mujeres e hijos, con sus amantes y novias, hablando de cosechas, de animales y de viajes futuros, de la campana de la iglesia y de la catequesis de los domingos, de trajes de boda y del nombre que les pondrán a los niños que aún no han nacido, de quién dijo estoy quién lo otro, cosas todas ellas insignificantes y a la vez grandiosas que constituyen el sustento de un millar de pueblecitos que no se diferencian en nada del suyo.
Ya llegan con comida y bebidas, y la boca se les hace agua con el olor a pollo frito y a tartas recién horneadas. Ya llegan con las uñas sucias y con aliento a cerveza. Ya llegan con camisas planchadas y vestidos estampados, con el pelo peinado o revuelto. Ya llegan con alegría en el corazón, con sentimientos de venganza y con una excitación que se les enrosca en las entrañas igual que si fuera una serpiente.
Ya llegan para ver cómo arde un hombre.
Dos hombres pararon en la gasolinera de Cebert Yaken, LA PEQUEÑA GASOLINERA MÁS SIMPÁTICA del SUR, muy cerca de la ribera del río Ogeechee, en la carretera que lleva a Caina. Cebert había pintado aquel letrero de un rojo y un amarillo chillones en 1968 y, desde entonces, subía cada año a la azotea el primer día de abril para darle una mano de pintura, a fin de que el sol no pudiera ensañarse jamás con el letrero y decolorar su mensaje de bienvenida. Día tras día, el letrero proyectaba su sombra en el solar vacío, en los macetones de flores, en los brillantes surtidores de gasolina y en los cubos que Cebert tenía siempre llenos de agua para que los conductores pudieran limpiar los restos de insectos de los parabrisas. Más allá había unos campos baldíos, y, a principios del caluroso septiembre, la calima que ascendía del asfalto hacía que los árboles del sasafrás danzaran, espejeantes, en el aire inmóvil. Las mariposas se confundían con las hojas caídas: las anaranjadas mariposas dormilonas, las blancas mariposas escaqueadas y las azules mariposas con cola del este se agitaban tras el paso de los vehículos como si fueran las velas de unos barcos de vivos colores que se balancearan en un mar agitado.
Desde el taburete que estaba junto a la ventana, Cebert veía llegar los coches y comprobaba si las matrículas eran de otro estado para, de ser así, preparar una cordial bienvenida al viejo estilo sureño, servir quizás algunos cafés y donuts o bien deshacerse de algunos mapas turísticos cuyas cubiertas amarilleadas por el sol indicaban el fin inmediato de su utilidad.
Cebert llevaba la indumentaria previsible: un mono azul con su nombre bordado en el lado izquierdo del pecho y una gorra de propaganda de la empresa Beef Feeds echada hacia atrás como un toque de informalidad. Tenía el pelo blanco y un largo bigote que se curvaba de forma pintoresca sobre el labio superior y cuyas puntas casi se le unían en la barbilla. A sus espaldas, la gente murmuraba que parecía como si un pájaro acabase de salir volando de la nariz de Cebert, aunque nadie lo decía con mala intención. La familia de Cebert había vivido en aquella región durante varias generaciones y Cebert era uno de los suyos. En las ventanas de la gasolinera ponía anuncios de picnics y de rastrillos benéficos donde se vendían pasteles y hacía donaciones para cualquier buena causa. Si el hecho de vestirse y de comportarse como el abuelo Walton le ayudaba a vender un poco más de gasolina y un par de chocolatinas más, pues mejor para Cebert.
Encima del mostrador de madera, detrás del que Cebert se sentaba un día sí y otro también, a lo largo de los siete días de la semana, compartiendo las tareas con su mujer y su hijo, había un tablón de anuncios encabezado por la siguiente frase: «¡Mira quién se dejó caer por aquí!». Cientos de tarjetas de visita estaban clavadas en él. Había más tarjetas en las paredes, en los marcos de las ventanas y en la puerta que comunicaba con la pequeña oficina trasera. Miles de don nadies que pasaban por Georgia, en su ruta para vender tinta para fotocopiadoras o productos para el cuidado del pelo, le habían dado al viejo Cebert su tarjeta como recuerdo de su visita a LA PEQUEÑA gasolinera más simpática del sur. Cebert nunca las quitaba, de modo que las tarjetas habían ido acumulándose hasta el punto de formar estratos, como si se tratase de una roca. Si bien algunas habían ido cayéndose con el paso de los años o habían ido a parar detrás de las cámaras frigoríficas, por lo general, si los don nadies pasaban de nuevo por allí al cabo de unos años, acompañados de pequeños don nadies, era casi del todo probable que encontrasen sus tarjetas sepultadas bajo cientos de ellas, como una reliquia de la vida de la que una vez disfrutaron y de la clase de hombre que fueron.
Pero los dos hombres que llenaron el tanque de gasolina y que echaron agua al radiador de su mierda de Taurus, justo antes de las cinco de la tarde, no eran de esos que dejan su tarjeta de visita. Cebert se dio cuenta enseguida de ese detalle y sintió que algo se le revolvía en las tripas cuando aquellos dos hombres le miraron. Se comportaban de un modo que sugería una amenaza que ni se molestaban en disimular, un peligro potencial tan evidente como una pistola amartillada o una espada desenvainada. Cebert apenas los saludó con la cabeza cuando entraron y tuvo buen cuidado de no pedirles su tarjeta. Aquellos hombres no querían que los recordaran, y cualquier persona inteligente, como lo era Cebert, haría bien en darse la maña de olvidarlos en cuanto pagaran la gasolina (en efectivo, por supuesto) y la última mota de polvo que levantase su coche volviese al suelo.
Porque si unos días después decidieras recordarlos, tal vez cuando la poli llegase haciendo preguntas y pidiéndote que los describieras, entonces, bueno, ellos podrían enterarse y decidir también acordarse de ti. Y la próxima vez que alguien se dejase caer por el establecimiento del viejo Cebert sería para llevarle flores, y el viejo Cebert no tendría que darle palique ni venderle un descolorido mapa turístico, porque el viejo Cebert estaría muerto y nunca más tendría que preocuparse de sus mercancías amarillentas ni de la pintura descascarillada del letrero.
De modo que Cebert tomó el dinero y vio cómo el más bajo de los dos, el tipejo blanco que había echado agua al radiador cuando llegaron a la gasolinera, echó un vistazo a los discos compactos más baratos y a los escasos, libros de bolsillo que había en un expositor junto a la puerta. El otro, un negro alto que llevaba una camisa negra y unos vaqueros de marca, miraba con aire despreocupado los ángulos del techo y las estanterías que estaban detrás del mostrador, cargadas hasta arriba de paquetes de cigarrillos. Cuando comprobó que no había ninguna cámara de vigilancia, sacó la cartera y, con la mano enguantada en piel, cogió dos billetes de diez dólares para pagar la gasolina y dos refrescos. Esperó con paciencia a que Cebert le diese el cambio. El coche era el único que había en el surtidor. Tenía matrícula de Nueva York, y tanto la matrícula como el coche estaban bastante sucios, de manera que Cebert no pudo apreciar mucho más que la marca, el color y la estatua de la señora Libertad oteando a través de la mugre.
– ¿Necesitan un mapa? -preguntó Cebert, esperanzado-. ¿Tal vez una guía turística?
– No, gracias -dijo el negro.
Cebert hurgó en la máquina registradora. Sin saber por qué, las manos empezaron a temblarle. Nervioso, se sorprendió a sí mismo iniciando justo el tipo de conversación idiota que se había jurado evitar. Le daba la impresión de hallarse fuera de su propio cuerpo, viendo cómo un viejo tonto con unos bigotes caídos se hablaba a sí mismo dentro de una tumba prematura.
– ¿Van a quedarse por aquí?
– No.
– Entonces me temo que no volveremos a vernos.
– Puede que tú no.
Había algo en el tono de voz de aquel hombre que hizo que Cebert levantase la vista de la caja registradora. Le sudaban las manos. Sacó con rapidez una moneda de un cuarto de dólar con el dedo índice y dejó que se deslizara por la cuenca de su mano derecha antes de dejarla caer de nuevo en la caja registradora. El negro seguía, muy tranquilo, al otro lado del mostrador, pero Cebert sintió una opresión inexplicable en la garganta. Parecía como si aquel cliente fuese dos personas a la vez: una de ellas vestida con vaqueros negros y camisa negra, con un leve deje sureño en la voz, y la otra una presencia invisible que se había colocado detrás del mostrador y que constreñía poco a poco las vías respiratorias de Cebert.
– O puede que volvamos alguna vez -prosiguió-. ¿Estarás aquí todavía?
– Eso espero -carraspeó Cebert.
– ¿Crees que te acordarás de nosotros?
Lo preguntó como quien no quiere la cosa, con algo que podría interpretarse como el esbozo de una sonrisa, pero no había lugar a dudas sobre lo que quería decir.
Cebert tragó saliva.
– Jefe -dijo-, ya mismo me he olvidado de vosotros.
Oído esto, el negro asintió con la cabeza y salió de allí con su acompañante. Cebert no pudo recobrar el aliento hasta que el coche se perdió de vista y la sombra del letrero se proyectó de nuevo en el solar vacío.
Cuando, uno o dos días después, los polis llegaron haciendo preguntas sobre aquellos dos hombres, Cebert negó con la cabeza y les dijo que no sabía nada, que no podía recordar si dos tipos como aquéllos habían pasado por allí a lo largo de la semana. Mierda, montones de gente pasaban por allí en dirección a la 301 o a la carretera Interestatal, como si aquello fuese una atracción de Disney. Y, en cualquier caso, todos esos tipos negros son iguales, ya sabes. Invitó a los polis a café y a pastelillos y se deshizo de ellos. Se sorprendió a sí mismo, por segunda vez en aquella semana, recuperando el aliento.
Echó un vistazo a las tarjetas de visita que atiborraban lo que antes eran paredes blancas, se inclinó y sopló el polvo acumulado en el rimero que le quedaba más próximo. El nombre de Edward Boatner quedó al descubierto. Según aquella tarjeta, Edward trabajaba para una fábrica que estaba a las afueras de Hattiesburg, en Mississippi, como vendedor de repuestos. Bien, si Edward volvía alguna vez, podría echarle un vistazo a su tarjeta. Aún estaría allí, porque Edward quería que lo recordasen.
Pero Cebert no se acordaba de nadie que no quisiera ser recordado.
Él podía ser amigable, pero no era tonto.
Un roble negro se alza en una colina, en el extremo norte de un campo verde. Sus ramas parecen huesos recortados en el cielo iluminado por la luna. Es un árbol muy viejo. Tiene la corteza gruesa y gris, con profundas arrugas de uniformes surcos verticales, como una reliquia fosilizada que hubiese quedado varada tras una marea pretérita. Por algunos sitios, la corteza interior ha quedado al descubierto y rezuma un olor amargo y desagradable. Sus brillantes hojas verdes son carnosas y feas, estrechas y de color intenso, con dientes erizados en el extremo del lóbulo.
Pero no es éste el verdadero olor del roble negro que se alza en el extremo de Ada's Field. En las noches cálidas, cuando el mundo está en calma, pensativo, y la pálida luz de la luna brilla sobre la tierra abrasada que hay debajo de la copa del roble negro, éste exhala un olor distinto, extraño incluso para su propia especie, pero que forma parte de él como las hojas que cuelgan de sus ramas y las raíces que se hunden en la tierra. Es el olor de la gasolina y de la carne quemada, de restos humanos y de pelo chamuscado, de goma derretida y de algodón en llamas. Es el olor de la muerte dolorosa, del miedo y de la desesperación, de los momentos finales vividos entre las risas y los insultos de los mirones.
Si te acercas, verás que la parte inferior de sus ramas está calcinada y carbonizada. Mira, observa el tronco: la profunda ranura que surca la madera, ahora marchita, pero antes vigorosa, donde alguien resquebrajó de pronto la corteza violentamente. El hombre que hizo aquella marca, la última marca que dejó en este mundo, era Will Embree y tenía mujer e hijo, y un trabajo en una tienda de comestibles por el que ganaba un dólar a la hora. Su mujer se llamaba Lila Embree, Lila Richardson de soltera, y el cuerpo de su marido -después del desenlace final: una lucha desesperada que provocó que las botas golpearan con tanta fuerza el tronco del árbol que acabaron desgarrándole la corteza y dejando una llaga profunda en su pulpa- nunca le fue devuelto, porque quemaron sus restos y la multitud se llevó como recuerdo los huesos calcinados de los dedos de las manos y de los pies. Le mandaron una fotografía de su marido muerto que Jack Morton, vecino de Nashville, había impreso en lotes de quinientas copias para que se utilizaran como postales: los rasgos de Will Embree retorcidos e hinchados, y el individuo que estaba bajo sus pies muerto de risa, mientras las llamas de la antorcha ascendían por las piernas del hombre al que Lila amaba. Su cadáver fue arrojado a un pantano y los peces arrancaron de sus huesos los últimos despojos de carne carbonizada, hasta que se deshicieron y quedaron esparcidos por el lodo en el fondo del pantano. La corteza nunca se recuperó de la llaga que le hizo Will Embree y desde entonces está a la vista. El hombre analfabeto dejó su marca en el único monumento erigido a su desaparición, tan indeleble como si la hubiese grabado en piedra.
En algunas partes de este viejo árbol las hojas no crecen. Las mariposas no se posan en él y los pájaros no anidan en sus ramas. Cuando las bellotas caen al suelo, ribeteadas de costras marrones y velludas, se quedan allí hasta que se pudren. Incluso los cuervos desvían sus ojos negros de la fruta podrida.
Alrededor del tronco crece una enredadera. Sus hojas son anchas, y de cada nudo brota una mata de pequeñas flores verdes que huelen como si estuviesen descomponiéndose, pudriéndose, y a la luz del día son negras porque están llenas de moscas atraídas por el hedor. Es la Smilax herbacea, la flor de la carroña. No hay otra como ella en cientos de kilómetros a la redonda. Como el propio roble negro, es única en su especie. Aquí, en Ada's Field, las dos entidades coexisten, parasitarias y putrefactas: una alimentada por el sustento del árbol, mientras que la otra debe su existencia a la desaparición y a la muerte.
Y la canción que el viento canta en sus ramas es de miseria y pesar, de dolor y desfallecimiento. Se propaga por los campos baldíos y las chozas a través de acres de trigo y nubes de algodón. Llama a los vivos y a los muertos y a los viejos fantasmas que perviven en su sombra.
Ahora hay luces en el horizonte y coches en la carretera. Es el 17 de julio de 1964 y ya llegan.
Ya llegan para ver cómo arde un hombre.
Virgil Gossard salió al aparcamiento que había junto a la taberna de Little Tom y eructó ruidosamente. El cielo despejado de la noche se extendía por encima de él, presidido por una espectacular luna amarilla. Al noroeste se veía con claridad la cola de la constelación de Draco, con la Osa Menor debajo y Hércules arriba, pero Virgil no era un tipo que perdiese el tiempo mirando las estrellas, sobre todo si por mirarlas corría el riesgo de dejar pasar por alto una moneda caída en el suelo, así que el dibujo de las estrellas le importaba muy poco. Desde los árboles y arbustos se oían los últimos grillos, ya sin las perturbaciones del tráfico ni de la gente, porque aquél era un tramo tranquilo de carretera, con pocas viviendas y aún menos vecinos, pues la mayoría de ellos hacía muchos años que había abandonado sus casas en busca de sitios que ofrecieran más oportunidades. Las cigarras ya se habían ido y el bosque se prepararía pronto para el sosiego invernal. A Virgil le alegraría la llegada del invierno. No le gustaban los bichos. Aquel día, muy temprano, algo que parecía unas hebras verdosas de algodón se deslizó por su mano mientras estaba en la cama y sintió una pequeña picadura cuando una chinche de campo, buscando chinches de cama entre las mugrientas sábanas de Virgil, le aguijoneó. Un segundo después, aquella cosa estaba muerta, pero la picadura aún le escocía. Por ese motivo, Virgil pudo decirles a los polis la hora exacta en que llegaron los hombres. Había visto los números verdes que brillaban en su reloj cuando se rascó la picadura: las nueve y cuarto de la noche.
En el aparcamiento tan sólo había cuatro coches, cuatro coches para cuatro hombres. Los otros estaban todavía en el bar viendo la repetición de un memorable partido de hockey en el televisor cutre de Little Tom, pero a Virgil nunca le había interesado mucho el hockey. No tenía buena vista y el disco se movía con demasiada rapidez para poder seguirlo. Aunque la verdad es que todo se movía demasiado deprisa como para que Virgil Gossard pudiera seguirlo. Así estaban las cosas. Virgil no era muy inteligente, pero al menos lo sabía, lo que quizá le hacía más inteligente de lo que él mismo pensaba. Había otros muchos tipos que se creían Alfred Einstein o Bob Gates, pero Virgil no. Virgil sabía que era bobo, así que mantenía la boca cerrada el mayor tiempo posible y procuraba tener los ojos bien abiertos, y sólo se preocupaba de vivir su vida.
Sintió un dolor en la vejiga y suspiró. Tendría que haber ido al lavabo antes de salir del bar, pero los lavabos de Little Tom olían peor que el mismísimo Little Tom, y ya es decir, teniendo en cuenta que el pequeño Tom olía como si estuviera pudriéndose por dentro en una larga agonía. Carajo, todo el mundo estaba pudriéndose, por dentro o por fuera, pero la mayoría de la gente se daba un baño de tarde en tarde para mantener alejadas a las moscas. Pero Little Tom Rudge no. Si Little Tom decidiera bañarse, el agua huiría de la bañera como forma de protesta.
Virgil se apretó la ingle y se apoyó agobiado sobre la pierna izquierda y luego sobre la derecha. No quería volver a entrar, pero si Little Tom le pillaba meando en el aparcamiento, Virgil regresaría a casa con la bota de Little Tom estampada en el culo, y Virgil ya había tenido demasiados problemas allí como para añadir un maldito enema de cuero a sus pesares. Podía echar una meada en un lugar apartado de la carretera, pero cuanto más pensaba en ello, más ganas le entraban. Notaba que le quemaba por dentro: si esperase más…
Bueno, joder, no estaba dispuesto a esperar. Se bajó la cremallera, hurgó dentro de los pantalones y se dirigió con andares de pato a la pared de la taberna de Little Tom justo a tiempo para dejar su firma, que era a lo más que llegaba el nivel intelectual de Virgil. Resoplaba con alivio a medida que la presión disminuía, con los ojos en blanco por aquel breve éxtasis.
Sintió que algo frío le rozaba detrás de la oreja izquierda y se le pusieron los ojos como platos. No se movió. Concentró toda su atención en la sensación del metal sobre la piel, en el sonido del líquido en la madera y en la piedra y en la presencia de una figura alta detrás de él. De repente oyó una voz:
– Te lo advierto, blanco de mierda: como me salpique una sola gota de tu asquerosa meada en los zapatos, van a tener qué ponerte un cráneo nuevo antes de meterte en la caja.
Virgil tragó saliva.
– No puedo parar.
– No te pido que pares. No te pido nada. Lo único que te digo es que procures que no me salpique ni una sola gota de tu orina matarratas en los zapatos.
Virgil dejó escapar un pequeño sollozo y procuró desviar el chorro a la derecha. Sólo se había tomado tres cervezas, pero parecía que estuviese meando el Mississippi. Por favor, para, pensó. Echó un ligero vistazo a la derecha y vio una pistola negra en una mano negra. La mano salía de la manga negra de un abrigo. En el extremo de la manga negra del abrigo había un hombro negro, una solapa negra, una camisa negra y el contorno de un rostro negro.
La pistola le golpeó el cráneo con fuerza, advirtiéndole que mirase al frente, pero a Virgil le vino un repentino arrebato de indignación. Había un negrata con una pistola en el aparcamiento de la taberna de Little Tom. No había muchos temas sobre los que Virgil Gossard tuviese una opinión firme ni formada del todo, pero uno de ellos era los negratas con pistola. El gran problema de este país no era que hubiese muchas armas, el problema consistía en que muchas de esas armas estaban en manos de la gente equivocada, y con toda seguridad y contundencia la gente equivocada que llevaba armas era negra. Virgil veía la cosa de la siguiente manera: los blancos necesitaban pistolas para protegerse de los negratas con pistola, mientras que todos los negratas tenían una pistola para cargarse a otros negratas y, si se terciaba, también a los blancos. De modo que la solución era quitarles las pistolas a los negratas y entonces habría menos blancos con pistola, ya que no tendrían nada que temer, y además habría menos negratas cargándose a otros negratas, con lo cual se producirían también menos crímenes. Así de simple: los negratas no podían tener armas. Y ahora, justo detrás de él, precisamente un miembro de la gente equivocada estaba en ese instante apuntándole al cráneo con una de esas pistolas inconvenientes, cosa que a Virgil no le hacía ninguna gracia. Aquello reforzaba su teoría. Los negratas no debían tener pistola y…
La pistola en cuestión le golpeó con fuerza detrás de la oreja y una voz dijo:
– Eh, vale, ¿sabes que estás hablando muy alto?
– Mierda -dijo Virgil, y en esa ocasión oyó su propia voz.
El primero de los coches entra en el campo y se detiene. Los faros iluminan el viejo roble, de modo que su sombra se agranda y se expande por la ladera como una sangre oscura que se derramase y se dispersara a través de la tierra. Un hombre se baja del coche por el lado del conductor, bordea el automóvil y le abre la puerta a una mujer. Ambos tienen unos cuarenta años, la cara curtida y llevan ropa barata y zapatos también baratos, remendados tan a menudo que la piel original no es más que un desvaído recuerdo que apenas se vislumbra entre los parches y zurcidos. El hombre saca del maletero una cesta de paja tapada con una descolorida servilleta roja de cuadros, cuidadosamente remetida. Le da la cesta a la mujer, saca una sábana hecha jirones del maletero y la extiende sobre la tierra. La mujer se arrodilla, se sienta sobre las piernas y retira la servilleta. Dentro de la cesta hay cuatro trozos de pollo frito, cuatro panecillos de mantequilla, una tarrina de ensalada de col y dos botellas de limonada casera, además de dos platos y dos tenedores. Ella saca los platos, los limpia con la servilleta y los coloca encima de la sábana. El hombre se pone cómodo junto a ella y se quita el sombrero. Es una tarde calurosa y los mosquitos ya han empezado a picar. El aplasta uno y examina sus despojos sobre la mano.
– Hijoputa -dice.
– No digas palabrotas, Esaú -dice la mujer remilgadamente, y sirve la comida con meticulosidad para asegurarse de que a su marido le toca la pechuga, porque es un hombre bueno y trabajador, a pesar de su mala lengua, y necesita alimentarse bien.
– Perdona -se disculpa Esaú mientras ella le pasa un plato de pollo con ensalada de col y mueve la cabeza un poco disgustada por los modales del hombre con el que se ha casado.
En torno a ellos van aparcando otros vehículos. Hay parejas, y ancianos, y adolescentes. Algunos conducen camiones, llevan a sus vecinos abanicándose con el sombrero en el remolque. Otros llegan en enormes Buick Roadmaster, en Dodge Royal, en Ford Mainline e incluso en un viejo y enorme Kaiser Manhattan. Ningún coche tiene menos de siete u ocho años. Comparten la comida o se apoyan contra el capó de los coches y beben botellines de cerveza. Se saludan con apretones de mano y palmadas en la espalda. Ya hay cuarenta coches y camiones, quizá más, dentro y en los alrededores de Ada's Field. Sus faros iluminan el roble negro. Es fácil que haya cien personas reunidas, esperando, y cada minuto llegan más.
Las ocasiones de poder celebrar este tipo de reuniones no se presentan muy a menudo hoy en día. Los grandes años de la Barbacoa del Negro ya han pasado y las viejas leyes se han ajustado a presiones externas. Aquí hay gente que aún recuerda el linchamiento de Sam Hose, allá en Newman, en 1899, cuando pusieron trenes especiales para que más de dos mil personas, llegadas de sitios remotos, pudiesen ver cómo la gente de Georgia trataba a los violadores y asesinos negratas. A nadie le importaba el pequeño detalle de que Sam Hose no hubiese violado a nadie y que hubiese matado a Cranford, el dueño de una plantación, en defensa propia. Su muerte serviría de ejemplo para los otros, y por eso lo castraron, le cortaron los dedos y las orejas y le despellejaron la cara antes de rociarlo de petróleo y arrimarle una antorcha. La multitud recogió los restos de sus huesos y los guardó como recuerdo. Sam Hose fue una de las cinco mil víctimas de los linchamientos llevados a cabo por el populacho en menos de un siglo; algunos de ellos por violación, o eso decían, y otros por asesinato. Y luego estaban los que se limitaban a fanfarronear o a proferir amenazas a la ligera, cuando lo mejor hubiese sido que mantuviesen la boca cerrada. Hablar de esa manera tenía el riesgo de que irritaba a muchísima gente, lo que no hacía sino agravar el problema. Esa manera de hablar tenía que ser reprimida antes de que degenerase en griterío, y no había modo más seguro de acallar a un hombre o a una mujer que la soga y la antorcha.
Gloriosos días, gloriosos días aquellos.
A eso de las nueve y media de la noche oyen que se aproximan tres camiones, un rumor de excitación se propaga entre la multitud. Vuelven la cabeza cuando los faros iluminan el campo. Hay al menos seis hombres en cada vehículo. El camión de en medio es un Ford rojo y en la parte de atrás viene sentado un negro, encorvado, con las manos atadas a la espalda. Es corpulento, altísimo, y tiene muy pronunciados y amazacotados los músculos de los hombros y de la espalda, como si fuesen un saco de melones. Tiene la cabeza y la cara ensangrentadas, y uno de los ojos cerrado por la hinchazón.
Ya está aquí.
El hombre que va a arder ya está aquí.
Virgil tenía la certeza de que estaba a punto de morir. El ser un bocazas le había ayudado a meterse en un montón de problemas, y quizás aquél fuese el último que tendría que afrontar. Pero el buen Dios estaba sonriendo por encima de la cabeza de Virgil, aunque no lo suficiente como para hacer que el ne…, perdón, que el pistolero se fuese. Por el contrario, notaba el aliento de éste en la mejilla y olía su loción de afeitado mientras hablaba. Olía a cosa cara.
– Como vuelvas a pronunciar esa palabra, mejor que disfrutes de la meada, porque será la última.
– Perdón -dijo Virgil, pero cada vez que intentaba quitarse esa palabra ofensiva de la cabeza le volvía con más fuerza. Empezó a sudar-. Lo siento -dijo otra vez.
– Bueno, está bien. ¿Has acabado por ahí abajo?
Virgil asintió con la cabeza.
– Entonces, guárdala. Puede que una lechuza la confunda con un gusano y se la lleve.
Virgil tuvo la vaga sospecha de que acababan de insultarlo, pero se apresuró a meter su virilidad en la bragueta, por si acaso, y se secó las manos en los pantalones.
– ¿Llevas alguna arma?
– ¡No!
– Apuesto a que te gustaría llevar una.
– Sí -admitió Virgil en un arranque inoportuno de sinceridad.
Advirtió que unas manos le palpaban, cacheándole, pero la pistola seguía en el mismo sitio, presionándole el cráneo. Virgil supuso que había más de uno. Joder, podía tener la mitad de Harlem detrás de sí. Sintió una presión en las muñecas al ser esposado con las manos a la espalda.
– Ahora vuélvete a la derecha.
Virgil hizo lo que le dijo. Estaba de cara al campo abierto que había detrás del bar y cuyo verdor se prolongaba hasta el río.
– Contesta mis preguntas y dejaré que te vayas por esos campos. ¿Comprendes?
El bobo de Virgil asintió con la cabeza.
– Thomas Rudge, Willard Hoag, Clyde Benson. ¿Están ahí dentro?
Virgil era de esa clase de tipos que instintivamente mienten por sistema, incluso cuando saben que no van a obtener ningún beneficio por ocultar la verdad. Mejor mentir y cubrirte las espaldas que decir la verdad y verte envuelto en problemas desde el principio.
Virgil, fiel a su naturaleza mentirosa, negó con la cabeza.
– ¿Estás seguro?
Virgil asintió y abrió la boca para adornar la mentira. Pero el chasquido de la saliva en su boca coincidió con el impacto de su cabeza contra la pared, cuando la pistola le presionó la base del cráneo.
– Mira, de todas formas vamos a entrar. Si entramos y no están, no tendrás de qué preocuparte, a menos que regresemos para preguntarte de nuevo por dónde andan. Pero si entramos y los vemos sentados juntos en el bar, mamándose unas cervezas, entonces habrá muertos que tengan más posibilidades que tú de estar vivos mañana. ¿Me entiendes?
Virgil lo entendió.
– Están dentro -confirmó.
– ¿Y quién más?
– Nadie más. Sólo ellos tres.
El negro, cuando Virgil recobró por fin la memoria, le apartó la pistola de la cabeza y le palmeó el hombro.
– Gracias… -dijo-. Lo siento, no oí tu nombre.
– Virgil.
– Bueno, Virgil, gracias -dijo el hombre, y luego le pegó con la culata de la pistola en la cabeza-. Te has portado bien.
Debajo del roble negro aparca un viejo Lincoln. El camión rojo se detiene a su lado y tres hombres encapuchados suben al remolque y arrojan al negro al suelo. Cae de bruces, golpeándose la cara con la tierra. Unas manos fuertes lo incorporan de un tirón mientras él mira con fijeza los agujeros negros, hechos toscamente con quemaduras de cerillas y cigarrillos, de las fundas de almohada que les sirven de capucha. Le llega el hedor de alcohol barato.
Alcohol barato y gasolina.
Se llama Errol Rich, aunque ninguna lápida ni cruz será grabada con ese nombre para señalar su morada última. Desde el momento en que lo sacaron de la casa de su mamá, entre los gritos de su mamá y de su hermana, Errol dejó de existir. Ahora, todos los vestigios de su presencia física están a punto de ser borrados de la faz de la tierra, y sólo quedará el recuerdo de su vida en aquellos que le han querido, y el recuerdo de su muerte permanecerá en los congregados aquí esta noche.
¿Por qué se encuentra aquí? A Errol Rich están a punto de quemarlo porque se negó a doblegarse, porque se negó a ponerse de rodillas, porque le faltó al respeto a sus superiores.
Errol Rich está a punto de morir por romper una ventana.
Iba en su camión, su viejo camión con el parabrisas resquebrajado y la pintura desconchada, cuando oyó el grito.
– ¡Oye, negrata!
Entonces le estamparon un vaso en la cabeza, hiriéndole en la cara y las manos, y algo le golpeó con fuerza entre los ojos. Frenó de inmediato y lo olió. En su regazo, una jarra rota vertía los restos de su contenido en el asiento y en sus pantalones.
Orina. Habían llenado una jarra entre todos y la habían lanzado contra el parabrisas. Se secó la cara con la manga de la camisa, que se le mojó y manchó de sangre, y miró a los tres hombres que se encontraban de pie junto a la carretera, a unos pasos de la entrada del bar.
– ¿Quién me ha tirado esto? -preguntó. Nadie contestó, en el fondo estaban asustados. Errol Rich era un hombre muy fuerte. Habían calculado que se secaría la cara y seguiría adelante, no que parase y se encarara con ellos.
– ¿Me lo tiraste tú, Little Tom? -Errol se plantó delante de Little Tom Rudge, el dueño del bar, pero Little Tom no le miraba a los ojos-. Porque si lo has hecho tú, será mejor que me lo digas ahora, o si no voy a pegarle fuego a tu bar de mierda.
Pero no hubo respuesta, así que Errol Rich, que siempre había tenido mucho genio, firmó su sentencia de muerte cuando agarró una estaca de la parte de atrás de su camión y se volvió hacia donde estaban los hombres. Estos retrocedieron pensando que iba por ellos, pero, en vez de eso, lanzó la estaca, que medía casi un metro, contra el ventanal delantero del bar de Little Tom Rudge. Luego se subió al camión y se fue.
Ahora, Errol Rich está a punto de morir por culpa de un mero pedazo de cristal, y todo un pueblo ha acudido para presenciar el espectáculo. Los mira, mira a esos seres temerosos de Dios, a esos hijos e hijas de la tierra, y percibe toda la vehemencia de su odio como un anticipo de la quema.
«Yo arreglaba cosas», piensa. «Arreglaba cosas que se averiaban y las dejaba como nuevas.»
Este pensamiento parece llegarle prácticamente de la nada. Procura espantarlo, pero el pensamiento persiste.
«Tengo ese don. Soy capaz de tomar un motor, una radio o incluso un televisor y repararlos. Jamás he leído un manual y carezco de cualquier tipo de formación profesional. Es un don, un don que tengo, y dentro de nada lo perderé.» Observa las caras expectantes de la multitud. Ve a un muchacho de catorce o quince años con los ojos encendidos por la emoción. Lo reconoce. También reconoce al hombre que apoya la mano en el hombro del muchacho. Le llevó una radio a Errol para que la tuviese reparada antes de Santa Anita porque le gustaba escuchar la retransmisión de las carreras de caballos. Errol se la tuvo arreglada a tiempo, tras sustituir el altavoz estropeado, y el hombre se lo agradeció con un dólar de propina.
El hombre se da cuenta de que Errol lo observa y aparta la mirada. Nadie lo ayudará, no puede esperar misericordia por parte de nadie. Está a punto de morir por romper una ventana, ya encontrarán a otro que les arregle los motores y las radios, aunque no lo haga tan bien ni tan barato.
Con las piernas atadas, a Errol lo obligan a saltar al Lincoln. Los hombres enmascarados lo arrastran, lo suben al techo de la cabina del camión y le colocan una soga alrededor del cuello mientras se arrodilla. Se fija en el tatuaje que tiene en el brazo el más alto de ellos: el nombre de Kathleen sobre una banderola sostenida por ángeles. La mano tensa la soga. Le rocían de gasolina la cabeza y siente un escalofrío.
Entonces Errol levanta la vista y pronuncia las que serán sus últimas palabras en este mundo.
– No me queméis -suplica. Ha asumido que tiene que morir, que inevitablemente va a morir esta noche, pero no quiere que lo quemen.
«Piedad, Señor, no dejes que me quemen.»
El hombre del tatuaje le arroja a Errol el resto de la gasolina a los ojos y le deja ciego, y se echa a tierra.
Errol Rich empieza a rezar.
El blanco bajito fue el primero que entró en el bar. Un olor a cerveza rancia y derramada flotaba en el ambiente. En el suelo, el polvo y las colillas se amontonaban alrededor de la barra, hacia donde los habían barrido, pero faltaba recogerlos. El entarimado estaba lleno de círculos negros por las miles de colillas allí aplastadas, y la pintura naranja de las paredes se había abombado formando burbujas que reventaban como una piel infectada. No había un solo cuadro, sólo carteles de propaganda de cerveza que tapaban los desperfectos más acusados.
El bar no era muy grande. Unos nueve metros de largo por cuatro y medio de ancho. La barra estaba a la izquierda, en forma de cuchilla de patín, con el extremo curvo pegado a la puerta. En el otro extremo había una pequeña oficina y un almacén. Los lavabos se hallaban al fondo de la barra, junto a la puerta trasera. A la derecha había cuatro mesas con asientos adosados pegadas a la pared. A la izquierda, un par de mesas redondas.
Había dos hombres sentados a la barra, y otro tras ella. Los tres debían de pasar los sesenta años. Los dos que estaban en la barra llevaban gorras de béisbol, descoloridas camisetas de manga corta debajo de camisas de algodón aún más descoloridas y vaqueros baratos. Uno de ellos tenía un cuchillo grande al cinto. El otro ocultaba Una pistola bajo la camisa.
El hombre que estaba detrás de la barra daba la impresión de que alguna vez, mucho tiempo atrás, había sido fuerte y estuvo en forma. Los músculos que tuviera en su día en los hombros, el tórax y los brazos, estaban ahora sepultados bajo una gruesa capa de grasa, y el pecho le colgaba como a una vieja. Tenía manchas amarillas de sudor reseco debajo de las mangas de la camiseta blanca y llevaba los pantalones muy bajados de cadera, de un modo que podría resultar atractivo en un chico de dieciséis años, pero que quedaba ridículo en un hombre que contaba cincuenta años más. Tenía el pelo rubio canoso, aunque aún tupido, y parte de la cara oscurecida por la barba de una semana.
Los tres hombres estaban viendo el partido de hockey en el viejo televisor que había colgado encima de la barra, pero se volvieron al unísono cuando entró el recién llegado. Iba sin afeitar, llevaba zapatillas de deporte sucias, una chillona camisa hawaiana y unos chinos arrugados. Tenía pinta de vivir en Christopher Street, aunque nadie en el bar supiese con exactitud dónde estaba Christopher Street, la calle gay más emblemática de Nueva York. Pero ellos conocían a esa clase de individuos, vaya si los conocían. Podían olerlos desde lejos. No importaba si no iba afeitado ni su desaliñada manera de vestir. El tipo tenía la palabra «maricón» escrita por todo el cuerpo.
– ¿Me pones una cerveza? -preguntó mientras se acercaba a la barra.
El camarero se quedó inmóvil durante al menos un minuto, después sacó una Bud de la nevera y la puso sobre la barra.
El hombre bajito cogió la cerveza y la miró como si viese una botella de Bud por primera vez.
– ¿No tienes otra?
– Tenemos Bud Light.
– Vaya, las dos clases.
El camarero se la sirvió sin inmutarse.
– Dos cincuenta -porque aquél no era de esos locales donde permiten crecer la cuenta. El tipo sacó tres billetes de un grueso fajo y añadió cincuenta centavos para dejar un dólar de propina. Los ojos de los otros tres hombres se quedaron fijos en sus manos finas y delicadas mientras guardaba el dinero en el bolsillo, y después se volvieron a mirar el partido de hockey. El hombre bajito agarró una mesa con los asientos adosados que había detrás de los dos clientes, la arrimó al rincón, puso los pies encima y se dedicó a ver la televisión. Los cuatro hombres se quedaron en esa posición durante cinco minutos, más o menos, hasta que la puerta volvió a abrirse con suavidad y otro hombre con un Cohiba apagado en la boca entró en el bar. Lo hizo de un modo tan sigiloso que nadie se percató de su presencia hasta que estuvo a menos de un metro de la barra, y fue justo en ese instante cuando uno de los hombres miró a la izquierda, lo vio y dijo:
– Little Tom, hay un tipo de color en tu bar.
Little Tom y el otro hombre apartaron la vista del televisor para examinar al negro que, en ese momento, se hacía con un taburete que estaba en el extremo de la barra en forma de L.
– Whisky, por favor -dijo.
Little Tom no se movió. Primero un maricón y ahora un negrata. Vaya nochecita. Sus ojos se pasearon por la cara del hombre, por la camisa cara, por los vaqueros negros planchados con esmero y por el abrigo cruzado.
– Tú no eres de aquí, ¿verdad, chico?
– Exacto. -Ni siquiera parpadeó ante el segundo insulto que le dedicaban en menos de treinta segundos.
– Hay un sitio para negratas a un par de kilómetros más abajo -dijo Little Tom-. Allí podrás tomar una copa.
– Me gusta este sitio.
– Bueno, pues a mí no me gusta que tú estés aquí. Mira, chico, mueve el culo antes de que empiece a tomármelo como un asunto personal.
– Entonces, no vas a ponerme la copa, ¿verdad? -dijo, sin parecer en absoluto sorprendido.
– No, a ti no. Y ahora lárgate. ¿O vas a obligarme a que te eche?
A su izquierda, los dos hombres saltaron de los taburetes, preparados para la pelea que daban por inminente. Pero, en vez de eso, vieron cómo el objeto de su atención se sacaba del bolsillo una botella de whisky metida en una bolsa de papel de estraza y desenroscaba el tapón. Little Tom sacó de debajo del mostrador un bate de béisbol metálico.
– Oye, chico, no puedes beberte eso aquí -le advirtió.
– Lástima -dijo el negro-. Y no me llames «chico». Mi nombre es Louis.
Entonces puso la botella boca abajo y observó cómo fluía su contenido por la barra y daba una cuidadosa vuelta en el recodo del mostrador. El reborde impedía que el líquido cayese al suelo, de modo que pasó por delante de los tres hombres, que miraron con sorpresa cómo Louis encendía el puro con un Zippo de bronce.
Louis se puso de pie y dio una larga chupada al Cohiba.
– Levantad la cabeza, blancos de mierda -dijo, y arrojó el mechero encendido al reguero de whisky.
El hombre del tatuaje golpea con fuerza el techo de la cabina del Lincoln. El motor ruge y el coche da una o dos sacudidas, igual que un novillo atrapado con un lazo, antes de salir disparado entre una nube de polvo, hojas muertas y gases de escape. Por un momento, Errol Rich parece colgar congelado en el aire antes de que el cuerpo se estire. Sus largas piernas descienden hacia la tierra, pero no la alcanzan, y da puntapiés inútiles al aire. De sus labios sale un balbuceo y los ojos se le agrandan a medida que la cuerda ejerce más presión sobre el cuello. La cara se le congestiona. Empieza a padecer convulsiones. Unas gotas rojas le salpican la mejilla y el pecho. Transcurre un minuto y Errol continúa forcejeando.
Debajo de él, el hombre tatuado agarra una rama envuelta con un jirón de lino empapado de gasolina, la enciende con una cerilla y da un paso al frente. Levanta la antorcha para que Errol la vea, se la acerca a las piernas.
Errol empieza a arder, ruge y, a pesar de tener la garganta estrangulada, grita con fuerza, lanza un aullido de inmensa angustia. Luego otro. Las llamas le entran por la boca y las cuerdas vocales empiezan a quemarse. Da patadas una y otra vez, mientras el olor a carne asada inunda el aire. Hasta que las patadas por fin cesan.
El hombre en llamas ya está muerto.
La barra empezó a llamear y se alzó una pequeña columna de fuego que les chamuscó la barba, las cejas y el pelo a los tres hombres. El tipo que tenía la pistola al cinto dio un salto atrás. Se cubrió los ojos con el brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha buscaba el arma.
– Vaya, vaya -dijo una voz.
Tenía una Glock 19 a unos centímetros de la cara, que el hombre de la camisa chillona empuñaba firmemente con ambas manos. La mano del que buscaba su pistola se detuvo de inmediato, dejando a la vista el arma. El bajito, que se llamaba Ángel, le sacó la pistola de la funda y le apuntó con ella, de modo que en ese instante el borrachín tenía dos armas a unos centímetros de la cara. Junto a la puerta, Louis empuñaba una SIG y apuntaba con ella al hombre que llevaba un cuchillo al cinto. Detrás de la barra, Little Tom sofocaba con agua las últimas llamas. Tenía la cara roja y respiraba con dificultad.
– ¿Por qué coño lo has hecho? -Miraba al negro y a la SIG, que en ese instante le apuntaba al pecho. En la cara de Little Tom se insinuó un cambio de expresión, una leve llamarada de miedo que de inmediato se extinguió apagada por su naturaleza agresiva.
– ¿Qué pasa? ¿Algún problema? -le preguntó Louis.
– Sí que lo hay.
Era el hombre del cuchillo al cinto, envalentonado en ese momento que la pistola no le apuntaba. Tenía unos rasgos raros, como hundidos: una barbilla floja que se le perdía en el cuello delgado y fibroso, unos ojos azules que se hundían mucho en las cuencas, y unos pómulos que daban la impresión de haber sido rotos y aplastados por un antiguo y ya casi olvidado golpe. Aquellos ojos sin brillo miraron al negro con impasibilidad mientras mantenía las manos alzadas, lejos del cuchillo, aunque no demasiado. Era una buena idea obligarlo a que se deshiciera del cuchillo. Un hombre que lleva un cuchillo igual que ése sabe cómo usarlo, y además sabe hacerlo con rapidez. Una de las dos pistolas que empuñaba Ángel dibujó un arco en el aire y fue a posarse en él.
– Quítate el cinturón -dijo Louis.
El hombre del cuchillo se quedó quieto durante un momento y luego hizo lo que se le ordenaba.
– Tíralo lejos.
Enrolló el cinturón y lo tiró. El cinturón dio varias vueltas antes de que el cuchillo se saliera de la vaina y cayese al suelo.
– Eso ha estado bien.
– Todavía hay un problema.
– Lo lamento -replicó Louis-. ¿Eres Willard Hoag?
Los ojos hundidos no delataban ningún tipo de emoción. Permanecían fijos e imperturbables en la cara del intruso.
– ¿Te conozco?
– No, no me conoces.
Los ojos de Willard se avivaron.
– De todas formas, a mí todos los negratas me parecen iguales. -Sospechaba que ése era tu punto de vista, Willard. El tipo que está detrás de ti es Clyde Benson. Y tú -levantó la SIG para señalar al dueño del bar-, tú eres Little Tom Rudge.
La rojez de la cara de Little Tom se debía sólo en parte al calor del licor quemado. Su furia crecía por momentos. Se manifestaba en el temblor de sus labios, en el modo en que apretaba y estiraba los dedos. El tatuaje del brazo se le movía, como si los ángeles estuviesen ondeando con lentitud la banderola con el nombre de Kathleen.
Y toda aquella ira iba dirigida al negro que le amenazaba en su propio bar.
– ¿Se puede saber qué está pasando aquí? -le preguntó Little Tom.
Louis se rió.
– Una expiación. Eso es lo que está pasando aquí.
Son las diez y diez cuando la mujer se incorpora. La llaman abuela Lucy, aunque aún no ha cumplido los cincuenta y es una mujer hermosa, con un brillo juvenil en los ojos y apenas unas arrugas en su piel oscura. A sus pies está sentado un niño de siete u ocho años, aunque muy alto para su edad. En la radio, Bessie Smith canta Weeping Willow Blues.
La mujer a la que llaman abuela Lucy sólo lleva un camisón y un chal, y está descalza. Aun así se levanta, se dirige al portón y baja los escalones con pasos leves y medidos. Detrás de ella va el niño, su nieto. La llama: «Abuela Lucy, ¿qué pasa?», pero ella no contesta. Más tarde le hablará de los mundos que hay dentro de otros mundos, de los lugares en que la membrana que separa a los vivos de los muertos es tan delgada, que unos y otros se ven y se tocan. Le hablará de la diferencia que existe entre los habitantes del día y los habitantes de la noche, de las peticiones que los muertos hacen a los que dejaron aquí atrás.
Y le hablará del camino que todos andamos y que todos compartimos, tanto los vivos como los muertos.
Pero, de momento, se ajusta el chal y continúa caminando en dirección al bosque, donde se detiene y espera bajo la noche sin luna. Entre los árboles hay una luz, como si un meteoro hubiera descendido de las alturas y estuviese desplazándose a ras de suelo, llameando y sin embargo sin llamear, ardiendo pero sin arder. No desprende calor, pero algo resplandece en el centro de la luz aquella.
Y, cuando el niño mira a los ojos de su abuela, ve a un hombre en llamas.
– ¿Os acordáis de Errol Rich? -preguntó Louis.
Nadie contestó, pero un músculo se contrajo en la cara de Clyde Benson.
– He preguntado que si os acordáis de Errol Rich.
– No sabemos de qué estás hablando, chico -dijo Hoag-. Te equivocas de personas.
La pistola giró y dio una sacudida en la mano de Louis. El pecho de Willard Hoag empezó a escupir sangre por el agujero que tenía en el corazón. Dio un traspié hacia atrás, derribando un taburete, y cayó de espaldas. La mano izquierda tanteaba el suelo como si buscase algo. Después dejó de moverse.
Clyde Benson empezó a dar gritos y, a partir de ese instante, todo fue a peor.
Little Tom se tiró al suelo detrás de la barra y buscó la escopeta que guardaba debajo del fregadero. Clyde Benson le arrojó a Ángel un taburete y salió corriendo hacia la puerta. Llegó hasta el aseo de hombres antes de que su camisa sufriera dos desgarros a la altura del hombro. Salió dando traspiés por la puerta trasera y se perdió, sangrando, en la oscuridad. Ángel, que le había disparado, fue tras él.
El canto de los grillos cesó de repente y el silencio de la noche adquirió una rara cualidad premonitoria, como si la naturaleza aguardara las consecuencias inevitables de lo que estaba sucediendo en el bar. Benson, desarmado y sangrando, casi había llegado al aparcamiento cuando el pistolero le alcanzó. Resbaló y cayó lastimosamente al suelo, salpicándolo todo de sangre. Empezó a arrastrarse hacia la hierba alta, como si creyese que llegando allí tendría alguna posibilidad de salvarse. Una bota le hizo palanca bajo el pecho, traspasándolo de un dolor ardiente mientras lo forzaba a darse la vuelta. Apretaba fuertemente los ojos. Cuando volvió a abrirlos, el hombre de la camisa chillona le apuntaba con su pistola a la cabeza.
– No lo hagas -suplicó Benson-. Por favor.
La expresión del joven se mantenía impasible.
– Por favor -rogó Benson sollozando-. Me arrepiento de mis pecados. He encontrado a Jesús.
El dedo apretó el gatillo y el hombre llamado Ángel dijo:
– Entonces no tienes que preocuparte por nada.
En la oscuridad de sus pupilas hay un hombre ardiendo. Tiene la cabeza, los brazos, los ojos y la boca envueltos en llamas. No tiene piel, ni pelo, ni ropa. Sólo es fuego en forma de hombre y dolor en forma de fuego.
– Pobre niño -susurra la mujer-. Pobrecito.
Las lágrimas acuden a sus ojos y le caen con suavidad por las mejillas. Las llamas empiezan a parpadear y a temblar. La boca del hombre en llamas se abre y el hueco sin labios moldea unas palabras que sólo la mujer oye. El fuego se extingue, pasando del blanco al amarillo, hasta que al final sólo se distingue su silueta, negro sobre negro, y luego no quedan sino los árboles, y las lágrimas, y el tacto de la mano de la mujer en la mano del niño.
– Vamos, Louis. -Y vuelve con él a la casa.
El hombre en llamas descansa en paz.
Cuando Little Tom se incorporó con la escopeta, se encontró ante un local vacío y con un cadáver tendido en el suelo. Tragó saliva y se dirigió a la izquierda, hacia el final de la barra. Había dado tres pasos cuando la madera astillada y las balas le desgarraron el muslo y le hicieron añicos el fémur izquierdo y la espinilla derecha. Se desplomó y gritó cuando la pierna herida pegó contra el suelo, pero aún se las arregló para vaciar los dos cañones contra la madera barata de la barra, formando una lluvia de perdigones, de astillas y de cristales rotos. Le llegaba el olor de la sangre, de la pólvora y del whisky derramado. Los oídos le zumbaban cuando cesó el estrépito, y entonces sólo se oyó el gotear del líquido y el crujido de las astillas que caían al suelo.
Y pisadas.
Miró a la izquierda y vio a Louis de pie. El cañón de la SIG apuntaba al pecho de Little Tom. Le quedaba un poco de saliva en la boca y se la tragó. La sangre brotaba de su muslo a causa de la arteria rota. Intentó detener la hemorragia con la mano, pero la sangre le manaba entre los dedos.
– ¿Quién eres? -preguntó Little Tom. De afuera llegó el sonido de dos disparos: Clyde Benson moría tirado en el suelo.
– Voy a preguntártelo por última vez: ¿te acuerdas de un hombre llamado Errol Rich?
Little Tom negó con la cabeza.
– Mierda, no sé…
– Lo quemaste tú. Tienes que acordarte de él.
Louis apuntó con la SIG al puente de la nariz del dueño del bar. Little Tom levantó la mano derecha y se cubrió la cara.
– ¡Vale, vale, me acuerdo! Por Dios, sí, yo estuve allí. Vi lo que le hicieron.
– Lo que tú hiciste.
Little Tom negó furiosamente con la cabeza.
– No, te equivocas. Yo estaba allí, pero no le hice ningún daño.
– Mientes. No me mientas. Dime sólo la verdad. Según dicen, la confesión es buena para el alma.
Louis bajó el arma y disparó. La punta del pie derecho de Little Tom voló convertida en un amasijo de piel y sangre. Cuando el arma apuntó a su pie izquierdo lanzó un alarido. Las palabras le estallaban desde las vísceras como bilis vieja.
– Para, por favor. Por Dios, que esto duele. Tienes razón. Fuimos nosotros. Siento mucho lo que le hicimos. Éramos muy jóvenes entonces. No sabíamos lo que hacíamos. Aquello fue algo horrible, lo sé. -Miró a Louis con ojos suplicantes. Tenía la cara bañada en sudor, como si estuviera derritiéndose-. ¿Crees que pasa un solo día sin que me acuerde de él y de lo que le hicimos? ¿Crees que no tengo que vivir a diario con el peso de esa culpa?
– No -replicó Louis-. No lo creo.
– No me hagas esto -dijo Little Tom con la mano extendida en gesto de súplica-. Encontraré el modo de reparar lo que hice. Por favor.
– Conozco el modo en que puedes repararlo -dijo Louis.
Y entonces Little Tom Rudge murió.
En el coche desmontaron las pistolas y limpiaron cada pieza con unos trapos. Fueron esparciendo las piezas por los campos y los arroyos a medida que avanzaban por la carretera, pero no se dirigieron la palabra hasta que estuvieron a muchos kilómetros del bar.
– ¿Cómo te encuentras? -preguntó Louis.
– Como anestesiado -contestó Ángel-. Excepto la espalda. La espalda me duele.
– ¿Qué pasó con Benson?
– No era a él a quien quería matar, pero lo maté de todas formas.
– Se llevaron su merecido.
Ángel hizo un gesto despectivo con la mano, como si todo aquello fuese algo sin importancia ni sentido.
– No me malinterpretes. No he tenido ningún problema en hacer lo que acabamos de hacer, pero matarlo no me ha hecho sentirme mejor, si es eso lo que me preguntas. No era a él a quien quería matar. Cuando apreté el gatillo, en realidad no veía a Clyde Benson. Veía al predicador. Veía a Faulkner.
Se quedaron en silencio durante un rato. Iban dejando atrás los campos sumidos en la oscuridad y la silueta hueca de las casas abandonadas se recortaba en el horizonte.
Fue Ángel quien reanudó la conversación.
– Parker debió matarlo cuando tuvo la oportunidad.
– Es posible.
– No hay posible que valga. Debió quemarlo.
– Él no es como nosotros. Se atormenta mucho, piensa demasiado las cosas.
Ángel suspiró profundamente.
– Atormentarse y pensar no es lo mismo. Ese viejo cabrón no va a morirse nunca. Mientras esté vivo es una amenaza para todos nosotros.
Louis asintió sin decir nada en la oscuridad.
– Me cortó la piel y juré que nadie volvería a hacerme tal cosa. Nadie.
Al rato, su compañero le dijo en voz baja:
– Tenemos que esperar.
– ¿Esperar qué?
– El momento adecuado y la ocasión adecuada.
– ¿Y si no se presentan?
– Se presentarán.
– No me vengas con ésas -dijo Ángel antes de repetir la pregunta-. ¿Qué pasa si no se presentan?
Louis le acarició la cara cariñosamente.
– Entonces nosotros mismos haremos que se presenten.
Poco después cruzaron la línea fronteriza y entraron en Carolina del Sur, justo por debajo de Allendale, y nadie los detuvo. Dejaban tras de sí a Virgil Gossard semiinconsciente y los cadáveres de Little Tom Rudge, de Clyde Benson y de Willard Hoag, los tres hombres que se habían mofado de Errol Rich, que lo habían sacado de su casa y que lo habían colgado de un árbol para matarlo.
Y en el límite de Ada's Field, en su extremo norte, allí donde el terreno se escarpa, ardió un roble negro, y sus hojas se abarquillaron hasta volverse pardas, y la savia crepitaba y rezumaba a medida que se quemaba el tronco, y las ramas parecían los huesos de una mano en llamas que amenazase a la oscuridad salpicada de estrellas del cielo anochecido.
Bear dijo que había visto a la chica muerta.
Fue una semana antes de la incursión llevada a cabo en Caina, que dejaría tres muertos. La luz del sol había disminuido, presa de nubes devoradoras, sucias y grises, como el humo que genera el fuego de un vertedero. Reinaba una tranquilidad que presagiaba lluvia. Fuera, el perro cruzado de los Blythe estaba tumbado, inquieto, en el césped, con el cuerpo estirado, la cabeza entre las patas delanteras y los ojos abiertos y nerviosos. Los Blythe vivían en Dartmouth Street, en Portland, en una casa con vistas a Back Cove y a las aguas de Casco Bay. Por lo general, siempre había pájaros volando por los alrededores -gaviotas, patos o chorlitos-, pero aquel día no había rastro de pájaro alguno. Se trataba de un mundo pintado sobre cristal, a la espera de ser hecho añicos por fuerzas ocultas.
Nos sentamos en silencio en la pequeña sala de estar. Bear estaba apático y miraba por la ventana como si esperase que cayeran las primeras gotas de lluvia para confirmar algún temor tácito. En el suelo de roble pulido no se proyectaba una sola sombra, ni siquiera las nuestras. Oía el tictac del reloj chino en la repisa de la chimenea, atestada de fotografías de tiempos más felices. Observé detenidamente una imagen de Cassie Blythe en la que se sujetaba a la cabeza un birrete cuadrado, porque el viento intentaba llevárselo, con la borla levantada y desplegada como el plumaje de un pájaro en señal de alarma. Tenía el pelo negro y crespo, unos labios que tal vez resultaban demasiado grandes para su cara y una sonrisa un poco tímida, aunque sus ojos castaños parecían serenos e invulnerables a la tristeza.
De mala gana, Bear dejó de observar el cielo e intentó captar la mirada de Irving Blythe y la de su mujer, pero no lo logró y entonces se miró los pies. Había evitado mirarme a los ojos desde el principio.
Incluso rehusaba advertir mi presencia en la habitación. Era un hombre corpulento que llevaba unos pantalones vaqueros desgastados, una camiseta verde y un chaleco de cuero que le quedaba demasiado estrecho. En la cárcel, la barba le había crecido mucho y de manera desordenada, y el pelo, que le llegaba a los hombros, lo tenía grasiento y descuidado. Desde la última vez que lo vi se había hecho algunos tatuajes de tipo carcelario: la figura mal trazada de una mujer en el antebrazo derecho y un puñal debajo de la oreja izquierda. Tenía los ojos azules y soñolientos. A veces le costaba trabajo recordar los detalles de la historia que estaba contando. Era una figura patética, un hombre que se había quedado sin futuro.
Cuando sus silencios se prolongaban demasiado, la persona que lo acompañaba le tocaba su enorme brazo y hablaba por él, continuando amablemente el relato, hasta que Bear encontraba la manera de regresar al camino tortuoso de sus recuerdos. El acompañante de Bear llevaba un traje azul pálido y camisa blanca, y el nudo de su corbata roja era tan grande que parecía un tumor que le hubiera salido en la garganta. Tenía el pelo plateado y un bronceado que le duraba todo el año. Se llamaba Arnold Sundquist y era detective privado. Sundquist había llevado el caso de Cassie Blythe hasta que un amigo de los Blythe sugirió que deberían hablar conmigo. De manera extraoficial, y es probable que extraprofesional, les aconsejé que prescindieran de los servicios de Arnold Sundquist, a quien estaban pagando mil quinientos dólares al mes, en teoría para que buscase a su hija. Hacía seis años que había desaparecido, poco después de graduarse, y desde entonces no sabían nada de ella. Sundquist era el segundo detective privado que los Blythe habían contratado para investigar las circunstancias de la desaparición de Cassie; y tenía tanta pinta de parásito que si en vez de boca tuviera ventosas, el parecido hubiera sido inequívoco. Sundquist llevaba siempre tanta gomina en el pelo que, cuando se daba un baño en el mar, los pájaros que bajaban a la costa se manchaban las plumas de petróleo. Me imaginé que se las había apañado para sacarles más de treinta de los grandes a lo largo de los dos años que se suponía que había estado a su servicio. Salarios fijos como el de los Blythe son difíciles de encontrar en Portland. No me extrañaba que tratase de recuperar su confianza, y su dinero.
Ruth Blythe me había llamado apenas una hora antes para decirme que Sundquist iba a visitarlos con el pretexto de que tenía nuevas noticias de Cassie. Cuando me llamó, yo había estado cortando troncos de arce y de abedul para tenerlos preparados con vistas al inminente invierno, y no me dio tiempo de cambiarme. Tenía savia en las manos, en los vaqueros gastados y en la camiseta con el lema DA ARMAS A LOS SOLITARIOS. Y allí estaba Bear, recién salido de la cárcel estatal de Mule Creek, con los bolsillos llenos de medicinas baratas compradas en los drugstores mugrientos de Tijuana, en régimen de libertad condicional, y contándonos cómo había visto a la chica muerta.
Porque Cassie Blythe estaba muerta. Yo lo sabía, y sospechaba que sus padres también lo sabían. Creo que lo supieron en el instante mismo en que murió. Notarían algún desgarro o algún dolor en el corazón y comprenderían instintivamente que algo le había pasado a su única hija, y que nunca regresaría a casa, aunque seguían quitando el polvo de la habitación y cambiando la cama dos veces al mes para que estuviese lista en el caso de que apareciese por la puerta contando fantásticas historias y dando explicaciones por sus seis años de silencio. Hasta que tuviesen una evidencia de lo contrario, siempre les quedaba la esperanza de que Cassie aún estuviese viva, aunque el reloj de la repisa de la chimenea tañese con suavidad la certeza de su fallecimiento.
Bear se había tragado tres años en California por comerciar con mercancías robadas. En esos asuntos, Bear era más bien tonto. Era tan tonto que sería capaz de robar cosas que ya tenía. Era lo suficientemente tonto como para confundir a Cassie Blythe con un contenedor de escombros, pero, pese a todo, refirió de nuevo los detalles de la historia, a veces con titubeos y con la cara retorcida por el esfuerzo de recordar los detalles que yo estaba seguro de que Sundquist le había obligado a memorizar: cómo bajó a México, después de salir de Mule Creek, para comprar medicinas baratas contra la ansiedad; cómo se había topado con Cassie Blythe, que bebía algo acompañada de un viejo mexicano en un bar del bulevar de Agua Caliente, cerca del hipódromo; cómo había hablado con ella cuando el tipo fue al servicio y había reconocido su acento de Maine; cómo, cuando regresó el tipo, éste le dijo que se metiese en sus asuntos antes de apresurarse a subir a Cassie a un coche. Alguien en el bar le dijo que el tipo se llamaba Héctor y que tenía una casa en la playa de Rosarito. Bear no pudo seguirlos porque no tenía dinero, pero estaba seguro de que la mujer era Cassie Blythe. Recordaba haber visto su fotografía en los periódicos que su hermana le mandaba para matar el tiempo cuando estaba en la cárcel, aunque Bear era incapaz de leer un parquímetro, y menos aún un periódico. Contó que, cuando la llamó por su nombre, incluso volvió la cara, y que él no creía que fuese infeliz o que estuviese retenida contra su voluntad. Aun así, cuando volvió a Portland, lo primero que hizo fue contactar con el señor Sundquist, porque el señor Sundquist era el detective privado al que se mencionaba en las noticias del periódico. El señor Sundquist le había dicho a Bear que ya no llevaba el caso, que otro detective se había hecho cargo del asunto. Pero Bear sólo estaba dispuesto a trabajar con el señor Sundquist, porque confiaba en él y había oído cosas buenas de él. Dijo que si los Blythe querían que los ayudase en México, el señor Sundquist tendría que hacerse cargo del caso otra vez. Sundquist, que hasta entonces había asentido en silencio, en este punto de la narración levantó los hombros y me miró con desaprobación.
– Caray, Bear está inquieto porque tiene que soportar la presencia de ese individuo en la habitación -confirmó Sundquist-. El señor Parker tiene fama de violento.
Bear, con su metro ochenta y sus más de ciento treinta, kilos, hizo cuanto pudo para dar la impresión de que mi presencia le inquietaba. Y en realidad así era, aunque no por ninguna razón relacionada con los Blythe ni con la rara posibilidad de que yo pudiese infligirle algún tipo de daño físico.
Yo lo miraba de manera impasible.
Te conozco, Bear, y no me creo ni una sola palabra de lo que dices. No lo hagas. Acaba con esto antes de que se te vaya de las manos.
Bear, después de contar la historia por segunda vez, soltó un suspiro de alivio. Sundquist le dio una palmadita en la espalda y se las arregló para componer lo mejor que pudo un gesto de preocupación. Sundquist había ejercido en la profesión durante unos quince años y su reputación era buena -aunque no exactamente extraordinaria- para mucha gente, a pesar de que en los últimos tiempos había sufrido algunos reveses: un divorcio y rumores de que tenía problemas con el juego. Los Blythe eran un negocio rentable que no podía permitirse perder.
Irving Blythe se quedó en silencio cuando Bear acabó de contar su historia. Fue su mujer, Ruth, la primera en hablar. Le tocó el brazo a su marido.
– Irving, yo creo…
Pero él levantó la mano y ella se calló. Yo tenía mis dudas acerca de Irving Blythe. Era de la vieja escuela y a veces trataba a su mujer como si fuese una ciudadana de segunda clase. Había sido un alto ejecutivo de la empresa International Paper, en Jay, y en la década de los ochenta se vio obligado a afrontar las exigencias del sindicato de los trabajadores del papel relativas a la sindicalización de los obreros de los bosques del norte. La huelga que afectó durante diecisiete meses a la International Paper fue una de las más encarnizadas de toda la historia del estado, con más de mil trabajadores despedidos en el transcurso de la contienda. Irv Blythe había sido un firme oponente a cualquier tipo de acuerdo, y la compañía había endulzado su jubilación de manera considerable, como muestra de su aprecio, cuando un día se hartó y volvió a Portland. Pero eso no significaba que no adorase a su hija ni que su desaparición no le hubiese hecho envejecer en los últimos seis años, durante los cuales había adelgazado como si su cuerpo fuese un bloque de hielo derritiéndose. La camisa blanca le quedaba holgada tanto en los brazos como en el pecho, y en el hueco que quedaba entre su cuello y el cuello de la camisa podría caber mi puño. Los pantalones los llevaba fuertemente apretados con un cinturón, y se le formaban bolsas en el culo y en los muslos. Todo él era un símbolo de abandono y fracaso.
– Creo que usted y yo deberíamos hablar, señor Blythe -dijo Sundquist-. En privado -añadió, a la vez que echaba una mirada significativa a Ruth Blythe, una mirada que daba a entender que aquello era asunto de hombres, algo que las emociones femeninas, por muy sinceras que fueran, no podían entorpecer ni enredar.
Blythe se levantó, dejó a su mujer en el sofá, y Sundquist lo siguió hasta la cocina. Bear se quedó allí y sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su chaleco.
– Saldré fuera a fumar, señora.
Ruth Blythe asintió con la cabeza y observó cómo se alejaba la mole de Bear. Se sujetaba la barbilla con el puño, tensa por el golpe que acababa de recibir. Fue la señora Blythe la que había instigado a su esposo a prescindir de los servicios de Sundquist. Él había accedido sólo porque Sundquist no parecía que avanzase en el caso, pero me daba la impresión de que yo no le gustaba demasiado. La señora Blythe era una mujer pequeña, pero pequeña del modo en que lo son los terriers, pues su estatura enmascaraba energía y tenacidad. Yo había revisado todas las noticias que tenían que ver con la desaparición de Cassie Blythe: Irving y Ruth sentados a la mesa, Ellis Howard, el jefe de policía de Portland, junto a ellos, y Ruth Blyte agarrando con fuerza una fotografía de Cassie. Cuando accedí a investigar el caso, ella me dio las grabaciones de la conferencia de prensa para que las revisara, así como recortes de prensa, unas fotografías y unos informes, cada vez más escuetos, de Sundquist. Seis años atrás, habría dicho que Cassie Blythe se parecía a su padre, pero, a medida que los años fueron pasando, me daba la impresión de que Cassie tenía más parecido con Ruth. La expresión de sus ojos, su sonrisa e incluso el pelo se parecían ahora más que nunca a los de Cassie. De un modo extraño, era como si Ruth Blythe estuviese transformándose y adquiriendo los rasgos de su hija, para llegar a ser al mismo tiempo la esposa y la hija a los ojos de su marido, manteniendo viva una parte de Cassie a pesar de que la sombra de su ausencia se le agrandaba cada vez más.
– Está mintiendo, ¿verdad? -me preguntó Ruth cuando salió Bear.
Por un momento estuve a punto de mentirle también, de decirle que no estaba seguro, que no podía descartarse ninguna posibilidad, pero fui incapaz. No se merecía que la engañara, pero, por otra parte, tampoco se merecía que le dijese que no había esperanza alguna, que su hija nunca volvería.
– Creo que sí -contesté.
– ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué habrá querido herirnos de ese modo?
– No creo que su intención fuera herirles, señora Blythe. Bear no haría eso. Se deja influir con facilidad.
– Es cosa de Sundquist, ¿verdad?
Esa vez no le contesté.
– Déjeme hablar con Bear -le dije.
Me levanté y me dirigí a la puerta principal. Vi a Ruth Blythe reflejada en el cristal de la ventana, con el tormento escrito en la cara, debatiéndose entre el deseo de agarrarse a la débil esperanza que le había proporcionado Bear y la certeza de que aquella esperanza se le escurriría como agua entre las manos si intentaba aferrarse a ella.
Fuera, Bear estaba chupando un cigarrillo e intentaba llamar la atención del perro de los Blythe para que jugara con él, pero el perro lo ignoraba.
– Hola, Bear.
Recordaba a Bear de mis años de juventud, cuando apenas era un poco más pequeño y algo más tonto de lo que lo era en ese instante. Entonces vivía con su madre, sus dos hermanas mayores y su padrastro en una casita de Acorn, a la altura de Spurwink Road. Eran gente honrada: su madre trabajaba en Woolworth y su padrastro conducía una camioneta de reparto de una compañía de refrescos. Ahora estaban muertos, pero sus hermanas aún vivían cerca de allí, una en East Buxton y la otra en South Windham, cosa que les vino bien para visitar a Bear cuando, a los veinte años, estuvo internado tres meses en el centro penitenciario de Windham acusado de agresión. Aquélla fue la primera experiencia carcelaria de Bear y tuvo suerte de no experimentar ninguna más en los años sucesivos. Hizo unos trabajillos de chófer para unos tipos de Riverston y después se marchó a California tras una disputa territorial que dejó un muerto y un lisiado de por vida. Bear no estaba involucrado, pero los cargos iban a formularse de forma inminente y sus hermanas lo animaron a que se largara. Lo más lejos posible. En Los Ángeles consiguió un trabajo de friegaplatos, volvió a caer en malas compañías y acabó en Mule Creek. En realidad, Bear carecía de maldad alguna, aunque eso no le hacía menos peligroso. Era un arma en manos de los demás, sensible a cualquier tipo de expectativa relativa al dinero, al trabajo o puede que incluso al mero compañerismo. Bear se limitaba a mirar el mundo con ojos atónitos. Había vuelto a casa, pero daba la impresión de estar tan perdido y tan desplazado como siempre.
– No puedo hablar contigo -me dijo cuando me puse a su lado.
– ¿Por qué no?
– El señor Sundquist me dijo que no lo hiciera. Según él, tú jo-des todas las cosas.
– ¿Qué cosas?
Bear sonrió y me apuntó agitando el dedo.
– No, no. Yo no soy tonto.
Me adentré en el césped, me puse en cuclillas y alargué las manos. De inmediato, el perro se levantó y se acercó a mí lentamente, moviendo el rabo. Cuando lo tuve delante, me olisqueó los dedos y se dedicó a restregarme el hocico por la palma de las manos mientras yo le rascaba las orejas.
– ¿Por qué no me hace a mí lo mismo? -preguntó Bear. Parecía dolido.
– Quizá porque lo asustas -le contesté, y me sentí mal al apreciar una expresión de pena en su cara-. A lo mejor es porque me huele a mi perro. Oye, ¿te asusta el gran Bear, pequeño? No es tan espeluznante como parece.
Bear se puso en cuclillas a mi lado, con toda la lentitud y con todo el aire inofensivo que le permitía su corpulencia, rozó la cabeza del perro con sus enormes dedos. Los ojos del animal se volvieron alarmados hacia él y noté que estaba tenso, hasta que poco a poco comenzó a tranquilizarse cuando se dio cuenta de que aquel hombretón no albergaba malas intenciones. Cerró los ojos placenteramente al sentir las caricias de nuestros dedos.
– Bear, éste era el perro de Cassie Blythe -le dije, y vi cómo dejaba de hurgar en el pelaje del animal.
– Es un perro bueno -comentó.
– Sí que lo es. Bear, ¿por qué haces esto?
No contestó, pero vi el reflejo de la culpabilidad en sus ojos, como un pequeño pez desamparado que percibe la proximidad de un depredador. Intentó apartar la mano del perro, pero el animal levantó el hocico y lo oprimió contra sus dedos, hasta que consiguió que volviera a acariciarlo.
– Bear, sé que no quieres hacer daño a nadie. ¿Te acuerdas de mi abuelo? Mi abuelo fue el adjunto del sheriff en el condado de Cumberland.
Bear asintió con la cabeza.
– Una vez me dijo que veía bondad en ti, aunque tú nunca has sido capaz de reconocerlo. Creía que podrías llegar a ser una buena persona. -Bear me miró como si no comprendiera nada, pero continué-. Lo que estás haciendo hoy no es noble, Bear, ni tampoco decente. Vas a hacer daño a esta familia. Han perdido a su hija y lo que más quieren en este mundo es que esté viva en México. Lo único que quieren es que esté viva, y punto. Pero tú y yo, Bear, sabemos que no es así. Sabemos que ella no está allí.
Durante un rato, Bear no dijo nada, como a la espera de que yo desapareciera y dejase de atormentarlo.
– ¿Qué te ha ofrecido?
Bear encorvó los hombros un poco, pero me dio la impresión de que la confesión iba a suponerle un alivio.
– Me dijo que me daría quinientos dólares y que quizá podría conseguirme trabajo. Necesitaba el dinero. También necesito el trabajo. Es difícil encontrar trabajo cuando se ha estado metido en líos. Me dijo que tú no les servirías de nada y que si yo les contaba esa historia, a la larga estaría ayudándoles.
Noté que mis hombros se relajaban, pero también me entraron remordimientos, y sentí una pequeña fracción de la pena que los Blythe sentirían cuando les dijese que Bear y Sundquist les habían mentido acerca de su hija. Ni siquiera me creía con derecho de culpar a Bear.
– Unos amigos míos podrían darte trabajo. He oído que están buscando a alguien que pueda echar una mano en una cooperativa de Pine Point. Puedo interceder por ti.
Me miró.
– ¿Harías eso?
– ¿Puedo decirles a los Blythe que su hija no está en México?
Tragó saliva.
– Lo siento. Ojalá estuviese en México. Ojalá la hubiese visto. ¿Les dirás eso? -Parecía un niño grande, incapaz de comprender el daño que había causado.
No respondí. En señal de agradecimiento, le di una palmada en el hombro.
– Bear, te llamaré a casa de tu hermana para comentarte lo del trabajo. ¿Necesitas dinero para un taxi?
– No. Bajaré andando a la ciudad. No está lejos.
Acarició al perro en la cabeza por última vez con especial vigor y echó a andar en dirección a la carretera. El perro le siguió, olisqueándole las manos, hasta que Bear llegó a la vereda. El animal volvió a tumbarse en el césped y observó cómo se alejaba.
Entré en la casa. La señora Blythe no se había movido del sofá. Levantó la cabeza y me miró. Vislumbré un diminuto brillo en sus ojos, ese brillo que yo estaba a punto de extinguir.
Negué con la cabeza. Salí de la habitación en el instante en que ella se levantaba y se dirigía a la cocina.
Yo estaba sentado en el capó del Plymouth de Sundquist cuando éste salió de la casa. Venía con el nudo de la corbata un poco ladeado y con una marca roja en la mejilla: una bofetada de Ruth Blythe. Se paró en la linde del césped y me miró con nerviosismo.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó.
– ¿Ahora? Nada. No voy a ponerte un dedo encima. -Noté que se tranquilizaba-. Pero como detective privado estás acabado. Me aseguraré de ello. Esa gente se merece algo mejor.
Sundquist amagó una sonrisa.
– ¿Y tú se lo vas a dar? Parker, sabes que hay mucha gente por estos alrededores que no te tiene mucho aprecio. No se cree que seas un fenómeno. Deberías haberte quedado en Nueva York, porque tu sitio no está en Maine.
Rodeó el coche y abrió la puerta.
– De todos modos, estoy cansado de esta jodida vida. Si te digo la verdad, me alegro de haberme sacudido este asunto. Me voy a Florida. Por mí puedes quedarte aquí y pudrirte.
Me aparté del coche.
– ¿Florida?
– Sí, Florida.
Asentí y me dirigí a mi Mustang. Las primeras gotas de lluvia empezaron a caer y salpicaron el revoltijo de alambre y metal retorcido que había en la cuneta y el aceite que se escurría despacio por el pavimento, mientras Sundquist giraba inútilmente la llave de contacto.
– Bueno, está claro que no irás en coche.
Me crucé con Bear y lo acerqué a Congress Street. Se alejó dando zancadas hacia Old Port, donde las multitudes de turistas se abrían ante él como la tierra ante el arado. Recordé lo que mi abuelo me había dicho de Bear y la manera en que el perro lo había seguido hasta el límite del césped, olisqueándole la mano con la esperanza de una caricia. En él había mansedumbre, incluso amabilidad, pero su debilidad y estupidez lo dejaban expuesto a la manipulación y a la perversión. Bear era un hombre que pendía de un hilo, y no había forma de saber de qué lado se inclinaría para él la balanza. No en aquel momento.
A la mañana siguiente hice una llamada a Pine Point y Bear comenzó a trabajar allí al poco tiempo. No volví a verlo, y ahora me pregunto si mi intervención le costó la vida. Aún presiento que de algún modo, en lo más recóndito de sí mismo, en aquella inmensa bondad que incluso él era incapaz de reconocer plenamente, Bear hubiera obrado igual de todos modos.
Cuando miro desde la ventana de mi casa la marisma de Scarborough y veo los canales que atraviesan la hierba, todos ellos comunicados entre sí, cada cual expuesto a las mismas mareas y a los mismos ciclos lunares, comprendo algo sobre la naturaleza de este mundo y sobre la forma en que las vidas aparentemente dispares se cruzan de manera inextricable. Por la noche, bajo el resplandor del plenilunio, los canales refulgen plateados y blancos y los estrechos caminos se pierden en la gran llanura lejana y reluciente. Entonces me imagino que los recorro y que ando por el camino blanco, oyendo las voces que salen de los juncos, mientras me adentro en ese nuevo mundo que me aguarda.
Había doce serpientes en total. Serpientes de jarretera comunes. Se instalaron en una choza abandonada que había en el límite de mi propiedad, a buen resguardo entre los tablones caídos y las maderas podridas. Vi cómo se deslizaba una por un agujero que había debajo de los escalones en ruinas del porche. Probablemente regresaba al nido después de pasarse la mañana buscando presas. Cuando arranqué las tablas del suelo con una palanca, encontré al resto. La más pequeña parecía medir unos treinta centímetros de largo; la más grande, casi noventa. Se enroscaron unas con otras y las franjas amarillentas dorsales brillaron como tubos de neón en la leve penumbra. Algunas empezaron a estirarse para exhibir sus colores en señal de amenaza. Azucé con la punta de la palanca a la que tenía más cerca y la oí sisear. Un olor dulzón y desagradable subió del agujero cuando las serpientes liberaron el almizcle de esas glándulas que tienen en la base de la cola. Junto a mí, Walter, mi perro labrador dorado de ocho meses, se echó hacia atrás con el hocico tembloroso y empezó a ladrar desorientado. Lo acaricié detrás de la oreja y me miró para que lo tranquilizase. Era la primera vez que se topaba con serpientes y no parecía muy seguro de qué se esperaba de él.
– Mejor que no metas el hocico aquí, Walt. De lo contrario vas a llevarte una de ellas enroscada en él.
En Maine hay muchas jarreteras. Son unos reptiles fuertes, capaces de sobrevivir a temperaturas bajo cero durante más de un mes y de sumergirse en el agua en invierno gracias a su temperatura corporal estable. A mediados de marzo, cuando el sol empieza a calentar las piedras, salen de la hibernación y comienzan a buscar pareja. Hacia junio o julio se reproducen. Por lo general, cada serpiente tiene diez o doce crías en el nido. A veces, sólo tres. El récord está en ochenta y cinco, que son muchas serpientes, se mire como se mire. Probablemente, las serpientes habían elegido hacer el nido en la choza porque en esa parte de mis tierras hay muy pocas coníferas, ya que éstas provocan que la tierra se ponga ácida, y eso es muy malo para las orugas nocturnas, y las orugas nocturnas son los tentempiés favoritos de las serpientes de jarretera.
Volví a colocar las tablas, retrocedí y salí de nuevo a la luz del sol, con Walter pisándome los talones. Las jarreteras son criaturas imprevisibles. Algunas pueden comer de tu mano, mientras que otras te muerden y siguen mordiéndote hasta que se cansan o se aburren o tienes que matarlas. Aquí, en esta vieja choza, era poco probable que hiciesen daño a alguien, y además la población local de mofetas, mapaches, zorros y gatos acabaría oliéndolas tarde o temprano. Así que decidí dejarlas en paz, a menos que las circunstancias me forzaran a lo contrario. En cuanto a Walter, bueno, sólo tendría que aprender a no meterse donde no le llamaban.
La marisma salada, que se extendía bajo mis pies y a través de los árboles, brillaba bajo el sol matinal; los pájaros salvajes volaban sobre las aguas, y sus siluetas se divisaban a través de la hierba y de los juncos oscilantes. Los aborígenes americanos habían llamado a este lugar Owascoag, la Tierra de Muchos Pastos, pero hacía bastante tiempo que se habían ido, y para la gente que ahora vive aquí es simplemente «la marisma», el lugar en que confluyen los ríos Dunstan y Nonesuch cuando van a desembocar en el mar. A los ánades reales, que se quedan aquí todo el año, se habían unido los patos Carolina, los ánades rabudos, los ánades sombríos y las cercetas, que pasan aquí el verano, pero estos visitantes pronto emprenderían el vuelo para escapar del recio invierno de Maine. La brisa extendía el griterío de los pájaros, mezclado con el zumbido de los insectos, en el dulce clamor del alimentarse y del aparearse, de la caza y de la fuga. Observé cómo una golondrina se lanzaba en picado hacia el lodo, trazando un arco, y se posaba en un tronco podrido. La estación había sido seca y las golondrinas en particular habían gozado de comida en abundancia. Los que vivían cerca de la marisma les estaban muy agradecidos porque acababan no sólo con los mosquitos, sino también con los mucho más peligrosos tábanos, que, con sus mandíbulas de dientes duros, desgarran la piel con la fuerza de una navaja.
Scarborough es una comunidad antigua. Es una de las primeras colonias que se establecieron en la costa septentrional de Nueva Inglaterra, no sólo como campamento provisional de pescadores, sino como asentamiento fijo que se convertiría en el hogar permanente de las familias que vivían allí. Muchas de esas familias descendían de los colonizadores ingleses, entre los que se contaban los antepasados de mi madre. Otras llegaron de Massachussets y de New Hampshire, atraídas por el reclamo de que eran buenas tierras de cultivo. El primer gobernador de Maine, William King, nació en Scarborough, aunque se fue a los diecinueve años, cuando empezó a hacerse evidente que allí no había demasiadas perspectivas de prosperidad ni de ningún otro tipo. Aquí se han librado muchas batallas -al igual que la mayoría de los pueblos costeros, Scarborough está bañada en sangre- y el entorno se ha visto degradado por culpa de la fealdad de la Interestatal 1, aunque, a pesar de todo, la marisma salada de Scarborough ha sobrevivido y sus aguas brillan como lava líquida en las puestas de sol. La marisma estaba protegida, aunque el desarrollo continuado de Scarborough tuvo como consecuencia la construcción de nuevas casas -no todas bonitas, y algunas resueltamente feas- que se levantaron cerca de la línea de la pleamar de la marisma, ya que a la gente le atraía tanto la belleza del lugar como la existencia previa de antiguos asentamientos. La casa grande con tejado negro a dos aguas en que yo vivía se construyó en torno a 1930 y en buena parte estaba protegida de la carretera y de la marisma por una hilera de árboles. Desde el porche divisaba las aguas, y algunas veces encontraba una paz que no había sentido desde hacía mucho, muchísimo tiempo.
Pero esa clase de paz es momentánea, una huida de la realidad que cesa en el instante en que vuelves la vista y fijas tu atención en los asuntos cotidianos: aquellos a los que quieres y cuentan contigo para que les eches una mano cuando te necesiten, aquellos que esperan algo de ti pero por los que tú no sientes nada y aquellos que te harían daño a ti y a los tuyos si se les presentase la oportunidad. En ese instante tenía de sobra para bregar en las tres categorías.
Rachel y yo nos habíamos mudado a aquella casa hacía sólo cuatro semanas, después de vender la vieja casa de mi abuelo y los terrenos colindantes en Mussey Road, a unos tres kilómetros de allí, al Servicio Postal de Estados Unidos. Estaban construyendo un nuevo e inmenso almacén de correos en la zona de Scarborough y me habían pagado una cantidad considerable de dinero por dejar mis tierras, que se utilizarían como área de mantenimiento de la oficina postal.
Sentí un profundo dolor cuando llegamos a un acuerdo de venta. Después de todo, aquélla era la casa a la que fuimos mi madre y yo desde Nueva York cuando murió mi padre. Era la casa en la que había transcurrido mi adolescencia y la casa a la que había regresado después de la muerte de mi mujer y de mi hija. Ahora, pasados dos años y medio, empezaba de nuevo. A Rachel ya se le iba notando el embarazo, y de algún modo parecía conveniente que comenzásemos nuestra vida como pareja formal en una nueva casa, una casa que hubiésemos elegido, decorado y amueblado entre ambos y en la que, según era mi deseo, pudiéramos vivir y envejecer juntos. Además, como mi antiguo vecino me indicó cuando la venta estaba casi cerrada y cuando él mismo estaba a punto de marcharse a su nuevo hogar en el sur, sólo un loco querría vivir tan cerca de miles de trabajadores de correos, ya que todos ellos son como pequeñas bombas de relojería llenas de frustración a punto de explotar en una orgía de violencia armada.
– No estoy seguro de que sean tan peligrosos -le sugerí.
Me miró con escepticismo. Sam fue el primero en vender cuando hicieron las ofertas, y en aquel momento hasta la última de sus pertenencias se hallaba dentro de un camión U-Haul, listas para ser trasladadas a Virginia. Yo tenía las manos llenas de polvo porque le había ayudado en la mudanza.
– ¿Has visto la película El cartero? -me preguntó.
– No, pero he oído que es una mierda.
– Es malísima. A Kevin Costner lo dejan en cueros, lo cubren de miel y lo atan sobre un hormiguero para que las hormigas lo devoren. Pero eso no es lo relevante. ¿De qué va El cartero?
– ¿De un cartero?
– De un cartero armado -apostilló-. De hecho, hay muchos carteros que van armados. Ahora bien, te apuesto cincuenta pavos a que si tuvieses acceso a los archivos de los asquerosos videoclubes de cualquier ciudad de América, ¿sabes con qué te encontrarías?
– ¿Porno?
– No sé nada sobre eso -mintió-. Te encontrarías con que los únicos que alquilan El cartero más de una vez son otros carteros. Lo juro. Comprueba los archivos. El cartero es para esos tipos algo así como una llamada a las armas. Quiero decir que es una visión de América en la que los trabajadores de correos son héroes -y tienen que cargarse a cualquiera que les joda. Es como porno para los carteros. Seguro que se sientan en círculo y se hacen pajas en sus escenas favoritas.
Discretamente, me aparté de él unos pasos. Me apuntaba agitando el dedo.
– Acuérdate bien de lo que digo. Lo que Marilyn Manson significa para los descerebrados alumnos de instituto, es lo que significa El cartero para los carteros. Sólo tienes que esperar a que empiecen los asesinatos, y entonces reconocerás que el viejo Sam tenía razón desde el principio.
O eso o que el viejo Sam estaba loco desde el principio. Aún no sabía muy bien si hablaba en serio. Ya me lo imaginaba escondido en una granja de Virginia, esperando el Apocalipsis de correos. Me estrechó la mano y se dirigió al camión. Su mujer y los niños se habían marchado ya, y él esperaba con impaciencia la paz de la carretera. Se detuvo delante de la puerta del camión y me guiñó un ojo.
– No permitas que esos locos miserables te pillen, Parker.
– Aún no lo han logrado -contesté.
Por un instante, dejó de sonreír, pero enseguida recuperó el buen humor.
– Eso no significa que no vayan a intentarlo de nuevo.
– Lo sé.
Asintió.
– Si alguna vez pasas por Virginia…
– Pasaré de largo.
Me dijo adiós con la mano y se marchó levantando el dedo corazón para despedirse para siempre de la futura sede del Servicio de Correos de Estados Unidos.
Desde el porche, Rachel me llamó y me señaló el teléfono inalámbrico. Levanté una mano para darle a entender que la había oído y vi cómo Walt echaba a correr a toda velocidad hacia ella. La melena pelirroja de Rachel parecía arder bajo la luz del sol, y una vez más sentí una tirantez en el estómago ante su presencia. Mis sentimientos hacia ella se enroscaban y retorcían dentro de mí, así que por un instante me costó trabajo aislar cualquier emoción pura. Había amor -estaba seguro de eso-, pero también había gratitud, nostalgia y temor: temor por nosotros. De alguna manera, temía defraudarla y obligarla a que se alejase de mí. Temía por el hijo que iba a nacer, porque ya había perdido a una hija, que se me aparecía una y otra vez en mis sueños agitados, alejándose de mí y perdiéndose para siempre en la oscuridad, con su madre al lado, muriendo en medio del dolor y la rabia. Y temía por Rachel. Temía que le sucediese algo malo en cuanto me diese la vuelta, cuando estuviese ocupado en mis asuntos, y que también a ella la arrancasen de mi vida.
Ante semejante caso me moriría, porque no sería capaz de soportar de nuevo tanto sufrimiento.
– Es Elliot Norton -dijo mientras me acercaba, tapando el auricular con la mano-. Dice que es un viejo amigo.
Asentí y le di una palmadita en el culo mientras alcanzaba el teléfono. Como respuesta, ella me dio un cariñoso tirón de orejas. O, al menos, quise interpretar que se trataba de un tirón cariñoso. Observé cómo entraba en la casa para proseguir su trabajo. Aún bajaba a Boston dos veces por semana para ocuparse de los seminarios de psicología. Pero por aquel entonces realizaba la mayor parte de sus trabajos de investigación en el pequeño estudio que habíamos montado en uno de los cuartos de invitados. Cuando escribía, siempre apoyaba la mano izquierda en la barriga. Me miró por encima del hombro cuando se dirigía a la cocina y meneó de manera provocativa las caderas.
– Fresca -le dije entre dientes. Ella me sacó la lengua y desapareció.
– ¿Disculpe? -dijo la voz de Elliot a través del teléfono. Tenía más acento sureño del que yo recordaba.
– He dicho «fresca». No saludo a los abogados de esa manera. Para ellos uso «puto» o «sanguijuela» si quiero salirme del ámbito de lo sexual.
– Ajá. ¿Y no haces excepciones?
– Normalmente no. Por cierto, esta mañana he encontrado un nido de parientes tuyos en mi jardín.
– Prefiero no preguntar siquiera. ¿Cómo estás, Charlie?
– Estoy bien. Cuánto tiempo, Elliot.
Elliot Norton había sido ayudante del fiscal de distrito en el Departamento de Homicidios de la fiscalía de Brooklyn cuando yo era policía. En aquellas ocasiones en que nuestros caminos se cruzaron habíamos conseguido entendernos bastante bien, tanto en el plano profesional como en el personal, hasta que se casó y volvió a su nativa Carolina del Sur, donde ejercía de abogado en Charleston. Cada año me mandaba una felicitación navideña. Quedé con él en Boston para cenar en septiembre del año pasado, cuando se ocupaba de la venta de algunas propiedades en White Mountains, y unos años antes me había alojado en su casa cuando Susan, mi difunta mujer, y yo pasamos por Carolina del Sur durante los primeros meses de nuestro matrimonio. Rondaba los cuarenta, tenía canas prematuras y se había divorciado de su mujer, Alicia, que era lo suficientemente guapa como para detener el tráfico en un día lluvioso. Ignoraba la causa de la separación, aunque conociendo la clase de tipo que era Elliot, me atrevería a suponer que se había extraviado del redil conyugal alguna que otra vez. La noche que estuvimos cenando en Sonsi, en Newbury, los ojos se le salían de las órbitas, como si fuese uno de esos dibujos animados de Tex Avery, cuando veía pasar a las muchachas con sus modelitos veraniegos por delante de las puertas abiertas.
– Bueno, la gente del sur tendemos a ser poco comunicativos -dijo alargando mucho las palabras-. Además andamos un poco ocupados en mantener a raya a los de color y todo eso.
– Siempre es bueno tener un pasatiempo.
– Exacto. ¿Sigues trabajando como detective privado?
El charloteo había tocado a su fin de un modo bastante brusco, pensé.
– Algo -corroboré.
– ¿Estás dispuesto a trabajar?
– Depende de qué se trate.
– Uno de mis clientes está pendiente de juicio. No me vendría mal un poco de ayuda.
– Elliot, Maine queda muy lejos de Carolina del Sur.
– Por eso te he llamado. A los fisgones locales no puede decirse que les interese mucho.
– ¿Por qué?
– Porque es un asunto feo.
– ¿Cómo de feo?
– Un varón de diecinueve años acusado de violar a su novia y de matarla a golpes. Se llama Atys Jones. Es negro. Su novia era blanca y rica.
– Es un asunto bastante feo.
– Dice que él no lo hizo.
– ¿Y le crees?
– Le creo.
– Con todo respeto, Elliot, las cárceles están llenas de tipos que dicen que no lo hicieron.
– Lo sé. He sacado a muchos de la cárcel sabiendo que lo hicieron. Pero lo de éste es distinto. Es inocente. Me apuesto mi casa a que lo es. Y lo digo en sentido literal: mi casa es el aval de su fianza.
– ¿Qué quieres que haga?
– Necesito que alguien me ayude a llevarlo a un lugar seguro. Alguien que estudie y compruebe las declaraciones de los testigos.
Alguien que no sea de por aquí y que no se espante fácilmente. El trabajo durará una semana, quizás un día o dos más. Mira, Charlie, a ese chaval ya lo han sentenciado a muerte incluso antes de que ponga un pie en el tribunal. Tal y como están las cosas, es probable que no llegue a ver su propio juicio.
– ¿Dónde se encuentra ahora?
– Encarcelado en Richland County, pero no puedo dejar que siga allí durante más tiempo. Me hice cargo del caso cuando el abogado de oficio lo dejó y ahora incluso se rumorea que unos canallas de los Skinhead Riviera van a intentar saltar a la fama apaleando al chaval en el caso de que yo consiga que lo suelten. Por eso decidí pagar la fianza. En Richland, Atys Jones es como un pato inmóvil en el punto de mira de una escopeta.
Me recosté en la barandilla del porche. Walter salió con un hueso de goma en la boca y me lo restregó en la mano. Quería jugar. Sabía cómo se sentía. Era un día luminoso de otoño. Mi novia estaba radiante al comprobar cómo nuestro primer hijo crecía dentro de ella. Estábamos bastante bien de dinero. Una confabulación de circunstancias de ese tipo te estimula a quitarte de en medio durante una temporada y disfrutarlas mientras éstas duren. Necesitaba el cliente de Elliot Norton tanto como tener escorpiones dentro de los zapatos.
– No sé, Elliot. Cada vez que abres la boca me das una buena razón para hacerme el sordo.
– Bueno, mientras sigas escuchándome podrás oír también lo peor del asunto. La chica se llamaba Marianne Larousse. Era la hija de Earl Larousse.
Al mencionar ese nombre, recordé algunos detalles del caso. Earl Larousse era el industrial más poderoso entre las dos Carolinas y el Mississippi. Poseía plantaciones de tabaco, pozos petrolíferos, explotaciones mineras y fábricas. Incluso era propietario de la mayor parte de Grace Falls, el pueblo en el que se había criado Elliot. Pero el nombre de Earl Larousse nunca aparecía mencionado en las páginas de sociedad ni en los suplementos de negocios. No se le veía al lado de candidatos presidenciales ni de congresistas zoquetes. Contrataba a compañías de relaciones públicas para preservar su nombre del dominio público y para evitar a los periodistas y a quienquiera que intentase hurgar en sus asuntos. A Earl Larousse le gustaba preservar su privacidad y estaba dispuesto a gastarse mucho dinero en ello. Pero la muerte de su hija había ocasionado que su familia estuviese, muy a su pesar, en el candelero. Su mujer había muerto unos años antes. Tenía un hijo, Earl Jr., dos años mayor que Marianne, pero ninguno de los miembros vivos del clan Larousse había hecho declaraciones sobre la muerte de Marianne ni sobre el inminente juicio del asesino.
Elliot Norton estaba defendiendo al hombre acusado de la violación y el asesinato de la hija de Earl Larousse y, en esa línea de acción, se convertiría en la segunda persona más impopular de todo el estado de Carolina del Sur después de su cliente. Todos los involucrados en aquel torbellino que rodeaba el caso iban a sufrir. No cabía la menor duda de eso. Incluso si el propio Earl decidiese no tomarse la justicia por su mano, habría otros muchos dispuestos a hacerlo, porque Earl era uno de los suyos, porque Earl les pagaba los sueldos y porque quizás Earl sabría ser agradecido con quien le hiciera el favor de castigar al hombre que él creía que había asesinado a su pequeña.
– Elliot, lo siento, pero es algo en lo que prefiero no involucrarme en este preciso momento.
Al otro lado del teléfono hubo un silencio.
– Charlie, estoy desesperado -dijo por fin, y percibí en su voz el cansancio, el temor y la frustración-. Mi secretaria va a dejarme al final de esta semana porque no aprueba la lista de clientes que tengo, y muy pronto tendré que ir a Georgia a comprar comida porque nadie de los alrededores querrá venderme una puta mierda -levantó la voz-. Así que no me jodas diciéndome que esto es algo en lo que no quieres involucrarte, como si fueses a presentarte al jodido Congreso o algo por el estilo, porque mi casa y quizá mi vida están en peligro…
No terminó la frase. Después de todo, ¿qué más podía decir?
Le oí respirar profundamente.
– Lo siento -susurró-. No sé por qué he dicho esas cosas.
– No hay problema -le contesté, pero no era verdad que no lo hubiera, ni para él ni para mí.
– Me he enterado de que vas a ser padre -dijo-. Después de todo aquello que pasó, es una buena noticia. Yo que tú, quizá también me quedaría en Maine y me olvidaría de que un gilipollas me llamó de repente para que me uniese a su cruzada. Sí, creo que eso es lo que yo haría si fuese tú. Cuídate, Charlie Parker. Cuida de esa damita.
– Lo haré.
– Sí.
Colgó. Arrojé el teléfono a una silla y me froté la cara. El perro estaba ovillado a mis pies, con el hueso agarrado entre las patas delanteras y tiraba de él con los dientes afilados. El sol aún brillaba en la marisma y los pájaros se desplazaban con parsimonia sobre el agua, llamándose entre sí mientras planeaban entre las espadañas. Pero aquella naturaleza pasajera y frágil de la que yo era testigo parecía provocarme un hondo pesar. Miré la choza en ruinas en que yacían las serpientes de jarretera, al acecho de roedores y pajarillos. Podías desentenderte de ellas y fingir que no iban a hacerte ningún daño y que, por lo tanto, no había motivo alguno para obligarlas a que se fueran. De ser así, jamás tendrías que enfrentarte a ellas de nuevo, o quizás otras criaturas mayores y más fuertes se ocuparían de ellas por ti.
Pero podía llegar un día en que, al volver a aquella cabaña y levantar la madera del suelo, te llevaras la sorpresa de que, donde una vez hubo una docena, hubiera ya cientos de serpientes, y las viejas tablas y la madera podrida no serían suficientes para contenerlas. Porque el hecho de olvidarlas o de ignorarlas no hace que se marchen, sino que precisamente les facilita la reproducción.
Aquella tarde, dejé a Rachel trabajando en su estudio y me dirigí a Portland. Como tenía en el maletero del coche las zapatillas de deporte y el chándal, pensé que me vendría bien ir a One City Center y castigarme dando un par de vueltas a la pista. Pero, en vez de eso, acabé merodeando por las calles y echando un vistazo en la librería de viejo de Carlson & Turner's, que estaba al final de Congress Street, y desde allí bajé al Old Port y entré en Bullmoose Music. Compré el nuevo disco de Pinetop Seven, Bringing Home the Last Great Strike; un ejemplar promocional de Heartbreaker, de Ryan Adam, y Leisure and Other Songs, de un grupo llamado Spokane, porque estaba liderado por Rick Alverson, que fue líder de Drunk y que hacía la clase de música que te apetecería escuchar cuando tus viejos amigos te fallan o cuando vislumbras a una antigua novia en la calle de una ciudad cogida de la mano de otro y mirándolo de una manera que te recuerda el modo en que antes te miraba a ti. Aún quedaban turistas, la última avalancha del verano. Las hojas no tardarían en mostrar todo su esplendor y la siguiente avalancha llegaría para admirar cómo las hileras de árboles se extenderían como un gran incendio rojo hacia el norte, hasta alcanzar la frontera de Canadá.
Estaba enfadado con Elliot, pero mucho más enfadado conmigo mismo. Parecía un caso difícil, y los casos difíciles forman parte de mi trabajo. Si esperaba sentado a que llegaran los fáciles, me moriría de hambre o me volvería loco. Dos años atrás habría bajado a Carolina del Sur para echarle una mano sin pensármelo dos veces, pero en ese momento estaba Rachel, y faltaba poco para que yo volviera a ser padre. Me habían dado una segunda oportunidad y de ninguna manera quería ponerla en peligro.
Me vi de nuevo dentro del coche. Saqué la indumentaria del maletero y me pasé una hora en el gimnasio castigándome tan duramente como jamás lo había hecho. Estuve machacándome hasta que me ardieron los músculos y tuve que sentarme en un banco con la cabeza agachada para sobrellevar el momento peor de la náusea. Cuando conducía de vuelta a Scarborough, me sentía mal, y el sudor que me caía por la cara era el sudor propio del lecho de un enfermo.
Rachel y yo no comentamos la llamada hasta la cena. Llevábamos juntos como pareja unos diecinueve meses, aunque sólo compartíamos el mismo techo desde hacía menos de dos. Había quienes desde entonces me miraban de modo distinto, como si se preguntasen cómo un hombre que había perdido a su mujer y a su hija en unas circunstancias tan terribles, hacía menos de tres años, podía persuadirse a sí mismo para empezar de nuevo, para engendrar otro hijo y tratar de encontrarle un lugar en un mundo que había creado un asesino capaz de descuartizar a una niña y a la madre de esa niña.
Pero si no lo hubiese intentado, si no hubiese recurrido a otra persona con la esperanza de establecer con ella algún tipo de vínculo pequeño y titubeante que algún día se haría firme, entonces el Viajante, la criatura que me había arrebatado a mi mujer y a mi hija, me habría ganado la batalla. Yo no podía remediar el daño que nos había hecho a todos, pero me negué a ser su víctima durante el resto de mi vida.
Y aquella mujer, sin pretender aparentarlo, era extraordinaria. Había visto en mí algo digno de ser amado y de ser salvado y se había propuesto recuperar ese algo que se había refugiado en un lugar muy profundo de mí para protegerse a sí mismo de un daño mayor. No era tan ingenua como para creer que podría salvarme: prefirió ayudarme a que yo quisiera salvarme a mí mismo.
Rachel se asustó cuando supo que estaba embarazada. Al principio, los dos estábamos un poco asustados, pero, con todo, teníamos la impresión de que se trataba de un acto de justicia, de un hecho venturoso que nos permitiría afrontar nuestro nuevo futuro con una especie de serena confianza. A veces nos parecía que la decisión de tener un hijo la hubiese tomado por nosotros una especie de poder superior, y que lo único que podíamos hacer era esperar y disfrutar de la espera. Bueno, es posible que Rachel no hubiese utilizado el verbo «disfrutar». Después de todo, fue ella la que soportó una extraña pesadez cada vez que hacía algo desde el instante mismo en que la prueba de embarazo dio positivo. Era ella la que miraba con fijeza aquel cuerpo suyo que ganaba peso en los sitios más insospechados. Ella era la persona que encontré llorando, sentada a la mesa de la cocina, a altas horas de una noche de agosto, presa de sentimientos de terror, de tristeza y de agotamiento. Era ella la que vomitaba todas las mañanas nada más amanecer y la que se sentaba con la mano en la barriga y escuchaba con miedo y asombro entre un latido y otro, como si pudiese oír las pequeñas células que crecían en su interior. El primer trimestre le resultó especialmente difícil. Pero en el segundo recuperó la energía al sentir la primera patada del crío, porque era la prueba de que por fin algo real y vivo se movía dentro de ella.
Mientras la miraba en silencio, Rachel trinchó un trozo de carne tan poco hecha, que tuvo que sujetarlo con el tenedor para evitar que saliese corriendo por la puerta. Junto a la carne había patatas, zanahorias y calabacines formando montoncitos.
– ¿Por qué no comes? -me preguntó tras una breve pausa para tomar aire.
Protegí mi plato con el brazo.
– Atrás, perro malo -dije.
A mi izquierda estaba Walt, con la cabeza vuelta hacia mí y con un destello de confusión evidente en los ojos.
– No lo decía por ti -lo tranquilicé, y meneó el rabo.
Rachel terminó de masticar y me señaló con el tenedor vacío.
– Ha sido la llamada de hoy, ¿me equivoco?
Asentí y jugueteé con la comida. Después le conté la historia de Elliot.
– Está en un aprieto. Y cualquiera que se ponga a su lado contra Earl Larousse lo estará también.
– ¿Conoces a Larousse?
– No. Sólo por las cosas que Elliot me contó de él hace tiempo.
– ¿Cosas malas?
– Nada peor de lo que te esperarías de un hombre que posee más dinero que el noventa y nueve coma nueve por ciento de la gente del estado: intimidación, soborno, turbias transacciones de terrenos, follones con la Agencia de Medio Ambiente por contaminar ríos y envenenar campos… La historia de siempre. Tira una piedra en Washington cuando el Congreso esté reunido y seguro que le das a un abogado de los miles que hay como él. Pero eso no hace que la pérdida de su hija le resulte menos dolorosa.
La imagen de Irv Blythe se me cruzó fugazmente por la cabeza. La borré de mis pensamientos igual que se espanta una mosca.
– ¿Y Norton está seguro de que su cliente no la mató?
– Eso parece. Después de todo, se encargó del caso cuando lo dejó el primer abogado. Luego pagó la fianza del chico, y Elliot no es de los que arriesgan su dinero ni su reputación por una causa perdida. De nuevo, un negro acusado del asesinato de una blanca rica podría estar en peligro entre el resto de la gente, en el caso de que a alguien se le meta en la cabeza ganarse el favor de la familia afligida. Según Elliot, o pagaba la fianza o lo enterraba. Ésas eran las opciones.
– ¿Cuándo es el juicio?
– Pronto.
En internet había revisado las noticias que aparecieron en los periódicos sobre el asesinato, y estaba claro que el caso había sido tramitado desde el principio por vía de urgencia. Marianne Larousse había muerto hacía tan sólo unos meses, pero el caso iba a verse a principios del año siguiente. A la justicia no le apetecía hacer esperar a tipos como Earl Larousse.
Nos miramos fijamente a través de la mesa.
– No necesitamos el dinero. No estamos tan desesperados -dijo Rachel.
– Lo sé.
– Y tú no quieres bajar allí.
– No, claro que no.
– Aclarado entonces.
– Aclarado entonces.
– Termínate la cena, antes de que me la coma yo.
Hice lo que me dijo, incluso la saboreé.
Sabía a ceniza.
Después de cenar, fuimos en coche a Len Libby's por la Interestatal 1. Nos sentamos en un banco de la terraza y nos tomamos un helado. Antes, Len Libby's estaba en Spurwink Road, en el camino de Higgins Beach. Era un sitio que sólo tenía mesas en el interior y en el que la gente se sentaba y le daba a la lengua. Lo habían trasladado a su nueva ubicación, en la autopista, hacía unos años, y, aunque el helado seguía siendo muy bueno, no era exactamente lo mismo tomártelo viendo cuatro carriles atestados de vehículos. Como contrapartida, habían colocado un alce de chocolate de tamaño natural detrás del mostrador, y probablemente lo consideraban un signo de progreso.
Rachel y yo no hablamos. El sol se ponía y alargaba nuestras sombras, prolongándolas delante de nosotros, al igual que nuestras esperanzas y temores ante el futuro.
– ¿Has leído hoy el periódico?
– No, no he tenido tiempo.
Alcanzó el bolso y hurgó dentro de él hasta que encontró el artículo que había recortado del Press Herald y me lo pasó.
– No sé por qué lo recorté. Sabía que tarde o temprano lo verías -dijo -. Por un lado, no quería que tuvieses que volver a leer nada sobre él. Estoy cansada de ver su nombre.
Desplegué el recorte.
«THOMASTON – El reverendo Aaron Faulkner permanecerá en la prisión estatal de Thomaston hasta que tenga lugar su juicio, según declaró ayer un portavoz del Departamento de Prisiones. Faulkner, acusado a principios de este año de los cargos de conspiración y asesinato, fue trasladado a Thomaston desde la prisión estatal de máxima seguridad hace un mes, después de un presunto intento fallido de suicidio.
»Faulkner fue arrestado en Lubec en mayo del presente año, después de tener un enfrentamiento con Charlie Parker, detective privado de Scarborough, durante el cual murieron dos personas, un varón que se hacía llamar Elias Pudd y una mujer no identificada. Los análisis de ADN revelaron después que el muerto era, de hecho, el hijo de Faulkner, Leonard, y la mujer fue identificada como Muriel Faulkner, la hija del predicador.
»A Faulkner se le acusó oficialmente en mayo de los asesinatos de los baptistas de Aroostook, el grupo religioso encabezado por el propio predicador y que desapareció de la congregación en Eagle Lake en enero de 1964, y de conspirar para llevar a cabo el asesinato de al menos otras cuatro personas conocidas, entre ellas el industrial Jack Mercier.
»Los restos de los baptistas de Aroostook se encontraron en las cercanías de Eagle Lake el pasado abril. Funcionarios de Minnesota, Nueva York y Massachusetts también están investigando casos sin resolver en que Faulkner y su familia estuvieron presuntamente implicados, aunque aún no se han presentado cargos contra Faulkner fuera de Maine.
»Según fuentes del despacho del fiscal general de Maine, tanto la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas como el FBI están examinando el caso de Faulkner con el propósito de inculparle en cargos federales.
»E1 abogado de Faulkner, James Grimes, declaró ayer a los periodistas que seguía preocupado por la salud y el bienestar de su cliente y que estaba considerando la opción de apelar al Tribunal Supremo del Estado tras conocer la decisión del Tribunal Superior de Primera Estancia de Washington de negarle la fianza. Faulkner se ha declarado inocente de todos los cargos que se le imputan y alega que, en realidad, su familia le tuvo prisionero durante casi cuarenta años.
»Mientras tanto, el entomólogo especialista que se halla al servicio de los investigadores para catalogar la colección de insectos y de arañas encontradas en Lubec, en el recinto ocupado por el reverendo Aaron Faulkner y su familia, declaró ayer al Press Herald que su trabajo estaba casi concluido. Según un portavoz de la policía, se cree que la colección había sido reunida por Leonard Faulkner, alias Elias Pudd, a lo largo de muchos años.
»"Hasta ahora hemos identificado casi doscientas especies diferentes de arañas, así como otras cincuenta especies de insectos", declaró el doctor Martin Lee Howard. Quien además dijo que la colección constaba de algunas especies muy raras y que incluía un número de ellas que, hasta la fecha, su equipo no había podido identificar.
»"Una de ellas parece ser una subespecie de la extremadamente repugnante araña de la cueva del diente", declaró el doctor Howard. "Con toda certeza, no es autóctona de Estados Unidos." Preguntado si había alguna pauta derivada de su investigación, el doctor Howard declaró que el único factor que unía a las distintas especies era que "todas eran muy repugnantes. Lo que pretendo sugerir es que aun siendo los insectos y las arañas mi materia de trabajo, debo admitir que hay un montón de esos chicos y chicas a los que no me gustaría encontrarme en mi cama por la noche".
»El doctor Howard añadió: "Pero sí que hemos descubierto muchas arañas reclusas marrones y, cuando digo muchas quiero decir muchas. Quienquiera que reuniese esta colección sentía un cariño indudable por las reclusas, y eso es algo de veras infrecuente. Cariño es lo último que una persona normal sentiría por una araña reclusa".»
Volví a doblar el recorte del periódico y lo tiré a la papelera. La posibilidad de que apelaran la denegación de fianza resultaba inquietante. El despacho del fiscal general había recurrido directamente a un gran jurado tras la detención de Faulkner, una práctica común en un caso que parecía estar relacionado con asuntos que llevaban mucho tiempo sin resolver. Veinticuatro horas después de que detuviesen a Faulkner, un gran jurado compuesto por veintitrés miembros se había reunido en Calais, en Washington County, y había hecho pública una orden de detención bajo las acusaciones de asesinato, de conspiración para asesinar y de complicidad con asesinos. A continuación, el Estado solicitó una vista para tomar una decisión relativa a la fianza. Tiempo atrás, cuando en Maine estaba vigente la pena de muerte, los acusados de delito capital no tenían derecho a fianza. Tras la abolición de la pena de muerte, se modificó la constitución para denegar la fianza a los acusados de delitos capitales siempre y cuando hubiese «una prueba evidente y una presunción clara» de la culpabilidad del acusado. A fin de determinar esa prueba y esa presunción, el Estado podía solicitar una vista con las partes implicadas, bajo la supervisión de un juez, para que ambas expusieran sus argumentos.
Rachel y yo habíamos prestado declaración antes de la vista, así como el principal detective de la Policía Estatal encargado de la investigación de la muerte de la congregación baptista de Faulkner y del asesinato de cuatro personas en Scarborough, presuntamente ordenado por Faulkner. Bobby Andrus, el ayudante del fiscal general, había alegado el riesgo de que Faulkner se diese a la fuga, así como que constituía una amenaza potencial para los testigos. Jim Grimes hizo todo lo posible para encontrar algún tipo de fisura en las conclusiones del fiscal, pero habían pasado seis días desde el arresto de Faulkner y Grimes seguía sin contar con nada. Aquello le bastó al juez para denegar la fianza, pero por los pelos. Había pocas pruebas irrefutables que implicaran a Faulkner en los crímenes de los que se le acusaba y el desarrollo de la vista había obligado al estado a reconocer la relativa inconsistencia del caso. El hecho de que Jim Grimes hiciese pública la posibilidad de una apelación indicaba que estaba convencido de que un juez del Tribunal Supremo del estado llegaría a una conclusión diferente en el asunto relativo a la fianza. Yo no quería pensar siquiera qué podía ocurrir si dejaban en libertad a Faulkner.
– Podemos mirarlo con perspectiva y considerarlo publicidad gratuita -dije, pero la broma sonó falsa-. No nos lo quitaremos totalmente de encima hasta que lo metan en la cárcel para siempre, y puede que ni siquiera entonces.
– Supongo que para ti es un momento decisivo -susurró.
Puse mi mejor y más sincera mirada romántica y le apreté la mano.
– No -le dije, de la manera más teatral que pude-. Lo único decisivo para mí eres tú.
Hizo como si se metiera un dedo en la garganta para vomitar y sonrió. La sombra de Faulkner se disipó durante un rato. Alargué mi mano hacia la suya y se llevó mis dedos a la boca para chupar los restos de helado que había en ellos.
– Venga -dijo, y los ojos le brillaron a causa de un apetito diferente-. Vamos a casa.
Pero cuando llegamos a casa había un coche aparcado en la entrada. Lo reconocí nada más verlo a través de los árboles: el Lincoln de Irving Blythe. En cuanto detuvimos el coche, él abrió la puerta del suyo y salió, dejando que sonara la música clásica de la emisora de la radio pública, una música que flotaba melosa en el aire quedo de la noche. Rachel le saludó y entró en la casa. Vi que encendía las luces de nuestro dormitorio y que bajaba las persianas. Irv Blythe había elegido el momento idóneo si lo que pretendía era interponerse entre mi persona y una vida amorosa activa.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor Blythe? -le pregunté en un tono que dejaba claro que el hecho de ayudarlo en aquel instante estaba muy al final en mi lista de prioridades.
Tenía las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos. Vestía una camisa de manga corta metida por dentro de la cintura elástica de los pantalones, que los llevaba muy subidos, por encima de lo que quedaba de su antigua barriga, y de esa manera daba la impresión de que tenía las piernas demasiado largas en relación al cuerpo. Habíamos hablado poco desde que acepté investigar las circunstancias de la desaparición de su hija. En realidad, trataba casi siempre con su mujer. Repasé los informes policiales, hablé con los que habían visto a Cassie durante los días previos a su desaparición y reconstruí los movimientos que llevó a cabo en los últimos días de su vida. Pero había pasado demasiado tiempo para que los que la recordaban pudiesen aportar datos nuevos. En algunos casos, incluso tenían problemas para recordar cualquier cosa. Hasta el momento, no había encontrado nada extraordinario, pero decliné la oferta de un anticipo similar al que había disfrutado Sundquist durante tanto tiempo. Les dije a los Blythe que les presentaría una factura sólo por las horas de trabajo. Con todo, aunque Irv Blythe no me mostrase abiertamente su hostilidad, yo aún tenía la sensación de que hubiese preferido que no me involucrara en la investigación. No estaba seguro de en qué medida los acontecimientos del día anterior habían afectado a nuestras relaciones. Al final, fue Blythe quien sacó el asunto a colación.
– Ayer, en casa… -empezó a decir, pero se calló.
Esperé.
– Mi mujer cree que le debo una disculpa -se puso muy colorado.
– ¿Usted qué opina?
Fue de lo más franco.
– Opino que me gustaría creer a Sundquist y al hombre que trajo consigo. Me molestó que usted disipase las esperanzas que me dieron.
– Eran falsas esperanzas, señor Blythe.
– Señor Parker, hasta entonces no habíamos tenido esperanza alguna.
Se sacó las manos de los bolsillos y empezó a rascarse en el centro de las palmas como si allí quisiera localizar la fuente de su pena y arrancársela como se arranca una astilla. Vi que tenía llagas medio cicatrizadas en el dorso de una mano y en la cabeza, allí donde el dolor y la frustración le habían llevado a herirse a sí mismo.
Era el momento de aclarar las cosas entre nosotros.
– Tengo la sensación de que no le gusto mucho -le dije.
Dejó de rascarse la mano derecha y la agitó levemente en el aire, como si intentase agarrar el sentimiento que yo le inspiraba y arrebatárselo al aire para poder mostrármelo sobre la palma arrugada y llagada de su mano en lugar de verse obligado a traducirlo a palabras.
– No se trata de eso. Estoy seguro de que es muy bueno en lo suyo. Pero es que he oído hablar de usted. He leído las noticias de los periódicos. Sé que resuelve casos difíciles y que ha descubierto la verdad acerca de gente que llevaba años desaparecida, incluso más tiempo del que lleva desaparecida Cassie. El problema es, señor Parker, que por lo general esa gente está ya muerta cuando la encuentra. Quiero que mi hija vuelva viva. -Estas últimas palabras las dijo de manera precipitada y con voz temblorosa.
– Y usted cree que el hecho de contratarme viene a ser como admitir que ella se ha ido para siempre, ¿verdad?
– Algo por el estilo.
Fue como si las palabras de Irv Blythe me hubiesen abierto unas heridas ocultas que, al igual que sus llagas a flor de piel, sólo estaban cicatrizadas a medias. Había algunas personas a las que yo no había logrado salvar, eso era cierto, y había otras que incluso murieron mucho antes de que yo empezara a atisbar siquiera la naturaleza del peligro que se cernía sobre ellas. Pero había hecho un pacto con mi pasado que se basaba en el convencimiento de que, a pesar de haber fallado mientras protegía a determinadas personas, a pesar de haber fallado incluso a la hora de proteger a mi mujer y a mi hija, yo no era del todo responsable de lo que les había ocurrido. Alguien me había arrebatado a Susan y a Jennifer, e incluso si me hubiese quedado con ellas las veinticuatro horas del día a lo largo de noventa y nueve días, esa persona habría esperado hasta que el día que hacía cien me diese la vuelta durante un momento para acabar con ellas. Me debatía entre dos mundos: el mundo de los vivos y el mundo de los muertos, y en ambos procuraba mantener un poco de paz. Era todo cuanto podía hacer. Pero no estaba dispuesto a tolerar que mis errores los juzgase alguien como Irving Blythe. Ya no.
Le abrí la puerta del coche.
– Se está haciendo tarde, señor Blythe. Lamento no poder ofrecerle el consuelo que usted quiere. Todo lo que puedo decirle es que seguiré preguntando. Seguiré intentándolo.
Asintió y echó una mirada a la marisma, pero no hizo ademán de entrar en el coche. La luz de la luna se reflejaba en las aguas y la vista de los canales relucientes pareció inducirlo a un examen de conciencia.
– Señor Parker, sé que está muerta -dijo en voz baja-. Sé que no va a volver a casa viva. Todo lo que quiero es enterrarla en algún lugar bonito y tranquilo donde pueda descansar en paz. No creo en los finales. No creo que esto pueda acabar alguna vez para nosotros. Sólo quiero darle sepultura y que mi mujer y yo podamos ir a verla y dejar unas flores a los pies de su tumba. ¿Me comprende?
Estuve a punto de tocarlo, pero Irving Blythe parecía de los que rechazan un gesto así entre dos hombres. En vez de eso, le dije de la manera más amable que pude:
– Lo comprendo, señor Blythe. Conduzca con cuidado. Le llamaré.
Se subió al coche y no me miró hasta que giró hacia la carretera. Entonces vi sus ojos en el espejo retrovisor y aprecié en ellos el odio por aquellas palabras que de algún modo yo le había obligado a pronunciar, por tener que admitir que se las había arrancado de lo más profundo de su ser.
Esperé un rato antes de reunirme con Rachel. Me senté en el porche y me dediqué a observar las luces de los coches solitarios que pasaban, hasta que los insectos me obligaron a entrar. Rachel ya estaba dormida y sonrió como si percibiese que estaba a su lado.
Al lado de ambos.
Aquella noche, un automóvil se detuvo delante de la casa de Elliot Norton, a las afueras de Grace Falls. Elliot oyó cómo se abría la puerta del coche y luego unas pisadas que cruzaban el césped de su jardín. Estaba a punto de alcanzar la pistola que tenía en la mesita de noche cuando la ventana del dormitorio estalló y la habitación quedó envuelta en llamas. La gasolina ardiendo le salpicó las manos y el pecho y le quemó el pelo. Aún ardía cuando bajó las escaleras tambaleándose, en dirección a la puerta que daba al jardín, donde rodó sobre el césped húmedo para sofocar el fuego.
Se quedó tendido boca arriba, bajo la luz de la luna, viendo cómo se quemaba su casa.
Mientras la casa de Elliot Norton llameaba allá en el sur, me despertó el ruido de un coche en punto muerto en la Old County Road. Rachel estaba dormida a mi lado, y cada vez que respiraba algo vibraba en sus fosas nasales, produciendo un sonido suave, tan regular como el movimiento de un metrónomo. Con mucho cuidado, me deslicé por debajo de la colcha y me acerqué a la ventana.
A la luz de la luna, un viejo Cadillac Coupe de Ville negro estaba parado en el puente que cruza la marisma. A pesar de la distancia, distinguí las abolladuras y arañazos que tenía en la chapa, la curva que trazaba el parachoques doblado, la telaraña que formaba el cristal roto en una esquina del parabrisas. Oía retumbar el motor, pero del tubo de escape no salía humo. A pesar de que aquella noche brillaba la luna, no pude vislumbrar el interior del vehículo a través del cristal oscuro de las ventanillas.
Ya había visto un coche como ése antes. Lo conducía un tipo pálido y deforme llamado Stritch, una criatura repugnante. Pero Stritch estaba muerto, con un agujero en el pecho, y el coche había sido destruido.
Entonces la puerta trasera del Cadillac se abrió. Esperé a que saliera alguien, pero no salió nadie. El coche siguió parado con la puerta abierta durante uno o dos minutos, hasta que una mano invisible la cerró de un tirón. Un crujido de tapa de ataúd me llegó a través del agua y la hierba y el coche se marchó, haciendo un cambio de sentido para dirigirse al noroeste, hacia Oak Hill y la Interestatal 1.
Rachel se removió en la cama.
– ¿Qué pasa? -me preguntó.
Me volví hacia ella y vi cómo unas sombras vagaban por la habitación, unas nubes cinceladas por la luz de la luna, hasta que la envolvieron y, lentamente, empezaron a devorar su palidez.
– ¿Qué pasa? -preguntó Rachel.
Yo estaba otra vez en la cama, sólo que en ese momento me había incorporado de golpe y había apartado las sábanas con los pies. Su mano cálida se apoyaba en mi pecho.
– Había un coche -dije.
– ¿Dónde?
– Fuera. Había un coche.
Me levanté desnudo de la cama y me encaminé a la ventana. Descorrí la cortina, pero no había nada, sólo la carretera, tranquila, y las hebras plateadas del agua de la marisma.
– Había un coche -dije por última vez.
Y vi las huellas de mis dedos marcadas en la ventana, dejadas allí mientras yo alargaba la mano hacia ellas, al igual que ellas, estampadas ahora en el cristal, se alargaban hacia mí.
– Vuelve a la cama -me dijo.
Fui junto a ella y la abracé, dejando que se acurrucara hasta que se quedó dormida.
Y la estuve mirando hasta que se hizo de día.
Elliot Norton me llamó a la mañana siguiente del incendio intencionado. Tenía quemaduras de primer grado en los brazos y en la cara. No obstante, se consideraba bastante afortunado. El fuego había quemado tres habitaciones del primer piso y había dejado un agujero en el techo. Como ningún contratista local estaría dispuesto a emprender las reparaciones, contrató a unos chicos procedentes de Martínez, justo en la frontera del estado de Georgia, para arreglar los desperfectos.
– ¿Hablaste con la poli? -le pregunté.
– Sí. Fueron los primeros en llegar. No les faltan sospechosos, pero si pueden presentar cargos contra alguien por esto, me retiraré de la abogacía y me meteré a monje. Saben que está relacionado con el caso Larousse y yo sé que está relacionado con el caso Larousse, de manera que no discrepamos en nada. Menos mal que esta coincidencia me va a salir gratis.
– ¿No hay sospechosos?
– Van a detener a algunos gilipollas locales, pero no creo que sirva de mucho, no a menos que alguien viese u oyese algo y esté deseando echarle valor y contarlo. Mucha gente opinará que no me merecía menos por haber aceptado el caso.
Hubo una pausa. Noté que esperaba que yo rompiese el silencio. Al final lo hice, y sentí cómo mis pies empezaban a querer darse a la fuga a medida que me daba cuenta de hasta qué punto me estaba involucrando sin remedio en aquello.
– ¿Qué vas a hacer?
– ¿Qué puedo hacer? ¿Impedir que el chaval salga? Es mi cliente, Charlie. No puedo hacer eso. Y tampoco puedo permitir que me intimiden para que abandone el caso.
Estaba apretando las clavijas de mi mala conciencia a propósito. Aquello no me gustaba, pero quizá pensó que no tenía otra opción.
No sólo me molestó su disposición a aprovecharse de nuestra amistad. Elliot Norton era un buen abogado, pero nunca lo había visto compadecerse por nadie en asuntos de trabajo. Había arriesgado su casa y puede que su vida por un joven del que apenas sabía nada, y aquél no era el Elliot Norton que yo conocía. No estaba seguro de que, a pesar de mis dudas, pudiese seguir dándole largas, pero lo menos que podía hacer era intentar exigirle algunas respuestas satisfactorias.
– Elliot, ¿por qué haces esto?
– ¿Hacer qué? ¿Ser abogado?
– No, ser el abogado de ese muchacho.
Esperaba el típico discurso de que un hombre debe hacer lo que debe, de que nadie estaría dispuesto a defender al chaval y de que él, Elliot, hubiera sido incapaz de mantenerse al margen y ver cómo ataban con correas al pobre muchacho a una camilla y le inyectaban un veneno para que el corazón se le parase. Pero, en vez de eso, me sorprendió. Tal vez fuera el cansancio, o el suceso de la noche previa, pero cuando habló su voz desprendía una amargura que nunca había apreciado en él.
– ¿Sabes?, una parte de mí siempre ha odiado este lugar. Odiaba sus costumbres y su mentalidad pueblerina. Veía a los tipos que me rodeaban y sabía que no aspiraban a ser políticos, jueces ni príncipes de la industria. No querían cambiar el mundo. Querían beber cerveza y echar algún que otro polvo, y trabajar en una gasolinera por mil dólares al mes ya les daba para eso. No pensaban marcharse de allí jamás, y si ellos no lo hacían, yo sí que estaba seguro de que me largaría.
– Así que te hiciste abogado.
– Exacto: una profesión noble, a pesar de lo que creas.
– Y te fuiste a Nueva York.
– Me fui a Nueva York, pero me repugnaba vivir en Nueva York, incluso más que vivir aquí. Quizás aún tenía que demostrar algo.
– Así que ahora vas a representar a ese chaval como una manera de vengarte de todos ellos.
– Algo por el estilo. Tengo un instinto visceral, Charlie: ese chaval no mató a Marianne Larousse. Puede que carezca de modales, pero me resisto a creer que sea un violador y un asesino. No puedo mantenerme al margen y ver cómo lo ejecutan por un crimen que no cometió.
Medité sobre aquello. Es posible que yo no fuese nadie para cuestionar las cruzadas ajenas. Después de todo, me habían acusado demasiadas veces de ser un cruzado.
– Te llamaré mañana -le dije-. Hasta entonces, procura no meterte en líos.
Suspiró hondamente, como si viese un rayo de esperanza en la oscuridad.
– Gracias, te lo agradecería.
Cuando colgué el teléfono, Rachel estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándome.
– Vas a bajar, ¿verdad?
No era un reproche. Sólo una pregunta.
Me encogí de hombros y le dije:
– Tal vez.
– Crees tener una deuda de lealtad con él.
– No, con él en particular no. -No estaba seguro de poder expresar con palabras mis razones, pero creí que al menos necesitaba intentarlo, que necesitaba explicármelo a mí mismo y explicárselo a Rachel-. Cuando he estado en apuros, cuando me he encargado de casos difíciles, y más que difíciles, he tenido a mi lado a gente deseosa de ayudarme: tú, Ángel, Louis… Y otra mucha gente también, y a alguna de esa gente ayudarme le costó la vida. Ahora hay alguien que me pide ayuda, y no estoy seguro de que pueda darme media vuelta y quitarme de en medio tan fácilmente.
– En la vida todo se paga.
– Supongo que sí. Pero si bajo, primero hay que ocuparse de algunas cosas.
– ¿Como qué?
No contesté.
– Quieres decir que hay que ocuparse de mí -unos dedos invisibles trazaron unas delgadas líneas de irritación en su frente-. Ya hemos hablado de eso.
– No, yo he hablado de eso. Tú sólo te tapas las orejas.
Sentí cómo el tono de mi voz se elevaba y aspiré aire antes de proseguir.
– Mira, no quieres llevar un arma y…
– No estoy dispuesta a aguantar ese rollo -dijo. Subió las escaleras vociferando y, pasados unos segundos, oí que cerraba la puerta de su estudio de un portazo.
Me encontré con el sargento de detectives Wallace MacArthur, del Departamento de Policía de Scarborough en Panera Bread Company, en Maine Mall. Durante los sucesos que condujeron a la detención de Faulkner tuve un altercado con MacArthur, pero resolvimos nuestras diferencias en una comida en Back Bay Grill. Hay que reconocer que la comida me costó casi doscientos pavos, incluido el vino que se bebió MacArthur, aunque mereció la pena para tenerlo de nuevo de mi parte.
Pedí un café y me reuní con él en una mesa con asientos adosados. Estaba desmigando un bollo de canela caliente, y el azúcar glaseado que lo recubría había quedado reducido a la consistencia de la mantequilla derretida, manchando la página de anuncios de contactos en la última edición del Casco Bay Weekly. La sección de contactos del CBW solía ofrecer una buena cantidad de mujeres deseosas de que las abrazasen delante de una chimenea, de hacer excursiones a pie en lo más crudo del invierno o de apuntarse a clases de danza experimental. Ninguna de ellas parecía la candidata adecuada para MacArthur, que era tan tierno como un cactus y al que no le gustaba ninguna actividad física que requiriese salir de la cama. Gracias a un metabolismo de galgo y a un estilo de vida propio de soltero, había llegado al final de la cuarentena sin verse forzado a caer en las trampas potenciales del buen comer y del ejercicio físico continuado. El concepto que tenía MacArthur del ejercicio consistía en ir alternando los dedos al apretar el mando a distancia.
– ¿Has encontrado alguna que te guste? -le pregunté.
MacArthur masticaba pensativo un trozo de bollo.
– ¿Cómo pueden asegurar estas mujeres que son «atractivas», «guapas» y «de buen carácter»? Vamos a ver: soy soltero, ando siempre por ahí, merodeando, y jamás me encuentro con mujeres de ese tipo. Conozco a mujeres poco atractivas. Conozco a mujeres feas. Conozco a mujeres de trato difícil. Si son tan guapas y tan desinhibidas, ¿cómo es que se anuncian en la contraportada del Casco Bay Weekly? Te aseguro que algunas de estas mujeres mienten.
– Tal vez deberías probar con los anuncios que hay más adelante.
Las cejas de MacArthur se sobresaltaron.
– ¿Las freakies? ¿Bromeas? Ni siquiera sé qué quieren decir esas tonterías. -Ojeó con discreción la contraportada y echó un rápido vistazo a la mesa contigua para asegurarse de que nadie le miraba. Su voz se redujo a un susurro-. Aquí hay una mujer que busca «un macho suplente para la ducha». A ver, ¿qué demonios es eso? Ni siquiera acierto a sospechar qué es lo que quiere que haga. ¿Quiere que le arregle la ducha o qué?
Le miré y me devolvió la mirada. Tratándose de un hombre que había sido poli durante más de veinte años, MacArthur podía dar la impresión de estar en Babia.
– ¿Qué? -preguntó.
– Nada.
– No, dilo.
– No, simplemente no creo que esa mujer te convenga. Eso es todo.
– Qué me vas a contar a mí. No sé qué es peor, si comprender lo que esta gente busca o no comprenderlo. Dios, todo lo que quiero es una relación normal y sincera. Eso tiene que existir en alguna parte, ¿verdad?
Yo no estaba seguro de que pudiese existir una relación normal y sincera, pero entendía lo que quería decir. Se refería a que el detective Wallace MacArthur no iba a ser el suplente de la ducha de nadie.
– Lo último que he sabido de ti es que estabas ayudando a la viuda de Al Buxton a superar su dolor.
Al Buxton fue ayudante del sheriff del condado de York, hasta que contrajo una extraña enfermedad degenerativa que lo dejó con el mismo aspecto que una momia sin vendas. Nadie lloró su pérdida. Al Buxton era tan desagradable, que hacía que los herpes parecieran bonitos.
– Aquello duró poco. No creo que tuviese que sobreponerse a demasiado dolor. ¿Sabes?, una vez me dijo que se folló al embalsamador de su marido. No creo que al hombre le diese tiempo siquiera de lavarse las manos, de lo rápido que se le echó encima.
– Tal vez estaba muy agradecida por lo bien que hizo su trabajo. Al Buxton tenía mejor aspecto muerto que vivo, y también resultaba más agradable.
MacArthur se rió, pero me dio la impresión de que la risa le irritó los ojos. Entonces me percaté de que los tenía hinchados y enrojecidos. Parecía que había estado llorando. Quizás incluso la cosa más insignificante le afectaba más de lo que yo podía imaginar.
– ¿Qué te pasa? Parece como si la madre de Bambi acabase de morir.
Instintivamente se llevó la mano derecha a los ojos para secárselos, pues habían empezado a caerle lágrimas, pero al instante se detuvo.
– Esta mañana me han rociado con spray inmovilizador.
– No jodas. ¿Quién lo hizo?
– Jeff Wexler.
– ¿El detective Jeff Wexler? ¿Qué hiciste? ¿Lo invitaste a salir? ¿Sabes?, aquel tipo que iba vestido de policía en el grupo Village People en realidad no era un poli. No deberías tomarlo como modelo.
MacArthur no pareció inmutarse.
– ¿Qué habrías hecho tú? Me rociaron con spray porque son las normas del departamento: si quieres llevar el spray, tienes que experimentar su efecto. Sólo así no te precipitarás a la hora de usarlo.
– ¿De verdad? ¿Funciona?
– ¿Que si funciona? Estaba ansioso por salir de allí y rociarle la cara a algún bastardo para poder sentirme mejor. Esa cosa escuece.
Horrible. El spray escuece. ¿Quién iba a pensarlo?
– Me han dicho que trabajas para los Blythe -dijo MacArthur-. Es un caso sin resolver al que ya le han dado carpetazo.
– Ellos no se dan por vencidos, aunque la poli sí.
– Eso no es justo, Charlie, y tú lo sabes.
Levanté la mano para disculparme.
– Anoche vino a mi casa Irv Blythe. Tuve que decirles a él y a su mujer que la primera pista con la que contaban al cabo de muchos años era falsa. No me agradó hacerlo, porque están sufriendo, Wallace. Hace ya seis años de eso y no pasa un día sin que sufran. Se han olvidado de ellos. Sé que no es culpa de la poli. Sé que es un caso sin resolver. Pero no es un caso sin resolver para los Blythe.
– ¿Crees que está muerta? -El tono de su voz me dio a entender que él ya había llegado a sus propias conclusiones.
– Espero que no.
– Supongo que siempre queda la esperanza -sonrió haciendo una mueca-. Si no estuviese convencido de ello, yo no andaría buscando en la sección de contactos.
– He dicho que estoy esperanzado, no que me sienta locamente optimista.
MacArthur levantó de manera obscena el dedo corazón.
– Así que querías verme, ¿no? Encima llegas tarde y he tenido que comprar un bollo de canela, que cuesta lo suyo.
– Lo siento. Mira, puede que tenga que ausentarme durante una semana. A Rachel no le gusta que sea tan protector, pero no quiere llevar un arma.
– Necesitas que alguien se pase por allí y le eche un vistazo, ¿verdad?
– Sólo hasta que vuelva.
– Eso está hecho.
– Gracias.
– ¿Tiene algo que ver con Faulkner?
Me encogí de hombros.
– Supongo que sí.
– Parker, los suyos ya están muertos. Sólo queda él.
– Es posible.
– ¿Ha ocurrido algo que te haga pensar lo contrario?
Negué con la cabeza. No había nada, sólo una sensación de desasosiego y la creencia de que Faulkner no pasaría por alto el aniquilamiento de su prole.
– Parker, tienes suerte en todo. Lo sabes, ¿verdad? La sentencia del departamento del fiscal general, literalmente, no te afectó: no fueron contra ti por obstaculizar la investigación, no formularon cargos contra ti ni contra tus amigotes por las muertes que tuvieron lugar en Lubec. No quiero decir que los mataras tú ni mucho menos, pero aun así…
– Lo sé -le interrumpí con aspereza, porque quería cambiar de tema-. Bueno, te ocuparás de que alguien se pase por casa, ¿verdad?
– Seguro, no te preocupes. Cuando pueda, lo haré yo mismo. ¿Crees que estará de acuerdo en que instalemos una alarma?
Yo ya lo había considerado. Con toda probabilidad requeriría destrezas diplomáticas a nivel de la ONU, pero supuse que al final Rachel se dejaría convencer.
– Quizá. ¿Conoces a alguien que pueda instalarla?
– Conozco a un tipo. Llámame cuando hayas hablado con ella.
Le di las gracias y me levanté para irme. No había dado aún tres pasos cuando me detuvo su voz.
– Oye, ¿no tendrá por casualidad amigas solteras?
– Sí, creo que sí -le contesté justo antes de que se me cayera el alma a los pies y me diese cuenta de dónde me había metido. La cara de MacArthur se animó, mientras que la mía, por el contrario, se descompuso-. Oh, no. ¿Por quién me tomas? ¿Por una agencia de contactos?
– Venga, hombre, es lo menos que puedes hacer.
Moví la cabeza con gesto abatido.
– Le preguntaré, pero no te prometo nada.
Dejé a MacArthur con una sonrisa en la cara.
Con una sonrisa y con mucho azúcar glaseado alrededor de la boca.
El resto de la mañana y parte de la tarde lo dediqué a despachar el papeleo pendiente, hice la factura de dos clientes y revisé las escasas notas que tenía sobre Cassie Blythe. Había hablado con su antiguo novio, con sus amistades más cercanas y con sus compañeros de trabajo, así como con el personal de la agencia de contratación de Bangor, a la que había acudido el día mismo de su desaparición. Como le estaban reparando el coche, Cassie tomó un autobús para ir a Bangor y salió de la terminal de Greyhound, en la esquina entre Congress y St John, sobre las ocho de la mañana. Según los informes de la policía y el seguimiento de Sundquist, el conductor la recordaba porque intercambiaron unas palabras. Estuvo durante una hora en la agencia de contratación, sita en West Market Square, antes de entrar a curiosear en la librería Book Marcs. Uno de los empleados recordaba que le preguntó por libros firmados de Stephen King.
Después de eso, Cassie Blythe desapareció. No utilizó el billete de vuelta y no había constancia de que hubiese viajado con ninguna otra compañía de autobuses ni de que hubiese cogido un vuelo de cercanías. La tarjeta de crédito y la del cajero automático no se habían utilizado desde el día de su desaparición. Me estaba quedando sin gente a la que poder recurrir y todo aquello no estaba llevándome a nada.
Tenía la impresión de que no iba a encontrar a Cassie Blythe. Ni viva ni muerta.
El Lexus negro se detuvo ante la casa poco después de las tres. Yo estaba en el piso de arriba, delante del ordenador, imprimiendo las noticias sobre el asesinato de Marianne Larousse. La mayoría de ellas daba muy poca información, salvo un suelto del State que detallaba el hecho de que Elliot Norton se había encargado de la defensa de Atys Jones en sustitución del abogado de oficio asignado al caso, un tal Laird Rhine. Para el cambio de abogado no se tramitó una petición oficial, lo que significaba que Rhine había acordado con Elliot abandonar el caso. En unas breves declaraciones, Elliot le comentaba al periodista que, aunque Rhine era un buen abogado, Jones se merecía algo más que un abogado de oficio agobiado por la falta de tiempo. Rhine no comentaba nada. La noticia databa de un
– Necesitas que alguien se pase por allí y le eche un vistazo, ¿verdad?
– Sólo hasta que vuelva.
– Eso está hecho.
– Gracias.
– ¿Tiene algo que ver con Faulkner?
Me encogí de hombros.
– Supongo que sí.
– Parker, los suyos ya están muertos. Sólo queda él.
– Es posible.
– ¿Ha ocurrido algo que te haga pensar lo contrario?
Negué con la cabeza. No había nada, sólo una sensación de desasosiego y la creencia de que Faulkner no pasaría por alto el aniquilamiento de su prole.
– Parker, tienes suerte en todo. Lo sabes, ¿verdad? La sentencia del departamento del fiscal general, literalmente, no te afectó: no fueron contra ti por obstaculizar la investigación, no formularon cargos contra ti ni contra tus amigotes por las muertes que tuvieron lugar en Lubec. No quiero decir que los mataras tú ni mucho menos, pero aun así…
– Lo sé -le interrumpí con aspereza, porque quería cambiar de tema-. Bueno, te ocuparás de que alguien se pase por casa, ¿verdad?
– Seguro, no te preocupes. Cuando pueda, lo haré yo mismo. ¿Crees que estará de acuerdo en que instalemos una alarma?
Yo ya lo había considerado. Con toda probabilidad requeriría destrezas diplomáticas a nivel de la ONU, pero supuse que al final Rachel se dejaría convencer.
– Quizá. ¿Conoces a alguien que pueda instalarla?
– Conozco a un tipo. Llámame cuando hayas hablado con ella.
Le di las gracias y me levanté para irme. No había dado aún tres pasos cuando me detuvo su voz.
– Oye, ¿no tendrá por casualidad amigas solteras?
– Sí, creo que sí -le contesté justo antes de que se me cayera el alma a los pies y me diese cuenta de dónde me había metido. La cara de MacArthur se animó, mientras que la mía, por el contrario, se descompuso-. Oh, no. ¿Por quién me tomas? ¿Por una agencia de contactos?
– Venga, hombre, es lo menos que puedes hacer.
Moví la cabeza con gesto abatido.
– Le preguntaré, pero no te prometo nada.
Dejé a MacArthur con una sonrisa en la cara.
Con una sonrisa y con mucho azúcar glaseado alrededor de la boca.
El resto de la mañana y parte de la tarde lo dediqué a despachar el papeleo pendiente, hice la factura de dos clientes y revisé las escasas notas que tenía sobre Cassie Blythe. Había hablado con su antiguo novio, con sus amistades más cercanas y con sus compañeros de trabajo, así como con el personal de la agencia de contratación de Bangor, a la que había acudido el día mismo de su desaparición. Como le estaban reparando el coche, Cassie tomó un autobús para ir a Bangor y salió de la terminal de Greyhound, en la esquina entre Congress y St John, sobre las ocho de la mañana. Según los informes de la policía y el seguimiento de Sundquist, el conductor la recordaba porque intercambiaron unas palabras. Estuvo durante una hora en la agencia de contratación, sita en West Market Square, antes de entrar a curiosear en la librería Book Marcs. Uno de los empleados recordaba que le preguntó por libros firmados de Stephen King.
Después de eso, Cassie Blythe desapareció. No utilizó el billete de vuelta y no había constancia de que hubiese viajado con ninguna otra compañía de autobuses ni de que hubiese cogido un vuelo de cercanías. La tarjeta de crédito y la del cajero automático no se habían utilizado desde el día de su desaparición. Me estaba quedando sin gente a la que poder recurrir y todo aquello no estaba llevándome a nada.
Tenía la impresión de que no iba a encontrar a Cassie Blythe. Ni viva ni muerta.
El Lexus negro se detuvo ante la casa poco después de las tres. Yo estaba en el piso de arriba, delante del ordenador, imprimiendo las noticias sobre el asesinato de Marianne Larousse. La mayoría de ellas daba muy poca información, salvo un suelto del State que detallaba el hecho de que Elliot Norton se había encargado de la defensa de Atys Jones en sustitución del abogado de oficio asignado al caso, un tal Laird Rhine. Para el cambio de abogado no se tramitó una petición oficial, lo que significaba que Rhine había acordado con Elliot abandonar el caso. En unas breves declaraciones, Elliot le comentaba al periodista que, aunque Rhine era un buen abogado, Jones se merecía algo más que un abogado de oficio agobiado por la falta de tiempo. Rhine no comentaba nada. La noticia databa de un par de semanas atrás. Estaba imprimiéndola justo en el instante en que llegó el Lexus.
El hombre que salió del asiento del copiloto llevaba unas zapatillas Reebok manchadas de pintura, unos pantalones vaqueros manchados de pintura y, para rematar el conjunto, una camisa vaquera manchada de pintura. Parecía un modelo de pasarela en un congreso de decoradores, en el caso de que los gustos de los decoradores se decantasen por los ladrones semijubilados y maricas de un metro sesenta y cinco de estatura. Ahora que lo pienso, cuando yo vivía en el East Village había varios decoradores cuyos gustos se habían decantado por ahí.
El conductor del coche era al menos treinta centímetros más alto que su compañero y llevaba unos mocasines de color corinto que habían conocido tiempos mejores y un traje de lino de color canela. Su tez negra brillaba a la luz del sol, tan sólo oscurecida por una levísima sombra de pelo en la cabeza y una barba que circundaba sus labios fruncidos.
– Bueno, este sitio es muchísimo más bonito que aquel basurero al que llamabas hogar -dijo Louis cuando bajé a recibirlos.
– Si tanto lo odiabas, ¿por qué te tomabas la molestia de ir allí de visita?
– Porque te ponía de mala leche.
Le tendí la mano a Louis para estrechársela y me vi con una maleta de Louis Vuitton en ella.
– No doy propina -dijo.
– Lo supuse en cuanto me di cuenta de que eres demasiado tacaño como para venir en avión para pasar el fin de semana.
Enarcó un poco la ceja.
– Oye, trabajo gratis para ti, traigo mis propias armas y compro las balas. No puedo permitirme el lujo de venir en avión.
– ¿Todavía llevas un arsenal en el maletero del coche?
– ¿Por qué lo preguntas? ¿Necesitas algo?
– No, pero si a tu coche lo parte un rayo, sabré adónde ha ido a parar mi jardín.
– Todas las precauciones son pocas. El mundo es un infierno lleno de maldad.
– ¿Sabes? Existe una palabra para la gente que está convencida de que tiene el mundo entero en su contra: paranoia.
– Sí, y hay una palabra para la gente que no: muerte.
Pasó con majestuosidad junto a mí, se dirigió a Rachel y la abrazó cariñosamente. Rachel era la única persona a la que Louis demostraba un afecto verdadero. Sólo podía imaginar que le acariciaba la cabeza de vez en cuando a Ángel. Al fin y al cabo, llevaban casi seis años juntos.
Ángel se puso a mi lado.
– Creo que está volviéndose más cariñoso a medida que envejece -le dije.
– Sería igual de cariñoso si tuviese garras, ocho piernas y un aguijón en la punta del rabo.
– Caray, y es todo tuyo.
– Sí, ¿no soy un tipo con suerte?
Parecía como si Ángel hubiera envejecido de repente desde la última vez que lo vi, unos meses atrás. Tenía unas profundas arrugas alrededor de los ojos y de la boca y el pelo negro salpicado de canas. Incluso andaba con más lentitud, como si temiese tropezar. Sabía por Louis que aún tenía un intenso dolor en los omóplatos, allí donde el predicador Faulkner le había cortado un cuadrado de piel, para luego dejar a Ángel sangrando dentro de una vieja bañera. Los injertos estaban agarrando, pero las cicatrices le dolían cada vez que hacía el mínimo movimiento. Louis y Ángel habían soportado un periodo de separación forzosa. La implicación directa de Ángel en los acontecimientos que desembocaron en la captura de Faulkner tuvo como consecuencia inevitable el hecho de que la policía lo pusiera en su punto de mira. Se había mudado a un apartamento a diez manzanas del de Louis para que su amante no se viese involucrado en la investigación, puesto que el pasado de Louis no resistiría un examen minucioso por parte de las fuerzas de la ley y del orden. Estaban corriendo un riesgo incluso al venir aquí juntos, pero fue Louis quien lo sugirió y no me sentía con ganas de discutir con él. Puede que pensara que a Ángel le vendría bien estar con gente que le quería.
Ángel adivinó mis pensamientos, porque sonrió con tristeza.
– No tengo buen aspecto, ¿verdad?
Le devolví la sonrisa.
– Nunca lo tuviste.
– Oh, sí. Lo había olvidado. Vayamos adentro. Haces que me sienta un inválido.
Vi cómo Rachel le besaba con ternura en la mejilla y le susurraba algo al oído. Por primera vez desde que había llegado se rió.
Pero cuando Rachel me miró por encima del hombro de Ángel, sus ojos traslucían la compasión que sentía por él.
Cenamos en Katahdin, en el cruce de Spring y High, en Portland. Katahdin tiene un mobiliario mal conjuntado, una decoración excéntrica, y a uno le da la impresión de estar comiendo en el salón de una casa particular. A Rachel y a mí nos encanta. Por desgracia, también a mucha otra gente, así que tuvimos que esperar durante un rato en la acogedora barra, oyendo los chismorreos y la cháchara de los que solían comer allí. Ángel y Louis pidieron una botella de chardoné Kendall-Jackson y me di el gusto de beberme media copa. Después de la muerte de Jennifer y de Susan, pasé mucho tiempo sin probar el alcohol. La noche en que murieron me había ido a un bar, y después supe encontrar muchas maneras de atormentarme por no haber estado a su lado cuando me necesitaron. Ahora sólo me tomaba una cerveza de vez en cuando y, en alguna ocasión muy especial, un vaso de vino Flagstone en casa. No echaba de menos la bebida. Mi afición por el alcohol se había esfumado casi por completo.
Al final, encontramos mesa en un rincón y empezamos con uno de los excelentes panecillos de mantequilla del Katahdin. Hablamos del embarazo de Rachel, criticaron la decoración de mi casa y nos pusimos al día en los cotilleos de Nueva York cuando llegaron sus platos de marisco y mi London broil.
– Tío, tu casa está llena de viejos trastos de mierda -dijo Louis.
– Antigüedades -le corregí-. Eran de mi abuelo.
– Por mí como si fueran de Moisés. Son trastos viejos, te pareces a uno de esos hijos de puta que venden basura por internet en las subastas de e-Bay. ¿Cuándo vas a convencerlo para que compre muebles nuevos, guapa?
Rachel levantó las manos e hizo un gesto de yo-no-me-meto-en-eso justo en el instante en que la dueña del local se acercó a nuestra mesa para asegurarse de que todo estaba en orden. Le sonrió a Louis, que se mostró un poco desconcertado ante el hecho de que su presencia no la hubiera intimidado. La mayoría de la gente se sentía intimidada, como mínimo, ante Louis, pero la dueña del Katahdin era una mujer fuerte y atractiva que no se dejaba intimidar por un simple «Gracias por preguntarlo». Al contrario, le sirvió más panecillos de mantequilla y lo miró del modo en que un perro miraría un hueso especialmente apetitoso.
– Me parece que le gustas -dijo Rachel, irradiando inocencia.
– Soy marica, no ciego.
– Pero ella no te conoce tanto como nosotros -añadí-. Yo que tú me lo comería todo. Vas a necesitar todas tus energías para salir corriendo.
Louis frunció el ceño. Ángel se mantenía en silencio, porque ya había tenido bastante a lo largo de todo el día. Se le levantó el ánimo cuando la charla se centró en Willie Brew, que estaba al frente de una tienda de coches en Queens y que fue quien me proporcionó mi Boss 302; además, Louis y Ángel eran socios suyos.
– Su hijo dejó embarazada a una chica -me contó.
– ¿Qué hijo, Leo?
– No, el otro, Nicky. El que parece un idiota erudito, aunque sin lo de erudito.
– ¿Va a hacer lo que debe?
– Ya lo ha hecho. Se las piró a Canadá. El padre de la chica está muy cabreado. El tipo se llama Pete Drakonis, pero todo el mundo lo llama Jersey Pete. Creo que no se debería joder a tipos que tienen nombre de estado, salvo Vermont quizás. Un tipo que se llama Vermont se empeñaría en que te dedicases a salvar ballenas y a beber té chai.
Mientras tomábamos el café, les conté lo de Elliot Norton y su cliente. Ángel movió la cabeza con desaliento.
– Carolina del Sur no es mi lugar preferido -dijo.
– Es difícil que allí organicen un desfile oficial para celebrar el día del Orgullo Gay -reconocí.
– ¿De dónde dijiste que era el tipo? -preguntó Louis.
– De un pueblo llamado Grace Falls. Está por…
– Sé por dónde queda -contestó.
Había algo en el tono de su voz que hizo que me callase. Incluso Ángel le miró, pero no insistió sobre ese punto. Nos limitamos a observar cómo Louis desmigaba un trozo de panecillo con el pulgar y el índice.
– ¿Cuándo tienes planeado salir? -me preguntó.
– El domingo.
Rachel y yo lo habíamos hablado y convinimos en que mi conciencia no descansaría a menos que me fuese allí durante un par de días como mínimo. A riesgo de que Rachel se cabreara tanto conmigo que me dejara hecho polvo, me atreví a sacar el tema de la conversación que mantuve con MacArthur. Para mi sorpresa, accedió tanto a que se pasase a verla con regularidad como a la instalación de una alarma en la cocina y otra en nuestro dormitorio.
Por cierto, también estuvo de acuerdo en buscarle pareja a MacArthur.
Louis pareció consultar una especie de calendario mental.
– Me reuniré contigo allí -dijo.
– Los dos nos reuniremos contigo allí -le corrigió Ángel.
Louis le lanzó una mirada.
– Primero tengo que hacer algo -replicó-. Y ese algo me pilla de camino.
Ángel apartó una migaja.
– Yo no tengo ningún plan -dijo Ángel, con una voz estudiadamente inexpresiva.
Como me daba la impresión de que la conversación había tomado un rumbo desconocido para mí, y como no estaba dispuesto a pedir un mapa para situarme, pedí la cuenta.
– ¿Tienes la más mínima idea de lo que estaban hablando? -me preguntó Rachel cuando nos dirigíamos al coche.
Ángel y Louis iban delante de nosotros sin decir palabra.
– No -respondí-. Pero me da la impresión de que alguien va a lamentar que esos dos hayan salido de Nueva York.
Sólo esperaba que ese alguien no fuese yo.
Aquella noche me despertó un ruido proveniente del piso de abajo. Dejé que Rachel siguiese durmiendo, me puse la bata a toda prisa y bajé las escaleras. La puerta de entrada estaba entreabierta. Ángel estaba sentado, con las piernas estiradas, en una silla del porche, vestido con un pantalón de chándal y una vieja camiseta de Doonesbury. Tenía un vaso de leche en la mano y miraba hacia la marisma iluminada por la luz de la luna. Del oeste nos llegó el grito de un búho, que bajaba y subía de tono. En el cementerio de Black Point había un par de nidos. A veces, por la noche, los faros de los coches los iluminaban y los veíamos encaramarse a las copas de los árboles con un ratón forcejeando para desprenderse de sus garras.
– ¿Los búhos te desvelan?
Me lanzó una mirada por encima del hombro y en su sonrisa reconocí un poco al Ángel de antes.
– El silencio es lo que me desvela. ¿Cómo coño puedes dormir con toda esta tranquilidad?
– Puedo comenzar a tocar el claxon y a blasfemar en árabe si crees que eso te servirá de algo.
– Caramba, ¿lo harías?
Estábamos rodeados de mosquitos que merodeaban esperando la ocasión de posarse sobre sus presas. Eché mano de una caja de cerillas que había en el alféizar de la ventana, encendí una vela repelente y me senté a su lado. Él me ofreció el vaso de leche.
– ¿Leche?
– No, gracias. Estoy intentando dejarla.
– Haces bien. El calcio podría matarte.
Se bebió la leche a sorbos.
– ¿Te preocupa?
– ¿Quién, Rachel?
– Sí, Rachel. ¿Por quién creías que te preguntaba, por Chelsea Clinton?
– Está muy bien. Pero he oído que a Chelsea le va bien en la universidad, así que eso tampoco está mal.
Una sonrisa revoloteó en sus labios, como el breve batir de las alas de una mariposa.
– Sabes a qué me refiero.
– Lo sé. A veces tengo miedo. Tengo tanto miedo que salgo aquí afuera, le echo un vistazo a la marisma y me pongo a rezar. Rezo para que no les pase nada ni a Rachel ni al bebé. Francamente, creo que he sufrido lo mío. Todos lo hemos sufrido. Tenía ciertas esperanzas de que el libro se hubiese cerrado durante un tiempo.
– Un lugar como éste, en una noche como ésta, quizás invita a creer que ha sido así -dijo-. Es un lugar bonito, además de tranquilo.
– ¿Estás pensando en jubilarte aquí? En ese caso tendré que mudarme de nuevo.
– No, a mí me gusta demasiado la ciudad. Pero esto está bien para un cambio de aires.
– En la leñera hay serpientes.
– ¿No las tenemos todos? ¿Qué vas a hacer con ellas?
– Dejarlas en paz. Espero que se vayan o que cualquier alimaña las mate por mí.
– ¿Y si eso no ocurre?
– Entonces yo mismo me encargaré de ellas. ¿Quieres decirme por qué estás aquí fuera?
– Me duele la espalda -se limitó a contestar-. También me duele la parte de los muslos de la que me arrancaron la piel.
Vi reflejadas en sus ojos las formas de la noche con tanta nitidez que parecía que fuesen una parte de él, los componentes de un mundo muy oscuro que, de algún modo, había invadido y colonizado su alma.
– Aún los veo, ¿sabes? A aquel predicador de los cojones y a su hijo mientras me sujetaban y me cortaban la piel. Me susurraba al oído, ¿lo sabías? Aquel cabrón de Pudd me susurraba al oído, me frotaba la frente y me decía que todo iba bien, mientras su viejo me rajaba. Cada vez que me pongo de pie o me desperezo, siento la cuchilla en la piel y me trae todo aquello a la memoria. Y, cuando eso ocurre, el odio vuelve a inundarme. Nunca había sentido tanto odio.
– Se desvanece -dije en voz baja.
– ¿De verdad?
– Sí.
– Pero no desaparece.
– No, es tuyo. Haz con él lo que tengas que hacer.
– Quiero matar a alguien -lo dijo sin mostrar sentimiento alguno, con voz serena, con el mismo tono con que alguien diría en un día caluroso que va a darse una ducha fría.
Louis era el asesino, pensé. No importaba que matase por motivos que no tenían nada que ver con el dinero, con la política ni con el poder; no importaba que ya no fuese moralmente neutral, como tampoco importaba lo que pudo haber hecho o no en el pasado: nadie iba a llorar a las víctimas que elegía. Louis era capaz de segar una vida sin perder el sueño por ello.
Ángel era diferente. Cuando las circunstancias le habían obligado a matar o a morir, había elegido matar. Le molestaba hacerlo, pero era mejor estar molesto sobre la tierra que debajo de ella, y yo tenía razones personales para agradecerle sus acciones. Faulkner había destruido algo dentro de Ángel, un pequeño dique que se había construido dentro de sí para contener toda la pena, todo el dolor y toda la ira por las cosas que le habían pasado a lo largo de su vida. Yo conocía algunos detalles: los abusos sexuales, el hambre, el rechazo, la violencia. Pero en ese momento empecé a darme cuenta de las consecuencias de que todo aquello se hubiese desbordado.
– Sin embargo, aún sigues sin querer testificar contra él aunque te lo pidan -le dije.
Sabía que el fiscal auxiliar del distrito dudaba de que fuese conveniente requerir la comparecencia de Ángel en el juicio, en especial por el hecho de que tendrían que citarlo, y Ángel no era de esos que visitan los juzgados de forma voluntaria.
– No sería de gran ayuda como testigo.
Era verdad, pero yo no sabía qué debía contarle y qué no sobre el caso Faulkner. No sabía si debía comentarle la poca consistencia que tenía el caso en sí y el miedo de que todo se viniera abajo si no se aportaban pruebas más sólidas. Según el periódico, Faulkner se quejaba de que él había sido, en realidad, prisionero de su hijo y de su hija durante cuatro décadas; que ellos dos fueron los únicos responsables de la muerte de la gente de su congregación y de las agresiones contra grupos e individuos cuyas creencias eran distintas de las de ellos, así como que fueron sus hijos quienes le llevaban los huesos y los trozos de piel de las víctimas y quienes le obligaban a que las conservase como reliquias. El típico argumento en su defensa de «Los que ya están muertos lo hicieron».
– ¿Sabes dónde queda Caina? -preguntó Ángel.
– Ni idea.
– Está en Georgia. Louis nació cerca de allí. De camino a Carolina del Sur, vamos a hacer una paradita en Caina. Sólo para que lo sepas.
Mientras hablaba, vi en sus ojos algo que reconocí de inmediato, porque antes lo había visto en los míos: un fuego feroz. Se levantó y volvió la cara para ocultarme el dolor que sentía al moverse. Luego se dirigió a la puerta mosquitera.
– No va a resolver nada -dije.
Se detuvo.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
A la mañana siguiente, Ángel apenas habló durante el desayuno, y lo poco que habló no iba dirigido a mí. La conversación que mantuvimos en el porche no propició que acercáramos posiciones. Al contrario, confirmó que nuestras desavenencias aumentaban. Antes de que se marchasen, Louis era consciente de ese distanciamiento.
– ¿Hablasteis anoche? -preguntó.
– Un poco.
– Cree que debiste matar al predicador cuando tuviste la oportunidad.
Veíamos a Rachel hablándole en voz baja a Ángel. Ángel tenía la cabeza gacha y asentía de vez en cuando, pero yo podía percibir cómo le acometían las oleadas de desasosiego. Ya no era momento de hablar ni de razonar.
– ¿Me culpa a mí?
– No es tan sencillo como eso.
– ¿Y tú?
– No, yo no. Ángel ya habría muerto más de dos veces de no haber sido por ti. Entre tú y yo no hay querella alguna. Es Ángel quien tiene el problema.
Ángel se inclinó y besó en la mejilla a Rachel de una manera cariñosa aunque apresurada y se dirigió al coche. Nos miró, asintió y entró en el vehículo.
– Hoy voy a subir allí -dije.
Louis, a mi lado, pareció sobresaltarse.
– ¿A la cárcel?
– Así es.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Faulkner ha solicitado mi presencia.
– ¿Y estás dispuesto a verlo?
– Necesitan toda la ayuda posible, y Faulkner no está prestándosela. Creen que mi presencia no les vendrá mal.
– Se equivocan.
No repliqué.
– Aún pueden llamar a declarar a Ángel.
– Antes tendrán que encontrarlo.
– Si testifica, tal vez pueda colaborar a que Faulkner se pase el resto de la vida entre rejas.
Louis ya se alejaba.
– Es posible que no queramos que se quede entre rejas -dijo-. Es posible que lo prefiramos libre, para así poder echarle el guante.
Observé cómo su coche bajaba por Black Point Road, a través del puente, y subía por Old County, hasta que lo perdí de vista. Rachel estaba a mi lado, cogida de mi mano.
– ¿Sabes? -me dijo-. Ojalá nunca hubieses tenido noticias de Elliot Norton. Desde que te llamó nada ha sido igual.
Le apreté la mano con fuerza, en un gesto que expresaba, a partes iguales, consuelo y asentimiento. Tenía razón. De algún modo, nuestras vidas se habían contaminado a causa de unos asuntos en los que no habíamos tenido arte ni parte. El hecho de querer obviarlos ahora no nos ayudaría. Ya no.
Y nos quedamos allí juntos, ella y yo, como si, en un pantano de Carolina, un hombre intentara palpar el reflejo de su propia sombra y fuese devorado por ella.
Un individuo llamado Landron Mobley se detuvo a escuchar, con el dedo en el gatillo de su rifle de caza. El agua de la lluvia goteaba desde las hojas de un álamo de Virginia, tiñendo de gris su enorme tronco. De la maleza que crecía a su derecha le llegaba el profundo y ruidoso croar de las ranas toro, mientras que un ciempiés de color marrón rojizo, en busca de arañas e insectos, avanzaba en torno a la puntera de su bota izquierda. Las cochinillas que se alimentaban por allí ignoraban la proximidad de la amenaza. Durante unos segundos, Mobley siguió con la mirada al ciempiés y observó, risueño, cómo aceleraba el paso bruscamente, con las patas y las antenas casi invisibles por la velocidad, y cómo las cochinillas se dispersaban o rodaban convertidas en bolas blindadas de color gris. El ciempiés se enroscó sobre uno de los bichitos y comenzó a hurgar en el punto en que se unían la cabeza y el cuerpo metálico, buscando un sitio vulnerable donde inyectar su veneno. La lucha fue corta y terminó con la muerte de la cochinilla. Mobley volvió su atención a lo que tenía entre manos.
Se llevó al hombro la culata de nogal del Voere, parpadeó para quitarse el sudor de los ojos y acercó el ojo derecho a la mira telescópica. El cañón del rifle relucía débilmente a la luz última de la tarde. De su derecha le llegó de nuevo un crujido, seguido de un estridente cli-cli-cli. Apuntó y giró el arma un poco hasta que se detuvo en un laberinto de liquidámbares, de olmos y de sicómoros, de los que colgaban enredaderas secas como si fuesen pieles de serpiente. Respiró hondo una sola vez y exhaló el aire poco a poco, justo cuando el milano real abandonaba su refugio, con su cola larga y negra ahorquillada, con el blancor de su pechera y de su cabeza fantasmagórica contrastando con la negrura del extremo de sus alas, como si una sombra negra hubiese descendido sobre el pájaro, a modo de presagio de una muerte inminente.
La pechuga le explotó en un torbellino de sangre y de plumas, y el milano pareció rebotar en el aire cuando recibió el impacto de la bala. El pájaro cayó segundos más tarde y fue a parar a un macizo de alisos. Mobley se apartó la culata del hombro y abrió la recámara de cinco cartuchos, que estaba vacía. Aparte del milano, aquello significaba que sus cinco proyectiles habían acabado con un mapache, con una zarigüeya de Virginia, con un gorrión y con una tortuga mordedora, esta última pieza decapitada de un solo tiro mientras tomaba el sol sobre un tronco, a menos de sesenta centímetros de donde se encontraba Mobley.
Se encaminó al macizo de alisos y estuvo fisgoneando por allí hasta que dio con el cuerpo del pájaro, que tenía el pico entreabierto y un agujero en el centro de su ser que lanzaba destellos rojos y negros. Sintió una satisfacción que no había experimentado al cobrarse las otras cuatro piezas y le invadió una excitación casi sexual por la naturaleza transgresora del acto que acababa de cometer: la destrucción no sólo de una pequeña forma de vida, sino también la eliminación de esa brizna de elegancia y hermosura que aquel pájaro había añadido al mundo. Mobley removió el cadáver aún caliente del milano con la boca del rifle. Las plumas se unieron ligeramente como si quisieran cerrar la herida, como si el tiempo corriera al revés y los tejidos cobraran ímpetu, y la sangre fluyese de nuevo por su cuerpo, y la pechuga agujereada volviera de repente a hincharse, y el milano pudiera remontar el vuelo, reconstruyendo su cuerpo a medida que se elevaba, de modo que el impacto de la bala no implicase un momento de destrucción, sino de creación.
Mobley se puso en cuclillas y recargó el rifle con cuidado. Luego se sentó en el tronco de un haya caída y sacó de la mochila una Miller High Life. Tiró de la pestaña de la lata, dio un trago largo y eructó, con la mirada fija donde el milano había ido a caer, como si en verdad esperase que volviese a la vida, que ascendiese de la tierra manchado de sangre y se elevase a los cielos. En algún lugar sombrío de su conciencia, Landron Mobley deseaba secretamente no haber matado al milano, sino tan sólo haberlo herido; deseaba haber encontrado al pájaro, al remover la hojarasca, revolcándose en el suelo, con las alas batiendo en vano la tierra y la sangre manándole de la herida. En ese caso, Mobley se hubiera arrodillado, hubiera agarrado el pájaro por el cuello con su mano izquierda y le hubiera metido un dedo por el agujero de la bala, girándolo contra la carne, palpando su calidez mientras el pájaro forcejeaba, desgarrándolo por dentro, hasta que el milano se estremeciese y muriese. Mobley convertido, a su manera, en una bala, una bala que explorase aquel cuerpo como si fuese tanto el instrumento como el agente de la destrucción del milano.
Abrió los ojos.
Tenía los dedos manchados de sangre. Cuando miró hacia abajo, vio que el milano estaba hecho pedazos y las plumas esparcidas por la tierra. Los ojos sin vida del pájaro reflejaban el vagar de las nubes por el cielo. De forma distraída, Mobley se llevó los dedos a los labios, se pasó la lengua por ellos y probó el sabor del milano. Luego parpadeó con fuerza y se limpió en los pantalones, avergonzado, pero a la vez excitado, por aquella repentina combinación de voluntad y de deseo. Aquellos momentos de enardecimiento le sobrevenían con tanta rapidez, que a menudo le asaltaban por sorpresa y se le disipaban antes de poder disfrutar de su consumación.
Durante un tiempo, encontró en el trabajo un desahogo para su deseo. Sacaba a una mujer de la celda y le exploraba el cuerpo. Le tapaba la boca con la mano y la forzaba a que se abriese de piernas. Pero esos días se habían acabado. Landron Mobley fue uno de los cincuenta y un guardias y empleados de la prisión que habían sido despedidos por el Departamento Penitenciario de Carolina del Sur por mantener «relaciones deshonestas» con presidiarías. Relaciones deshonestas: Mobley casi se reía. Eso fue lo que el Departamento notificó a los medios de comunicación, en un intento de suavizar la realidad de lo sucedido. Seguro que hubo presidiarías que participaron por voluntad propia, en algunos casos porque se sentían solas o porque estaban cachondas, o bien porque era un medio para conseguir un par de paquetes de cigarrillos, un poco de maría y quizás algo incluso un poco más fuerte. Aquello era puro puterío, así de claro, y no importaban las excusas que se dieran a sí mismas. Landron Mobley no era de los que desaprovechan la oportunidad de tirarse un coño que se ofrece a cambio de algún favor. De hecho, Landron Mobley no renunciaba a aprovecharse de ningún coño y punto; y había presidiarías en la Institución Penitenciaria de Mujeres, en Columbia's Broad River Road, que tenían razones para mirar a Landron Mobley con algo más que un poco de respeto y, sí, señor, de miedo, después de que les hubiese dejado claro lo que les pasaría si enojaban al viejo Landron. Landron, con aquellos ojos suyos lúgubres e inexpresivos que buscaban llenar el vacío que había en ellos con las emociones reflejadas en los de una mujer, y ella apartando los labios con placer o con dolor, aunque Landron no distinguía entre una cosa y otra ni tampoco le importaban los sentimientos de ella, porque lo que le gustaba, la verdad sea dicha, era la resistencia, el forcejeo y la entrega forzosa. Landron, que vagaba de celda en celda y buscando la vulnerabilidad de los cuerpos hechos un ovillo debajo de las mantas. Landron, que, rebosante de malicia, se inclinaba sobre la silueta delgada y oscura, le sujetaba la cabeza y la paralizaba con su peso al echarse sobre ella. Landron, en medio de las gotas de lluvia que caían de las hojas y del croar de las ranas toro, con los dedos manchados de la sangre aún caliente del milano, iba empalmándose gracias a los recuerdos.
Uno de los periodicuchos locales publicó la noticia de que una presidiaría llamada Myrna Chitty había sido violada mientras cumplía una condena de seis meses por robar un bolso. Se abrió una investigación. Y maldita sea. Si Myrna Chitty no les hubiese hablado a los investigadores de las visitas ocasionales de Landron a su celda, si no les hubiese dicho que Landron la había forzado en su camastro ni hubiera descrito cómo lo oía desabrocharse el cinturón, y luego el dolor, oh, Dios mío, el dolor… Al día siguiente, Landron fue suspendido de sueldo y al cabo de una semana lo despidieron, pero ahí no iba a acabar la cosa. Se había fijado una vista del Comité de Prisiones y Criminología para el 3 de septiembre y se rumoreaba que iban a recaer cargos por violación sobre Landron y sobre una pareja de guardias que se había dejado llevar por el entusiasmo. Se produjo una conmoción general y Mobley comprendió que, si las cosas seguían su curso, iba a pasar una temporada a la sombra.
Pero una cosa estaba clara: Myrna Chitty no iba a testificar en ningún juicio por violación. Él sabía de sobra lo que les ocurría a los guardias de prisiones que terminaban cumpliendo condena. Sabía de sobra que todo lo que les había hecho a las mujeres le sería infligido a él por centuplicado, y Landron no tenía ninguna intención de que le jodieran ni de examinar cuidadosamente la comida buscando trozos de cristal. Si Myrna Chitty declaraba, sería el primer paso de una sentencia de muerte inevitable para Landron Mobley, una sentencia de muerte que al final se ejecutaría mediante un navajazo o una paliza. Ella tenía previsto salir de la cárcel el 5 de septiembre, ya que le habían reducido la condena por colaborar en la investigación, y Landron estaría esperándola cuando ella moviese su asqueroso culo blanco de regreso a su casita llena de mierda. Entonces, Landron y Myrna iban a tener una pequeña charla, y es posible que él se viera obligado a recordarle lo que estaba perdiéndose ahora que el viejo Landron no se pasaba por su celda ni la bajaba a las duchas para cachearla buscando objetos de contrabando. No, Myrna Chitty no pondría la mano sobre la Biblia ni acusaría a Landron de violador. Myrna Chitty mantendría la boca cerrada a menos que Landron le ordenase lo contrario, o a menos que estuviese muerta.
Echó otro trago largo y le dio un puntapié al suelo. Landron Mobley no tenía muchos amigos. Era un tremendo borracho, aunque, dicho sea en su favor, también resultaba tremendo cuando estaba sobrio, de modo que nadie podía quejarse de que lo había engañado con respecto a su carácter. Siempre había sido igual. Era un marginado, alguien a quien casi todos despreciaban por su falta de educación, por su gusto por la violencia y por el miasma de sexualidad degradada que le aureolaba como una niebla tóxica. Con todo, sus aptitudes habían atraído a otros que veían en Mobley a una criatura que les permitía depravarse sin perder del todo el control y que se valían de la absoluta corrupción de Mobley para satisfacer sus propios apetitos sin tener que padecer las consecuencias.
Pero siempre había consecuencias, porque Mobley era como una planta carnívora que atrae a sus víctimas con la promesa de jugos dulces y que después las ahoga con un exceso del jugo prometido. La corrupción de Mobley podía contagiarse a través de una palabra, de un gesto, de una promesa, y aprovechaba cualquier debilidad del mismo modo en que el agua aprovecha una grieta en el hormigón para expandirse cada vez más y más profundamente, ensanchando el resquicio, hasta que consigue destruir de forma irremediable toda la estructura.
Estuvo casado con una mujer llamada Lynnette. No era guapa, ni siquiera lista, pero, aun así, era su mujer, y la exprimió hasta dejarla seca, como había hecho con tantos otros a lo largo de los años. Un día volvió de la cárcel y ella se había largado. No se llevó mucho, aparte de una maleta con ropa vieja y sucia y algo del dinero que Landron tenía guardado para los imprevistos en una cafetera resquebrajada, pero Landron aún recordaba el raudal de ira que le invadió, su estremecimiento ante la traición y el abandono, y su voz resonando hueca por la casa ordenada.
Sin embargo, dio con ella. Le había advertido de lo que podía pasarle si alguna vez intentaba abandonarlo, y Landron era un hombre de palabra, al menos cuando le convenía. La localizó en la habitación sucia de un motel, a las afueras de Macon, en Georgia, donde ella y Landron pasaron un buen rato. Al menos Landron sí se lo pasó bien. Él, claro, no podía hablar por Lynnette. Cuando acabó con ella, ni siquiera podía hablar por sí misma, y tendría que pasar mucho tiempo antes de que un hombre mirase a Lynnette Mobley y no le entraran ganas de vomitar al verle la cara.
Durante un rato, Landron descendió a su mundo privado de fantasías: un mundo en el que las Lynnette sabían cuál era su sitio y no se fugaban en cuanto un hombre se daba la vuelta. Un mundo en que él aún llevaba uniforme y elegía a las mujeres más débiles para entretenerse. Un mundo en el que Myrna Chitty intentaba huir de él, aunque él le ganaba terreno poco a poco, hasta que por fin la alcanzaba, la volteaba, y aquellos ojos castaños llenos de temor mientras la forzaba en el suelo, la forzaba en el suelo…
En torno a él, la ciénaga del Congaree parecía retroceder, y las orillas se volvían borrosas, transformándose en una neblina gris, verdosa y blanca. Lo único que atraía su atención era el gotear del agua y el trino de los pájaros. Pero incluso aquello no tardó en volverse inaudible para Landron, sumergido como estaba en su mundo privado.
Pero Landron Mobley no había salido del Congaree.
Landron Mobley no saldría jamás del Congaree.
La ciénaga del Congaree es muy antigua, antiquísima. Era ya antigua cuando los recolectores prehistóricos cazaban en ella. Era ya antigua cuando Hernando de Soto la cruzó en 1540. Era ya antigua cuando la viruela aniquiló a los indios congaree en 1698. Los colonizadores ingleses utilizaron los canales del interior como medio de transporte desde 1740, pero no fue hasta 1786 cuando Isaac Huger emprendió la construcción de una auténtica red de transporte fluvial para cruzar el Congaree. En los extremos del noroeste y del sudoeste, bajo el lodo y el sedimento, están sepultados los cuerpos de los trabajadores que murieron durante la construcción de los canales ideados por James Adams y otros en la primera década de siglo XIX.
Al final de aquel siglo empezó la explotación forestal en los terrenos que eran propiedad de la Francis Beidler's Santee River Cypress Lumber Company, hasta que pararon en 1915, para volver a explotarla medio siglo más tarde. En 1969, el interés por la explotación forestal se reanudó y se comenzó la tala en 1974, lo que llevó a que se organizasen movilizaciones ciudadanas para intentar salvar aquel territorio, ya que en algunas zonas había extensiones de árboles que no habían sido talados jamás y que representaban la última y más importante reserva forestal ribereña de árboles de madera noble en aquella parte del país. Había cerca de veintidós mil acres declarados monumento nacional, la mitad de los cuales eran bosques vírgenes de árboles de madera noble, que se extendían desde el cruce de Myers Creek y la carretera de Old Bluff hacia el noroeste y que invadían los límites de los condados de Richland y Calhoun por el sudeste, bordeando la línea ferroviaria. Sólo una pequeña parte de terreno, más o menos un millón ochocientos mil metros cuadrados, estaba en manos privadas. Cerca de aquella extensión era donde Landron Mobley se había sentado, absorto en sus sueños de mujeres llorosas. La ciénaga del Congaree era su territorio. Todo cuanto había hecho antes allí, entre los árboles y en el lodo, no le creaba ningún tipo de conflicto. Por el contrario, se regodeaba en aquellos recuerdos que añadían relieve a su anodina vida actual. Allí el tiempo carecía de sentido, y revivía sus momentos de placer a través de la memoria. Landron Mobley nunca se sentía más cerca de sí mismo que cuando estaba en el Congaree.
Los ojos de Mobley se abrieron de repente, pero se quedó muy quieto. Lentamente, de manera casi imperceptible, giró la cabeza a la izquierda y su mirada se posó en los ojos castaños de una cierva de Virginia. Era de color castaño rojizo y medía más de metro y medio. Alrededor de los ojos, de la nariz y de la garganta tenía cercos blancos. Meneaba la cola con cierta inquietud, dejando al descubierto la blancura de su envés. Mobley sabía que había ciervos por los alrededores. Había visto sus huellas a más o menos un kilómetro y medio de allí, en dirección al río, y había seguido el rastro de sus excrementos, de la vegetación ramoneada y de los troncos de los árboles en que los machos se habían restregado la cornamenta y habían desgarrado la corteza, pero les había perdido el rastro en la espesura de los matorrales. Cuando ya había dado por hecho que en aquella ronda no iba a poder abatir ningún venado, aparecía, observándolo fijamente debajo de un pino taeda, una hermosa cierva. Sin quitar los ojos del animal, Mobley intentó alcanzar el rifle con la mano derecha.
Pero su mano sólo agarró el vacío. Desconcertado, giró la vista a la derecha. El Voere había desaparecido, y lo único que atestiguaba que alguna vez lo había dejado allí era un hoyuelo en la tierra. Se incorporó a toda prisa y oyó cómo la cierva emitía un agudo y silbante resoplido de alarma antes de refugiarse, silenciosa y con la cola erguida, entre la arboleda. Mobley ni siquiera se dio cuenta de su huida. El Voere se contaba entre sus más preciadas pertenencias y en ese momento alguien se lo había robado mientras él soñaba despierto con la polla en la mano. Escupió con furia y buscó huellas en el suelo. Había pisadas a poco menos de un metro a su derecha, pero los arbustos eran muy tupidos a partir de ese punto y no pudo seguir el rastro del ladrón y la profundidad de su hendidura daba a entender que se trataba de una persona pesada.
– La madre que te parió -musitó-. ¡La madre que te parió! -gritó luego-. ¡Tu puta madre!
Volvió a mirar las pisadas y la ira empezó a debilitarse para dar paso a las primeras punzadas de miedo. Estaba en el Congaree sin arma alguna. Es posible que el ladrón hubiese puesto rumbo al interior de la ciénaga con su trofeo, o puede que aún estuviese por los alrededores esperando ver la reacción de Landron. Echó un vistazo a los árboles y a la maleza, pero no halló rastro de ningún ser humano. A toda prisa, y tan en silencio como pudo, recogió la mochila y echó a andar en dirección al río.
El trayecto de vuelta hasta donde había dejado su barca le llevó casi veinte minutos, ya que no podía avanzar todo lo rápido que quería por temor a hacer más ruido de la cuenta y por las paradas que hacía a intervalos regulares para comprobar si alguien le seguía. Una o dos veces creyó vislumbrar una figura entre los árboles, pero cuando se detenía no lograba detectar señal alguna de movimiento y el único sonido que le llegaba era el del agua que goteaba levemente de las hojas y las ramas de los árboles. Pero no fueron aquellos falsos indicios lo que aumentó el temor de Mobley.
Los pájaros habían dejado de cantar.
A medida que se acercaba al río, aceleraba el paso. Sus botas hacían un ruido de succión al avanzar sobre el barro. Se halló en medio de un bosque enano de neumatóforos, demarcado por unos troncos podridos y restos erguidos de árboles secos, convertidos ya en hábitat de pájaros carpinteros y de pequeños mamíferos. Parte de aquella destrucción era el vestigio dejado por el paso del huracán Hugo, que había diezmado el parque en 1989, pero que a su vez favoreció el rebrote de la vegetación. Más allá de unos pujantes árboles jóvenes, Mobley vio las oscuras aguas del río Congaree, que se alimentaban del Piedmont. Rompió con fuerza la última barrera de vegetación y se encontró de pronto a orillas del río. El llamado musgo de España, que colgaba de la rama de un ciprés, casi le hizo cosquillas en la nuca cuando se hallaba cerca de donde había amarrado la barca.
La barca también había desaparecido.
Pero en su lugar había algo.
Había una mujer.
Estaba de espaldas, de modo que Mobley no podía verle la cara. Una sábana blanca la cubría desde la cabeza hasta los pies, como si fuese una túnica con capucha. Estaba de pie en el bajío, y el extremo de la tela se arremolinaba en la corriente. Mientras Mobley la miraba, ella se agachó para coger agua con las manos, levantó luego la cabeza y se mojó la cara. Mobley pudo ver que debajo de la túnica blanca no llevaba nada. Era una mujer fuerte y la tela se ciñó a la hendidura oscura de sus nalgas al agacharse, dejando entrever una piel de chocolate debajo del merengue de su indumentaria. Mobley estuvo a punto de excitarse, a no ser por…
A no ser porque no estaba seguro de que lo que había debajo de la tela pudiera llamarse piel. Parecía resquebrajada, como si la mujer estuviese escamada o niquelada. Daba la impresión de que, o bien le habían arrancado parte de la piel, o bien le habían untado algo en ella, lo que hacía que la tela de la túnica se le adhiriese a algunas zonas del cuerpo. Era casi un reptil, y su aspecto de depredador hizo que Mobley retrocediera un poco. Intentó verle las manos, pero las tenía bajo el agua. Lentamente, la mujer se agachó más y sumergió los brazos, primero hasta las muñecas, después hasta los codos, para acabar casi encorvada por completo. Suspiró de placer. Era el primer sonido que oía de ella. Su silencio le desconcertó al principio, y luego le irritó. Él había hecho más ruido que la cierva asustada mientras avanzaba pesadamente hasta alcanzar la orilla del río, pero daba la impresión de que la mujer no se había percatado de su presencia, o tal vez de que había preferido ignorarla. Mobley, a pesar de su desasosiego, decidió poner fin a aquella situación.
– ¡Oye! -la llamó.
La mujer no respondió, pero le dio la impresión de que contraía la espalda levemente.
– ¡Oye! -repitió-. Te estoy hablando.
Esa vez, la mujer se levantó, pero no miró a ninguna parte. Mobley avanzó un poco, hasta que sus pies estuvieron casi al borde del agua.
– Estoy buscando una barca, ¿la has visto?
La mujer estaba completamente inmóvil. Mobley pensó que su cabeza resultaba demasiado pequeña para el cuerpo, hasta que se dio cuenta de que estaba calva del todo. Apreció, a través del tejido de la túnica, que tenía escamas en el cráneo. Alargó una mano para tocarla.
– He dicho…
Mobley notó una presión enorme en la pierna izquierda y, al mismo tiempo que se daba cuenta de que le habían disparado, la pierna se le venció. Cayó de costado, con la mitad del cuerpo dentro del agua y la otra mitad fuera, y se miró la rodilla destrozada. La bala le había volado la rótula, y lo que había dentro de ella era blanco y rojo. La sangre fluía por el Congaree. Mobley dejó de apretar los dientes y aulló de dolor. Buscó al tirador con la mirada. Una segunda bala le penetró en la región lumbar y le partió la columna en dos. Mobley se desplomó de lado, viendo cómo un charco negro se expandía alrededor de sus piernas. Estaba paralizado, aunque aún sentía el dolor que invadía cada célula de su cuerpo.
Mobley oyó unos pasos que se aproximaban y volvió la mirada. Abrió la boca para hablar, pero algo afilado le penetró en la carne debajo de la barbilla: un garfio que le desgarraba la piel y que le perforaba la lengua y el paladar. El dolor resultaba inimaginable, un espantoso dolor que sobrepasaba en intensidad a la quemazón que sentía en la parte inferior del cuerpo y en la pierna. Intentó gritar, pero el garfio le mantenía la boca cerrada, y lo más que lograba emitir era un sonido áspero y ronco. La presión aumentaba a medida que la cabeza era jalada hacia atrás y, poco a poco, Mobley era arrastrado hacia el bosque. Veía el acero del garfio delante de su cara, lo percibía en la lengua y lo sentía entre los dientes. Intentó levantar una mano para agarrarlo, pero iba debilitándose y sus dedos sólo pudieron rozar el metal antes de que la mano se le desplomase. Sobre las hojas y el lodo iba quedando una reluciente estela de sangre. El alto follaje de los árboles parecía una mortaja negra desplegada en el cielo. El bosque se comprimía en torno a él, y estaba mirando fijamente, por última vez, el río, cuando la mujer se despojó de la sábana y se volvió, desnuda, a mirarle.
Muy dentro de él, en aquel lugar oscuro en que Landron Mobley imaginaba el dolor que podía infligir a los demás, una multitud de mujeres con escamas cayó sobre él, y entonces empezó a gritar.