No dio consuelo ni salvó a nadie
A la deriva va por lunas culpables.
Darren Richard, «Pinetop Seven», Mission District
Cuando vuelvo la vista atrás, advierto un patrón en todo lo que ocurrió: una extraña confluencia de sucesos dispares, una serie de conexiones entre hechos aparentemente inconexos que venían ya de antiguo. Recuerdo la confusión que se produjo debido a la superposición imperfecta de los diferentes estratos de la historia, la estrecha relación existente entre algunas cosas que habían ocurrido en el pasado y otras que sucedieron luego, y empiezo a comprender. Estamos atrapados no sólo por nuestra propia historia, sino también por la historia de aquellos a quienes elegimos para que compartan nuestra vida. Ángel y Louis trajeron consigo su pasado, como lo trajo Elliot Norton y como traje yo el mío. Y por esa razón no debió de pillarnos por sorpresa el hecho de que, cuando nuestros respectivos presentes se entretejieron, el pasado de cada cual empezara a manifestar su poder, arrastrando bajo tierra tanto a culpables como a inocentes, ahogándolos en las aguas salobres, descuartizándolos en la corriente del Congaree.
Y la primera conexión estaba esperando a que la destaparan en Thomaston.
El centró de máxima seguridad de Thomaston, en Maine, tenía el aspecto tranquilizador de una prisión. Un aspecto tranquilizador siempre y cuando no estuvieses preso allí, como es lógico. A cualquiera que llegase a Thomaston con la perspectiva de tener que cumplir una condena larga era probable que se le cayese el alma a los pies con sólo echarle un vistazo a la prisión. Tenía los muros altos e imponentes, y una solidez que se debía a que la habían incendiado y reconstruido un par de veces desde su inauguración en la década de 1820. Thomaston había sido elegida como emplazamiento de la prisión estatal porque se encontraba aproximadamente a medio camino de la costa y porque era un lugar accesible para trasladar a los presos en barco. Pero su fin estaba próximo, ya que en 1992 se abrió, a pocos kilómetros de allí, un centro de supermáxima seguridad, conocido como MCI (Institución Penitenciaria de Maine). Había sido diseñado para alojar a los delincuentes más peligrosos, los sometidos a un régimen de aislamiento casi absoluto, así como a los que presentaban un comportamiento conflictivo. Estaba previsto ampliar aquella nueva prisión estatal con un terreno colindante, pero, mientras tanto, Thomaston seguía albergando a unos cuatrocientos hombres. Uno de ellos era, desde su intento de suicidio, el predicador Aaron Faulkner.
Me acordé de lo que dijo Rachel cuando oyó que Faulkner había intentado quitarse -al menos aparentemente- la vida.
– No encaja -dijo-. No es de ese tipo de gente.
– Entonces, ¿por qué lo hizo? No creo que fuese un grito de socorro.
Ella se mordió el labio.
– Si lo hizo, fue con alguna intención concreta. Según las noticias de los periódicos, las heridas eran profundas, pero no tan profundas como para que corriera un peligro inmediato. Se cortó las venas, no las arterias. Un hombre que quiere morirse de verdad no hace eso. Por algún motivo, quería que lo sacasen de la supermáxima. La pregunta es, ¿por qué?
Ahora se me presentaba la oportunidad de plantear esa pregunta al propio interesado.
Conduje hasta Thomaston después de que Ángel y Louis salieran para Nueva York. Aparqué en uno de los lugares reservados para las visitas, fuera de la entrada principal, después entré en la recepción y di mi nombre al oficial de policía que se encontraba tras el mostrador. Detrás de él, más allá del detector de metales, había un panel de cristal blindado y ahumado que ocultaba la principal sala de vigilancia de toda la prisión, allí donde las alarmas, las videocámaras y las visitas eran constantemente monitorizadas. La sala de vigilancia dominaba la sala de visitas, a la que, en circunstancias normales, me habrían llevado para mantener un encuentro cara a cara con cualquiera de los tipos encarcelados en el centro.
Pero aquélla no era una circunstancia normal, porque el reverendo Aaron Faulkner distaba mucho de ser un preso normal.
Llegó otro guardia para escoltarme. Pasé por el detector de metales, me coloqué la tarjeta de identificación en la chaqueta y me condujo al ascensor. Subimos al tercer piso, donde se encontraba la sala de administración. A aquella zona de la prisión la llamaban «la parte blanda». A ningún preso se le permitía estar allí sin escolta, y la habían separado de «la parte dura» mediante un sistema de puertas duales de compresión que no podían abrirse a la vez, de manera que si un preso se las ingeniaba para pasar la primera puerta, la segunda permanecería cerrada.
El coronel que estaba al mando de la guardia y el alcaide de la prisión me esperaban en el despacho de éste. La prisión había pasado por diversos regímenes durante los últimos treinta años: desde una disciplina estricta, impuesta con mano dura, pasando por una campaña desafortunada de liberalismo, que a los guardias más veteranos no les gustaba en absoluto, hasta que, al final, se había acomodado a un punto intermedio que pecaba de conservadurismo. En otras palabras, los presos no volverían a escupir a las visitas y resultaba seguro andar entre la población reclusa, cosa que a mí me parecía bien.
Un toque de corneta señaló el final de la hora de recreo. A través de las ventanas, pude ver cómo los presos vestidos de azul empezaban a encaminarse a las celdas. Thomaston estaba cercada por un área de ocho o nueve acres que incluía Haller Field, el campo de deportes de la prisión, cuyos muros eran de piedra. En un rincón alejado, sin ningún letrero indicativo, estaba la antigua sala de ejecución.
El alcaide me ofreció café y empezó a jugar nerviosamente con su taza, girándola en la mesa por el asa. El coronel, que resultaba casi tan imponente como la propia prisión, permanecía de pie y en silencio. Si estaba tan incómodo como el alcaide, no lo demostraba. Se llamaba Joe Long y su cara manifestaba la misma emoción que la talla en madera de un indio fumador.
– Señor Parker, usted comprenderá que esto es algo atípico -dijo el alcaide-. Por lo general, las visitas se llevan a cabo en la sala destinada a tal fin, no a través de los barrotes de las celdas. Y es muy raro que llamen de la oficina del fiscal general para pedir que facilitemos citas anómalas. -Dejó de hablar y esperó a que yo le diera alguna explicación.
– La verdad es que preferiría no estar aquí -dije-. No quisiera tener que verme de nuevo frente a Faulkner, por lo menos hasta el juicio.
Los dos tipos intercambiaron una mirada.
– Se rumorea que ese juicio tiene toda la pinta de ser un desastre -dijo el alcaide. Se le notaba cansado y ligeramente indignado. No dije nada, así que continuó hablando para romper aquel silencio-. Y supongo que está aquí porque el fiscal quiere que usted hable con Faulkner a toda costa. ¿Cree que le revelará algo? -concluyó. La expresión de su cara me dio a entender que ya conocía la respuesta, aunque de todas formas le devolví el eco que esperaba.
– Faulkner es demasiado listo para eso -le dije.
– Entonces, ¿por qué está aquí, señor Parker? -preguntó el coronel.
Ahora me tocaba suspirar a mí.
– Coronel, francamente no lo sé.
El coronel no comentó nada mientras, en compañía de un oficial, me conducía al pabellón siete. Pasamos por delante de la enfermería, donde a unos viejos postrados en sillas de ruedas les suministraban las medicinas necesarias para maximizar su cadena perpetua. Las celdas cinco y siete albergaban a los más viejos, a los presos más enfermos, que compartían una habitación con muchas camas y adornada con grafitis tipo LA CAMA DE BED o ACOSTÚMBRATE. Tiempo atrás, a los presos especiales más viejos, como Faulkner, los alojaban en aquella zona o bien los metían en una celda aislada del resto de la población reclusa, con los movimientos muy restringidos, hasta que se tomaba alguna decisión con respecto a ellos. Pero la principal unidad de aislamiento se hallaba ahora en el centro de supermáxima seguridad, que no tenía capacidad para ofrecer servicios psiquiátricos a los reclusos, y el intento de autolesión por parte de Faulkner parecía requerir algún tipo de examen psiquiátrico. La propuesta de que Faulkner fuese transferido al Centro de Salud Mental de Augusta fue denegada tanto por la oficina del fiscal general, que no quería predisponer a los miembros del futuro jurado a considerar a Faulkner como un loco, como por los abogados de Faulkner, que temían que el Estado pudiese aprovechar de forma discreta aquella oportunidad para someter a su cliente a una vigilancia más estrecha de la que era posible en cualquier otra parte. Puesto que el Estado consideraba que la cárcel del condado no resultaba apta para controlar a Faulkner, Thomaston fue la solución intermedia.
Faulker había intentado cortarse las venas con una cuchilla de cerámica que había ocultado en el lomo de su Biblia antes de que lo transfiriesen a la Institución Penitenciaria de Maine. La había mantenido oculta, sin hacer uso de ella, a lo largo de casi tres meses. Un vigilante del turno de noche se dio cuenta de lo que pasaba y pidió ayuda justo cuando Faulkner parecía perder el conocimiento. Como consecuencia de aquello, Faulkner fue trasladado a la unidad de estabilización de salud mental, en el extremo occidental de la prisión de Thomaston, donde en un principio lo alojaron en la galería de los pacientes graves. Le quitaron la ropa que llevaba y le dieron una bata de nailon. Estaba vigilado constantemente por una cámara, así como por un guardia que anotaba en un cuaderno todos los movimientos que hacía y cualquier cosa que dijese. Además, grababan todas las conversaciones. Después de pasar cinco días allí, Faulkner fue transferido a la galería de los menos graves, donde le permitieron usar las duchas y la ropa azul reglamentaria, le dieron productos de higiene (aunque ninguna maquinilla de afeitar) y comida caliente, y podía acceder a un teléfono. Había comenzado una terapia personalizada con un psicólogo de la prisión, y unos psiquiatras elegidos por su equipo legal le habían examinado, aunque Faulkner no había abierto la boca ante ellos. Después exigió llamar por teléfono para ponerse en contacto con sus abogados y preguntó si le permitirían hablar conmigo. Su petición de que la entrevista tuviera lugar en su celda fue, quizá para sorpresa de todos, aprobada.
Cuando llegué a la unidad de estabilización de salud mental, los guardias estaban terminando de comerse unas hamburguesas de pollo que habían sobrado del almuerzo de los presos. En el área principal de la unidad recreativa, los presos dejaron lo que tenían entre manos y me miraron fijamente. Uno de ellos, un hombre fornido y jorobado, que apenas medía metro y medio, con el pelo negro y lacio, se acercó a las rejas y me escudriñó en silencio. Lo observé, no me gustó lo que sentí y aparté la mirada. El coronel y el oficial se sentaron en el borde de un escritorio, observando cómo uno de los guardias de la unidad me conducía a la galería en que se hallaba la celda de Faulkner.
Sentí un escalofrío cuando aún estaba a unos tres metros de distancia de él. Al principio, pensé que se debía a mi reticencia a encontrarme cara a cara con el viejo, hasta que me di cuenta de que el guardia que me acompañaba temblaba ligeramente.
– ¿Qué pasa con la calefacción? -pregunté.
– La calefacción está al máximo -contestó-. En este sitio el calor se va como a través de un colador, pero nunca como ahora.
Se detuvo cuando aún estábamos fuera del campo de visión del ocupante de la celda y bajó la voz.
– Es él. El predicador. Su celda está helada. Instalamos dos estufas fuera de la celda, pero se cortocircuitaban. -Echó a andar inquieto-. Es algo que tiene que ver con Faulkner. No sé cómo, hace que baje la temperatura. Sus abogados ponen el grito en el cielo por las condiciones de su encarcelamiento, pero no podemos hacer nada.
Cuando terminó de hablar, algo blanco se movió a mi derecha. Las rejas de la celda quedaban más o menos a la altura de mis ojos, así que la mano que salió parecía haber traspasado una pared de acero. Aquellos dedos blancos palparon el aire, moviéndose con crispación, como si no sólo tuviesen el don del tacto, sino también el de la vista y el del oído.
Después llegó la voz, que sonaba como limaduras de hierro al caer sobre un papel.
– Parker -dijo aquella voz-. Has venido.
Lentamente, me encaminé a la celda y aprecié las manchas de humedad de las paredes. Las gotitas relucían con la luz artificial y brillaban como millones de pequeños ojos plateados. Tanto la celda como el hombre que estaba de pie frente a mí desprendían un olor a humedad.
Era más bajo de como lo recordaba, y se había cortado su melena blanca casi al rape, aunque conservaba su extraña y fogosa intensidad en los ojos. Estaba tremendamente delgado. No había ganado peso, según suele ocurrirles a algunos presos, con la dieta de la prisión. Tardé un momento en comprender el motivo.
A pesar del frío que hacía en la celda, Faulkner desprendía una ola de calor. Estaba quemándose por dentro: la cara febril, el cuerpo atormentado por temblores, pero en cambio no había rastro alguno de sudor en su cara ni señal alguna de malestar. Tenía la piel seca como un papel, y daba la impresión de que ardería por dentro en cualquier momento y de que las llamas lo consumirían, reduciéndole a cenizas.
– Acércate -me dijo.
El guardia que estaba a mi lado movió la cabeza en señal de negación.
– Estoy bien aquí -contesté.
– ¿Me tienes miedo, pecador?
– No, salvo que puedas traspasar el acero.
Mis palabras me recordaron la imagen de la mano que aparentemente se materializaba en el aire y pude oírme a mí mismo tragando saliva.
– No -dijo el viejo-. No tengo necesidad de hacer trucos de salón. Dentro de muy poco estaré fuera de aquí.
– ¿Tú crees?
Se echó hacia delante y apretó la cara contra los fríos barrotes.
– Lo sé.
Sonrió y se pasó la lengua blanquecina por los labios resecos.
– ¿Qué quieres?
– Hablar.
– ¿Sobre qué?
– Sobre la vida. Sobre la muerte. Sobre la vida después de la muerte. O, si lo prefieres, sobre la muerte después de la vida. ¿Aún se te aparecen, Parker? ¿Todavía ves a los perdidos, a los muertos? Yo sí. Me visitan. -Sonrió y respiró con tanta profundidad que parecía estar ahogándose, como si estuviese en los preliminares de un orgasmo-. Son muchísimos. Todos aquellos a los que diste pasaporte me preguntan por ti. Quieren saber cuándo vas a reunirte con ellos. Tienen planes para ti. Yo les digo que pronto. Que muy pronto estarás con ellos.
No respondí a sus provocaciones. En vez de eso, le pregunté por qué se había autolesionado. Levantó los brazos con las cicatrices ante mí y se los miró casi con sorpresa.
– Es posible que quisiera evitarles su venganza -me contestó.
– No te salió demasiado bien.
– Es cuestión de opiniones. Ya no estoy en aquel sitio, en aquel infierno moderno. Me relaciono con otra gente. -Los ojos le brillaron-. Incluso es posible que logre salvar algunas almas perdidas.
– ¿Tienes a alguien en mente?
Faulkner sonrió.
– No a ti, pecador. Eso tenlo por seguro. Para ti ya no hay salvación posible.
– Sin embargo, querías verme.
Dejó de sonreír. -Tengo que hacerte una oferta. -No tienes nada con lo que poder negociar.
– Tengo a tu mujer -dijo con voz pausada y áspera-. Puedo negociar con ella.
No me lancé contra él, aunque él reculó de repente, como si la violencia de mi mirada hubiese tenido el mismo efecto que un empujón en el pecho.
– ¿Qué has dicho?
– Estoy ofreciéndote la seguridad de tu mujer y de tu futuro hijo. Estoy ofreciéndote una vida que no está amenazada por el temor a un castigo justo.
– Tu lucha es ahora con el Estado, viejo. Es mejor que te reserves las negociaciones para el juicio. Y si vuelves a mencionar eso en mi cara, te voy a…
– ¿A qué? -se burló-. ¿A matarme? Tuviste la oportunidad, y no habrá otra. Y mi lucha no es sólo con el Estado. ¿No te acuerdas? Mataste a mis hijos, a mi familia, tú y tu colega invertido. ¿Qué le hiciste al hombre que mató a tu niña, Parker? ¿No le diste caza? ¿No lo mataste como si fuera un perro rabioso? ¿Por qué voy yo a comportarme de un modo distinto ante la muerte de mis hijos? ¿O es que acaso hay unas reglas para ti y otras para el resto de la humanidad? -Suspiró teatralmente-. Pero yo no soy como tú. No soy un asesino.
– ¿Qué es lo que quieres, viejo?
– Que no declares en el juicio.
Tardé en contestarle el tiempo que media entre un latido y otro.
– ¿Y si lo hago?
Se encogió de hombros.
– Entonces no me hago responsable de las acciones que puedan emprenderse contra ti o contra los tuyos. Yo no, por supuesto. A pesar de mi natural animosidad hacia ti, no tengo intención de hacer ningún daño ni a ti ni a los tuyos. Nunca he hecho daño a nadie en mi vida y no voy a empezar ahora. Pero puede que haya otros que hagan suya mi causa, a menos que les quede claro que mi deseo no es ése.
Me volví al guardia.
– ¿Has oído eso?
Asintió con la cabeza, pero Faulkner se limitó a mirar al guardia de manera impasible.
– Sólo intento que no tomen represalias contra ti, pero, en cualquier caso, aquí el señor Anson no va a serte de mucha ayuda. Está follándose a una putita a espaldas de su mujer. Peor aún, a espaldas de los padres de ella. ¿Qué edad tiene la niña, señor Anson? ¿Quince? La ley ve con malos ojos a los violadores, a los que abusan de los menores y a todo ese tipo de gente.
– ¡Que te den por culo!
Anson se abalanzó sobre los barrotes, pero lo sujeté por el brazo. Se volvió hacia mí, y por un momento creí que iba a golpearme, pero se contuvo y me apartó la mano. Miré a mi derecha y vi aproximarse a los colegas de Anson. Levantó la mano para darles a entender que todo estaba en orden y se detuvieron.
– Creí que no tenías necesidad de recurrir a trucos de salón -le dije.
– ¿Quién sabe qué maldad se esconde en el corazón de los hombres? -susurró-. ¡ La Sombra lo sabe! -dijo, esbozando una sonrisa-. Deja que me vaya, pecador. Vete de aquí y yo haré lo mismo. Soy inocente de las acusaciones que se me hacen.
– La entrevista se ha acabado.
– No, no ha hecho más que empezar. ¿Te acuerdas de lo que dijo nuestro común amigo antes de morir, pecador? ¿Te acuerdas de las palabras del Viajante?
No le respondí. Había muchas cosas de Faulkner que yo despreciaba, y otras muchas que no comprendía, pero que conociera unos hechos de los que era imposible que tuviera conocimiento era lo que más me perturbaba de él. Por alguna razón, de un modo que yo era incapaz de vislumbrar, Faulkner había inspirado al hombre que mató a Susan y a Jennifer, reafirmándolo en la decisión que había tomado, una decisión que le condujo finalmente a la puerta de nuestra casa.
– ¿No te habló del infierno? ¿No te dijo que esto es el infierno y que estamos en él? Era un insensato en muchos aspectos. Un hombre imperfecto e infeliz, pero en muchas cosas tenía razón. Esto es el infierno. Cuando cayeron los ángeles rebeldes, éste fue el lugar que se les asignó. Se marchitaron. Perdieron su belleza y fueron condenados a vagar por aquí. ¿No temes a los ángeles de las tinieblas, Parker? Deberías. Ellos te conocen, y pronto irán contra ti. Todo lo que has visto hasta ahora no es nada comparado con lo que te espera. A su lado, soy un insignificante soldado de infantería encargado de allanar el camino. Las cosas que van a ocurrirte ni siquiera son humanas.
– Estás loco.
– No -susurró Faulkner-. Yo estoy condenado por mi fracaso, pero tú serás condenado a la vez que yo por tu implicación en ese fracaso. Ellos te condenarán. Ya están esperando el momento.
Moví la cabeza. Anson, los demás guardias e incluso los muros y barrotes de la prisión parecieron esfumarse. Sólo estábamos el viejo y yo, flotando. Tenía la cara empapada de sudor a causa del calor que emanaba de él. Era como si me hubiese contagiado una fiebre terrible.
– ¿No quieres saber lo que me dijo cuando vino a verme? ¿No te importan las charlas que condujeron a la muerte de tu mujer y de tu hijita? ¿No hay algo muy dentro de ti que quiere saber de qué hablamos?
Me aclaré la garganta. Las palabras, cuando logré pronunciarlas, parecían metralla.
– Ni siquiera llegaste a conocerlas.
Se rió.
– No me hacía falta conocerlas, pero tú… Oh, hablábamos de ti. A través de él conseguí comprenderte como ni siquiera tú has logrado comprenderte a ti mismo. En cierto modo, me alegra haber tenido la posibilidad de verme contigo, aunque… -Su gesto se ensombreció-. Los dos hemos pagado un precio muy alto por el entrecruzamiento de nuestras vidas. Échate ahora a un lado y no volverá a haber problemas entre nosotros. Pero si sigues por ese camino, no me hago responsable de lo que pueda pasar.
– Adiós.
Me dispuse a irme, pero mi forcejeo con Anson me había dejado al alcance de Faulkner. Alargó la mano, me agarró por la chaqueta y entonces, cuando perdí el equilibrio, tiró de mí con fuerza. Volví la cabeza de forma instintiva. Mis labios amagaron un grito de alarma.
Y Faulkner me escupió en la boca.
No me di cuenta de lo que había pasado hasta transcurrido un momento, y entonces empecé a golpearle. Anson intentaba detenerme mientras yo agarraba al viejo. Los otros guardias llegaron corriendo hacia nosotros y me llevaron consigo. Tenía en la boca el olor de Faulkner, y él continuaba gritándome desde su celda.
– Tómatelo como un regalo, Parker -voceó-. Un regalo que deberías interpretar como lo interpreto yo.
Me deshice de los guardias a empujones y me sequé la boca. Pasé con la cabeza gacha ante la zona recreativa, en la que aquellos presos que no estaban considerados peligrosos para sí mismos ni para los demás me miraban a través de los barrotes. Si hubiera levantado la cabeza y mi atención hubiese dejado de centrarse en lo que acababa de hacerme el predicador, es posible que hubiese visto al hombre jorobado y de pelo oscuro que me observaba con más fijeza que los demás.
Cuando me iba, el hombre llamado Cyrus Nairn sonrió con los brazos extendidos, formando un río de palabras con los dedos, hasta que un guardia se percató de lo que hacía y entonces bajó los brazos.
El guardia sabía lo que Cyrus estaba haciendo, pero no le prestó atención. Después de todo, Cyrus era mudo, y aquello era lo que hacen los mudos. Señas.
Estaba a punto de llegar a mi coche cuando oí detrás de mí el sonido de unos pasos en la grava. Era Anson. Parecía preocupado.
– ¿Todo bien?
Asentí con la cabeza. Me había lavado la boca en las dependencias de los guardias con un elixir que me dieron, pero aún tenía la impresión de que una parte de Faulkner me recorría el cuerpo por dentro, infectándome.
– Lo que oíste ahí dentro… -empezó a decir.
Lo interrumpí.
– Tu vida privada es asunto tuyo. No es cosa mía.
– Las cosas no son como las contó.
– Nunca lo son.
El cuello se le enrojeció, y aquel rubor se le extendió por toda la cara como si se tratara de un proceso de ósmosis.
– ¿Quieres dártelas de listo conmigo?
– Ya te lo he dicho: tu vida privada es asunto tuyo. Pero deja que te haga una pregunta. Para quedarte tranquilo, puedes registrarme para comprobar si llevo un micrófono oculto. -Se lo pensó durante un instante y me animó a continuar-. ¿Es verdad lo que dijo el predicador? No me interesan las cuestiones legales ni por qué lo estás haciendo. Lo único que me interesa saber es si son ciertos los detalles que dio.
Anson no contestó. Se limitó a bajar la mirada y a asentir con la cabeza.
– ¿Puede ser que algún guardia se haya ido de la lengua?
– No. No lo sabe nadie.
– ¿Tal vez algún preso? ¿O alguien del pueblo que esté en condiciones de propagar por la cárcel un chismorreo?
– No, no lo creo.
Abrí la puerta del coche. Anson parecía tener la necesidad de hacer un último comentario propio de un machote. No tenía pinta de ser un hombre dispuesto a reprimir su deseo sexual ni ningún otro tipo de impulso.
– Si alguien se entera de esto, vas a hundirte en mierda -me advirtió.
Aquello sonó a falso incluso para él. Lo leí en su cara enrojecida y en el modo en que se vio obligado a concentrarse en tensar los músculos del cuello hasta que sobresalieron por el cuello de la camisa. Le permití recuperar el grado de dignidad que él considerase adecuado para la ocasión. Luego lo vi alejarse, arrastrando los pies hacia la puerta de entrada de la prisión, regresando a regañadientes, o esa impresión daba, junto a Faulkner.
Sobre él cayó una sombra, como si un pájaro de inmensas alas hubiese descendido y lo estuviese sobrevolando lentamente en círculos. Daba la impresión de que sobre los muros de la cárcel se cernían otros pájaros. Eran grandes y negros y se desplazaban de forma perezosa, trazando espirales, pero había algo antinatural en sus movimientos. Planeaban sin la gracia y la belleza de los pájaros, porque sus cuerpos escuálidos parecían no corresponderse con sus enormes alas, como si luchasen contra la ley de la gravedad, bajo la amenaza de estrellarse en picado contra el suelo. Las alas les permitían planear durante un momento antes de verse obligados a batirlas violentamente para poder mantenerse en el aire.
Entonces, uno de ellos se desvió de la bandada y, cada vez más grande a medida que descendía en espiral, fue a posarse en lo alto de una de las torres de vigilancia. Me di cuenta de que no era un pájaro, y entonces supe de qué se trataba.
El cuerpo del ángel de las tinieblas estaba demacrado. Tenía la piel negra de los brazos momificada, recubriendo unos huesos muy delgados, tenía la cara alargada y rapaz, los ojos sombríos y maliciosos. Su mano en forma de garra se apoyaba en el cristal mientras batía sus grandes alas de plumaje oscuro a un ritmo lento. Poco a poco se le unieron otros y, en silencio, cada uno fue posándose encima de los muros y las torres, hasta que la prisión se oscureció por su presencia. No se me acercaron, pero percibí la hostilidad que me tenían y algo más: el sentimiento de sentirse traicionados, como si, de alguna manera, yo fuese uno de ellos y les hubiese dado la espalda.
– Cuervos -dijo una voz a mi lado. Era una anciana. Llevaba una bolsa marrón en la mano, llena de cosas para alguno de los presos. Quizá para su hijo, o para su marido, que estaría entre los viejos del pabellón siete-. Nunca he visto tantos y tan grandes.
Y ahora eran cuervos, cuervos que medían unos sesenta centímetros y que tenían las plumas de las puntas de las alas tan separadas que parecían dedos, mientras se deslizaban sobre los muros y se llamaban en voz baja entre sí.
– Nunca pensé que pudieran reunirse tantos -comenté.
– Y no lo hacen -dijo-. Normalmente no, de ninguna de las maneras, pero ¿quién está en condiciones de decir qué es normal en estos tiempos que corren?
Siguió su camino. Me metí en el coche y me alejé, pero por el espejo retrovisor vi que los pájaros, a medida que los dejaba atrás, no empequeñecían. Por el contrario, incluso cuando la cárcel menguaba, daba la impresión de que crecían y de que adquirían nuevas formas.
Y noté sus ojos fijos en mí, mientras la saliva del predicador colonizaba mi cuerpo como un cáncer.
«Un regalo que deberías interpretar como lo interpreto yo.»
Aparte de la prisión misma y de la tienda de artesanía de la prisión, no hay nada que retenga a un visitante ocasional en Thomaston. Sin embargo, en el pueblo hay una excelente casa de comidas en la parte norte, especializada en tartas caseras y en pudín que se sirven calientes a los lugareños y a aquellos que van allí a hablar un poco después de haberse reunido con sus seres queridos tras una mesa o a través de una pantalla. Compré un elixir en una tienda y me enjuagué la boca en el aparcamiento antes de entrar en la casa de comidas.
La pequeña zona del comedor, con el mobiliario desparejo, estaba en gran parte desocupada, con la excepción de dos viejos que permanecían sentados en silencio, uno al lado de otro, viendo los coches pasar, y de un hombre más joven que llevaba un traje caro de muy buen corte y que ocupaba, junto a la pared, una mesa de asientos adosados. Tenía a su lado el abrigo, plegado con esmero, y en la mesa había un ejemplar del USA Today junto a un plato con restos de nata y tarta. Pedí un café y me senté frente a él.
– Tienes mala cara -dijo el hombre.
Noté que algo atraía mi mirada hacia la ventana. Desde donde me encontraba sentado era imposible ver la cárcel. Moví la cabeza para despejarla de las visiones de las criaturas sombrías que estaban posadas en los muros, expectantes. No eran reales. Sólo eran cuervos. Me sentía enfermo y asqueado por la agresión de Faulkner.
No eran reales.
– Stan -dije para distraerme-. Bonito traje.
Se abrió la chaqueta para mostrarme la etiqueta.
– Armani. Comprado en una tienda de saldos. Guardo el recibo de compra en el bolsillo interior, por si acaso me acusan de corrupción.
La camarera me llevó el café y volvió al mostrador para seguir leyendo una revista. La radio sintonizaba un programa de música popular. Y sonó, a través del tiempo, la música del grupo canadiense Rush.
Stan Ornstead era el ayudante del fiscal del distrito y formaba parte del equipo designado para hacerse cargo del caso Faulkner. Fue Ornstead quien logró convencerme -con el consentimiento de Andrus, el fiscal del distrito- de que me viese cara a cara con Faulkner y quien consiguió que la entrevista se llevase a cabo en la celda, con el propósito de que yo pudiese comprobar la situación que él había creado a su alrededor. Stan era apenas unos años más joven que yo, y se le auguraba un gran porvenir. Tenía una carrera brillante, aunque en aquella ocasión no brillaba tanto como él hubiese querido. Esperaba que el propio Faulkner se encargara de dar un giro a aquello, sólo que, como había dicho el alcaide, el caso Faulkner estaba convirtiéndose en algo realmente serio, en algo que amenazaba a todo el que estuviese involucrado de lleno en él.
– Pareces conmocionado -dijo Stan, después de que yo diese dos reconstituyentes sorbos de café.
– Él produce ese efecto en la gente.
– No se ha ido mucho de la lengua, ¿verdad?
Me quedé inmóvil, y él levantó las palmas de las manos como queriendo decir «¿Qué podías hacer tú?».
– ¿Han puesto micros en las celdas de los presos peligrosos? -pregunté.
– Ellos no, si te refieres a las autoridades de la cárcel.
– Pero alguien se ha tomado la justicia por su mano.
– La celda ha sido cableada. De manera oficial no sabemos nada.
«Cableada» es el término que se emplea para designar una operación de vigilancia que no cuenta con la autorización de un juez. Más concretamente, es el término que emplea el FBI para designar cualquier operación de ese tipo.
– ¿Los federatas?
– Esos gabardinas no se fían mucho de nosotros. Les preocupa que Faulkner salga sin cargos, así que quieren conseguir todo lo que puedan, mientras puedan, por si hubiera cargos federales o una acusación doble. Todas las conversaciones que tiene con sus abogados, con sus médicos, con sus loqueros, e incluso con su némesis, que eres tú, por si no lo sabías, se están grabando. Como mínimo, esperan que revele algo que les ponga en la pista de otros como él o que incluso les proporcione algún tipo de información sobre otros crímenes que haya podido cometer. Desde luego, todo eso resulta inadmisible, pero útil si funciona.
– ¿Y saldrá sin cargos?
Ornstead se encogió de hombros.
– Ya sabes a lo que se agarra: asegura que en realidad estuvo preso durante décadas y que no participó ni tuvo conocimiento de ninguno de los crímenes cometidos por la Hermandad o por aquellos que estaban relacionados con ella. No hay nada que le relacione directamente con ninguno de los asesinatos, y aquel nido subterráneo de habitaciones en que vivía estaba sellado por fuera con varios cerrojos.
– Estaba en mi casa cuando intentaron matarme.
– Eso dices tú, pero estabas totalmente aturdido. Tú mismo me dijiste que no veías con claridad.
– Rachel lo vio.
– Sí, ella lo vio, pero acababan de golpearle la cabeza y tenía los ojos cubiertos de sangre. Ella misma admite que no puede recordar muchas de las cosas que se dijeron, y él no estaba allí para presenciar lo que pasó después.
– Hay un agujero en Eagle Lake en el que se encontraron diecisiete cuerpos, los restos de la gente de su congregación.
– Dice que se debió a los enfrentamientos entre las distintas familias. Se volvieron unos contra otros, y después contra su propia familia. Asegura que mataron a su mujer y que sus hijos pagaron con la misma moneda. Incluso asegura que estaba en Presque Isle el día en que los mataron. -Agredió a Ángel.
– Faulkner lo niega, asegura que lo hicieron sus hijos y que le obligaron a presenciarlo. De todas formas, tu amigo se niega a testificar, e incluso si lo citásemos, cualquier abogaducho de mala muerte le haría pedazos. No es un testigo muy creíble que digamos. Y, con el debido respeto, tú tampoco eres precisamente un testigo ideal.
– ¿Y eso por qué?
– Te has tomado demasiadas libertades con tu pistola, pero el hecho de que los cargos contra ti se hayan venido abajo no significa que hayan desaparecido del radar de la gente. Puedes estar jodidamente seguro de que el equipo legal de Faulkner lo sabe todo sobre ti. Le darán la vuelta a la tortilla y dirán que entraste allí hecho una furia, que barriste a tiros el lugar y que el viejo tuvo suerte de salir con vida de aquello.
Aparté de un empujón la taza de café.
– ¿Para esto me has traído aquí, para hacer trizas mi historia?
– Da lo mismo hacerlo aquí que en un tribunal. Tenemos problemas. Y es posible que tengamos más.
Esperé.
– Sus abogados han confirmado que en los próximos diez días van a elevar una petición al Tribunal Supremo para que se revise la decisión relativa a la fianza. Creemos que el juez encargado del asunto puede ser Wilton Cooper, y eso no es una buena noticia.
A Wilton Cooper le faltaban sólo unos meses para jubilarse, pero continuaría siendo una espina para la oficina del fiscal general hasta entonces. Era obstinado, imprevisible, y sentía por el fiscal general una animosidad personal cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. En el pasado, se había manifestado en contra de la fianza preventiva, pero también era muy capaz de defender los derechos del acusado a costa de los derechos de la sociedad en general.
– Si Cooper se hace cargo de la revisión, puede obrar de una manera o de otra -explicó Ornstead-. Los argumentos de Faulkner son una mierda, pero necesitamos tiempo para reunir las evidencias y poder minarlas, y quizá pasen años antes del juicio. Y ya has visto su celda: podríamos ponerlo en el fondo de un volcán y aun así haría frío. Sus abogados han contratado a especialistas independientes que denunciarán que el continuado encarcelamiento de Faulkner está poniendo en peligro su salud, y que morirá si permanece detenido. Si lo trasladamos a Augusta, podríamos cavar nuestra propia tumba sin darnos cuenta, en caso de encontrarnos ante un alegato de locura. La supermáxima no cuenta con las instalaciones adecuadas para él. ¿Y dónde lo metemos si se le traslada dé Thomaston? ¿En la prisión del condado? Creo que no. Así que lo que tenemos ahora mismo es un juicio a la vuelta de la esquina sin testigos fiables, con unas pruebas insuficientes para hacer el caso irrefutable y un acusado que incluso puede morir antes de que podamos llevarlo al estrado. Cooper puede ser la guinda que corone la tarta.
En ese momento fui consciente de que había estado apretando el asa de la taza de café con tanta fuerza que me dejó una marca en la palma de la mano. Cuando la solté, vi que el asa por dentro estaba manchada de sangre.
– Si paga la fianza, se dará a la fuga -dije-. No se quedará esperando el juicio.
– Eso no lo sabemos.
– Sí lo sabemos.
Los dos estábamos inclinados sobre la mesa, y al parecer lo hicimos simultáneamente. Los dos viejos que se encontraban sentados cerca de la ventana se volvieron para mirarnos, atraídos por la tensión que se mascaba entre nosotros. Me eché hacia atrás y los miré. Se pusieron a observar el tráfico de nuevo.
– De cualquier forma -dijo Ornstead-, incluso Cooper no fijará la fianza por debajo de siete cifras, y no creemos que Faulkner tenga acceso a semejantes fondos.
Todo el activo de la Hermandad había sido bloqueado y la oficina del fiscal general estaba intentando seguir las pruebas documentales que pudieran llevar a otras cuentas ocultas. Pero alguien pagaba a los abogados de Faulkner, y se había abierto un fondo para su defensa en el que estaban vertiendo dinero a raudales unos desalentados fanáticos de derechas y algunos chiflados religiosos.
– ¿Sabemos quién está organizando ese fondo para la defensa? -pregunté.
Oficialmente, el fondo era responsabilidad de una firma de abogados, Muren & Associates, en Savannah, Georgia, pero era una operación de tres al cuarto. Allí tenía que haber mucho más que una pandilla de picapleitos sureños ideando algo desde una oficina con sillas de plástico. El propio equipo legal de Faulkner, dirigido por Grim Jim Grimes, se mantenía al margen de aquello. Aparte de su semblante pétreo, Jim Grimes era uno de los mejores abogados de Nueva Inglaterra. Era capaz de librarse con su labia hasta de un cáncer, y no resultaba un abogado nada barato.
Ornstead dio un largo suspiro. El aliento le olía a café y a nicotina.
– Y aquí viene el resto de las malas noticias. Muren recibió una visita hace un par de días, un tipo llamado Edward Carlyle. Las grabaciones de teléfono han demostrado que los dos han estado en contacto diario desde que esto empezó, y Carlyle es consignatario de la cuenta corriente con que se financia todo.
Me encogí de hombros.
– El nombre no me suena de nada.
Ornstead golpeó la mesa con suavidad, marcando un ritmo delicado.
– Edward Carlyle es la mano derecha de Roger Bowen. Y Roger Bowen es…
– Un tonto de mierda -terminé la frase-. Y un racista.
– Y un neonazi -añadió Ornstead-. Pues sí, a Bowen se le paró el reloj en torno a 1939. Es todo un tipejo. Seguro que tiene acciones en los hornos de gas, a la espera de que las cosas vuelvan a arreglarse algún día gracias al viejo lema de «la solución final». Hasta donde sabemos, Bowen es quien se halla detrás de la recaudación de fondos para pagar la defensa. Ha tratado de pasar inadvertido a lo largo de estos últimos años, pero algo le ha sacado de su agujero, y ahora pronuncia discursos, aparece en mítines y pasa el cepillo. Me da la impresión de que tienen muchas ganas de que Faulkner vuelva a las calles.
– ¿Por qué?
– Bueno, eso es lo que intentamos averiguar.
– La sede de Bowen se encuentra en Carolina del Sur, ¿verdad?
– Él se mueve entre Carolina del Sur y Georgia, pero pasa la mayor parte del tiempo en algún lugar de la parte alta del río Chattooga. ¿Por qué?, ¿planeas bajar a visitarlo?
– Es posible.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Tengo un amigo en apuros.
– La peor clase de amigo. Bueno, cuando estés allí podrías preguntarle a Bowen por qué Faulkner es tan importante para él, aunque no te lo recomiendo. No creo que seas el primero de la lista de sus amigos con los que desee encontrarse.
– No soy el primero de la lista de nadie.
Ornstead se levantó y me dio una palmadita en el hombro.
– Me estás partiendo el corazón.
Lo acompañé a la puerta. Tenía el coche aparcado justo delante de la entrada.
– Has oído algo, ¿verdad? -le pregunté. Di por hecho que Stan había oído todo lo que había pasado entre Faulkner y yo.
– Sí. ¿Te refieres al guardia?
– Anson.
– No me concierne, ¿y a ti?
– Es una menor. No creo que Anson sea una buena influencia para ella.
– No, supongo que no. Haremos que alguien lo investigue.
– Te lo agradecería.
– Dalo por hecho. Ahora debo preguntarte algo. ¿Qué pasó allí? Sonaba como si hubiese habido una refriega.
A pesar del café, aún tenía el sabor del elixir.
– Faulkner me escupió en la boca.
– Mierda. ¿Vas a necesitar un análisis?
– Lo dudo, pero me siento igual que si me hubiese tragado el ácido de una pila y estuviera quemándome la boca y las tripas.
– ¿Por qué lo hizo? ¿Para que te cabrearas con él?
Negué con la cabeza.
– No, me dijo que era un regalo que me ayudaría a ver con más claridad.
– ¿Ver qué?
No respondí, pero lo sabía.
Quería que viese lo que le esperaba a él y lo que se me venía encima.
Quería que viese las cosas como las veía él.
El movimiento racista militante nunca ha sido demasiado numeroso. El ala dura cuenta con veinticinco mil miembros como mucho. A esta cifra deben sumarse los, quizá, más de ciento cincuenta mil simpatizantes activos y, con toda probabilidad, otros cuatrocientos mil miembros informales que no aportan ni dinero ni mano de obra efectiva, pero que, si les aflojas la lengua con bebida suficiente, salen con el cuento de la amenaza que representan los de color y los judíos para la raza blanca. Los miembros del Klan constituyen más de la mitad del ala dura. El resto lo componen cabezas rapadas y un surtido de nazis. El nivel de cooperación entre ambos grupos es mínimo, y en ocasiones han llegado a un nivel de competitividad que linda con la agresión abierta. Rara vez los miembros son fijos: van y vienen de un grupo a otro con frecuencia, dependiendo de las necesidades de los jefes, de los enemigos o de los tribunales.
Pero a la cabeza de cada grupo se halla un núcleo formado por activistas de toda la vida, y, aunque cambie el nombre del movimiento o haya una pelea entre ellos y se dividan en células cada vez más pequeñas, esos líderes permanecen. Son misioneros, fanáticos y proselitistas de la causa, y expanden el evangelio de la intolerancia en ferias, en mítines y en conferencias, a través de boletines informativos, panfletos y programas de radio de madrugada.
Entre ellos se encontraba Roger Bowen, que era uno de los más veteranos y también uno de los más peligrosos. Nacido en el seno de una familia baptista de Gaffney, Carolina del Sur, en las estribaciones del Blue Ridge, había ocupado cargos en multitud de organizaciones reaccionarias, incluidas algunas de las más notorias agrupaciones neonazis de los últimos veinte años. En 1983, cuando tenía veinticuatro años, Bowen fue uno de los tres jóvenes interrogados, aunque salieron sin cargos, por su implicación en la Orden, la sociedad secreta fundada por el racista Robert Matthews y asociada a las Naciones Arias. Durante 1983 y 1984, la Orden llevó a cabo una serie de robos a furgones blindados y a entidades bancarias para financiar sus operaciones, entre las que se contaban atentados con explosivos, incendios premeditados y falsificaciones de diverso tipo. La Orden fue también la responsable del asesinato de Alan Berg, presentador de un programa de entrevistas en Denver, y del de un tipo llamado Walter West, un miembro de la Orden sospechoso de haber revelado secretos. Al final apresaron a todos los miembros de la Orden, con la excepción del propio Matthews, que fue asesinado en un tiroteo con los agentes del FBI en 1984. A partir de ese instante no había pruebas para relacionar a Bowen con aquellas actividades, de modo que no se le pudo juzgar, y la verdad sobre el verdadero alcance de la implicación de Bowen en la Orden murió con Matthews. A pesar del reducido número de activistas de la Orden, las operaciones que el FBI llevó a cabo contra ella ocuparon a una cuarta parte de todos los efectivos del departamento. El reducido número de miembros de la Orden había jugado a su favor, pues resultaba difícil infiltrar en ella a topos y confidentes, excepción hecha del desgraciado Walter West. Una lección que Bowen jamás olvidó.
Bowen anduvo durante un tiempo a la deriva, hasta que encontró un hogar en el Klan, aunque por aquel entonces la cofradía ya estaba bastante castigada a causa de las actividades del Programa de Contrainteligencia del FBI: los miembros del Ku Klux Klan habían fracasado, su prestigio había caído en picado y la edad media de sus miembros había empezado a disminuir a medida que los más viejos iban desertando o muñéndose. El resultado fue que las relaciones tradicionalmente conflictivas del Klan con todo el boato del neo-nazismo dejaron de ser tan ambiguas, y la nueva savia no era tan quisquillosa con respecto a tales asuntos como lo eran los miembros veteranos. Bowen se unió a los Caballeros del Ku Klux Klan del Imperio Invisible de Bill Wilkinson, pero cuando el Imperio Invisible se disolvió en 1993, tras un costoso proceso judicial, Bowen ya había fundado su propio Klan: el de los Confederados Blancos.
Con todo, Bowen no iba por ahí reclutando adeptos, como hacían en los otros clanes, e incluso el nombre del Klan no era mucho más que una bandera de conveniencia. Los Confederados Blancos nunca sobrepasaron la docena de individuos, pero tenían poder e influencia a pesar de lo reducido de su número y contribuyeron de manera decisiva en el proceso de nazificación que se desarrolló en el Klan a lo largo de la década de los ochenta, difuminando cada vez más las fronteras tradicionales que existían entre los miembros del Klan y los neonazis.
Bowen no negaba el Holocausto: le gustaba la idea de la existencia del Holocausto, la posibilidad de que hubiese existido una fuerza capaz de asesinar a una escala antes inimaginable y con tal sentido del orden y de la planificación. Fue esto, más que cualquier tipo de escrúpulo moral, lo que llevó a Bowen a distanciarse de los escándalos fortuitos y de los estallidos esporádicos de violencia, que eran endémicos en el movimiento. En el mitin anual de Stone Mountain, en Georgia, incluso llegó a condenar en público un incidente que había tenido lugar en Carolina del Norte, donde un grupo de borrachos marginales del Ku Klux Klan golpeó hasta matarlo a un hombre blanco de mediana edad llamado Bill Perce, y lo único que oyó fue un abucheo para que abandonase la tribuna. Desde entonces, Bowen evitó volver a Stone Mountain. No le comprendían y él no los necesitaba, aunque siguió trabajando entre bambalinas y financiando marchas ocasionales del Klan a pequeñas poblaciones situadas entre las fronteras de Georgia y Carolina del Sur. Incluso si, como ocurría con frecuencia, sólo tomaban parte un puñado de hombres, la amenaza que implicaba una marcha aún tenía repercusión en los periódicos, originaba quejas indignadas por parte de los borregos liberales y contribuía a la atmósfera de intimidación y desconfianza que Bowen necesitaba para que su obra siguiera funcionando. Los Confederados Blancos eran en gran parte una fachada, una mera representación teatral parecida a los movimientos que hace un mago con su varita antes de realizar un truco. El verdadero truco se llevaba a cabo a escondidas, y el movimiento de la varita no sólo no tenía nada que ver con el ilusionismo, sino que resultaba irrelevante del todo para el truco en sí.
Porque era Bowen el que estaba intentando reconciliar las viejas enemistades. Era él quien establecía puentes entre los Patriotas Cristianos y los Arios, entre los cabezas rapadas y los del Klan. Era Bowen el que tendía la mano a los miembros más ruidosos y radicales de la derecha cristiana. Era Bowen el que era consciente de la importancia de la unidad, de la intercomunicación, del aumento de los fondos. Y fue Bowen quien se dio cuenta de que, al tomar a Faulkner bajo su protección, podría convencer a aquellos que creían en la historia del predicador para que le diesen a él el dinero. La Hermandad había recaudado más de quinientos mil dólares el año antes de la detención de Faulkner. Eran migajas en comparación con lo que sacaban los telepredicadores más famosos, pero para Bowen y los suyos representaba una ganancia sustanciosa. Bowen había visto cómo el dinero entraba a raudales en el fondo creado para la apelación de Faulkner. Ya había suficiente como para reunir el diez por ciento de una fianza de siete cifras y algo más de propina, y seguía creciendo. Pero ningún avalista estaría lo suficientemente loco como para cubrir la fianza de Faulkner en caso de que la revisión le fuese favorable. Bowen tenía otros planes y otros asuntos entre manos. Si jugaban bien sus cartas, Faulkner podría salir y desaparecer antes de que finalizase el mes, y si circulaban rumores de que Bowen lo había quitado de en medio para ponerlo a salvo, tanto mejor para Bowen. De hecho, mucho después de eso poco importaría que el predicador estuviese vivo o muerto. Sería suficiente con que se mantuviera oculto, y eso podría hacerlo con la misma facilidad bajo tierra que encima de ella.
Pero Bowen admiraba los logros alcanzados por el viejo predicador y su Hermandad. Sin recurrir a aquellos asaltos bancarios que habían minado la Orden, y con una soldadesca que nunca ascendía a más de cuatro o cinco individuos, Faulkner llevó a cabo una campaña de asesinatos y de intimidación contra blancos fáciles durante casi tres décadas y había borrado con éxito las pistas. Incluso el FBI y la ATF aún tenían problemas a la hora de vincular la Hermandad con la muerte de médicos abortistas, de homosexuales declarados, de líderes judíos y de las demás pesadillas de la extrema derecha. Se sospechaba que Faulkner había autorizado aquella aniquilación.
Era extraño, pero Bowen apenas había considerado la posibilidad de aliarse con la causa de Faulkner hasta que reapareció Kittim. Kittim era una leyenda entre la extrema derecha y un héroe del pueblo. Se había aproximado a Bowen poco antes del arresto de Faulkner y, a partir de ahí, la idea de involucrarse en el caso acabó llegándole a Bowen de forma natural. Y si no podía recordar a qué se debía la fama de Kittim, o incluso de dónde venía, bueno, qué más daba. Siempre les pasa lo mismo a los héroes del pueblo, ¿no es verdad? Ellos son reales sólo en parte, pero, con Kittim a su lado, Bowen se sintió de nuevo motivado, casi invencible.
Era algo tan fuerte que apenas se daba cuenta del miedo que sentía ante la presencia del aquel hombre.
La admiración de Bowen, traducida a hechos concretos con la llegada de Kittim, pareció halagar el ego de Faulkner, ya que, a través de sus abogados, el predicador se mostró de acuerdo en convertir a Bowen en paladín de su causa; incluso llegó a ofrecer dinero de unas cuentas bancarias secretas, imposibles de rastrear por sus perseguidores, si Bowen era capaz de urdirle un plan de fuga. Por encima de todo, el viejo no deseaba morir en la cárcel. Prefería ser un perseguido durante el resto de su vida antes que pudrirse tras unos barrotes a la espera de que lo juzgaran. Faulkner sólo había pedido un favor más. A Bowen le molestó un poco aquella petición, dado que ya se había ofrecido para librar a Faulkner del peso de la ley, pero, cuando Faulkner le dijo en qué consistía aquel favor, Bowen se tranquilizó. Después de todo, era un favor muy pequeño, y le proporcionaría el mismo placer a Bowen que a Faulkner.
Bowen creyó encontrar en Kittim al hombre más apropiado para aquel trabajo, pero se equivocaba.
En realidad, el hombre le había encontrado a él.
La furgoneta de Bowen entró en el pequeño claro que había delante de la cabaña, levantada justo a lo largo de la linde del estado de Carolina del Sur, al este de Tennessee. El refugio estaba hecho de madera oscura. Tenía cuatro peldaños de madera tosca que llevaban al porche y dos estrechas ventanas a cada lado. Parecía diseñado como fortín defensivo.
A la derecha de la puerta había un hombre sentado en una mecedora, fumando un cigarrillo. Era Carlyle. Tenía el pelo corto y rizado, con unas entradas que habían empezado a salirle a los veintipocos años, pero que misteriosamente se detuvieron al cumplir los treinta, dejándole una especie de peluca rubia de payaso en su cabeza de huevo. Se mantenía en buena forma física, como la mayoría de los hombres que Bowen tenía a su lado. Bebía poco, y Bowen no recordaba haberlo visto fumar antes. Parecía cansado y enfermo. A Bowen le llegó el olor de algo a medida que se acercaba: vómito.
– ¿Estás bien? -preguntó Bowen.
Carlyle se secó los labios con los dedos y se miró las yemas para ver si le quedaba algún detrito.
– ¿Por qué? ¿Estoy manchado de mierda?
– No, pero hueles mal.
Carlyle le dio una larga calada al cigarrillo y aplastó a conciencia la colilla en la suela de su bota. Cuando tuvo la certeza de que estaba apagada, la hizo trizas y dejó que la brisa esparciera las hebras de tabaco.
– ¿De dónde hemos sacado a ese tipo, Roger? -preguntó cuando acabó.
– ¿A quién? ¿A Kittim?
– Claro, a Kittim.
– Es una leyenda -respondió Bowen. Su voz sonaba como un mantra.
Carlyle se pasó la mano por la calva.
– Eso lo sé. Bueno, supongo que lo sé. -La incertidumbre que reflejaban sus gestos no tardó en transformarse en indignación-. De cualquier forma, venga de donde venga, es un monstruo.
– Lo necesitamos.
– Hasta ahora nos ha ido bien sin él.
– Esto es distinto. ¿Le habéis sacado algo al tipo ese?
Carlyle negó con la cabeza.
– No sabe nada. Es un pedazo de carne.
– ¿Seguro?
– Créeme. Si supiese algo, ya nos lo habría dicho. Pero ese gilipollas de los cojones sigue machacándolo.
Bowen apenas creía en las conspiraciones judías. Claro que había judíos ricos que tenían poder e influencia, pero resultaba evidente que se hallaban muy dispersos si uno se tomaba la molestia de analizar el panorama global. De todas formas, si había que creer a Faulkner, algunos viejos judíos de Nueva York habían intentado asesinarle. Contrataron a un hombre para que lo hiciera. Aquel hombre ya estaba muerto, pero Faulkner quería saber quiénes lo habían enviado, a fin de poder vengarse de ellos cuando llegase el momento, y Bowen era de la opinión de que no estaba de más saber contra qué se enfrentaban. Ése fue el motivo por el que atraparon al muchacho y lo sacaron de las calles de Greenville cuando empezó a llamar la atención por preguntar lo que no debía donde no debía. Después de eso, lo llevaron allí arriba, atado y amordazado, en el maletero de un coche, y se lo entregaron a Kittim.
– ¿Dónde está?
– Fuera, en la parte de atrás.
Cuando Bowen iba a pasar por delante de él, Carlyle alargó el brazo y le cortó el camino.
– ¿Has comido ya?
– No mucho.
– Suerte que tienes.
Retiró el brazo y Bowen bordeó la cabaña hasta que llegó a un corral cercado que tiempo atrás se usaba para guardar cerdos. Bowen pensó que el hedor de los cerdos aún persistía, hasta que vio lo que estaba tendido en el centro del corral y se dio cuenta de que no se trataba de un olor animal, sino humano.
El joven estaba desnudo y atado a una estaca bajo el sol. Tenía la barba corta y muy bien arreglada y el pelo negro pegado al cráneo a causa del sudor y del lodo. Le habían sujetado la cabeza con un cinturón de piel. Se veía cómo apretaba los dientes cada vez que le abrían y le palpaban las heridas. El hombre que estaba encima de él, torturándolo, llevaba un mono y guantes. Examinaba con los dedos las nuevas cavidades y aberturas que iba haciéndole con un cuchillo. Cuando el muchacho atado a la estaca se ponía tenso y gimoteaba débilmente a través de la mordaza, su torturador se detenía por un instante, y luego proseguía la tarea. Bowen no podía ni imaginarse siquiera cómo había logrado mantener al muchacho con vida, ni mucho menos consciente, pero Kittim era en verdad un hombre muy habilidoso. Se puso en pie cuando oyó que Bowen se acercaba, desplegó el cuerpo igual que lo haría un insecto cuando se le molesta y se volvió hacia él.
Kittim era alto, mediría casi un metro noventa. La gorra y las gafas que siempre llevaba puestas ocultaban casi por completo sus facciones, pero lo hacía a propósito, ya que algo le pasaba en la piel. Bowen no sabía con exactitud de qué se trataba, y nunca había tenido el valor suficiente para preguntárselo, pero la cara de Kittim era de un color púrpura rosáceo y sólo tenía unas matas ralas de pelo repartidas por el escamoso cráneo. A Bowen le recordaba a un marabú, nacido para alimentarse de los muertos y de los moribundos. Los ojos, cuando dejaba que se los vieran, eran de un verde muy oscuro, como los de un gato. Debajo del mono se apreciaba un cuerpo delgado, casi cadavérico, y fuerte. Llevaba las uñas muy cuidadas e iba muy bien afeitado. Desprendía un leve olor a carne animal y a loción de afeitar Polo.
Y a veces a petróleo quemado.
Bowen bajó la mirada para ver al muchacho, y después la centró en Kittim. Desde luego, Carlyle tenía razón: Kittim era un monstruo. Del pequeño séquito de Bowen, sólo Landron Mobley, que era sólo un poco mejor que un perro rabioso, daba la impresión de sentir cierta simpatía por él. A Bowen no sólo le molestaban los tormentos que le estaba infligiendo al judío, sino también la sensación de carnalidad que los acompañaba: Kittim estaba excitado sexualmente. Bowen le notaba la erección por debajo del mono. Por un momento, le irritó el hecho de tener que dominar el miedo subyacente que aquel hombre le provocaba.
– ¿Te estás divirtiendo? -le preguntó Bowen.
Kittim se encogió de hombros.
– Me pediste que averiguara lo que sabía -y su voz sonó como una escoba que barre un suelo de piedra polvoriento.
– Carlyle dice que no sabe nada.
– Carlyle no manda aquí.
– Exacto. Mando yo, y te pregunto si le has sacado algo que pueda sernos útil.
Kittim miró con fijeza a Bowen a través de las gafas de sol y le volvió la espalda.
– Déjame -dijo mientras se hincaba de rodillas para seguir martirizando al joven-. Aún no he terminado.
En vez de irse, Bowen desenfundó la pistola. Volvió a concentrar sus pensamientos en aquel extraño hombre deforme, en su naturaleza fantasmal y en su pasado. Era como si le hubiesen invocado, pensó; como si fuese una personificación de los temores y de los odios de todos ellos, una abstracción hecha carne. Fue él quien acudió a Bowen y le ofreció sus servicios. Bowen fue conociéndolo poco a poco, como una fuga de gas que se filtrara lentamente en una habitación; algunas de las difusas historias que se contaron en torno a él fueron adquiriendo un nuevo sentido con su presencia, y Bowen se veía incapaz de quitárselo de encima. ¿Qué fue lo que dijo Carlyle? Que era una leyenda, pero ¿por qué? ¿Qué había hecho para serlo?
Además, no parecían interesarle ni la causa, ni los negros, ni los maricones, ni los putos judíos, cuya mera existencia proporcionaba a la mayoría de los de su clase el combustible necesario para poner en marcha todos sus odios. Pero Kittim daba la impresión de estar por encima de tales asuntos, incluso cuando martirizaba a una víctima desnuda. Ahora Kittim intentaba decirle lo que tenía que hacer y le ordenaba que se alejase de su presencia, como si Bowen fuese un mayordomo negro con una bandeja. Ya era hora de que Bowen recobrara el control de la situación y demostrara a todo el mundo quién era el jefe. Se acercó sigilosamente a Kittim, levantó la pistola y apuntó al joven que estaba tendido en el suelo.
– No -dijo Kittim en voz baja.
Bowen lo miró y…
Y Kittim comenzó a brillar.
Fue como si una ola repentina de intenso calor lo traspasara, haciéndole retorcerse, y, por un instante, era Kittim y era a la vez otro, alguien sombrío y alado, con ojos de pájaro muerto que reflejasen el mundo sin tener vida dentro de sí. Su carne estaba flácida y marchita, y los huesos se le transparentaban bajo ella. Tenía las piernas un poco torcidas y los pies alargados.
El olor a petróleo se hizo más intenso y, de repente, Bowen comprendió. Por dudar de él, por dejar que su ira se desbordase, había permitido de alguna manera que su mente descubriese un aspecto de Kittim que hasta entonces había permanecido oculto: la verdad de su naturaleza.
Es viejo, pensó Bowen, mayor de lo que aparenta, mayor de lo que cualquiera de nosotros pueda imaginar. Tiene que concentrarse para mantener sus dos naturalezas. Por eso su piel es como es, por eso anda tan despacio, por eso se mantiene alejado. Tiene que luchar para seguir siendo lo que es. No es humano. Es…
Bowen dio un paso atrás cuando la figura empezó a recomponerse hasta que se halló de nuevo contemplando a aquel hombre vestido con un mono y con los guantes manchados de sangre.
– ¿Te pasa algo? -preguntó Kittim.
A pesar de la confusión y del miedo, Bowen comprendió que no debía revelarle la verdad. De hecho, no podría haber dicho la verdad aunque quisiera, porque su mente se estaba esforzando por apuntalar rápidamente su cordura amenazada, y en aquel momento no estaba seguro de cuál era la verdad. Kittim no podía haber brillado. No podía haberse transformado. No podía ser lo que Bowen, por un instante, había creído que era: una cosa sombría y alada, un pájaro terrible y mutante.
– Nada -contestó Bowen. Miró atontado la pistola que tenía en la mano y la guardó.
– Entonces, déjame volver a la faena -dijo Kittim, y lo último que Bowen vio fue la desvanecida esperanza en los ojos del joven, antes de que el cuerpo delgado de Kittim se cerniera sobre él.
De vuelta al coche, Bowen pasó junto a Carlyle.
– ¡Oye! -Carlyle alargó la mano para detenerlo, pero se echó atrás y la apartó cuando vio la cara de Bowen.
– Tus ojos -dijo-. ¿Qué les ha pasado a tus ojos?
Pero Bowen no contestó. Más tarde, le contó a Carlyle lo que había visto, o lo que creía haber visto, y luego, cuando las cosas tomaron el rumbo que tomaron, Carlyle se lo contó a los investigadores. Pero, de momento, Bowen se guardó aquello para sí y su cara no reflejó emoción alguna mientras se alejaba en el coche, ni siquiera cuando se miró en el espejo retrovisor y vio que los capilares del globo ocular se le habían reventado. Sus pupilas eran agujeros negros en mitad de unos charcos de sangre.
Lejos, en el norte, Cyrus Nairn retrocedió a la oscuridad de su celda. Allí era más feliz que fuera, porque no tenía que mezclarse con la gente. No le comprendían y no podían comprenderle. Tonto: ésa era la palabra que todo el mundo había utilizado para referirse a Cyrus durante toda su vida. Tonto. Capullo. Mudo. Esquizo. A Cyrus no le importaba en absoluto lo que le dijeran. Él sabía que era listo. También sospechaba, en lo más hondo de su ser, que estaba loco.
A Cyrus lo abandonó su madre cuando tenía nueve años, y vivió atormentado por su padrastro hasta que por fin lo encarcelaron por primera vez cuando tenía diecisiete años. Aún era capaz de recordar algunos aspectos de su madre: no el amor o la ternura -no, eso nunca-, aunque sí aquella mirada suya cuando empezó a despreciar lo que había traído al mundo tras un parto difícil. El niño nació jorobado, incapaz de mantenerse del todo erguido, con las rodillas dobladas, como si siempre estuviese esforzándose por levantar un peso invisible. Tenía la frente muy ancha, los ojos muy oscuros, con el iris casi negro; la nariz achatada, con los orificios muy anchos; la barbilla pequeña y redonda y la boca muy grande. El labio superior le colgaba sobre el inferior. Incluso cuando tenía la boca quieta, se le quedaba entreabierta, y por eso parecía que Cyrus estaba siempre a punto de dar un mordisco.
Y era fuerte. Tenía los músculos de los brazos, de los hombros y del pecho muy voluminosos. Bajo su estrecha cintura, la musculatura volvía a abultarse en las nalgas y en los muslos. Su fuerza le había salvado. De no haber sido por ella, la cárcel le habría vencido desde hacía mucho.
La primera condena le fue impuesta por allanamiento de morada, después de haber entrado en la casa de una mujer, en Houlton, armado con un cuchillo de cocina. La mujer se encerró en su dormitorio y llamó a la policía. Detuvieron a Cyrus cuando trataba de escapar por la ventana del cuarto de baño. Comunicándose por señas, les dijo que sólo estaba buscando dinero para cerveza, y le creyeron. Aun así, le cayeron tres años de condena, aunque sólo cumplió dieciocho meses.
Tras un reconocimiento practicado por el psiquiatra de la cárcel le diagnosticaron por primera vez que era esquizofrénico, y el psiquiatra aseguró que presentaba los clásicos síntomas «de manual»: alucinaciones, delirios, patrones anómalos de pensamiento y de expresión, audición de voces inexistentes… Cyrus asentía con la cabeza mientras le explicaban todo lo que le ocurría por medio de un intérprete, aunque él podía oír sin ningún problema. Sencillamente, prefirió no decir que no era sordo ni revelar el hecho de que una noche, hacía ya muchísimo tiempo, decidió no volver a hablar.
O puede que alguien hubiese tomado aquella decisión por él. Cyrus nunca estuvo del todo seguro.
Le recetaron una medicación, los llamados antipsicóticos de primera generación, pero Cyrus odiaba los efectos secundarios, que le provocaban modorra, y no tardó en ingeniárselas para no tomarlos. Pero, aún más que los efectos secundarios, Cyrus odiaba el sentimiento de soledad que le producían aquellas drogas. Despreciaba el silencio. Cuando volvió a oír las voces, se abrazó a ellas y les dio la bienvenida, como se hace con los viejos amigos que regresan desde algún lugar remoto con nuevas y raras historias que contar. Cuando al fin salió de la cárcel, apenas oyó el típico discursito del guardia que le hablaba por encima del clamor de las voces, debido a lo excitado que estaba Cyrus ante la perspectiva de recobrar la libertad y de reanudar los planes que las voces le habían detallado tan minuciosamente durante tanto tiempo.
Porque para Cyrus el asunto de Houlton había sido un fracaso por dos motivos. En primer lugar, porque le habían pillado. En segundo lugar, porque no había entrado en la casa para robar dinero.
Había entrado en la casa por la mujer.
Cyrus Nairn vivía en una pequeña cabaña levantada en un terreno que la familia de su madre poseía cerca del río Androscoggin, a unos veinte kilómetros al sur de Wilton. Antiguamente, la gente solía almacenar la fruta y la verdura en agujeros cavados en la orilla del río, donde se mantenían frescas una vez recolectadas. Cyrus dio con esos agujeros, los reforzó y camufló la entrada con arbustos y maderos. Cuando era niño, los agujeros le ayudaban a aislarse del mundo. A veces, casi creía que había nacido para vivir en ellos, que aquellos agujeros eran casas hechas a su medida. La curvatura de su espina dorsal, su cuello corto y grueso, sus piernas un poco dobladas en las rodillas: todo daba la impresión de haber sido diseñado expresamente para permitirle acomodarse en los agujeros de la ribera del río. Ahora, los frescos agujeros ocultaban otras cosas, e incluso durante el verano la refrigeración natural resultaba efectiva, ya que Cyrus tenía que echarse a tierra para poder olisquear algún leve rastro de lo que yacía allí abajo.
Después de lo de Houlton, Cyrus aprendió a tener más cuidado. Cada cuchillo que fabricaba lo usaba sólo una vez, luego lo quemaba y enterraba la hoja muy lejos de sus propiedades. Al principio podía pasarse un año, o quizá dos, sin cobrarse una pieza, satisfecho de permanecer agazapado en el frescor silencioso de los agujeros, antes de que las voces se volvieran demasiado estridentes y le obligasen a salir de caza una vez más. Después, cuando ya era adulto, las voces se hicieron más insistentes y las exigencias cada vez más continuas, hasta que intentó cazar a una mujer en Dexter y ella se puso a gritar, entonces acudieron unos hombres y le dieron una paliza. Por aquello le cayeron a Cyrus cinco años, pero la condena ya tocaba a su fin. La junta encargada de conceder la libertad condicional estudió los resultados del test Hare PCL-R, un tipo de examen ideado por un catedrático de psicología de la Universidad de British Columbia que estaba considerado como un indicador estándar para medir la posibilidad de reincidencia por parte del recluso y su grado de violencia, así como la respuesta del individuo a los métodos terapéuticos, y el dictamen de la junta había sido favorable. Dentro de unos días, Cyrus estaría libre, libre para poder regresar al río y a sus amados agujeros. Aquél era el motivo de que le gustase la oscuridad de la celda, sobre todo de noche, cuando cerraba los ojos e imaginaba que estaba de nuevo allí, entre las mujeres y las niñas, aquellas niñas perfumadas.
Su excarcelación se debió en parte a su inteligencia natural, ya que Cyrus, si los psiquiatras de la prisión le hubiesen estudiado con más detenimiento, les habría servido para demostrar la teoría de que los mismos factores genéticos que contribuyeron a su condición también le habían dotado de genio creativo. Pero, en las últimas semanas, Cyrus también había recibido ayuda por parte de una fuente inesperada.
Cuando el viejo llegó a la unidad de estabilización de salud mental, observó a Cyrus tras los barrotes de su celda y empezó a mover los dedos.
«Hola.»
Hacía tanto tiempo que Cyrus no hablaba por señas con nadie que no fuese el médico jefe, que casi había olvidado cómo hacerlo, aunque con lentitud al principio, y después con mayor soltura, entabló diálogo con el viejo.
«Hola. Me llamo…»
«Cyrus. Sé tu nombre.»
«¿Cómo sabes mi nombre?»
«Sé todo sobre ti, Cyrus. Sobre ti y tu pequeña despensa.»
Cyrus regresó a su celda, donde se quedó acurrucado durante el resto del día, mientras las voces gritaban y discutían unas por encima de otras. Pero al día siguiente volvió a asomarse al extremo de la unidad recreativa. El viejo estaba esperándole. Lo sabía. Sabía que Cyrus volvería.
Cyrus comenzó a hablar mediante signos.
«¿Qué quieres?»
«Cyrus, tengo que darte algo.»
«¿Qué?»
El viejo dejó pasar un rato, después le hizo la señal, aquella señal que Cyrus se hacía a sí mismo en la oscuridad cuando todo amenazaba con convertirse en algo tan insoportable que Cyrus necesitaba alguna esperanza, algo a lo que aferrarse, algún tipo de anhelo.
«Una mujer, Cyrus. Voy a darte una mujer.»
Apenas a un metro de donde estaba Cyrus, Faulkner se puso de rodillas y empezó a rezar para que todo saliese bien. Desde el principio supo que al llegar allí encontraría a alguien de quien pudiera valerse. Los de la otra prisión no le servían. Eran presos a perpetuidad, y a Faulkner no le interesaban los condenados a cadena perpetua. Así que se autolesionó porque necesitaba que le trasladaran a la unidad de estabilización de salud mental y tener acceso a una población reclusa más apropiada. Calculó que le resultaría más difícil, pero había reconocido al instante a Nairn y vislumbró su sufrimiento. Faulkner juntó los dedos y los apretó, y las oraciones que antes susurraba comenzaron a hacerse cada vez más audibles.
El guardia Anson se acercó con paso tranquilo a la celda y se detuvo al ver la figura arrodillada. Con un movimiento limpio y experto de la mano, pasó el lazo de goma por la cabeza del orante. Luego, echando una mirada rápida por encima del hombro, tiró y arrastró a Faulkner, que, entre arcadas de ahogo, intentaba aferrarse a lo que podía. Anson lo levantó, se acercó a los barrotes y agarró al viejo por la barbilla.
– ¡Hijo de puta! -susurró Anson de manera casi inaudible, ya que había visto a unos hombres en la celda de Faulkner antes de que trasladaran al predicador y sospechaba que habían instalado micrófonos. A esas alturas, había hablado con Marie y le había advertido que no dijese nada acerca de su relación en el caso de que sus temores se confirmaran-. Vuelve a hablar de mí otra vez y terminaré lo que empezaste, ¿me explico?
Hundió los dedos en la piel seca y caliente de Faulkner y notó bajo ella el hueso frágil, a punto de quebrarse. Lo soltó y aflojó la presión del lazo de goma antes de tensarlo de nuevo, haciendo que la cabeza del viejo se estrellase dolorosamente contra los barrotes.
– Y más vale que tengas cuidado con lo que comes, soplapollas, porque voy a juguetear con tu comida antes de que te la sirvan, ¿te enteras?
Le quitó la cuerda y Faulkner cayó al suelo. El predicador se levantó con lentitud y se fue tambaleante hacia el camastro, respirando de manera entrecortada y palpándose la herida del cuello lastimado. Oyó cómo se alejaba el guardia y, sentado y manteniéndose a distancia de los barrotes, prosiguió sus rezos.
Cuando se sentó, algo que había en el suelo atrajo su atención y lo siguió con la mirada. Lo estuvo observando durante un rato, hasta que lo aplastó con el pie. Luego limpió los restos de la araña de la suela del zapato.
– Muchacho -susurró-, te lo advertí. Te advertí que tuvieses tus mascotas controladas.
Entonces le llegó un sonido parecido al siseo del vapor o a la exhalación de una furia apenas contenida.
Y en su celda, adormilado, con el recuerdo del olor a tierra húmeda inundándole los sentidos, Cyrus Nairn se conmovió al comprobar que una nueva voz se unía al coro que sonaba dentro de su cabeza. Aquella voz le había llegado cada vez con más frecuencia durante las últimas semanas, desde que él y el predicador habían empezado a comunicarse y a compartir detalles de su vida. Cyrus se alegró de la llegada de aquel extraño que expandía unos tentáculos por su mente, imponiendo su presencia y silenciando las demás voces.
«Hola», dijo Cyrus, escuchando dentro de su cabeza su propia voz, aquella que nadie había oído durante tantos años, y moviendo los dedos por inercia.
«Hola, Cyrus», respondió el visitante.
Cyrus sonrió. No estaba seguro de cómo llamar al visitante, porque el visitante era poseedor de muchos nombres, nombres antiguos que Cyrus jamás había oído. Aunque había dos que usaba más a menudo que el resto.
Algunas veces decía que se llamaba Leonard.
La mayoría de las veces decía que se llamaba Pudd.
Aquella noche Rachel me observaba en silencio mientras me desvestía.
– ¿Vas a contarme qué ocurrió? -preguntó por fin.
Me acosté a su lado y noté cómo se me acercaba, rozando su barriga con mi muslo. La toqué e intenté percibir la vida que llevaba dentro.
– ¿Cómo te encuentras? -le pregunté.
– Estupenda. Esta mañana sólo vomité un poco -me sonrió y me dio un empujón-. ¡Después entré y te besé!
– Muy bonito. Pues ni me di cuenta de que fuera más desagradable de lo habitual, lo que no dice gran cosa de tu higiene.
Rachel me pellizcó con fuerza en la cintura y después me acarició la cabeza.
– ¿Y bien? Aún no has contestado mi pregunta.
– Dijo que quería que me retractase… Bueno, que nos retractásemos, ya que supongo que te citarán a ti también… Que nos retirásemos del caso y nos negáramos a testificar. A cambio, prometió dejarnos tranquilos.
– ¿Le crees?
– No, e incluso si le creyese, no cambiaría en nada las cosas. Stan Ornstead duda de que yo sea un testigo idóneo, pero sólo está crispado, y esa duda en realidad no se extiende a ti. Testificaremos, nos guste o no, pero me da la impresión de que a Faulkner, en el fondo, le da lo mismo nuestra declaración, y me temo que está absolutamente convencido de que va a conseguir salir bajo fianza después de la revisión del caso. No sé con qué intención me llamó, salvo la de mofarse de mí. Quizá se aburre tanto en la cárcel que pensó que podría proporcionarle algún entretenimiento.
– ¿Y se lo diste?
– Un poco, pero es de los que se entretienen con facilidad. También hubo más cosas. En su celda hacía un frío polar, Rachel. Parece como si su cuerpo absorbiese todo el calor que le rodea. Y se cebó con uno de los guardias, uno que tiene un lío con una jovencita.
– ¿Se trata de un mero chismorreo?
– No. El guardia reaccionó como si le hubiesen dado una bofetada. No creo que se lo haya contado a nadie. Según Faulkner, la chica es menor de edad, y el propio guardia me lo confirmó más tarde.
– ¿Qué vas a hacer?
– ¿Con lo de la chica? Le pedí a Stan Ornstead que lo investigara. Es todo lo que puedo hacer.
– ¿Y qué sacas en claro de Faulkner? ¿Que es vidente?
– No. No es vidente. No creo que haya una palabra para definir lo que es Faulkner. Antes de dejarle me escupió. Concretamente, me escupió en la boca.
Noté que se ponía rígida.
– Sí, así fue como me puse yo. No hay suficiente elixir en el mundo para quitarme eso de la boca.
– ¿Por qué lo hizo?
– Me dijo que me ayudaría a ver mejor.
– ¿A ver mejor qué?
Entrábamos en un terreno delicado. Estuve a punto de hablarle del coche negro, de lo que vi en los muros de la cárcel, de las visiones que tuve en el pasado de las niñas perdidas, de las visitas que Susan y Jennifer me hacían desde algún lugar del más allá. Estaba deseoso de contarle todo aquello, pero no pude, y no acertaba a comprender por qué. Creo que ella notó algo, pero prefirió no preguntar. De todas formas, si me hubiese preguntado, ¿cómo podría explicárselo? Aún no estaba del todo seguro de la naturaleza del don que poseía. No me gustaba la idea de que algo que había en mí atrajese a esas almas perdidas. A veces prefería creer que se trataba de un trastorno psicológico en vez de un trastorno parapsicológico.
También estuve a punto de llamar a Elliot Norton para decirle que el problema era suyo y que yo no quería involucrarme. Pero se lo había prometido. Y mientras Faulkner estuviese entre rejas, esperando una decisión relativa a su fianza, Rachel se hallaría a salvo. No me cabía duda de que Faulkner no intentaría nada que hiciera peligrar su puesta en libertad.
El coche negro era otro asunto. No fue un sueño, aunque tampoco algo real. Era como si algo que estuviese latente en un punto ciego de mi visión se hubiera hecho visible durante unos segundos. Como si una alteración transitoria de la percepción me hubiese permitido ver lo que suele estar oculto. Y, por alguna razón que no comprendía del todo, consideré que el coche, ya fuese real o imaginario, no representaba una amenaza concreta. Su finalidad era más borrosa y su simbolismo más ambiguo. De todas formas, el hecho de que el Departamento de Policía de Scarborough estuviese vigilando la casa me ofrecía un consuelo añadido, aunque resultaba improbable que los oficiales de la policía fuesen a informar de la aparición de un Coupe de Ville negro y abollado.
También estaba el asunto de Roger Bowen. No podía salir nada bueno de un encuentro con él, pero sentía curiosidad por verlo de cerca, quizá para sondearlo un poco y ver si lograba sacar algo en claro. Más que nada, tenía yo la sensación de que había una convergencia de acontecimientos, y presentía que el caso de Elliot Norton, aun siendo diferente, estaba relacionado con ellos. No creo mucho en las casualidades. La experiencia me dice que lo que ocurre por casualidad suele ser la manera que tiene la vida de decirte que no estás prestando la atención suficiente.
– Cree que los muertos le hablan -dije por fin-. Cree que hay ángeles deformados rondando por la prisión de Thomaston. Eso era lo que él quería que viese.
– ¿Y lo viste?
La miré. No sonreía.
– Vi cuervos -contesté-. Bandadas de cuervos. Y antes de que me mandes a dormir al cuarto de invitados, te diré que no fui el único que los vio.
– No dudo de tu palabra -dijo Rachel-. Nada de lo que puedas decirme del viejo me sorprendería. Incluso estando encerrado, me provoca escalofríos.
– No tengo por qué ir -le dije-. Puedo quedarme aquí.
– No quiero que te quedes aquí -contestó-. No he querido dar a entender eso. Dímelo con franqueza: ¿estamos en peligro?
Me lo pensé antes de contestar.
– Creo que no. Al final no va a ocurrir nada hasta que sus abogados apelen el fallo de la fianza. Después tendremos que reconsiderarlo. Por ahora, el papel de ángel de la guarda del Departamento de Policía de Scarborough es una garantía de seguridad, aunque puede que necesite un poco de apoyo extraoficial.
Abrió la boca para objetar algo, pero se la cerré delicadamente con la mano. Entrecerró los ojos en señal de reproche.
– Mira, es tanto por tu bien como por el mío. Si llega el caso, no supondrá ninguna molestia ni llamará la atención, y yo dormiría un poco más tranquilo si contásemos con ese apoyo.
Aparté un poco mi mano de su boca y me preparé para oír la diatriba. Separó los labios y volví a cerrarle la boca. Ella suspiró con resignación y encorvó los hombros en señal de derrota. Retiré la mano y la besé en los labios. Al principio no reaccionó, pero después noté que separaba los labios y que buscaba cautelosamente mi lengua con la suya. Abrió mucho más la boca. La estreché contra mí.
– ¿Usas el sexo para obtener lo que quieres? -me preguntó tras recuperar un poco la respiración, mientras mi mano se deslizaba por la parte interna de su muslo.
Alcé las cejas y simulé que me había ofendido.
– Desde luego que no -le aseguré-. Soy un hombre. Lo que quiero es sexo.
Sentía el sabor de su risa en mi lengua cuando empezamos el baile lento del amor, muy suavemente.
Me desperté en medio de la oscuridad. No había ningún coche, aunque parecía que se acabase de ir uno por la carretera.
Salí de la habitación y bajé sin hacer ruido a la cocina. Sabía que no volvería a conciliar el sueño. Cuando llegué a los últimos escalones, vi que Walt estaba sentado delante de la puerta del salón. Tenía las orejas levantadas y golpeaba con lentitud el rabo contra el suelo. Me miró y fijó enseguida la vista en el salón. Cuando le rasqué las orejas, se mostró insensible, manteniendo los ojos fijos en una zona oscura que había en un rincón de la habitación, siempre en penumbra por las gruesas cortinas, pero más oscura aún de lo normal, como un agujero abierto entre dos mundos.
Había algo en aquella oscuridad que atraía la atención del perro.
Alcancé la única arma que tenía a mano: el abrecartas que había en la bandeja del perchero. Lo cogí subrepticiamente y entré en la habitación, consciente de que estaba desnudo.
– ¿Quién anda ahí? -pregunté.
A mis pies, Walt dejó escapar un leve gemido, pero era más de excitación que de miedo. Fui acercándome a aquella oscuridad.
Y surgió de ella una mano.
Era la mano de una mujer, una mano muy blanca. Vi que tenía tres heridas horizontales tan profundas que dejaban al descubierto los huesos de los dedos. Las heridas eran antiguas, de un color marrón grisáceo, y la piel se había endurecido a su alrededor. No había rastro de sangre. La mano avanzó un poco más, con la palma de cara y los dedos alzados.
detente.
Y comprendí que aquellas heridas eran sólo las primeras que le hicieron, que había intentado detener la cuchilla con las manos, pero que la cuchilla le había alcanzado la cara y el cuerpo. Tenía más cuchilladas, las que la mataron y las que le propinaron después de morir.
por favor
Me detuve.
– ¿Quién eres?
me estás buscando
– ¿Cassie?
sabía que me buscabas
– ¿Dónde estás?
Perdida
– ¿Qué ves?
Nada
está oscuro
– ¿Quién te hizo eso? ¿Quién?
No uno
muchos en uno
Entonces oí un susurro, y otras voces que se unían a la de ella.
Cassie déjame hablar deja que hable con él Cassie ¿va a ayudarnos? Cassie ¿Sabe él mi nombre? ¿puede decirme cuál es mi nombre? Cassie ¿puede sacarme de aquí? Cassie quiero irme a casa por favor estoy perdida Cassie por favor quiero irme a casa por favor
– ¿Cassie, quiénes son?
no lo sé
no puedo verlas
pero todas están aquí
él nos trajo aquí
De repente, una mano me tocó por detrás el hombro desnudo. Era Rachel, que apretaba su pecho contra mi espalda. Notaba el frescor de las sábanas en mi piel. Las voces fueron desvaneciéndose, apenas audibles, aunque desesperadas e insistentes.
por favor
Y, en sus sueños, Rachel frunció el ceño y dijo en un leve susurro:
– Por favor.
Al día siguiente volé desde el aeropuerto de Portland. Era domingo por la mañana y aún no había demasiado tráfico en las carreteras cuando Rachel me dejó en la puerta del edificio de la terminal. Antes llamé a Wallace MacArthur para decirle que me marchaba y le dejé el número del móvil y del hotel en que me alojaría. Rachel le había arreglado una cita con una amiga suya llamada Mary Mason, que vivía a las afueras de Pine Point. Rachel la conocía de la Sociedad Audubon, y se imaginó que ella y Wallace podrían congeniar muy bien. Wallace se había tomado la molestia de ver su foto en el archivo de las oficinas de tráfico y se declaró satisfecho con su presunta pareja.
– Parece guapa -me dijo.
– Sí, pero no seas engreído. Aún no te ha visto.
– ¿Qué hay de mí que no pueda gustarle?
– Tienes un concepto demasiado elevado de tu propia imagen, Wallace. En cualquier otro daría la impresión de ser engreimiento, pero en ti no.
Hubo una pausa.
– ¿En serio?
Rachel se inclinó hacia mí y me besó en los labios. Acerqué su cabeza a la mía.
– Cuídate -dijo.
– Tú también. ¿Llevas el móvil?
Sumisamente, sacó el móvil del bolso.
– ¿Y vas a llevarlo ahí?
Asintió con la cabeza.
– ¿Todo el tiempo?
Frunció los labios, se encogió de hombros y asintió a regañadientes.
– Voy a llamarte para comprobarlo.
Me dio un puñetazo en el brazo.
– Vete y sube al avión. Habrá azafatas esperando a que las seduzcan.
– ¿En serio? -dije, e, instintivamente, me pregunté si yo tenía más cosas en común con Wallace MacArthur de lo que era razonable.
– Sí, y, la verdad, te hace falta práctica -y se rió.
Louis me dijo una vez que el Nuevo Sur, era como el Viejo Sur, salvo que todo el mundo pesaba casi cinco kilos más que antes. Es posible que estuviese un poco resentido, y además no era lo que se dice un admirador de Carolina del Sur, considerado el estado sureño más reaccionario después de Mississippi y de Alabama, a pesar de haber solucionado los conflictos raciales de una manera un poco más civilizada que los otros dos estados. Cuando Harvey Gantt se convirtió en el primer estudiante negro que ingresó en la Universidad de Clemson, en Carolina del Sur, la junta directiva, en vez de optar por el bloqueo y el uso de las armas, aceptó de mala gana que había llegado la hora del cambio. De todas formas, en 1968 tres jóvenes negros fueron asesinados en Orangeburg, también en Carolina del Sur, durante las manifestaciones que se organizaron fuera de la bolera All Star, en la que sólo se permitía el acceso a los blancos. Cualquiera que tuviese más de cuarenta años en Carolina del Sur seguro que había ido a una escuela segregada, y aún había gente que pensaba que la bandera confederada debería izarse en el Capitolio de Columbia. Aparte de eso, como si la segregación no hubiese existido jamás, andaban bautizando lagos con nombres como Strom Thurmond, el anciano senador republicano famoso por ser un racista fanático.
Llegué al aeropuerto internacional de Charlestón vía Charlotte, que parecía una especie de almacén de saldos de especímenes que la evolución humana ha olvidado y un vertedero para los peores excesos de la moda de la industria del poliéster. La música de Fleetwood Mac sonaba en la gramola de la taberna Taste of Carolina, en la que gordos con pantalones cortos y en camiseta bebían cerveza baja en calorías envueltos en una neblina de humo de tabaco. Las mujeres que los acompañaban alimentaban de monedas de un cuarto de dólar las máquinas tragaperras que había sobre el pulido suelo de madera del bar. Un hombre que tenía tatuada una calavera con atributos de payaso en el brazo izquierdo me lanzó una mirada retadora desde la mesa baja ante la que estaba sentado, despatarrado y con el cuello de la camiseta empapado de sudor. Le mantuve la mirada, hasta que eructó y desvió la vista para otra parte con una estudiada expresión de aburrimiento.
Miré las pantallas para verificar mi puerta de embarque. Había aviones que despegaban de Charlotte con destino a lugares que nadie en su sano juicio querría visitar, esa clase de lugares donde sólo deberían expedirse billetes para salir de allí, para cualquier otro sitio, no importa adónde, sólo dame un maldito billete. Embarcamos a tiempo y me senté al lado de un hombre grandote que llevaba una gorra del Departamento de Bomberos de Charleston. Se inclinó hacia mí para mirar por la ventanilla los vehículos y los aviones militares que estaban aparcados y el avión de dos hélices de la compañía de correos que rodaba por la pista para despegar.
– Menos mal que estamos en uno de estos reactores y no en uno de esos viejos avioncitos -dijo.
Asentí mientras él abarcaba con la mirada los aviones y el edificio de la terminal principal.
– Me acuerdo de cuando en Charlie había sólo dos pequeñas pistas -continuó-. Demonios, aún estaban construyéndolo. Le hablo de los tiempos en que yo estaba en el ejército…
Cerré los ojos.
Fue el vuelo corto más largo de mi vida.
El aeropuerto internacional de Charleston estaba casi vacío cuando aterrizamos. Apenas se veía gente por los pasillos o en las tiendas. Al noroeste, en la Base de las Fuerzas Aéreas de Charleston, había un avión militar verde grisáceo parado bajo el sol de la tarde, tenso como una langosta que se dispone a emprender el vuelo.
Me localizaron en la zona de recogida de equipajes, cerca de las oficinas de alquiler de coches. Había dos hombres, uno gordo que llevaba una chillona camisa de cáñamo y otro, más viejo, con el pelo negro engominado y peinado hacia atrás y con una camiseta y un chaleco debajo de una chaqueta negra de lino. Me observaron con disimulo el rato que me pasé ante el mostrador de Hertz. Luego esperaron en la puerta lateral de la terminal mientras me encaminaba hacia el calor del aparcamiento, en dirección a la marquesina debajo de la que se encontraba mi Mustang. Yo aún tenía las llaves en la mano, cuando ellos ya estaban dentro de un gran Chevy Tahoe en el cruce con la carretera principal de salida. Me siguieron, dejando dos coches entre el suyo y el mío, hasta que llegamos a la Interestatal. Pude haberlos despistado, pero no tenía mucho sentido hacerlo. Sabía que estaban allí, y eso era lo único importante.
El Mustang nuevo que alquilé no iba igual que mi Boss 302. Cuando pisé el acelerador hasta el fondo, el motor tardó casi un segundo en reaccionar, se despertó, se desperezó y hasta se rascó antes de iniciar finalmente la aceleración. Con todo, tenía un reproductor de CD, de manera que pude escuchar a los Jayhawks mientras conducía por el tramo de edificios de estilo neobrutalista de la Interestatal 26, con I'd Run Away sonando a todo volumen cuando me desvié por la salida de North Meeting Street en dirección a Charleston, hasta que la ambigüedad de la letra de la canción hizo que la quitase y que pusiera la radio, aunque aquella estrofa aún resonaba dentro de mi cabeza:
Así que tuvimos un pequeñín.
Supe que aquello no iba a durar mucho.
Era algo que tenía en mente.
Pero lo que tenía en mente era muy fuerte.
Meeting Street es una de las principales arterias de entrada a Charleston y lleva en línea recta a la zona turística y comercial, pero la parte alta de la calle es espantosa. Debajo de un cartel que anunciaba el Diamond Gentleman's Club, un negro vendía sandías en la carretera, apostado en la parte trasera de una camioneta. Las sandías estaban apiladas cuidadosamente. El Mustang traqueteó sobre las vías del tren, pasó por delante de unos almacenes sellados con tablones y de unos centros comerciales abandonados, y atrajo la mirada de unos niños que jugaban a baloncesto en solares de hierba muy crecida y también de unos viejos que estaban sentados en los porches. La fachada de las casas tenía la pintura descascarillada y en las grietas de los escalones brotaban hierbajos, como una burla al bienestar. El único edificio que parecía limpio y nuevo era una oficina moderna de cristal y de ladrillo rojo que era la sede del organismo de gestión de las viviendas sociales. Daba la impresión de ser un edificio que invitaba a aquellos que vivían gratis gracias a él a que lo asaltaran y robaran el mobiliario y todo cuanto había allí dentro. El Chevy me siguió durante todo el trayecto. Reduje la velocidad una o dos veces y di una vuelta completa a Meeting, pasé por Calhoun y Hutson y volví a Meeting, sólo para fastidiar a aquellos dos tipos. Mantuvieron la distancia todo el tiempo, hasta que llegué al patio del hotel Charleston Place y se alejaron despacio.
En el vestíbulo del hotel, blancos y negros acaudalados, vestidos con sus mejores galas de domingo, hablaban y reían a gusto después de oír misa. De vez en cuando, llamaban a grupos de personas para que se dirigieran al comedor, donde podrían disfrutar del tradicional brunch que preparan en el Charleston Place. Yo, por mi parte, enfilé la escalera hacia mi habitación. Tenía dos camas de matrimonio y desde la ventana se veía el cajero automático del banco que se encontraba al otro extremo de la calle. Me senté en la cama, lo más cerca posible de la ventana, y telefoneé a Elliot Norton para avisarle de que había llegado. Soltó un largo suspiro de alivio.
– ¿Está bien el hotel?
– Sí -dije, por decir algo.
El Charleston Place era en verdad lujoso, pero, cuanto más grande es un hotel, más fácil les resulta a los extraños tener acceso a las habitaciones. No había visto a nadie con pinta de pertenecer al cuerpo de seguridad del hotel, aunque era probable que allí los dispositivos de seguridad fuesen deliberadamente discretos, y el pasillo estaba vacío, al margen de una camarera que empujaba un carro con toallas y artículos de tocador. Ni siquiera me miró.
– Es el mejor hotel de Charleston -dijo Elliot-. Tiene gimnasio y piscina. Pero si lo prefieres, puedo hacerte una reserva en algún otro sitio en que te hagan compañía las cucarachas.
– Ya he tenido compañía desde que llegué al aeropuerto -le dije.
– Vaya.
No parecía sorprendido.
– ¿Crees que han estado escuchando tus conversaciones telefónicas?
– Me temo que sí. Nunca me he tomado la molestia de comprobarlo. No me pareció que fuese necesario. Pero en esta ciudad resulta muy difícil mantener en secreto cualquier cosa. También está el detalle, como ya te conté, de que mi secretaria se largó esta misma semana y dejó bien claro que no aprobaba en absoluto a algunos de mis clientes. Lo último que hizo fue reservarte hotel. Puede que se le haya escapado algo.
No me preocupaba mucho que me hubieran seguido. De todas formas, la gente involucrada en el caso iba a enterarse enseguida de que yo estaba allí. Me preocupaba más la posibilidad de que alguien descubriese lo que teníamos planeado para Atys Jones y tomase medidas contra él.
– Vale, por si acaso, no volveremos a llamarnos desde un teléfono fijo. Lo que necesitamos son móviles seguros para hablar de lo que tenemos entre manos. Los compraré esta tarde. Cualquier asunto confidencial puede esperar hasta que nos veamos.
Los teléfonos móviles no eran la solución ideal, pero si no firmábamos ningún contrato, si lográbamos mantener los números ocultos y los utilizábamos con discreción, seguramente no nos pillarían. Elliot volvió a darme la dirección de su casa, que se encontraba a unos ciento treinta kilómetros al noroeste de Charleston, y le dije que llegaría por la tarde. Antes de colgar añadió:
– Te alojé en el Charleston Place porque, aparte de tu comodidad, tenía otro motivo.
Esperé.
– Los Larousse van allí casi todos los domingos para el brunch y para ponerse al día en cuestiones de cotilleos y de negocios. Si bajas ahora, es posible que los veas. Earl, Earl Jr., quizás algunos primos y socios empresariales… Pensé que a lo mejor te gustaría echarles un discreto vistazo para hacerte una idea de cómo son, aunque si te han seguido desde el aeropuerto, me imagino que te examinarán tanto como tú a ellos. Lo siento, tío. Lo he jodido todo.
Pasé aquello por alto.
Antes de bajar al vestíbulo consulté las páginas amarillas y llamé a una compañía de alquiler de coches llamada Loomis. Quedé en que me llevaran un Neon sin ninguna señal de identidad al garaje del hotel al cabo de una hora. Suponía que cualquiera que estuviese vigilándome buscaría el Mustang, y no tenía intención de facilitar mucho las cosas a quien decidiera seguirme.
Vi al clan Larousse salir del comedor. Reconocí en el acto a Earl Larousse por las fotos que había visto de él en los periódicos. Llevaba un traje blanco de marca y una corbata de seda negra, como los plañideros en los entierros chinos. No llegaba al metro ochenta. Era calvo y fornido. A su lado iba su hijo, una versión juvenil y más delgada de él, aunque con un ligero toque de afeminamiento del que carecía el padre. El espigado Earl Jr. llevaba una camisa blanca de tejido vaporoso y unos pantalones negros demasiado ajustados en el culo y en los muslos, lo que le daba la apariencia de un bailaor flamenco en su día libre. Tenía el pelo muy rubio y las cejas apenas se perfilaban de lo claras que eran. Calculé que debía de afeitarse una vez al mes como mucho. Los acompañaban tres hombres y dos mujeres. No tardó en unirse al grupo el hombre del pelo engominado y peinado hacia atrás, que se acercó a Earl Jr., le susurró algo discretamente al oído y se fue. De inmediato, Earl Jr. me miró. Le dijo algo a su padre y se separó del grupo para dirigirse hacia mí. Yo no sabía con lo que iba a encontrarme, pero desde luego no me esperaba aquello: se me acercó con la mano extendida y con una sonrisa pesarosa.
– ¿El señor Parker? Permítame que me presente. Mi nombre es Earl Jr.
Le estreché la mano.
– ¿Acostumbra usted a vigilar a la gente desde que llega al aeropuerto?
La sonrisa se le difuminó. La recuperó enseguida, aunque más pesarosa que antes.
– Lo siento -dijo-. Teníamos curiosidad por saber qué aspecto tenía.
– No entiendo.
– Sabemos por qué está aquí, señor Parker. No lo aprobamos del todo, pero lo entendemos. No queremos que haya problemas entre nosotros. Comprendemos que usted debe hacer su trabajo. Sólo estamos interesados en que, sea quien sea el responsable de la muerte de mi hermana, caiga sobre él todo el peso de la ley. De momento, creemos que esa persona es Atys Jones. Si se probase que no fue él, lo aceptaríamos. La policía nos interrogó y le dijimos todo cuanto sabíamos. Lo único que le pedimos es que respete nuestra intimidad y que nos deje en paz. No tenemos nada más que añadir a lo que ya se ha dicho.
Tenía toda la pinta de haber ensayado el discurso. Incluso más que eso: advertí en Earl Jr. un aire de indiferencia. Lo que decía sonaba sincero, aunque mecánico, pero la expresión de sus ojos era burlona y a la vez un poco temerosa. Llevaba una máscara, aunque aún desconocía lo que se ocultaba tras ella. Por detrás de él, su padre nos observaba, y percibí hostilidad en la expresión de su cara. Por alguna razón para mí desconocida, daba la impresión de que aquella hostilidad iba dirigida tanto a su hijo como a mí. Earl Jr. se dio la vuelta y se unió al grupo. Una losa de silencio cayó sobre la ira del padre mientras abandonaban el vestíbulo y entraban en los coches que les esperaban fuera.
Como no tenía nada mejor que hacer, volví a la habitación, me duché, me comí un sándwich y esperé a que llegase el tipo de la agencia de alquiler de coches. Cuando me avisaron de recepción, bajé, firmé los documentos y entré en el garaje del hotel. Me puse unas gafas de sol y salí. La luz destellaba en el parabrisas. No había rastro del Chevy ni de nadie que pareciera interesado en mí ni en el coche. Al salir de la ciudad, paré en un gran centro comercial y compré dos teléfonos móviles.
Elliot Norton vivía en las afueras, a unos tres kilómetros de Grace Falls, en una modesta casa blanca de estilo colonial, con dos columnas a ambos lados de la puerta de entrada y un gran porche que rodeaba toda la planta baja. Parecía el típico sitio donde aún se preparaban julepes de menta. La gran plancha de plástico que recubría el agujero del techo le quitaba todo aire de autenticidad. Encontré a Elliot en la parte de atrás hablando con dos hombres que llevaban monos de trabajo y que fumaban apoyados contra una furgoneta. El rótulo del vehículo indicaba que eran albañiles de Tejados y Construcciones Dave's, con sede en las afueras de Martínez, en Georgia. (¿Le gustaría ahorrar? ¡Llame a Dave!) A la derecha de donde se encontraban había un montón de tubos de andamiaje listos para ser montados, a fin de empezar el trabajo a la mañana siguiente. Uno de los hombres jugueteaba distraídamente con un trozo de pizarra quemada, pasándoselo de una mano a otra. Cuando me acerqué, dejó de hacerlo y me señaló con la barbilla. Elliot se volvió enseguida y dejó a los dos hombres para estrecharme la mano.
– ¡Tío, qué alegría verte! -sonrió. En la parte izquierda de la cabeza el pelo se le había chamuscado y, para disimularlo, se había rapado el resto. Una gasa le tapaba la oreja izquierda, y a lo largo de la mejilla, de la barbilla y del cuello las marcas de las quemaduras le brillaban. Tenía ampollas en la mano izquierda, en la parte que dejaba a la vista la venda elástica.
– No te lo tomes a mal, Elliot, pero no tienes muy buen aspecto -le dije.
– Lo sé. El fuego acabó con la mayor parte de mi vestuario. Vamos. -Me echó el brazo por la espalda y me llevó dentro de la casa-. He comprado té helado para ti.
La casa apestaba a humedad y a humo. El agua se había filtrado por el suelo del piso de arriba y había dañado la escayola de los techos de la planta baja. Unas nubes marrones recorrían los cielos blancos de los techos. Parte del papel pintado de las paredes había empezado a caerse y consideré que era muy probable que Elliot se viera obligado a reemplazar la mayor parte de las vigas del pasillo. En el salón había un sofá cama sin hacer y ropa colgada de una barra de cortina y del respaldo de las sillas.
– ¿Aún sigues viviendo aquí? -le pregunté.
– Sí -contestó mientras limpiaba de ceniza un par de vasos.
– Estarías más seguro en un hotel.
– Tal vez. Pero, en ese caso, la gente que le hizo esto a mi casa podría volver y acabar el trabajo.
– Puede que vuelvan de todas formas.
Negó con la cabeza.
– Por ahora no. Están contentos. El asesinato no va con su estilo. Si quisieran matarme, habrían hecho un trabajo mejor la primera vez.
Sacó una jarra de té helado de la nevera y llenó los vasos. Me quedé junto a la ventana mirando el jardín de Elliot y las tierras colindantes. No se veían pájaros en el cielo y apenas si llegaba un rumor de los bosques que rodeaban la propiedad de Elliot. A lo largo de la costa, las aves migratorias se iban yendo. Los patos Carolina se unían a las golondrinas de mar, y los halcones, las currucas y los gorriones no tardarían en seguirlos. Tierra adentro, donde nos encontrábamos, resultaba menos evidente su partida, e incluso la presencia de los pájaros que pasaban allí todo el año no se notaba tanto como tiempo atrás. Habían dejado de oírse los cantos primaverales de apareamiento, y el brillante plumaje del verano iba transformándose poco a poco en un manto de luto invernal. Pero, para compensar la ausencia de pájaros y el recuerdo de sus colores, las flores silvestres habían empezado a brotar, ya que lo peor de la flama veraniega había pasado. Había ásteres, varas de oro y girasoles, y mariposas atraídas en tropel por el predominio de tonalidades amarillas y purpúreas. Agazapadas debajo de las hojas, las arañas estarían esperándolas.
– ¿Cuándo podré verme con Atys Jones? -le pregunté.
– Será más fácil que hables con él después de que lo hayamos sacado del condado. Lo recogeremos en el Centro de Detención del Condado de Richland mañana por la tarde, después lo cambiaremos de coche en Campbell's Country Corner para despistar a los que puedan interesarse en saber adónde nos dirigimos. Desde allí lo trasladaré a un piso franco en Charleston.
– ¿Quién es el otro conductor?
– Un hijo del viejo que cuidará a Atys. Es legal. Sabe lo que se trae entre manos.
– ¿Por qué no lo escondes más cerca de Columbia?
– Estará más seguro en Charleston, créeme. Lo llevaremos a la parte este, en pleno centro de un barrio negro. Nadie irá allí a hacer preguntas. Y si alguien las hiciera, nos enteraríamos enseguida y nos daría tiempo de sobra de cambiarlo a otro sitio. De todas formas, es un arreglo provisional. Es probable que tengamos que esconderlo en otro sitio más seguro. Y es posible que debamos contratar a unos guardias jurados. Ya veremos.
– ¿Me cuentas la historia? -le pregunté.
Elliot movió la cabeza y se restregó los ojos con los dedos sucios.
– La historia es que él y Marianne Larousse se entendían.
– ¿Eran novios?
– Novios ocasionales. Atys cree que lo utilizó para vengarse de su hermano y de su papi, y él estaba encantado de seguirle el juego. -Chasqueó la lengua con los dientes-. Debo decirte, Charlie, que mi cliente no es lo que se dice encantador por naturaleza, no sé si me sigues. Sesenta kilos de hostilidad andante, con la boca en un extremo y el ojo del culo en el otro, y la mayoría de las veces no sabría decirte cuál es una cosa y cuál es la otra. Según Atys, la noche en que Marianne murió habían echado un casquete en el asiento delantero de su Pontiac Grand Am. Se pelearon y ella salió corriendo hacia los árboles. Él la siguió, y pensó que la había perdido en el bosque, pero después se la encontró con la cabeza hecha papilla.
– ¿Y el arma?
– Lo que había a mano: una piedra de cuatro kilos. La policía detuvo a Atys con manchas de sangre en las manos y en la ropa, y con restos de piedra y de polvo que coinciden con el arma homicida. Admite que le tocó la cabeza y el cuerpo cuando intentaba retirar la piedra. También tenía manchada de sangre la cara, pero no concordaba con la clase de salpicadura que te queda cuando golpeas a alguien con una piedra. Ella no tenía restos de semen, aunque sí de lubricante: el de un condón Trojan, la misma marca de condones que Atys llevaba en la cartera. Parece ser que hubo sexo consentido, pero un buen fiscal podría ser muy capaz de alegar violación. Ya sabes: se excitaron, ella se arrepintió de pronto y eso a él no le gustó nada. No creo que un argumento de ese tipo pueda tenerse en pie, pero intentarán reforzar el caso de todas las maneras posibles.
– ¿Crees que será suficiente para sembrar la semilla de la duda en un jurado?
– Es posible. Estoy buscando a un experto para que testifique sobre las manchas de sangre. La acusación encontrará con toda probabilidad a otro que diga exactamente lo contrario. Nos hallamos ante un hombre negro acusado de asesinar a una chica blanca del clan de los Larousse. Lo tiene todo en contra. El fiscal procurará que el jurado esté atiborrado de blancos de clase media y que oscilen entre los cuarenta y los sesenta años, así verán a Jones como al negro del saco. Nuestra única esperanza es lograr que sean menos, pero… -Esperé. Siempre hay un «pero». Aquélla no podía ser una historia sin algún «pero»-. Detrás de todo esto hay una historia local, y de las peores.
Hojeó con rapidez la pila de carpetas que había encima de la mesa de la cocina. Pude vislumbrar informes de la policía, declaraciones de testigos, las transcripciones de los interrogatorios a Atys llevados a cabo por la policía, e incluso fotografías de la escena del crimen. Pero también vi páginas fotocopiadas de libros de historia, recortes de periódicos antiguos y libros sobre la esclavitud y el cultivo de arroz.
– Esto que tienes aquí -dijo Elliot- es la típica historia de un odio heredado.
Las primeras carpetas eran de color azul y contenían declaraciones de testigos y más material recopilado por la policía a raíz de la muerte de Marianne Larousse. Las carpetas de los documentos históricos eran verdes. Había además una carpeta blanca muy delgada. La abrí, vi las fotografías que había dentro y la cerré con cuidado. Aún no estaba preparado para ocuparme de los informes relativos al cadáver de Marianne Larousse.
Una vez, me hice cargo de un trabajillo para un abogado defensor de Maine, así que tenía una idea muy clara de lo que me quedaba por delante. Atys Jones sería el elemento primordial, desde luego, como mínimo al comienzo. A menudo, los acusados dicen a los investigadores privados cosas que no cuentan a los abogados, a veces porque las olvidan por completo, o bien por toda la tensión nerviosa que se genera en torno a la detención, y otras veces porque confían más en los investigadores que en sus abogados, sobre todo si se trata de unos abogados de oficio agobiados por la cantidad de casos que llevan. La norma es que cualquier información adicional se comunique al abogado, tanto si resulta favorable como si resulta perjudicial para el caso. Elliot ya había obtenido algunas declaraciones y testimonios de gente que conocía a Atys, incluyendo las de sus profesores y las de sus antiguos jefes, en un intento por formar un perfil favorable de su cliente ante el jurado, así que podía desentenderme de la pesadez que suponía esa tarea.
Tendría que revisar todos los informes policiales relacionados con Jones, ya que me permitirían saber en qué se habían basado para formular los cargos contra él, pero también comprobaría si él había cometido algún error en su declaración o si había testigos con los que no se había contactado. Los informes de la policía también me serían de gran ayuda para comprobar las declaraciones, ya que en ellas constaban la dirección y el número de teléfono de los testigos interrogados. Después de eso, empezaría el verdadero trabajo de campo: tendría que volver a interrogar a todos los testigos. Los primeros informes policiales rara vez son exhaustivos, ya que los polis prefieren dejar los interrogatorios más detallados a los investigadores del fiscal o al detective encargado del caso. Tendría que conseguir declaraciones firmadas, y aunque casi todos los testigos estarían encantados de hablar, sólo unos cuantos lo estarían por estampar su firma en un resumen de sus propias declaraciones sin mostrar reticencia. Además, era probable que los investigadores del fiscal ya hubiesen hablado con ellos, y a menudo intimidan de tal forma a los testigos, que éstos prefieren no hablar con el investigador de la defensa, lo que supone un nuevo obstáculo. Pensándolo bien, me quedaba por delante un buen ajetreo, y no podía conformarme simplemente con remover la superficie del caso antes de regresar a Maine.
Alcancé la carpeta verde y la abrí de golpe. Algunos de los documentos que había dentro se remontaban al siglo XVII y a los orígenes más remotos de Charleston. El recorte de periódico más reciente era de 1981.
– En medio de todo eso puede estar la razón de la muerte de Marianne Larousse y la razón por la que quieren que Atys Jones sea condenado por asesinarla -dijo Elliot-. Ésa era la carga que llevaban a sus espaldas, lo supieran o no. Eso es lo que ha destruido sus vidas.
Mientras hablaba, buscaba algo en los muebles de la cocina. Volvió a la mesa con el puño derecho fuertemente cerrado.
– Pero en cierta manera -dijo Elliot en voz baja-, esto es por lo que de verdad estamos hoy aquí.
Y abrió el puño para dejar caer una cascada de arroz amarillo sobre la mesa.
AMY JONES
A la edad de 98 años, cuando fue entrevistada por Henry Calder en Red Bank, S.C.
Del libro La época de la esclavitud: entrevistas con antiguos esclavos de Carolina del Norte y del Sur, ed. Judy y Nancy Buckingham (New Era, 1989).
«Nací esclava en el condado de Colleton. Mi papá se llamaba Andrew y mi mamá Violet. Eran propiedad de la familia Larousse. El Amo Adgar era un buen amo para sus esclavos. Era propietario de unas sesenta familias de esclavos, antes de que los yanquis llegasen y le arruinasen la vida.
» La Vieja Señora dice a toda la gente de color que corra. Ella viene hasta nosotros con una bolsa llena de plata envuelta en una manta, porque los yanquis quieren hacerse con todas las cosas de valor. Nos dice que ya no puede protegernos. Echan abajo el granero de arroz y dividen el arroz, pero no hay suficiente arroz para alimentar a toda la gente de color. Los peores negros y negras siguieron al ejército, pero nosotros nos quedamos y vemos morir a los otros niñitos.
»Nosotros no estábamos preparados para lo que venía. No teníamos educación, ni tierras, ni vacas, ni gallinas. Los yanquis llegan y nos quitan todo lo que tenemos. Nos dejan libres. Intentan hacernos comprender que somos tan libres como nuestros amos. No sabíamos escribir, así que sólo tuvimos que tocar la pluma y decir qué nombre queríamos que se pusiera. Después de la guerra, el Amo Adgar nos da una tercera parte de lo que producimos, ahora que somos libres. Papá muere justo antes que mi mamá. Ellos se quedan en la plantación y mueren allí, después de que son libres.
»Pero me lo contaron. Me hablaron del Viejo Amo, del padre del Amo Adgar. Me contaron lo que hizo…»
Comprender lo que significa ese cultivo es comprender la historia, porque la historia es el Oro de Carolina.
El cultivo de arroz comenzó aquí en 1680, cuando desde Madagascar llegó la semilla a Carolina. Lo llamaban el Oro de Carolina por su calidad y por el color de su cáscara, y durante generaciones enriqueció a las familias vinculadas a su producción. Había familias de ingleses, entre ellas los Heyward, los Drayton, los Middleton y los Alston, y familias de hugonotes, como los Ravenel, los Manigault y los Larousse.
Los Larousse eran vástagos de la aristocracia de Charleston y pertenecían al escaso puñado de familias que controlaban prácticamente todos los aspectos de la vida en la ciudad, desde los miembros que ingresaban o no en la St. Cecilia Society hasta la organización de la temporada social, que duraba desde noviembre hasta mayo. Valoraban su apellido y su reputación por encima de todo, y protegían ambas cosas con dinero y con las influencias que el dinero puede comprar. No sospechaban siquiera que las acciones de un solo esclavo socavarían su gran fortuna y su seguridad.
Los esclavos trabajaban de sol a sol seis días a la semana, pero descansaban los domingos. Para llamar a los braceros se utilizaba una caracola, y las notas que ésta emitía recorrían aquellos campos de arroz que parecían arder bajo los rayos del sol declinante, aquellos rayos que recortaban las siluetas negras como si fuesen espantapájaros en medio del incendio. Las espaldas se enderezaban, las cabezas se erguían y, poco a poco, emprendían el largo camino de vuelta al granero y a las chozas, donde se alimentaban de melaza, guisantes, pan de maíz y, de tarde en tarde, de alguna de las aves que ellos mismos criaban. Al final de la larga jornada se sentaban para comer y para hablar, vestidos con ropa hecha de paja cobriza y de paño blanco. Cuando llegaba un nuevo reparto de zapatos de suela de madera, las mujeres remojaban el cuero de vacuno en agua caliente y lo engrasaban con sebo o con pellejos para que el calzado se adaptase a sus pies, y aquel olor seguía pegado a sus dedos cuando hacían el amor con sus hombres: el hedor de unos animales muertos mezclado con el sudor de su pasión.
Los hombres no aprendían a leer ni a escribir. El Viejo Amo era muy estricto en ese particular. Se les azotaba por robar, por decir mentiras o por ojear un libro. Había una cabaña de adobe cerca de los pantanos a la que se trasladaba a los que enfermaban de viruela. La mayoría de los esclavos que iban allí no regresaba nunca. Guardaban el Potro en el granero, y cuando llegaba la hora de imponer castigos más severos, tendían al hombre o a la mujer sobre él, lo amarraban y lo azotaban. Cuando los yanquis incendiaron el granero de arroz, en el suelo que quedaba debajo del Potro había manchas de sangre, como si el mismísimo terreno hubiese empezado a oxidarse.
Algunos de los esclavos procedentes del este de África Oriental trajeron consigo unos conocimientos de la técnica del cultivo de arroz que permitieron a los propietarios de las plantaciones superar los problemas afrontados por los primeros colonos ingleses, a quienes les había resultado muy dificultoso su cultivo. En muchas plantaciones introdujeron un régimen de aparcería que permitía a los esclavos mejor cualificados trabajar con un poco más de independencia y disponer de tiempo libre para cazar, para trabajar en el huerto o para mejorar la situación de su familia. Los esclavos podían negociar los productos recolectados con el propietario, y de ese modo le aliviaban de su obligación de abastecerlos.
Aquel régimen de aparcería originó diferencias jerárquicas entre los esclavos. El siervo más importante era el capataz, que actuaba como mediador entre el hacendado y la mano de obra. Por debajo de él estaban los artesanos cualificados: los herreros, los carpinteros y los albañiles. Resultaba lógico que aquellos trabajadores especializados fuesen los líderes de la comunidad de esclavos, y por lo tanto tenían que ser vigilados de cerca, por temor a que fomentasen disturbios o decidieran escapar.
Pero la tarea más importante de todas recaía en el encargado de la presa, ya que el destino del cultivo de arroz estaba en sus manos. Cuando era necesario, los campos de arroz se inundaban con el agua dulce que se acumulaba en unos embalses que había encima de los campos, en un terreno más elevado. El agua salada fluía tierra adentro con la marea y forzaba al agua dulce a emerger a la superficie de los ríos costeros. Sólo entonces las bajas y anchas esclusas se abrían para permitir la entrada de agua dulce, a fin de que se expandiera por los campos. Un sistema de esclusas subsidiarias permitía que el agua desembocara en los campos colindantes, una técnica de drenaje cuya correcta aplicación era resultado directo de los conocimientos que los esclavos africanos habían aportado. Cualquier brecha o rotura en las esclusas significaría la entrada de agua salada en los campos, lo que arruinaría la cosecha de arroz. Por ese motivo, el encargado de la presa unía a su tarea de abrir y cerrar las esclusas la de mantener en buen estado los troncos, los fosos de drenaje y los canales.
En la plantación de los Larousse el encargado de la presa era Henry, el marido de Annie. A su abuelo, por aquel entonces ya difunto, lo capturaron en enero de 1764 y lo llevaron al campo de prisioneros de Barra Kunda, en la zona alta de Guinea. Desde allí lo trasladaron a James Fort, a través del río Gambia, en octubre de 1764. Aquél era el punto principal de embarque de esclavos para el Nuevo Mundo. Llegó a Charles Town en 1765, y allí lo compró la familia Larousse. Cuando murió, tenía seis hijos y dieciséis nietos. Henry era el nieto mayor. Henry se había casado con su joven esposa, Annie, seis años antes y por entonces tenía tres niños. Sólo uno de ellos, Andrew, alcanzaría la madurez y sería padre, una línea que se prolongaría hasta principios del siglo XX, hasta terminar en Atys Jones.
Un día, en 1833, ataron a Annie, la mujer de Henry, al Potro y la azotaron hasta que el látigo se rompió. Como le habían arrancado totalmente la piel de la espalda, le dieron la vuelta y empezaron a azotarla de frente con otro látigo. Su intención era castigarla, no matarla. Annie era una mercancía demasiado valiosa como para matarla. La había perseguido un grupo de hombres encabezado por William Rudge, uno de cuyos descendientes colgaría de un árbol a un hombre llamado Errol Rich, ante una multitud de curiosos, en el nordeste de Georgia. La vida de aquel descendiente sería segada por un negro sobre un lecho de whisky y serrín. Rudge era el pattyroller, el patrullero de los esclavos, cuya tarea consistía en perseguir y dar caza a los que optaban por escaparse. Annie había salido huyendo de un hombre llamado Coolidge, el cual la había arrastrado detrás del tocón de un árbol e intentado violarla por detrás cuando la vio pasar por un camino de barro, transportando la carne de una vaca que el Viejo Amo había mandado sacrificar el día anterior. Cuando Coolidge estaba forzándola, Annie agarró del suelo la rama de un árbol y se la clavó en un ojo, y casi le dejó ciego. Entonces se escapó, porque nadie se tomaría la molestia de creer que lo hizo en defensa propia, ni siquiera en el caso de que Coolidge afirmase que la herida no fue intencionada, que se topó en el camino con la negra mientras él iba borracho de licor robado. El pattyroller y sus hombres la siguieron y la llevaron de vuelta ante el Viejo Amo. La ataron al Potro y la azotaron, y a su marido y a sus tres hijos los obligaron a presenciar el castigo. Pero no sobrevivió al azotamiento. Tuvo unas convulsiones y murió.
Tres días más tarde, Henry, el marido de Annie, el fiel encargado de la presa, inundó de agua salada la plantación de los Larousse, malogrando toda la cosecha.
Una patrulla de hombres armados lo persiguió a lo largo de cinco días. Henry había robado una pistola Marston de tambor y estaba claro que, quienquiera que se cruzase en su camino cuando descargase las seis balas, se reuniría de inmediato con el Creador. Así que los jinetes contuvieron el avance y enviaron por delante a un grupo de esclavos ibos para que siguiesen el rastro de Henry, tras prometerles que recompensarían con una moneda de oro a aquel que apresase al huido.
Al final acorralaron a Henry en la linde de la ciénaga del Congaree, no lejos del lugar donde ahora se levanta un bar llamado Swamp Rat, el mismo bar en que Marianne Larousse se tomaría una copa la misma noche en que murió, porque la voz del presente contiene el eco del pasado. El esclavo que encontró a Henry cayó muerto al suelo, con unos agujeros desiguales en el pecho producidos por las balas de la Marston disparadas a quemarropa.
Tomaron tres pinchos metálicos de catar arroz, que eran unos artefactos huecos en forma de T acabados en una punta afilada para poder clavarlos en el suelo, con ellos crucificaron a Henry en un ciprés y lo dejaron allí con las pelotas dentro de la boca. Pero, antes de que Henry muriese, el Viejo Amo se detuvo delante de él montado en un carro con los tres hijos del esclavo. Lo último que vio Henry antes de que sus ojos se cerraran para siempre fue cómo Andrew, el menor de sus hijos, era arrastrado por el Viejo Amo detrás de unos arbustos. Después el niño comenzó a gritar y Henry murió.
Así fue como comenzó la enemistad entre los Larousse y los Jones, los amos y los esclavos. El cultivo era riqueza. El cultivo era historia. Había que protegerlo. El delito de Henry permaneció vivo durante un tiempo en la memoria de la familia Larousse y luego fue olvidándose poco a poco, al menos en parte, pero los pecados de los Larousse se transmitieron de unos Jones a otros.
Y el pasado fue avivado en cada presente sucesivo, propagándose, generación tras generación, igual que un virus.
La luz había comenzado a menguar y los albañiles de Georgia ya se habían marchado. Desde la ventana vi cómo un murciélago descendía de un roble centenario para cazar mosquitos. Algunos se las arreglaron para entrar en la casa y comenzaron a zumbar alrededor de mi oreja, esperando la ocasión de poder picarme. Yo trataba de aplastarlos con la mano. Elliot me dio un repelente y me lo unté en las zonas del cuerpo que tenía al descubierto.
– ¿Aún había miembros de la familia Jones trabajando para los Larousse después de lo que ocurrió? -le pregunté.
– Ajá -dijo Elliot-. A veces los esclavos morían. Eso era lo que pasaba. La gente perdía a su padre y a su madre, incluso a sus hijos, pero no se lo tomaba como algo personal. Hubo algunos miembros de la familia Jones que pensaban que lo hecho, hecho estaba. Pero también hubo otros que quizá no pensaban lo mismo.
La Guerra Civil destrozó la vida de la aristocracia de Charleston, así como las estructuras de la ciudad misma. Los Larousse no salieron del todo malparados porque fueron previsores (o tal vez por la traición que cometieron, ya que guardaron la mayor parte de su riqueza en oro y sólo invirtieron una pequeña cantidad en bonos y en moneda de la Confederación). Aun así, igual que a muchos otros sureños derrotados, se les obligó a ver desfilar por las calles de Charleston a los soldados supervivientes del Cincuenta y Cuatro Regimiento, o los Negros de Shaw, que era como se los conocía. Entre ellos estaba Martin Jones, el tatarabuelo de Atys Jones.
Una vez más, las vidas de estas dos familias estaban a punto de chocar violentamente.
Los jinetes de la noche se mueven a través de la oscuridad, blanco recortado sobre el camino negro. Muchos años antes, un hombre de piel aceitunada, con marcas de esclavo en las piernas, aseguró haber tenido una visión en la que aparecían aquellas siluetas en negativo, negro sobre blanco, una inversión que sin duda repugnaría a los hombres que aquel día iban a resolver su asunto a lomos de caballos encapuchados, con armas de fuego y látigos que repiqueteaban sordamente contra las sillas de montar.
Porque así es Carolina del Sur en torno a 1870: no la del cambio del nuevo milenio, sino la de los jinetes de la noche que siembran el terror. Ellos rondan tierra adentro y aplican su propia versión de la justicia sobre los pobres negros y sobre los republicanos que los apoyan, rechazando doblegarse ante las Enmiendas Décimo Cuarta y Décimo Quinta. Son un símbolo del temor que ven los blancos en los negros, y gran parte de la población blanca los respalda. Los Códigos Negros ya se han introducido como un antídoto contra la reforma, limitando los derechos de los negros a llevar armas, a poder aspirar a una posición superior a la de granjeros y sirvientes, e incluso a salir de sus casas o a recibir visitas sin autorización.
Con el tiempo, el Congreso contraatacará con la Enmienda de Reconstrucción, el Decreto de Imposición de la Ley de 1870 y el Decreto contra el Ku Klux Klan de 1871. El gobernador Scott creará una milicia negra para proteger a los votantes en las elecciones de 1870, cosa que enfurecerá más a la población blanca. Al final, se suspenderá el habeas corpus en los nueve condados del interior, lo que tendrá como consecuencia el arresto fulminante de cientos de miembros del Klan, pero, de momento, la ley cabalga a lomos de un caballo encapuchado, y lo hace con afán de venganza, y las medidas tomadas por el gobierno federal llegarán demasiado tarde para salvar treinta y ocho vidas, demasiado tarde para evitar las violaciones y las palizas, demasiado tarde para detener la quema y la destrucción de granjas, de cosechas y de cabezas de ganado.
Demasiado tarde para salvar a Missy Jones.
Su marido, Martin, hizo campaña para asegurar el voto negro en 1870 en vista de la intimidación y la violencia reinantes. Se oponía a renegar del Partido Republicano y se había ganado una paliza por meterse en líos. Después, prestó su apoyo y sus ahorros a la naciente milicia negra y marchó con sus hombres por la ciudad en una radiante tarde de domingo. Sólo iba armado uno de cada diez hombres, pero, aun así, los que luchaban contra la ola de emancipación lo consideraron como un acto de arrogancia sin precedentes.
Fue Missy la que oyó aproximarse a los jinetes y la que dijo a su marido que huyese, porque esa vez lo matarían si lo encontraban. Los jinetes de la noche aún no habían hecho daño a ninguna mujer en la comarca de York, así que Missy, aunque temía a los hombres armados, no tenía razón alguna para suponer que ella sería la primera.
Pero lo fue.
Cuatro hombres violaron a Missy, pues si no podían castigar a su marido directamente, lo harían a través de su mujer. Según ella, la violación no revistió ninguna violencia física, más allá de la violación en sí, e incluso le pareció que no proporcionó placer a los hombres que la llevaron a cabo. Fue algo tan sencillo como marcar a hierro a una vaca o como estrangular a una gallina. El último que la violó incluso la ayudó a cubrirse y le ofreció su brazo mientras la acompañaba hasta una silla de cocina para que se sentase.
«Dile que se porte bien, ¿me oyes?», dijo un hombre. Era joven y guapo, y Missy reconoció en él algunos rasgos de su padre y de su abuelo. Tenía la barbilla de los Larousse y el pelo rubio característico de aquella familia. Se llamaba William Larousse. «No nos gustaría tener que volver», le advirtió.
Dos semanas más tarde, William Larousse y otros dos hombres cayeron en una emboscada a las afueras de Delphia llevada a cabo por un grupo de asaltantes enmascarados y armados con porras. Los compañeros de William huyeron, pero él se quedó hecho un ovillo mientras le llovían los golpes. La paliza lo dejó paralítico. Sólo podía mover la mano derecha y era incapaz de ingerir cualquier alimento que no estuviese previamente triturado.
Pero Missy Jones prefirió ignorar lo que le hicieron a ella. Apenas si le habló a su marido cuando éste regresó de su escondite, y rara vez volvió a hablar después de lo ocurrido. Ni siquiera regresó a la cama de su esposo, sino que dormía en el pequeño granero, entre los animales, reducida también su mente a un nivel animal por culpa de los hombres que la violaron para castigar a su marido, y lenta e irreparablemente fue enloqueciendo.
Elliot se levantó y tiró el resto de su café en el fregadero.
– Como te dije, hubo algunos que quisieron olvidar el pasado y otros que nunca lo olvidaron, incluso hasta el día de hoy…
Dejó que las últimas palabras quedaran en el aire.
– ¿Crees que Atys Jones podría ser uno de esos?
Elliot se encogió de hombros.
– Creo que a una parte de él le gustaba la idea de estar follándose a la hija de Earl Larousse, y por extensión estar jodiendo a Earl. Ni siquiera sé si Marianne conocía la historia de las dos familias. Supongo que significaba más para los Jones que para los Larousse, no sé si me explico.
– Pero todo el mundo conoce la historia, ¿o no?
– Los periódicos han informado sobre la historia de las dos familias con la intención de indagar en ella, aunque tampoco mucho. De todas formas, me sorprendería que algún miembro del jurado no la conociese, y puede que se mencione a lo largo del juicio. Los Larousse protegen religiosamente su nombre y su historia. Su reputación lo es todo para ellos. Hicieran lo que hicieran en el pasado, ahora lo resarcen mediante obras sociales. Apoyan causas benéficas a favor de los negros. Apoyaron la integración en las escuelas. En su casa no ondea la bandera de la Confederación. Han compensado los pecados de las generaciones anteriores, pero puede que el fiscal utilice viejos fantasmas para alegar que Atys Jones se propuso castigarles arrebatándoles a Marianne.
Se puso de pie y se desperezó.
– A menos, desde luego, que encontremos a la persona que mató a Marianne Larousse. Entonces las tornas cambiarían por completo.
Aparté la copia de la fotografía de Missy Jones, muerta en torno a los cuarenta años y metida en un ataúd barato. Después volví a examinar meticulosamente los documentos que estaban encima de la mesa, hasta que llegué al último recorte. Era la noticia publicada en un periódico el 12 de julio de 1981, donde se detallaba la desaparición de dos jóvenes negras que habían vivido cerca del Congaree. Se llamaban Addy y Melia Jones. No se sabía nada de ellas desde que se las vio tomando juntas una copa en un bar del pueblo.
Addy Jones era la madre de Atys Jones.
Le mostré el recorte a Elliot.
– ¿Qué es esto?
Alargó la mano y lo cogió.
– Esto -dijo- es el último rompecabezas para ti. La madre y la tía de nuestro cliente desaparecieron hace diecinueve años, y ni él ni nadie las ha vuelto a ver desde entonces.
Aquella noche, conduje de vuelta a Charleston con la radio sintonizada en un programa de entrevistas que se emitía desde Columbia, hasta que la señal empezó a debilitarse entre silbidos y distorsiones. El malogrado candidato gubernamental Maurice Bessinger, propietario de una cadena de asadores de carne llamada Piggie Park, se había aficionado a izar la bandera confederada en sus locales. Sostenía que era un símbolo de la tradición sureña, y quizá lo fuese, aunque había que tener en cuenta algunos detalles: tiempo atrás, Bessinger había trabajado en dos ocasiones en la campaña presidencial de George Wallace; aparte de eso, había encabezado un grupo denominado Asociación Nacional para la Conservación del Pueblo Blanco y, por último, había acabado en la corte federal por violar el Acta de Derechos Civiles de 1964 al negarse a servir a los negros en sus restaurantes. Incluso se las arregló para ganar el caso en un juicio, aunque después un tribunal federal le obligó a aplicar la ley de integración. Desde entonces había aparentado gozar de una especie de conversión religiosa y se había reincorporado al Partido Democrático, pero él era de esos de genio y figura hasta la sepultura.
Mientras conducía en la oscuridad, me acordé de la bandera, de las familias Jones y Larousse y del peso de la historia, que era como un cinturón de plomo amarrado a sus cuerpos, tirando siempre de ellos hacia el fondo. En algún punto de esa historia, en el pasado aún vivo, estaba la respuesta a la muerte de Marianne Larousse.
Pero aquí, en el sur, en un lugar que me resultaba extraño, el pasado asumía formas raras. El pasado era un viejo envuelto en una bandera roja y azul que aullaba, desafiante, bajo el cartel de un cerdo. El pasado era una mano muerta sobre el rostro de los vivos. El pasado era un fantasma engalanado con sufrimientos.
El pasado, como sabría yo más tarde, era una mujer vestida de blanco que tenía escamas en vez de piel.