Cuando los ángeles descienden, visten los ropajes
propios de este mundo.
Si no se pusiesen los ropajes propios de este mundo,
no podrían soportar vivir en este mundo
y el mundo no podría soportarlos a ellos.
El Zohar
Casi había amanecido.
Cyrus Nairn se agazapaba, desnudo, en la matriz oscura del agujero. Pronto tendría que abandonar aquel lugar. No tardarían en ir a buscarlo, porque lo primero que sospecharían es que alguien se había vengado del guardia Anson, y la línea de investigación se centraría en todos aquellos que habían salido de Thomaston recientemente. Cyrus lamentaba mucho irse. Había pasado tanto tiempo soñando con volver allí, rodeado por el olor de la tierra húmeda y el roce de las raíces acariciando su espalda y sus hombros desnudos… De todas formas, tendría otras compensaciones. Le habían prometido mucho. A cambio, se vería obligado a ofrecer algunos sacrificios.
De fuera llegaban el canto de los primeros pájaros, el suave chapoteo del agua al chocar contra la orilla, el zumbido de los insectos nocturnos al huir de la luz inminente, pero Cyrus hacía oídos sordos a los sonidos de la vida que discurría fuera del agujero. Cyrus se mantenía inmóvil, atento sólo a los ruidos provenientes de la tierra que se agitaba bajo sus pies, observando y gozando de aquella leve agitación, mientras Aileen Anson forcejeaba por debajo del lodo, hasta que dejó de moverse.
Me despertó el teléfono de la habitación. Eran las ocho y cuarto de la mañana.
– ¿Charlie Parker? -preguntó una voz masculina que no reconocí.
– Sí. ¿Quién es?
– Tiene un desayuno de trabajo dentro de diez minutos. Supongo que no querrá hacer esperar al señor Wyman -y colgó.
El señor Wyman.
Willie Wyman.
El jefe de la mafia sureña de la fracción de Charleston quería desayunar conmigo.
No era una buena manera de empezar el día.
La mafia sureña había existido, de una u otra forma, desde los tiempos de la Ley Seca. Se trataba de una extensa asociación de criminales que tenía su base de operaciones en la mayoría de las grandes ciudades del sur, pero en particular en Atlanta, en el estado de Georgia, y en Biloxi, en el estado de Mississippi. Reclutaban a criminales de un estado para que cometieran crímenes en otro. De ese modo, un incendio intencionado en Mississippi podía ser obra de un pirómano de Georgia o un golpe en Carolina del Sur podía ser llevado a cabo por un asesino a sueldo de Maryland. La mafia sureña era bastante burda y estaba metida en asuntos relacionados con la droga, con el juego, con el asesinato, con la extorsión, con el robo y con los incendios intencionados. El único golpe de cuantos habían dado que podría considerarse como de guante blanco fue el robo en una lavandería, pero eso no significaba que fuese una organización que no hubiera que tener en cuenta. En septiembre de 1987, la mafia sureña asesinó a un juez, Vincent Sherry, y a su mujer, Margaret, en su casa de Biloxi. Nunca se llegó a esclarecer el motivo por el que Sherry y su mujer murieron a tiros. Se llegó a decir que Vincent Sherry había estado implicado en asuntos criminales a través de la firma de abogados Halat y Sherry, y al socio de Sherry, Peter Halat, se le condenó más tarde por los cargos de chantaje y asesinato en relación con la muerte de los Sherry. Pero los motivos que se escondían detrás de aquellos asesinatos no tenían mucho sentido. Los hombres que osan asesinar a jueces son peligrosos porque actúan antes de pensar. No son conscientes de las consecuencias hasta después de los hechos.
En 1983 condenaron a Paul Mazzell, el entonces jefe de la fracción de Charleston, junto a Eddie Merriman, por el asesinato de Ricky Lee Seagreaves, que había robado a uno de los narcotraficantes de Mazzell. A partir de entonces, Willie Wyman se convirtió en el rey de Charleston. Medía un metro sesenta y cinco y pesaba unos cuarenta y cinco kilos con la ropa mojada, pero era malvado y astuto, capaz de cualquier cosa por mantener su posición. A las ocho y media de la mañana, me esperaba sentado a una mesa pegada a la pared en el comedor principal del Charleston Place, comiendo huevos con beicon. Junto a la mesa había una silla vacía, y, muy cerca de allí, cuatro hombres sentados a dos mesas separadas, que estaban pendientes de Willie, de la puerta y de mí.
Willie tenía el pelo corto y muy negro y la piel intensamente bronceada. Llevaba una camisa azul ultramar, moteada de nubecillas blancas, y chinos azules. Cuando me acercaba, alzó la vista y me señaló con el tenedor que me sentara con él. Uno de sus hombres hizo ademán de cachearme, pero Willie, consciente de estar en un lugar público, lo detuvo con un gesto.
– No hay necesidad de cachearle, ¿verdad?
– No voy armado.
– Bien. No creo que a la gente que se aloja en el Charleston Place le entusiasme desayunar en medio de un tiroteo. ¿Quiere tomar algo? Usted invita. -Y sonrió abierta y desganadamente.
Pedí al camarero café, zumo y tostadas. Willie terminó de devorar su desayuno y se limpió la boca con la servilleta.
– Ahora -me dijo- hablemos de negocios. Me han dicho que le dio una patada tan fuerte a Andy Dalitz en los cojones que ahora los tiene en la boca.
Esperó una respuesta. Dadas las circunstancias, parecía conveniente complacerle.
– ¿El LapLand es suyo? -le pregunté.
– Uno de tantos. Mire, sé que Andy es un retrasado mental, y desde que lo conocí he estado tentado de darle una patada en los cojones, pero el tipo tiene ahora por su culpa tres jodidas manzanas de Adán en la garganta. Puede que se lo tuviese bien merecido, no digo que no. Pero si quiere visitar uno de nuestros clubes y preguntar algo, le recomiendo que lo pregunte con educación. Porque patear al encargado tan fuerte que llegue a notar el sabor de sus pelotas en la boca, no es preguntar con educación.
»Y voy a decirle algo más: si lo hubiese hecho en público, delante de los clientes o de las chicas, entonces ahora estaríamos manteniendo una conversación muy diferente. Porque si le falta al respeto a Andy, me falta al respeto a mí, y lo siguiente que debe saber es que hay tipos que piensan que ha llegado mi hora y que debo dejarle el camino libre a otro. Tengo dos opciones: convencerles de que están equivocados, y en ese caso malgastar un día conduciendo por ahí con ellos apestando en el maletero hasta encontrar un lugar adecuado donde enterrarlos, o bien ser yo el que vaya apestando en el maletero, cosa que, dicho sea entre usted y yo, no va a ocurrir. ¿Está claro?
Me trajeron el café, el zumo de naranja y las tostadas. Me serví el café y le ofrecí a Willie rellenarle su taza. Aceptó y me dio las gracias. Otra cosa no, pero era de lo más educado.
– Queda claro -le aseguré.
– Lo sé todo sobre usted -me dijo-. Sería capaz de joder incluso el paraíso. La única razón por la que sigue vivo es que ni siquiera Dios quiere tenerle cerca. Me han dicho que trabaja usted con Elliot Norton en el caso Jones. ¿Hay algo que yo deba saber? Porque ese caso huele como los pañales de mi hijo. Andy me dijo que usted quería hablar con el mestizo, con Tereus.
– ¿Así que es eso, un mestizo?
– ¿Quién coño se cree que soy, su primo? -Se calmó un poco-. Todo lo que sé es que su familia vino de Kentucky hace mucho tiempo. Vaya usted a saber a quién se follaban allí. En aquellas montañas hay gente que puede que sea medio cabra porque a sus papis les entró un calentón en un mal momento. Incluso los negros no quieren nada con Tereus ni con los de su clase. Se acabó la lección. Desembuche.
No tenía más remedio que decirle algo de lo que sabía.
– Tereus fue a visitar a Atys Jones a la cárcel y quería saber por qué.
– ¿Lo averiguó?
– Creo que Tereus conocía a la familia Jones. Además, encontró a Jesús.
A Willie parecieron incomodarle un poco mis palabras.
– Eso fue lo que Tereus le contó a Andy. Creo que Jesús debería tener más cuidado con los que se le acercan. Sé que usted no está largando todo lo que sabe, pero no voy a armar un escándalo por eso, al menos por ahora no. Preferiría que no volviese usted por el club, pero si tuviese que ir, hágalo con discreción y no vuelva a patearle las pelotas a Andy Dalitz. A cambio, espero que me tenga al tanto si surge cualquier cosa por la que deba preocuparme, ¿me comprende?
– Le comprendo.
Asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho, y se tomó el café a sorbitos.
– Usted fue quien dio con el paradero de aquel predicador, ¿verdad? ¿Cómo se llamaba? ¿Faulkner?
– Exacto.
Me miró con cautela. Parecía divertirse.
– Me he enterado de que Roger Bowen está intentando sacarlo de la cárcel.
No había llamado a Elliot desde que Atys Jones me habló de la relación que existía entre Mobley y Bowen, y no estaba seguro de cómo encajaría aquello con la información con la que ya disponía. Cuando Willie mencionó el nombre de Bowen, intenté abstraerme del ruido de las mesas contiguas y centrarme sólo en lo que me decía.
– ¿Siente curiosidad por saber de qué puede tratarse? -continuó Willie.
– Mucha.
Se reclinó en la silla y se desperezó, dejando al descubierto unas marcas de sudor bajo los brazos.
– La relación entre Roger y yo viene de antiguo, y no es una relación fácil. Es un fanático y no respeta nada. He pensado en mandarlo a un crucero, ya sabe, a un crucero largo, sólo de ida, y que el barco se vaya a pique, pero después llegarían los otros locos haciendo preguntas y tendría que organizar un crucero para cada uno de ellos. No sé qué quiere Bowen del predicador. Quizá tenerlo como una especie de mascarón de proa, o puede que el viejo esté en poder de algo que Bowen quiere. Ya le digo que no lo sé, pero si desea preguntárselo, puedo decirle dónde estará dentro de un rato. -Esperé-. Va a haber un mitin en Antioch, y se rumorea que Bowen va a intervenir en él. Acudirá la prensa, tal vez la televisión. Bowen no tenía por costumbre hacer apariciones públicas, pero ese asunto de Faulkner le ha sacado de debajo de las piedras. Lléguese por allí, quizá pueda saludarlo.
– ¿Por qué me lo cuenta?
Se levantó de la silla y los otros cuatro se pusieron de pie al mismo tiempo.
– Me pregunto por qué razón voy a ser yo el único que tenga un jodido mal día por culpa de usted, ¿me entiende? Si lleva mierda en los zapatos, espárzala. Bowen ya tiene un mal día y me gusta la idea de que usted se lo empeore.
– ¿Por qué tiene Bowen un mal día?
– Debería ver usted las noticias de la tele. Anoche encontraron a Mobley, el pitbull de Bowen, en el cementerio Magnolia. Lo han castrado. Voy a contárselo a Andy Dalitz, quizá le haga ver lo afortunado que ha sido porque sólo le hayan magullado las pelotas en vez de cortárselas. Gracias por el desayuno.
Me dejó y se marchó, con su camisa azul ondulante, con sus cuatro matones a remolque, como niños grandes que siguen un pedacito de cielo.
Aquella mañana había quedado en reunirme con Elliot, pero no apareció. Tanto en su oficina como en su casa saltaba el contestador automático y tenía apagados los dos teléfonos móviles. Mientras tanto, los periódicos llenaban páginas con la noticia del descubrimiento del cuerpo de Landron Mobley en el cementerio Magnolia, aunque sin entrar en demasiados detalles. Según se informaba, había sido imposible contactar con Elliot Norton para que hiciera unas declaraciones en torno a la muerte de su cliente.
Me pasé la mañana comprobando las declaraciones de otros testigos, llamando a la puerta de caravanas y repeliendo el ataque de los perros en jardines cubiertos de hierbajos. Hacia mediodía, como estaba preocupado, llamé a Atys, y el viejo me dijo que se portaba bien, aunque empezaba a volverse un poco majara por el encierro. Hablé con Atys durante un par de minutos y comprobé que sus respuestas podían describirse, en el mejor de los casos, como desabridas.
– ¿Cuándo voy a salir de aquí, tío? -me preguntó.
– Muy pronto -le contesté.
Era sólo una verdad a medias. Si los temores de Elliot acerca de la seguridad de Atys tenían algún fundamento, calculé que deberíamos trasladarlo lo antes posible a otro piso franco. Hasta la celebración del juicio, tendría que ir acostumbrándose a ver la tele en habitaciones extrañas. Pero muy pronto dejaría de ser asunto mío. No estaba consiguiendo nada con los testigos.
– ¿Sabes que Mobley ha muerto?
– Sí. Lo he oído. Estoy hecho polvo.
– No tanto como él. ¿Tienes idea de quién puede haberle hecho una cosa así?
– No, no lo sé, pero si lo encuentras, dímelo. Me gustaría estrecharle la mano, ¿me entiendes?
Colgó. Miré el reloj. Acababan de dar las doce. Tardaría más de una hora en llegar a Antioch. Lo eché mentalmente a cara o cruz y decidí ir.
Los miembros del Klan de Carolina, al igual que las demás ramas del Klan de todo el país, habían ido disminuyendo durante la mayor parte de los últimos veinte años. En el caso de las dos Carolinas, el declive puede remontarse a noviembre de 1979, cuando cinco trabajadores comunistas murieron en un tiroteo con neonazis y con miembros del Klan en Greensboro, en Carolina del Norte. Como consecuencia de aquello, los movimientos sociales contrarios al Klan cobraron un nuevo auge y el Klan empezó a perder partidarios, hasta el punto de que, cuando los del Klan se echaban a la calle, el número de gente que protestaba en contra de ellos era mucho mayor que el de sus simpatizantes. La mayoría de los mítines recientes del Klan en Carolina del Sur habían sido organizados por los Caballeros Americanos del Ku Klux Klan que tenían sede en Indiana, ya que los Caballeros de Carolina se habían mostrado reticentes a implicarse en ellos.
Pero, a pesar de su declive, habría que señalar que, desde 1991, habían ardido en Carolina del Sur más de treinta iglesias de negros. A los miembros del Klan se los había relacionado con al menos dos de aquellos incendios, uno en el condado de Williamsburg y otro en el de Clarendon. Dicho de otro modo: el Klan podía tener los pies de barro, pero el odio que lo alentaba seguía vivo y coleando. Bowen estaba intentando dar a aquel odio un nuevo auge y un nuevo impulso. Y si había que dar crédito a las noticias de los periódicos, lo estaba consiguiendo.
Antioch no parecía un pueblo que ofreciera demasiados atractivos. Parecía el suburbio de un pueblo inexistente: había casas y calles a las que alguien se había tomado la molestia de poner incluso nombre, pero no había expectativas de que en torno a ellas se crease ningún gran centro comercial ni se formase un núcleo urbano propiamente dicho. Por el contrario, en el tramo de la 119 que cruzaba Antioch habían brotado pequeños negocios como si fueran champiñones, destacando entre ellos un par de gasolineras, una tienda de alquiler de vídeos, dos tiendas de alimentación, un bar y una lavandería.
Me había perdido el desfile, pero a mitad de camino vi una zona verde rodeada por una alambrada y por árboles descuidados. Cerca de allí había unos sesenta coches aparcados y un escenario montado sobre el remolque plano de un camión, desde el que un hombre se dirigía a la multitud. Un grupo de entre ochenta y noventa personas, sobre todo hombres, aunque también algunas mujeres aquí y allá, escuchaban de pie delante del estrado al orador. Un puñado de ellos llevaba la característica túnica blanca (sudando visiblemente bajo el poliéster barato), pero la mayoría vestía vaqueros y camiseta. Separadas del público de Bowen por un cordón policial había unas cincuenta o sesenta personas que protestaban. Algunos cantaban y silbaban, pero el hombre que hablaba desde el escenario no perdió la calma en ningún momento.
Roger Bowen tenía un espeso bigote y el pelo castaño ondulado, y daba la impresión de que se mantenía en forma. Llevaba una camisa roja y vaqueros, y, a pesar del calor, la camisa no estaba manchada de sudor. Le flanqueaban dos hombres, que orquestaban las esporádicas salvas de aplausos cuando decía algo particularmente importante, cosa que parecía ocurrir cada tres minutos, según el criterio de sus ayudantes. Cada vez que le aplaudían, Bowen se miraba los pies y cabeceaba, como si lo avergonzasen aquellas muestras de entusiasmo, aunque en absoluto dispuesto a reprimirlas. El cámara de televisión con el que tuve el encontronazo a las afueras de la cárcel de Richland County estaba junto al escenario, acompañado por una guapa periodista rubia. Aún llevaba el uniforme de camuflaje, pero allí nadie se metía con él por ir vestido así.
Tenía puesto un CD de los Ramones a todo volumen cuando me dirigía al descampado. Lo había elegido para la ocasión. Llegué en el momento exacto. Justo cuando viraba y entraba en el aparcamiento, Joey Ramone cantaba aquello de que su chica se había ido a Los Ángeles y, como nunca regresó, Joey culpaba a los del KKK de habérsela llevado. Bowen dejó de hablar y clavó la mirada donde yo estaba. Una parte considerable de los espectadores volvió los ojos en la misma dirección. Un tipo con la cabeza rapada y con una camiseta negra Blitzkrieg se acercó al coche y me pidió con educación, pero con firmeza, que bajase el volumen. Paré el motor y se desconectó el reproductor del CD. Me bajé del coche. Bowen continuó mirando hacia donde yo me encontraba durante otros diez segundos y después prosiguió su discurso.
Tal vez porque era consciente de la presencia de los medios de comunicación, daba la impresión de que Bowen reducía al máximo los improperios. Cierto que se despachó con los judíos y con los de color, y que habló de cómo los ateos se habían hecho con el control del Gobierno a expensas de los blancos, aparte de afirmar que el sida era un castigo de Dios, pero evitaba las peores calumnias raciales. Sólo tocó el tema principal al final de su discurso.
– Hay un hombre, amigos, un buen hombre, un hombre cristiano, un hombre de Dios, al que se le está persiguiendo por atreverse a decir que los homosexuales, el aborto y la mezcla de razas están en contra de la voluntad del Señor. Un proceso organizado con fines propagandísticos se está llevando a cabo en el estado de Maine para derrocar a ese hombre, y tenemos pruebas, amigos, pruebas fidedignas, de que los judíos financiaron su captura. -Bowen agitó unos documentos que parecían vagamente legales-. Su nombre, y espero que ya lo conozcáis, es Aaron Faulkner. Ahora dicen algunas cosas sobre él. Dicen que es un asesino y un sádico. Han intentado calumniarlo, desmoralizarlo, antes incluso de que empiece el juicio. Lo hacen porque no tienen pruebas contra él y están intentando envenenar las mentes de los débiles para que se le declare culpable incluso antes de que tenga la oportunidad de defenderse. El mensaje del reverendo Faulkner nos lo debemos tomar a pecho, porque sabemos que es justo y verdadero. La homosexualidad está en contra de la ley de Dios. El asesinato de bebés está en contra de la ley de Dios. La mezcla de sangres, la destrucción de la institución del matrimonio y de la familia, el ascenso del ateísmo sobre la única religión verdadera de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, están en contra de la ley de Dios, y este hombre, el reverendo Faulkner, ha adoptado una postura contra ellos. Ahora, su única esperanza para tener un juicio justo es que le procuremos la mejor defensa posible, y para conseguirlo necesita fondos para salir de la cárcel y pagar a los mejores abogados que el dinero pueda comprar. Y aquí es donde entráis vosotros: dad lo que podáis. Calculo que sois unos cien. Si cada uno da veinte dólares…, sé que para algunos de vosotros es mucho, pero si lo hacéis, reuniremos dos mil dólares. Si quienes se lo pueden permitir dan un poco más, pues entonces mejor que mejor.
«Porque recordad bien lo que os digo: no se trata sólo de un hombre que se enfrenta a la pantomima de un juicio. Se trata de una forma de vida. Se trata de nuestra forma de vida, de nuestras creencias, de nuestra fe, de nuestro futuro. Todo eso se juzgará en aquel tribunal. El reverendo Faulkner nos representa a todos, y si él cae, caeremos con él. Dios está con nosotros. Dios nos dará la fuerza. ¡Victoria! ¡Victoria!
La multitud coreaba la consigna mientras unos hombres iban y venían con cubos para recolectar los donativos. Echaban algún que otro billete de diez o de cinco, pero la mayoría daba billetes de veinte e incluso de cincuenta y de cien dólares. Haciendo un cálculo prudente, di por hecho que Bowen había recaudado aquella tarde unos tres mil dólares. Según el periódico que anunció la celebración del mitin, la gente de Bowen había estado trabajando a toda máquina desde poco después del arresto de Faulkner, vendiendo tartas y cualquier tipo de objeto en los jardines de sus casas, así como organizando el sorteo de una furgoneta Dodge nueva, donada por un vendedor de automóviles solidarizado con la causa, para el que ya llevaban vendidos miles de boletos, a veinte dólares cada uno. Bowen incluso había conseguido movilizar a quienes no se sentían especialmente atraídos por su causa; esto es, el enorme espectro de fieles que veían en Faulkner a un hombre de Dios que sufría persecución por unas creencias que eran semejantes, si no idénticas, a las de ellos. Bowen se había apropiado del arresto de Faulkner y del proceso que se avecinaba para convertirlo en un asunto de fe y de bondad, en una batalla entre aquellos que temían y amaban al Señor y aquellos que le habían dado la espalda. Cuando surgía el tema de la violencia, Bowen por lo general esquivaba el asunto y sostenía que el mensaje de Faulkner era puro y que él no podía hacerse responsable de las acciones ajenas incluso si tales acciones estaban justificadas en muchos de los casos. Los insultos racistas los reservaba para la vieja guardia y para las ocasiones en que no había -o en que prohibían- cámaras de televisión ni micrófonos. Aquel día predicaba para los conversos recientes y para quienes había que convertir.
Bowen bajó del estrado y la gente se le acercó para estrecharle la mano. Habían desplegado dos mesas de caballete para que las mujeres expusieran en ellas los artículos que habían llevado para vender: banderas confederadas, banderas nazis con águilas y esvásticas, así como pegatinas para los parachoques de los coches que proclamaban que el conductor era BLANCO POR NACIMIENTO Y SUREÑO POR LA GRACIA DE DIOS. También estaban a la venta casetes y discos compactos de música country y vaquera, aunque me imaginé que no era el tipo de música que a Louis le gustaría tener en su colección. Las dos mujeres no tardaron en no dar abasto.
Un hombre se puso a mi lado. Llevaba un traje oscuro, una camisa blanca y una incongruente gorra de béisbol. Tenía la piel de color morado rojizo y despellejada. Unas matas de pelo rubio se aferraban a la desesperada a su cráneo igual que una rala vegetación en un terreno hostil. Tenía unas profundas ojeras. Vi que llevaba un auricular en la oreja, conectado a un aparato que le colgaba del cinturón. Enseguida me sentí incómodo. Puede que fuese a causa del aspecto tan extraño que tenía, pero la verdad es que a aquel tipo parecía rodearle un halo de irrealidad. Desprendía también un olor a gasolina quemada.
Olía a furia concentrada.
– Al señor Bowen le gustaría hablar con usted.
– El CD era de los Ramones -le dije-. Si le gusta, dígale que puedo hacerle una copia.
Ni siquiera pestañeó.
– Le he dicho que el señor Bowen quiere hablar con usted.
Me encogí de hombros y lo seguí a través de la multitud. Bowen casi había terminado de dar alegremente la mano a los de su tropa, y, mientras lo observaba, se dirigió a la parte trasera del camión, a una pequeña zona acotada con una lona blanca que se desplegaba desde el remolque del vehículo. Debajo de aquella lona había unas sillas, un aparato portátil de aire acondicionado y una pequeña nevera encima de una mesa. Me condujo hasta Bowen, que estaba sentado en una de las sillas bebiéndose una lata de Pepsi. El hombre de la gorra se quedó con nosotros, pero el resto de la gente que había por allí se marchó para que tuviésemos un poco de intimidad. Bowen me ofreció una bebida. Se la rechacé.
– No esperábamos verle hoy por aquí, señor Parker. ¿Está considerando la posibilidad de unirse a nuestra causa?
– No creo que se trate de una causa -repliqué-, a menos que usted llame causa al hecho de timar unos cuantos centavos a unos campesinos.
Bowen, que tenía los ojos sanguinolentos, intercambió una mirada burlona de desaprobación con el otro tipo. A pesar de que estaba claro que él era el jefe de todo aquello, daba la impresión de conceder mucha importancia al tipo trajeado. Incluso su forma de estar, cabizbajo y un poco apartado del otro, parecía indicar que le tenía miedo. Parecía un perro encogido de miedo.
– Voy a presentarles. Señor Parker, éste es el señor Kittim. Tarde o temprano, el señor Kittim va a darle una tremenda lección.
Kittim se quitó las gafas de sol. Sus ojos eran inexpresivos y verdes, como esmeraldas defectuosas y sin tallar.
– Discúlpeme si no le estrecho la mano -le dije-. Me da la impresión de que está usted cayéndose a pedazos.
Kittim no se inmutó, pero el olor a gasolina se hizo más intenso. Incluso Bowen arrugó un poco la nariz.
Bowen acabó de beberse su refresco y tiró la lata a una bolsa de basura.
– ¿Por qué ha venido, señor Parker? Si cuando yo estaba en el escenario le hubiese dicho a la multitud quién es usted, me temo que habría tenido pocas posibilidades de regresar ileso a Charleston.
Quizá debería haberme sorprendido el hecho de que Bowen supiera que yo me alojaba en Charleston, pero no fue así.
– ¿Me está vigilando, Bowen? Me siento halagado. Y, por cierto, no es un escenario. Es un camión. No se dé aires de grandeza. Si quiere decirles a esos retrasados mentales quién soy, adelante. Las cámaras de televisión lo recogerán todo. ¿Que por qué estoy aquí? Pues porque quería verle de cerca y comprobar si es tan tonto como parece.
– ¿Por qué le parezco tonto?
– Porque está dando la cara por Faulkner, y si fuese listo se daría cuenta de que está loco, incluso más loco que este amigo suyo.
Bowen desvió la mirada hacia el otro tipo.
– No creo que el señor Kittim esté loco -me dijo. Las palabras le dejaron un sabor amargo en la boca. Lo noté por la mueca que hizo con los labios.
Observé a Kittim. Tenía escamas de piel seca enredadas en el poco pelo que le quedaba y la cara parecía palpitarle por el dolor de la afección. Daba la sensación de que estaba desintegrándose poco a poco. Se trataba de un círculo vicioso: con ese aspecto y sintiéndose como se sentía, por fuerza tenía que estar loco para no volverse loco.
– El reverendo Faulkner es un hombre perseguido injustamente -recapituló Bowen-. Lo único que pretendo es que se haga justicia, y la justicia lo declarará inocente y lo excarcelará.
– Bowen, la justicia es ciega, no estúpida.
– A veces ambas cosas. -Se puso de pie. Medíamos casi lo mismo, pero era más ancho que yo-. El reverendo Faulkner está a punto de convertirse en el mascarón de proa de un nuevo movimiento, de una fuerza unificadora. Día a día, atraemos a más gente a nuestro redil. Con la gente llega el dinero, el poder y la influencia. Esto no es complicado, señor Parker. Es muy simple. Faulkner es el medio. Yo soy el fin. Mientras tanto, le aconsejo que se vaya y visite las atracciones turísticas de Carolina del Sur, ahora que puede, porque me da la impresión de que será la última vez que lo haga. El señor Kittim le escoltará hasta su coche.
Con Kittim a mi lado, volví a pasar por entre la multitud. Los equipos de la televisión habían recogido sus trastos y se habían marchado. Los niños se habían unido a la celebración y correteaban entre las piernas de sus padres. La música sonaba desde las mesas de caballete, música country que hablaba de guerra y de venganza. Las barbacoas estaban encendidas y el olor a carne a la brasa inundaba el aire. Cerca de una de ellas, un hombre con el pelo engominado y peinado hacia atrás devoraba un perrito caliente. Aparté la mirada antes de que se percatase de que lo observaba. Lo reconocí, era el tipo que me siguió desde el aeropuerto hasta el Charleston Place y que le hizo una señal con la cabeza a Earl Larousse Jr. para que se fijase en mí. Tanto Atys Jones como Willie Wyman me ratificaron que el difunto Landron Mobley, además de ser cliente de Elliot, había sido uno de los perros de presa de Bowen. Al parecer, Mobley también había estado ayudando a los Larousse a dar caza a Atys antes de la muerte de Marianne. Todo aquello establecía otra conexión entre los Larousse y Bowen.
Kittim había vuelto a ponerse las gafas y ya no se le veían los ojos. Cuando llegamos al coche, me volví hacia él y me señaló con el dedo un objeto caído en el suelo.
– Se le ha caído algo -me dijo.
Se trataba de un solideo negro con una cinta roja y dorada. Estaba empapado de sangre. Cuando aparqué, no estaba allí.
– Creo que no -repliqué.
– Le sugiero que lo recoja. Estoy seguro de que sabe que algunos vejestorios judíos se alegrarán de recuperarlo. Puede que conteste algunas preguntas que sin duda se estarán haciendo.
Retrocedió. Con el dedo índice y el pulgar formó una pistola y me disparó a modo de despedida.
– Ya nos veremos -me dijo.
Recogí el solideo del suelo y le sacudí el polvo. No tenía ningún nombre escrito, pero supe de quién era. Conduje hasta el centro comercial más cercano e hice una llamada a Nueva York.
Como al final de aquella jornada seguía sin haber recibido ninguna llamada de Elliot, decidí salir en su busca. Puse rumbo a su casa y, cuando llegué, los albañiles me dijeron que no lo habían visto desde el día anterior y que, según ellos, no había dormido en casa aquella noche. Volví a Charleston y decidí recabar datos de la matrícula del coche de la mujer a la que vi cenando con Elliot a principios de aquella semana. Saqué mi ordenador portátil y, sin prestar atención a los mensajes recibidos, me fui derecho a la Web. Introduje la matrícula en tres bases de datos distintas: la NCI, la CDB y la SubTrace, que flirtean con la ilegalidad y que son más caras que los buscadores habituales, pero también más rápidas. Colgué la pregunta en el buscador de SubTrace y en menos de una hora obtuve respuesta. Elliot había estado discutiendo con una tal Adele Foster, que vivía en el número 1200 de Bees Tree Drive, en Charleston. Localicé la dirección en el plano de la ciudad y me dirigí hacia allí.
El número 1200 era una impresionante mansión de estilo neoclásico que debía de tener más de un siglo. La fachada estaba construida con una mezcla de concha de ostra y argamasa de cal, realzada por un porche frontal que se alzaba hasta el primer piso, apoyado en delgadas columnas blancas. El SUV estaba aparcado a la derecha de la casa. Subí con lentitud la escalera central, me paré a la sombra del porche y toqué el timbre. El timbrazo reverberó en el vestíbulo hasta que su eco fue reemplazado por unas pisadas contundentes en el entarimado. Se abrió la puerta. La verdad es que alimentaba la vaga esperanza de que me recibiera Hattie McDaniel, la actriz aquella que hizo el papel de criada en Lo que el viento se llevó, con su delantal puesto, pero en su lugar estaba la mujer que había visto discutir con Elliot Norton durante la primera noche que pasé en la ciudad. Detrás de ella, la madera oscura se extendía a través de un vestíbulo vacío pintado de color aguanieve sucia.
– ¿Sí?
Y de repente no supe qué decir. Ni siquiera estaba seguro de por qué había ido, salvo el hecho de no localizar a Elliot, y algo me decía que la discusión que había presenciado iba más allá de lo profesional y que entre ellos había algo más que una relación de cliente y abogado. También, al verla de cerca por primera vez, me confirmó otra sospecha: iba de luto. Lo único que le faltaba era un sombrero y un velo para parecer una viuda canónica.
– Siento molestarla -le dije-. Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado.
Estaba a punto de meter la mano en el bolsillo para enseñarle la licencia cuando un gesto de su cara hizo que me detuviese. Su expresión no se ablandó, aunque algo destelló en ella, como un árbol que, cuando se agita con el viento, deja por un momento que la luz de la luna atraviese sus ramas e ilumine el terreno baldío que hay bajo su copa.
– Es usted, ¿verdad? -me dijo con dulzura-. Usted es el detective al que contrató.
– Si se refiere a Elliot Norton, sí. Soy yo.
– ¿Le ha enviado él?
Su tono no era hostil, sino más bien quejumbroso.
– No. La vi hablando con él en un restaurante hace un par de noches.
Se rió fugazmente.
– No estoy segura de que «hablar» fuese, propiamente, lo que estábamos haciendo. ¿Le ha dicho quién soy?
– Voy a serle sincero: no le dije que los vi juntos, pero anoté el número de la matrícula de su coche.
Frunció los labios.
– Qué previsor es usted. ¿Es así como suele actuar: anotando la matrícula de los coches de desconocidas?
Si su intención era que me avergonzase, la defraudé.
– A veces -le dije-. Estoy intentando dejarlo, pero la carne es débil.
– ¿Entonces por qué ha venido?
– Para preguntarle si por casualidad ha visto usted a Elliot.
Puso cara de preocupación.
– Desde aquella noche no. ¿Pasa algo?
– No lo sé. ¿Me permite entrar, señora Foster?
Parpadeó.
– ¿Cómo sabe mi nombre? No, déjeme adivinarlo. De la misma manera que averiguó dónde vivo, ¿no es así? Dios mío, ya no hay nada privado.
Esperé, con el temor de que me diera con la puerta en las narices, pero se hizo a un lado y con un gesto de la cabeza me invitó a pasar. Entré en el vestíbulo y cerró la puerta.
En el vestíbulo no había muebles, ni siquiera un perchero. Delante de mí, una escalera conducía majestuosamente hasta el primer piso y a los dormitorios. A mi derecha había un comedor, y en el centro del comedor una mesa desnuda con diez sillas. A mi izquierda, un salón. La seguí y entramos en él. Se sentó en uno de los extremos de un sofá de color oro pálido y yo me acomodé en un sillón, cerca de ella. Se oía el tictac de un reloj, pero, aparte de eso, la casa estaba en silencio.
– ¿Ha desaparecido Elliot?
– No he dicho tal cosa. Le he dejado varios mensajes y todavía no me ha contestado.
Procesó la información y me dio la impresión de que no le gustaba.
– Y usted supuso que yo sabría dónde está.
– La vi cenando con él el otro día, así que di por sentado que serían amigos.
– ¿Qué clase de amigos?
– La clase de amigos que van a cenar juntos. ¿Qué quiere que le diga, señora Foster?
– No lo sé, y llámeme señorita Foster.
Iba a pedirle disculpas, pero hizo un gesto para que lo dejara correr.
– No tiene importancia. Supongo que quiere saber qué hay entre Elliot y yo, ¿verdad?
No contesté. No era mi intención inmiscuirme en sus asuntos, siempre y cuando no fuese indispensable, pero si ella necesitaba hablar, la escucharía con la esperanza de que me proporcionase algún dato interesante.
– Vaya, si nos vio discutiendo, es posible que pueda imaginarse el resto. Elliot era amigo de mi marido. De mi difunto marido.
Se alisó la falda. Fue el único indicio de nerviosismo que mostró.
– Lo siento.
Inclinó la cabeza.
– Todos lo sentimos.
– ¿Puedo preguntarle qué le pasó?
Levantó la vista de la falda y me miró directamente a los ojos.
– Se suicidó.
Tosió y noté que le resultaba difícil seguir hablando. La tos se intensificó. Me levanté y atravesé el salón en dirección a una luminosa cocina moderna que había sido añadida a la parte trasera de la casa. Cogí un vaso, lo llené de agua del grifo y se lo llevé. Bebió y dejó el vaso encima de la mesa.
– Gracias. No sé qué me ha pasado. Supongo que todavía rae cuesta trabajo hablar del asunto. James, mi marido, se suicidó hace un mes. Metió por la ventanilla del coche una goma que había encajado en el tubo de escape y se asfixió con los gases. Es un método habitual, según me han dicho.
Lo decía como si estuviese hablando de una enfermedad de poca importancia, de un resfriado o de una erupción cutánea. Su voz sonaba artificiosamente inexpresiva. Tomó otro sorbo de agua.
– Elliot era el abogado de mi marido, y también su amigo. -Esperé-. No debería decirle esto. Pero si Elliot ha desaparecido…
El modo en que pronunció la palabra «desaparecido» me hizo sentir una punzada en el estómago, pero no la interrumpí.
– Elliot era mi amante -dijo por fin.
– ¿Era?
– Lo dejamos poco antes de la muerte de mi marido.
– ¿Cuándo empezó la relación?
– ¿Por qué empiezan estas cosas? -se preguntó, porque había oído mal la pregunta. Quería decirlo y lo diría a su manera y a su ritmo-. Aburrimiento, malestar, un marido demasiado ocupado con su trabajo como para darse cuenta de que su mujer está volviéndose loca. Elija lo que quiera.
– ¿Lo sabía su marido?
Hizo una pausa antes de contestar, como si pensara en ello por primera vez.
– Si lo sabía, nunca me dijo nada. Por lo menos a mí.
– ¿Se lo dijo a Elliot?
– Me comentó algo, aunque podía interpretarse de muchas maneras.
– ¿Cómo lo interpretó Elliot?
– Que James lo sabía. Fue Elliot quien decidió terminar con aquello, y yo no estaba tan enamorada de él como para llevarle la contraria.
– ¿Entonces por qué discutía con él durante la cena?
Volvió a toquetearse la falda, jugando con unos hilos sueltos demasiado insignificantes como para prestarles la más mínima atención.
– Está pasando algo. Elliot lo sabe, pero finge no saberlo. Todo el mundo finge no saberlo.
De repente, el silencio de la casa me resultó opresivo. En aquella casa debería haber niños. Era demasiado grande para dos personas, e inmensa para una. Se trataba del tipo de casa que compran los ricos con la esperanza de poblarla con una familia, aunque no aprecié rastro alguno de vida familiar. Sólo la ocupaba aquella mujer enlutada que en ese instante acariciaba metódicamente los diminutos desperfectos de su falda, como si con aquello pudiera transformar sus grandes errores en aciertos.
– ¿Qué quiere decir con «todo el mundo»?
– Elliot. Landron Mobley. Grady Truett. Phil Poveda. Mi marido. Y Earl Larousse. Earl Jr.
– ¿Larousse? -No pude ocultar mi sorpresa.
Una vez más, Adele Foster simuló una sonrisa.
– Los seis crecieron juntos. Han empezado a ocurrir cosas muy extrañas, señor Parker. Primero fue la muerte de mi marido y luego la de Grady Truett.
– ¿Qué le pasó a Grady Truett?
– Una semana después de que James muriera, alguien entró en su casa. Lo encontraron en su estudio atado a una silla. Degollado.
– ¿Y cree que las dos muertes están relacionadas?
– Le diré lo que creo: asesinaron a Marianne Larousse hace diez semanas. James murió seis semanas más tarde. A Grady Truett lo asesinaron una semana después de lo de mi marido. Han encontrado muerto a Landron Mobley y, para colmo, Elliot ha desaparecido.
– ¿Tuvo alguno de ellos relación con Marianne?
– No, si por relación quiere decir sexo. Pero, como ya le he dicho, todos ellos eran amigos de infancia de su hermano. La conocían y tenían trato con ella. Bueno, puede que Landron Mobley no, pero los otros sin duda alguna.
– Señorita Foster, ¿qué cree que está pasando?
Respiró hondo y, al hacerlo, se le ensanchó la nariz, levantó la cabeza y exhaló el aire muy despacio. En aquel ademán se adivinaba el vestigio del fuerte carácter que estaba sepultado bajo el luto, y resultaba fácil apreciar lo que a Elliot le había atraído de ella.
– Señor Parker, mi marido se suicidó porque estaba asustado. Algo que hizo en el pasado volvió para perseguirle. Se lo dijo a Elliot, pero Elliot no le creyó. No quiso decirme de qué se trataba. Fingía que todo era normal, que todo iba bien. Siempre así, hasta que llegó el día en que entró en el garaje con una manguera amarilla y se suicidó. Elliot también finge que las cosas son normales, pero sé que sabe más de lo que dice.
– ¿De qué cree que estaba asustado su marido?
– No de qué, sino de quién.
– ¿Tiene idea de quién era esa persona?
Adele Foster se levantó y, con un gesto de la mano, me indicó que la siguiera. Subimos las escaleras y entramos en una habitación que, en otros tiempos, seguramente se utilizaba como recibidor, pero que había sido transformada en un dormitorio amplio y lujoso. Nos detuvimos delante de una puerta cerrada que tenía la llave en la cerradura. La giró. Luego, de espaldas aún al dormitorio, empujó la puerta.
La habitación debió de haber sido alguna vez un pequeño dormitorio o un vestidor, pero James Foster la había transformado en un estudio. Había una mesa de ordenador, una silla y una mesa de dibujo. Una de las paredes estaba cubierta con una estantería atestada de libros y de archivadores. La ventana daba al jardín delantero" y dejaba ver la copa de un exuberante cornejo florido, con las últimas flores blancas ya marchitas. En la rama más alta había posado un arrendajo, pero debió de asustarse al ver cómo nos movíamos al otro lado de los cristales, porque de repente echó a volar tomando impulso con su redondeada cola azul.
En realidad, el pájaro sólo me distrajo un instante, pues las paredes copaban toda mi atención. No podría decir de qué color estaban pintadas, porque el aluvión de papeles que las cubrían no dejaban al descubierto ni el más mínimo tramo de pared, como si la habitación girara constantemente y aquellos papeles estuvieran estampados contra la pared a causa de una fuerza centrífuga. Las hojas de papel que cubrían las paredes eran de distinto tamaño. Algunas eran apenas algo más grandes que pequeñas notas de recordatorio de papel adhesivo, otras eran mayores que la superficie de la mesa de dibujo de Foster. Las había amarillas, otras oscuras, algunas blancas y otras rayadas. La técnica variaba de un dibujo a otro: desde rápidos y compulsivos bocetos a lápiz, hasta minuciosas y elaboradas figuraciones. James Foster era todo un artista, pero daba la impresión de estar obsesionado con un único tema.
Casi todos los dibujos representaban a una mujer con la cara oculta y envuelta en un velo blanco desde la cabeza a los pies. La cola del velo le arrastraba como si fuese el reguero de agua dejado por una escultura de hielo al derretirse. No se trataba de una falsa impresión, porque Foster la había pintado como si la tela que la cubría estuviese mojada. Se adhería a los músculos de sus nalgas y de sus piernas, a las curvas de sus pechos y a las delgadas puntas de sus dedos, y se apreciaba con claridad la forma de los huesos de los nudillos por donde agarraba fuertemente el velo.
Pero había algo extraño en su piel, algo anormal y repulsivo. Era como si tuviese las venas por encima de la epidermis, en vez de por debajo de ella, y como si esas venas trazasen una serie de surcos en relieve por todo su cuerpo, igual que los riberos sobre un campo de arroz inundado. La mujer oculta bajo el velo parecía tener la piel cuarteada y dura como la de un caimán. Inconscientemente, en lugar de acercarme para ver los dibujos, retrocedí un paso, y noté que la mano de Adele Foster se posaba con delicadeza sobre mi brazo.
– A ella -me dijo-. Le tenía miedo a ella.
Nos sentamos a tomar un café, con algunos de los dibujos esparcidos sobre la mesa.
– ¿Le ha enseñado los dibujos a la policía?
Negó con la cabeza.
– Elliot me pidió que no lo hiciera.
– ¿Le dijo por qué?
– No. Sólo me dijo que sería mejor que no se los enseñara.
Volví a ordenar los dibujos y, al apartar los que representaban a la mujer, me encontré ante cinco paisajes. Todos reproducían el mismo escenario: una inmensa fosa en un campo rodeado de árboles esqueléticos. En uno de los dibujos, una columna de fuego emergía de la fosa, pero podía distinguirse la figura de la mujer del velo entre las llamas.
– ¿Existe este lugar?
Alcanzó el dibujo y lo observó. Me lo devolvió encogiéndose de hombros.
– No lo sé. Tendrá que preguntárselo a Elliot. A lo mejor él lo sabe.
– No podré hacerlo hasta que lo localice.
– Creo que le ha pasado algo, quizá lo mismo que a Landron Mobley.
Esa vez noté que pronunciaba el nombre de Mobley con repugnancia.
– ¿No le cae bien?
Frunció el ceño.
– Era un cerdo. No sé por qué seguían manteniendo aquella amistad. No -se corrigió-. Sí sé por qué. Mobley les conseguía cosas cuando eran jóvenes: drogas y alcohol, puede que incluso mujeres. Sabía dónde conseguir todo aquello. No era como Elliot ni como los demás. No tenía dinero, ni atractivo alguno, ni educación, pero estaba dispuesto a ir a lugares a los que a ellos les daba miedo ir, al menos al principio.
Y, aun así, Elliot Norton había creído conveniente, después de tantos años, representar a Mobley en el juicio que se le avecinaba, a pesar de que aquello no le reportaría ningún prestigio. Elliot Norton, que había crecido con Earl Jr., representaba ahora al muchacho acusado de matar a la hermana de Earl. Lo que estaba averiguando no me gustaba nada.
– Me acaba de contar que hicieron algo cuando eran jóvenes, algo que ha regresado y les persigue. ¿Sabe qué puede ser?
– No. James nunca me habló de eso. Además, antes de su muerte no estábamos muy unidos. Cambió mucho. No era el hombre con el que me casé. Volvió a juntarse con Mobley. Iban a cazar juntos al Congaree. Después empezó a frecuentar clubes de striptease. Incluso creo que andaba con prostitutas.
Dejé cuidadosamente los dibujos sobre la mesa.
– ¿Sabe adónde iba?
– En dos o tres ocasiones lo seguí. Siempre iba al mismo sitio, porque era adonde le gustaba ir a Mobley cuando estaba en la ciudad. Iba a un sitio que se llama LapLand.
Y, mientras yo hablaba con Adele Foster sentado en su casa y rodeado por las imágenes de una mujer espectral, un hombre desaliñado, que llevaba una chillona camisa roja, unos vaqueros azules y unas zapatillas de deporte destrozadas, se acercaba tranquilamente a Norfolk Street, en el Lower East Side de Nueva York, y se quedaba de pie bajo la sombra que proyectaba el Centro Orensanz, la sinagoga más antigua de la ciudad. La tarde era calurosa y, como no se sintió con ánimo para soportar el calor y la incomodidad del metro, había ido en taxi. Cuando llegó al Centro, había por allí un grupo de niños custodiados por dos mujeres que llevaban unas camisetas que las identificaban como miembros de una comunidad judía. Una niñita con rizos negros le sonrió al pasar. Él le devolvió la sonrisa y la siguió con la mirada hasta que se perdió tras una esquina.
Subió la escalera, abrió la puerta y accedió a la sala principal, de estilo neogótico. Oyó pasos a su espalda. Se volvió y vio a un viejo que llevaba una escoba.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -le preguntó el que estaba barriendo.
El visitante habló:
– Busco a Ben Epstein.
– No está aquí.
– Pero viene por aquí, ¿verdad?
– A veces -reconoció el viejo.
– ¿Sabes si vendrá esta tarde?
– Quizás. Entra y sale.
El visitante entrevió una silla en la penumbra, la giró para dejar el respaldo de cara a la puerta y se sentó a horcajadas, estremeciéndose de dolor al hacerlo. Apoyó la barbilla en los antebrazos y se puso a observar al viejo.
– Esperaré. Soy muy paciente.
El viejo se encogió de hombros y empezó a barrer.
Pasaron cinco minutos.
– Oye -dijo el visitante-. He dicho que soy paciente, no que sea una puta piedra. Ve a llamar a Epstein.
El viejo se asustó pero siguió barriendo.
– No puedo ayudarle.
– Creo que sí puedes -le dijo el visitante, y el tono de su voz le provocó al viejo un escalofrío. El visitante parecía impasible, pero el sentimiento de afabilidad y de sosiego que le había proporcionado la sonrisa de la pequeña que vio delante del Centro ya se había disipado-. Dile que se trata de Faulkner. Ya verás como viene.
Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos sólo había una polvareda que formaba espirales donde antes estaba el viejo.
Ángel volvió a cerrar los ojos y esperó.
Eran casi las siete de la tarde cuando llegó Epstein, acompañado de dos hombres, cuyas holgadas camisas no bastaban para ocultar del todo las armas que llevaban. Cuando Epstein vio al hombre que estaba sentado en la silla, se tranquilizó e indicó a sus acompañantes que podían irse. Después acercó una silla y se sentó enfrente de Ángel.
– ¿Sabe quién soy?
– Lo sé. Te llamas Ángel. Un nombre curioso, porque no veo nada angélico en ti.
– No hay nada angélico que ver. ¿Por qué las armas?
– Estamos en peligro. Creemos que ya hemos perdido a un joven a manos de nuestros enemigos. Pero es posible que hayamos encontrado al responsable de su muerte. ¿Te manda Parker?
– No, he venido por mi cuenta. ¿Por qué creía que me enviaba Parker?
Epstein pareció sorprendido.
– Porque antes de que llegaras he estado hablando con Parker, y he dado por supuesto que tu presencia tenía relación con esa llamada.
– Todos los sabios pensamos igual, supongo.
Epstein suspiró.
– Parker me citó una vez una frase de la Torá. Me impresionó mucho. Creo que tú, a pesar de tu gran sabiduría, no me citarás ninguna frase de la Torá ni de la Cábala.
– No -le confesó Ángel.
– Antes de venir estaba leyendo Sefer ha-Bahir, el Libro de las Iluminaciones. Durante mucho tiempo le he estado buscando el sentido a ese libro, y en especial desde la muerte de mi hijo. Tenía la esperanza de encontrar algún significado a los sufrimientos que padeció, pero no soy lo suficientemente sabio como para comprender lo que expresa.
– ¿Cree que el sufrimiento debe de tener algún significado?
– Todo tiene su significado. Todas las cosas son obra de Dios.
– En ese caso, habré de decirle unas palabritas a Dios cuando lo vea.
Epstein extendió las manos.
– Dilas. Siempre está escuchando, siempre está observando.
– Creo que no. ¿Cree usted que escuchaba y observaba cuando murió su hijo? O peor aún: tal vez estaba allí y decidió cruzarse de brazos.
El anciano hizo una mueca involuntaria por el dolor que le ocasionaron aquellas palabras, pero el joven no pareció darse cuenta. Epstein se percató de la ira y del sufrimiento que se reflejaban en su cara.
– ¿Hablas de ti o de mi hijo? -le preguntó con dulzura.
– No ha contestado a mi pregunta.
– Es el Creador: todas las cosas proceden de Él. No pretendo descifrar los designios de Dios. Por esa razón leo la Cábala. Aún no entiendo todo lo que dice, pero poco a poco la voy desentrañando.
– ¿Y qué dice para explicar la tortura y la muerte de su hijo?
Esa vez, incluso Ángel notó el dolor que aquella pregunta le había causado al anciano.
– Lo siento -se disculpó ruborizándose-. A veces me irrito mucho.
Epstein inclinó la cabeza para darle a entender que se hacía cargo.
– Yo también me irrito -le dijo, y retomó el tema-. Creo que la Cábala habla de la armonía existente entre el mundo de arriba y el mundo de abajo, entre lo visible y lo invisible, entre el bien y el mal. Habla de ángeles que se mueven entre el mundo superior y el mundo inferior. Ángeles de verdad, no personas que se llamen así -y sonrió-. Mis lecturas me llevan a preguntarme a veces por la naturaleza de tu amigo Parker. En el Zohar está escrito que los ángeles tienen que vestirse con las ropas de este mundo cuando están en él. Me pregunto si ocurre lo mismo con los ángeles buenos y con los malos; es decir, si ambos huéspedes tienen que andar disfrazados por este mundo. Se dice que los ángeles de las tinieblas serán arrasados por otra aparición: la de los ángeles exterminadores, unos ángeles que traerán plagas, alentados por la cólera vengadora de Dios, dos huestes de sirvientes suyos que lucharán entre sí, porque el Todopoderoso creó el mal para servir a sus propósitos, al mismo tiempo que creó el bien. Si no creyese lo que dice el Zohar, la muerte de mi hijo no tendría ningún sentido. Estoy obligado a creer que su sufrimiento forma parte de un designio superior que no puedo comprender, que se trata de un sacrificio llevado a cabo en nombre del bien supremo y último. -Se inclinó hacia delante para acercarse a Ángel-… Tal vez tu amigo sea un ángel. Un agente de Dios, un ángel exterminador que ha sido mandado para que restaure la armonía entre los dos mundos. Pero, al igual que nosotros desconocemos su naturaleza, puede que él también la desconozca.
– No creo que Parker sea un ángel -dijo Ángel-. Ni siquiera creo que él lo crea. Y si le da por creerlo, su novia lo internará en un psiquiátrico.
– ¿Crees que lo que te digo son fantasías de viejo? Tal vez lo sean. Pues sí, son las fantasías de un viejo. -E hizo como si apartara aquellas fantasías con un digno gesto de la mano-. ¿Y qué te trae por aquí, Ángel?
– Vengo a pedirle algo.
– Te daré cuanto esté en mi mano. Castigaste al que me arrebató a mi hijo.
Porque fue Ángel quien mató a Pudd, que a su vez había matado a Yossi, el hijo de Epstein. Pudd, también llamado Leonard, el hijo de Aaron Faulkner.
– Así es -le dijo Ángel-. Y ahora voy a matar al que ordenó su muerte.
Epstein parpadeó.
– Está en la cárcel.
– Van a soltarlo.
– Si lo ponen en libertad, habrá hombres que lo protegerán y lo mantendrán fuera de tu alcance. Para ellos, Faulkner es muy importante.
Aquellas palabras dejaron preocupado a Ángel.
– No lo entiendo. ¿Por qué es tan importante?
– Por lo que representa -le contestó Epstein-. ¿Sabes lo que significa el mal? Es la ausencia de empatía. De ahí brota todo el mal. Faulkner es como un ente vacío, un ser sin empatía alguna, y ése es el mayor grado de maldad que puede darse en este mundo. Pero Faulkner es peor aún, porque tiene la capacidad de drenar la empatía de los demás. Es una especie de vampiro espiritual que propaga su infección. Y tanta maldad genera aún más maldad, tanto en los hombres como en los ángeles, y ésa es la razón por la que se empeñan en protegerle.
»Pero tu amigo Parker está atormentado por la empatía, por la capacidad de sentir. Es todo lo contrario que Faulkner. Parker es destructivo e irascible, pero la suya es una ira justa. No se trata simplemente de cólera, que es pecaminosa y va contra Dios. Miro a tu amigo y aprecio en él un propósito más noble. Si el bien y el mal son creaciones del Todopoderoso, entonces el mal que recayó sobre Parker, es decir, la pérdida de su mujer y de su hija, fue el instrumento de un bien superior, como lo fue la muerte de Yossi. Fíjate en los hombres a los que ha dado caza. Con ello ha traído la paz a otros, tanto a vivos como a muertos; ha restablecido el equilibrio, y todo eso surge del dolor que tuvo que soportar y que continúa soportando. Yo, al menos, veo la mano de Dios en la manera en que Parker ha reaccionado ante su desgracia.
Ángel movió la cabeza con gesto incrédulo.
– Así que para él y para todos nosotros se trata de una especie de prueba, ¿no?
– No, no se trata de una prueba, sino de una oportunidad para demostrarnos que somos dignos de alcanzar la salvación, para crear esa salvación para nosotros mismos, quizás incluso para volvernos la salvación misma.
– A mí me preocupa más este mundo que el otro.
– No se diferencia uno del otro. No están separados sino unidos. El cielo y el infierno empiezan aquí.
– Bueno, uno de ellos seguro que sí.
– Estás lleno de ira, ¿verdad?
– Casi. Si tengo que escuchar otro sermón me desbordaré.
Epstein levantó las manos en señal de rendición.
– Así que has venido porque quieres que te ayudemos. Pero que te ayudemos en qué.
– Roger Bowen.
A Epstein se le ensanchó la sonrisa.
– Será un verdadero placer.
Tras mi entrevista con Adele Foster regresé a Charleston. Su marido comenzó a visitar el LapLand poco antes de suicidarse, y en el LapLand era donde trabajaba Tereus. Tereus me había insinuado que Elliot sabía más de lo que me contaba acerca de la desaparición de la madre y de la tía de Atys, y, según Adele Foster, Elliot y el grupo de amigos de la adolescencia estaban amenazados por alguna fuerza externa. Aquel grupo incluía a Earl Jr. y a los tres hombres que habían muerto: Landron Mobley, Grady Gruett y James Foster. Volví a telefonear a Elliot pero en vano. Entonces decidí pasarme por su oficina, que se encuentra junto al cruce de Broad y Meeting; un cruce al que los lugareños llaman las Esquinas de las Cuatro Leyes, ya que en cada una de las esquinas se alzan la iglesia de San Miguel, la corte Federal, el Palacio de Justicia estatal y el Ayuntamiento. Elliot ocupaba un edificio en el que había otros dos bufetes de abogados, y los tres compartían una única entrada en la planta baja. Me fui derecho al tercer piso, pero no había señal alguna de actividad detrás de la puerta de cristal esmerilado. Me quité la cazadora, la apoyé contra la puerta y rompí el cristal con la culata de la pistola. Metí la mano por el agujero y abrí.
Una pequeña habitación en la que había una mesa y unas estanterías repletas de expedientes servía de antesala al despacho de Elliot. La puerta no estaba cerrada con llave. Dentro, alguien había abierto los cajones de los archivadores y desperdigado los expedientes por la mesa y las sillas. Quienquiera que hubiese registrado el despacho, sabía qué estaba buscando. No encontré ningún fichero ni libro de direcciones, y, cuando intenté acceder al ordenador, me resultó imposible pues tenía una contraseña de acceso. Me pasé cinco minutos revisando los expedientes por orden alfabético, pero no encontré ninguno relacionado con Landron Mobley ni con Atys Jones que ya no tuviese. Apagué las luces, pasé por encima de los cristales rotos y cerré la puerta.
Adele me había dado una dirección de Hampton en la que podría localizar a Phil Poveda, uno de los integrantes del entonces ya menguado grupo de amigos. Llegué justo a tiempo de encontrarme con un hombre alto, de largo pelo entrecano y con barba, que cerraba la puerta del garaje desde dentro. Cuando me acerqué, se detuvo. Me miró nervioso y asustado.
– ¿Señor Poveda?
No contestó.
Alargué la mano para mostrarle mi licencia.
– Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado y me preguntaba si podría dedicarme un momento.
Tampoco contestó, pero al menos la puerta del garaje aún estaba abierta. Lo interpreté como una buena señal. Pero me equivoqué. Phil Poveda, que tenía pinta de ser un hippy cretino colgado de la informática, me apuntó con una pistola. Era de calibre 38 y temblaba como la gelatina, pero aun así era una pistola.
– Váyase de aquí -me increpó.
La mano seguía temblándole, pero, comparada con su voz, era firme como una roca. Poveda estaba desmoronándose. Lo adiviné en sus ojos, en las arrugas que le circundaban la boca y en las ulceraciones que tenía en la cara y en el cuello. De camino a su casa, me había preguntado si podría ser él, de alguna manera, el responsable de lo que estaba sucediendo. En ese momento, frente a la evidencia de su desintegración y al miedo que rezumaba, supe que era una víctima en potencia, no un presunto asesino.
– Señor Poveda, puedo ayudarle. Sé que está sucediendo algo. Hay gente que ha muerto, gente a la que usted estuvo una vez muy unido: Grady Truett, James Foster y Landron Mobley. Creo que incluso la muerte de Marianne Larousse tiene algún tipo de relación con esto. Y Elliot Norton ha desaparecido.
Parpadeó.
– ¿Elliot?
Otro pequeño fragmento de esperanza se le cayó al suelo y se hizo añicos.
– Tiene que hablar con alguien. Creo que en algún momento del pasado usted y sus amigos hicieron algo y que las consecuencias de aquello han regresado para perseguirles. Una treinta y ocho en una mano temblorosa no va a librarle de lo que se le viene encima.
Di un paso adelante y la puerta del garaje se cerró de golpe antes de que pudiese llegar a ella. La golpeé con fuerza.
– ¡Señor Poveda! Hable conmigo.
No hubo respuesta, pero sospeché que estaba allí, esperando, al otro lado de la puerta metálica, preso en una oscuridad que él mismo se había creado. Saqué una tarjeta de visita de mi cartera, introduje la mitad por debajo de la puerta y lo dejé allí con sus pecados.
Cuando volví a mirar, la tarjeta había desaparecido.
Me pasé por el LapLand, pero Tereus no se encontraba allí, y Handy Andy, envalentonado por la presencia de un camarero y de un par de porteros con chaqueta negra, no parecía dispuesto a ayudarme. Tampoco conseguí nada cuando fui a la pensión de Tereus. Según el vejete que al parecer había establecido su residencia permanente en la escalera delantera, aquella mañana había salido para ir a trabajar y no había vuelto. Me daba la impresión de que estaba tropezando con demasiadas dificultades para encontrar a la gente con la que necesitaba hablar.
Crucé la calle King y entré en Janet's Southern Kitchen. Janet's es una reliquia del pasado, un lugar donde la gente toma una bandeja y hace cola para llenarse el plato de pollo frito con arroz y costillas de cerdo. Yo era el único cliente blanco, pero nadie reparaba en mí. Me serví un trozo de pollo y un poco de arroz, aunque seguía sin apetito. Me bebí un vaso tras otro de limonada para refrescarme, pero no me sentaron bien. Aún estaba muerto de sed y tenía fiebre. Louis llegará pronto, me dije, y entonces las cosas empezarán a verse más claras. Aparté el plato y volví al hotel.
Cuando cayó la noche, tenía el escritorio cubierto de nuevo con los dibujos de la mujer. La carpeta que contenía las fotografías de la escena del crimen de Larousse y los informes policiales estaban a mi izquierda. El espacio restante lo ocupaban los dibujos de James Foster. En uno de ellos se veía a la mujer mirando por encima del hombro, con la cara ensombrecida por tonos grises y negros. Los huesos de los dedos podían apreciarse bajo el velo que envolvía su cuerpo, y algo parecido a una tracería de venas en relieve -o quizás unas escamas- recubría su piel. Pensé que también había algo casi sexual en la manera en que la había dibujado, una mezcla de odio y deseo expresada a través del arte. Las nalgas y las piernas estaban cuidadosamente trazadas, como si la luz del sol brillase a contraluz entre las piernas, y tenía los pezones erectos. Era como la lamia de la mitología: una mujer hermosa de cintura para arriba, pero una serpiente de cintura para abajo, un híbrido que seducía a los viajeros con su voz para devorarlos cuando estuviesen a su alcance. Salvo que, en este caso, las escamas de serpiente parecían haberse extendido por la totalidad del cuerpo. Los orígenes del mito, inspirado por el temor masculino a la agresiva sexualidad femenina, había encontrado un campo fértil en la imaginación de Foster.
Y luego estaba el segundo tema de sus tentativas artísticas: la fosa rodeada de piedras y de un terreno árido y estéril, con las siluetas de unos árboles ralos en un segundo plano como si fuesen plañideras alrededor de una tumba. En el primero de los dibujos, la fosa era simplemente un agujero negro que recordaba de forma deliberada los rasgos faciales de la mujer velada, y los bordes daban la impresión de ser los pliegues del velo que le cubrían la cabeza. Pero, en el segundo dibujo, una columna de fuego ascendía, crepitante, desde las profundidades, como si se hubiese horadado un túnel hasta el centro de la tierra o hasta el mismísimo infierno. En el centro de la columna de fuego, la mujer era consumida por las llamas. Lenguas anaranjadas y rojas de fuego le envolvían el cuerpo, con las piernas separadas y la cabeza echada hacia atrás en un gesto de dolor o de éxtasis. Podía tratarse de un ejercicio para un examen psicológico de tres al cuarto, pero llegué a la conclusión de que Foster había estado muy trastornado. Son cien dólares. Puede pagarle a la secretaria a la salida.
Aparte de los dibujos, la viuda me autorizó a que me llevara una fotografía. En ella se veía a seis jóvenes delante de un bar. Por detrás de la figura que estaba en el extremo izquierdo del grupo se apreciaba un neón publicitario de cerveza Miller. Elliot Norton sonreía, levantando una botella de Bud con la mano derecha; con la izquierda rodeaba la cintura de Earl Larousse Jr. A su lado estaba Phil Poveda, más alto que los demás, repantigado sobre un coche con las piernas y los brazos cruzados, la camisa desabrochada y una botella de cerveza asomándole por el costado izquierdo. El siguiente era el miembro más bajo de la pandilla: un joven aniñado que tenía el pelo rizado y la cara carnosa, una barba incipiente y unas piernas que daban la impresión de ser demasiado cortas para su cuerpo. Ensayaba una pose de bailarín, con la pierna y el brazo izquierdos extendidos hacia delante y el brazo derecho alzado por detrás; la cámara había captado el último chorro brillante de tequila que se derramaba de la botella que tenía en la mano: era el difunto Grady Truett. A su lado, un rostro juvenil escudriñaba con timidez la cámara, con la barbilla clavada en el pecho. Se trataba de James Foster.
El último de los jóvenes no sonreía tan abiertamente como los demás. Su sonrisa parecía más forzada. Llevaba ropa barata: un pantalón vaquero y una camisa a cuadros. Posaba incómodo y erguido sobre la gravilla y el barro del aparcamiento, con la actitud propia de alguien que no está acostumbrado a que lo fotografíen. Landron Mobley, el más pobre de los seis, el único que no había ido a la universidad, el único que no prosperó, el único que nunca salió del estado de Carolina del Sur para labrarse un porvenir. Pero Landron Mobley resultaba útil: Landron podía conseguir drogas. Landron podía encontrar mujerzuelas que se vendían a cambio de una cerveza. Los grandes puños de Landron podían aporrear a quien molestase a aquella pandilla de jóvenes ricos que se aventuraban en territorio ajeno, que se liaban con mujeres con las que no debían liarse, que bebían en bares donde no eran bien recibidos. Landron representaba la puerta de entrada a un mundo del que aquellos cinco hombres querían hacer uso y abuso, pero del cual no querían formar parte. Landron era el portero. Landron sabía cosas.
Y ahora Landron Mobley estaba muerto.
Según Adele Foster, a ella no le sorprendió el hecho de que hubiesen acusado a Mobley de mantener relaciones deshonestas con las reclusas. Sabía de lo que era capaz Landron Mobley, sabía lo que le gustaba hacer a las chicas incluso en aquellos tiempos en que sistemáticamente no aprobaba ni una asignatura en el instituto. Y, aunque su marido afirmaba que había roto todo vínculo con él, le había visto hablar con Landron un par de semanas antes de su muerte, había visto a Landron darle una palmadita en el brazo cuando entraba en el coche y había visto también que su marido sacaba la cartera y le daba un pequeño fajo de billetes. Aquella noche se encaró con él, pero sólo consiguió que le dijera que Landron estaba pasando una mala racha desde que se quedó sin trabajo y que sólo le había dado el dinero para que se marchara y lo dejase en paz. Por descontado, ella no le creyó, y las visitas de James al LapLand confirmaron sus sospechas. Por aquel entonces, el distanciamiento entre marido y mujer era cada vez mayor, y me dijo que le confesó a Elliot, aunque no a James, el miedo que le inspiraba Landron Mobley. Se lo confesó un día que estaba en la cama con Elliot, en la pequeña habitación que tenía encima de su oficina, aquella habitación en la que algunas veces dormía Elliot cuando estaba trabajando en algún caso particularmente difícil, pero que en aquellos momentos utilizaba para satisfacer otras demandas más urgentes.
– ¿Te ha pedido dinero a ti? -le preguntó Adele a Elliot.
Elliot miró hacia otro lado.
– Landron siempre necesita dinero.
– Eso no es una respuesta.
– Conozco a Landron desde hace mucho tiempo y, sí, le echo una mano de vez en cuando.
– ¿Por qué?
– ¿Qué quieres decir con «por qué»?
– Que no lo comprendo, eso es todo. No era como vosotros. Puedo imaginarme lo útil que os resultaría cuando erais jóvenes y salvajes…
En aquel momento la estrechó entre sus brazos.
– Aún soy salvaje.
Pero ella lo apartó con delicadeza.
– Pero ahora mismo -continuó Adele-, ¿qué tiene que ver Landron Mobley con vuestras vidas? Deberíais olvidaros de él. Él pertenece al pasado.
Elliot retiró las sábanas, se levantó de la cama y se quedó de pie, desnudo, a la luz de la luna, de espaldas a ella. Por un momento, a Adele le dio la impresión de que los hombros de su amante se hundían, de ese modo en que los hombros de una persona se abaten cuando el agotamiento amenaza con vencerla y se deja vencer.
Y entonces dijo algo extraño.
– Hay cosas del pasado que no puedes dejar atrás. Hay cosas que te persiguen durante toda la vida.
Eso fue todo lo que dijo. Unos segundos más tarde, ella oyó el ruido de la ducha y comprendió que era hora de irse.
Fue la última vez que Elliot y ella hicieron el amor.
Pero la lealtad de Elliot a Landron Mobley había ido más allá de una simple ayuda monetaria. Elliot había asumido la representación legal de su viejo amigo en lo que podía resultar un caso muy grave de violación, aunque el caso ya era nulo a causa de la muerte de Mobley. Además, daba la impresión de querer destruir de manera voluntaria su antigua amistad con Earl Larousse Jr. al asumir la defensa de un joven negro con el que Elliot aparentemente no tenía ningún tipo de relación. Saqué las notas que había tomado hasta aquel momento y las examiné una vez más con la esperanza de encontrar algo que hubiera podido pasar por alto. Al colocar las hojas una junto a otra, fue cuando me di cuenta de una curiosa conexión: a Davis Smoot lo habían asesinado en Alabama sólo unos días antes de la desaparición de las hermanas Jones en Carolina del Sur. Repasé las anotaciones que había hecho mientras hablaba con Randy Burris sobre los acontecimientos que rodearon la muerte de Smoot y la búsqueda, y posterior arresto por asesinato, de Tereus. De acuerdo con lo que el propio Tereus me había dicho, bajó a Alabama para pedir ayuda a Smoot, que huyó de Carolina del Sur en febrero de 1980, unos días después de la presunta violación de Addy Jones, y que estuvo escondido al menos hasta julio de 1981, cuando Tereus se enfrentó a él y lo mató. Negó a los abogados de la acusación que su enfrentamiento con Smoot tuviese relación alguna con los rumores de que Smoot había violado a Addy. Posteriormente, a principios de -agosto de 1980, Addy Jones dio a luz a su hijo Atys.
Tenía que haber algún error.
Una llamada en el móvil me sacó de aquellas cavilaciones. De inmediato reconocí el número que aparecía en la pantalla. La llamada venía del piso franco. Contesté al segundo toque. Nadie hablaba, sólo se oían unos golpecitos, como si alguien estuviese aporreando suavemente el teléfono contra el suelo. Tac-tac-tac.
– ¿Hola?
Tac-tac-tac.
Agarré la cazadora y corrí al garaje. Los silencios entre los golpes se iban alargando y supe con certeza que la persona que estaba al otro lado de la línea se encontraba en un apuro, que sus fuerzas fallaban y que ésa era la única manera que tenía de comunicarse.
– Voy de camino -le dije-. No cuelgues. No cuelgues.
Cuando llegué al piso franco, había fuera tres jóvenes negros que movían los pies con nerviosismo. Uno de ellos tenía un cuchillo y me lo enseñó cuando salí corriendo del coche. Vio la pistola que yo llevaba en la mano y levantó las suyas en señal de aquiescencia.
– ¿Qué ha pasado?
El chico no contestó, aunque sí otro un poco mayor, que estaba detrás de él.
– Oímos cristales rotos. Nosotros no hemos hecho nada.
– No os mováis de ahí. Quedaos atrás.
– Que te den por culo, tío -fue la respuesta, pero no se acercaron a la casa.
La puerta principal estaba cerrada con llave, así que me dirigí a la parte trasera. La puerta estaba abierta de par en par aunque intacta. No había nadie en la cocina. Vi la omnipresente jarra de limonada hecha añicos en el suelo. Unas moscas zumbaban alrededor del líquido derramado por el suelo de linóleo barato.
Encontré al anciano en el salón. Tenía un profundo agujero en el pecho y estaba tendido en el suelo como un ángel negro anegado en su propia sangre, con las alas rojas extendidas. En la mano derecha sostenía el teléfono, mientras que con los dedos de la izquierda arañaba el suelo de madera. Lo había arañado con tanta fuerza que tenía las uñas rotas y los dedos le sangraban. Intentaba alargar la mano para tocar a su mujer. Vi uno de los pies de la anciana en el vestíbulo, con la zapatilla desencajada por la presión que había ejercido al arrastrarse. Tenía la parte trasera de la pierna manchada de sangre.
Me agaché ante el anciano y le sujeté la cabeza, buscando algo con lo que detener la hemorragia. Me estaba quitando la cazadora cuando me asió por la camisa y la agarró con fuerza.
– Uh ent gap me mout'! -susurró. Tenía los dientes ensangrentados-. Uh ent gap me mout'! [«¡No he abierto la boca!»]
– Lo sé -le dije, y noté que la voz se me quebraba-. Sé que no ha dicho nada. ¿Quién ha hecho esto, Albert?
– Plateye -musitó-. Plateye.
Me soltó la camisa y de nuevo intentó alcanzar con la mano a su mujer muerta.
– Ginnie -la llamaba. Su voz se debilitó-. Ginnie -volvió a llamarla, y murió.
Le apoyé la cabeza en el suelo, me levanté y fui hacia la mujer. Estaba boca abajo, con dos agujeros de bala en la espalda: uno en el lado izquierdo de la parte baja de la columna y el otro cerca del corazón. No tenía pulso.
Oí un ruido detrás de mí y, cuando me di la vuelta, vi en la puerta de la cocina a uno de los chicos que había fuera.
– ¡No entres!-le dije-. Llama a urgencias.
Me miró, miró luego al anciano y desapareció.
Del piso de arriba no llegaba ningún ruido. El hijo de la pareja, Samuel, estaba desnudo y muerto dentro de la bañera, con la cortina entre las manos y el agua de la ducha cayéndole con fuerza en la cara y el cuerpo. Había recibido dos disparos en el pecho. Cuando registré las cuatro habitaciones de arriba, no encontré rastro alguno de Atys, pero la ventana de su dormitorio estaba rota y algunas tejas se habían desprendido del tejado de la cocina. Daba la impresión de que había saltado por allí, lo que significaba que aún podía estar vivo.
Bajé las escaleras. Me encontraba en el jardín cuando llegó la policía. Había enfundado mi pistola y les enseñé mi licencia y mi permiso. Naturalmente, los polis me quitaron la pistola y el teléfono y me obligaron a permanecer sentado dentro de un coche hasta que llegaron los detectives. A esas alturas, se había congregado una multitud y los de uniforme hacían cuanto podían para mantenerla a raya. Las luces giratorias de los Ford Crown Victoria proyectaban destellos de fuegos artificiales sobre las caras y las casas. Había muchos coches, porque el Departamento de Policía de Charleston asignaba un vehículo a cada agente, con la excepción de las patrullas de vigilancia urbana, compuestas por dos efectivos; fue una de esas patrullas la primera en llegar a la escena del crimen, a los pocos minutos de recibir la llamada. La unidad móvil encargada de analizar el escenario de los crímenes llegó en una biblioteca ambulante adaptada para ese nuevo uso, al mismo tiempo que dos detectives de la unidad de delitos violentos decidían que querían mantener una charla conmigo.
Les dije que tenían que encontrar a Atys Jones y me contestaron que ya estaban en ello, aunque no como una víctima en potencia, sino como sospechoso de nuevos crímenes. Desde luego se equivocaban. Yo sabía que se equivocaban.
En una gasolinera de South Portland, un jorobado echaba veinte dólares de gasolina en un Nissan. Sólo había otro vehículo en el surtidor: un Chevy C-10 del 86, con el alero derecho destrozado, que le había costado a su nuevo propietario un total de mil cien dólares, de los cuales había pagado la mitad; la otra mitad habría de pagarla a final de año. Era el primer coche que Bear tenía después de más de cinco años y estaba muy orgulloso de él. Ahora, en vez de gorronear el transporte a la cooperativa, esperaba cada mañana a que abriesen, escuchando la música que salía a todo volumen del equipo estereofónico de pacotilla de su Chevy.
Bear apenas si miró al tipo que estaba junto a él. Había visto a demasiados tipos extraños en la cárcel como para saber que lo mejor era no prestarles atención. Echó gasolina, la pagó con el dinero que le había prestado su hermana, comprobó la presión de los neumáticos y se marchó.
Cyrus había pagado por adelantado al aburrido empleado de la gasolinera y era consciente de que el joven aún lo miraba, fascinado por su cuerpo deforme. Aunque estaba acostumbrado a despertar repugnancia en la gente, aún consideraba una falta de educación el que se la manifestaran de forma tan abierta. El chico tuvo suerte de estar protegido por el cristal y de que a Cyrus le reclamasen otros asuntos. De todas formas, si le quedaba tiempo, regresaría para enseñarle que era de mala educación mirar a una persona de aquella manera. Volvió a colocar la manguera en su sitio, subió al coche y alcanzó el cuaderno que tenía debajo del asiento. Había ido anotando meticulosamente todo lo que había visto y hecho, porque era importante no olvidar nada que pudiera serle de utilidad.
Anotó lo del chico en las páginas del cuaderno, junto con otras observaciones que Cyrus había introducido aquella misma tarde: los movimientos de la mujer pelirroja en su casa y el fugaz e inquietante avistamiento del negro corpulento que ahora se hospedaba allí. Aquello entristeció a Cyrus.
A Cyrus no le gustaba mancharse las manos de sangre masculina.
Un edificio de ladrillo rojo albergaba la sede del Departamento de Policía de Charleston en el bulevar Lockwood, frente al estadio Joe Riley, con vistas al parque Brittlebank y al río Ashley. Pero la sala de interrogatorios era una habitación sin vistas, a menos que uno considerara vistas la cara de los dos agentes iracundos que la compartían conmigo en aquel momento.
Para hacerse una idea de lo que era el Departamento de Policía de Charleston, habría que conocer al jefe Reuben Greenberg, que ostentaba la jefatura desde 1982 y que era un jefe de policía muy popular, por paradójica que resulte tal condición. Durante los dieciocho años que llevaba al frente del departamento había introducido una serie de innovaciones que habían contribuido a estabilizar, y en algunos casos a reducir, la tasa de criminalidad en Charleston: desde poner en marcha programas de asistencia social y represión de la delincuencia (los llamados Weed y Seed) en los barrios más pobres hasta dotar de zapatillas de deporte a los policías para que de ese modo pudiesen perseguir a los delincuentes con más comodidad. La tasa de criminalidad había descendido durante ese periodo, hasta el punto de que Charleston se había situado por debajo de cualquier otra ciudad sureña de dimensiones similares.
Por desgracia, las muertes de Albert, Ginnie y Samuel Singleton significaban que la esperanza de igualar las estadísticas del año anterior se había disipado del todo, y quienquiera que acabase implicado, siquiera remotamente, en cualquier cosa que amenazase el nivel de flotación del buen barco Estadística Criminal sin duda se hacía bastante impopular en el número 180 del bulevar Lockwood.
Yo no era nada popular en el número 180 del bulevar Lockwood.
Después de esperar una hora encerrado en un coche policial fuera de la casa del East Side, me condujeron a una habitación pintada sin ningún gusto y con unos muebles funcionales. Delante de mí había una taza de café frío. Los dos agentes que me interrogaban tampoco resultaban nada cálidos.
– Elliot Norton -repitió el primero-. Dice que está trabajando para Elliot Norton.
Se llamaba Adams y llevaba una camisa azul con manchas de sudor en las axilas. Su piel era de color azabache y tenía los ojos enrojecidos. Ya le había dicho dos veces que trabajaba para Norton y habíamos repasado media docena de veces las últimas palabras que dijo Albert, pero Adams no veía razón alguna por la que yo no debiera repetir todo aquello.
– Me contrató para que llevase a cabo una investigación paralela -les dije-. Recogimos a Atys en la cárcel de Richland County y lo trasladamos a casa de los Singleton. Iba a tratarse de un piso franco temporal.
– Segundo error -me dijo el compañero de Adams. Se apellidaba Addams, y era tan blanco como negro era su compañero. Alguien del Departamento de Policía de Charleston tenía un sentido del humor muy retorcido. Era la tercera vez que abría la boca desde que comenzó el interrogatorio.
– ¿Cuál fue el primer error? -le pregunté.
– En principio, involucrarse en el caso Jones -me contestó-. O quizá bajarse del avión en el aeropuerto internacional de Charleston. Fíjese, ya son tres los errores.
Sonrió y le devolví la sonrisa por mera educación.
– ¿No resulta un poco lioso que usted se llame Addams y él Adams?
Addams frunció el ceño.
– No, mire, yo soy Addams, con dos des. Él es Adams, con una de. Es fácil.
Daba la impresión de que lo decía en serio. El Departamento de Policía de Charleston ofrecía un baremo de incentivos económicos con arreglo al nivel educativo de los agentes, que iba desde un siete por ciento por una licenciatura hasta un veintidós por ciento por un doctorado. Lo sabía porque había leído y releído el boletín de noticias que estaba clavado en el tablón de anuncios que había detrás de Addams. Y me imaginé que el sobre de los incentivos en la nómina de Addams estaría vacío, a menos que le diesen una moneda de cinco centavos al mes por haber terminado el bachillerato.
– ¿Así que -resumió su compañero- lo recogió, lo dejó en el piso franco, volvió a su hotel…?
– Me cepillé los dientes, me fui a la cama, me levanté, llamé a Atys para ver cómo estaba, hice otras llamadas…
– ¿A quiénes llamó?
– A Elliot y a un familiar que está en Maine.
– ¿Qué le contó a Norton?
– No mucho. Todavía estábamos en pañales. Me preguntó si había hecho algún progreso y le contesté que acababa de empezar.
– Después, ¿qué hizo?
Una vez más llegamos a ese punto en el que el camino de la verdad y el de la mentira se bifurcan. Opté por un camino intermedio, con la esperanza de retomar más tarde el camino de la verdad.
– Fui a un club de striptease.
La ceja derecha de Adams formó un arco eclesiástico de desaprobación.
– ¿Por qué?
– Porque estaba aburrido.
– ¿Norton le pagaba para que fuese a clubes de striptease?
– Fui a la hora de la comida. Era mi hora libre.
– ¿Y después?
– Volví al hotel y cené. Me acosté. Cuando me levanté esta mañana intenté llamar a Elliot, pero no tuve suerte. Visité a algunos testigos para comprobar sus declaraciones y regresé al hotel. Al cabo de una hora me llamó Albert.
Adams se puso de pie entre gestos de abatimiento e intercambió una mirada con su compañero.
– Me huele que Norton no le sacaba partido a su dinero.
Por primera vez, me fijé en que conjugaba el verbo en pasado.
– ¿Qué quiere decir con «sacaba»?
Volvieron a intercambiar una mirada, pero ninguno dijo palabra.
– ¿Tiene algún documento relacionado con el caso Jones que pueda sernos de utilidad para la investigación? -me preguntó Addams.
– Le he hecho una pregunta -le dije.
Addams alzó la voz.
– Yo también le he hecho una pregunta: ¿tiene o no algo que pueda ser de utilidad para la investigación?
– No -mentí-. Elliot lo tenía todo. -Me di cuenta de que había metido la pata-. Elliot lo «tiene» todo -me corregí-. Ahora, díganme qué ha pasado.
Fue Adams quien tomó la palabra.
– Una patrulla de carretera encontró su coche a la salida de la 176, en dirección a Sandy Road Creek. Estaba en el agua. Parece ser que viró bruscamente para evitar algún obstáculo y acabó en el río. El cuerpo no aparece, pero hay sangre dentro del coche. Mucha sangre. El grupo sanguíneo, B Rh positivo, coincide con el de Norton. Lo sabemos porque donaba sangre, así que contrastamos las muestras del coche con las de la donación.
Escondí la cara entre las manos y respiré hondo. Primero Foster, después Truett y Mobley y ahora Elliot. Sólo quedaban dos más: Earl Larousse Jr. y Phil Poveda.
– ¿Puedo irme ya?
Quería regresar al hotel y poner a salvo el material que tenía allí. Sólo esperaba que Adams y Addams no hubiesen solicitado una orden de registro mientras yo permanecía retenido.
Antes de que uno de los dos agentes pudiera darme una respuesta, se abrió la puerta de la sala de interrogatorios. El hombre que entró era por lo menos veinte años mayor que yo y me sacaba entre cinco y siete centímetros de altura. Tenía el pelo canoso y cortado a la moda, los ojos de color azul grisáceo, y se comportaba como si acabase de llegar de la Academia Militar de Parris Island, después de haber dado caza a unos marines que se hubiesen ausentado sin permiso. El aire militar se veía reforzado por el impecable uniforme que llevaba y por la chapa identificativa: «S. Stilwell». Stilwell era el teniente coronel que estaba al mando del grupo de operaciones del Departamento de Policía de Charleston y sólo tenía que rendir cuentas ante el jefe Greenburg.
– ¿Es éste el sujeto, agente? -vociferó.
– Sí, señor -confirmó Addams, y me lanzó una mirada con la que pretendía darme a entender que mis problemas acababan de empezar y que iba a divertirse mucho con lo que me esperaba.
– ¿Por qué sigue aquí? ¿Por qué no está compartiendo ya celda con la peor basura, con los réprobos más repugnantes que esta gran ciudad puede brindarle?
– Señor, estábamos interrogándole.
– ¿Y ha respondido a las preguntas de manera satisfactoria, agente?
– No, señor. No lo ha hecho.
– ¿Ah, no?
Stilwell se volvió hacia Adams.
– Usted, agente, usted es un buen hombre, ¿no es así?
– Intento serlo, señor.
– No lo dudo, agente. Y usted, por encima de todo, tiene una opinión favorable de su prójimo.
– Sí, señor.
– No esperaba menos de usted. ¿Lee la Biblia?
– No tanto como debiera, señor.
– Ya lo creo, agente. Nadie lee la Biblia tanto como debiera. El hombre debería vivir la palabra de Dios, no estudiarla. ¿Estoy en lo cierto?
– Sí, señor.
– ¿Y no nos dice la Biblia que debemos tener una buena opinión del prójimo, que se merece que le demos todas las oportunidades posibles?
– No lo sé con certeza, señor.
– Yo tampoco, pero estoy seguro de que existe tal mandamiento. Y si no existe ese mandamiento en la Biblia, es porque se debió a un descuido, y si el hombre responsable de omitir tal mandamiento pudiese volver y corregir ese error, con toda seguridad volvería e incluiría dicho mandamiento, ¿verdad que lo haría?
– Con toda seguridad, señor.
– Amén. Así que estamos de acuerdo, agente, en que le ha dado al señor Parker la oportunidad de contestar a las preguntas que le ha hecho. De que usted, como un hombre temeroso de Dios, ha cumplido ese probable mandamiento de la Biblia y ha dado por hecho que la declaración del señor Parker es la palabra de un hombre honrado. ¿Y, aun así, duda de que haya sido sincero?
– Me temo que sí, señor.
– Bien, entonces estamos ante una desafortunadísima vuelta de tuerca.
Por primera vez centró toda su atención en mí.
– Estadísticas, señor Parker. Hablemos de estadísticas. ¿Sabe cuánta gente murió asesinada en esta magnífica ciudad de Charleston en el año de nuestro Señor de mil novecientos noventa y nueve?
Negué con la cabeza.
– Yo se lo diré: tres. Fue la tasa de asesinatos más baja qué hemos tenido en más de cuarenta años. Bien, ¿eso qué le dice acerca del Cuerpo de Policía de la magnífica ciudad de Charleston?
No contesté. Stilwell ahuecó la mano izquierda tras la oreja izquierda y se inclinó hacia mí.
– No le oigo, hijo.
Abrí la boca, pero eso le dio pie a continuar hablando antes siquiera de que yo pudiese decir algo.
– Le explicaré qué indica eso acerca de este Cuerpo de Policía. Significa que este magnífico cuerpo policial integrado por hombres y mujeres no tolera el asesinato, que rechaza enérgicamente lo que se entiende como la actividad antisocial y que castigará a aquellos que cometan asesinatos como si fuesen dos toneladas de mierda sacadas de un tren cargado de elefantes. Pero su llegada a nuestra ciudad parece que ha coincidido con un escandaloso incremento de homicidios. Eso afectará a nuestras estadísticas. Causará una mancha en el recuento estadístico y el jefe Greenberg, un hombre excelente, tendrá que presentarse ante el alcalde y explicarle esa desafortunada vuelta de tuerca. Y el alcalde le preguntará por qué ha ocurrido eso, y entonces el jefe Greenberg me preguntará a mí, y yo le diré que ha sido por su culpa, señor Parker. Y el jefe me preguntará que dónde está usted, y yo le llevaré hasta el agujero más oscuro y más profundo que reserva la ciudad de Charleston para quienes amenazan su seguridad. Y bajo aquel agujero habrá otro agujero, y en ese agujero estará usted, señor Parker, porque lo encerraré allí. Estará tan bajo tierra que oficialmente no se hallará en la jurisdicción de la ciudad de Charleston. Más aún, ni siquiera se encontrará oficialmente en la jurisdicción de los Estados Unidos de América. Estará en la jurisdicción de la República Popular China, y los chinos le aconsejarán que contrate a un abogado chino para ahorrarse los gastos de desplazamiento de su representante legal. ¿Cree que todo esto que le cuento es una mentira de mierda, señor Parker? Porque no le estoy diciendo una mentira de mierda. Yo no les cuento mentiras de mierda a gente como usted, señor Parker. Yo me cago en la gente como usted, y me guardo algunas de las más desagradables de mis cagadas para ocasiones como ésta. Bien, ¿tiene algo más que quiera compartir con nosotros?
Negué con la cabeza.
– No puedo decirle nada más.
Se puso de pie.
– Entonces hemos acabado. Agente, ¿disponemos de alguna chirona para el señor Parker?
– Seguro que sí, señor.
– ¿Y compartirá esa chirona con la escoria de esta gran ciudad, con los borrachos, las putas y los tipos de reputación moral más baja?
– Eso puede arreglarse, señor.
– Pues arréglelo, agente.
Intenté en vano hacer valer mis derechos.
– ¿No se me permite llamar a un abogado?
– Señor Parker, usted no necesita un abogado. Necesita un agente de viajes para salir echando chispas de esta ciudad. Necesita un sacerdote que rece para que no me fastidie más de lo que ya me ha fastidiado. Y, por último, necesita viajar hacia atrás en el tiempo para buscar a su madre, encontrarla antes de que su padre la fecunde con su lamentable semilla y rogarle que no se quede embarazada de usted, porque si continúa obstruyendo esta investigación, va a lamentar el día en que ella lo arrojó lloriqueando y gritando a este mundo. Agente, quite a este individuo de mi vista.
Me metieron en una celda llena de borrachos y me tuvieron allí hasta las seis de la mañana. Cuando creyeron que había dormido la mona lo suficiente, Addams bajó y me soltó. Mientras los dos nos dirigíamos a la puerta principal, su compañero, que estaba en el vestíbulo, se quedó mirándonos mientras lo cruzábamos.
– Si descubro algo de Norton, se lo comunicaré -me dijo.
Le di las gracias y él inclinó la cabeza.
– Por cierto, he descubierto lo que significa «plateye». Tuve que preguntárselo al mismísimo Alphonso Brown, un tipo que trabaja de guía para los turistas que visitan el antiguo emplazamiento del pueblo Gullah. Me dijo que era una especie de fantasma: un mutante, algo que puede cambiar de forma. Tal vez el viejo intentaba decir que su cliente se volvió contra ellos.
– Puede ser, salvo que Atys no tenía pistola.
No contestó. Su compañero me empujaba para que saliese de allí lo antes posible.
Me devolvieron mis cosas, excepto la pistola. Me dijeron que por el momento la pistola quedaba confiscada y se zafaron de mí. Cuando salí, vi a los presos, vestidos de azul carcelario, que se disponían a cortar el césped y a limpiar los parterres. Me pregunté si sería difícil encontrar un taxi.
– ¿Piensa irse de Charleston en un futuro próximo? -me preguntó Addams.
– Después de esto no.
– Bueno, si decide irse, háganoslo saber, ¿de acuerdo?
Me dirigía ya a la puerta cuando Addams me puso una mano en el pecho.
– Recuerde esto, señor Parker: tengo un mal presentimiento con respecto a usted. Mientras estaba ahí dentro encerrado, he hecho algunas llamadas y no me ha gustado una de las cosas que he oído. No quiero que empiece una de sus cruzadas en la ciudad del jefe Greenberg, ¿me comprende? Así que evítelo y asegúrese de que se pasará por aquí antes de irse. No nos vamos a desprender de la Smith 10 hasta que su avión no empiece a dirigirse a la pista de despegue. Entonces puede que le devolvamos la artillería.
Addams me quitó la mano del pecho y me abrió la puerta.
– Nos veremos -me dijo.
Me detuve, fruncí el ceño y chasqueé los dedos.
– Perdone, pero ¿quién es usted?
– Addams.
– Con una de.
– No. Con dos des.
Asentí con la cabeza.
– Intentaré recordarlo.
Cuando regresé al hotel, apenas tenía fuerzas para desvestirme, pero, cuando lo hice, caí en la cama y me quedé dormido tan profundamente que no me desperté hasta pasadas las diez. No soñé. Era como si las muertes de la noche anterior no hubiesen sucedido.
Pero Charleston aún no había descubierto el último de los cadáveres. Mientras las cucarachas volaban a ras de suelo por las agrietadas aceras para ocultarse de la luz del día y la última de las lechuzas nocturnas volvía a su nido, un hombre llamado Cecil Exley iba de camino a la pequeña pastelería que regentaba en East Bay. Tenía mucho trabajo por delante. Había que hornear el pan y los cruasanes y, aunque el reloj aún no había dado las seis de la mañana, Cecil iba con retraso.
En la esquina de Franklin y Magazine, Cecil aminoró el paso. La mole de la antigua cárcel de Charleston apareció por encima de él como una herencia de tristeza y de dolor. Un muro bajo, pintado de blanco, rodeaba un patio cubierto de maleza, y en el centro de dicho patio se levantaba la cárcel. Los ladrillos rojos que formaban su acerado habían desaparecido en algunos tramos, robados tal vez por quienes creían que sus necesidades eran más importantes que las exigencias de la historia. A ambos lados de la verja principal, que permanecía cerrada con llave, se alzaba una torre de tres pisos coronada de almenas y hierbajos. Las rejas de la verja y de las ventanas estaban oxidadas. El hormigón se había desprendido de la estructura y dejaba al descubierto el enladrillado a medida que el viejo edificio sucumbía a un lento desmoronamiento.
Denmark Vesey y los que conspiraron con él en el malhadado levantamiento de esclavos de 1822 habían sido encadenados en la zona reservada a los negros, en la parte trasera de la cárcel, antes de ser ejecutados. La mayoría de ellos fue camino de la horca proclamando su inocencia, y hubo uno, de nombre Bacchus Hammett, que incluso se reía mientras le colocaban la soga alrededor del cuello. Muchos otros habían cruzado esas puertas para ser ajusticiados, y otros muchos lo harían después. Cecil Exley creía que no había otro lugar en Charleston donde el pasado y el presente estuvieran tan unidos, donde fuese posible quedarse en silencio a primera hora de la mañana y percibir el eco de los actos violentos que tuvieron lugar allí y que seguían resonando en el presente. Cecil solía detenerse en la verja de la vieja cárcel y rezar una breve y silenciosa oración por quienes murieron allí, en aquel tiempo en que los hombres que tenían la piel del mismo color que la suya no podían llegar siquiera a Charleston como miembros de la tripulación de un barco sin ser enviados a una celda durante todo el tiempo que durase su visita.
Cuando Cecil llegó a la verja, a su derecha estaba el viejo furgón policial, conocido como Black Lucy. Habían pasado muchos años desde la última vez que Lucy había abierto sus brazos para recibir a nuevos invitados, pero, a medida que Cecil acercaba la mirada, distinguió un bulto que se apoyaba contra las rejas en la parte trasera del furgón. Durante unos segundos, el corazón de Cecil pareció dejar de latir, y apoyó una mano contra la puerta para no desplomarse. Ya había tenido dos infartos leves en los últimos cinco años y no le agradaba especialmente la idea de dejar este mundo a causa de un tercero. Pero la verja, en lugar de sostener su peso, se abrió hacia dentro con un crujido.
– Oiga -dijo Cecil. Tosió. Su voz parecía a punto de quebrarse-. Oiga -volvió a decir-. ¿Está bien?
El bulto no se movía. Cecil entró y se dirigió cautelosamente hacia Black Lucy. El amanecer empezaba a iluminar la ciudad y los muros que rodeaban la antigua cárcel brillaban con luz tenue bajo los primeros rayos del sol de aquella mañana de domingo, pero la silueta que se apoyaba contra el furgón aún estaba en sombras.
– Oiga -dijo Cecil, pero su voz fue apagándose, y las sílabas se transformaron en una cadencia descendente cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo.
Atys Jones estaba atado a las rejas del furgón con los brazos extendidos. Tenía el cuerpo lleno de moratones y la cara ensangrentada y tan hinchada por los golpes que había recibido que apenas resultaba reconocible. La sangre del pecho se había secado y oscurecido. También había sangre -demasiada sangre- en los calzoncillos, la única prenda que llevaba. Tenía la barbilla clavada en el pecho, las rodillas dobladas y sus pies curvados hacia dentro. La cruz en forma de T había desaparecido de su cuello.
La vieja cárcel había añadido un nuevo fantasma a sus legiones.
Fue Adams quien me comunicó la noticia. Cuando me encontré con él en el vestíbulo del hotel, tenía los ojos más enrojecidos que antes por la falta de sueño y un principio de barba canosa que ya había empezado a picarle. Mientras hablábamos no dejaba de rascársela y hacía un ruido parecido al de una loncha de beicon cuando chisporrotea en una sartén. De su cuerpo emanaba un olor a sudor y a café, a hierba, a óxido y a sangre. En los pantalones y en los zapatos se le habían quedado pegadas briznas de hierba. Alrededor de las muñecas distinguí las marcas circulares que le habían dejado los guantes desechables que se había puesto para inspeccionar la escena del crimen y que había tenido que embutir en sus manazas.
– Lo siento -me dijo-. No puedo decirle nada nuevo de lo que le ha ocurrido a ese muchacho. Ha sido una muerte dura.
Sentí la muerte de Atys como un peso en el pecho, como si los dos hubiésemos caído al mismo tiempo y su cuerpo hubiera atravesado el mío para encontrar el descanso. No lo protegí. Nadie lo protegió y había muerto por un crimen que no había cometido.
– ¿Se sabe ya la hora de la muerte? -le pregunté mientras untaba mantequilla en una tostada.
– El forense calcula que lo mataron dos o tres horas antes de que encontraran el cadáver. No parece que lo hayan matado allí mismo, en la antigua cárcel. No había muchas manchas de sangre en el furgón y no hemos encontrado rastro alguno de sangre ni en los muros ni en el entorno del edificio. Incluso hemos usado luz ultravioleta. Y nada. Los golpes han sido metódicos: empezaron por los dedos de los pies y de las manos y después continuaron con los órganos vitales. Lo castraron antes de morir, pero probablemente no mucho antes. Nadie ha visto nada. Creo que dieron con él antes de que pudiera alejarse de la casa y que se lo llevaron a algún sitio apartado.
Me acordé de Landron Mobley, de la manera en que lo torturaron, y estuve a punto de hablar, pero darle a Adams más información de la que ya tenía hubiera sido como darle todo, y yo no estaba dispuesto a eso. Aún había muchas cosas que ni siquiera yo comprendía.
– ¿Va a hablar con los Larousse?
Adams terminó de comerse la tostada.
– Creo que se enteraron tan pronto como yo.
– Puede que incluso antes.
Adams agitó un dedo en señal de advertencia.
– Una insinuación como ésa puede acarrearle problemas. -Indicó al camarero que le sirviera más café-. Pero ya que ha sacado el asunto a colación, ¿por qué iban a querer los Larousse que torturaran a Jones de esa manera? -Me quedé callado-… Quiero decir -continuó- que el modo en que lo torturaron parece indicar que los asesinos pretendían sonsacarle algo antes de que muriera. ¿Cree que lo que esa gente quería de Atys era una confesión?
Estuve a punto de escupir de desprecio.
– ¿Por qué? ¿Por el bien de su alma? Creo que no. Si esa gente se tomó la molestia de asesinar a quienes lo ocultaban en su casa y de perseguirle hasta que lo cazaron, me parece que no tenían ninguna duda de lo que estaban haciendo.
Pero cabía la posibilidad de que Adams tuviese razón, al menos en parte, al sugerir que el motivo fue arrancarle una confesión. ¿Y si los hombres que encontraron a Atys estaban «casi» seguros de que mató a Marianne Larousse, pero el hecho de estar «casi» seguros no les bastaba? Querían que la confesión saliese de sus labios, porque si él no la había asesinado, las consecuencias serían incluso más graves, y no sólo por el hecho de que el verdadero culpable eludiese la detención. No, todo lo que había ocurrido durante las últimas veinticuatro horas indicaba que cierta gente estaba realmente muy preocupada ante la posibilidad de que alguien se hubiese fijado como objetivo a Marianne Larousse por alguna razón en concreto. Me parecía que ya era hora de hacerle a Earl Larousse Jr. algunas preguntas comprometidas, pero no tenía la intención de hacerlo yo solo. Los Larousse daban la fiesta al día siguiente, y esperaba que alguien se reuniese conmigo en Charleston. Los Larousse tendrían dos invitados inoportunos que perturbarían su gran acontecimiento social.
Aquella tarde me fui a la biblioteca pública de Charleston para realizar algunas consultas. Saqué los informes periodísticos sobre la muerte de Grady Truett, pero no averigüé nada que ya no me hubiese contado Adele Foster. Unos desconocidos habían entrado en su casa, lo habían atado a una silla y le habían cortado el cuello. No se encontraron huellas dactilares, pero el equipo que se encargó de investigar la escena del crimen tuvo por fuerza que haber encontrado algo. Ninguna escena de ningún crimen está enteramente limpia. Estuve tentado de llamar a Adams, pero, una vez más, pensé que corría el riesgo de que se esfumase toda la información con que yo contaba. Tampoco averigüé mucho más sobre «plateye». Según un libro titulado Blue Roots, plateye era un habitante del mundo de los espíritus, del infierno, aunque con poder suficiente para visitar el mundo de los mortales a fin de impartir un castigo justo. Poseía también la facultad de cambiar de apariencia. Como me había dicho Adams, el plateye era un mutante.
Salí de la biblioteca y me dirigí a Meeting. Tereus aún no había vuelto a su apartamento, y hacía dos días que no se había presentado por el trabajo. Nadie supo decirme nada de él, y la stripper que me había birlado los veinte dólares y que después me delató a Handy Andy no andaba por allí.
Finalmente llamé a la oficina del abogado de oficio que se encargó de la defensa de Atys antes de que la asumiera Elliot y me dijeron que Laird Rhine se hallaba defendiendo a un cliente en el palacio de Justicia. Aparqué el coche en el hotel y bajé andando a Four Corners, donde encontré a Rhine en el juzgado número tres, en el momento en que se daba lectura al acta de acusación de una mujer llamada Johanna Bell, acusada de apuñalar a su marido en el transcurso de una pelea doméstica. Por lo visto, ella y su marido habían estado separados durante tres meses. Cuando el marido volvió al domicilio familiar, empezaron a discutir sobre quién era el propietario del vídeo. La discusión terminó bruscamente cuando ella le apuñaló con un cuchillo de trinchar. El marido estaba sentado dos filas detrás de ella y tenía aspecto de sentir mucha lástima de sí mismo.
Rhine se daba muy buenas mañas para solicitar al juez que dejase a su cliente en libertad condicional sin fianza. Tenía treinta y pocos años, pero esgrimió un buen argumento. Señaló que la señora Bell nunca había causado problemas con anterioridad; que se había visto forzada a llamar a la policía en varias ocasiones durante los últimos meses de su ya moribundo matrimonio cuando empezaron las amenazas y luego se produjo una agresión física por parte de su marido; que no podía hacer frente a la fianza impuesta y que no tenía sentido encerrarla en la cárcel y alejarla de su hijo pequeño. Consiguió que el marido pareciera un monstruo que podía considerarse afortunado por salir de aquello únicamente con un pulmón perforado. El juez acordó dejarla en libertad condicional sin fianza. Después del fallo, la mujer abrazó a Rhine y recogió a su hijo de los brazos de una anciana que esperaba al fondo de la sala.
Abordé a Rhine en la escalera del Palacio de Justicia.
– ¿Señor Rhine?
Se detuvo, y me dio la impresión de que su cara reflejaba preocupación. Como todo abogado de oficio, había tenido que tratar con lo peor de la especie humana y a veces se había visto obligado a defender lo indefendible. No me cabía duda de que las víctimas de sus clientes se tomaban de vez en cuando las cosas como un asunto personal.
– ¿Sí?
Yo estaba un escalón por encima de él. Visto desde allí, me pareció más joven. Aún no tenía canas. Unas largas y suaves pestañas protegían sus ojos azules. Le mostré mi licencia. La ojeó y asintió con la cabeza.
– ¿En qué puedo ayudarle, señor Parker? ¿Le importa si hablamos mientras caminamos? Le prometí a mi mujer que la llevaría a cenar.
Bajé el escalón y me puse a su lado.
– Trabajo para Elliot Norton en el caso Atys Jones, señor Rhine.
Por un momento vaciló al andar, como si se hubiese desorientado, entonces reanudó la marcha con mayor rapidez. Aceleré para no quedarme atrás.
– Ya no tengo nada que ver con ese caso, señor Parker.
– Sencillamente no hay caso desde que Atys murió.
– Me he enterado. Lo siento.
– Seguro que sí. Tengo que hacerle algunas preguntas.
– No creo que pueda contestar a sus preguntas. Debería preguntar al señor Norton.
– ¿Sabe qué?, lo haría, pero Elliot no está disponible, y mis preguntas son un poco delicadas.
Se detuvo en la esquina de Broad cuando el semáforo se puso en rojo. Le echó un vistazo a aquella luz roja como si se interpusiera deliberadamente en su vida.
– Ya le digo que no sé en qué puedo ayudarle.
– Me gustaría saber por qué renunció al caso.
– Porque ya tenía muchos a mi cargo.
– Ninguno como ése.
– Yo no elijo los casos, señor Parker. Me los asignan. Me pasaron el caso Jones. Iba a llevarme mucho tiempo. Hubiera podido liquidar diez casos en el tiempo que invertí en repasar el expediente. No lamenté dejarlo.
– No le creo.
– ¿Por qué no?
– Usted es un joven abogado de oficio. Es probable que sea ambicioso y, por lo que he visto hoy en la sala, tiene motivos para serlo. Un caso importante como el asesinato de Marianne Larousse no se presenta todos los días. Si lo hubiese defendido bien, aunque al final hubiese perdido, le habría abierto muchas puertas. No me creo que quisiera dejarlo así como así.
La luz del semáforo cambió y la gente empezó a empujarnos para cruzar por delante de nosotros. Aun así, Rhine no se movió.
– Señor Parker, ¿de qué lado está?
– Aún no lo he decidido. Aunque, al final, me temo que estoy del lado de un hombre y de una mujer muertos. Y eso es todo.
– ¿Y Elliot Norton?
– Un amigo. Me pidió que viniese. Y vine.
Rhine se volvió hacia mí.
– Me pidió que le pasara el caso -explicó.
– ¿Quién, Elliot?
– No. Él nunca se dirigió a mí. Fue otro hombre.
– ¿Lo conoce?
– Me dijo que se llamaba Kittim. Tenía algo raro en la cara. Vino a mi oficina y me dijo que debía dejar que Elliot Norton defendiese a Atys Jones.
– ¿Qué le contestó?
– Que no podía. Que no había ninguna razón para ello. Me hizo una oferta. -Esperé-… Todos tenemos algún cadáver en el armario, señor Parker. Baste decir que él me dio una pista de cuál era el mío. Tengo esposa y una hija. Cometí errores al principio de mi matrimonio, y no he vuelto a cometerlos. No quería perder a mi familia por unos pecados que había procurado purgar. Le dije a Jones que Elliot Norton estaba más cualificado que yo para llevar su caso. No objetó nada. Así que me retiré. No he visto a Kittim desde entonces, y espero no volver a verlo jamás.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?
– Hace tres semanas.
Tres semanas: más o menos el tiempo que hacía que asesinaron a Grady Truett. James Foster y Marianne Larousse ya estaban también muertos por entonces. Como me dijo Adele Foster, algo estaba pasando, y, fuese lo que fuese, se había agravado a raíz de la muerte de Marianne Larousse.
– ¿Es todo, señor Parker? -me preguntó Rhine-. No estoy orgulloso de lo que hice. No quiero remover ese asunto.
– Eso es todo.
– Siento de veras lo que le ha ocurrido a Atys -me dijo.
– Estoy seguro de que a él le consolará mucho saberlo.
Volví al hotel. Tenía un mensaje de Louis en el que me confirmaba que llegaría a la mañana siguiente, un poco más tarde de lo previsto. Se me levantó un poco el ánimo.
Aquella noche me asomé a la ventana porque el claxon de un coche no paraba de sonar. Al otro lado de la calle, delante del cajero automático, estaba el Coupe de Ville negro con el parabrisas hecho añicos y con el freno echado. Vi que se abría la puerta trasera del lado del conductor y que del coche salía la niña. Se apoyó en la puerta abierta y me hizo señas para que me acercara, sin hablar, sólo moviendo los labios.
«Hay un sitio al que podemos ir.»
Movió las caderas al ritmo de una música que sólo ella podía oír. Se levantó la falda. No llevaba nada debajo. No tenía sexo: lisa como una muñeca. Se restregó la lengua por los labios.
«Baja.»
Se acarició su sexo liso.
«Tengo un sitio.»
Me dedicó otro gesto lascivo antes de subirse de nuevo al coche, que arrancó lentamente. Varias arañas cayeron al suelo por el resquicio de la puerta entreabierta. Me desperté apartándome telarañas de la cara y del pelo, y tuve que darme una ducha para sacudirme la sugestión de tener bichos por todo el cuerpo.
Un golpe en la puerta me despertó poco después de las nueve de la mañana. De manera instintiva, alargué la mano para coger la pistola que ya no estaba allí. Me lié una toalla alrededor de la cintura, me dirigí con sigilo a la puerta y acerqué el ojo a la mirilla.
Casi dos metros de puro carácter y de orgullo gay republicano, con un gran sentido de la elegancia en el vestir, me miraba directamente a los ojos.
– Podía verte desde fuera -me dijo Louis en cuanto abrí la puerta-. Mierda, Parker, ¿es que no vas al cine? Un tipo llama a la puerta, un actor tonto del culo mira por la mirilla, el tipo pone el cañón de la pistola en la mirilla y le dispara al tonto del culo en el ojo.
Llevaba un traje negro de lino y una camisa blanca sin cuello que le daba un toque informal. Una vaharada de colonia cara le siguió hasta dentro de la habitación.
– Hueles como una puta francesa -le dije.
– Si fuese una puta francesa, no podrías permitirte el lujo. Por cierto, no estaría mal que te pusieras un poco de maquillaje.
Me paré, me miré en el espejo que había cerca de la puerta y aparté los ojos. Tenía razón. Estaba pálido y ojeroso. Tenía los labios agrietados y secos y un sabor metálico en la boca.
– He pillado algo -le dije.
– No jodas. ¿Qué coño has pillado, la peste? Entierran a gente con mejor aspecto que tú.
– ¿Qué tienes, el síndrome de Tourette? ¿Tienes que pasarte todo el tiempo diciendo tacos?
Levantó las manos con un gesto de «vale, vale».
– ¡Oye! Qué alegría te ha dado verme. Cuánto te lo agradezco.
Le pedí disculpas.
– ¿Te has registrado? -le pregunté.
– Sí, pero un cabrón, lo siento, pero, joder, es que era un cabrón. ¿Sabes qué ha hecho? Pues que ha intentado darme sus maletas en la puerta del hotel.
– ¿Y tú qué has hecho?
– Me las he llevado. Las he puesto en el maletero de un taxi, le he dado al taxista cincuenta pavos y le he dicho que las llevara a una de esas tiendas de artículos de segunda mano para obras benéficas.
– Muy gentil por tu parte.
– Me gusta creer que sí.
Lo dejé viendo la televisión mientras me daba una ducha y me vestía. Cuando terminé, fuimos a Diana's, en la calle Meeting, a desayunar. Me tomé un café y medio bollo, el resto lo dejé.
– Tienes que comer.
Hice un gesto con la cabeza para darle a entender que no podía.
– Se me pasará.
– Se te pasará y te morirás. En fin, ¿cómo va la cosa?
– Lo mismo de siempre: gente muerta, un misterio y más gente muerta.
– ¿A quién hemos perdido?
– Al chico, a la familia que lo escondía y quizás a Elliot Norton.
– Mierda, no ha quedado nadie vivo. Te aconsejo que le digas al próximo que te contrate que te deje tus honorarios en el testamento.
Le puse al día de todo cuanto había sucedido, omitiendo sólo el detalle del coche negro. No había necesidad de echarle encima esa carga.
– ¿Y ahora qué vas a hacer?
– Voy a armar un follón de mil demonios. Los Larousse dan una fiesta hoy. Creo que deberíamos aprovecharnos de su hospitalidad.
– ¿Tenemos invitación?
– ¿Acaso no tenerla ha sido alguna vez un impedimento para nosotros?
– No, pero a veces simplemente me gusta que me inviten a sitios de manera normal, ya sabes a qué me refiero, en lugar de zurrar, amenazar, cabrear a los encantadores blancos y que se asusten del negro.
Se calló. Daba la impresión de meditar sobre lo que acababa de decir, y el rostro se le iluminó.
– Suena bien, ¿verdad? -pregunté.
– Muy bien.
La mayor parte del trayecto lo hicimos por separado. Louis aparcó su coche casi un kilómetro antes de llegar a la vieja plantación de los Larousse y se reunió conmigo para continuar el viaje. Le pregunté por Ángel.
– Está haciendo un trabajito.
– ¿Algo que yo debería saber?
Me miró durante un rato.
– No sé. Puede que sí, pero no ahora.
– Vale. Por cierto, has sido noticia.
Me contestó al cabo de un par de segundos.
– ¿Te dijo algo Ángel?
– Sólo el nombre del pueblo. Has esperado mucho tiempo para saldar esa deuda.
Se encogió de hombros.
– Valió la pena matarlos, aunque no valía la pena hacer un viaje tan largo para eso.
– Y como ibas a bajar al sur y te pillaba de camino…
Terminó la frase:
– … Pensé que podía hacer una parada. ¿Puedo irme ya, agente?
Ahí quedó la cosa. En la entrada de la hacienda de los Larousse, un tipo alto y con traje de lacayo nos hizo señales para que detuviésemos el coche.
– Caballeros, ¿pueden enseñarme la invitación?
– No tenemos invitación -le respondí-, pero estoy completamente seguro de que nos esperan.
– ¿Sus nombres?
– Parker. Charlie Parker.
– Por dos -añadió Louis para echar una mano.
El guardia de seguridad habló por el walkie-talkie y se alejó un poco para que no pudiéramos oírle. Mientras esperábamos, se formó una cola de dos o tres coches, hasta que el guardia de seguridad terminó de hablar.
– Pueden seguir. El señor Kittim se reunirá con ustedes en el aparcamiento.
– Sorpresa, sorpresa -dijo Louis. Ya le había hablado del encuentro que tuve con Bowen y con Kittim en el mitin de Antioch.
– Te dije que esto funcionaría. Por algo soy detective.
Dejé a un lado mis preocupaciones por las consecuencias del incidente de Caina, y me dio la impresión de que empezaba a encontrarme mejor desde que había llegado Louis. No era de extrañar, teniendo en cuenta que ya disponía de una pistola, gracias a él, y que estaba del todo seguro de que Louis llevaba encima al menos otra más.
Avanzamos por un camino de robles de Virginia, de palmitos y palmeras de los que colgaba el llamado musgo español. Las cigarras cantaban en los árboles y, aunque había escampado, las gotas de lluvia de aquella mañana caían de las hojas de los árboles y mantenían una constante pauta rítmica sobre el techo del coche y sobre la carretera, hasta que dejamos atrás la arboleda y entramos en una gran extensión de césped. Otro tipo vestido de lacayo con guantes blancos nos indicó que aparcáramos el coche debajo de una de las muchas carpas que habían levantado para proteger los vehículos del sol. La lona se agitaba levemente por las corrientes de aire frío que salían de los aparatos portátiles de aire acondicionado que estaban repartidos por el jardín. En una especie de plaza había tres mesas largas con almidonados manteles de lino. Encima de ellas, una cantidad enorme de viandas esperaba a ser servida por los inquietos criados negros, vestidos con camisas de prístina blancura y con pantalones oscuros. Otros criados se movían entre los grupos de invitados que ya se habían congregado en el jardín y les ofrecían copas de champán y cócteles. Miré a Louis y él me miró a mí. Aparte de los criados, él era la única persona de color entre los invitados y el único que iba vestido de negro.
– Deberías haberte puesto una chaqueta blanca. Pareces un signo de admiración. Además, podrías haber sacado unos pavos de propina.
– Míralos, colega -se desesperó-. ¿No hay nadie aquí que haya oído hablar de Denmark Vesey?
Una libélula revoloteaba sobre el césped en torno a mis pies, a la caza de alguna presa. No había pájaros que a su vez pudieran cazarla a ella, o por lo menos no vi ni oí a ninguno. La única señal de vida provenía de una garza real que se hallaba en un tramo del pantanal, al nordeste de la casa, cuyas aguas parecían inmóviles a causa de la alfombra de algas que las cubría. Al lado de aquel pantanal, entre hileras de robles y pacanas, se divisaban aquí y allá las ruinas de unas pequeñas viviendas, sin las cubiertas de teja que antaño tuvieron y con sus irregulares ladrillos erosionados ya por los efectos de la intemperie durante más de siglo y medio. Incluso yo podía adivinar de qué se trataba: las ruinas de una calle en la que vivían los esclavos.
– Me imagino que estarás pensando que deberían haberlas derribado -comenté.
– Eso forma parte del patrimonio histórico -dijo Louis-. Y, ahí arriba, la bandera confederada ondeando al viento, y unas cuantas fundas de almohada guardadas para ocasiones especiales, ya sabes.
La casa de la vieja plantación de los Larousse era una construcción de ladrillo anterior a la revolución, una villa de estilo georgiano-paladino que se remontaba a mediados del siglo XVIII. Dos escaleras gemelas de piedra caliza conducían a un pórtico con solería de mármol. Cuatro columnas dóricas sostenían una galería que recorría la fachada de la casa, con una hilera doble de cuatro ventanas a cada lado. Elegantes parejas se apiñaban bajo la sombra del porche.
Un grupo de hombres que cruzaba el césped a toda prisa desvió nuestra atención. Todos eran blancos, todos llevaban auriculares y, a pesar del aire acondicionado, todos sudaban por debajo de sus trajes oscuros. En el centro del grupo había uno que sobresalía del resto. Era Kittim, que llevaba un blazer azul, pantalones beiges, mocasines baratos y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Llevaba una gorra de béisbol y gafas de sol, pero la herida de navaja que tenía en la mejilla derecha le quedaba al descubierto.
Atys. Por eso no tenía la cruz colgada del cuello cuando lo encontraron.
Kittim se paró a un metro de nosotros y levantó una mano. Los hombres que le acompañaban se pararon en el acto y empezaron a rodearnos en semicírculo. Durante unos segundos, nadie dijo ni una palabra. Kittim nos miraba alternativamente a Louis y a mí, hasta que su atención se centró en mi persona. Ni siquiera dejó de sonreír cuando Louis le habló por primera vez.
– ¿Qué coño eres?
Kittim no le contestó.
– Éste es Kittim -le dije a Louis.
– ¿No es éste el guapo?
– Señor Parker -me dijo Kittim ignorando a Louis-. No le esperábamos.
– Ha sido una decisión de última hora. Algunas muertes repentinas me han despejado la agenda.
– Bueno. No puedo evitar darme cuenta de que usted y su colega vienen armados.
– Armados -miré a Louis con desilusión-. Te advertí que no se trataba de esa clase de fiesta.
– No se pierde nada por venir preparado. De lo contrario, la gente no nos toma en serio -dijo Louis.
– Oh, yo les tomo muy en serio -dijo Kittim, que por primera vez le contestó-. Tan en serio, que les agradecería que nos acompañaran al sótano, donde nos desharemos de sus armas sin alarmar a los demás invitados.
Ya me había dado cuenta de que había gente que nos miraba con curiosidad. Y, justo en ese momento, un cuarteto de cuerda empezó a tocar un vals desde un lugar apartado del jardín. Era un vals de Strauss. Qué curioso.
– No te ofendas, tío, pero no vamos a ir a ningún sótano contigo -le dijo Louis.
– Entonces no nos quedará más remedio que tomar medidas.
Louis enarcó una ceja.
– Sí, ¿qué vas a hacer, matarnos aquí? Si lo haces, eso sí que va a ser una fiesta. La gente hablará de ella durante muchííísimo tiempo. «Oye, ¿te acuerdas de la fiesta de Earl, cuando aquellos tipos sudorosos y el cabrón que tenía la lepra trataron de quitarles las armas a aquellos dos que llegaron tarde y se les echaron encima y salpicaron de sangre el vestido de Bessie Bluechip? Tío, cómo nos reímos…»
La tensión iba en aumento. Los hombres que acompañaban a Kittim esperaban instrucciones, pero él no se movía. Mantenía la sonrisa inalterable, como si se hubiese muerto sonriendo y el maquillador funerario lo hubiese dejado así y luego lo hubiera puesto de pie sobre el césped. Sentí que algo me bajaba por la espalda y que se me acumulaba en la base de la columna. Los guardias de seguridad no eran los únicos que sudaban.
La tensión se rompió por una voz que llegó del porche.
– Señor Kittim, no deje a nuestros invitados en el jardín. Acompáñelos hasta aquí arriba.
Era la voz de Earl Larousse Jr., elegantemente flaco, con una chaqueta azul cruzada y unos vaqueros planchados con la raya en medio. Llevaba el pelo rubio peinado hacia delante para ocultar su pico de viuda, y me dio la impresión de que sus labios eran más femeninos y más carnosos que la primera vez que lo vi. Kittim inclinó la cabeza para indicarnos que nos pusiéramos en marcha, y tanto él como sus hombres ocuparon posiciones para disponerse a escoltarnos. Cualquiera con un mínimo de inteligencia hubiese notado que en aquel bufé éramos tan bien recibidos como un virus, pero los invitados que se encontraban cerca de nosotros se esforzaron por ignorarnos. Incluso los criados se abstenían de mirar hacia donde estábamos. Nos condujeron a la puerta principal y entramos en un gran vestíbulo con entarimado de pino taeda. A cada lado del vestíbulo se abrían dos salones y una elegante escalera doble llevaba al piso de arriba. La puerta se cerró detrás de nosotros y en unos segundos nos desarmaron. A Louis le quitaron dos pistolas y un cuchillo. Parecían muy impresionados.
– Vaya -dije-. Dos pistolas.
– Y un cuchillo. Tuve que hacerle un corte especial a los pantalones.
Kittim, con una Taurus azul brillante en la mano, no dejaba de dar vueltas alrededor de nosotros, hasta que se paró al lado de Earl Jr.
– Señor Parker, ¿por qué han venido? -me preguntó Larousse-. Es una fiesta privada, la primera desde la muerte de mi hermana.
– ¿Por qué descorchan champán? ¿Están celebrando algo?
– Aquí su presencia no resulta grata.
– Han matado a Atys Jones.
– Eso me han dicho. Me disculpará si no derramo una sola lágrima.
– Señor Larousse, él no asesinó a su hermana, pero sospecho que usted ya lo sabe.
– ¿Qué le hace sospechar eso?
– Pues porque creo que el señor Kittim, aquí presente, torturó a Atys antes de matarlo para averiguar quién lo hizo. Porque usted sabe, como yo también lo sé, que la persona responsable de la muerte de su hermana es también responsable de las muertes de Landron Mobley y de Grady Truett, del suicidio de James Foster y puede que de la muerte de Elliot Norton.
– No sé de qué me habla. -No pareció sorprenderse cuando mencioné el nombre de Elliot.
– Creo también que Elliot Norton estaba intentando averiguar quién era el responsable de esas muertes, y que por ese motivo se hizo cargo del caso Jones. Incluso le diré que se hizo cargo de él con el beneplácito de usted, y tal vez incluso con su colaboración. Salvo que no progresaba lo suficiente y usted tomó cartas en el asunto después de que apareciera el cadáver de Mobley.
Me volví hacia Kittim.
– Kittim, ¿te divertiste matando a Atys Jones? ¿Te divirtió disparar a una anciana por la espalda?
Me vi venir el golpe demasiado tarde para poder reaccionar. Me golpeó con el puño en la sien izquierda y me hizo rodar por el suelo. Louis se puso tenso y estaba ya a punto de entrar en acción, cuando lo detuvo el sonido de los percutores.
– Señor Parker, necesita cultivar sus modales -me dijo Kittim-. No puede venir y hacer acusaciones de esa índole sin tener en cuenta las consecuencias.
Poco a poco conseguí ponerme a gatas. El puñetazo me había dejado desconcertado y noté que la bilis me subía por la garganta. Me vino una arcada y vomité.
– Oh, querido -dijo Larousse-. Mire lo que ha hecho. Toby, ve a buscar a alguien para que limpie esto.
Vi los pies de Kittim a mi lado.
– Señor Parker, es un desastre. -Se agachó y le vi la cara-. Al señor Bowen no le cae usted nada bien. Ahora sé por qué. No piense que hemos acabado con usted. Me sorprendería mucho que saliese con vida de Carolina del Sur. De hecho, si yo fuese jugador, apostaría por ello.
La puerta que tenía delante de mí se abrió y entró un criado, seguido por Earl padre. El criado no pareció prestar atención a las pistolas ni a la tensión que se mascaba en aquel vestíbulo. Simplemente se arrodilló mientras yo me incorporaba tambaleándome y comenzó a fregar el entarimado hasta que lo dejó reluciente.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Earl padre.
– Señor Larousse, son unos intrusos que se han colado -respondió Kittim-. Ya se van.
El anciano hizo como que no le veía. No cabía la menor duda de que a Larousse no le gustaba Kittim y de que le incomodaba su presencia en la casa, pero, a pesar de eso, Kittim estaba allí. Larousse no le dirigió la palabra y, en vez de prestarle atención, se dirigió a su hijo, que perdió el aplomo ante la presencia de su padre.
– ¿Quiénes son? -le preguntó a su hijo.
– Éste es el detective privado con el que hablé en el hotel, el que contrató Elliot Norton para que sacara del apuro al negrata que mató a Marianne -tartamudeó Earl Jr.
– ¿Es eso cierto? -preguntó el viejo.
Me limpié la boca con el dorso de la mano.
– No -le dije-. No creo que Atys Jones matase a su hija, pero descubriré al culpable.
– Eso no es asunto suyo.
– Atys está muerto. También están muertos los que le dieron refugio en su casa. Tiene usted razón: averiguar lo que pasó no es asunto mío. Es más que eso. Para mí es una obligación moral.
– Señor, le recomendaría que dejase sus obligaciones morales para otras cuestiones. Ésta en particular va a ser su ruina. -Entonces se dirigió a su hijo-. Que los acompañen hasta la salida de mi propiedad.
Earl Jr. miró a Kittim. Estaba claro que aquello era cosa suya.
Después de una pausa para imponer su autoridad, Kittim hizo una señal con la cabeza a sus hombres, que se adelantaron con las armas pegadas discretamente al costado para no alarmar a los invitados cuando saliésemos de la casa.
– Y escuche, señor Kittim -añadió Earl padre.
Kittim se volvió.
– De ahora en adelante, guárdese sus golpes para otro sitio. Ésta es mi casa y usted no es un empleado mío.
Lanzó una mirada severa a su hijo y salió al jardín para reunirse con sus invitados.
Aquellos hombres nos rodearon y nos escoltaron hasta el coche. Metieron nuestras armas en el maletero, salvo la munición. Cuando me disponía a arrancar, Kittim se inclinó sobre la ventanilla. El olor a quemado era tan fuerte que estuve a punto de vomitar otra vez.
– La próxima vez que le vea será la última -me dijo-. Ahora coja a su payasete y lárguese de aquí. -Le guiñó el ojo a Louis, dio un golpe en el techo del coche y se quedó observando cómo nos íbamos.
Me toqué la sien en la que Kittim me había dado el puñetazo y me estremecí.
– ¿Te encuentras bien para conducir? -me preguntó Louis.
– Creo que sí.
– Kittim parecía sentirse como en su propia casa.
– Está en esa casa porque Bowen quiere que esté allí.
– Si su nene campa a sus anchas por la casa de los Larousse, significa que Bowen ha conseguido algo de ellos.
– Te ha dicho una cosa muy fea.
– Lo he oído.
– Teniendo en cuenta las circunstancias, te lo has tomado con mucha tranquilidad.
– No merecía la pena jugársela. Al menos, no me la merecía a mí. Kittim es otro asunto. Como ha dicho el tipo, volveremos a vernos. Pero que tenga paciencia.
– ¿Crees que puedes hacerte cargo de él?
– Por supuesto. ¿Adónde vas?
– A que me den una clase de historia. Estoy cansado de ser amable con la gente.
Louis pareció un poco sorprendido.
– ¿Amable en el sentido exacto que hasta ahora has dado a la palabra amable?
Cuando volví al hotel, tenía un mensaje. Era de Phil Poveda. Quería que lo llamase. Me dio la impresión de que no estaba nervioso ni asustado. De hecho, percibí un deje de alivio en su voz. Pero antes llamé a Rachel. Cuando contestó, se encontraba en la cocina con Bruce Taylor, uno de los policías de Scarborough, que en aquel momento estaba tomándose un café con galletas. Sentí alivio al saber que la policía se dejaba caer por allí, según me había prometido MacArthur, y que el Klan Killer andaría por algún sitio, porque era alérgico a la lactosa y a otras cosas.
– Wallace también ha venido varias veces -me dijo Rachel.
– ¿Cómo está el señor Corazón Solitario?
– Se fue de compras a Freeport. Se compró un par de chaquetas en Ralph Lauren, algunas camisas y unas corbatas. Es un diamante en bruto, y todo se andará. Además, creo que a Mary le gusta.
– ¿Tan desesperada está?
– La palabra correcta es «acomodadiza». Ahora, esfúmate. Un atractivo chico con uniforme está cuidando de mí.
Me despedí de ella y marqué el número de Phil Poveda.
– Soy Parker -le dije cuando contestó.
– Hola. Gracias por llamar. -Noté que estaba optimista, casi alegre. Aquel Phil Poveda tenía poco que ver con el que me había amenazado con una pistola dos días atrás-. He estado poniendo en orden mis asuntos. Ya sabe, el testamento y todas esas gilipolleces. Soy un hombre muy rico, sólo que nunca lo supe. Hay que reconocer que tendré que morirme para sacar provecho de ello, pero es cojonudo.
– Señor Poveda, ¿se encuentra bien?
Era una pregunta que estaba de más. Phil Poveda daba la impresión de sentirse mejor que bien. Por desgracia, me imaginé que se debía a que estaba perdiendo el juicio.
– Sí -me dijo, y por primera vez su voz era dubitativa-. Sí, creo que sí. Tenía razón, Elliot ha muerto. Encontraron su coche. Lo he leído en el periódico. -No contesté-… Como usted dijo, sólo quedamos Earl y yo, y, a diferencia de Earl, no tengo ni papi ni amigos nazis que me protejan.
– ¿Se refiere a Bowen?
– Exacto, Bowen y su monstruo ario. Pero no podrán protegerlo siempre. Algún día, cuando esté solo… -Prefirió dejar correr los puntos suspensivos antes de reanudar la conversación-. Lo único que quiero es que todo termine.
– ¿Qué es lo que quiere que termine?
– Todo: el asesinato, la culpa. Sobre todo la culpa. Si dispone de tiempo, podemos hablar de ello. Yo tengo tiempo, aunque no mucho. No mucho. El tiempo se me está agotando. El tiempo se está agotando para todos nosotros.
Le dije que me pasaría por su casa en cuanto colgara el teléfono. También quise advertirle que se alejase del botiquín y de cualquier objeto punzante, pero en ese momento el rayo fugaz de cordura que le había traspasado había sido absorbido ya por las nubes negras que vagaban por su cerebro.
– ¡Cojonudo! -exclamó, y colgó.
Hice el equipaje y pagué la factura del hotel. Pasase lo que pasase, no regresaría a Charleston durante una temporada.
Phil Poveda me abrió la puerta en calzoncillos, con unos zapatos náuticos de marca y una camiseta blanca en la que estaba estampada la imagen de Jesucristo con la túnica abierta para mostrar su corazón coronado de espinas.
– Jesús es mi Salvador -me explicó Poveda-. Cada vez que me, miro al espejo, me lo recuerda. Está dispuesto a perdonarme.
Las pupilas de Poveda se habían reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler. Fuese lo que fuese lo que se había metido, se trataba de una mercancía muy fuerte. Algo que si se lo hubieran dado a los pasajeros del Titanic, los hubiésemos visto descender bajo las olas con una sonrisa beatífica. Me condujo a su ordenada cocina con muebles de roble y preparó un par de descafeinados. Durante la hora que estuvimos hablando, no tocó su taza de café. Al poco de empezar la conversación, hice lo mismo.
Después de oír el relato de Poveda, no creí que pudiese volver a comer o a beber nunca más.
El bar Obee's ya no existe. Era un garito de carretera que estaba apartado de Bluff Road, un lugar donde los universitarios pijos podían comprar por cinco dólares una mamada a las negras y a las blancas paupérrimas que los llevaban entre los árboles hacia la oscuridad de las orillas del río Congaree. Después de eso, regresaban junto a sus amigotes con una sonrisa burlona y se chocaban entre sí la palma de la mano, mientras ellas se lavaban la boca en el grifo que había fuera del bar. Pero, cerca de donde una vez estuvo ese bar, habían construido uno nuevo: el Swamp Rat, donde Atys Jones y Marianne Larousse pasaron sus últimas horas juntos, antes de que la asesinaran.
Las hermanas Jones solían ir a beber al Obee's aun cuando una de ellas, Addy, sólo tenía diecisiete años y la hermana mayor, Melia, por un capricho de la naturaleza, parecía aún menor. Por aquel entonces, Addy ya había dado a luz a su hijo Atys, que fue el fruto, o eso decían, de una desafortunada relación que tuvo con uno de los pasajeros novios de su madre, el difunto Davis Smoot, apodado el Botas; una relación que podría definirse más bien como una violación si ella hubiese creído apropiado denunciar el hecho. Como la madre de Addy no podía soportar ver a su hija, ésta crió al niño con su abuela. Muy pronto, la madre ya no tendría que ignorarla, porque una noche tanto Addy como su hermana fueron borradas de la faz de la tierra.
Estaban borrachas y, cuando salieron del bar tambaleándose un poco, un coro de pitadas y silbidos las siguió, como un viento beodo que las impulsara hacia delante. Addy tropezó y cayó de culo. Su hermana se partió de risa. Ayudó a su hermana menor a levantarse, pero, al hacerlo, dejó a la vista su desnudez debajo de la falda. Ya de pie, mientras ambas se tambaleaban, vieron a los jóvenes apiñados dentro del coche. Los que estaban en la parte trasera se subían unos encima de otros para intentar ver algo más. Avergonzadas y un poco temerosas, a pesar de la borrachera, las risas de las muchachas se disiparon y enfilaron con la cabeza gacha el camino que llevaba a la carretera.
Apenas habían caminado unos metros cuando oyeron el ruido del coche detrás de ellas. Los faros las iluminaban en el camino cubierto de guijarros y de pinocha. Volvieron la cabeza y los miraron. Los faros, como ojos de luz idénticos y enormes, se les echaban encima, y de repente el coche ya estaba junto a ellas. Una de las puertas traseras se abrió. Una mano agarró a Addy. Le desgarró el vestido y le arañó el brazo.
Las muchachas echaron a correr hacia los matorrales, adentrándose en un territorio en que se oía el rumor del agua y en el que se expandía el olor de la vegetación putrefacta. El coche se detuvo a un lado de la carretera, las luces se apagaron y, con alaridos y gritos de guerra, continuó la persecución.
– Las llamábamos putas -contaba Poveda, mirándome con los ojos extrañamente brillantes-. Y si no lo eran, como si lo fueran. Landron lo sabía todo acerca de ellas. Ése era el motivo por el que le dejábamos que se juntase con nosotros, porque conocía a todas las putas, a todas las muchachas que se dejaban follar por un paquete de seis cervezas, a todas las muchachas que mantendrían la boca cerrada si teníamos que forzarlas un poco. Fue Landron el que nos habló de las hermanas Jones. Una de ellas era madre de un niño, y apenas contaba dieciséis años cuando lo parió. Y la otra, según Landron, estaba pidiendo a gritos que le hicieran otro de cualquier forma o en cualquier postura. Joder, ni siquiera llevaban bragas. Landron nos dijo que era para que los hombres se la metieran y se la sacaran con más facilidad. ¿Qué clase de muchachas eran aquellas, que bebían en bares como aquél y que se paseaban por ahí sin nada debajo de la falda? Iban pidiendo guerra, así que ¿por qué no iban a venderse? Incluso podrían haberse divertido si nos hubiesen dejado hablar con ellas. Pensábamos pagarles. Teníamos dinero. No pretendíamos que nos saliera gratis.
En aquel momento, Phil Poveda estaba en su ambiente. Ya no era el ingeniero de software de treinta y tantos años, con panza y una hipoteca. Volvía a ser un muchacho. Volvía a estar con sus amigos, corriendo por la hierba crecida, con la respiración entrecortada y una punzada en la entrepierna.
– ¡Oye, deteneos! -les gritó-. ¡Deteneos, tenemos dinero!
Y los otros, alrededor de él, se tronchaban de risa, porque era Phil, y Phil sabía pasárselo bien. Phil siempre les hacía reír. Phil era un tipo gracioso.
Persiguieron a las muchachas por la ciénaga del Congaree y a lo largo del Cedar Creek, donde Truett tropezó y cayó al agua. James Foster lo ayudó a levantarse. Las alcanzaron donde el agua empezaba a ganar profundidad, junto al primero de los enormes y centenarios cipreses. Melia se cayó al tropezar con una raíz que sobresalía, y antes de que su hermana pudiese ayudarla a levantarse, ya estaban encima de ellas. Addy arremetió contra el hombre que tenía más cerca y le dio un golpe en el ojo con su pequeño puño. Como respuesta, Landron Mobley la golpeó con tanta fuerza que le rompió la mandíbula y cayó aturdida de espaldas.
– Jodida puta -le espetó Landron-. Jodida puta.
Su voz tenía tal tono de amenaza soterrada, que los demás se quedaron quietos. Incluso Phil, que pugnaba por sujetar a Melia. Y entonces comprendieron que habían tocado fondo, que ya no había vuelta atrás. Earl Larousse y Grady Truett sujetaban a Addy en el suelo para facilitarle las cosas a Landron, mientras los demás desnudaban a su hermana. Elliot Norton, Phil y James Foster se miraron entre sí. Phil tiró a Melia al suelo y la penetró, al tiempo que Landron hacía lo mismo con Addy. Los dos al mismo ritmo, uno al lado del otro, mientras los insectos nocturnos zumbaban a su alrededor, atraídos por el olor de los cuerpos, picoteando a los hombres y a las mujeres y revoloteando sobre la sangre que había empezado a derramarse por la tierra.
Al final, fue culpa de Phil. Estaba en pleno orgasmo, con la respiración agitada, sin mirar a Melia, sino la cara destrozada de su hermana, y, poco a poco, a medida que iba satisfaciendo su deseo, se dio cuenta de la trascendencia de lo que estaban haciendo. De repente, sintió un golpe en la ingle y cayó de lado, y la conmoción se transformó en un ardor en la boca del estómago. Entonces Melia se puso de pie y salió corriendo de la ciénaga en dirección este, hacia la propiedad de los Larousse y la carretera que había más allá.
Mobley fue el primero en salir tras ella. Foster lo siguió. Elliot, que dudaba entre aprovechar su turno con la muchacha tendida en el suelo e ir a detener a la hermana de ésta, se quedó inmóvil durante unos segundos, antes de salir corriendo detrás de sus amigos. Grady y Earl se empujaban entre sí, bromeando mientras forcejeaban para disputarse su turno con Addy.
La compra del terreno kárstico había sido un error que les había salido muy caro a los Larousse. Aquel terreno era un laberinto de acuíferos subterráneos y de cuevas, y casi llegaron a perder un camión cuando se desplomó en una fosa antes de descubrir que los yacimientos de piedra caliza no eran lo suficientemente grandes como para justificar su explotación. Mientras tanto, las excavaciones en algunas minas se habían realizado con éxito en Cayce, a poco más de treinta kilómetros río arriba, y en Wynnsboro, subiendo por la autopista 77 en dirección a Charlotte. Además, estaban las tres manifestaciones en contra de la incidencia que la explotación pudiera tener en los pantanos. Los Larousse abandonaron aquel negocio y conservaron el terreno como advertencia y ejemplo de lo que nunca más debían hacer.
Melia cruzó varias alambradas caídas y herrumbrosas y un cartel de PROHIBIDO EL PASO que estaba acribillado a balazos. Tenía heridas en los pies y le sangraban, pero seguía corriendo. Sabía que había casas al otro lado del terreno kárstico. Allí le prestarían ayuda y acudirían a socorrer a su hermana. Las pondrían a salvo y…
Oía acercarse a los hombres que corrían tras ella. Volvió la cara sin dejar de correr, y de repente los dedos de sus pies ya no pisaban terreno firme, sino que estaban suspensos sobre un lugar hondo y tenebroso. Se balanceó en el borde de una fosa, aspirando el olor del agua inmunda y contaminada que había en el fondo. Perdió el equilibrio y cayó dentro. Su cuerpo, allá en las profundidades, se estrelló contra el agua. Segundos después emergió, asfixiada y tosiendo. El agua le quemaba los ojos, la piel, el sexo. Miró hacia arriba con los ojos entornados y vio la silueta de los tres hombres recortada ante las estrellas. Con movimientos lentos, nadó en dirección a las paredes de la fosa. Buscó un asidero, pero sus dedos resbalaban en la piedra. Oyó que los hombres hablaban. Uno de ellos se fue. Se mantenía a flote en aquellas aguas viscosas y umbrías moviendo los brazos y las piernas con lentitud. La quemazón iba a más, y le costaba trabajo mantener los ojos abiertos. Arriba se veía una luz. Alzó los ojos justo a tiempo para ver unas hojas de periódico en llamas y después cómo la gasolina iba cayendo, cómo iba cayendo…
Aquellas fosas, con los años, se habían convertido en un vertedero de residuos tóxicos. Toda aquella inmundicia había contaminado el suministro de agua y el propio Congaree, ya que todos los acuíferos subterráneos iban a desembocar finalmente al gran río. Muchas de las sustancias vertidas en ellas eran peligrosas. Algunas eran corrosivas; otras, herbicidas. Pero la mayoría de ellas tenían una cosa en común: eran altamente inflamables.
Los tres hombres recularon a toda prisa cuando una columna de fuego emergió de las profundidades de la fosa, iluminando los árboles, el terreno excavado, la maquinaria abandonada y sus propias caras, sorprendidas y en el fondo entusiasmadas por el efecto que acababan de lograr.
Uno de ellos se frotó las manos con el sobrante del papel de periódico que habían usado como mecha, en un intento de quitarse el olor a gasolina.
– Que se joda -dijo Elliot Norton, que fue quien envolvió una piedra con el trozo de periódico y lo arrojó a la hoguera-. Vámonos.
Durante unos minutos no dije nada. Poveda trazaba dibujos absurdos encima de la mesa con el dedo índice. Elliot Norton, un hombre al que había considerado mi amigo, había tomado parte en la violación y en la quema de una joven. Me quedé mirando con fijeza a Poveda, pero él estaba absorto en trazar dibujos con el dedo. Algo se había roto en el interior de Phil Poveda, aquello que había logrado mantenerlo con vida después de lo que hicieron, y la marea de sus recuerdos lo arrastraba consigo.
Tenía ante mí a un hombre que estaba enloqueciendo.
– Siga -le dije-. Acabe la historia.
– ¡Acaba con ella! -gritó Mobley. Miraba a Earl Larousse, que estaba de rodillas, abotonándose los pantalones, junto a la mujer postrada boca abajo. Earl frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Acaba con ella -repitió Mobley-. Mátala.
– No puedo -dijo Earl. Su voz se parecía a la de un niño.
– Te la has follado muy rápido -le dijo Mobley-. Si la dejas aquí y alguien la encuentra, hablará. Si no la matamos, hablará. Toma.
Mobley agarró una piedra y se la arrojó. Le dio en la rodilla. Earl hizo una mueca de dolor.
– ¿Por qué yo? -gimoteó Earl.
– Porque alguien tiene que hacerlo -le respondió Mobley.
– No voy a hacerlo -le dijo Earl.
Entonces Mobley sacó un cuchillo que llevaba oculto debajo de la camisa.
– Hazlo. Como no lo hagas, te mato.
De repente, el poder dentro del grupo cambió de bando y entonces comprendieron todo. Desde el principio, el poder había estado en manos de Mobley. Era él quien estaba al mando. Era Mobley quien les buscaba la maría y el LSD. Era Mobley el que les llevaba a las mujeres. Y fue Mobley quien al final los condenó. Más tarde, Phil pensó que quizá su intención había sido aquella desde el principio: condenar a un grupo de chavales ricos y blancos que lo habían minusvalorado e insultado, luego lo aceptaron en su pandilla cuando vieron lo que Mobley podía proporcionarles, pero que con toda seguridad lo abandonarían cuando dejase de serles útil. Y, de todos ellos, Larousse era el más consentido, el más mimado, el más débil y en el que menos se podía confiar. Por esa razón, le había tocado a él matar a la muchacha.
Larousse empezó a llorar.
– Por favor, por favor, no me obligues a hacerlo.
Mobley, sin decir palabra, levantó el cuchillo y observó cómo brillaba a la luz de la luna. Lentamente, Larousse, con las manos temblorosas, agarró la piedra.
– Por favor -rogó por última vez.
Phil, que se encontraba a la derecha de Earl, hizo intento de darse la vuelta, pero Mobley lo agarró y se lo impidió.
– No, tienes que mirar. Tú formas parte de esto. Mira hasta que todo acabe. Ahora -le dijo a Larousse-, acaba con ella, jodido gallina de mierda. Acaba con ella, cabronazo bonito, a menos que quieras volver junto a tu papi y contarle lo que has hecho, llorando en su hombro como el jodido mariposón que eres y suplicándole que haga desaparecer el problema. Acaba con ella. ¡Acaba con ella!
Todo el cuerpo de Larousse tembló cuando levantó la piedra y la estrelló sin fuerza contra la cara de la muchacha. Aun así, se oyó un crujido y ella gimió de dolor. Larousse se puso a dar alaridos. Tenía la cara retorcida de miedo y las lágrimas que rodaban por sus mejillas limpiaban el barro con que se había manchado la cara mientras violaba a la muchacha. Volvió a levantar la piedra y la estrelló con más fuerza. Esa vez, el crujido sonó más fuerte. La piedra subía y bajaba con mayor rapidez, y, cada vez que Larousse, enloquecido, golpeaba a la muchacha, emitía un agudo lloriqueo. Estaba fuera de sí y salpicado de sangre, hasta que unas manos lo detuvieron y lo apartaron del cuerpo de la muchacha, con la piedra aún sujeta entre los dedos y los ojos desorbitados y en blanco en su cara cubierta de sangre.
La muchacha que yacía en la tierra hacía tiempo que había muerto.
– Lo has hecho muy bien -le dijo Mobley. Ya no empuñaba el cuchillo-. Earl, ya puede decirse que eres un asesino de verdad. -Y le tocó el hombro al llorón-. Un auténtico asesino.
– Mobley se la llevó -siguió contando Poveda-. La gente se acercaba, atraída por el fuego, y nos tuvimos que ir. El padre de Landron era sepulturero en Charleston. El día anterior había cavado una fosa en el cementerio Magnolia, así que Landron y Elliot la arrojaron allí y la cubrieron de tierra. Al día siguiente enterraron a un tipo encima de ella. Era el último de su familia. Nadie iba a remover jamás la tierra de esa parcela. -Tragó saliva-. Al menos no lo habrían hecho si el cadáver de Landron no hubiese aparecido allí.
– ¿Y qué pasó con Melia? -le pregunté.
– Se quemó viva. Era imposible sobrevivir a aquel fuego.
– ¿Y nadie lo sabía? ¿No le contaron a nadie más lo que hicieron?
Negó con la cabeza.
– Sólo nosotros. Buscaron a las muchachas, pero nunca las encontraron. Llegó la estación de las lluvias y lo lavó todo. Para la gente, desaparecieron de la faz de la tierra.
»Pero alguien lo descubrió -continuó-. Alguien nos lo está haciendo pagar. A Marianne la mataron. James Foster se quitó la vida. A Grady le cortaron el cuello. A Mobley se lo cargaron, y ahora a Elliot. Alguien nos está dando caza, nos está castigando. Yo soy el próximo. Por esa razón, debo poner mis asuntos en orden. -Sonrió-. Voy a donar todo a una institución benéfica. ¿Cree que hago bien? Yo creo que sí. Creo que es una buena acción.
– Puede ir a la policía y confesar lo que hicieron.
– No, ésa no es la manera de proceder. Debo esperar.
– Yo podría ir a la policía.
Se encogió de hombros.
– Podría hacerlo, pero yo diría que se lo ha inventado todo. Mi abogado me sacaría en cuestión de horas, en el caso de que alguien se tomara la molestia de arrestarme. Luego volvería aquí y seguiría esperando.
Me puse de pie.
– Dios me perdonará -comentó Poveda-. Nos perdona a todos, ¿no es así?
Algo destelló en sus ojos: un último y agonizante esfuerzo de cordura, antes de que esa cordura naufragase.
– No lo sé -le dije-. No sé si habrá tanto perdón en el universo.
Y me fui.
El Congaree. La secuencia de las últimas muertes. El vínculo entre Elliot y Atys Jones. Aquel pincho en forma de T en el pecho de Landron Mobley y aquel otro pincho más pequeño que colgaba del cuello del hombre de los ojos dañados.
Tereus. Tenía que encontrar a Tereus.
El viejo aún seguía sentado en los desgastados escalones de la pensión, fumando en pipa y viendo pasar el tráfico. Le pregunté el número de la habitación de Tereus.
– La número ocho, pero no está.
– ¿Sabes? Creo que me das mala suerte -le dije-. Siempre que vengo, Tereus se ha ido. Pero tú siempre estás bloqueando el porche.
– Creí que te alegraría ver una cara familiar.
– Por supuesto. La de Tereus.
Pasé por encima de él y subí la escalera bajo su atenta mirada.
Llamé a la puerta número ocho, pero no obtuve respuesta. De las habitaciones contiguas salía una confusión de programas de radio diferentes y un olor rancio a comida impregnaba las alfombras y las paredes. Giré el picaporte y la puerta se abrió. Había una cama individual deshecha, un sofá noqueado y, en una esquina, una cocina de gas. Apenas había espacio entre la cocina de gas y la cama para que pudiera pasar un hombre delgado y asomarse al ventanuco mugriento. A mi izquierda había un lavabo y una ducha, ambos razonablemente limpios. En realidad, la habitación estaba decrépita, pero no sucia. Tereus se había esforzado en adecentarla: de la barra de plástico del ventanuco colgaban unas cortinas nuevas y en la pared había una lámina enmarcada que representaba unas rosas en un jarrón. No había televisor, ni aparato de radio ni libros. El colchón estaba tirado en un rincón y la ropa esparcida por todas partes, pero supuse que, fuese quien fuese el responsable de aquel desbarajuste, no había encontrado nada. Cualquier cosa de valor que tuviese Tereus la guardaría en su verdadera casa y no allí.
Estaba a punto de irme cuando la puerta se abrió a mis espaldas. Me volví y me encontré frente a un negro grande y obeso que llevaba una camisa chillona y que bloqueaba la salida. En una mano tenía un cigarrillo y en la otra un bate de béisbol. Detrás de él vi al viejo chupando su pipa.
– ¿Puedo ayudarte en algo? -me preguntó el tipo del bate.
– ¿Eres el encargado de esto?
– Soy el dueño y te has colado.
– Buscaba a alguien.
– Bien, pero él no está y tú no tienes derecho a entrar aquí.
– Soy detective privado. Me llamo…
– Me importa un carajo cuál es tu nombre. Sal de aquí ahora mismo, antes de que tenga que actuar en defensa propia contra una agresión espontánea.
El viejo de la pipa se rió entre dientes.
– Una agresión espontánea -repitió el viejo-. Eso está bien. -Y sacudió la cabeza riéndose y soltando una bocanada de humo.
Me dirigí a la puerta y el grandullón se hizo a un lado para dejarme paso. Aun así, ocupaba casi todo el hueco de la puerta y tuve que encoger el pecho para poder salir. Olía a líquido desatascador y a colonia Old Spice. Me paré en la escalera.
– ¿Puedo hacerte una pregunta?
– ¿Cuál?
– ¿Cómo es que su puerta no estaba cerrada con llave?
Su cara reveló perplejidad.
– ¿No la has abierto tú?
– No, estaba abierta cuando llegué, y alguien ha estado revolviendo sus cosas.
El dueño se volvió al viejo de la pipa.
– ¿Ha venido alguien más preguntando por Tereus?
– No, señor. Sólo este tipo.
– Mira, no quiero ocasionar problemas -le dije-. Lo único que quiero es hablar con Tereus. ¿Cuándo fue la última vez que lo viste?
– Hace unos cuantos días -respondió el dueño, ya más aplacado-. Ocho, más o menos. Cuando salió de trabajar del club. Llevaba una bolsa. Me dijo que estaría un par de días fuera.
– ¿Y dejó la puerta cerrada con llave?
– Vi con mis propios ojos cómo la cerraba.
Aquello significaba que alguien se había colado en el edificio después de la muerte de Atys Jones, y seguro que había hecho lo que yo acababa de hacer: entrar en el apartamento, bien para encontrar allí al propio Tereus o bien algo relacionado con él.
– Gracias -le dije.
– Vale, no hay de qué.
– Agresión espontánea -repitió el fumador de pipa-. Qué divertido.
Los pervertidos vespertinos ya estaban reunidos en el LapLand cuando llegué. Entre ellos había un anciano que llevaba una camisa rota y que frotaba su botella de cerveza, mano arriba y mano abajo, de un modo que daba a entender que pasaba mucho tiempo solo pensando en mujeres. También había un tipo de mediana edad, sentado delante de un chupito, que llevaba un traje de chaqueta raído y el nudo de la corbata a media asta. Tenía un maletín a los pies. Se le había abierto, y parecía unas mandíbulas paralizadas. Estaba vacío. Me preguntaba yo cuándo reuniría el coraje suficiente para decirle a su mujer que le habían despedido del trabajo, que se había pasado los días mirando a bailarinas de barra o viendo películas en las sesiones más baratas, que no tendría que plancharle nunca más las camisas porque él ya no tendría que llevar camisa, qué diablos. En realidad, ni siquiera tendría que levantarse por la mañana si no le apetecía. Y, oye, si el panorama no te gusta, ya puedes ir saliendo por esa puerta.
Me encontré a Lorelei sentada a la barra del bar, esperando su turno de actuación. No parecía muy contenta de verme, pero yo ya estaba acostumbrado a eso. El camarero quiso detenerme, pero le levanté un dedo.
– Me llamo Parker. Si tienes algún problema, llama a Willie. De lo contrario, échate a un lado.
Se echó a un lado.
– Una tarde de poco movimiento -le dije a Lorelei.
– Siempre son así -comentó, y apartó la cara para darme a entender que no tenía el mínimo interés en entablar una conversación conmigo. Me imaginé que había recibido del jefe una bronca por haber hablado más de la cuenta la última vez que la vi y que no quería volver a caer en el mismo error-. Estos tipos sólo tienen calderilla.
– Bueno, pues entonces supongo que tendrás que bailar por amor al arte.
Negó con la cabeza y se echó hacia atrás para mirarme por encima del hombro. No se trataba de una mirada demasiado amistosa.
– ¿Te crees muy divertido? A lo mejor hasta te crees que eres «encantador». Pues deja que te diga algo: no lo eres. Estoy harta de ver todas las noches a tipos como tú, todos esos tipos que me meten un dólar por la raja del culo. Vienen y se creen que son mejores que yo, quizás incluso llegan a tener la fantasía de que los miro y de que no busco su dinero, que lo único que quiero es llevármelos a casa y follármelos hasta que se queden fritos. Pero eso no va a pasar nunca. Y si no me acuesto gratis con ellos, te aseguro que tampoco voy a acostarme gratis contigo, así que si quieres algo de mí, saca unos billetes.
Tenía razón. Puse un billete de cincuenta encima de la barra, pero apreté un dedo en la nariz del presidente en cuestión.
– Llámame cauteloso, pero la última vez no cumpliste nuestro trato.
– Hablaste con Tereus, ¿no?
– Sí, pero antes tuve que aguantar a tu jefe. Al grano, ¿dónde está Tereus?
– No pararás hasta que fastidies a ese tipo, ¿verdad? -dijo con los labios apretados-. ¿Nunca te cansas de presionar a la gente?
– Escúchame -le dije-. Preferiría no estar aquí. Preferiría no hablarte de esta manera. No me creo mejor que tú, pero desde luego tampoco soy peor que tú. Así que ahórrate el discurso. ¿Acaso no quieres el dinero? Estupendo.
La música dejó de sonar y los clientes aplaudieron con muy poco entusiasmo a la bailarina que empezaba a recoger sus prendas y se encaminaba al vestuario.
– Tienes que subir a escena -le indiqué, y ya me disponía a tomar el billete de cincuenta cuando ella lo agarró por el borde.
– Esta mañana no ha venido. Hace dos días que no viene.
– Resumiendo. ¿Dónde está?
– Tiene un cuarto en la ciudad.
– No ha vuelto a su cuarto desde hace unos días. Necesito más que eso.
El camarero anunció que Lorelei iba a actuar y ella hizo una mueca. Se deslizó por la silla para bajarse, con el billete bien sujeto entre nosotros.
– Tiene una casa allá arriba, en el Congaree. En la reserva hay una propiedad privada. Está allí.
– ¿Exactamente dónde?
– ¿Qué quieres, que te dibuje un mapa? No sabría decirte, pero sólo queda un pedazo privado en todo el parque.
Liberé el billete.
– La próxima vez me va a dar lo mismo el dinero que traigas, porque no pienso hablar contigo. Antes preferiría sacarles dos dólares a estos desgraciados hijos de puta que ganarme mil teniendo que traicionar a buena gente. Esto te lo doy gratis: no eres el único que ha preguntado por Tereus. Ayer vinieron un par de tipos, pero Willie los echó a patadas llamándolos «jodidos nazis».
Incliné la cabeza en gesto de agradecimiento.
– Ellos me gustaron más que tú -añadió.
Se dirigió al escenario. El reproductor de discos compactos que había detrás de la barra hizo sonar los primeros compases de Love Child. Arrastró el billete con la palma de la mano y se fue.
Era evidente que había dejado para el día siguiente su propósito de enmienda.
Aquella misma noche, Phil Poveda estaba sentado a la mesa de la cocina, delante de dos tazas de café frío, cuando la puerta se abrió a sus espaldas y oyó unas pisadas sigilosas. Levantó la cabeza y las luces titilaron en sus ojos. Se dio la vuelta en la silla.
– Lo siento -dijo.
El gancho se balanceó por encima de su cabeza y él recordó las palabras que Cristo les dirigió a Pedro y a Andrés junto al mar de Galilea: «Os haré pescadores de hombres».
Los labios de Poveda temblaban al hablar.
– Esto no dolerá, ¿verdad?
Y el gancho descendió.
Conduje hasta Columbia sin poner música. Me daba la impresión de ir a la deriva por la Interestatal 26, en dirección noroeste, atravesando los condados de Dorchester, Orangeburg y Calhoun. Las luces de los coches que se cruzaban conmigo en la oscuridad parecían luciérnagas que se movían en paralelo y que se desvanecían o se perdían en la distancia por los recodos y curvas de la carretera.
Por todas partes había árboles y, en la negrura que se expandía tras ellos, la tierra se atormentaba con su propia memoria. ¿Podía ser de otra manera? Había sido mancillada por la historia y fertilizada con los cuerpos de los muertos que yacían debajo de las hojas y de las piedras: británicos y colonos, confederados y unionistas, esclavos y ciudadanos libres, poseedores y poseídos. Más al norte, en las comarcas de York y de Lancaster, perduraban las huellas que una vez dejaron allí los jinetes de la noche. Allá por donde pasaban, los jinetes espoleaban a sus caballos disfrazados de fantasma y moteados de lodo, y galopaban por el barro y el agua para atemorizar, para aniquilar y para sembrar la semilla de un nuevo futuro en la tierra que hendían los cascos de sus cabalgaduras.
Y la sangre de los muertos se fundía con la tierra y enturbiaba los ríos que bajaban de los montañosos bosques de álamos, de arces rojos, de cornejos florecidos, y los peces incorporaban aquella sangre a su organismo al filtrarse por sus branquias, y las nutrias que los pescaban de un zarpazo los devoraban, y de ese modo aquella sangre entraba también a formar parte de ellas. Aquella sangre estaba en las moscas de mayo y en las moscas de la piedra que oscurecían el aire de Piedmont Shoals, en las pequeñas percas que se quedaban inmóviles en el fondo del agua para no ser engullidas, en los peje-soles que rondaban en torno a la zona de protección que les brindaban los lirios araña, que disimulaban la fealdad arácnida de su parte inferior con la belleza de sus flores blancas.
Aquí, en estas aguas cargadas de sedimentos, la luz del sol destella y crea formas extrañas, independientes de la corriente del río o de los caprichos de la brisa, a causa de esos pequeños peces plateados que se funden con la luz reflejada en la superficie, deslumbrando a los predadores, que ven el banco de peces como una única entidad, como una forma de vida enorme y amenazadora. Estos pantanos son su refugio, a pesar de que la vieja sangre también ha entrado en ellos.
(¿Y por eso estabas allí, Tereus? ¿Era ésa la razón de que en tu pequeña habitación hubiese tan pocas huellas de tu existencia? Porque en la ciudad tú no existes, allí no eres en verdad tú mismo. En la ciudad sólo eres un ex presidiario, un desgraciado que tiene que limpiar la basura de los que son más ricos que tú, un testigo de sus caprichos, mientras le rezas a tu Dios por la salvación de sus almas. Pero eso es sólo una tapadera, ¿verdad? Tu verdadera personalidad es muy distinta. Tu personalidad se desarrolla aquí, en los pantanos, donde has vivido oculto durante todos estos años. Ése eres tú. Estás dándoles caza, ¿no es cierto? ¿Los castigas por lo que hicieron hace tanto tiempo? Éste es tu territorio. Descubriste lo que hicieron y decidiste hacerles pagar por ello. Pero la cárcel se interpuso en tu camino -aunque incluso desde allí hiciste que alguien pagara por sus pecados- y tuviste que esperar para proseguir tu tarea. No te culpo. No creo que nadie que supiera lo que hicieron aquellas criaturas se resistiese a castigarlos de una manera o de otra. Pero ésa no es la verdadera justicia, Tereus, porque, al hacer lo que haces, la verdad de lo que hicieron -Mobley y Poveda, Larousse y Truett, Elliot y Foster- nunca se sabrá, y sin saber la verdad, sin esa revelación, no puede hacerse justicia.)
(¿Y qué me dices de Marianne Larousse? Su desgracia fue nacer en el seno de aquella familia y estar estigmatizada por el crimen que cometió su hermano. Sin saberlo, fue la depositaría de los pecados de su hermano y castigada por pecados falsos. Ella no se lo merecía. Con su muerte, las cosas se llevaron a un terreno donde la justicia y la venganza no se diferencian entre sí.)
(Así que hay que pararte los pies, porque la historia de lo que sucedió en el Congaree debe contarse por fin. De lo contrario, la mujer de la piel llena de escamas continuará vagando entre los cipreses y los acebos: una figura entrevista en las tinieblas, pero jamás vista en realidad, a la espera de encontrar de una vez a su hermana perdida y abrazarla con fuerza, limpiarle la sangre y la mugre, la pena y la humillación, la deshonra y el dolor y el desconsuelo.)
Los pantanos: en aquel momento pasaba junto a ellos. Durante unos segundos me distraje y noté que el coche se salía de la carretera y cruzaba el arcén dando tumbos contra el firme irregular, hasta que lo enderecé. Los pantanos son una válvula de seguridad: absorben las riadas e impiden que las lluvias y los sedimentos afecten a las llanuras costeras. Pero los ríos siguen fluyendo por ellos y aún perviven los rastros de la sangre. Permanecen en ellos cuando las aguas invaden las llanuras costeras, cuando confluyen con las aguas negras, cuando la corriente de las marismas de agua salada comienza a disminuir y, finalmente, cuando desaparecen en el mar: toda una tierra y todo un océano contaminados de sangre. Un solo acto y sus ramificaciones repercuten en la totalidad de la naturaleza. Y, de ese modo, una sola muerte puede cambiar un mundo y alterarlo de manera indescriptible.
Las llamas: el brillo de los fuegos encendidos por los jinetes de la noche. Las casas y los cultivos ardiendo. El relincho de los caballos cuando empiezan a oler el humo y el pánico, y los jinetes tirando de las riendas para sujetarlos, procurando que los animales no vean las llamas. Pero, cuando se marchan, hay fosas en el terreno, oscuras fosas en cuyo fondo se empantana un agua negra, y emergen de ellas otras llamas, unas columnas de fuego que se elevan desde cavernas comunicadas entre sí, y los gritos de la mujer quedan ahogados por el rugido crepitante del fuego mismo.
El condado de Richland: el río Congaree fluía hacia el norte buscando una salida, y yo parecía fluir por la carretera, impulsado siempre hacia delante por el propio entorno. Me dirigía hacia Columbia, hacia el noroeste, para llevar a cabo lo que podría denominarse un ajuste de cuentas, pero no era capaz de pensar en nada, salvo en la muchacha tirada en el suelo, con las mandíbulas separadas y los ojos sin vida.
Acaba con ella.
Ella parpadea.
Acaba con ella.
Ya no soy yo.
Acaba con ella.
Sus ojos se quedan en blanco. Ve cómo cae la piedra.
Acaba con ella.
Ha muerto.
Reservé una habitación en Claussen's Inn, en Greene Street, una panadería convertida en hostal, en el barrio de Five Points, cerca de la Universidad de Carolina del Sur. Me di una ducha y me cambié de ropa. A continuación llamé a Rachel. Necesitaba oír su voz más que nada en el mundo. Cuando la oí, parecía un poco borracha. Se había tomado una jarra de Guinness, la amiga de las preñadas, en compañía de una colega de Audubon, en Portland, y se le había subido a la cabeza.
– Es por el hierro -me dijo-. Es bueno para el embarazo.
– Dicen lo mismo de un montón de cosas, pero por lo general es mentira.
– ¿Cómo van las cosas allá en el sur?
– Lo mismo de lo mismo.
– Me tienes preocupada.
Su voz había cambiado. Ya no se trababa al hablar ni parecía borracha, y me di cuenta de que aquel deje de borrachera era sólo un disfraz, como un boceto realizado a toda prisa, pintado encima de una obra maestra de la pintura para ocultarla y hacerla irreconocible. Rachel quería estar borracha. Quería sentirse feliz, alegre y despreocupada, dejarse llevar por un vaso de cerveza, aunque sin conseguirlo. Estaba embarazada, el padre de su hijo se encontraba muy lejos de ella y la gente alrededor de él moría. Mientras tanto, un hombre que nos odiaba estaba intentando salir de la cárcel y las propuestas de tratos y de treguas que me había hecho resonaban con un ruido sordo dentro de mi cabeza.
– En serio, estoy bien -le mentí-. Me voy acercando a la verdad. Ahora lo entiendo todo. Creo que sé lo que pasó.
– Cuéntamelo -me dijo.
Cerré los ojos y tuve la sensación de que estábamos juntos tumbados en la cama en la oscuridad del dormitorio. Capté su olor y creí sentir su peso contra mi cuerpo.
– No puedo.
– Por favor, sea lo que sea, compártelo conmigo. Necesito que compartas algo importante conmigo, que te comuniques conmigo de algún modo.
Y se lo conté:
– Rachel, violaron a dos muchachas. Eran hermanas. Una de ellas era la madre de Atys Jones. La golpearon con una piedra hasta matarla y a la otra la quemaron viva.
No dijo nada, pero oí que respiraba hondo. -Y Elliot fue uno de ellos. -Pero fue él quien te pidió que le ayudaras. -Exacto, eso fue lo que hizo. -Todo fueron mentiras.
– No, no todo -le dije, porque la verdad siempre estuvo casi en la superficie.
– Tienes que salir de ahí. Tienes que dejarlo.
– No puedo.
– Por favor.
– Rachel, no puedo y tú lo sabes.
– ¡Por favor!
Me comí una hamburguesa en Yesterday, en la calle Devine. La voz de Emmylou Harris ambientaba el local. Cantaba una versión de un tema de Neil Young, Wrecking Ball, y el propio Neil Young le hacía los coros con su voz cascada. Es posible que ambos ya no estuviesen en la cumbre de su carrera, sino que fuesen más bien cuesta abajo. Pero en la era de las Britneys y de las Christinas resultaba consolador y a la vez extrañamente conmovedor, que sus viejas voces lograran emocionar con una canción sobre el amor, el deseo y la posibilidad de un último baile. Rachel me había colgado el teléfono llorando. Sólo me sentía culpable por lo que estaba haciéndole pasar, pero no podía marcharme. Ya no podía.
Cuando terminé, salí del comedor y me senté a una mesa en la zona del bar. Debajo del plexiglás que recubría la mesa había fotografías y viejos anuncios que comenzaban a amarillear: un hombre gordo en pañales hacía el bobo ante la cámara fotográfica, una mujer sostenía un perrito, varias parejas se abrazaban y se besaban… Me pregunté si habría alguien que recordara sus nombres.
Sentado a la barra había un tipo con la cabeza afeitada y con pinta de estar a punto de entrar en la treintena. Por el espejo que había detrás de la barra vi que me echaba un vistazo y después clavaba los ojos en la cerveza que tenía delante. Apenas habíamos cruzado una mirada, pero no pudo disimular que me reconocía. Me fijé en su nuca y capté la fuerza de los músculos de su cuello y de sus hombros, la estrechez de su cintura y la envergadura de sus dorsales. A simple vista, parecía un tipo pequeño y casi afeminado, pero era enjuto y fuerte, uno de esos a los que cuesta trabajo tumbar y que si consigues tumbarlos vuelven a levantarse enseguida. Por debajo de la manga de la camiseta asomaban las terminaciones de unos tatuajes en los tríceps. El antebrazo no lo tenía tatuado, y los músculos y tendones se le contraían al abrir y cerrar los puños. Observé cómo echaba un segundo vistazo al espejo, y más tarde un tercero. Por último, metió la mano en el bolsillo del ceñido y desgastado vaquero y, antes de saltar del taburete, dejó unos cuantos billetes de un dólar encima de la barra. Bombeando aún los puños, avanzó hacia mí, justo en el momento en que el tipo que estaba sentado a su lado, y mayor que él, se percató de lo que pasaba e intentó detenerlo.
– ¿Tienes algún problema conmigo? -me preguntó.
Las conversaciones de las mesas contiguas a la mía fueron amortiguándose, hasta que se desvanecieron. Tenía un piercing en la oreja izquierda y el orificio estaba circundado por un tatuaje que representaba un puño cerrado. Tenía la frente muy ancha y la cara muy blanca, en la que resaltaba el azul de sus ojos.
– Por cómo me mirabas en el espejo, pensé que ibas a tirarme los tejos -le dije.
A mi derecha, oí una voz masculina que se reía con disimulo. El cabeza rapada también debió de oírla, porque se volvió con brusquedad hacia allí. El de la risa se calló. El otro concentró de nuevo su atención en mí. En aquel momento, saltaba sobre la punta de los pies con la agresividad contenida de un púgil.
– ¿Quieres joderme? -me preguntó.
– No -le contesté con candidez-. ¿Te gustaría que lo hiciera?
Le regalé mi sonrisa más simpática. Se puso muy colorado y, cuando parecía que estaba a punto de abalanzarse sobre mí, alguien detrás de él dio un silbido. El mayor de los dos, que tenía el pelo largo, oscuro y lustroso peinado hacia atrás, apareció y lo sujetó por el brazo.
– Déjalo -le aconsejó.
– Me ha llamado marica -protestó el cabeza rapada.
– Lo único que quiere es provocarte. Lárgate.
Durante unos segundos, el cabeza rapada intentó zafarse de la mano del otro tipo, pero, como no lo consiguió, lanzó un salivazo al suelo y se fue hacia la puerta echando pestes.
– Tengo que pedirle disculpas por mi joven amigo. Es muy susceptible en esos asuntos.
Asentí con la cabeza y simulé que no me acordaba de él. Pero yo sabía que era el tipo que me siguió hasta el Charleston Place, el mensajero de Earl Jr., y el mismo que vi comiéndose un perrito caliente en el mitin de Roger Bowen. Ese tipo sabía quién era yo y había estado siguiéndome. Eso significaba que sabía dónde me alojaba e incluso el motivo por el que estaba allí.
– Seguiremos nuestro camino -me dijo.
Bajó la barbilla como para despedirse y se dio la vuelta, dispuesto a irse.
– Nos veremos -le dije.
Contrajo la espalda.
– ¿Por qué lo cree? -me preguntó, e inclinó un poco la cabeza, de modo que pude apreciar su perfil: la nariz plana y la barbilla alargada.
– Tengo intuición para esas cosas -le contesté.
Se rascó la sien con el dedo índice de la mano derecha.
– Es usted un tipo muy divertido -me dijo con franqueza-. Cuando se vaya lo sentiré mucho.
Acto seguido, tomó el mismo camino que el cabeza rapada.
Salí del local veinte minutos más tarde rodeado de un grupo de estudiantes y me mantuve a su lado hasta que llegué a la esquina entre Green y Devine. No había rastro de los dos tipos, pero no me cabía duda de que se hallaban muy cerca. En el vestíbulo del Claussen sonaba música de jazz a muy poco volumen. Le di las buenas noches con un gesto de la cabeza al joven que estaba detrás del mostrador y él me las devolvió por encima de un libro de texto de psicología.
Desde la habitación llamé a Louis. Contestó con cautela al no reconocer el número que aparecía en la pantalla del móvil.
– Soy yo, Louis.
– ¿Cómo te va?
– No muy bien. Creo que me están siguiendo.
– ¿Cuántos son?
– Dos. -Y le conté la escena que había tenido lugar en el bar.
– ¿Siguen allí?
– Supongo que sí.
– ¿Quieres que vaya?
– No. Sigue ocupándote de Kittim y de Larousse. ¿Tienes algo que contarme?
– Nuestro amigo Bowen llegó esta tarde y se reunió un rato con Earl Jr. Después se quedó un rato más largo con Kittim. Deben de imaginarse que te tienen donde ellos quieren que estés. Tío, desde el principio ha sido una trampa.
No, no era sólo una trampa. Era algo más que una trampa. Marianne Larousse y Atys, la madre y la tía de Atys: lo que les había pasado a ellos era real y terrible y aquello no tenía nada que ver con Faulkner ni con Bowen. Se trataba de la verdadera razón por la que yo estaba allí, la razón por la que me había quedado. Lo demás no importaba.
– Estaremos en contacto -le dije, y colgué el teléfono.
Mi habitación daba a la fachada del hostal, con vistas a Greene Street. Saqué el colchón de la cama, lo tiré al suelo, cerca de la ventana, y lo cubrí con las sábanas revueltas. Me desvestí y me acosté. La puerta estaba cerrada con la cadena y atrancada con una silla. Tenía la pistola en el suelo, al lado de la almohada.
Ella se movía por allí fuera, en algún lugar: una silueta blanca entre los árboles, iluminada por la lúgubre luz de la luna. Detrás de ella, la luna engalanaba el río con estrellas relucientes cuando fluía por debajo de los árboles.
El Camino Blanco está en todas partes. Lo es todo. Nos hallamos dentro de él y formamos parte de él.
Duerme. Duerme y sueña con sombras que transitan por el Camino Blanco. Duerme para ver a esas niñas que aplastan los lirios al desplomarse cuando encuentran la muerte. Sueña con la mano desgarrada de Cassie Blythe, esa mano que surge de la oscuridad.
Duérmete sin saber si estás entre los perdidos o entre los encontrados, entre los vivos o entre los muertos.
Puse el despertador a las cuatro de la mañana. Aún tenía cara de sueño cuando crucé el vestíbulo en dirección a la puerta trasera del hostal. El portero de noche me miró con curiosidad al percatarse de que no llevaba equipaje, pero siguió leyendo.
Si los dos tipos me vigilaban, uno estaría apostado en la puerta principal y otro en la trasera. La puerta trasera daba al aparcamiento, que tenía dos salidas: una a la calle Greene y otra a Devine, pero dudé si podría sacar el coche fuera de allí sin que me vieran. Saqué un pañuelo del bolsillo del pantalón y desenrosqué la bombilla del pasillo. Cuando regresé al hostal la noche anterior, tomé la precaución de romper con el tacón del zapato la bombilla del exterior. Abrí un poco la puerta, esperé y salí a la oscuridad. Llegué hasta Devine ocultándome entre los coches aparcados y llamé a un taxi desde una cabina telefónica que había junto a una gasolinera. Cinco minutos más tarde, me dirigía al mostrador de Hertz, en el Aeropuerto Internacional de Columbia, para alquilar un coche. Desde allí pondría rumbo al Congaree dando un rodeo de trescientos sesenta grados.
Los pantanos del Congaree aún son relativamente inaccesibles por carretera. La ruta principal, a lo largo de Old Bluff y de Caroline Sims, lleva a quienes acuden para visitarlo al puesto del guardabosque, y desde allí se pueden recorrer a pie unos tramos del pantanal gracias a un sendero de madera. Pero para aventurarse en lo más profundo del Congaree hay que utilizar un bote, así que apalabré el alquiler de uno de tres metros de eslora con un pequeño motor fuera borda. El anciano que alquilaba los botes ya me estaba esperando en la autopista 601 cuando llegué. El ruido de los coches que cruzaban el puente elevado de Bates retumbaba en nuestros oídos. Le pagué en efectivo y se quedó con las llaves del coche como aval. Poco después, me encontraba en el río. Los primeros rayos de sol brillaban sobre las aguas doradas y sobre los enormes cipreses y robles que sombreaban las orillas.
Durante la estación de las lluvias, el Congaree crece e inunda los pantanos, descargando nutrientes sobre la llanura. El efecto se dejaba ver en los enormes árboles que bordean el río, con sus hinchados y gigantescos troncos y con sus ramas tan grandes que, en algunos tramos, tienden un manto ensombrecedor sobre las aguas. Cuando el huracán Hugo arrasó el pantanal, se cobró como víctimas algunos de los árboles más impresionantes, pero aún era un lugar que despertaba el asombro en cualquiera que presenciara la magnitud de aquel bosque grandioso.
El Congaree marca la frontera entre los condados de Richland y de Calhoun. Sus meandros determinan los límites del poder político local, las jurisdicciones de la policía, las ordenanzas y un centenar de factores insignificantes que influyen en la vida cotidiana de quienes viven dentro de aquellas fronteras. Habría recorrido unos veinte kilómetros cuando divisé un enorme ciprés caído, la mitad de cuyo tronco invadía el cauce del río. Aquél era el punto, según me había informado el viejo barquero, que señalaba el límite de la tierra estatal y el principio del terreno privado, un tramo del pantanal que recorría más de tres kilómetros. En algún lugar de ese tramo, quizá cerca del río, se hallaba la casa de Tereus. Tenía la esperanza de que no me resultase demasiado difícil dar con ella.
Até el bote a un ciprés y salté a la orilla. El coro de grillos se calló de repente, pero reanudó su canto en cuanto me alejé. Seguí el curso de la orilla buscando algún rastro que me condujese hasta Tereus, aunque sin éxito. Tereus se había cuidado de vivir allí con la mayor discreción posible. Aunque hubiese dejado algún indicio de su presencia antes de que lo encarcelaran, la vegetación lo habría cubierto y él no se habría tomado la molestia de desbrozarla. Avancé a través de la orilla intentando encontrar algún punto de referencia que me permitiese orientarme, hasta que volví sobre mis pasos y me adentré en la ciénaga.
Olfateaba el aire con la esperanza de que me llegara el olor de madera quemada o de comida, pero sólo percibía el olor a vegetación y a humedad. Atravesé un bosque de liquidámbares, de robles y de álamos cargados de bayas de un morado intenso. En las tierras que había entre los pantanos crecían papayos, alisos y grandes matorrales de acebo, y el terreno estaba tan cuajado de arbustos que todo lo que alcanzaba a ver era de color verde y marrón. Notaba el suelo mojado y resbaladizo a causa de la vegetación y de la hojarasca podrida. Estuve a punto de meterme en la espinosa esfera de una telaraña, de cuyo centro colgaba su artífice como si fuese una estrellita oscura en su galaxia propia. No era peligrosa, pero había otras arañas por allí que sí lo eran, y durante los últimos meses ya me había visto obligado a aguantar demasiadas arañas como para tener suficiente para el resto de mi vida. Agarré una rama que medía unos cuarenta centímetros para apartar los arbustos y ramajes que me entorpecían el paso.
Habría caminado durante unos veinte minutos cuando vi la casa. Era una vieja cabaña construida según un sencillo esquema de vestíbulo y salón, con dos habitaciones delanteras y una trasera. Había sido ampliada con un porche vallado en la parte frontal y con una zona alargada y estrecha en la parte trasera. En las gruesas maderas que cubrían la cabaña y también en la chimenea había señales de reparaciones recientes, pero, vista de frente, la casa ofrecía el mismo aspecto que sin duda tuvo cuando fue construida, probablemente en el siglo pasado, en la época en que los esclavos que levantaron los diques optaron por quedarse a vivir en el Congaree. No había señales de vida: el tendedero, que colgaba entre dos árboles, estaba vacío y no salía ningún ruido de dentro. En la parte trasera había un cobertizo, donde quizás estaba el generador.
Subí los toscos escalones de madera que llevaban al porche y llamé a la puerta. No contestó nadie. Me dirigí a la ventana y miré a través del cristal. Vi que dentro había una mesa y cuatro sillas, un viejo sofá, un butacón y una pequeña cocina. Una puerta abierta dejaba ver el dormitorio y una segunda, cerrada, llevaba al anexo trasero de la casa. Llamé una vez más y, al no obtener respuesta, rodeé la casa para dirigirme a la parte de atrás. Oí disparos de escopeta, aunque amortiguados por el aire húmedo, que llegaban de algún lugar de los pantanos. Supuse que serían cazadores.
Las ventanas del anexo estaban oscurecidas. Por un momento, pensé que habían colgado unas cortinas negras, pero, cuando me acerqué más, comprobé que estaban pintadas. Al fondo había una puerta. Llamé y grité por última vez antes de intentar abrir el picaporte. La puerta se abrió y entré.
Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Un olor fuerte, a medicamentos, aunque aprecié que olía más a hierbas que a productos farmacéuticos. Daba la impresión de que aquel olor llenaba la habitación, amueblada con una cama plegable, un televisor y unas estanterías sin libros, aunque repletas de revistas televisivas atrasadas y de ejemplares de People y de Celebrity, arrugados ya por la cantidad de veces que habían sido leídos.
Las paredes estaban empapeladas con fotografías recortadas de las revistas. Había fotografías de modelos y de actrices y, en un rincón, lo que parecía ser un altar dedicado a Oprah, la famosa entrevistadora televisiva. La mayoría de las mujeres eran negras: reconocí a Halle Berry, a Angela Bassett, a las integrantes del grupo de rhythm-and-blues TLC, a Jada Pinkett Smith e incluso a Tina Turnen Encima del televisor colgaban tres o cuatro fotografías recortadas de las páginas de sociedad de periódicos locales. En todas aparecía fotografiada la misma persona: Marianne Larousse. Sobre las fotos había una fina capa de serrín, pero los cristales negros habían impedido que se decolorasen. En una de ellas, Marianne, en el día de su graduación, sonreía rodeada de un grupo de jovencitas muy guapas. Había otra que había sido tomada en una subasta benéfica, y una tercera en una fiesta celebrada por los Larousse para recaudar fondos para el Partido Republicano. En cada foto, la belleza de Marianne Larousse brillaba como un faro.
Me acerqué a la cama plegable. Allí el olor a medicina era más intenso. Las sábanas estaban manchadas, como si se hubiese derramado café en ellas. Había otras manchas más leves, algunas de sangre. Toqué las sábanas: estaban húmedas. Salí de allí y encontré el pequeño cuarto de baño y el origen del olor. Había un lavabo lleno de una sustancia marrón y espesa que tenía la consistencia del engrudo. Metí los dedos y, al sacarlos, la sustancia goteó viscosamente. Había un váter limpio y una bañera con patas que tenía un pasamanos sujeto a la pared y otro atornillado al suelo, que estaba muy bien enlosado, aunque la calidad del material era mala.
No había ningún espejo.
Regresé al dormitorio e inspeccioné el armario. Algo que parecían sábanas marrones y blancas se apilaban en las baldas, pero tampoco había espejo alguno.
Volví a oír disparos, pero esa vez más próximos. Curioseé un poco por el resto de la casa. Eché un vistazo a las prendas masculinas que había en el armario del dormitorio principal y a la ropa femenina, barata y anticuada, que se hallaba dentro de un viejo baúl. En la pequeña cocina había latas de comida, ollas y sartenes relucientes. En un rincón, detrás del sofá, vi una cama de campaña, pero estaba cubierta de polvo y se notaba que no la habían utilizado desde hacía muchos años. Todo lo demás estaba limpio, realmente limpio. No había teléfono y, cuando le di al interruptor de la luz, la habitación se iluminó de un color naranja pálido. Apagué la luz, abrí la puerta principal y salí al porche.
Vi a tres hombres moviéndose entre los árboles que rodeaban la cabaña. A dos de ellos los reconocí de inmediato: eran los dos tipos que estaban en el bar la noche anterior, el cabeza rapada y el otro. Aún llevaban la misma ropa. Probablemente habían dormido con ella puesta. El tercero era el gordo que había ido al aeropuerto con su compañero de caza el día en que llegué a Charleston. Vestía una camisa marrón y del hombro derecho le colgaba un rifle. Fue el primero en verme. Levantó la mano derecha y los tres se detuvieron en el límite de la arboleda. Nadie dijo palabra. Me dio la impresión de que debía ser yo quien rompiera el silencio.
– Vaya, me parece que estáis cazando fuera de temporada.
El mayor de los tres, el tipo que había refrenado al cabeza rapada en el bar, sonrió casi con tristeza.
– Lo que cazamos no tiene época de veda -contestó-. ¿Hay alguien ahí?
Negué con la cabeza.
– Aunque hubiese alguien dentro, me imagino que diría lo mismo. La próxima vez tenga más tiento a la hora de alquilar un bote, señor Parker. Eso o pagar un poco más a sus proveedores para que no se vayan de la lengua.
Llevaba el rifle apoyado en el hombro y vi cómo movía el dedo en torno a la guarda del gatillo, hasta que lo posó en él.
– Baje aquí -me dijo-. Tenemos que resolver algunos asuntos.
Estaba dándome la vuelta para entrar en la cabaña cuando el primer disparo alcanzó el marco de la puerta. Salí corriendo a toda prisa hacia la parte de atrás, sacando de un tirón la pistola de la funda, y llegué hasta el cobertizo del generador. En ese preciso instante, un segundo disparo hizo volar un trozo de la corteza del roble que tenía a mi derecha.
Me adentré en el bosque. El toldo de hojas se elevaba por encima de mí, hasta que llegó un punto en que tuve que avanzar con la cabeza agachada, restregándome contra los alisos y los acebos. Resbalé sobre la hojarasca húmeda y caí de costado. Me quedé quieto durante un momento. No oí nada que indicase que me siguieran. Pero, a unos dos metros, vi detrás de mí un bulto marrón que se movía con lentitud entre los árboles: el gordo. Pude verlo porque intentaba zafarse de las espinas de un acebo. Los otros estarían muy cerca, atentos al menor ruido que yo hiciera. Me imaginé que intentarían rodearme para cerrar el cerco. Respiré hondo, apunté a la camisa marrón y apreté el gatillo muy despacio.
Un chorro rojo salió a borbotones del pecho del gordo. Se retorció y se desplomó de espaldas contra los arbustos. Al caer, las ramas se doblaban y se rompían a causa del peso. Entonces oí dos estruendos, uno a mi derecha y otro a mi izquierda, seguidos de más disparos, y de repente el aire se llenó de astillas y de hojas.
Corrí.
Corrí hacia una loma en la que crecían arces rojos y carpes para evitar los claros del monte bajo y de ese modo poder resguardarme en la espesura de arbustos y enredaderas. Me subí la cremallera de la cazadora, a pesar del calor, para ocultar mi camiseta blanca. Me detenía de vez en cuando para percibir alguna señal de mis perseguidores, pero, estuviesen donde estuviesen, se movían con mucho sigilo. Olí a orina, quizá de ciervo o de lince, y descubrí las huellas de un animal. No sabía adónde me dirigía. Si al menos diese con uno de los senderos de madera, me llevaría hasta el puesto del guardabosque, pero también quedaría peligrosamente expuesto a los hombres que me perseguían. Eso suponiendo que, después de haberme adentrado tanto, pudiera dar con aquellos senderos. Cuando me dirigía hacia la cabaña de Tereus, el viento soplaba del nordeste y en aquel momento era apenas una brisa que me llegaba por la espalda. Seguí las huellas del animal, esperando encontrar el camino de vuelta al río. Si me perdía en el Congaree, sería una presa fácil para aquellos tipos.
Intenté ocultar las huellas que dejaba al pasar, pero el terreno era muy blando y mis pisadas se hundían en él. Aparte de eso, los arbustos quedaban aplastados. Pasados unos quince minutos, me hallé frente a un viejo ciprés caído que tenía el tronco partido en dos por un rayo. Un agujero inmenso se abría bajo sus raíces. Alrededor del ciprés y desde lo más hondo del agujero habían empezado a crecer los arbustos, que, al elevarse, se entrelazaban con las raíces, formando una especie de foso enrejado. Me apoyé en el tronco para tomar aliento, me quité la cazadora y también la camiseta. Me incliné ante el hoyo, espanté a los escarabajos y dejé la camiseta enganchada entre las raíces retorcidas a modo de reclamo. Después volví a ponerme la cazadora y me oculté bajo aquella maleza. Me tumbé y esperé.
El primero en aparecer fue el cabeza rapada. Vislumbré la palidez de huevo de su cara detrás de un pino taeda, pero enseguida desapareció. Había visto mi camiseta. Me pregunté hasta qué punto sería tonto.
Y era tonto, sí, pero no del todo. Silbó por lo bajo y vi que una hilera de alisos se inclinaba levemente, aunque no pude ver al hombre que provocaba aquel movimiento. Me sequé el sudor de la frente con la manga de la cazadora para que no me entrase en los ojos. De nuevo, algo se movió por detrás del pino. Apunté y parpadeé para quitarme algunas gotas de sudor cuando el cabeza rapada salió de su escondite y se detuvo en seco, al parecer porque por allí había algo que le llamó la atención.
En un instante, perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre los matorrales. Sucedió todo tan rápido que dudaba de lo que había visto. Por un momento, creí que había resbalado y supuse que se levantaría, pero no. Se oyó otro silbido desde los alisos, pero no obtuvo respuesta. El compañero del cabeza rapada volvió a silbar. Reinaba el silencio. Por entonces yo ya había empezado a retroceder, reptando, desesperado por salir de allí y por librarme del último de los cazadores y de lo que quiera que fuese aquello que en aquel momento nos perseguía a ambos a través del verdor moteado por la luz del sol de la ciénaga del Congaree.
No me atreví a levantarme hasta que hube recorrido a rastras unos quince metros. Delante de mí oía el sonido del agua. Por detrás me llegaba el sonido de los disparos, pero no apuntaban en mi dirección. No me paré siquiera cuando el saliente de una rama rota me desgarró la manga de la cazadora y me hizo un corte en el brazo que no tardó en sangrar. Me arrastré con la cabeza erguida. Cada vez me costaba más respirar y la punzada de dolor que sentía en el costado iba agudizándose. De repente vi un destello blanco a mi derecha. Algo en mi interior intentó tranquilizarme, haciéndome creer que se trataba de un animal: tal vez una garceta o una garza real joven. Pero había algo en la forma en que se movía, en aquella manera de avanzar titubeante y saltarina, que se debía en parte a que intentaba ocultarse y en parte a una discapacidad física. Cuando traté de avistar aquello de nuevo entre la maleza, no pude verlo, pero sabía que estaba allí. Podía percibir que me observaba.
Avancé.
Veía el resplandor del agua a través de los árboles, y oía su fluir. A unos diez metros a mi izquierda había un bote. No era el mío, pero al menos dos de los hombres que lo habían llevado hasta allí ya estaban muertos, y el tercero corría para salvar la vida, a escasa distancia de donde me encontraba yo. Entré en un claro del bosque repleto de neumatóforos, con sus formas extrañas y ligeramente cónicas, como si fuese el paisaje en miniatura de otro mundo. Me abrí paso a través de ellos, y, cuando estaba a punto de subir al bote, el hombre de pelo oscuro salió de entre los árboles que había a mi derecha. Ya no llevaba el rifle, aunque empuñaba un cuchillo. Se disponía a lanzarse sobre mí cuando levanté la pistola y le disparé. Como quiera que había perdido el equilibrio al disparar, la bala le alcanzó en el costado, lo que provocó que avanzara más despacio, aunque sin detenerse. Antes de que pudiese realizar un segundo disparo, ya lo tenía encima de mí, forcejeando con su mano izquierda para desviarme el arma, mientras yo intentaba detener el avance de su cuchillo. Apunté con la rodilla a su costado herido, pero adivinó el movimiento y lo utilizó contra mí, volteándome. Intenté incorporarme pero me agarró por el pie izquierdo. Perdí el equilibrio y, mientras caía al suelo, me arrebató la pistola de una patada que me causó muchísimo dolor. Cuando se me echó de nuevo encima, le pateé el costado herido. Salivaba y tenía los ojos muy abiertos, con una expresión de sorpresa y de dolor. Tenía la rodilla apoyada sobre mi pecho y yo intentaba mantener de nuevo el cuchillo alejado de mí. De todas formas, vi que estaba aturdido y que la herida del costado le sangraba copiosamente. De repente, aflojé la presión que ejercía sobre sus brazos y, mientras caía hacia delante, le di un fuerte cabezazo en la nariz. Dio un grito y conseguí quitármelo de encima. Me incorporé, lo levanté a pulso y lo estrellé contra el suelo con todas las fuerzas que me quedaban.
Al caer, se oyó un crujido húmedo: algo estalló dentro de su pecho, como si se le hubiese roto una costilla y le hubiera atravesado la piel. Retrocedí y vi cómo la sangre corría por el neumatóforo, mientras el hombre empalado luchaba por incorporarse. Palpó la madera y sus dedos se tiñeron de rojo. Los levantó, como si quisiera mostrarme lo que le había hecho. Luego echó la cabeza hacia atrás y murió.
Me pasé la manga de la cazadora por la cara. Me la manché de sudor y de fango. Volví para recoger la pistola y vi que una figura envuelta en un velo me observaba desde la arboleda.
Era una mujer. Distinguí la forma de sus pechos bajo la tela, aunque su rostro permanecía oculto. La llamé por su nombre.
– Melia. No tengas miedo.
Me dirigía hacia ella cuando noté que una sombra se cernía sobre mí. Me di la vuelta. Tereus llevaba un garfio en la mano izquierda. Sólo tuve tiempo de ver cómo la tosca pala que llevaba en la derecha volaba hacia mí, y entonces todo se me volvió negro.
Fue el olor lo que me despertó. El olor de las hierbas medicinales que se usaban en la preparación del ungüento para la piel de la mujer. Yo estaba tumbado en el suelo de la cocina de la cabaña, atado de pies y manos. Al levantar la cabeza, me di un golpe contra la pared. El dolor fue intenso. Me dolían los hombros y la espalda. Había desaparecido mi cazadora, y supuse que la había perdido mientras Tereus me arrastraba de vuelta a la cabaña. Tenía el vago recuerdo de haber pasado por un bosque, entre árboles muy altos, y de que la luz del sol traspasaba el toldo de hojas. La pistola y el teléfono móvil se habían esfumado. Me dio la impresión de que había permanecido tumbado en el suelo durante varias horas.
Oí algo en la puerta de entrada y vi la silueta de Tereus recortada contra la luz crepuscular. Sujetaba una pala en la mano, pero la dejó apoyada en el marco de la puerta antes de entrar en la cabaña. No había rastro alguno de la mujer, aunque notaba su cercanía, y supuse que habría regresado a su cuarto oscuro, rodeada por las imágenes de una belleza física que ella nunca volvería a disfrutar.
– Bienvenido, hermano -me dijo Tereus.
Se quitó las gafas oscuras. De cerca, la membrana que cubría sus ojos se veía más clara. Me recordó un tapetum, la superficie brillante que desarrollan algunos animales nocturnos para aumentar su visión en la oscuridad. Llenó una botella de agua en el grifo, se puso en cuclillas delante de mí e inclinó la botella para acercármela a la boca. Bebí hasta que el agua corrió por mi barbilla. Tosí y puse una mueca de dolor, porque al toser me crujió la cabeza.
– Yo no soy tu hermano.
– Si usted no fuera mi hermano, ahora estaría muerto.
– Tú los has matado, ¿verdad?
Se inclinó y se acercó a mí.
– Esa gente tenía que aprender la lección. Éste es un mundo de equilibrios. Ellos se llevaron una vida por delante y destruyeron otra. Debían aprender que el Camino Blanco está ahí, tenían que ver lo que les esperaba, atravesarlo y convertirse en parte de él.
Miré hacia la ventana y vi que la luz menguaba y que pronto anochecería.
– La rescataste, ¿verdad?
Asintió con la cabeza.
– No pude salvar a su hermana, pero a ella sí.
Advertí que había dolor en él, y algo más: advertí que había amor.
– Tenía quemaduras muy graves, pero aguantó bajo la superficie y las corrientes subterráneas la sacaron a flote. La encontré tendida en una piedra, la traje a casa y mi madre y yo la cuidamos. Cuando murió mi madre, tuvo que valerse por sí misma durante un año, hasta que salí de la cárcel. Ahora he vuelto.
– ¿Por qué no fuiste a la policía para decirles lo que había pasado?
– Así no se resuelven estas cosas. De todas formas, el cuerpo de su hermana desapareció. Era una noche muy oscura y ella sufría. Ni siquiera podía hablar. Tuvo que escribirme los nombres de aquellos tipos, pero incluso si hubiese podido decírmelos, ¿quién iba a creer una cosa así de unos muchachos blancos y ricos? Ni siquiera estoy seguro de que ella se acuerde de lo que pasó. El dolor la volvió loca.
Pero aquello no era una respuesta. Aquello no bastaba para explicar lo que había sucedido, lo que había sufrido y lo que había obligado a sufrir a otros.
– Fue por Addy, ¿verdad?
No contestó.
– Tú la querías, quizás antes de que apareciese Davis Smoot. Era tu hijo, ¿verdad, Tereus? Atys Jones era hijo tuyo. ¿Le daba miedo decírselo a los demás porque se trataba de ti, porque incluso los negros te despreciaban, porque eras un paria de los pantanos? Por eso saliste en busca de Smoot. Por eso no le dijiste a Atys por qué fuiste a parar a la cárcel: no le dijiste que mataste a Smoot porque eso no tenía importancia. No creías que Smoot fuese su padre, y estabas en lo cierto. Las fechas no cuadraban. Mataste a Smoot por lo que le hizo a Addy y, cuando volviste, te encontraste con que a la mujer a la que querías la habían vuelto a violar. Pero antes de que pudieras vengarte en Larousse y en sus amigos, la policía vino por ti y te llevó de vuelta a Alabama para que te procesaran, y tuviste suerte de que te condenasen sólo a veinte años, ya que había testigos de sobra para respaldar que lo hiciste en legítima defensa. Creo que cuando el viejo Davis te vio, se fue derecho al arma que tenía más cerca y ésa fue tu excusa para matarlo. Ahora que has vuelto, estás recuperando el tiempo perdido.
Tereus no contestó. No estaba dispuesto a confirmarlo ni a negarlo. Me agarró por el hombro con una de sus grandes manos y me ayudó a incorporarme.
– Hermano, ha llegado el momento. Levántate, levántate.
Me desató los pies con un cuchillo. Cuando la sangre empezó a circular, sentí un gran dolor.
– ¿Adónde vamos?
Mi pregunta pareció sorprenderle. Entonces me di cuenta de lo loco que estaba, de que ya estaba loco incluso antes de que lo atasen a aquel poste bajo el sol abrasador, lo suficientemente loco como para cuidar, con la ayuda de una anciana, durante tantísimos años, a una mujer herida, para de ese modo cumplir algún extraño precepto mesiánico de su propia invención.
– De vuelta al infierno -me dijo-. Volvemos al infierno. Es la hora.
– ¿La hora de qué?
Me atrajo hacia sí con delicadeza.
– La hora de enseñarles el Camino Blanco.
Me desató las manos y, aunque el bote tenía motor, me obligó a remar. Él tenía miedo: miedo de que el ruido atrajese la atención de los hombres antes de que él estuviese listo, miedo de que me volviese contra él si no encontraba una manera de mantenerme ocupado. Una o dos veces estuve tentado de lanzarme contra él, pero empuñaba el revólver con firmeza. Si dejaba de remar, inclinaba la cabeza y sonreía en señal de advertencia, como si fuésemos dos viejos amigos que disfrutaran de un paseo en barca mientras la noche derrotaba al día y la oscuridad iba envolviéndonos.
No sabía dónde estaba la mujer. Sólo sabía que había salido de la cabaña antes que nosotros.
– Tú no mataste a Marianne Larousse -le dije cuando divisamos una casa apartada de la orilla. Un perro nos ladró y la cadena a la que estaba atado tintineó en el aire vespertino. Se encendió la luz del porche y vi la silueta de un hombre que salía de la casa. Oí cómo hacía callar al perro. Su voz no aparentaba enfado, y de repente sentí una ráfaga de afecto por él. Lo vi acariciar y revolver el pelaje del perro, que movía el rabo de un lado a otro. Me notaba cansado. Me daba la impresión de que me acercaba al final de todo, como si el río fuese la laguna Estigia y me hubiesen forzado a remar por ella en ausencia del barquero. Imaginaba que tan pronto como la barca tocase la orilla, descendería al infierno y me perdería en el laberinto.
– Tú no mataste a Marianne Larousse -repetí.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
– La tiene para mí. Probablemente también la tuvo para Marianne en el momento de morir. Pero no la mataste tú. Todavía estabas en la cárcel.
– Dijeron que la mató el chico, y ahora él ya no puede desmentirlo.
Dejé de remar y oí que amartillaba el percutor de la pistola.
– Señor Parker, no me obligue a dispararle.
Apoyé los remos y levanté las manos.
– Lo hizo ella, ¿verdad? Melia mató a Marianne Larousse, y su propio sobrino, tu hijo, murió a consecuencia de aquella muerte.
Me observó en silencio antes de decidirse a hablar.
– Ella conoce el río -me dijo-. Conoce muy bien los pantanos. Deambula por ellos. A veces le gusta mirar a la gente que bebe y que liga con putas. Me imagino que le recuerda lo que ha perdido, lo que le arrebataron. Que viese aquella noche correr a Marianne Larousse entre los árboles fue una pura y maldita casualidad, nada más. Le gusta ver fotografías de mujeres hermosas y la reconoció por las que aparecían de ella en las páginas de sociedad de los periódicos. Aprovechó la ocasión. Una maldita casualidad -repitió-. Eso fue todo.
Pero, por supuesto, no fue casualidad. La historia de aquellas dos familias, los Larousse y los Jones, la sangre derramada y las vidas destruidas, establecía que nunca se toparían por mera casualidad. Después de más de dos siglos, ambas familias habían hecho un pacto de mutua destrucción, sólo reconocido en parte por cada bando, un fuego avivado por un pasado en el que a un hombre le estaba permitido poseer y abusar de otro hombre, un fuego atizado por el recuerdo de las heridas y por la violencia de las reacciones que tales heridas provocaron. Sus caminos se entretejían, se entrelazaban en los momentos cruciales de la historia de este estado y de la vida de las dos familias.
– ¿Sabía ella que el chico que se encontraba con Marianne era su propio sobrino?
– No lo vio hasta que la muchacha ya estaba muerta. Yo… -Se detuvo por un instante-. Como ya te he dicho, no sé lo que ella piensa, aunque sabe leer un poco. Vio los periódicos, y creo que de madrugada se acercaba a la cárcel donde estaba Atys.
– Pudiste haberlo salvado -le dije-. Si hubieses ido con ella a la policía, podrías haber salvado a Atys. Ningún tribunal la hubiese condenado por asesinato. Está loca.
– No, yo no podía hacer eso.
No podía hacerlo porque, si lo hacía, no podría seguir castigando a los hombres que violaron y asesinaron a la mujer que amaba. En última instancia, estaba dispuesto a sacrificar a su propio hijo por su afán de venganza.
– ¿Mataste a los otros?
– Los matamos los dos.
La rescató, la puso a salvo y después mató por ella y por la memoria de su hermana. En cierto sentido, había sacrificado su vida por ellas.
– Sucedió como tenía que suceder -comentó, como si adivinase lo que yo pensaba-. Y eso es todo lo que tengo que decir.
Volví a remar, dibujando profundos arcos en las aguas. El agua que levantaban los remos volvía a caer al río de una forma increíblemente lenta, como si de alguna manera yo estuviese aminorando la velocidad del paso del tiempo, alargando y alargando cada instante, hasta que al final el mundo se detuviese: los remos paralizados en el preciso instante en que hendían las aguas, los pájaros inmóviles en pleno vuelo, los insectos como motas de polvo en el marco de un cuadro. Y de ese modo no tendríamos que seguir nuestro camino. Nunca nos hallaríamos al borde de aquella infernal fosa negra, que olía a aceite de motor y a aguas residuales, con el recuerdo de las llamas mantenido en forma de lenguas negras en los surcos de la piedra.
– Sólo quedan dos -dijo Tereus-. Sólo dos más y todo habrá acabado.
No sabría decir si hablaba para sus adentros, si me hablaba a mí o bien a un ser invisible. Miré hacia la orilla del río, esperando verla allí, pendiente de nuestro avance. Una figura consumida por el dolor. O ver a su hermana, con la mandíbula rota y la cara destrozada, pero con los ojos frenéticos y brillantes, ardiendo de una rabia tan intensa como las llamas que devoraron a Melia.
Pero sólo vi la sombra de los árboles, el cielo oscurecido y las aguas que brillaban con los fantasmas fragmentarios del claro de luna.
– Aquí es donde nos bajamos -me susurró.
Desvié el bote hacia el lado izquierdo de la orilla. Cuando tocó tierra, oí a mis espaldas un leve chapoteo y vi que Tereus ya se había bajado. Con un gesto me indicó que me dirigiera hacia los árboles. Eché a andar. Tenía los pantalones mojados y el agua chapoteaba dentro de mis zapatos. Estaba lleno de picaduras de mosquito. Me notaba la cara hinchada. Y la parte de la espalda y del pecho que tenía al descubierto me picaban de una manera horrible.
– ¿Cómo sabes que estarán ahí? -le pregunté.
– Oh, seguro que están -me contestó-. Les prometí las dos cosas que más desean: decirles quién mató a Marianne Larousse.
– ¿Y qué más?
– Y usted, señor Parker. Usted ya no les resulta útil. Me da la impresión de que ese tal señor Kittim va a enterrarle.
Sabía que lo que decía era verdad, que el papel que Kittim iba a interpretar era el último acto del drama que habían planeado. En teoría, Elliot me había llamado para averiguar las circunstancias del asesinato de Marianne, en un esfuerzo por probar la inocencia de Atys Jones, pero en realidad, y en connivencia con Larousse, lo había hecho para averiguar si su asesinato estaba relacionado con lo que les estaba pasando a los seis hombres que violaron a las hermanas Jones, que mataron a una de ellas y que dejaron a la otra consumirse en el fuego. Mobley había trabajado para Bowen y supuse que, en un momento dado, Bowen se enteró de lo que hicieron Mobley y los demás, lo que le valió para aprovecharse de Elliot y, también, con toda probabilidad, de Earl Jr. Elliot me había llevado allí para que le ayudase y Kittim me mataría. Si llegaba a descubrir quién estaba detrás de los asesinatos antes de morir, tanto mejor. Si no lo averiguaba, tampoco iba a vivir el tiempo suficiente como para poder cobrar mis honorarios.
– Pero tú no vas a entregarles a Melia -le dije.
– No, voy a matarlos.
– ¿Tú solo?
Sus dientes blancos soltaron un destello de luz.
– No -me dijo-. Ya se lo he dicho. Nunca lo hago solo.
A pesar de todos los años transcurridos, el lugar era tal y como Poveda me lo había descrito. Estaba la alambrada rota que rodeé unos días antes y el letrero acribillado de PROHIBIDO EL PASO. Vi las excavaciones, algunas de ellas pequeñas y recubiertas de maleza, pero otras tan grandes que incluso habían crecido árboles en su interior. Habíamos andado durante unos cinco minutos cuando me vino el hedor punzante de algún producto químico que al principio resultaba simplemente desagradable pero que, a medida que nos acercábamos a la fosa, empezó a quemarme la nariz y a irritarme los ojos. Había chatarra esparcida por todas partes, y no parecía que nadie fuese a tomarse la molestia de retirarla. Los esqueletos de árboles podridos, con sus troncos grises y sin vida, extendían su raquítica sombra sobre la piedra caliza. La fosa en cuestión tenía un diámetro de unos seis metros y era tan profunda que el fondo se perdía en la oscuridad. Los bordes estaban cuajados de raíces y de hierbajos que descendían por la fosa hasta confundirse con la negrura.
Dos hombres miraban hacia el fondo de la fosa. Uno era Earl Jr.; el otro, Kittim, sin sus características gafas de sol. Él fue el primero en darse cuenta de que nos acercábamos. Ni siquiera se inmutó cuando nos detuvimos delante de la fosa, enfrente de ellos. Kittim se me quedó mirando durante un momento, antes de fijar su atención en Tereus.
– ¿Sabes quién es? -le preguntó a Earl Jr.
Earl Jr. negó con la cabeza. Kittim no pareció satisfecho con aquella respuesta, con el hecho de no contar con la información necesaria para llevar a cabo una valoración adecuada de la situación.
– ¿Quién eres? -le preguntó Kittim.
– Me llamo Tereus.
– ¿Mataste a Marianne Larousse?
– No. Yo maté a los otros, y vi a Foster empalmar la manguera al tubo de escape y meterla por la ventanilla del coche. Pero no maté a la chica Larousse.
– Entonces, ¿quién lo hizo?
Ella estaba cerca. Lo sabía. Podía sentirla, y me dio la impresión de que Larousse también la sentía, porque me di cuenta de que volvió la cabeza con un movimiento repentino, como lo haría un ciervo asustado, y recorrió con la mirada la hilera de árboles buscando la fuente de su inquietud.
– Te he hecho una pregunta -insistió Kittim-. ¿Quién la mató?
En ese momento, tres hombres armados salieron de entre los árboles que nos rodeaban. Tereus dejó caer al instante su pistola al suelo y entonces supe que él nunca había planeado salir de allí con vida.
No reconocí a dos de los hombres que se pusieron a nuestro lado.
El tercero era Elliot Norton.
– Charlie, parece que no te sorprendes de verme -me dijo.
– Cuesta mucho trabajo sorprenderme, Elliot.
– ¿Ni siquiera el regreso de entre los muertos de un viejo amigo?
– Presiento que en un futuro muy próximo regresarás al mundo de los muertos para pasar allí una temporada mucho más larga. -Estaba tan cansado que ni siquiera podía mostrar ira-. El golpe de efecto de las manchas de sangre en tu coche estuvo muy bien. ¿Cómo vas a explicar tu resurrección? ¿Diciendo que ha sido un milagro?
– Un negrata loco nos amenazaba, así que tuve que quitarme de en medio. ¿De qué van a acusarme? ¿De malgastar el tiempo de la policía? ¿De falso suicidio?
– Elliot, cometiste un crimen y has provocado la muerte de otros. Pagaste la fianza de Atys sólo para que tus amigos pudieran torturarlo y averiguar qué sabía.
Se encogió de hombros.
– Es culpa tuya, Charlie. Si hubieras hecho mejor tu trabajo y le hubieses obligado a que te contase todo, ahora podría estar vivo.
Hice una mueca. Me dio donde más me dolía, pero yo no estaba dispuesto a cargar solo con la responsabilidad de la muerte de Atys Jones.
– ¿Y los Singleton? ¿Qué hiciste, Elliot? ¿Te sentaste con ellos en la cocina a beber limonada mientras esperabas a que llegasen tus amigos y los mataran, sabiendo que la única persona que podía protegerlos estaba en la ducha? El anciano dijo que quien los atacó fue un mutante y la policía creyó que lo decía por Atys, hasta que lo encontraron muerto por las torturas que le infligieron, pero se refería a ti. Tú eras el mutante. Mira a lo que te han reducido, a lo que te has reducido. Mira en lo que te has convertido.
Elliot volvió a encogerse de hombros.
– No tuve opción. Un día Mobley se emborrachó y le contó todo a Bowen. Landron nunca lo admitió, pero nosotros sabíamos que fue él. De esa manera, Bowen supo algo de nosotros que podía utilizar en nuestra contra y me pidió que te trajese aquí. Pero por entonces ya todo esto -con la mano que tenía libre hizo un gesto para abarcar la fosa, los pantanos, los muertos y el recuerdo de las chicas violadas- había empezado a suceder, así que te utilizamos. Eres bueno, Charlie, lo reconozco. En cierto sentido, eres el que nos ha. traído aquí. Puedes irte a la tumba con la conciencia tranquila por haber cumplido con tu deber.
– De sobra -dijo Kittim-. Di al negrata que nos cuente lo que sabe y podremos dar todo este asunto por concluido.
Elliot levantó la pistola, apuntó primero a Tereus y después a mí.
– Charlie, no deberías haber venido solo a los pantanos.
Le sonreí.
– No lo he hecho.
La bala le dio en el puente de la nariz y le echó la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que oí cómo le crujían las vértebras del cuello. Los dos hombres que estaban a su lado apenas si tuvieron tiempo de reaccionar antes de que cayesen también. Larousse se quedó donde estaba, totalmente confundido, y Kittim levantó su arma para disparar al mismo tiempo que Tereus me empujaba y yo caía al suelo. Hubo un tiroteo. Tenía los ojos salpicados de sangre caliente. Cuando levanté la vista, pude ver la sorpresa en los ojos de Tereus justo antes de que cayera en la fosa y se hundiera en las profundas aguas.
Alcancé su revólver y corrí hacia el bosque, esperando recibir un disparo de Kittim en cualquier momento pero él también había huido. Entreví a Larousse adentrándose en la arboleda, y enseguida lo perdí de vista.
Pero sólo durante un momento.
Reapareció unos segundos más tarde, retrocediendo poco a poco ante algo que salía de entre los árboles. La vi acercarse a él, cubierta con aquel tejido ligero, que era lo único que podía llevar sin que le doliese su destrozado cuerpo. Llevaba la cabeza al descubierto. Estaba calva y sus facciones eran una mezcla de desfiguración y de vestigios de belleza. Sólo tenía los ojos intactos, y le brillaban bajo los párpados hinchados. Le ofreció la mano a Larousse, y en aquel gesto hubo casi ternura, como si fuese una amante rechazada que le tiende por última vez la mano al hombre que se aleja. Larousse dio un grito y le golpeó el brazo, desgarrándole la piel. Instintivamente, se frotó la mano en la chaqueta. En un esfuerzo por deshacerse de ella, se giró con rapidez a la derecha, intentando buscar refugio en el bosque.
Louis surgió de la oscuridad y apuntó a la cara de Larousse.
– ¿Adónde te crees que vas? -le preguntó.
Larousse se detuvo, atrapado entre la mujer y el arma.
Ella se abalanzó sobre él con tal ímpetu que ambos perdieron el equilibrio. Ella se agarró al cuerpo de Earl Jr. mientras caían -él gritando, ella en silencio- a las aguas negras. Durante un momento, creí ver algo blanco extendido sobre la superficie. Después desaparecieron.
Volvimos a pie al coche de Louis, pero no dimos con Kittim por el camino.
– ¿Lo entiendes? -me preguntó Louis-. ¿Entiendes ahora por qué no podemos dejar que se escapen, por qué no podemos dejar con vida a ninguno?
Asentí.
– La vista para decidir si puede salir bajo fianza es dentro de tres días -me dijo-. El predicador va a salir por pies, y ninguno de nosotros volverá a estar a salvo.
– Yo sí -le dije.
– ¿Estás seguro?
No me dio tiempo a dudarlo.
– Lo estoy. Y Kittim, ¿qué?
– Y él, ¿qué?
– Ha escapado.
Louis amagó una sonrisa.
– ¿De veras?
Kittim condujo a gran velocidad por Blue Ridge, hasta que llegó de madrugada a su destino. Ya tendría otras ocasiones, otras oportunidades. De momento, le quedaba tiempo para descansar y para esperar a que el predicador saliese de la cárcel para ponerlo a salvo. Después vendría la nueva energía que los conduciría al triunfo.
Aparcó delante de la cabaña, se encaminó a la puerta y la abrió con una llave. La luz de la luna entraba a raudales por la ventana e iluminaba los muebles baratos y las paredes vacías. También brillaba en la cara de un hombre que estaba sentado enfrente de la puerta y en la pistola con silenciador que empuñaba. Llevaba zapatillas de deporte, unos pantalones vaqueros gastados y una chillona camisa de seda que se había comprado en las rebajas finales de Filene's Basement. Tenía la cara muy blanca e iba sin afeitar. Ni siquiera parpadeó cuando le disparó a Kittim en el abdomen. Kittim se desplomó e intentó sacar la pistola que llevaba en el cinturón, pero el otro fue hacia él y le apuntó a la sien derecha. Kittim apartó la mano del cinturón y el otro hombre lo desarmó.
– ¿Quién eres? -gritó-. ¿Quién coño eres?
– Soy un ángel -le contestó el hombre-. ¿Quién coño eres tú?
En aquel momento se vio rodeado por otras figuras que le pusieron las manos a la espalda y se las esposaron, antes de darle la vuelta para que viera a sus captores: el hombre bajito de la camisa estridente, dos hombres más jóvenes, armados con pistolas, que habían entrado por el patio, y un anciano que había emergido de la oscuridad de la parte trasera de la cabaña de Kittim.
– Kittim -le dijo Epstein, mientras lo examinaba-. Un nombre poco común. Un nombre erudito. -Kittim no se movió. A pesar de la agonía, se mantenía alerta. Fijó los ojos en el anciano-. Recuerdo que Kittim era el nombre de la tribu destinada a encabezar el ataque final contra los hijos de la luz, el nombre de los representantes en la tierra de los poderes de la oscuridad -continuó diciendo Epstein. Se inclinó delante del hombre herido y se acercó tanto a él que podía olerle el aliento-. Deberías haber leído tus manuscritos con mayor atención, amigo: nos dicen que el dominio de los Kittim es efímero, y que no habrá escapatoria para los hijos de la oscuridad.
Epstein había mantenido las manos a la espalda, pero en ese instante dejó que se vieran y la luz destelló en el estuche metálico que sostenía.
– Tenemos que hacerte algunas preguntas -dijo Epstein, que sacó una jeringuilla y lanzó al vacío un hilillo de líquido transparente. La aguja descendió hacia Kittim, mientras que la cosa que habitaba en su interior empezó a forcejear inútilmente para escapar de su anfitrión.
Dejé Charleston al día siguiente por la tarde. A los agentes de la División Estatal de Seguridad de Columbia, con Adams y Addams detrás de ellos en la sala de interrogatorios, les conté casi todo lo que sabía. Sólo mentí para omitir la participación de Louis y el papel que yo tuve en la muerte de los dos hombres en el Congaree. Tereus se había deshecho de los cuerpos mientras yo estaba atado en la cabaña, y los pantanos tienen una larga tradición de tragarse los restos de los muertos. Nunca los encontrarían.
En cuanto a los que murieron en la antigua cantera, les conté que los mataron Tereus y la mujer, que los rodearon por sorpresa, antes de que pudieran reaccionar. Encontraron el cadáver de Tereus flotando en la superficie, pero no había rastro de Earl Jr. ni de la mujer. Cuando estaba sentado en la sala, volví a verlos caer y hundirse en las oscuras aguas. La mujer arrastrando el cuerpo del hombre entre las corrientes que fluían por debajo de la roca, sujetándolo hasta que se ahogó. Los dos juntos, camino de la muerte, camino del más allá.
En la terminal del Aeropuerto Internacional de Charleston había aparcada una limusina con las ventanillas ahumadas para que nadie pudiese distinguir quién había dentro. Mientras me dirigía a la puerta principal con mi equipaje, una de las ventanillas se abrió y Earl Larousse me miró, a la espera de que me acercase.
– Mi hijo…
– Está muerto. Ya se lo dije a la policía.
Le temblaron los labios, y al parpadear se le despejaron los ojos de lágrimas. No me daba ninguna lástima.
– Usted lo sabía -le dije-. Durante todo este tiempo, usted supo lo que hizo su hijo. Cuando regresó a casa aquella noche manchado de sangre, ¿no le contó todo lo que había pasado? ¿No le pidió ayuda? Y usted se la dio, para salvarle y para salvar el buen nombre de la familia, y se afanó en conservar aquel pedazo de tierra baldía con la esperanza de que lo que había pasado allí quedara en secreto. Pero entonces apareció Bowen y le obligó a morder el anzuelo, así que la cosa se le fue de las manos. Los esbirros de Bowen se instalaron en su casa, y mi teoría es que Bowen estaba sacándole dinero. ¿Cuánto le ha dado, señor Larousse? ¿Lo suficiente como para poder pagar la fianza de Faulkner, y algo más de propina?
No me miró. Retrocedió al pasado, sumergiéndose en la tristeza y la locura que al final acabarían consumiéndole.
– En esta ciudad éramos como la realeza -me susurró-. Lo hemos sido desde su fundación. Formamos parte de su historia y nuestro apellido ha sobrevivido a lo largo de los siglos.
– Pues ahora su apellido y su historia van a morir con usted.
Me alejé. Cuando llegué a la puerta de entrada, el coche ya no se reflejaba en el cristal.
En una cabaña de las afueras de Caina, en Georgia, Virgil Gossard se despertó al sentir una presión en los labios. Abrió los ojos justo cuando el cañón de la pistola le entraba en la boca.
La figura que estaba ante él iba vestida de negro, con la cara oculta por un pasamontañas.
– Arriba -dijo, y Virgil reconoció aquella voz: la voz que una noche le habló fuera del Little Tom.
Lo agarró por el pelo y lo levantó de la cama. Cuando le sacó la pistola de la boca, había en el cañón un reguero de sangre y saliva. Virgil, que sólo llevaba puestos unos calzoncillos harapientos, fue empujado a la cocina de su casa miserable. Allí había una puerta trasera que daba al campo.
– Ábrela. -Virgil empezó a llorar-. ¡Ábrela!
Abrió la puerta y de un empujón fue lanzado a la oscuridad de la noche. Atravesó descalzo su parcela, notando la frialdad de la tierra en los pies. Las largas cuchillas de la maleza le sajaban la piel. Oía a su espalda la respiración de aquel hombre mientras se encaminaba hacia el bosque que se abría en el lindero de su parcela. Había un murete de tres ladrillos de altura, cubierto con una plancha de calamina. Era el viejo pozo.
– Quita la tapa.
Virgil negó con la cabeza.
– No, no. Por favor…
– ¡Hazlo!
Virgil se agachó, arrastró la plancha y dejó al descubierto la boca del pozo.
– Arrodíllate.
La cara de Virgil se retorcía por el miedo y el llanto. Notó en la boca sabor a sal y a mocos. Se inclinó y miró la oscuridad del pozo.
– Lo siento -dijo-. Sea lo que sea lo que yo haya hecho, lo siento.
Notó la presión de la pistola en la nuca.
– ¿Qué viste? -preguntó el hombre.
– Vi a un tipo -dijo Virgil, tumbado ya en el suelo-. Miré arriba y vi a un tipo, un negro. Había otro con él. Un blanco. No pude verlo bien. No debí mirar. No debí mirar.
– ¿Qué viste?
– Te lo he dicho. Vi…
Oyó que el otro amartillaba la pistola.
– ¿Qué viste?
Y Virgil por fin comprendió.
– Nada. No vi nada. No reconocería a aquellos tipos si volviera a verlos. Eso es todo. No vi nada.
La pistola se apartó de su cabeza.
– Virgil, no me obligues a tener que regresar por aquí.
Los sollozos sacudían el cuerpo de Virgil.
– No lo haré. Te lo juro.
– Ahora, Virgil, no te muevas. Quédate ahí de rodillas.
– Lo haré -dijo Virgil-. Gracias. Muchas gracias.
– No hay de qué -dijo el hombre.
Virgil no lo oyó alejarse. Se quedó arrodillado hasta que empezó a amanecer y, tiritando, se incorporó y regresó a su casucha.