Tercera parte

Tengo la impresión de moverme en un mundo de

fantasmas

y me veo a mí mismo como la sombra de un sueño.

Alfred, Lord Tennyson. The Princess


10

Luego, en la tranquilidad de la habitación del hotel, abrí la carpeta de Marianne Larousse. La oscuridad que me rodeaba era menos una ausencia de luz que una presencia palpable: se trataba de sombras con corporeidad. Encendí la lámpara que había encima de la mesa y esparcí los documentos que Elliot me había dado.

Y, tan pronto como vi las fotografías, tuve que apartar la mirada, porque noté el peso de ella sobre mí, aunque no la había conocido y nunca llegaría a conocerla. Fui hacia la puerta e intenté expulsar las sombras inundando de luz la habitación, pero, en lugar de irse, retrocedieron y se escondieron debajo de las mesas y detrás del armario, esperando la desaparición inevitable de la luz.

Y me dio la impresión de que mi existencia, de alguna manera, se bifurcaba, de que estaba a la vez en la habitación del hotel, con las pruebas de la violenta erradicación de este mundo de Marianne Larousse, y de vuelta a la quietud del salón de los Blythe, viendo cómo Bear movía la boca y formulaba mentiras bienintencionadas y cómo Sundquist, igual que un ventrílocuo detrás de él, manipulaba y envenenaba la atmósfera de la habitación con avaricia, malicia y falsas esperanzas, mientras Cassie me miraba fijamente desde la fotografía que le hicieron el día de su graduación, con aquella sonrisa incierta que se insinuaba en su boca como un pájaro receloso de posarse en una rama. Intenté imaginármela viva, disfrutando de una nueva vida lejos de su casa, convencida de que la decisión de dejar atrás su existencia anterior era la acertada. Pero me veía incapaz de hacerlo, ya que, cuando intentaba imaginarla en cualquier escenario, sólo era una sombra sin rostro y una mano con heridas que le recorrerían paralelas de un extremo al otro.

Cassie Blythe no estaba viva. Toda la información que había recopilado en torno a ella me indicaba que no era la clase de jovencita que se deja llevar por la corriente y condena a sus padres a una vida de sufrimiento y de incertidumbre. Alguien la había arrebatado de este mundo, y yo no sabía si podría encontrar a esa persona y, aun en el caso de encontrarla, si podría descubrir al fin la verdad que se escondía detrás de su desaparición.

Entonces supe que Irving Blythe tenía razón, que lo que había dicho sobre mí era cierto: que invitarme a entrar en sus vidas equivalía a admitir el fracaso y asumir la victoria de la muerte, porque yo llegaba cuando todas las esperanzas habían desaparecido, sin ofrecer nada a cambio, salvo la posibilidad de descubrir algo que traería consigo más dolor y más tristeza, y una evidencia que tal vez haría parecer a la ignorancia una bendición. El único consuelo posible era que mi intervención hiciese un poco de justicia, que la vida pudiese continuar con un pequeño grado de certeza: la certeza de que el dolor físico de un ser querido había llegado a su fin, y el consuelo de que alguien se hubiera tomado el trabajo de intentar descubrir por qué le infligieron tal dolor.

Yo, cuando era más joven, me hice policía. Me uní al cuerpo porque creí que era mi deber. Mi padre había sido policía, como también lo había sido mi abuelo, pero mi padre terminó su carrera y su vida en la ignominia y la desesperación. Se llevó por delante dos vidas antes de quitarse la suya por motivos que tal vez nunca se conocerán, y yo, al ser tan joven, sentí la necesidad de echarme su carga a la espalda e intentar compensar lo que él hizo.

Pero yo no era un buen policía. No tenía ni disposición ni disciplina. Es verdad que poseía otras virtudes, como por ejemplo la tenacidad y el afán por descubrir y por comprender, pero ninguna de ellas era suficiente para permitirme sobrevivir en aquel entorno. También carecía de otro elemento crucial: el distanciamiento. No disponía de los mecanismos de defensa apropiados que les permitían a mis compañeros mirar un cadáver y verlo sólo como lo que era: no un ser humano ni una persona, sino la ausencia del ser y la negación de la vida. De forma superficial, pero en el fondo necesaria, los policías necesitan llevar a cabo un proceso de deshumanización para realizar su trabajo. El humor negro es propio de ellos, y una aparente indiferencia que les permite referirse a un cadáver como «fiambre» o «basura» (excepto cuando cae un compañero, porque entonces se trata de algo tan próximo que resulta imposible verlo con distancia), y pueden examinar heridas y mutilaciones sin precipitarse, entre lágrimas, a un vacío en el que la vida y la muerte resultan imposibles de soportar. Son responsables de los vivos, de los que siguen aquí y del mantenimiento de la ley.

Yo no tenía eso. Nunca lo tuve. Por el contrario, he aprendido a abrazar a los muertos, y ellos, a su vez, han encontrado un modo de llegar a mí. De repente, en aquella habitación de hotel, lejos de casa, me enfrentaba a la muerte de otra joven, y la desaparición de Cassie Blythe me atormentaba de nuevo. Tuve la tentación de llamar a los Blythe, pero ¿qué podía decirles? Aquí, en el sur, no podía hacer nada por ellos, y el hecho de que yo estuviese pensando en su hija les proporcionaría un escaso consuelo. Quería acabar con lo que me había traído a Carolina del Sur, revisar las declaraciones de los testigos y garantizar la seguridad de Atys, aunque fuese de forma provisional, y luego volver a casa. Era lo único en que podía ayudar a Elliot.

Pero el cuerpo de Marianne Larousse me atraía hacia sí con una intimidad extraña, pidiéndome que demostrase algo, que me hiciera cargo de la naturaleza del asunto en que estaba involucrándome y de las posibles consecuencias de mi actuación.

No quería mirar. Estaba cansado de mirar.

Aun así, miré.


La pena que produce. La terrible y abrumadora pena que produce verlos.

A veces es una fotografía la que provoca esa pena. En realidad, nunca los olvidas. Siempre permanecen contigo. Doblas una esquina, pasas conduciendo por delante de un ventanal entablado, quizás ante un jardín que está cubriéndose de hierbajos y ves la casa que se pudre detrás igual que una muela picada, porque nadie quiere vivir allí, porque el olor de la muerte aún permanece dentro de ella, porque el propietario contrató a unos inmigrantes y les pagó cincuenta dólares a cada uno por limpiar la casa a fondo, y ellos utilizaron la mierda de materiales que tenían a mano: unos desinfectantes asquerosos y fregonas sucias que extendieron el hedor en lugar de quitarlo, que transformaron la trayectoria lógica de las manchas de sangre en el boceto caótico de una huella de violencia semiborrada, una ringlera de oscuridad en las paredes blancas que luego cubrieron con pinturas baratas y aguadas, y pasaron el rodillo dos o tres veces por los tramos manchados, pero, cuando la pintura se secó, aún estaba allí: una mano ensangrentada restregada en los blancos, cremas y amarillos de las paredes, y que había dejado el recuerdo de su paso incrustado en la madera y en la escayola.

De manera que el propietario cierra la puerta con llave, atranca las ventanas y espera a que la gente olvide o a que alguien muy desesperado o muy tonto esté de acuerdo con la renta rebajada y la acepte, aunque sólo sea para intentar borrar el recuerdo de lo que ocurrió allí con los problemas y las preocupaciones de una nueva familia, como una especie de limpieza psíquica que pudiera triunfar donde los inmigrantes fracasaron.

Si quieres, puedes entrar: Puedes enseñar tu placa y explicar que sólo es pura rutina, que los viejos casos sin resolver se vuelven a revisar al cabo de unos años, con la esperanza de que el paso del tiempo pueda revelar algún detalle que se hubiera pasado por alto. Pero no necesitas entrar, porque estuviste allí la noche en que la encontraron. Viste lo que dejaron de ella sobre el suelo de la cocina, o entre los arbustos del jardín, o acaso su cuerpo cubierto y de través en la cama. Viste de qué modo, al exhalar su último aliento, algo más expiraba también: aquello que constituía su esencia, una especie de estructura interna arrancada de alguna manera de su cuerpo sin dañar la piel, de modo que se desploma y se consume, a pesar de que su cuerpo parece hinchado: una mujer que se expande y que a la vez se contrae mientras la miras. En su piel ya aparecen manchas, allí donde los insectos han empezado a alimentarse de ella, porque los insectos siempre llegan antes que tú.

Y luego puede que tengas que hacerte con una fotografía suya. Algunas veces te la da el marido o la madre; otras, el padre o el novio, y ves cómo sus manos se mueven entre las páginas del álbum, o buscando dentro de una caja de zapatos o de un bolso. Y piensas: ¿Esto le han hecho? ¿Han reducido esta persona a lo que veo ahora? O tal vez sabes lo que le hicieron -no puedes precisar con exactitud cómo, pero lo sabes-, y el hecho de tocar los vestigios de una vida perdida parece como si fuese una segunda violación, una segunda violación que debes impedir mediante un manotazo enérgico, porque fallaste antes y ahora tienes la oportunidad de redimir aquel fracaso.

Pero cuando ocurre no lo haces. Esperas, y confías en que después de esa espera vendrán las pruebas o la confesión, y los primeros pasos deben encaminarse al restablecimiento de un orden moral, de un equilibrio entre las necesidades de los vivos y las demandas de los muertos. Pero aquellas imágenes regresarán más tarde, de forma espontánea, y si en ese momento estás con alguien en quien confías, puede que le digas: «Lo recuerdo. Recuerdo lo que ocurrió. Yo estaba allí. Fui testigo, y después intenté ser más que eso. Intenté hacer un poco de justicia».

Y si lo lograste, si se impuso un castigo al culpable y el expediente se marcó como cerrado, puede que sientas una punzada de…, no de placer, no es eso, sino ¿de paz?, ¿de alivio? Quizá lo que sientes carezca de nombre, no debería tener nombre. Quizás es sólo el silencio de tu conciencia, porque esta vez ya no te gritará un nombre dentro de la cabeza y no tendrás que volver a sacar el expediente para recordarte de nuevo aquel sufrimiento, aquella muerte, y tu incapacidad de mantener el equilibrio que se necesita para que el tiempo y la vida sigan su curso.

Caso cerrado: ¿no se dice así? Da la impresión de que ha pasado mucho tiempo desde la última vez que empleaste esa expresión y que pudiste saborear la falsedad de esas palabras, justo en el momento en que se forman en la lengua y atraviesan los labios. Caso cerrado. Sí. Pero no está cerrado, porque los que se han quedado aquí continúan percibiendo esa ausencia, y esa ausencia se manifiesta en los cien mil cambios diminutos que es necesario llevar a cabo para asumirla, porque la vida, ya sea de una manera perceptible o imperceptible, incide en otras vidas. Irv Blythe, a pesar de todos sus defectos, llegó a comprenderlo. No hay fin. Sólo hay vidas que continúan o vidas que terminan, y las relaciones que se establecen entre sí. Por lo menos, los vivos ya no son asunto tuyo. Son los muertos los que se quedan contigo.

Y quizás esparces las fotos y piensas: lo recuerdo. Te recuerdo.

Yo no he olvidado.

No te olvidaré.

Estaba tumbada boca arriba sobre un lecho de lirios araña aplastados, y la explosión de color de las marchitas flores blancas parecía un defecto de revelado, como si se hubiese mancillado el negativo al captar aquella escena. El cráneo de Marianne Larousse aparecía muy dañado. Estaba peinada con la raya en medio, y el impacto de la piedra le había causado heridas a ambos lados. Pelos y mechas ensangrentadas se enmarañaban en las heridas. Un tercer golpe le había abierto el lado derecho del cráneo, y la autopsia reveló unas fracturas que se extendían a través de la base craneal y el borde superior de la cuenca del ojo izquierdo. Tenía la cara cubierta por completo de sangre, porque el cuero cabelludo es muy vascular y sangra en abundancia cuando resulta dañado. Tenía la nariz rota, los ojos fuertemente cerrados y las facciones detenidas en una mueca a causa de la violencia de los golpes recibidos.

Hojeé de inmediato el informe de la autopsia. El cuerpo de Marianne no presentaba mordeduras, moratones ni escoriaciones que pudiesen ser indicativos de una agresión sexual, aunque habían encontrado entre el vello púbico de la víctima algunos pelos que resultaron ser de Atys Jones. Los genitales los tenía enrojecidos, lo que daba a entender que la víctima acababa de tener relaciones sexuales, pero no presentaba magulladuras ni laceraciones internas o externas, aunque se encontraron restos de lubricante en la vagina. El semen de Jones estaba mezclado con el vello púbico de Marianne, pero no había semen dentro. Jones les dijo a los investigadores, según me contó Elliot, que solían usar condón cuando mantenían relaciones sexuales.

Los análisis demostraron que había fibras de la ropa de Marianne que coincidían con las que encontraron en los vaqueros y en el jersey de Atys, así como fibras acrílicas del coche de Atys adheridas a la blusa y a la falda de ella, junto con fibras de algodón de las ropas de él. De acuerdo con los análisis, las posibilidades de que las fibras tuviesen un origen diferente eran remotas. En cada caso se habían encontrado más de veinte coincidencias y normalmente cinco o seis son suficientes para tener una certeza relativa.

Las pruebas aún no me convencían de que a Marianne la hubiesen violado antes de morir, aunque no era a mí a quien el fiscal tenía que convencer. El nivel de alcohol en sangre estaba por encima de lo normal, circunstancia que un buen fiscal aprovecharía para argumentar que ella no estaba en condiciones de repeler a un joven tan fuerte como Atys Jones. Además, Jones había utilizado un condón y lubricante, y el lubricante habría reducido el daño físico ocasionado a la víctima.

Lo que no se podía negar era que, cuando Jones entró en el bar para buscar ayuda, tenía la cara y las manos manchadas con la sangre de Marianne, y más tarde se encontraron fragmentos de polvo de la piedra que se utilizó para matarla mezclados con esas manchas. El análisis de las manchas de sangre desperdigadas en torno al cuerpo de Marianne Larousse revelaron que el impacto se produjo a una velocidad media, porque las gotas de sangre se distribuían alejándose de forma radial del lugar de los impactos, que se produjeron tanto en la parte superior y posterior de la cabeza, como en el lateral, donde le fue asestado el último y fatal golpe. Su agresor debería tener salpicaduras de sangre en la parte inferior de las piernas, en las manos y, con toda probabilidad, en la cara y en la parte superior del cuerpo. No había salpicaduras claras de sangre en las piernas de Jones (aunque la sangre de Marianne Larousse le mojó los vaqueros cuando él se puso de rodillas; de ese modo, las salpicaduras podrían haber sido absorbidas o disimuladas), y se había limpiado la sangre de la cara y de las manos, lo que impedía apreciar el trayecto original de las salpicaduras.

Según la declaración de Jones, él y Marianne Larousse se habían visto aquella noche a las nueve. Ella había estado bebiendo con unos amigos en Columbia y después se dirigió en coche a Swamp Rat para encontrarse allí con él. Algunos testigos los habían visto hablar y luego irse juntos. Uno de los testigos, un borrachín llamado J.D. Herrín, admitió ante la policía que le había dedicado algunos epítetos racistas a Jones poco antes de que los dos jóvenes salieran del bar. Calculó que lo insultó en torno a las once y diez.

Jones le dijo a la policía que luego había mantenido relaciones sexuales con Marianne Larousse en el asiento del copiloto de su coche, ella arriba y él abajo. Después del coito, tuvieron una discusión, causada en parte por la disputa que se originó a causa de los insultos de J.D. Herrín y centrada en si Marianne Larousse se avergonzaba de dejarse ver a su lado. Marianne salió furiosa del coche, pero, en vez de dirigirse al suyo, se adentró corriendo en el bosque. Jones declaró que ella empezó a reírse y a llamarlo para que la siguiese al riachuelo, pero que él estaba demasiado enfadado con ella para hacer tal cosa. Apenas diez minutos más tarde, al ver que no volvía, Jones salió en su busca. La encontró a unos treinta metros camino abajo. Ya estaba muerta. Declaró no haber oído nada en ese margen de tiempo: ni gritos ni ruido alguno de agresión. No recordaba haber tocado su cuerpo, pero daba por sentado que sin duda lo hizo, ya que tenía las manos ensangrentadas. También admitió que debió de coger la piedra, porque más tarde recordó que estaba al lado de la cabeza de Marianne. Luego regresó al bar y desde allí avisaron a la policía. Fue interrogado por agentes de la SLED, la División Estatal de Seguridad, en principio sin la asistencia de un abogado, ya que no se le arrestó ni imputó. Tras el interrogatorio, lo arrestaron como sospechoso del asesinato de Marianne Larousse. Se le asignó un abogado de oficio, que más tarde dimitió en favor de Elliot Norton.

Y ahí era donde yo salía a escena.

Pasé los dedos con suavidad por su cara, y los poros del papel fotográfico parecían los poros de su piel. Lo siento, pensé. No te conocí. No puedo saber si fuiste o no una buena chica. Si hubiese coincidido contigo en un bar o si me hubiese sentado a tu vera en una cafetería, ¿habríamos congeniado, aunque sólo de ese modo intrascendente y transitorio en que dos vidas pueden cruzarse antes de proseguir cada cual su camino, un poco alterados pero inalterables; habríamos compartido uno de esos fugaces contactos entre dos extraños que hacen la vida más llevadera? Me temo que no. Creo que éramos muy diferentes. Pero no merecías acabar de ese modo, y, de haber estado en mi mano, hubiese hecho lo posible para evitarlo, incluso a riesgo de mi vida, porque no hubiese podido quedarme cruzado de brazos ante el daño que se te hacía; a ti, para mí una extraña. Ahora procuraré seguir tus pasos, para comprender de ese modo qué te llevó a aquel lugar, a encontrar tu final entre lirios aplastados, con los insectos nocturnos ahogándose en tu sangre.

Lamento tener que hacerlo. Habrá gente que se sienta incómoda por mi investigación, y puede que salgan a la luz algunos aspectos de tu pasado que hubieses preferido que siguieran ocultos. Todo lo que puedo prometerte es que, en la medida de mis fuerzas, quienquiera que sea el que hizo aquello no quedará impune.

Por todo eso, siempre te recordaré.

Por todo eso, nunca serás olvidada.

11

A la mañana siguiente, llamé por teléfono al número del Upper West Side. Contestó Louis.

– ¿Todavía pensáis bajaros por aquí?

– Ajá. Llegaremos dentro de un par de días.

– ¿Cómo está Ángel?

– Tranquilo. ¿Y tú?

– Como siempre.

– ¿Tan mal van las cosas?

Acababa de hablar con Rachel. El hecho de oír su voz hizo que me sintiese solo y que volviese a preocuparme por ella, ahora que se encontraba tan lejos.

– Tengo que pedirte un favor -le dije.

– Desembucha. Pedir sale gratis.

– ¿Sabes de alguien que pudiera acompañar a Rachel durante un tiempo, hasta que yo vuelva?

– A ella no va a gustarle eso.

– Quizá podrías buscar a alguien que pase de lo que ella opine.

Se hizo un silencio mientras sopesaba el asunto. Cuando finalmente habló, casi pude ver cómo sonreía.

– ¿Sabes? Tengo al tipo adecuado.


Me pasé la mañana haciendo llamadas y después subí en coche a Wateree para hablar con uno de los sheriffs del condado de Richland que había estado en la escena del crimen la noche en que mataron a Marianne Larousse. Tuvimos una conversación muy breve. Confirmó los detalles de su informe, pero estaba claro que creía que Atys Jones era culpable y que yo estaba intentando torcer el curso de la justicia por el mero hecho de hablarle del caso.

Más tarde me dirigí a Columbia y estuve charlando durante un rato con un agente especial llamado Richard Brewer en el cuartel general de la División Estatal de Seguridad. Fueron los agentes de ese departamento quienes investigaron el asesinato, como todos los homicidios que se cometen en el estado de Carolina del Sur, con la excepción de aquellos que ocurren dentro de la jurisdicción del Departamento de Policía de Charleston.

– A ellos les gusta pensar que allí abajo son independientes -dijo Brewer-. La llamamos la República de Charleston.

Brewer tenía más o menos mi edad, el pelo pajizo y fisonomía de deportista. Llevaba el uniforme estándar de la División Estatal de Seguridad: pantalones verdes de faena, una camiseta con las siglas de la agencia serigrafiada en verde en la espalda y una Glock 40 al cinto. Era uno de los agentes que habían trabajado en el caso. Se mostró un poco más comunicativo que el sheriff, aunque no añadió mucho a lo que yo ya sabía. Atys Jones estaba prácticamente solo en este mundo, me dijo, y apenas le quedaban vivos algunos parientes lejanos. Trabajaba en Piggly Wiggly rellenando estanterías y vivía en un piso pequeño de una sola habitación en un edificio alto sin ascensor que ahora ocupaba una familia de inmigrantes ucranianos.

– Ese chico… -dijo cabeceando-. Antes de lo ocurrido había poca gente en el mundo que se interesase por él. A partir de ahora hay mucha menos.

– ¿Cree que lo hizo?

– Eso lo decidirá el jurado. Extraoficialmente, le diré que no creo que haya otros candidatos posibles.

– ¿Fue usted quien habló con los Larousse? Sus declaraciones estaban entre los documentos que me pasó Elliot.

– Con el padre y con el hijo, y también con el personal de la casa. Todos tenían una coartada. Señor Parker, somos bastante profesionales. Abarcamos todos los ángulos y no creo que encuentre muchos errores en nuestros informes.

Le di las gracias y él me dio su tarjeta, por si acaso tenía alguna pregunta más que hacerle.

– Señor Parker, lo va a tener difícil -me dijo cuando me levantaba de la silla para irme-. Me parece que está a punto de ser tan popular como una mierda en verano.

– Para mí será una experiencia nueva.

Enarcó las cejas con escepticismo.

– ¿Sabe? Me cuesta creerlo

De vuelta al hotel, hablé por teléfono con los de la cooperativa de Pine Point acerca de Bear. Me confirmaron que había llegado con puntualidad el día anterior y que había trabajado a pleno rendimiento. Como parecían un poco nerviosos, les pedí que me pusieran con Bear.

– ¿Cómo estás, Bear?

– Bien. Muy bien -recapacitó-, lo estoy haciendo bien. Me gusta estar aquí. Trabajo en barcos.

– Me alegra saberlo. Escucha, Bear, tengo que decirte algo: si la cagas, o si le causas algún problema a esa, gente, yo en persona te buscaré y te llevaré a rastras hasta los polis, ¿queda claro?

– Desde luego. -No parecía ni ofendido ni dolido. Supuse que Bear estaba acostumbrado a que la gente le advirtiese de que no la cagara. Sólo era cuestión de saber si lo había comprendido o no.

– Entonces, vale -le dije.

– No la cagaré -me ratificó-. Me gusta esta gente.

Después de colgar el teléfono me pasé una hora en el gimnasio del hotel y luego hice en la piscina tantos largos como pude sin que me dieran calambres o me ahogara. Tras darme una ducha, me dediqué a releer aquellas partes del expediente del caso que Elliot y yo habíamos comentado la noche anterior. Volví sobre dos asuntos: la historia, fotocopiada de un texto de historia local, de la muerte de Henry, el encargado de la presa, y la desaparición de la madre y de la tía de Atys, ocurrida hacía dos décadas. Sus fotografías me miraban desde los recortes del periódico: las dos mujeres congeladas para siempre al final de su adolescencia, borradas de un mundo que, en buena medida, las había olvidado ya, al menos hasta ese momento.

Como empezaba a hacerse de noche, salí del hotel y me tomé un café con una magdalena en la cafetería Pinckney. Mientras esperaba a Elliot, le eché una ojeada a un ejemplar olvidado del Post and Courier. Una noticia en particular me llamó la atención: se había ordenado la detención de un antiguo guardia de prisiones llamado Landron Mobley, después de que hubiese faltado a una vista de la comisión de investigación constituida para aclarar las acusaciones de «relaciones deshonestas» mantenidas con algunas presas. La única razón por la que la noticia atrajo mi atención fue que Landron Mobley había contratado a Elliot para que le representara en la vista y en el consiguiente juicio por violación. Cuando Elliot llegó, quince minutos más tarde, le comenté el asunto.

– El viejo Landron es un pájaro de cuidado -dijo Elliot-. Al final aparecerá.

– No tiene pinta de ser un cliente de clase alta -le comenté.

Elliot le echó un vistazo a la noticia, después la apartó, aunque pareció darse cuenta de que aquel asunto requería algún tipo de explicación.

– Lo conocí cuando yo era joven, así que me imagino que por eso vino a verme. Además, oye, toda persona tiene derecho a que la representen, no importa si es culpable o no.

Levantó el dedo para llamar a la camarera y pedirle la cuenta. Hubo algo en aquel movimiento, algo demasiado apresurado, que me indicó que Landron Mobley había dejado de ser un tema de conversación entre nosotros.

– Vámonos -me dijo-. Al menos sé dónde está uno de mis clientes.


El Centro de Detención del Condado de Richland estaba al final de John Mark Dial Road, a unos ciento sesenta kilómetros al noroeste de Charleston, en cuyos alrededores abundaban las oficinas de prestamistas de fianzas y de abogados. Se trataba de un complejo de edificios bajos de ladrillo rojo rodeado por dos hileras de vallas rematadas por una alambrada. Las ventanas eran largas y estrechas y daban al aparcamiento y al bosque colindante. La valla interior estaba electrificada.

No había forma de impedir que los medios de comunicación se enterasen de que Atys fuera a salir de forma inminente, así que no me pilló por sorpresa encontrarme en el aparcamiento con un equipo de cámaras de televisión y con un puñado de fotógrafos y de periodistas bebiendo y fumando. Yo me había adelantado y los observé durante unos quince minutos, hasta que apareció el coche de Elliot. En el ínterin no había ocurrido nada emocionante, aparte de un numerito de teatro familiar protagonizado por una esposa infeliz, una mujer pequeña y delicada, que llevaba tacones altos y un traje azul. Había ido allí para recoger a su marido, que había pasado una buena temporada a la sombra. Él tenía sangre en la camisa y manchas de cerveza en los pantalones cuando apareció parpadeando bajo la luz desvaída de la tarde. De repente, su mujer le dio una bofetada y le obsequió con su amplio y obsceno vocabulario. El hombre daba la impresión de querer volver a la cárcel y encerrarse él mismo en la celda, sobre todo cuando vio todas las cámaras y pensó, por un instante, que estaban allí por él.

Los medios de comunicación se abalanzaron sobre Elliot en cuanto salió del coche y le bloquearon el paso, y volvieron a hacer lo mismo, veinte minutos más tarde, cuando salió y atravesó el túnel de alambre que conducía a la zona de recepción de la cárcel, con el brazo echado por encima de los hombros de un joven de piel mulata que mantenía la cabeza gacha y que llevaba una gorra de béisbol con la visera bajada hasta el puente de la nariz. Elliot ni siquiera les honró con un «Sin comentarios». Empujó al joven dentro del coche y salió a toda mecha. Los miembros más sensacionalistas del cuarto poder salieron corriendo hacia sus vehículos para seguirles.

Yo ya estaba preparado. Esperé hasta que Elliot me adelantara y me mantuve detrás de él hasta la carretera de salida, donde di un volantazo y me las ingenié para bloquear los dos carriles. Luego me bajé del coche. La furgoneta de la televisión frenó a un palmo de mi coche y un cámara, vestido con uniforme de camuflaje, se apeó y empezó a gritarme para que me apartase.

Me miré las uñas. Las tenía cortas y cuidadas. Intentaba mantenerlas pulcras. La pulcritud no es algo que se valore en su justa medida.

– ¿No me oyes? Quita el jodido coche del camino -chilló el Combatiente, con el rostro cada vez más rojo.

Detrás de la furgoneta se congregaron los demás periodistas para averiguar el motivo de todo aquel escándalo. Unos jóvenes negros que llevaban unos vaqueros fondones y camisetas Wu Wear salieron de la oficina de un prestamista de fianzas y se pusieron a deambular por allí para disfrutar del espectáculo.

El Combatiente, cansado de gritar en vano, se abalanzó hacia mí como un huracán. Estaba gordo y a punto de entrar en la cincuentena. Su vestimenta le daba un aire totalmente ridículo. Los chicos negros no tardaron en empezar a burlarse de él.

– Oye, GI Joe, ¿dónde está la guerra?

– Vietnam ya se acabó, capullo. Tienes que pasar de eso. No puedes seguir viviendo en el pasado.

El Combatiente les lanzó una mirada de odio puro y duro. Se detuvo a unos treinta centímetros de mí y se inclinó hasta que nuestras narices estuvieron a punto de tocarse.

– ¿Qué coño estás haciendo? -me preguntó.

– Bloquear la carretera.

– Ya lo veo, y se puede saber por qué.

– Para que no puedas pasar.

– No te hagas el listillo conmigo. O mueves el coche o te embisto con la furgoneta.

Por encima de sus hombros vi que algunos guardias salían de la cárcel, quizá con la intención de comprobar a qué venía todo aquel escándalo. Era el momento de irse. Cuando los periodistas enfilasen por la carretera principal ya sería demasiado tarde para que diesen con Elliot y Atys. Aunque localizaran el coche, la presa no estaría dentro.

– De acuerdo -le dije al Combatiente-. Tú ganas.

Se quedó un poco desconcertado.

– ¿Eso es todo?

– Claro.

Movió la cabeza con un gesto de frustración.

– Por cierto… Esos chavales están robando los cacharros que llevas en la furgoneta.


Dejé que el convoy de los medios de comunicación me adelantase y después circulé por Bluff Road, pasé ante la iglesia baptista de Zion Mill Creek y ante la de los United Methodist, hasta que llegué a Campbell's Country Corner, en la intersección de Bluff y Pineview. El bar tenía el tejado de chapa ondulada y rejas en las ventanas. En principio, no parecía muy distinto de la cárcel del condado, salvo por el detalle de que podías tomarte algo y marcharte cuando te diera la gana. Había un cartel que anunciaba CERVEZA FRÍA BARATA, los viernes y los sábados organizaban cacerías de pavos salvajes y era un establecimiento muy popular entre quienes disfrutaban de su primer encuentro en libertad con el alcohol. Un letrero escrito a mano advertía a los clientes de que estaba prohibido entrar con cervezas de la calle.

Giré hacia Pineview, bordeé el bar y una nave, que era un guardamuebles pintada de amarillo, y vi una choza que se levantaba en medio de un jardín cubierto de hierbajos. Detrás de la choza esperaba un GMC 4x4 blanco. Elliot y Atys se montaron en él. El coche de Elliot siguió su camino conducido por otro hombre. Cuando llegué, Elliot salió de donde estaba aparcado y yo lo seguí unos coches por detrás del suyo, mientras conducía por Bluff en dirección a la Interestatal 26. El plan consistía en ir directamente a Charleston para llevar a Jones al piso franco. Así que me llevé una sorpresa cuando vi que Elliot hacía una parada, incluso antes de llegar a la autopista, en el aparcamiento de Betty's Diner, abría la puerta del pasajero y dejaba que Jones se le adelantara y entrase en el restaurante. Aparqué detrás de su coche y entré, intentando parecer indiferente y relajado.

Betty's Diner era un local pequeño, con una barra a la izquierda de la entrada, donde dos negras tomaban nota de los pedidos y dos hombres trabajaban en las parrillas. Las sillas y las mesas eran de plástico. Por las ventanas apenas entraba luz debido a las persianas y a las rejas. Había dos televisores funcionando a la vez y el olor a fritura y aceite espesaba el aire. Elliot y Jones estaban sentados a una mesa al fondo del local.

– ¿Queréis hacer el favor de decirme qué estáis haciendo? -les pregunté.

Elliot parecía incómodo.

– Dijo que tenía que comer -tartamudeó-. Estaba desfallecido y me dijo que iba a darle un colapso si no comía. Incluso amenazó con saltar del coche.

– Elliot, sal afuera y aún podrás oír el eco de la puerta de su celda al cerrarse. Si hubieras parado un poquito más cerca, podría estar comiendo el rancho de la prisión.

Atys Jones habló por primera vez. Tenía un registro de voz más agudo de lo que yo esperaba, como si le hubiese cambiado la voz hacía poco, en lugar de más de media década antes.

– Que te den por el culo. Tengo que comer -replicó.

Tenía la cara delgada, de un moreno tan leve que casi parecía hispano, y unos ojos inquietos y sagaces. Cuando hablaba mantenía la cabeza gacha y me miraba por debajo de la gorra. A pesar de sus fanfarronadas, tenía el alma rota. Atys Jones era casi tan duro como una piñata. Si se le golpeaba con la fuerza suficiente, los caramelos saldrían de su culo. Con todo, sus modales resultaban más bien insoportables.

– Tenías razón -le dije a Elliot-. Es todo un encanto. ¿No podías haber elegido salvar a alguien un poco menos irritante?

– Lo intenté, pero el caso de la Huerfanita Annie ya estaba en. manos de otro abogado.

– Me cago en la puta…

Jones estaba a punto de iniciar una diatriba previsible, pero alcé un dedo admonitorio.

– Cállate ahora mismo. Como vuelvas a insultarme, ese salero es lo único que vas a comerte.

Se achicó.

– En la cárcel no he comido nada. Tenía miedo.

Sentí una punzada de culpabilidad y de vergüenza. Se trataba de un chico asustado por la muerte de su novia y por el recuerdo de sus manos manchadas de sangre. Su destino dependía de dos blancos y de un jurado que lo más probable era que redefiniese la palabra «hostil». Bien mirado, tenía mérito que se mantuviera erguido y con los ojos secos.

– Tío, por favor -me dijo-. Sólo te pido que me dejes comer.

Suspiré. Desde la ventana ante la que estábamos sentados podía ver la carretera, el 4x4 y a cualquiera que se aproximase andando. Aunque alguien tuviera en mente atacar a Jones, no lo haría en Betty's Diner. Elliot y yo éramos los únicos blancos en el local y el puñado de gente que había en las otras mesas nos ignoraba deliberadamente. Si veíamos llegar a periodistas, podría sacarle por la puerta trasera, suponiendo que en Betty's hubiese una puerta trasera. Quizás estaba exagerando.

– Vale -admití-. Pero date prisa.

Resultaba evidente que Jones no había comido mucho durante el tiempo que pasó en la cárcel. Tenía los ojos y las mejillas hundidas, y la cara y el cuello llenos de granos y de furúnculos. Devoró un plato combinado de chuletas de cerdo con arroz, judías verdes y macarrones con queso. Después se comió un trozo de tarta de fresas con nata. Elliot picó unas patatas fritas y yo me serví un café de la cafetera eléctrica que estaba encima de la barra. Cuando terminamos, Elliot fue a pagar la cuenta y yo me quedé con Jones.

Jones extendió la mano izquierda sobre la mesa y pude ver que llevaba un Timex barato. Con la derecha agarraba una cruz de acero inoxidable que le colgaba del cuello. Tenía forma de T y parecía hueca. Alargué la mano para tocarla, pero se echó hacia atrás y me miró de una manera que no me gustó nada.

– ¿Qué haces?

– Sólo quería echarle un vistazo a la cruz.

– Es mía. No quiero que nadie la toque.

– Atys -le dije en voz baja-, déjame ver la cruz.

Siguió aferrado a la cruz y profirió un largo «Mierrrrda». Se la quitó y la dejó caer con delicadeza en la cuenca de mi mano. La colgué de mis dedos y probé a girar la pieza vertical, hasta que cayó sobre la palma de mi mano. La deslicé sobre la mesa. Una afilada hoja de acero de cinco centímetros de largo había quedado al descubierto. Apoyé la T en la palma de mi mano y cerré el puño. La punta de la hoja de acero sobresalía entre mis dedos corazón y anular.

– ¿De dónde has sacado esto?

La luz del sol bailaba sobre la hoja y se reflejaba en los ojos y en la cara de Jones. Se mostró reacio a contestar.

– Atys -le dije-, no te conozco, pero estás empezando a fastidiarme. Contesta la pregunta.

Antes de responder movió teatralmente la cabeza.

– Me la dio el predicador.

– ¿El capellán?

Jones negó con la cabeza.

– No, un pastor que vino a la cárcel. Me dijo que también había estado preso, pero que el Señor lo liberó.

– ¿Te dijo por qué te daba esto?

– Me dijo que sabía que tenía problemas. Sabía que había gente que quería matarme. Dijo que me protegería.

– ¿Te dijo su nombre?

– Tereus.

– ¿Qué aspecto tenía?

Jones me miró a los ojos por primera vez desde que cogí la cruz.

– Tenía el mismo aspecto que yo -se limitó a decir-. Tenía el aspecto de un hombre metido en líos.

Volví a enroscar la pieza vertical y, después de un momento de duda, se la devolví. Parecía sorprendido, pero me lo agradeció con un cabeceo.

– Si lo hacemos bien, no la necesitarás -le dije-. Y si la jodemos, quizá te alegrarás de tenerla.

En ese instante volvió Elliot y nos fuimos. No le dijimos nada de la pequeña navaja. No hicimos más paradas ni nadie nos siguió mientras nos dirigíamos al East Side de Charleston.

El barrio de East Side era una de las primeras urbanizaciones construidas a las afueras de la vieja ciudad amurallada y allí nunca se había producido un fenómeno de segregación. Los negros y los blancos compartían los laberintos de calles que lindaban con Meeting y con East Bay al este y al oeste, y con Crosstown Expressway y con Mary Street al norte y al sur, incluso cuando a mediados del siglo XIX la población negra había sido más numerosa que la blanca. Los blancos, los negros y los inmigrantes de clase obrera convivieron en el East Side hasta después de la segunda guerra mundial, cuando los blancos se mudaron a las zonas residenciales situadas al oeste de Ashley. A partir de entonces, el East Side se convirtió en un lugar donde a ningún blanco le gustaría extraviarse. La pobreza echó raíces allí y trajo consigo las semillas de la violencia y de la drogadicción.

Pero el East Side estaba cambiando una vez más. En algunas zonas al sur de Calhoun Street y de Judith Street, que durante un tiempo habían sido exclusivas de los negros, ahora casi todos los habitantes eran blancos. Y con ellos llegó también la riqueza, y la ola de renovación urbanística y de aburguesamiento se extendió también a los márgenes del sur del East Side. Seis años antes, el precio medio de una casa en esa zona era de unos dieciocho mil dólares. Ahora había casas en Mary Street que costaban doscientos cincuenta mil dólares, e incluso casas en Columbus y Amherst, cercanas a un parquecito donde se reunían los traficantes de droga, y con vistas a viviendas protegidas de ladrillo marrón y a viviendas públicas pintadas de amarillo y naranja, que se vendían por el doble o el triple de lo que costaban apenas cinco años antes. Pero éste era aún, al menos de momento, un vecindario negro, con las casas pintadas en tonos pastel. Una reliquia de la época anterior al aire acondicionado. La tienda de comestibles de Piggly Wiggly, entre Columbia y Meeting; la tienda de empeños Money Man, pintada de amarillo y enfrente de ella, y la cercana tienda de licores baratos hablaban de una forma de vida que distaba mucho de la de los blancos adinerados que volvían a poblar las viejas calles.

Los jóvenes apostados en las esquinas y los viejos sentados en los porches nos miraban con recelo mientras conducíamos: un negro y un blanco dentro de un coche, seguidos por otro coche conducido por un blanco. Puede que no fuésemos los personajes de la serie televisiva Five-O, pero, en cualquier caso, éramos pájaros de mal agüero. En la esquina entre American y Reid, al lado de una casa de dos plantas que se alzaba como si fuese un objeto artístico en exposición, alguien había escrito lo siguiente:


LOS AFROAMERICANOS HAN HEREDADO ESE MITO DE QUE ES MEJOR SER POBRE QUE RICO, SER DE CLASE BAJA QUE DE CLASE MEDIA O ALTA, SER VAGOS EN LUGAR DE TRABAJADORES, SER DERROCHADORES EN LUGAR DE AHORRATIVOS Y SER ATLÉTICOS EN LUGAR DE INTELECTUALES.


Desconocía la fuente de la cita, y cuando más tarde le pregunté a Elliot, tampoco supo decirme. Daba la impresión de que Atys se limitaba a mirar aquellas palabras escritas en la pared, aunque sin comprender su significado. Supongo que ya conocía todo aquello por experiencia. Las hortensias estaban en flor y una nandina doméstica crecía junto a los peldaños de la escalera de una lustrosa casa de dos plantas en Drake Street, a medio camino entre un edificio en ruinas en el cruce de Drake y Amherst y la Escuela Primaria Fraser, en la esquina de Columbus. La casa estaba pintada de blanco con ribetes amarillos y tanto en la planta de arriba como en la de abajo las contraventanas estaban cerradas. Las de la planta superior tenían las hojas abiertas para que entrase el aire. En el porche había un ventanal saledizo que daba a la calle. A la derecha estaba la puerta de entrada, rematada con un adorno de madera tallada hecho en serie, a la que se accedía después de subir cinco escalones de piedra.

Cuando se aseguró de que la calle estaba tranquila, Elliot, dando marcha atrás, metió el GMC en el jardín a la derecha de la puerta de entrada. Oí el crujido de las puertas al abrirse y después las pisadas de Atys y de Elliot al entrar en la casa por la parte trasera. Drake estaba vacía, aparte de dos niños que jugaban a la pelota junto a la verja de la escuela. Se quedaron allí hasta que salieron corriendo para refugiarse de la lluvia que empezaba a caer. Las gotas de lluvia brillaban bajo el resplandor de las farolas que acababan de encenderse. Antes de entrar en la casa, esperé diez minutos, oyendo caer la lluvia con fuerza sobre el coche, para asegurarme de que nadie nos había seguido.

Atys -me esforzaba por pensar en él utilizando su nombre de pila, con la intención de establecer algún tipo de relación con él- estaba sentado, inquieto, ante una mesa de cocina de pino. Elliot se encontraba a su lado. Junto al fregadero, una anciana negra de pelo plateado llenaba cinco vasos de limonada. Su marido, que era muchísimo más alto que ella, sostenía los vasos mientras su mujer vertía el líquido, y después los pasaba, uno a uno, a sus invitados. Tenía los hombros un poco encorvados, pero la fortaleza de los músculos deltoides

y trapecio aún se notaba por debajo de la camisa blanca que llevaba puesta. Había sobrepasado con creces los sesenta años, pero calculé que podría vencer a Atys con facilidad en una pelea. Probablemente, a mí también.

– El demonio y su mujer se están peleando -me dijo Atys, mientras yo me sacudía las gotas de lluvia de la chaqueta. Debí de aparentar perplejidad porque volvió a decirlo y señaló a la ventana, donde la lluvia y la luz del sol se fundían.

– De wedduh -dijo el anciano-. Een yah cuh, seh-down.

Elliot sonrió abiertamente cuando notó por la expresión de mi cara que no entendía nada.

– Es gullah -me aclaró.

Gullah es el término que se utiliza para designar tanto a los habitantes de las islas costeras como a su dialecto. Muchos de ellos eran descendientes de esclavos que abandonaron los arrozales para establecerse en los terrenos que les concedieron en las islas después de la Guerra Civil.

– Ginnie y Albert vivían en la isla Yonges hasta que Ginnie cayó enferma y uno de sus hijos, Samuel, el que se encarga ahora de mi coche, insistió en que regresasen a Charleston. Llevan viviendo aquí diez años, y aún no consigo entender algunas de las cosas que dicen, pero son buena gente. Saben lo que se hacen. Te ha pedido que entres y te sientes.

Acepté la limonada, le di las gracias, le eché a Atys el brazo por el hombro y me lo llevé a la salita de estar. Elliot hizo ademán de seguirme, pero le indiqué que quería estar uno o dos minutos a solas con su cliente. No le hizo ninguna gracia, pero no se movió de su sitio.

Atys se sentó en el borde del sofá, como si estuviese preparado para salir huyendo en cualquier instante. Evitaba mirarme a los ojos. Me senté enfrente de él en un sillón demasiado mullido.

– ¿Sabes por qué estoy aquí? -le pregunté.

Se encogió de hombros.

– Porque te pagan por estar aquí.

Sonreí.

– Eso por un lado. Pero sobre todo estoy aquí porque Elliot no cree que matases a Marianne Larousse. Mucha gente cree lo contrario, así que mi trabajo consistirá en buscar las pruebas que demuestren que se equivocan. Y sólo puedo hacerlo si me ayudas.

Se lamió los labios. Unas gotas de sudor le resbalaban por la frente.

– Van a matarme -me dijo.

– ¿Quién va a matarte?

– Los Larousse. No importa si lo hacen ellos mismos o si consiguen que lo haga el Estado. De todas formas van a matarme.

– No si demostramos que se equivocan.

– Sí, ¿y cómo vas a hacerlo?

Aún no lo sabía, pero hablar con aquel joven era un primer paso.

– ¿Cómo conociste a Marianne Larousse? -le pregunté.

Se repantigó en el sofá, resignado a hablar del tema.

– Estudiaba en Columbia.

– No tienes pinta de estudiante, Atys.

– Mierda, no. Les vendía yerba a esos hijos de puta. Les gusta pillar droga.

– ¿Sabía ella quién eras?

– No, ella no sabía nada de mí.

– Pero tú sabías quién era ella, ¿verdad?

– Exacto.

– Conoces tu pasado. Ya sabes, los problemas entre tu familia y la de los Larousse.

– Eso es mierda pasada.

– Pero lo conoces.

– Sí, lo conozco.

– ¿Te tiró los tejos o fuiste tú el que se los tiró a ella?

Se ruborizó y sonrió como un gilipollas.

– Oh, tío, ya sabes, ella estaba fumada y yo estaba fumado, y eso, y las cosas se complicaron.

– ¿Cuándo empezó la cosa?

– En enero o febrero.

– ¿Y estuvisteis juntos todo ese tiempo?

– Estaba con ella a veces. Se fue de vacaciones en junio. No la vi desde finales de mayo hasta una semana o dos semanas antes de que… -Se le fue la voz.

– ¿Sabía su familia que te veía?

– Puede. Ella no les dijo nada, pero la mierda vuela.

– ¿Por qué estabas con ella? -No respondió-. ¿Porque era guapa? ¿Porque era blanca? ¿Porque era una Larousse? -Como respuesta sólo hubo un encogimiento de hombros-, ¿Las tres cosas juntas, quizá?

– Supongo.

– ¿Te gustaba?

Le tembló un músculo de las mejillas.

– Sí, sí que me gustaba.

Dejé que se tomase un respiro.

– ¿Qué pasó la noche en que murió?

El rostro de Atys pareció desmoronarse. Toda su confianza y todo su aplomo se vinieron abajo, como si le hubiesen arrancado a la fuerza una máscara para descubrir la verdadera expresión que había debajo. Entonces supe con seguridad que no la había asesinado, porque su dolor era demasiado real, y supuse que lo que había empezado siendo un modo de vengarse de un enemigo más o menos imaginario, acabó convirtiéndose, al menos por su parte, en afecto, y tal vez en algo más.

– Estábamos tonteando dentro de mi coche, fuera del Swamp Rat, junto al Congaree. Allí a la gente le trae al fresco lo que hagas, siempre y cuando tengas dinero y no seas un poli.

– ¿Hubo sexo?

– Sí, hubo sexo.

– ¿Con protección?

– Ella tomaba la píldora, y como me hicieron un análisis y… Pero sí, aún quería que me pusiera una goma.

– ¿Te molestaba?

– Tío, ¿tú qué eres, tonto? ¿Has follado alguna vez con una goma? No es lo mismo, es como… -Y fingió un forcejeo con un condón.

– Como meterte en la bañera con los zapatos puestos.

Se rió por primera vez y rompió un poco el hielo.

– Sí, salvo que nunca me pegué un baño tan bueno.

– Sigue.

– Empezamos a discutir.

– ¿Por qué?

– Porque yo creía que se avergonzaba de mí. No quería que la viesen conmigo. ¿Sabes? Siempre follábamos en coches o en mi catre si estaba lo suficientemente borracha como para no importarle. El resto del tiempo pasaba de mí, como si no existiera.

– ¿Llegasteis a las manos?

– No, nunca le pegué. Nunca. Pero ella comenzó a gritar y a insultarme, y lo siguiente que sé es que salió corriendo. Iba a dejar que se fuera, y entonces me dije: «Deja que se relaje». Después la seguí, gritando su nombre… Y la encontré.

Tragó saliva y puso las manos detrás de la cabeza. Estaba a punto de llorar.

– ¿Qué viste?

– Su cara, tío, estaba hecha pedazos. La nariz… Sólo había sangre. Intenté levantarla, intenté quitarle el pelo de la cara, pero estaba muerta. No pude hacer nada por ella. Estaba muerta.

Y entonces empezó a llorar, bombeando la rodilla derecha arriba y abajo como si fuese un pistón, con la pena y la furia que aún reprimía.

– Ya casi hemos acabado -le dije.

Asintió con la cabeza y se secó las lágrimas con un brusco y nervioso tirón del brazo.

– ¿Viste a alguien, a alguien que pudiera habérselo hecho? -No, tío, a nadie.

Y por primera vez mentía. Le miré a los ojos y, un instante antes de responderme, alzó y apartó la mirada.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro.

– No te creo.

Iba a comenzar a insultarme, pero alargué la mano y levanté un dedo en señal de advertencia.

– ¿Qué viste?

Abrió la boca dos veces y dos veces la cerró sin decir nada. Luego dijo:

– Creo que vi algo, pero no estoy seguro.

– Cuéntame.

Asintió con la cabeza, más para sí mismo que para mí.

– Creí ver a una mujer. Iba vestida toda de blanco y se alejaba entre los árboles. Pero cuando me acerqué y miré, allí no había nada. Pudo ser el río, supongo. El reflejo de la luna…

– ¿Se lo contaste a la policía? En los informes no se menciona nada acerca de una mujer.

– Dijeron que mentía.

Y seguía mintiendo. Me ocultaba algo, pero sabía que no iba a sacarle nada más de momento. Me recosté en el sillón y le pasé los informes policiales. Estuvimos repasándolos durante un rato, pero no vio nada que objetar en ellos, aparte de la culpabilidad implícita que le atribuían.

Se levantó mientras yo volvía a meter los informes en las carpetas. -¿Hemos terminado? -Por ahora.

Antes de llegar a la puerta se detuvo.

– Me llevaron al corredor de la muerte -dijo en voz baja.

– ¿Qué dices?

– Cuando me trasladaban a Richland, fuimos a Broad River y me enseñaron el corredor de la muerte.

El centro estatal en que se realizaban las ejecuciones estaba ubicado en la Institución Penitenciaria de Broad River, en Columbia, muy cerca del centro de recepción y de evaluación. Antes de 1995, en una jugada que combinaba la tortura psicológica con la democracia, a los presos condenados por crímenes capitales les permitían elegir entre la inyección letal o la electrocución. A partir de esa fecha, a todos los demás los ejecutaban con la inyección, como le ocurriría a Atys Jones si el Estado se salía con la suya y le declaraba culpable del asesinato de Marianne Larousse.

– Me dijeron que me amarrarían con correas, tío, y que después me inyectarían veneno y que eso me mataría, pero que no podría moverme ni chillar. Que sería como una asfixia lenta, tío.

Yo no sabía qué decir.

– No maté a Marianne.

– Sé que no lo hiciste.

– Pero, de todos modos, van a matarme.

Su resignación hizo que me estremeciera.

– Podemos evitar que eso ocurra si nos ayudas.

No contestó, sólo negó con la cabeza y regresó a la cocina dando zancadas. Unos segundos más tarde entró Elliot en la habitación.

– ¿Qué opinas? -me preguntó en un susurro.

– Está ocultando algo -le contesté-. Nos lo dirá a su debido tiempo.

– No disponemos de ese tiempo -bramó Elliot.

Mientras le seguía a la cocina, aprecié a través de su camisa cómo contraía los músculos de la espalda y cómo abría y cerraba las manos. Se dirigió a Albert.

– ¿Necesitáis algo?

– Us hab' nuff bittle -dijo Albert. [«Tenemos suficiente comida.»]

– No me refiero sólo a comida. ¿Necesitáis dinero? ¿Una pistola?

La mujer dejó de golpe su vaso en la mesa y señaló a Elliot agitando el dedo índice.

– Don'pit mout on us -le dijo con firmeza. [«Eso trae mal fario.»]

– Creen que tener un arma en casa puede traerles mala suerte -me dijo Elliot.

– Puede que tengan razón. ¿Qué van a hacer si se lía?

– Samuel vive con ellos, y sospecho que a él las armas no le asustan tanto. Les he dado nuestros números de teléfono. Si algo sale mal, nos llamarán a uno de nosotros. Asegúrate de llevar siempre el móvil.

Les di las gracias por la limonada y seguí a Elliot hacia la puerta.

– ¿Me vais a dejar aquí? -gritó Atys~. ¿Con estos dos?

– Dat boy ent hab no mannus -le regañó la vieja-. Dat boy gwi'fuh'e wickitty. -Y empujó a Atys con un dedo-. Debblement weh dat chile lib. [«Este chico no tiene modales. Este chico va a ser castigado. Y más de donde viene la niña.»]

– Déjame en paz -replicó, pero parecía bastante preocupado.

– Pórtate bien, Atys -le dijo Elliot-. Ve la tele y duerme un poco. El señor Parker vendrá a verte mañana.

Atys alzó los ojos para dirigirme una última y desesperada súplica.

– Mierda -dijo-, es posible que de aquí a mañana estos dos me hayan comido.

Cuando le dejamos, la vieja había comenzado a regañarle de nuevo. Fuera nos cruzamos con su hijo, Samuel, que iba de camino a la casa. Era un hombre alto y guapo, de mi edad o un poco más joven, con grandes ojos castaños. Elliot nos presentó y nos estrechamos la mano.

– ¿Algún problema? -le preguntó Elliot.

– Ninguno -confirmó Samuel-. Aparqué fuera de tu oficina. Las llaves están encima de la rueda derecha trasera.

Elliot le dio las gracias y Samuel se dirigió a la casa.

– ¿Seguro que estará a salvo con ellos? -le pregunté a Elliot.

– Son listos, como su hijo, y los vecinos velarán por ellos. Si algún extraño se atreviese a husmear en esta calle, se encontraría con la mitad de los chavales siguiéndole antes de que tuviese oportunidad de dar el primer paso. Mientras esté aquí y nadie lo sepa, se hallará a salvo.

Los mismos rostros nos observaban cuando dejábamos sus calles y pensé que a lo mejor Elliot tenía razón. Quizás estaban al tanto de los extraños que entraban en su barrio.

Sólo que no tenía muy claro que eso bastase para mantener a Atys Jones fuera de peligro.

12

Elliot y yo intercambiamos unas palabras fuera de la casa y después nos fuimos. Pero antes me pasó un periódico que tenía en el asiento trasero del coche.

– Ya que lees los periódicos con tanta minuciosidad, ¿has visto esto?

La noticia estaba camuflada en la sección de sociedad y tenía el siguiente titular: EN MEDIO DE LA TRAGEDIA, CARIDAD. Los Larousse serían los anfitriones de un almuerzo benéfico que iba a celebrarse al final de aquella semana en una de las dos mansiones que poseían, la que se levantaba en los terrenos de una antigua plantación ubicada en la orilla occidental del lago Marion. Con arreglo a la lista de invitados, la mitad de los peces gordos del Estado estarían allí.

«Aunque aún está de luto por la muerte de su querida hija Marianne», rezaba la noticia, «Earl Larousse, acompañado de su hijo Earl Jr. declaró a este periódico: "Tenemos un deber con aquellos que son menos afortunados que nosotros del que ni siquiera la pérdida de Marianne puede eximirnos". El almuerzo, a beneficio de la investigación contra el cáncer, será la primera aparición pública de la familia Larousse desde el asesinato de Marianne, ocurrido el pasado 19 de julio.»

Le devolví a Elliot el periódico.

– Puedes apostar a que acudirán jueces y fiscales. Seguramente estará también el gobernador -me dijo-. Llevarán a cabo el juicio en el césped del jardín y allí mismo lo resolverán.

Elliot me dijo que debía volver a la oficina para resolver unos asuntos pendientes y quedamos en vernos uno o dos días después para ponernos al tanto de nuestros avances en la investigación y para estudiar las posibles opciones de actuación. Conduje tras su coche hasta el Charleston Place, donde me separé de él y aparqué. Me di una ducha y llamé a Rachel. Cuando contestó, estaba a punto de salir para South Portland para asistir a una lectura en Nonesuch Books.

Me lo había mencionado hacía dos días, pero yo lo había olvidado por completo.

– Hoy me ha pasado una cosa muy interesante -me dijo, sin darme tiempo a que saliera la palabra «hola» de mi boca-. Abrí la puerta y me encontré en el umbral de mi casa a un hombre. Un hombre grande. Muy grande y muy negro.

– Rachel…

– Me dijiste que sería discreto. Llevaba una camiseta con la leyenda KLAN KILLER en el pecho.

– Yo…

– Me dio una nota de Louis y me informó de que era alérgico a la lactosa. Eso fue todo. Una nota y alérgico a la lactosa. Nada más. Me va a acompañar a la lectura. Era lo único que podía hacer para que se quitase esa camiseta. En la que lleva ahora pone BLACK DEATH. Voy a decirle a la gente que es un grupo de rap. ¿Crees que Black Death puede ser un grupo de rap?

Supuse que era posible que aquel tipo perteneciera a un grupo de rap, pero me callé. Por el contrario le dije lo único que se me ocurrió en ese momento.

– Más vale que le compres leche de soja.

Me colgó el teléfono sin despedirse.

A pesar de la lluvia que había caído por la tarde, aún hacía un bochorno insoportable cuando salí del hotel para comer algo, y noté que la ropa se me empapaba antes de recorrer unas cuantas manzanas. Pasé por delante del Museo Confederado, que estaba rodeado de andamiajes, y me encaminé al barrio residencial que está entre East Bay y Meeting, admirando las viejas casonas iluminadas débilmente por el farol de la puerta principal. Eran poco más de las diez y los turistas habían empezado a atestar los garitos de East Bay en los que servían cócteles ya preparados en vasos cutre que después servirían de souvenir. Los jóvenes iban y venían por Broad en sus coches, de los que salían ritmos insistentes y machacones de rap y un-metal. Fred Durst, el líder de Limp Bizkit y vicepresidente de una compañía discográfica, padre orgulloso y multimillonario, les decía a los chavales que sus padres no comprendían a los de su generación. No hay cosa más patética que un hombre treintañero en pantalones cortos rebelándose contra su papá y su mamá.

Estaba buscando un sitio donde comer cuando descubrí una cara familiar en la ventana del restaurante Magnolia. Elliot estaba sentado enfrente de una mujer de pelo azabache y de labios tensos. Comía, pero la mirada de pesadumbre de Elliot me dio a entender que no disfrutaba de la comida, quizá porque resultaba evidente que la mujer no se encontraba a gusto con él. Ella se inclinaba sobre la mesa con las palmas de las manos extendidas sobre el mantel. Los ojos le centelleaban. Elliot renunció a seguir comiendo y extendió la mano en un gesto de «Sé razonable», ese gesto que los hombres utilizan cuando se dan cuenta de que las mujeres están avasallándolos. No funciona, sobre todo porque la forma más rápida y efectiva de echar leña al fuego en una discusión entre un hombre y una mujer es que uno de los dos le diga al otro que no está siendo razonable. Como era de esperar, la mujer se levantó con brusquedad y salió del restaurante con aire decidido. Elliot no fue tras ella. Se quedó sentado, y durante un momento la miró alejarse. Después se encogió de hombros con resignación, tomó el tenedor y el cuchillo y reanudó la cena. La mujer, vestida toda de negro, se subió a un Explorer que había aparcado un par de locales más abajo del restaurante, arrancó y se perdió en la noche. No lloraba, pero su ira iluminó el interior del SUV como una llamarada. Sólo por costumbre, memoricé la matrícula del coche. Por un instante, se me pasó por la cabeza reunirme con Elliot, pero no quería que pensara que había presenciado la discusión, y, de todas formas, en ese momento me apetecía estar solo.

Subí hasta Queen Street y comí en Poogan's Porch, un restaurante de comida cajún y de platos típicos locales que se rumoreaba que era el favorito de Paul Newman y de Joanne Woodward, aunque aquella noche las celebridades brillaban por su ausencia. Poogan's tenía las paredes decoradas con papel pintado de flores y las mesas eran de cristal. Prácticamente tuve que atrapar a uno de los empleados como rehén antes de que se calentase el agua helada que sirven a los clientes recién llegados para que se refresquen, pero el pato al estilo cajún tenía buena pinta. Aunque estaba hambriento, apenas probé bocado. La comida me sabía mal, como si la hubieran rociado con vinagre. Me acordé de algo repentinamente: Faulkner escupiéndome en la boca, y su sabor en mi lengua. Aparté el plato.

– Señor, ¿tiene algún problema con la comida?

Era el camarero. Le miré, pero lo veía borroso, como si fuese una de esas fotografías de Batut en que las imágenes de diferentes individuos se superponen para crear una sola.

– No -contesté-. Todo está bien. Es que se me ha quitado el apetito.

Quería que se fuera. No podía mirarle a la cara. Me parecía que se le estaba desmoronando lentamente.

Cuando salí del restaurante, las cucarachas que habían sobrevivido se desperdigaban haciendo ruido por la acera, avanzaban entre las que no habían tenido tiempo de escaparse de las pisadas humanas y yacían en montoncitos negros que iban siendo devorados por tropas de hormigas voraces. Bajé por calles desiertas, observando las ventanas iluminadas de las casas, que reflejaban, como en un teatro de sombras, la vida que se desarrollaba detrás de las cortinas. Echaba de menos a Rachel y me hubiese gustado que estuviera conmigo. Me preguntaba cómo se las estaría apañando con el Klan Killer, luego alias Black Death. Debería haber previsto que Louis mandaría al único tipo que tenía un aspecto más llamativo que el suyo, pero al menos yo ya no estaba tan preocupado por Rachel. Incluso dudaba de qué clase de ayuda podría ofrecerle a Elliot. Es cierto que sentía curiosidad por conocer al predicador que fue a visitar a Atys Jones a la cárcel y que le dio la cuchilla oculta en la cruz en forma de T, pero me daba la impresión de que, en cierta manera, iba a la deriva de los acontecimientos, de que aún no había encontrado la forma de perforar la superficie para poder explorar las profundidades, y de que tampoco compartía la fe que Elliot tenía en la capacidad de la vieja pareja gullah y de su hijo para hacer frente a cualquier eventualidad. Encontré un teléfono público y llamé al piso franco. Contestó el viejo y me confirmó que todo estaba en orden.

– Mek you duh worry so? -me dijo-. Dat po'creetuh, 'e rest. [«¿Por qué te preocupa tanto? Esa pobre criatura está durmiendo.»]

Le di las gracias. Estaba a punto de colgar cuando volvió a hablar.

– Do boy suh'e yent kill de gel, 'e meet de gel so. [«Estoy seguro de que el chico no mató a la chica, que se la encontró así.»]

Tuve que pedirle que lo repitiera dos veces antes de lograr entenderlo.

– ¿Le dijo que no la mató? ¿Ha hablado con él del asunto?

– Uh-huh ax, 'en 'e mek ansuh suh 'e yent do'um. [«Sí, sí, yo le pregunté, seguro que no lo hizo.»]

– ¿Le dijo algo más?

– 'E skay'd. 'E ska-to-det. [«Tiene miedo. Está muerto de miedo.»]

– ¿Miedo de qué?

– De po-lice. De 'ooman. [«De la policía y de la mujer.»]

– ¿Qué mujer?

– De ole people b'leebe sperit walk de nighttime up de Congaree. Dat 'ooman alltime duh fluddub-fedduh. [«La gente mayor cree que hay un espíritu que por las noches recorre el Congaree. Esa mujer a la que todas las noches se la ve a lo lejos vestida de plumas.»]

De nuevo tuve que pedirle que lo repitiera. Al final comprendí que me hablaba de espíritus.

– ¿Está diciéndome que hay una mujer fantasma en el Congaree?

– Ajá -dijo el anciano.

– ¿Y ésa es la mujer que vio Atys?

– Uh yent know puhzac'ly, but uh t'ink so. [«No lo sé exactamente, pero creo que sí.»]

– ¿Sabe quién es?

– No, suh, I cahn spessify, bud'e duh sleep tuh Gawd-acre. [«No podría especificarlo, pero duerme en el acre de Dios.»]

El acre de Dios: el cementerio.

Le pedí que intentase sacarle más información a Atys, porque aún me daba la impresión de que sabía más de lo que contaba. El viejo me prometió intentarlo, pero me dijo que él no era ningún tarrygater.

En ese momento me encontraba en el Barrio Francés, entre East Bay y Meeting. Oía el tráfico a lo lejos, y a veces las voces exaltadas de los juerguistas que se adentraban en la noche, pero en torno a mí no había signo alguno de vida.

Y entonces, cuando pasaba por Unity Alley, oí que alguien cantaba. Era la voz de una niña, y era una voz muy bonita. Cantaba una versión de una vieja canción infantil de la cantante de country Roba Stanley, Devilish Mary, pero parecía como si la niña no supiese la letra entera o como si sólo hubiese decidido cantar su parte favorita, que era el estribillo que se repetía al final de cada estrofa:


A ring-tuma-ding-tuma dairy.

A ring-tuma-ding-tuma dairy.

La niña más bonita que jamás he visto

y su nombre es la Traviesa Mary.


La niña dejó de cantar y salió de la oscuridad del callejón, iluminada en ese momento por los faroles de las casas colindantes.

– ¡Eh! -me dijo-. ¿Tienes fuego?

Me detuve. No pasaría de los trece o catorce años. Llevaba una minifalda negra muy ceñida, sin medias, y una camiseta negra cortada que le dejaba al descubierto la barriga. Tenía las piernas muy blancas, y muy pálida era también su cara. Los ojos emborronados de sombra de ojos y los labios manchados de un carmín rojísimo. Llevaba tacones altos, pero aun así no medía más de metro y medio cuando se apoyó contra la pared. El pelo castaño y despeinado le ocultaba parte de la cara. Daba la impresión de que la oscuridad se movía a su alrededor, como si estuviese debajo de un árbol iluminado por la luna que balanceara con lentitud las ramas al ritmo de la brisa nocturna. Me resultaba extrañamente familiar, en la medida en que una fotografía de infancia puede encerrar los rasgos de la mujer en que acabará convirtiéndose una niña. Presentía que había visto antes a la mujer y que en ese momento veía a la niña que una vez fue.

– No fumo, lo siento -le dije.

Durante unos segundos la observé con detenimiento. Luego seguí mi camino.

– ¿Adónde vas? -me preguntó-. ¿Te gustaría divertirte? Sé de un sitio al que podemos ir.

Dio un paso al frente y comprobé que era incluso más joven de lo que yo había supuesto. La niña apenas parecía tener más de diez años y además había algo en su voz que me desconcertaba. Una voz que sonaba como si fuese más vieja de lo que debiera ser, mucho más vieja.

Abrió la boca y se lamió los labios. Tenía verdosa la raíz de los dientes.

– ¿Cuántos años tienes? -le pregunté.

– ¿Cuántos años te gustaría que tuviese? -Movió los labios con una lascivia paródica, y el tono áspero de su voz se hizo más evidente. Señaló con la mano derecha hacia el callejón-. Vamos ahí abajo. Sé de un sitio al que podemos ir. -Y empezó a subirse lentamente la falda-. Voy a enseñarte…

Me acerqué a ella y exageró la sonrisa, pero se le heló en cuanto la agarré por el brazo.

– Lo mejor será que vayamos a la policía -le dije-. Allí encontrarán a alguien que te ayude.

Había algo raro en su brazo: no era sólido, sino líquido, como un cuerpo pudriéndose. Irradiaba calor, pero ese calor era extremo, y me trajo a la memoria el calor que desprendía el predicador allá en su celda.

La niña siseó, y, con una fuerza y agilidad sorprendentes, se liberó de mi mano.

– ¡No me toques! -farfulló-. Yo no soy tu hija.

Durante unos segundos me quedé paralizado, incapaz de articular palabra. La niña echó a correr callejón abajo y la seguí. Pensé que la alcanzaría con facilidad, pero, de repente, se había alejado unos tres metros, después seis. Avanzaba en una especie de visto y no visto, como si a una película le cortasen fotogramas decisivos a intervalos regulares. Pasó por delante del restaurante McCrady's de manera borrosa, y, cuando estaba cerca de East Bay, se detuvo.

Entonces apareció el coche detrás de ella. Era un Cadillac Coupe de Ville negro, con el parachoques delantero abollado y una grieta en forma de estrella en una esquina del parabrisas oscuro. Una de las puertas de atrás se abrió y una especie de luz oscura se derramó a través de ella y se expandió por el asfalto como si fuera aceite.

– No -le grité-. Aléjate de ese coche.

Volvió la cabeza y miró dentro del Cadillac. Después me miró de nuevo. Sonrió, con los gestos ya borrosos. Las encías difuminándose, los dientes como piedras amarillentas.

– ¡Ven! -me dijo-. Sé de un sitio al que podemos ir.

Se subió al coche, que se puso en marcha con las luces de freno encendidas y se perdió en la oscuridad de la noche.

Pero, antes de que volviese a cerrarse la puerta, vi cómo unas siluetas descendían del coche y caían a la acera como pequeños terrones. Mientras las observaba, se dirigieron a una cucaracha y empezaron a asediarla por todos los flancos, tratando de morderle la cabeza y el vientre, intentando detenerla para así poder empezar a devorarla. Me puse de rodillas y vi la marca característica en forma de violín en el lomo de una de las arañas.

Arañas reclusas marrones. La cucaracha estaba cubierta de arañas reclusas marrones.

Sentí que todo mi organismo se estremecía y una fuerte punzada me asestó en el estómago. Caí de espaldas contra la pared y me abracé a mí mismo, envuelto en una sensación de náusea. El sabor del pato y del arroz me inundaba la boca con cada arcada. Respiré profundamente y mantuve la cabeza gacha. Cuando pude volver a caminar, paré un taxi en East Bay y regresé al hotel.

Ya en la habitación, bebí un poco de agua para refrescarme, pero la fiebre me había subido. Me notaba febril y enfermo. Intenté distraerme viendo la televisión, pero me dolían los ojos por la intensidad de los colores, así que la apagué antes de que las últimas noticias de la noche avanzaran los primeros detalles del asesinato de tres hombres en un bar cerca de Caina, allá en Georgia. Me acosté e intenté dormir, pero el calor me resultaba sofocante incluso con el aire acondicionado funcionando a toda potencia. Vagaba dentro y fuera de la conciencia, sin saber muy bien si estaba despierto o soñando, cuando oí que llamaban a la puerta y vi, a través de la mirilla, la figura de la niñita vestida de negro con los labios pintados.

«Oye, sé de un sitio al que podemos ir.»

Y, cuando intenté abrir la puerta, resultó que tenía en la mano el tirador cromado de un Coupe de Ville. Percibí un hedor de carne putrefacta, cuando oí abrirse la cerradura con un golpe seco.

Y dentro todo eran tinieblas.

13

Habían llegado al motel por separado. El negro alto fue hasta allí en un Lumina de tres años, el blanco bajito llegó más tarde en taxi. Cada uno reservó una habitación doble en plantas distintas. El negro en la planta baja, el blanco en la primera. No se comunicaron entre sí hasta que se marcharon a la mañana siguiente.

En su habitación, el blanco revisó con cuidado su ropa, buscando rastros de sangre, pero no encontró nada. Cuando se convenció de que las prendas estaban limpias, las arrojó encima de la cama y se quedó de pie, desnudo, delante del espejo del pequeño cuarto de baño. Se dio la vuelta despacio, con una leve mueca de dolor, para verse las cicatrices que tenía en la espalda y en los muslos, y escrutó durante un buen rato el recorrido que trazaban en su piel. Se observaba en el espejo sin comprender nada, como si no estuviese mirando su propio reflejo, sino una entidad distinta, algo que había sufrido de un modo terrible y que estaba marcado tanto psíquica como físicamente. Aquel hombre reflejado en el espejo no era él. Él estaba intacto, ileso, y tan pronto como apagó la luz y la habitación quedó a oscuras, pudo huir del espejo y dejar tras de sí al hombre de las cicatrices, de quien ya sólo recordaba su mirada. Se permitió el lujo de fantasear durante unos segundos más y después se envolvió rápidamente en una toalla limpia delante del resplandor del televisor.

El hombre llamado Ángel había sufrido durante toda su vida muchas desgracias. Algunas de ellas, y él lo sabía, podían atribuirse a su propensión natural al robo, a su firme convencimiento de que si un artículo era vendible, movible y susceptible de ser robado, lo normal era que se produjese un traspaso de propiedad en el que él jugaría un papel significativo, aunque efímero. Ángel había sido un buen ladrón, pero no uno de los grandes. Los grandes ladrones no terminan en la cárcel, y Ángel había pasado demasiado tiempo entre rejas como para darse cuenta de que los defectos de su carácter le impidieron convertirse en uno de los hitos legendarios de la profesión que había elegido. Por desgracia, en el fondo también era un optimista, y fue necesario el esfuerzo conjunto de las autoridades carcelarias de dos estados diferentes para ensombrecer su risueña predisposición natural al crimen. Con todo, aquél era el camino que había elegido y aceptó el castigo, dentro de lo que cabe, con bastante ecuanimidad.

Pero había otros aspectos de su vida sobre los que Ángel no tuvo control. No pudo elegir a su madre, que desapareció de su vida cuando él aún gateaba. Una mujer cuyo nombre no aparecía en ninguna licencia de matrimonio y cuyo pasado era tan vacío e impenetrable como los muros de una prisión. Se hacía llamar Marta. Eso era todo lo que sabía de ella.

Y algo aún peor: no había podido elegir a su padre, y su padre había sido un hombre malo, un borracho y un criminal mezquino, de carácter indolente y huraño, que había criado a su único hijo de mala manera, alimentándolo a fuerza de cereales y de comida rápida cuando se encontraba en condiciones de acordarse de hacerlo o bien cuando simplemente estaba de humor. El Hombre Malo. Nunca lo recordaba como padre o papá.

Sólo como el Hombre Malo.

Vivían en un edificio sin ascensor en Degraw Street, en el barrio portuario de Columbia Street, en Brooklyn. A finales del siglo XIX, aquel barrio estuvo habitado por los irlandeses que trabajaban en los muelles cercanos. En la segunda década del siglo XX se les unieron los puertorriqueños y, desde entonces hasta la segunda guerra mundial, Columbia Street se había mantenido más o menos inalterada, pero, cuando el niño nació, la zona había entrado ya en decadencia. La apertura de la autopista Brooklyn-Queens, en 1957, aisló a la clase trabajadora de Columbia de los barrios más ricos de Cobble Hill y Carroll Gardens, y el proyecto de construir en el barrio un puerto comercial para el transporte de contenedores tuvo como consecuencia que muchos residentes lo vendieran todo y se mudasen a otro sitio. Pero el puerto para contenedores no se hizo realidad, ya que la industria naviera se trasladó a Port Elizabeth, en Nueva Jersey, lo que provocó una ola de desempleo en Columbia Street. Las panaderías y las tiendas de comestibles italianas empezaron a cerrar al mismo tiempo que surgían casitas puertorriqueñas por los solares. El niño solitario deambulaba por esa zona, reivindicando los edificios entablados y las casas sin tejado como si fuesen suyas e intentando permanecer fuera del alcance del Hombre Malo y de sus cambios de humor, cada vez más acusados. Tenía muy pocos amigos y atrajo la atención de los chicos más violentos de su edad, de la misma manera que algunos perros peleones se ven atraídos por los de su misma condición, hasta que se quedan para siempre con el rabo entre las patas y las orejas caídas y resulta imposible discernir si su comportamiento es una consecuencia de todos los sufrimientos que han padecido o la razón misma de tales sufrimientos.

El Hombre Malo perdió su trabajo de repartidor en 1964, después de agredir a un activista sindical durante una pelea de borrachos, y se vio de pronto en la lista negra. Unos días más tarde, unos hombres aparecieron por el piso y le golpearon con palos y cadenas. Tuvo suerte de salir sólo con algunos huesos rotos, porque el hombre al que había agredido resultó ser un dirigente sindical sólo nominalmente, y apenas acudía a la oficina que estaba a su cargo. Una mujer, una de las pocas que pasaron por la vida del niño como temporales inesperados, una mujer que dejaba una estela de perfume barato y de humo de cigarrillos, lo cuidó de la peor manera posible y lo alimentó a fuerza de beicon y de huevos fritos en grasa de vaca. Se largó después de una bronca que tuvo una noche con el Hombre Malo, una bronca que congregó a los vecinos en las ventanas y que requirió la presencia de la policía. No hubo ninguna otra mujer después de aquélla, y el Hombre Malo fue hundiéndose en la desesperación y el sufrimiento, arrastrando consigo a su hijo.

El Hombre Malo vendió por primera vez a Ángel cuando éste tenía ocho años. A cambio de su hijo, recibió una caja de whisky Wild Turkey. Cinco horas más tarde, el comprador devolvió a casa al niño envuelto en una manta. Cuando Ángel regresó, el Hombre Malo le dio de comer un plato de cereales Froot Loops y una chocolatina Baby Ruth, como un obsequio muy especial.

Aquel niño, que con el tiempo se convertiría en Ángel, estuvo despierto toda la noche, con la mirada fija en la pared, temeroso dé parpadear por si acaso en ese instante de ceguera volvía el hombre. Temeroso de moverse por el dolor que sentía en aquella zona baja de su cuerpo.

Incluso en ese instante, mirando hacia atrás en el tiempo, Ángel no podía recordar con exactitud cuántas veces tuvo que soportar aquello, salvo que las transacciones tenían lugar cada vez con mayor frecuencia, que el número de botellas era progresivamente menor y que el montoncito de billetes también iba disminuyendo. Cuando tenía catorce años, después de que el Hombre Malo le hubiese infligido diversos castigos severos por varios intentos de fuga, se coló en una confitería que había en Union Street, sólo a un par de manzanas del distrito policial Setenta y Seis, y robó dos cajas de chocolatinas Baby Ruth. Las fue devorando en un solar de Hicks Street, hasta que vomitó. Cuando la policía lo encontró, tenía tantos retortijones que apenas podía andar. Lo condenaron a dos meses en un correccional de menores por los desperfectos causados al colarse en la tienda y también porque el juez quería dar un castigo ejemplar a alguien en vista del incremento de la delincuencia juvenil que se estaba produciendo en aquel barrio deprimido. Al salir, el Hombre Malo lo esperaba en la puerta. Cuando llegó al sucio apartamento de piedra caliza roja que compartía con su padre, había dos hombres que fumaban sentados.

Esa vez no hubo chocolatina.

A los dieciséis, se escapó y tomó un autobús que lo llevó a Manhattan, y durante casi cuatro años llevó una vida al margen de la sociedad. Dormía a la intemperie o en viviendas sucias y ruinosas, subsistía gracias a trabajos temporales y cada vez robaba más. Recordaba el destello de los cuchillos y el sonido de los disparos; el grito de una mujer que poco a poco se apagaba en un sollozo, antes de ingresar en el sueño o en el silencio eterno. La adopción del nombre de Ángel se convirtió en un factor más de su huida, como para despojarse de su vieja identidad, de la misma manera que una serpiente se despoja de su piel.

Pero por la noche aún se imaginaba que el Hombre Malo llegaba con las manos llenas de chocolatinas, andando sin hacer ruido por los pasillos vacíos y por las habitaciones sin ventanas, buscando oír la respiración de su hijo. Cuando por fin el Hombre Malo murió mientras dormía, abrasado en un incendio provocado por un cigarrillo, que consumió tanto su apartamento como el de arriba y los dos contiguos, el chico-hombre, que se enteró por el periódico, lloró sin saber por qué.

En una vida en la que no escaseaban las desgracias, el dolor ni la humillación, Ángel rememoraría el 8 de septiembre de 1971 como el día en que los acontecimientos empezaron a ir de mal en peor. Porque aquel preciso día un juez condenó a Ángel y a dos cómplices suyos a una pena de cinco años en Attica por robar en un almacén de Queens. En parte les impuso aquella pena porque dos de los acusados habían agredido a un alguacil en el pasillo, después de que éste sugiriera que al final del día los tumbarían boca abajo en las literas con una toalla dentro de la boca. Ángel, que entonces tenía diecinueve años, era el preso más joven de los tres.

Que te enviaran al Centro Penitenciario de Attica, a unos cincuenta kilómetros al este de Búfalo, era muy mal asunto. Attica era un infierno: violento, masificado y un polvorín a punto de explotar. El 9 de septiembre de 1971, un día después de que Ángel llegase al módulo D de la cárcel, Attica explotó, y la suerte de Ángel se torció del todo. El cerco que se llevó a cabo en Attica, como consecuencia de la toma por parte de los presos de ciertas zonas del centro penitenciario, dejó un balance de cuarenta y tres muertos y ochenta heridos. La mayoría de las muertes y de las lesiones se produjeron por la orden del gobernador Nelson A. Rockefeller de recobrar el control del módulo D empleando todos los medios que fuesen precisos. Primero lanzaron botes de gas lacrimógeno al patio en que se hallaban los presos, después empezó el tiroteo, con disparos indiscriminados sobre una multitud de más de mil doscientos hombres, a lo que siguió una avalancha de policías estatales armados con rifles y porras. Cuando se disiparon el humo y el gas, habían muerto once guardias y treinta y dos presos, y las represalias fueron inmediatas y despiadadas. Desnudaron y golpearon a los presos, los obligaron a comer barro, los acribillaron con casquillos calientes de bala y los amenazaron con castrarlos. Al hombre llamado Ángel, que se había pasado la mayor parte del cerco dentro de su celda, encogido de miedo, casi tan temeroso de sus propios compañeros como del castigo inevitable que impondrían a todos los involucrados una vez que en la prisión se restableciera el orden, lo obligaron a arrastrarse desnudo por un patio sembrado de cristales rotos, bajo la vigilancia de los guardias. Cuando se paró, incapaz de soportar durante más tiempo el dolor que sentía en el estómago, en las manos y en las piernas, un guardia llamado Hyde se le acercó, haciendo crujir los cristales bajo sus botas, y se subió a la espalda de Ángel.

Casi tres décadas después, el 28 de agosto de 2000, el juez federal Michael A. Telesca, del Tribunal Federal del Distrito, en Rochester, repartió ocho millones de dólares entre quinientos ex presidiarios de Attica y sus familiares por los sucesos que se produjeron durante el motín y el posterior cerco policial. El caso se había ido postergando durante dieciocho años, pero al final unos doscientos demandantes acudieron a un juicio público para contar su historia, incluido un tal Charles B. Williams, a quien, a causa de la brutal paliza que recibió, tuvieron que amputarle una pierna. El nombre de Ángel no se contaba entre los firmantes de la demanda conjunta, porque él no creía que la reparación pudiese venir de los tribunales. A la condena que padeció en Attica siguieron otras, entre las que se incluían cuatro años en Rikers. Cuando salió, después de haber cumplido su última condena, estaba sin blanca, deprimido y al borde del suicidio.

Y entonces, una calurosa noche de agosto, vio una ventana abierta en un apartamento del Upper West Side y utilizó la escalera de incendios para entrar en el edificio. Era un apartamento lujoso que medía unos ciento cincuenta metros cuadrados, con alfombras persas que recubrían el entarimado y con pequeños objetos de arte africano dispuestos con exquisito gusto en estanterías y mesas. Había una colección de discos compactos y de vinilo en la que predominaba la música country, lo que llevó a Ángel a sospechar que se había colado en la guarida neoyorquina del cantante Charley Pride.

Entró en todas las habitaciones y no vio a nadie. Más tarde llegaría a preguntarse cómo no se había topado con aquel tipo. Es cierto que el apartamento era enorme, pero lo había registrado. Abrió los armarios, incluso miró debajo de la cama, y sólo encontró polvo. Pero, justo en el momento en que estaba a punto de sacar el televisor por la escalera de incendios, oyó una voz a sus espaldas:

– Tío, no he visto a un ladrón tan condenadamente tonto desde el caso Watergate.

Ángel se dio la vuelta. De pie, en la puerta, con una toalla de baño azul alrededor de la cintura, se hallaba el negro más alto que Ángel había visto fuera de una cancha de baloncesto. Como poco medía dos metros y estaba completamente calvo. No tenía vello en el pecho ni en las piernas. Su cuerpo era una masa de curvas duras y de nudos de músculos, sin apenas grasa. En la mano derecha sostenía una pistola con silenciador, pero no era el arma lo que asustaba a Ángel, sino los ojos de aquel tipo. No tenía ojos de psicópata. Ángel había visto suficientes ojos de psicópata en la cárcel como para saber distinguirlos. No, esos ojos traslucían inteligencia y se mostraban atentos, divertidos y sin embargo extrañamente fríos.

Aquel tipo era un asesino.

Un asesino de verdad.

– No quiero líos -le dijo Ángel.

– ¿No te da vergüenza?

Ángel tragó saliva.

– Supón que te dijese que esto no es lo que parece.

– Parece que estás intentando robarme la tele.

– Sé que eso es lo que parece, pero… -Ángel se calló y decidió, por primera vez en su vida, que la sinceridad podría ser la mejor táctica en aquel momento-. No. Es lo que parece -admitió-. Estoy intentando robarte la tele.

– No lo vas a hacer.

Ángel asintió.

– Supongo que debo ponerla en su sitio -la verdad era que el televisor empezaba a pesarle demasiado.

El tipo negro se quedó pensativo.

– No. ¿Sabes qué?, no lo dejes ahí -dijo al fin.

La cara de Ángel se alegró.

– ¿Quieres decir que puedo llevármela?

El pistolero casi sonrió. Al menos a Ángel le pareció una sonrisa. Un sonrisa o algún tipo de espasmo.

– No, sólo he dicho que no lo dejes ahí. No te muevas y continúa sujetando la tele. Porque como la tires -se le ensanchó la sonrisa-, te mato.

Ángel tragó saliva. De repente, le dio la impresión de que el televisor pesaba el doble.

– ¿Te gusta la música country? -le preguntó el tipo mientras alcanzaba el mando a distancia para encender el reproductor de discos compactos.

– Ni pizca -le contestó Ángel.

De los altavoces salió la voz de Gram Parsons, cantando We'll Sweep Out the Ashes in the Morning.

– Entonces vas de culo.

– Dímelo a mí -susurró Ángel.

El hombre medio desnudo se acomodó en un sillón de piel, se ajustó cuidadosamente la toalla y apuntó al desventurado ladrón con la pistola.

– No -le dijo-. Dímelo tú…


El hombre llamado Ángel, sentado en la penumbra, pensaba en todas esas cosas, en los acontecimientos aparentemente azarosos que le habían llevado a aquel lugar.

En su memoria resonaron las últimas palabras de Clyde Benson, las que pronunció poco antes de que Ángel lo matara.

«-He hecho las paces con el Señor.

»-Entonces no tienes que preocuparte de nada.»

Había pedido clemencia, pero no la obtuvo.

Porque, durante la mayor parte de su vida, Ángel había estado a merced de los demás: su padre, los hombres que lo llevaban a escondites y a apartamentos que apestaban a sudor, el guardia Hyde en Attica y el preso Vance en Rikers, que había decidido que la existencia de Ángel era un insulto intolerable, hasta que alguien intervino y se aseguró de que Vance dejara de ser un peligro para Ángel y para cualquiera.

Y entonces se encontró con ese hombre, el hombre que en aquel momento estaba sentado en una habitación debajo de la suya, y podría decirse que para él comenzó una vida nueva, una vida en la que nunca más sería una víctima, una vida en la que nunca más estaría a merced de nadie, y casi empezó a olvidar los acontecimientos que le habían hecho ser lo que era.

Hasta el momento en que Faulkner lo encadenó a la barra de la ducha y empezó a cortarle la piel de la espalda, con la ayuda de su hijo y de su hija, que mantenían inmovilizada a la víctima, ella lamiéndole a Ángel el sudor de la frente y él ordenándole silencio en voz baja cuando Ángel gritaba bajo la mordaza. Recordaba el roce de la cuchilla, su frialdad, la presión que hacía sobre la piel antes de penetrar en la carne y desgarrarla. Todos los viejos fantasmas regresaron aullando, todos los recuerdos, todo el sufrimiento, y sintió en su paladar el sabor de una chocolatina.

Sangre y chocolatinas.

En cierto modo, era un superviviente.

Pero Faulkner también estaba vivo todavía, y aquello le resultaba insoportable.

Para que Ángel pudiese vivir, Faulkner tenía que morir.


¿Y qué hay de ese otro hombre, el tranquilo y pausado varón negro que tiene ojos de asesino?

Cada vez que miraba a su compañero, ya fuese vestido o desnudo, la cara de Louis permanecía estudiadamente impasible, pero se le revolvían las tripas cuando las enmarañadas cicatrices de la espalda y de los muslos quedaban al descubierto y cuando el otro hombre se detenía durante un instante para dosificar el dolor que le causaba el simple hecho de ponerse una camisa o unos pantalones, con la frente cubierta de sudor. Al principio, durante las primeras semanas después de que saliera del hospital, Ángel simplemente se negaba a quitarse la ropa y se quedaba tumbado boca abajo, vestido del todo, hasta que había que cambiarle el vendaje. Casi nunca hablaba de lo que le sucedió en el refugio del predicador, aunque aquello le amargaba las horas diurnas y le eternizaba las nocturnas.

Louis sabía mucho más del pasado de Ángel que lo que su compañero había logrado averiguar del suyo, ya que Louis mostraba una reticencia a revelar aspectos de su vida que iba más allá de la mera preservación de la intimidad. Pero Louis entendía hasta cierto punto el sentimiento de violación que en aquel momento invadía a Ángel. La violación, el dolor infligido por alguien más viejo y más fuerte que él, era algo que Ángel había dejado atrás hacía tiempo, sellado en un cofre lleno de manos poderosas y de chocolatinas. Pero parecía como si el precinto se hubiese roto y el pasado se estuviese escapando como un gas tóxico que envenenaba el presente y el futuro.

Ángel tenía razón: Parker debió haber quemado al predicador cuando tuvo la oportunidad. En vez de eso, había elegido un camino alternativo y menos seguro al manifestar su fe en la fuerza de la ley, mientras que una pequeña parte de él, la parte que había matado en el pasado y -Louis estaba seguro de eso- que volvería a matar en el futuro, reconocía que la ley nunca condenaría a un hombre como Faulkner, porque sus actos iban mucho más allá de la lógica de la ley, ya que afectaban a mundos pretéritos y a mundos por venir.

Louis creía saber por qué Parker había actuado de la manera en que actuó, sabía que le había perdonado la vida al predicador inerme porque de lo contrario se hubiera rebajado al nivel del viejo. Había optado por dar unos primeros pasos vacilantes hacia una forma inconcreta de salvación, más allá de los deseos y quizás incluso de las necesidades de su amigo Ángel, y Louis no se sentía con derecho a culparle por ello. Ni siquiera Ángel le culpaba: sólo deseaba que las cosas hubiesen sido de otra manera.

Pero Louis no creía en la salvación, o si creía en ella, vivía con la certeza de que su luz no resplandecería para él. Si Parker era un hombre atormentado por su pasado, Louis era un hombre resignado con respecto al suyo, un hombre que aceptaba la realidad, si no la necesidad, de todo lo que había hecho, y que aceptaba el requisito de que inevitablemente tendría que rendir cuentas por ello. De vez en cuando recordaba su vida pasada e intentaba delimitar el momento en que el camino se bifurcó, el momento preciso en que eligió abrazar la belleza incandescente de la crueldad. Se veía a sí mismo como un muchacho delgado en una casa llena de mujeres, con sus risas, con sus bromas en torno a cuestiones sexuales, con sus rezos, con sus momentos de recogimiento y de paz. Y después caía la sombra, y aparecía Deber, y sobre nosotros descendía el silencio.

No sabía cómo su madre había dado con un hombre como Deber, y, menos aún, cómo había soportado, durante tanto tiempo, su presencia, aunque se tratase de una presencia intermitente. Deber era un hombre bajo y pobre, con la piel oscura picada alrededor de las mejillas, un vestigio de los perdigones que le habían disparado cerca de la cara cuando era niño. Al cuello llevaba colgado de una cadena un silbato de metal que utilizaba para avisar a la cuadrilla de trabajadores negros de la que era capataz de que había acabado el descanso. También lo utilizaba para imponer disciplina en la casa, para convocar a la familia a la hora de la cena, para exigir que el niño hiciese trabajos domésticos o para castigarle y para reclamar que la madre del niño se fuese a la cama con él. Y ella dejaba lo que estaba haciendo y atendía, sumisa, el toque del silbato, y el muchacho se tapaba los oídos para no oír los sonidos que atravesaban las paredes. Un día, después de que Deber hubiese estado ausente durante muchas semanas y de que una placentera paz se instalara en la casa, llegó, se llevó a la madre del muchacho y nunca más volvieron a verla con vida. La última vez que el hijo vio la cara de su madre fue cuando cerraron el ataúd. El maquillaje mortuorio era espeso en torno a los ojos y detrás de las orejas, allí donde se apreciaban las señales de violencia. Se dijo que un extraño la había asesinado. Los amigos de Deber le proporcionaron a éste una coartada irrefutable. Deber estuvo todo el tiempo junto al ataúd y aceptó el pésame de aquellos que tenían demasiado miedo de no dar la cara en aquel trance.

Pero el muchacho lo sabía y las mujeres también. Con todo, Deber regresó un mes más tarde y, aquella misma noche, se llevó consigo a la tía del niño al dormitorio. El muchacho se mantuvo despierto, oyendo los gemidos y las palabrotas, el lloriqueo de la mujer y aquel grito de dolor que Deber sofocó tapándole la boca con la almohada. Y cuando la luna llena todavía brillaba débilmente sobre las aguas del lago que había detrás de la casa, oyó abrirse una puerta, se asomó a la ventana y vio cómo su tía se dirigía al lago para borrar de su piel el rastro del hombre que en aquel momento dormía en la habitación. Luego se hundió en el lago manso y empezó a llorar.

A la mañana siguiente, cuando Deber se marchó y las mujeres estaban ocupadas en sus quehaceres domésticos, el muchacho vio la sangre en las sábanas revueltas y tomó una decisión. Tenía quince años, pero sabía que la ley no estaba hecha para proteger a las negras pobres. Había en él una inteligencia que estaba por encima de su experiencia y de su edad, pero también había algo más, algo que Deber había comenzado a presentir, porque él tenía dentro de sí algo similar, aunque menos intenso y sofisticado. Se trataba de un potencial para la violencia, de unas aptitudes letales que, muchos años después, harían que un viejo temiese por su vida en una gasolinera. El muchacho, a pesar de su delicada belleza, representaba para Deber una amenaza creciente que con el tiempo tendría que resolver. A veces, cuando Deber regresaba del trabajo y se sentaba en la escalera del porche a repujar con su navaja un trozo de madera, el muchacho se daba cuenta de cómo lo miraba y, con la insensatez propia de la juventud, le mantenía la mirada, hasta que Deber sonreía y miraba para otro lado, con la navaja en la mano y los nudillos blancos de ejercer presión sobre el arma.

Un día, el muchacho observaba a Deber, que se encontraba en el límite de la arboleda, cuando le ordenó por señas que se acercase. Tenía un cuchillo curvo en la mano y los dedos manchados de sangre. Le dijo que había pescado unos peces para él y que necesitaba que el muchacho le echase una mano para destriparlos. Pero el muchacho no se acercó y notó cómo se endurecía el gesto de Deber al comprobar que se alejaba. Agarró el silbato que le colgaba del cuello, se lo llevó a la boca y sopló. Era la llamada. Todos la oyeron y acudieron de inmediato, pero en aquella ocasión el muchacho adivinó la intención de aquella llamada y no acudió. En vez de eso, echó a correr.

Aquella noche el muchacho no regresó a casa, sino que se quedó a dormir entre los árboles y dejó que los mosquitos le picasen, aunque Deber se mantuvo de pie en el porche y sopló el silbato inútilmente, una vez y otra vez y otra, rompiendo la tranquilidad de la noche con aquel anuncio de castigo inexorable.

Al día siguiente, el muchacho no acudió a la escuela porque estaba convencido de que Deber iría a buscarlo y se lo llevaría, de la misma manera que se había llevado a su madre, aunque esa vez no habría que enterrar ningún cuerpo, ni himnos al lado de la tumba, sólo un manto de hierba y lodo, y un revoloteo de pájaros, y bestias removiendo el terreno en busca de alimento. De modo que se quedó escondido en el bosque y esperó.


Deber había estado bebiendo. El muchacho lo olió en cuanto entró en la casa. La puerta del dormitorio estaba abierta y oyó cómo roncaba. Pensó que en ese momento podría matarlo, cortándole la garganta mientras dormía. Pero lo detendrían y lo declararían culpable, y era posible que también acusaran a las mujeres. No, pensó el muchacho, era mejor continuar con el plan que había trazado.

Unos ojos blancos surgieron de la oscuridad y su tía, con sus pequeños pechos al aire, se quedó mirándolo fijamente y en silencio. Él se llevó el dedo a los labios y le señaló el silbato que estaba sobre la mesilla de noche. Con mucho sigilo, para no despertar al durmiente, ella pasó el brazo por encima de Deber y alcanzó la cadena del silbato, que hizo un leve ruido al resbalar por la madera, pero Deber, hundido en su sueño alcohólico, no se inmutó. El muchacho alargó la mano y la mujer dejó caer en ella el silbato. Luego el muchacho se fue.

Aquella noche se coló de manera furtiva en la escuela. Era una buena escuela para lo que había en la zona, una escuela excepcionalmente bien equipada, ya que contaba con un gimnasio, con un campo de fútbol y con un pequeño laboratorio científico. Estaba subvencionada por un vecino que se dedicaba a realizar obras benéficas en la ciudad. El muchacho se dirigió con cautela al laboratorio y, una vez allí, se dispuso a tomar los ingredientes que necesitaba: cristales de yodo sólido, hidróxido de amoniaco concentrado, alcohol y éter, todos ellos ingredientes básicos que se hallan en cualquier laboratorio escolar. Había aprendido a usarlos a fuerza de aciertos y a veces de errores lamentables, gracias a pequeños hurtos y al apoyo de la voraz lectura de ciertos textos. Con mucho cuidado, mezcló los cristales de yodo y el hidróxido de amoniaco para conseguir un pardusco bióxido de mercurio, luego lo filtró a través de un papel y lo aclaró, primero con alcohol y luego con éter. Por último, envolvió escrupulosamente la sustancia y la vertió en un vaso de precipitación. Era nitruro de yodo, un sencillo compuesto que había encontrado en uno de los viejos libros de química que se hallaban en la biblioteca pública.

Empleó una olla de vapor para desgajar en dos el silbato de metal. Luego, con las manos húmedas, rellenó de nitruro de yodo aproximadamente la cuarta parte de cada una de las dos piezas del silbato. Sustituyó la bolita del silbato por una bolita compacta de papel de lija. Luego, con mucho esmero, pegó las dos mitades del silbato antes de regresar a casa. Su tía aún estaba despierta. Intentó quitarle el silbato, pero él negó con la cabeza, y al ponerlo sobre la mesilla le llegó el aliento de Deber. Cuando el muchacho salió, iba riéndose para sus adentros. «Esto es sólo el principio», pensó.

A la mañana siguiente, Deber se levantó temprano, según era su costumbre, y salió de la casa con la bolsa de papel de estraza en la que llevaba la comida que las mujeres le dejaban preparada. Aquel día tuvo que recorrer unos ciento treinta kilómetros para emprender un nuevo trabajo y el nitruro de yodo estaba seco como el polvo cuando se llevó el silbato a la boca por última vez y sopló. La bolita de papel de lija produjo la fricción necesaria para activar la rudimentaria carga explosiva.

Interrogaron al muchacho, por supuesto, pero él había limpiado el laboratorio y se había lavado las manos con lejía y agua para borrar el rastro de todas las sustancias que había manipulado. El muchacho tenía una coartada: aquellas mujeres temerosas de Dios juraron que el chico había estado con ellas el día antes, que no había salido de casa durante toda la noche, porque, de ser así, lo hubieran oído; que, de hecho, Deber había perdido el silbato unos días atrás y que estaba desesperado por encontrarlo, ya que para él era una especie de tótem, su amuleto de la suerte. La policía lo tuvo retenido durante todo un día. Le pegaron, aunque sin emplearse demasiado a fondo, para ver si se venía abajo, y al final lo dejaron libre, ya que había trabajadores descontentos, maridos celosos y enemigos humillados que esperaban su turno.

Después de todo, se trataba de una bomba en miniatura que le había destrozado la cara a Deber. Una bomba diseñada para que Deber, y sólo Deber, fuese víctima de la explosión. Aquello no podía ser obra de un muchacho.

Deber murió dos días más tarde.

Y, según la gente, fue una bendición que muriera.


En su habitación, Louis veía impasible en el programa de televisión por cable las últimas noticias en torno al descubrimiento de los cuerpos y a un perplejo Virgil Gossard disfrutando de sus quince minutos de fama, con la cabeza vendada y con los dedos aún manchados de orina. Una portavoz de la policía comunicó que estaban siguiendo unas pistas inequívocas y ofreció una descripción del viejo Ford. Louis frunció levemente el ceño. Le pegaron fuego al coche en un campo que se encontraba al oeste de Allendale y luego se dirigieron al norte en un Lumina del que nadie sospecharía antes de separarse en las afueras de la ciudad. Si descubrían el Ford y lo relacionaban con los asesinatos, eso no proporcionaría ninguna pista, puesto que estaba montado con las piezas desguazadas de media docena de vehículos, hecho para usar y tirar. Lo que le preocupaba era que alguien los hubiera visto abandonar el coche, y que diera una descripción de ellos. Aquellos temores se disiparon en parte, aunque no se libró del todo de ellos, cuando la portavoz policial informó de que seguían el rastro de un negro y de al menos otra persona más en relación con los hechos.

Virgil Gossard, pensó Louis. Debieron haberlo matado cuando tuvieron la oportunidad, pero si aquél era el único testigo y lo único que sabía era que uno de los hombres era negro, no había de qué preocuparse, aunque la posibilidad de que la policía supiese más de lo que decía le inquietaba vagamente. Era mejor que Ángel y él se separaran durante un tiempo, y aquella decisión retrotrajo sus pensamientos al hombre de la habitación de arriba. Tumbado en la cama, pensó en él hasta que las calles adyacentes se quedaron en silencio. Salió del motel y se fue a dar un paseo.

La cabina telefónica estaba a cinco manzanas en dirección norte, en el aparcamiento que había al lado de una lavandería china. Insertó dos dólares en monedas de cuarto y marcó un número. Oyó tres veces el tono de llamada antes de que descolgasen.

– Soy yo. Tengo un trabajo para ti. Hay una gasolinera al lado del río Ogeechee, en la 16 en dirección a Sparta. No tiene pérdida. Aquello parece decorado por los teletubbies. El viejo que la lleva necesita olvidarse de que ayer pasaron por allí dos hombres. Él sabrá de lo que le hablas. -Se calló y oyó la voz al otro lado de la línea telefónica antes de continuar-… No, si las cosas se ponen así, lo haré yo mismo. Por ahora, asegúrate de que es consciente de las consecuencias que puede tener el hecho de que decida ser un ciudadano modélico. Dile que los gusanos no distinguen la buena comida de la mala. Luego busca a un hombre llamado Virgil Gossard, la celebridad local de turno. Invítalo a un trago y averigua qué es lo que sabe y qué es lo que vio. Cuando termines y vuelvas, llámame. Y revisa los mensajes telefónicos a lo largo de la semana próxima. Puede que tenga que pedirte alguna cosa más.

Louis colgó el teléfono y con el paño con que había envuelto el auricular limpió las teclas. Luego volvió cabizbajo al motel y permaneció despierto, echado en la cama, hasta que fue disminuyendo el ruido de los coches que pasaban y la calma descendió sobre el mundo.

Y los dos siguieron en habitaciones separadas, distantes pero de alguna manera próximos, sin pensar apenas en los hombres a los que habían dado muerte aquella noche. Por el contrario, uno de ellos le alargó la mano al otro y le deseó paz, y aquella paz le fue otorgada, de forma temporal, gracias al sueño.

Pero la auténtica paz exigía un sacrificio.

Y Louis ya tenía una idea de cómo se llevaría a cabo aquel sacrificio.


Mucho más al norte, Cyrus Nairn disfrutaba de su primera noche de libertad.

Lo habían excarcelado de Thomaston aquella misma mañana y le habían devuelto sus efectos personales dentro de una bolsa negra de basura. La ropa no le quedaba ni más grande ni más pequeña que antes, ya que el encarcelamiento no había hecho mella en su cuerpo encorvado. Ya fuera de los muros, se volvió para mirar la prisión. No oía las voces, y supo por ello que Leonard seguía a su lado, y no sentía miedo ante la visión de aquellas cosas que poblaban los muros, con sus alas enormes recogidas en la espalda, con sus oscuros ojos avizores. Se llevó la mano a la espalda e imaginó que sentía, a ambos lados de su curvada espina dorsal, los bultos incipientes de los que brotarían aquellas grandes alas.

Cyrus se encaminó a la calle principal de Thomaston y, señalando con el dedo los productos, pidió una Coca-Cola y un donut en una cafetería. Una pareja sentada a una mesa cercana lo observaba, y ambos volvieron la vista cuando él los miró. Su comportamiento le delataba tanto como la bolsa negra que yacía a sus pies. Comió y bebió deprisa, porque una simple Coca-Cola sabía mejor fuera de aquellos muros. Le hizo un gesto a la camarera para que volviera a servirle lo mismo y esperó a que la cafetería se vaciara de clientes. Al poco se vio allí solo, únicamente con la mujer que se hallaba detrás de la barra y que de vez en cuando le lanzaba una mirada nerviosa.

Poco después del mediodía, entró un hombre y ocupó la mesa vecina a la de Cyrus. Pidió un café, ojeó el periódico y se fue, dejando allí el periódico. Cyrus echó mano de él, simuló que leía la portada y lo dejó sobre la mesa. El sobre que había oculto entre las páginas del periódico se deslizó en su mano con la suavidad de un tintineo, y de allí fue a parar al bolsillo de su chaqueta. Cyrus dejó cuatro dólares en la mesa y se apresuró a salir de la cafetería.

El coche era un Nissan Sentra de dos años sin placa de identificación. En la guantera había un mapa, un papel con dos direcciones y un número de teléfono, así como un segundo sobre que contenía mil dólares en billetes usados y el juego de llaves de una caravana que se encontraba en un parque cercano a Westbrook. Cyrus memorizó las direcciones y el número de teléfono, luego se deshizo del papel masticándolo hasta convertirlo en una bola húmeda y arrojándolo a un sumidero, conforme a las instrucciones que había recibido.

Por último se inclinó y rebuscó con la mano debajo del asiento del pasajero. Pasó por alto la pistola que estaba sujeta con cinta adhesiva y, en cambio, dejó que sus dedos palparan la cuchilla una y otra vez antes de llevárselos a la nariz y olisquearlos.

Limpia, pensó. Muy limpia.

Giró el coche y se dirigió al sur justo en el instante en que la voz volvía a hablarle.

¿Eres feliz, Cyrus?

Soy feliz, Leonard.

Muy feliz.

14

Me miré al espejo.

Tenía los ojos inyectados en sangre y un sarpullido rojo me atravesaba el cuello. Me sentía como si la noche anterior hubiese estado bebiendo. Andaba a trompicones y tropezaba con los muebles de la habitación. Aún tenía fiebre y cuando me tocaba el cuerpo lo notaba pegajoso. Deseaba volver a meterme en la cama y taparme hasta la cabeza, pero no podía permitirme ese lujo. En la habitación misma me preparé un café y me puse a ver las noticias. Cuando informaron de los acontecimientos de Caina, me llevé las manos a la cabeza y hasta me olvidé del café. Pasó un buen rato antes de que me sintiese lo bastante seguro como para empezar la ronda de llamadas telefónicas que debía hacer.

Según un tal Randy Burris que trabajaba en la Secretaría de Instituciones Penitenciarias de Carolina del Sur, el Centro de Detención del condado de Richland era uno de los centros acogidos a un programa social que desarrollaban algunos ex presidiarios y cuyo propósito consistía en predicar el Evangelio entre la población reclusa. Dicho programa social, llamado PYR (Perdón y Renovación) y surgido en Charleston, era similar al llamado CVD (Curación Verdadera a Través de Dios), que intentaba ayudar a los presos del norte del estado a no reincidir en el delito, para lo que se valía de la colaboración de ex delincuentes. En Carolina del Sur, casi el treinta por ciento de los diez mil presidiarios que anualmente se ponían en libertad volvían a acabar entre rejas en un plazo de tres años. Por ese motivo, al Estado le interesaba apoyar al máximo aquel programa social. El hombre que se hacía llamar Tereus -el único nombre por el que se identificó- era nuevo en PYR y, según me informó uno de los administradores -una mujer llamada Irene Jakaitis-, era el único de los miembros de esa asociación que había optado por integrarse en un programa que se desarrollaba en un sitio tan al norte como Richland. El alcaide de Richland me dijo que Tereus se había pasado la mayor parte del tiempo que estuvo en la cárcel hablando con Atys Jones. En ese momento, Tereus se alojaba en una pensión por King Street, muy cerca de la tienda de artículos religiosos llamada Wha Cha Like. Mientras buscaba trabajo, estuvo viviendo en un centro de acogida de la ciudad. La pensión se encontraba a unos cinco minutos en coche de mi hotel.

Mientras conducía por King Street, los autobuses turísticos circulaban por mi lado y las explicaciones de los guías se alzaban sobre el ruido del tráfico. King Street siempre ha sido el centro comercial de Charleston y, calle abajo del Charleston Place, hay varias tiendas bastante buenas destinadas casi exclusivamente a turistas. Pero cuando uno se dirige hacia el norte, las tiendas ofrecen artículos más útiles y los restaurantes son un poco más caseros. Se ven más caras negras y más hierbajos en las aceras. Pasé Wha Cha Like y Honest John's, una tienda de discos que es a la vez taller de reparación de televisores. Tres jóvenes blancos con uniforme gris, cadetes de la Academia Militar de Citadel, marchaban en silencio por la acera. Su existencia misma era un vestigio del pasado de la ciudad, porque Citadel debía su origen a la revuelta fallida de esclavos alentada por un joven liberto llamado Denmark Vesey para abolir la esclavitud en Charleston, así como al convencimiento de la ciudad de que era necesario proveerse de un buen arsenal para protegerse de futuras sublevaciones. Me detuve para dejarles cruzar, después giré a la izquierda en Morris Street y aparqué enfrente de una iglesia baptista. Un negro, sentado en los escalones que conducían al portal de la pensión de Tereus, me miraba mientras comía algo que parecían cacahuetes y que sacaba de una bolsa de papel de estraza. Me ofreció la bolsa mientras me acercaba a la escalera.

– ¿Quieres un goober?

– No, gracias.

El goober resultó ser una especie de cacahuete hervido con la cáscara. Lo chupas durante un tiempo y después lo cascas para abrirlo y te comes lo de dentro, que está blando y picante a causa de la cocción.

– ¿Eres alérgico?

– No.

– ¿Cuidas la línea?

– No.

– Entonces toma un maldito goober.

Hice lo que me dijo, aunque no me gustan mucho los cacahuetes. Estaba tan picante que se me saltaron las lágrimas y tuve que aspirar aire para enfriarme la boca.

– Pica -comenté.

– ¿Qué creías? Te dije que era un goober.

Me escudriñó como si yo fuera bobo. Puede que estuviera en lo cierto.

– Busco a un hombre llamado Tereus.

– No está.

– ¿Sabes dónde podría encontrarlo?

– ¿Por qué lo buscas?

Le enseñé mi identificación.

– Vienes de muy lejos -me dijo-. Muy lejos.

Aún no me había dicho dónde podría encontrar a Tereus.

– No tengo intención de perjudicarle, ni tampoco quiero causarle problemas. Él ayudó a un joven que es cliente mío. Cualquier cosa que Tereus pueda decirme significaría la vida o la muerte para ese chico.

El viejo me estudió detenidamente. No tenía dientes y se tragaba los goobers haciendo un chasquido salivoso con los labios.

– Bueno, la vida o la muerte. Eso es algo muy serio -comentó con un ligero deje burlesco. Quizá tenía motivos para reírse de mí. Pues todo lo que yo decía parecía sacado de una telenovela de sobremesa.

– ¿Crees que exagero?

– Más o menos -dijo y asintió con la cabeza.

– Bueno, aun así, se trata de un asunto bastante grave. Es importante que hable con Tereus.

El goober se ablandó lo suficiente como para morder el fruto y escupió escrupulosamente la cáscara en su mano.

– Tereus trabaja cerca de Meeting, en uno de esos bares en que las tías enseñan las tetas -me dijo con una sonrisa burlona en los labios-. Pero no se quita la ropa.

– Eso me tranquiliza.

– Limpia el local -continuó-. Es el que limpia la leche que echan los tíos.

Soltó una carcajada y se dio una palmada en el muslo, después me dijo el nombre del club: LapLand. Le di las gracias.

– No es asunto mío, pero veo que aún sigues chupando el goober -me dijo cuando estaba a punto de irme.


– Si te soy sincero, no me gustan los cacahuetes -confesé.

– Ya lo sabía. Sólo quería comprobar si eres educado y aceptas lo que te ofrecen.

Con discreción, escupí el cacahuete en mi mano y lo tiré en la papelera más cercana. Lo dejé riéndose para sus adentros.

La peña deportiva de la ciudad de Charleston había estado de celebraciones desde el día en que llegué a la ciudad. Aquel fin de semana, los Gamecocks de Carolina del Sur pusieron fin a una racha de mala suerte, que duraba ya veintiún partidos consecutivos, tras ganar al New Mexico State por 31 a 0 ante ochenta y un mil aficionados hambrientos de victoria, ya que habían pasado más de dos años desde la última vez que los Gamecocks ganaran a Ball State por 38 a 20. Incluso el quarterback del equipo, Phil Petty, que durante toda la temporada anterior no parecía capaz de capitanear ni siquiera a un grupo de ancianos en el baile de la conga, lanzó dos tiros que acabaron en ensayo, completó diez pases de un total de dieciocho intentos y avanzó ochenta y siete yardas. Los tristes garitos de striptease y los clubes para hombres de Pittsburg Avenue seguro que habían hecho su agosto durante los últimos días. Uno de los clubes ofrecía que te lavaran el coche chicas desnudas (Oye, práctico y divertido), mientras que otro intentaba captar a clientes distinguidos por el método de denegar el acceso a todo aquel que llevase vaqueros o zapatillas de deporte. No daba la impresión de que LapLand tuviese tantos escrúpulos. El aparcamiento estaba lleno de socavones cubiertos de agua. Bastantes coches se las habrían tenido que apañar para salir de allí sin dejarse una rueda en el fango. El club mismo era una mole de hormigón de una sola planta pintada con diversos tonos de azul: azul pornográfico, azul de stripper triste y azul violáceo, y en el centro tenía una puerta de acero pintada de negro. Del interior salía el sonido amortiguado de You Aint't Seen Nothin' Yet, de Bachman-Turner Overdrive. El hecho de que un grupo como ése sonara en un local de striptease había que entenderlo como un síntoma de que el negocio no iba bien.

El interior era tan oscuro como las intenciones de un donante del Partido Republicano, excepción hecha de una franja de luz rosa que alumbraba la barra y de unos focos parpadeantes que iluminaban el pequeño escenario central, donde una chica con piernas de gallina y muslos de piel de naranja agitaba sus pequeños pechos delante de un puñado de borrachos embelesados. Uno de ellos metió un dólar en una media de la bailarina y aprovechó la oportunidad para echarle mano a la entrepierna. La chica se apartó, pero nadie hizo por echarlo del local ni por darle una patada en la cabeza. Estaba claro que el LapLand alentaba más de lo debido a los clientes a mantener relaciones con las bailarinas.

Sentadas a la barra, bebiéndose un refresco con pajita, había dos mujeres que sólo llevaban un sujetador y un tanga de encaje. Mientras yo intentaba no tropezar con las mesas en la oscuridad, la mayor de ellas, una negra de pechos grandes y de piernas largas, se me acercó.

– Soy Lorelei. ¿Quieres algo, encanto?

– Un refresco y lo que tú tomes.

Le di un billete de diez dólares y se fue moviendo las caderas en atención a mí.

– Ahora mismo vuelvo -me aseguró.

Fiel a su promesa, se materializó un minuto más tarde con un refresco caliente, su copa y nada de cambio.

– Sí que es caro esto -comenté-. Quién lo hubiera imaginado.

Lorelei alargó la mano y me la puso en la cara interior del muslo. Luego deslizó los dedos a través de él, hasta que el dorso de su mano me rozó la entrepierna.

– Tienes lo que pagas -me dijo-. Después habrá más.

– Busco a una persona -le dije.

– Encanto, la has encontrado.

Lo dijo con un susurro que podría pasar por sensual tratándose de un erotismo de pago, sobre todo si te sale barato. Me dio la impresión de que el LapLand jugueteaba peligrosamente con la prostitución. Se inclinó sobre mí para que apreciara sus pechos a capricho. Pero yo, como buen boy scout, aparté la mirada y me puse a contar las botellas de licor barato y aguado que había alineadas por encima de la barra.

– No estás mirando el espectáculo -me dijo.

– Tengo la tensión alta y el médico me ha aconsejado que procure no excitarme demasiado.

Sonrió y me pasó la uña por la mano. Me dejó una marca blanca. Levanté la vista al escenario y vi a una chica desde un ángulo que incluso a su ginecólogo era probable que le resultara inédito. La dejé con lo suyo.

– ¿Te gusta? -me preguntó Lorelei, y señaló a la bailarina.

– Parece una chica divertida.

– Yo también puedo ser una chica divertida. ¿Buscas diversión, encanto?

Apretó con más fuerza el dorso de su mano contra mi entrepierna. Tosí y le aparté discretamente la mano.

– No, yo soy un chico bueno.. -Vale, pero yo soy malaaaaa.

La situación me resultaba ya un poco monótona. Lorelei parecía empeñada en darle la vuelta a todo cuanto yo decía.

– La verdad es que no soy lo que se dice un tipo divertido. No sé si me entiendes.

Fue como si sus ojos la delataran de repente. Había inteligencia en ellos: no sólo revelaban esa astucia mezquina propia de una mujer que procura ligarse a los clientes en un garito de striptease de mala muerte, sino también ingenio y vivacidad. Me preguntaba cómo era capaz de mantener aislados los dos polos de su personalidad sin que uno invadiera al otro y lo envenenara para siempre.

– Te entiendo. ¿Qué eres? No eres un poli. ¿Un agente judicial quizás, o un cobrador de morosos? Tienes toda la pinta. Debería haberlo sabido, los he visto a patadas.

– ¿Qué pinta tengo?

– La pinta de ser un pájaro de mal agüero para los pobres. -Se calló y volvió a evaluarme durante un momento-. No, pensándolo bien, me parece que eres un pájaro de mal agüero para casi todo el mundo.

– Como te decía, busco a una persona.

– Vete a tomar por culo.

– Soy detective privado.

– ¡Oh! Mira al hombre malo. No puedo ayudarte, encanto.

Hizo ademán de levantarse, pero le rodeé con suavidad la cintura y puse dos billetes de diez dólares sobre la mesa. Se detuvo e hizo señas al camarero, que había empezado a olerse algún tipo de conflicto y que ya se disponía a avisar al gorila de la puerta. Continuó sacándole brillo a los vasos, pero no apartaba los ojos de nuestra mesa.

– Vaya, dos de diez -dijo Lorelei-. Con eso podré comprarme un conjunto nuevo.

– Dos, si se trata de la clase de modelito que llevas.

No lo dije con sarcasmo, y una pequeña sonrisa suya rompió el hielo. Le enseñé mi licencia. La cogió y la examinó con atención antes de dejarla sobre la mesa.

– De Maine. Parece auténtica. Felicidades. -Iba a hacerse con los billetes, pero mi mano fue más rápida que la suya.

– No, no. Primero habla, después el dinero.

Volvió a echar un vistazo a la barra y se retrepó con desgana en la silla. Sus ojos parecían taladrarme el dorso de la mano para ver los billetes que tenía debajo de ella.

– No he venido para causar problemas, sólo quiero hacer algunas preguntas. Estoy buscando a un tipo llamado Tereus. ¿Sabes si está ahora aquí?

– ¿Para qué lo buscas?

– Ayudó a un cliente mío y quiero darle las gracias.

Se rió sin ganas.

– Sí, claro. Si tienes una recompensa, puedes dármela a mí. Yo se la daré. Mira, tío, no me jodas. Puede que esté aquí sentada enseñando las tetas, pero no me tomes por tonta.

Me recliné en la silla.

– No creo que seas tonta, y te estoy diciendo la verdad: Tereus ayudó a mi cliente. Habló con él en la cárcel y sólo quiero saber por qué lo hizo.

– Porque ha encontrado al Señor, ésa es la razón. Incluso intentó convertir a algunos de los puteros que vienen por aquí, hasta que Handy Andy lo amenazó con abrirle la cabeza.

– ¿Handy Andy?

– El encargado de este sitio. -Hizo un gesto con la mano que simulaba una colleja-. ¿Me entiendes?

– Te entiendo.

– ¿Vas a causarle más problemas a ese hombre? Ha sufrido lo suyo. No necesita más.

– No habrá más problemas. Sólo quiero charlar.

– Entonces dame los veinte dólares. Sal afuera y espera detrás. Enseguida se reunirá contigo.

Por un momento, le mantuve la mirada e intenté averiguar si mentía, y, aunque no estaba del todo seguro, solté los billetes. Los agarró, se los metió dentro del sujetador y se fue. Vi que intercambiaba unas palabras con el camarero. Después salió por una puerta que tenía un rótulo que rezaba SÓLO BAILARINAS E INVITADOS. Sabía lo que había detrás: un camerino sucio, un cuarto de baño con la cerradura rota y un par de habitaciones equipadas sólo con sillas, con algunos condones y con una caja de pañuelos de papel. Después de todo, quizá no fuese tan inteligente.

La bailarina que estaba en el escenario terminó su número, recogió la ropa interior y se dirigió a la barra. El camarero anunció a la siguiente bailarina y apareció una niña bajita que tenía el pelo moreno y la piel cetrina. Aparentaba dieciséis años. Uno de los borrachos dio alaridos de placer en el mismo momento en que Britney Spears cantaba que la golpearan una vez más.

Había empezado a llover. La lluvia distorsionaba la silueta de los coches y la gama de colores del cielo se reflejaba en los charcos. Di la vuelta al local hasta llegar a un contenedor de escombros que estaba medio lleno de basura y rodeado de barriles de cerveza vacíos y montones de cajas de botellas también vacías. Oí pasos a mi espalda y, cuando me volví, me topé con un hombre que desde luego no era Tereus. El tipo medía más de metro noventa y era fornido como un jugador de rugby. Tenía la cabeza rapada y en forma de huevo, y los ojos pequeños. Estaría a punto de cumplir los treinta. Un pendiente de oro brillaba en su oreja izquierda y lucía una alianza en uno de sus grandes dedos. El resto quedaba oculto bajo una ancha sudadera azul y un pantalón de chándal gris.

– Quienquiera que seas, te doy diez segundos para sacar el culo de mi propiedad -me amenazó.

Suspiré. Estaba lloviendo y no llevaba paraguas. Ni siquiera llevaba chaqueta. Me encontraba en el aparcamiento de un garito de striptease de tercera categoría, amenazado por un maltratador de mujeres. Dadas las circunstancias, sólo podía hacer una cosa.

– Andy -le dije-. ¿No te acuerdas de mí?

Frunció el ceño. Di un paso adelante con las manos abiertas y le propiné una patada, todo lo fuerte que pude, en la entrepierna. No emitió ningún sonido, aparte de la ráfaga de aire y saliva que salió de su boca mientras se desplomaba. Acabó apoyando la cabeza en la grava y le vinieron arcadas.

– Ahora sí que no volverás a olvidarme.

Se le notaba el bulto de una pistola en la espalda y se la quité. Era una Beretta de acero inoxidable. Daba la impresión de que nunca la había usado. La arrojé al contenedor de escombros, ayudé a Handy Andy a ponerse de pie y lo dejé apoyado contra la pared, con la cabeza calva moteada de gotas de lluvia y los pantalones del chándal empapados de agua sucia desde la rodilla hasta el tobillo. Cuando se hubo recuperado un poco, apoyó las manos en las rodillas y me miró.

– ¿Quieres intentarlo de nuevo? -me susurró.

– Ni loco -le respondí-. Sólo funciona la primera vez.

– ¿Qué haces cuando te piden un bis?

Saqué la gran Smith 10 de la funda y dejé que le echase un buen vistazo.

– Un bis. Cae el telón. El teatro se cierra.

– Un gran hombre con una pistola.

– Lo sé. Mírame.

Intentó erguirse, pero se lo pensó mejor y continuó con la cabeza gacha.

– Mira -le dije-, esto no tiene por qué resultar difícil. Hablo y me voy. Fin de la historia.

Meditó por un instante.

– ¿Tereus?

Parecía tener dificultades al hablar. Me pregunté si no le habría pateado demasiado fuerte.

– Tereus -le confirmé.

– ¿Eso es todo?

– Ajá.

– ¿Y luego te irás y no volverás nunca más?

– Es probable.

Se dirigió tambaleándose a la puerta trasera. La abrió. El volumen de la música subió de inmediato, para bajar al instante de nuevo. Di un silbido para que se detuviera y le mostré la Smith.

– Sólo tienes que llamarlo -le dije-. Luego vete a dar una vuelta -y le señalé por donde Pittsburg se perdía entre almacenes y extensiones de hierba-. Por allí.

– Está lloviendo.

– Escampará.

Handy Andy movió la cabeza con fastidio y gritó en la oscuridad:

– ¡Tereus, mueve el culo y ven aquí!

Sostuvo la puerta hasta que en el escalón apareció un hombre delgado. Tenía el pelo negroide y la piel de un verde oliva oscuro. Resultaba casi imposible adivinar su raza, pero la llamativa combinación de rasgos indicaba que pertenecía a uno de esos extraños grupos étnicos que parecían proliferar en el sur: tal vez un brass ankle, o quizás un melungeon de los Apalaches, gente sin un color definido, con mezcla de sangre negra, india, británica e incluso portuguesa, con un toque turco, según dicen, para complicar aún más las cosas. Una estrecha camiseta blanca marcaba los largos y delgados músculos de sus brazos y la curva de sus pectorales. Debía de tener al menos cincuenta años y era más alto que yo, pero no andaba encorvado ni mostraba señales de debilidad ni decrepitud, aparte de las gafas de cristales ahumados que llevaba. Tenía los vaqueros arremangados hasta casi la mitad de las pantorrillas y llevaba sandalias de plástico. En la mano traía una fregona que desprendía un hedor que llegó a donde yo estaba. Incluso Handy Andy dio un paso atrás.

– ¿Otra vez esa maldita fregona?

Tereus asintió con la cabeza. Miró a Andy, luego a mí y de nuevo a Andy.

– Este tipo quiere hablar contigo. No tardes mucho.

Me eché a un lado cuando Andy se dirigió hacia mí con lentitud para enfilar la carretera. Sacó del bolsillo un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo mientras se alejaba pesaroso, con el pitillo dentro de la mano ahuecada para protegerlo de la lluvia.

Tereus bajó el escalón y pisó el asfalto, que parecía picado de viruelas de tantos agujeros como habían en él. Daba la impresión de estar tranquilo, casi ausente.

– Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado.

Le tendí la mano pero no me la estrechó. A modo de disculpa, señaló la fregona.

– No querrá que le dé ahora la mano, ¿verdad, señor?

Señalé sus pies con un ademán.

– ¿Dónde cumpliste condena?

Tenía marcas alrededor de los tobillos, escoriaciones circulares, como si la piel se le hubiese decapado hasta tal punto que jamás volvería a recobrar su antigua lisura. Yo sabía qué significaban aquellas marcas. Sólo unos grilletes podían dejar unas marcas de ese tipo.

– En Limestone -contestó con voz apagada.

– Alabama. Mal sitio para cumplir condena.

Ron Jones, delegado de prisiones en Alabama, reinstauró el encadenamiento en 1996. Los presos pasaban diez horas diarias, cinco días a la semana, picando piedras a temperaturas superiores a los cuarenta grados centígrados y de noche los hacinaban en el pabellón 16, un establo superpoblado, construido originariamente para albergar a doscientos, aunque en realidad albergaba a cuatrocientos. Lo primero que hacía un preso encadenado era quitarse los cordones de las botas y atarlos alrededor del grillete para evitar que el metal le rozase los tobillos. Pero alguien le había quitado los cordones a Tereus y durante mucho tiempo estuvo sin ellos, el tiempo suficiente para que le quedaran en la piel aquellas cicatrices indelebles.

– ¿Por qué te quitaron los cordones?

Se miró los pies.

– Me negué a trabajar encadenado -me dijo-. Yo podía ser un preso y hacer faenas de preso, pero no era un esclavo. Me amarraban a un poste, a pleno sol, desde las cinco de la mañana hasta el atardecer. Tenían que llevarme a rastras al 16. Lo soporté durante cinco días. No podía más. Para recordarme lo que había hecho, el carcelero me quitó los cordones. Eso fue en 1996. Me dejaron en libertad provisional hace unas semanas, así que he estado mucho tiempo sin cordones.

Hablaba de un modo inexpresivo, aunque sin dejar de toquetearse una cruz que llevaba alrededor del cuello. Era una réplica de la que le había dado a Atys Jones. Me preguntaba si la suya también ocultaba una cuchilla.

– Trabajo para un abogado. Se llama Elliot Norton y representa a un joven que conociste en Richland: Atys Jones.

Cuando mencioné a Atys, Tereus cambió de actitud. Una actitud que me recordó a la de la mujer del club cuando tuvo claro que no estaba dispuesto a pagar por sus servicios. Aunque acabé pagando de todas formas.

– ¿Conoces a Elliot Norton? -le pregunté.

– He oído hablar de él. Usted no es de por aquí, ¿verdad?

– No, soy de Maine.

– Eso queda muy lejos. ¿Cómo es que ha acabado trabajando en el sur?

– Elliot Norton es amigo mío y nadie más parecía interesado en involucrarse en este caso.

– ¿Sabe usted dónde está el chico?

– Está a salvo.

– No, no lo está.

– Le diste una cruz como la que llevas.

– Hay que tener fe en el Señor. El Señor nos protege.

– He visto la cruz. Parece que has decidido echarle una mano al Señor.

– La cárcel es un lugar peligroso para un joven.

– Por ese motivo lo hemos sacado.

– Deberían haberlo dejado allí.

– Allí no podíamos protegerlo.

– No pueden protegerlo en ningún sitio.

– Entonces, ¿qué sugieres?

– Entréguemelo.

Le di una patada a un guijarro y observé cómo rebotaba en un charco. Vi cómo mi reflejo, deformado ya por la lluvia, se ondulaba aún más, y durante un momento desaparecí en las oscuras aguas: mis propios fragmentos se perdían en sus confines más remotos.

– Creo que sabes que eso es imposible, pero me gustaría saber por qué fuiste a Richland. ¿Fuiste allí para hablar con Atys?

– Conocí a su madre y a su tía. Vivía cerca de ellas en la ribera del Congaree.

– Desaparecieron.

– Exacto.

– ¿Tienes idea de qué les ocurrió?

No me contestó. Soltó la cruz y se acercó a mí. No retrocedí. No me sentía amenazado por aquel hombre.

– Usted preguntaba por una persona viva, ¿no es así, señor?

– Supongo que sí.

– ¿Qué le ha preguntado al señor Norton?

Esperé. Había algo en todo aquello que yo no alcanzaba a comprender, algo que desconocía y que Tereus estaba intentando decirme.

– ¿Qué debería preguntarle?

– Debería preguntarle qué les pasó a la madre y a la tía del chico.

– Desaparecieron. Me enseñó los recortes de los periódicos.

– Es posible.

– ¿Crees que están muertas?

– Va por el camino equivocado, señor. Quizás estén muertas, pero no han desaparecido.

– No comprendo.

– Quizás estén muertas -repitió-, pero no han salido del Congaree.

Negué con la cabeza. Era la segunda vez en menos de veinticuatro horas que me hablaban de los fantasmas de la ciénaga del Congaree. Pero los fantasmas no destrozan con piedras la cabeza de las jóvenes. En torno a nosotros, la lluvia había cesado y el aire parecía más fresco. A mi izquierda, vi que Handy Andy se aproximaba por la carretera. Me echó un vistazo, se encogió resignadamente de hombros, encendió otro cigarrillo y volvió sobre sus pasos.

– ¿Ha oído hablar del Camino Blanco, señor?

Distraído por un momento a causa de Andy, casi me di de narices con Tereus. Su respiración olía a canela. De forma instintiva, me separé de él.

– No. ¿Qué es eso?

Volvió a mirarse una vez más los pies y las marcas de los tobillos.

– El quinto día que me ataron al poste vi el Camino Blanco. El asfalto relucía y después era como si alguien hubiese vuelto el mundo del revés. La oscuridad se hizo luz, lo negro se volvió blanco. Y yo veía el camino ante mí, y a los hombres que seguían picando piedras, y a los carceleros armados que escupían el tabaco mascado.

Hablaba como un predicador del Antiguo Testamento, con la mente repleta de visiones y casi enloquecido por las horas pasadas bajo el sol abrasador, con el cuerpo desvanecido en el poste de madera y la piel desgarrada por las ataduras.

– … Y también vi a los otros -prosiguió-. Vi figuras que se movían entre ellos, figuras de mujeres y de niñas, de jóvenes y de ancianos, y figuras de hombres con sogas alrededor del cuello y con balazos en el cuerpo. Vi a soldados y a los jinetes de la noche, y a mujeres vestidas con trajes muy hermosos. Los vi a todos, señor, a los vivos y a los muertos, todos juntos por el Camino Blanco. Creemos que se han ido, pero aún esperan. Todo el tiempo están a nuestro lado, y no descansan hasta que se hace justicia. Señor, ése es el Camino Blanco. Es el lugar donde se hace justicia, donde los vivos y los muertos caminan juntos.

A continuación se quitó las gafas de cristales ahumados y me di cuenta de que algo se había transformado en sus ojos, debido tal vez a la exposición al sol. El azul brillante de las pupilas había perdido intensidad y el iris estaba recubierto de blanco, como si le hubieran tejido en ellos una tela de araña.

– Aún no lo conoce -susurró-, pero usted camina ahora por el Camino Blanco, y será mejor que no se salga de él, porque las cosas que le esperan a uno en el bosque son mucho peores de lo que pueda imaginar.

Todo aquello no me servía de nada. Quería saber más cosas acerca de las hermanas Jones, y también las razones que tenía Tereus para acercarse a Atys. Pero, por lo menos, Tereus estaba hablando.

– ¿También has visto esas cosas que hay en el bosque?

Por un momento pareció estudiarme. Supuse que estaría calibrando si intentaba mofarme de él, pero me equivoqué.

– Las he visto -me dijo-. Eran como ángeles negros.

No me diría nada más, al menos nada que pudiera resultarme útil. Había conocido a la familia Jones, había visto crecer a las niñas, cómo Addy se quedaba embarazada a los dieciséis años de un vagabundo que se tiraba también a su madre y cómo daba a luz a los nueve meses a Atys. El nombre del vagabundo era Davis Smoot. Sus amigos lo llamaban el Botas, por las botas vaqueras de piel que le gustaba llevar. Pero eso yo ya lo sabía, porque Randy Burris me había puesto al tanto cuando me dijo que Tereus había pasado casi veinte años en Limestone por asesinar a Davis Smoot en un bar de Gadsden.

Handy Andy venía ya de vuelta y esa vez no parecía que tuviese la intención de darse otro largo paseo. Tereus recogió la fregona y el cubo para volver al trabajo.

– Tereus, ¿por qué mataste a Davis Smoot?

Me preguntaba si mostraría una expresión de remordimiento, o si me diría que ya no era el mismo hombre que le quitó la vida a otro, pero no hizo el menor intento de justificar su crimen como un error del pasado.

– Le pedí ayuda y me la negó. Empezamos a discutir y me amenazó con un cuchillo. Entonces lo maté.

– ¿Qué tipo de ayuda le pediste?

Tereus levantó la mano y la movió en señal de negación.

– Eso queda entre él, yo y Dios. Pregúntele al señor Norton. Quizá le diga por qué andaba yo buscando al viejo Botas.

– ¿Le dijiste a Atys que tú mataste a su padre?

Negó con la cabeza.

– ¿Por qué iba a hacer semejante tontería?

Volvió a ponerse las gafas, que ocultaban aquellos ojos dañados, y me dejó solo bajo la lluvia.

15

Aquella tarde llamé a Elliot desde la habitación del hotel. Me dio la impresión de que estaba cansado, pero no me compadecía de él.

– ¿Has tenido un mal día en el bufete?

– Estoy deprimido. ¿Y tú qué tal?

– Sólo un mal día.

No le comenté a Elliot nada acerca de Tereus, sobre todo porque no le había sonsacado nada de utilidad. Pero había comprobado las declaraciones de dos testigos más después de irme del LapLand. Una era la de un primo segundo de Atys, un hombre temeroso de Dios que no aprobaba el estilo de vida de Atys, como tampoco el de su madre ni el de su tía desaparecidas, pero al que le gustaba rondar por los garitos para regalarse algo con lo que poder sentirse ofendido. Un vecino me dijo que lo más probable era que hubiese vuelto al Swamp Rat, y allí lo encontré. Recordaba que Atys y Marianne salieron del bar y que él se encontraba todavía allí, rezando por todos los pecadores, sentado frente a una bebida doble, cuando Atys volvió a aparecer con las manos y la cara manchadas de sangre y de polvo.

El Swamp Rat estaba al final de Cedar Creek Road, cerca del límite del Congaree. Era un bar horroroso tanto por dentro como por fuera. Una monstruosidad de ladrillo de cenizas y de hierro ondulado, aunque tenía una buena gramola y era el tipo de local donde a los niños ricos les gustaba parar cuando querían flirtear con el peligro. Me dirigí a la arboleda y encontré el pequeño claro del bosque donde Marianne había muerto. Aún colgaban de los árboles las cintas con que se precintó la escena del crimen, pero no había ninguna otra señal que indicase que había muerto allí. Oía cómo fluían las cercanas aguas del Cedar Creek. Durante un rato, seguí el curso de aquellas aguas hacia el oeste. Luego volví hacia el norte con la intención de retomar el camino de vuelta al bar. Pero, en lugar de eso, me encontré ante una alambrada oxidada que, de tramo en tramo, tenía colgado el letrero de PROPIEDAD PRIVADA y anunciaba que la finca pertenecía a «Minas Larousse Sociedad Anónima». A través de la alambrada vi árboles caídos, socavones y vetas que parecían ser de piedra caliza. Ese tramo de la llanura costera estaba plagado de yacimientos de piedra caliza. En algunas zonas, las aguas ácidas del subsuelo se habían filtrado a través de la piedra caliza, habían provocado una reacción química, y la habían disuelto. El resultado era el característico paisaje kárstico, con hundimientos, pequeñas cuevas y ríos subterráneos.

Seguí el trazado de la alambrada durante un trecho, pero no encontré ningún hueco por el que colarme. Empezó a llover de nuevo, y cuando regresé al bar estaba empapado. El camarero no sabía mucho sobre aquella finca de los Larousse, excepto que creía recordar que iban a convertirla en una cantera y que, como ese proyecto nunca se llevó a cabo, el Gobierno había hecho varias ofertas a los Larousse para que la vendiesen, pues tenía intención de ampliar el parque estatal, aunque la familia Larousse nunca las habían tenido en cuenta.

El otro testigo era una mujer llamada Euna Schillega, que estaba jugando al billar en el Swamp Rat cuando entraron Atys y Marianne. Recordaba el insulto racista dirigido a Atys y confirmó la hora a la que llegaron y la hora a la que se fueron. Lo sabía porque, bueno, con el hombre con el que jugaba al billar era con el que se veía a espaldas de su marido, ya sabes a lo que me refiero, cariño, y no paraba de mirar el reloj para estar segura de la hora que era, ya que quería llegar a casa antes de que su marido terminase su turno de trabajo. Euna tenía el cabello largo y teñido del color de la mermelada de fresa, y sobre la cintura del vaquero desteñido le colgaba un michelín. Estaba despidiéndose de la cuarentena, pero se veía a sí misma con la mitad de años y el doble de guapa de lo que era.

Euna trabajaba a tiempo parcial de camarera en un bar cerca de Horrel Hill. En una esquina había sentados un par de militares de Fort Jackson, bebiendo cerveza y sudando un poco a causa del calor. Estaban sentados lo más cerca posible del aire acondicionado, pero éste era casi tan viejo como Euna. A los chicos del ejército les hubiera traído más cuenta soplar la boca de las botellas frías para refrescarse entre sí.

Euna era la más servicial de todos los testigos con los que había hablado hasta aquel momento. Quizá se debió a que estaba aburrida y que le procuré un poco de distracción. No la conocía de nada, y no imaginaba siquiera que llegase a conocerla, pero supuse que para ella el jugador de billar también fue una distracción, la más reciente de una larga serie de distracciones. A Euna se le notaba cierta ansiedad, una especie de avidez errática alimentada por la frustración y la decepción. Esa avidez se manifestaba en su forma de hablar, en la lentitud con que paseaba la mirada por mi cara y mi cuerpo, como si estuviese calculando qué partes usar y cuáles desechar.

– ¿Habías visto alguna vez a Marianne en el bar antes de aquella noche? -le pregunté.

– Un par de veces. También la vi en éste. Era una niña rica, pero le gustaba visitar los barrios bajos de vez en cuando.

– ¿Con quién venía?

– Con otras chicas ricas, y a veces con chicos ricos.

Le dio un ligero escalofrío. Tal vez de repugnancia, o tal vez de algo más agradable.

– Hay que vigilarles las manos. Esos chicos se creen que con el dinero compran la cerveza y que con la propina compran los derechos sobre la mina, ya me entiendes.

– Y supongo que no es así.

Al recordar viejos apetitos le brillaron los ojos, pero el brillo se difuminó cuando rememoró el deseo saciado. Dio una larga calada al cigarrillo.

– No siempre.

– ¿La viste alguna vez con Atys Jones antes de aquella noche?

– Una vez, pero no aquí. Éste no es un sitio de esos. Fue en el Swamp Rat. Ya te he dicho que voy allí muy a menudo.

– ¿Qué impresión te dieron?

– No se estaban tocando ni nada por el estilo, pero te puedo asegurar que estaban juntos. Supongo que otra gente podría decirte lo mismo…

Esas últimas palabras quedaron suspendidas en el aire.

– ¿Hubo algún problema?

– Aquella noche no. Fue otra que volvió por aquí y su hermano vino a buscarla. -De nuevo le entró un escalofrío, pero esa vez no cabía duda de qué lo había provocado.

– ¿No te cae bien su hermano?

– No lo conozco.

– ¿Pero?

Con aire despreocupado echó una mirada alrededor y se acercó a mí inclinándose sobre la barra. La blusa se le abrió un poco y dejó al descubierto el movimiento de sus pechos, que presentaban una piel completamente lisa, sin ningún tipo de mancha.

– Los Larousse dan trabajo a mucha gente de aquí, pero eso no significa que nos caigan bien, y Earl Jr., menos todavía. Tiene un no sé qué, como…, como de marica, pero no de marica. No me malinterpretes, me gustan todos los hombres, incluso aquellos a los que no les gusto yo, ya sabes, físicamente y todo eso, pero no me gusta Earl Jr. Tiene algo que no me gusta.

Le dio otra calada al cigarrillo. Después de tres chupadas casi lo había terminado.

– ¿Así que Earl Jr. entró en el bar buscando a Marianne?

– Exacto. La agarró por el brazo e intentó llevársela. Ella le dio una bofetada y entonces apareció otro tipo y se las arreglaron para sacarla de aquí entre los dos.

– ¿Recuerdas cuándo pasó?

– Sería una semana antes de que la matasen.

– ¿Crees que sabían algo de su relación con Atys Jones?

– Ya te he dicho que lo sabía más gente. Y si lo sabía más gente, al final llegaría a oídos de la familia.

La puerta se abrió y entró un grupo de hombres dando gritos y carcajadas. Comenzaba el ajetreo vespertino.

– Tengo que irme, encanto -me dijo Euna. Ya antes se había negado a firmar una declaración escrita.

– Una última pregunta: ¿reconociste al hombre que estaba con Earl Jr. aquella noche?

Lo pensó durante un momento.

– Seguro. Ha venido por aquí una o dos veces. Es un mierda. Se llama Landron Mobley.

Le di las gracias y dejé un billete de veinte sobre la barra para pagar mi zumo de naranja y su tiempo. Me brindó la mejor de sus sonrisas.

– No te lo tomes a mal, encanto -me dijo Euna cuando me levanté para marcharme-, pero el chico ese al que intentas ayudar se merece lo que le va a caer encima.

– Parece que mucha gente opina lo mismo.

Exhaló una larga bocanada de humo, echando hacia delante el labio inferior. Lo tenía un poco hinchado, como si se lo hubieran golpeado hacía poco. Me quedé mirando cómo se volatizaba el humo.

– Violó y asesinó a esa muchacha -continuó Euna-. Sé que tienes que hacer lo que estás haciendo, preguntar y todo lo demás, pero espero que no descubras nada que pueda dejar libre al chico.

– ¿Incluso si descubro que es inocente?

Levantó el pecho de la barra y desmenuzó el cigarrillo en un cenicero.

– Encanto, no hay nadie inocente en este mundo, excepto los bebés, y algunas veces dudo incluso de eso.

Por teléfono, le conté a Elliot la conversación que había mantenido con Euna.

– Quizá deberías hablar con Mobley cuando lo encuentres, para ver qué sabe.

– Si puedo dar con él.

– ¿Crees que ha volado?

Hubo un silencio.

– Espero que haya volado -me dijo Elliot, pero cuando le pedí que me explicara lo que quería decir, empezó a reírse-. Quiero decir que si su caso va a juicio, Landron se expondría a pasar una larga temporada en la cárcel. En términos legales, Landron está jodido.

Pero no era eso lo que quería decir.

Eso no era en absoluto lo que quería decir.


Me duché y cené en la habitación. Llamé a Rachel y hablé con ella durante un rato. MacArthur había cumplido su promesa de pasarse por allí con regularidad y el Klan Killer se quitaba de en medio cuando los polis la visitaban. Si bien Rachel no me había perdonado del todo por haberle endosado a aquel tipo, me daba la impresión de que la compañía la tranquilizaba. Además era un tipo limpio y no dejaba la tapa del váter levantada, dos factores que tendían a influir mucho en las opiniones que Rachel se formaba de la gente. MacArthur había planeado salir con Mary Mason aquella noche y le había prometido a Rachel tenerla al tanto. Le dije que la quería, y ella me dijo que si la quería que le llevase bombones a mi regreso. A veces Rachel tenía cosas de niña.

Después de hablar con Rachel, llamé para saber cómo se encontraba Atys. Contestó la mujer y me dijo, hasta donde pude entenderla, que era un «spile chile. Uh yent ha no mo'pashun wid'um». [«Un niño mimado. Ya no tengo paciencia para bregar con él.»] Estaba claro que mostraba menos compasión ante la grave situación de Atys que su marido. Le pedí que me pasara con Atys. Unos segundos más tarde, oí pasos y se puso al teléfono.

– ¿Cómo estás? -le pregunté.

– Bien, supongo. -Bajó la voz-. La vieja me está matando. Es brutal.

– Sólo tienes que ser amable con ella. ¿Hay algo más que quieras contarme?

– No. Te conté lo que puedo contarte.

– ¿Y todo lo que sabes?

Tardó tanto en contestar, que creí que había colgado el teléfono y se había marchado. Por fin habló.

– ¿Has sentido alguna vez como si te hubiesen vigilado durante toda tu vida, como si siempre hubiese alguien a tu lado, alguien a quien no ves la mayor parte del tiempo, aunque sabes que está ahí?

Me acordé de mi mujer y de mi hija, de la presencia de ambas en mi vida después de que muriesen, de las figuras y de las sombras vislumbradas en la oscuridad.

– Creo que sí -le contesté.

– La mujer. Con ella me pasa eso. La he visto durante toda mi vida, así que no sé si es un sueño o no, pero está ahí. Sé que está ahí, aunque nadie más la vea. Eso es todo lo que sé. No me preguntes más.

Cambié de tema.

– ¿Has tenido alguna vez un encontronazo con Earl Larousse Jr.?

– No, nunca.

– ¿Y con Landron Mobley?

– Me dijeron que andaba buscándome, pero no dio conmigo.

– ¿Sabes por qué te buscaba?

– Para darme una paliza de muerte. ¿Para qué crees que va a buscarme él perro de Earl Jr.?

– ¿Trabaja Mobley para Larousse?

– No trabaja para él, pero cuando necesita que alguien le haga un trabajo sucio recurre a Mobley. Mobley también tiene amigos, gente peor que él.

– ¿Como quiénes?

Le oí tragar saliva.

– Como ese tipo de la tele -me dijo-. El tipo del Klan. Bowen.

Aquella noche, muy al norte, el predicador Faulkner estaba tumbado despierto en la cama de su celda, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, oyendo los ruidos nocturnos de la prisión: los ronquidos, los gritos de los durmientes que tienen problemas para conciliar el sueño, los pasos de los guardias, los sollozos. Ya no le impedían dormir, como le ocurría antes. Aprendió muy pronto a ignorarlos o a relegarlos, en el peor de los casos, a la categoría de ruido ambiental. En aquellos momentos podía dormir a voluntad, pero esa noche sus pensamientos estaban en otra parte, como lo habían estado desde que pusieron en libertad al hombre llamado Cyrus Nairn. Así que yacía inmóvil en la litera. Esperando.


– ¡Quitádmelas! ¡Quitádmelas!

Dwight Anson, el guardia de prisiones, se despertó en su cama dando patadas y tirones a las sábanas. La almohada estaba empapada de sudor. Saltó de la cama y se frotó el cuerpo desnudo, intentando quitarse las criaturas que notaba que le recorrían el pecho. A su lado, Aileen, su mujer, alargó la mano y encendió la lámpara de la mesilla de noche.

– ¡Por Dios! Otra vez estás soñando -le dijo-. Es sólo un sueño.

Anson tragó saliva e intentó aplacar los latidos de su corazón, pero se estremeció de nuevo y, sin motivo alguno, empezó a frotarse las manos y el pelo.

Era el mismo sueño de la noche anterior, en el que arañas corrían por su piel y le picaban mientras él estaba encerrado dentro de una bañera mugrienta en mitad de un bosque. A medida que las arañas le picaban, la piel se le pudría y la carne se le desprendía en pedacitos, dejándole agujeros grises en el cuerpo. Y, mientras tanto, un extraño le observaba desde la oscuridad, un hombre pelirrojo y demacrado que tenía unos dedos largos y pálidos. Pero el hombre estaba muerto: a la luz de la luna, Anson podía verle el cráneo destrozado y la cara ensangrentada. Por lo demás, los ojos se le colmaban de placer al presenciar cómo sus mascotas devoraban al hombre atrapado.

Anson se llevó las manos a las caderas y sacudió la cabeza.

– Dwight, vuelve a la cama -le dijo su mujer, pero él no se movió, y, después de unos segundos, Aileen, con la desilusión reflejada en los ojos, se dio la vuelta e intentó reconciliar el sueño. Anson casi llegó a tocarla, aunque al final se contuvo. No quería tocarla. La niña que él quería tocar había desaparecido.

Marie Blair se había esfumado la noche anterior, cuando volvía a casa después de terminar su trabajo en la heladería Dairy Queen, y desde entonces nadie la había visto ni sabía nada de ella. A veces, Anson esperaba que la policía fuese a buscarlo. Nadie estaba al tanto de lo suyo con Marie, o al menos eso pensaba, pero siempre quedaba la posibilidad de que ella se hubiese ido de la lengua con alguna de las burras de sus amigas y que, cuando la policía fuera a interrogarla, mencionara su nombre. Pero hasta el momento no había ocurrido nada. La mujer de Anson lo había notado inquieto y sabía que algo le preocupaba, pero no le había dicho nada al respecto, y eso a él le convenía. Estaba preocupado por la niña. Quería que regresara, tanto por razones egoístas como por la seguridad de ella.

Anson dejó a su mujer en la cama y bajó las escaleras para ir a la cocina. Cuando abrió la puerta del frigorífico para coger el tetrabrik de leche, notó una ráfaga de aire frío en la espalda y, casi al mismo tiempo, oyó batir la mosquitera contra el marco de la puerta.

La puerta de la cocina estaba abierta de par en par. Supuso que el viento la había abierto, aunque pensó que era poco probable. Aileen se había ido a la cama después que él y siempre se aseguraba de que todas las puertas estuviesen cerradas con llave. Jamás se olvidaba de hacerlo. También se preguntaba cómo es que no había oído el batir de la mosquitera, ya que el ruido más insignificante lo despertaba. Con cautela, dejó el tetrabrik de leche y aguzó el oído, pero no oyó nada. Le llegaba de fuera el susurro del viento soplando en los árboles y el ruido distante de los coches.

Anson tenía una Smith & Wesson 60 en el cajón de la mesilla de noche. Por un momento barajó la opción de subir por ella, pero al final decidió que no. En vez de eso, se hizo con un cuchillo de trinchar carne y se dirigió a la puerta sin hacer ruido. Echó un vistazo primero a la derecha y después a la izquierda para asegurarse de que no había nadie fuera, y de un empujón abrió la puerta. Salió al porche y comprobó que en el jardín no había nadie, sólo la extensión de césped y, al fondo, la hilera de árboles que había plantado para aislar la casa de la carretera. La luna brillaba detrás de él, reflejando la silueta de la casa.

Anson bajó al jardín y echó a andar por el césped.

Una figura, oculta bajo la escalera del porche, salió de su escondite. Debido al viento, no se oían sus pasos y la sombra negra de la casa hacía imperceptible su presencia. Anson no se percató de nada hasta que le agarró el brazo y notó una presión en torno al cuello. Luego sintió un raudal de dolor y vio cómo la sangre estallaba en la noche. El cuchillo se le cayó. Se dio la vuelta presionando inútilmente la herida del cuello con la mano izquierda. Las piernas se le debilitaron y cayó de rodillas. La sangre era menos abundante a medida que se acercaba el momento de su muerte.

Anson levantó los ojos hacia los de Cyrus Nairn, y luego vio el anillo que tenía en la palma de la mano. Era el anillo de granates que le había regalado a Marie cuando cumplió quince años. Lo habría reconocido en cualquier sitio, pensó, incluso si no hubiese estado, como era el caso, en el mutilado dedo índice de Marie. A continuación, las piernas de Anson empezaron a sacudirse de forma descontrolada y Cyrus Nairn se dio la vuelta. La luz de la luna brillaba en el cuchillo del asesino mientras se encaminaba a la casa. Anson se convulsionó y, por fin, murió en el mismo instante en que Nairn concentraba sus pensamientos en la entonces dormida Aileen Anson y en el lugar que le tenía reservado.

Y, en su celda de la prisión de Thomaston, Faulkner cerraba los ojos y caía en un sueño profundo en el que no había sueños.

16

El cementerio Magnolia está al final de Cunnington Street, al oeste de Meeting. Cunnington Street es en realidad una sucesión de cementerios: allí están los cementerios de la Old Methodist, la Friendly Union Society, la Brown Fellowship, la Humane and Friendly y la Unity and Friendship. Unos están mejor conservados que otros, pero todos sirven para lo mismo: para preservar a los muertos. Allí acaban tanto los ricos como los pobres, y todos engordando a los gusanos.

Los muertos están esparcidos por todo Charleston y sus restos descansan bajo los pies de los turistas y de los juerguistas. Los cuerpos de los esclavos los recubren ahora los aparcamientos y las tiendas de alimentación, y el cruce de Meeting con Water señala la ubicación del viejo cementerio, donde sepultaban a los piratas de Carolina después de ser ejecutados. Antes era la zona que marcaba la línea de la bajamar de los pantanos, pero la ciudad se ha expandido tanto que ya nadie se acuerda de los ahorcados, cuyos huesos están triturados por los cimientos de las mansiones y por las calles colindantes.

Pero en los cementerios que hay en Cunnigton Street a los muertos se les recuerda, aunque sea de manera ocasional, y, entre ellos, el cementerio más grande es el Magnolia. Los peces saltan en las aguas del lago, observados desde los juncos por las perezosas garzas reales y los tántalos americanos de plumaje blanco y gris, y un cartel advierte de que se multará con doscientos dólares a quien dé de comer a los caimanes. Manadas de gansos curiosos atestan la estrecha calzada que conduce a las oficinas de la Magnolia Cemetery Trust. Árboles de hoja perenne y arrayanes sombrean las lápidas, y entre los encinos laurel, invadidos de líquenes sanguinolentos, los chillidos de los pájaros.

Un hombre llamado Hubert ha estado viniendo aquí durante dos años. A veces, decide dormir entre los monumentos funerarios, provisto de un pan de centeno y de una botella para solazarse. Conoce las veredas del cementerio, así como los movimientos de los plañideros y del personal de mantenimiento. No sabe si toleran su presencia o si, por el contrario, la ignoran, pero eso a él le trae sin cuidado. Hubert guarda las distancias y procura molestar lo menos posible, con la esperanza de que nada altere su tranquila existencia. Los caimanes le han dado uno o dos sustos, pero nada más que eso, aunque se trata de animales lo suficientemente peligrosos como para andarse con mucho ojo con ellos, y si no que se lo pregunten a Hubert.

Hubert tuvo una vez un trabajo, una casa y una mujer, hasta que perdió el trabajo y luego, en un abrir y cerrar de ojos, perdió también la casa y la mujer. Durante un tiempo, incluso él mismo llegó a perderse, hasta que recobró el conocimiento en la cama de un hospital con las piernas escayoladas después de que un camión le diese de refilón y lo lanzara despedido de la Ruta 1, en algún lugar al norte de Killian. Desde entonces ha procurado tener más cuidado, aunque jamás volverá a su anterior forma de vida, a pesar de los intentos de los trabajadores sociales para que se establezca de manera permanente en algún sitio. Pero Hubert no quiere un domicilio estable, porque es lo suficiente inteligente como para comprender que la permanencia no existe. Al fin y al cabo, Hubert se dedica sólo a esperar, y no importa dónde espere un hombre mientras sepa qué está esperando. Lo que venga a buscar a Hubert lo encontrará, esté donde esté. Lo atraerá y lo envolverá en su manto frío y oscuro, y añadirá su nombre a la lista de pobres y de indigentes enterrados en algún terrenucho cercado por una tela metálica. Hubert lo sabe muy bien y es lo único de lo que está seguro.

Cuando arrecian el frío o la lluvia, Hubert va al refugio para hombres de Charleston Interfaith Crisis Ministry, en el número 573 de la calle Meeting, y si hay una cama disponible, rebusca en el monedero que tiene colgado del cuello y entrega tres arrugados billetes de un dólar para pasar allí la noche. A todo el mundo se le da algo cuando llega al refugio. Como poco se le da de cenar, algunos artículos de aseo, si lo necesitan, e incluso ropa. El refugio también se encarga de distribuir los recados que le llegan y de entregar el correo a los indigentes, aunque hace mucho que Hubert no recibe nada de eso.

Han pasado ya muchas semanas desde la última vez que Hubert durmió en el refugio. Desde entonces no ha parado de llover por las noches y la lluvia lo ha empapado y lo ha tenido estornudando durante días, pero no ha regresado a las camas del número 573 de la calle Meeting, no desde aquella noche en que vio al hombre de la piel aceitunada y de los ojos dañados, la extraña luz que bailaba ante él y la forma que esa luz adoptó.

La primera vez que se fijó en él fue en las duchas. Por regla general, Hubert no mira a nadie en las duchas, porque sería una manera de llamar la atención y también, quizá, de buscarse problemas, y eso es lo último que querría Hubert. No es muy alto ni muy fuerte, y en el pasado le han derrotado hombres más violentos que él. Ha aprendido a no cruzarse en su camino y a rehuirles la mirada, y ésa es la razón por la que siempre mira al suelo en las duchas y también la razón por la que se fijó por primera vez en aquel hombre.

Fueron sus tobillos y las cicatrices que los circundaban. Hubert jamás había visto algo parecido. Era como si le hubieran cortado los pies y después se los hubiesen vuelto a unir de manera tosca, dejando las marcas de la sutura como recuerdo. Entonces Hubert quebrantó su propia regla y alzó la vista para observar al hombre que estaba a su lado. Vio su musculatura fibrosa, el pelo crespo y los angustiosos y extraños ojos, casi decolorados y velados por una especie de nube. Estaba canturreando, y Hubert pensó que podría tratarse de un himno o de alguna vieja canción espiritual negra. Era difícil captar la letra, pero entendió algo:


Camina conmigo, hermano,

ven a pasear conmigo, hermana,

y caminaremos, y seguiremos caminando

por el Camino Blanco…


El hombre sorprendió a Hubert mirándole y le clavó a su vez la mirada. -¿Estás preparado para caminar, hermano? -le preguntó.

Hubert se sorprendió a sí mismo contestándole. El eco de su propia voz, que le devolvían los azulejos, le sonó extraño:

– ¿Caminar por dónde?

– Por el Camino Blanco. ¿Estás preparado para caminar por el Camino Blanco? Ella te espera, hermano. Te está observando.

– No sé de qué me hablas -replicó Hubert.

– Seguro que sí, Hubert. Seguro que sí.

Hubert cerró el grifo, se apartó y agarró la toalla. No dijo nada más, incluso cuando el hombre comenzó a llamarlo y a reírse.

– Oye, hermano, mira por donde pisas, ¿te enteras? No vayas a tropezar. No vayas a caerte. No quieres ir a parar al Camino Blanco porque hay gente que te espera, gente que espera que aparezcas por allí. Y cuando lo hagas, van a echarte el guante. ¡Van a echarte el guante y te van a descuartizar!

Y en el momento en que Hubert salía a toda prisa de las duchas, aquel hombre empezó a cantar de nuevo:


Camina conmigo, hermano,

ven a pasear conmigo, hermana,

y caminaremos, y seguiremos caminando

por el Camino Blanco que…


Aquella noche, a Hubert le habían dado un catre cerca de los servicios. No le importó. Con frecuencia, su vejiga le daba la lata y tenía que levantarse dos o tres veces durante la noche para echar una meada. Pero aquella noche no fue la vejiga lo que le despertó.

Fue el sonido de una voz femenina que gritaba.

Hubert sabía que no podía ser. El refugio de acogida familiar se encontraba en el número 49 de la calle Walnut, y era allí donde dormían las mujeres y los niños. No había razón alguna para que hubiese una mujer en el refugio de los hombres, pero ya se sabe que entre los mendigos hay sujetos cuyas costumbres nadie conoce, y Hubert no quería ni imaginar siquiera que alguien estuviese haciéndole daño a una mujer o, peor aún, a un niño.

Se levantó del catre y siguió el rastro de los gritos. Le pareció que provenían de las duchas. Reconoció cómo resonaba la voz, y recordó el sonido de su propia voz y la canción que cantaba el hombre en las primeras horas de la noche. Hubert se dirigió a la entrada sin hacer ruido y se quedó allí paralizado. El hombre de la piel aceitunada estaba delante de las silenciosas duchas, de espaldas a la puerta, vestido con unos calzoncillos de algodón y una vieja camiseta negra. Delante de él brillaba una luz que bañaba su cara y su cuerpo, aunque las duchas estaban a oscuras y los fluorescentes apagados. Hubert, sin darse cuenta siquiera, empezó a acercarse para apreciar mejor la fuente de la luz, y se deslizó, con los pies desnudos, hacia la derecha, forzando la vista.

Delante del hombre había una columna de luz que medía casi metro y medio. Parpadeaba como la llama de una vela, y a Hubert le dio la impresión de que había una figura dentro o detrás de ella, envuelta en su resplandor.

Era la figura de una niñita rubia. Tenía el rostro retorcido de dolor y agitaba la cabeza de lado a lado muy rápido, más rápido de lo humanamente posible, y oía sus gritos, el firme «ay, ay, ay, ay», lleno de temor, de agonía y de ira. Tenía la ropa hecha jirones y estaba desnuda de cintura para abajo. Un cuerpo desgarrado y lleno de marcas allí donde las ruedas de un coche lo habían aplastado.

Hubert sabía quién era. Oh, sí. Hubert la conocía. Ruby Blanton, ése era su nombre. La pequeña y bonita Ruby Blanton, que fue asesinada cuando un conductor distraído con el busca la atropello mientras ella cruzaba la calle para dirigirse a su casa, y la arrastró casi veinte metros. Hubert recordaba cómo en el último momento la niña giró la cabeza hacia el coche. Recordaba el impacto del cuerpo contra el capó y su mirada última, antes de desaparecer bajo las ruedas.

Oh, Hubert sabía quién era. Lo sabía con toda seguridad.

El hombre que estaba delante de ella no hacía ningún intento por tocarla ni por consolarla. Al contrario, empezó a canturrear la canción que Hubert había oído por primera vez aquel día.


Camina conmigo, hermano,

ven a pasear conmigo, hermana,

y caminaremos, y seguiremos caminando…


Se volvió, y, cuando aquellos ojos marchitos miraron a Hubert, algo brilló detrás de ellos.

– Hermano, ahora estás en el Camino Blanco -susurró-. Ven a ver lo que te espera en el Camino Blanco.

Se apartó, y la luz avanzó hacia Hubert. La niña sacudía la cabeza con los ojos cerrados y de sus labios manaban exclamaciones como un goteo constante de agua:

«Ay, ay, ay, ay».

Abrió los ojos y Hubert se quedó mirándolos con fijeza, con su sentimiento de culpa reflejado en ellos, y notó que caía, que caía sobre las baldosas limpias, que caía sobre su propio reflejo.

Descendía y descendía hacia el Camino Blanco.

Lo encontraron allí más tarde, rodeado de un charco de sangre que brotaba de la herida que se hizo en la cabeza al chocar con las baldosas. Llamaron a un médico, que le preguntó a Hubert si había tenido mareos o si había consumido alcohol, y le sugirió que debería aceptar la oferta de un hogar estable. Hubert le dio las gracias, recogió sus pertenencias y abandonó el refugio. El hombre de piel aceitunada ya se había ido y Hubert no volvió a verlo, aunque no paraba de mirar por encima de su hombro, y durante un tiempo no durmió en el Magnolia, sino que prefirió dormir en las calles y en los callejones, entre los vivos.

Pero ahora ha vuelto al cementerio. Es su lugar, y el recuerdo de lo que vio en las duchas casi se ha disipado: la sombra de su reminiscencia la achaca al alcohol, al agotamiento y a la fiebre que arrastraba antes de acudir aquella precisa noche al refugio.

A veces, Hubert duerme cerca de la tumba de Stolle, que se distingue por la escultura de una mujer que llora a los pies de una cruz. Está resguardada entre unos árboles, y desde allí puede divisar la vereda y el lago. Cerca hay una lápida lisa de granito que cubre la última morada de un hombre llamado Bennet Spree, una incorporación relativamente reciente al viejo cementerio. La parcela había sido propiedad de la familia Spree durante muchísimo tiempo, pero Bennet Spree fue el último de su linaje y el último en reivindicar la propiedad de la parcela cuando murió en julio de 1981.

A medida que Hubert se aproxima, ve un bulto en la lápida de Bennet Spree. Durante unos segundos, está a punto de desviarse, porque no quiere discutir con otro vagabundo sobre asuntos territoriales y porque no cree que ningún extraño quiera dormir a su lado en un cementerio, pero hay algo en aquel bulto que le obliga a aproximarse a él. A medida que se acerca, una brisa luminosa agita los árboles, moteando el bulto con la luz de la luna, y Hubert advierte que está desnudo y que las sombras que se reflejan en su cuerpo no se alteran por el movimiento de los árboles.

El hombre tiene una herida irregular en la garganta. Es un agujero extraño, como si le hubiesen metido algo en la boca por debajo de la barbilla. El torso y las piernas están casi negras de sangre.

Pero hay otras dos cosas que Hubert advierte antes de volverse y de echar a correr.

La primera cosa es que el hombre ha sido castrado.

La segunda es la herramienta en forma de T que tiene clavada en el pecho. Está oxidada y la traspasa una nota. La sangre que ha brotado del pecho ha manchado un poco el papel, sobre el que alguien ha escrito algo con una caligrafía muy esmerada.

Dice: CAVAD AQUÍ.

Y cavarán. Un juez solicitará y firmará una orden de exhumación, porque Bennet Spree no tiene parientes vivos que puedan autorizar la profanación de su última morada. Eso ocurrirá un día o dos antes de que suban el ataúd podrido, rodeado cuidadosamente con cuerdas y envuelto en plásticos para que no se deshagan y se esparzan los restos mortales de Bennet Spree sobre la tierra negra y removida.

Y allí donde el ataúd había descansado durante tanto tiempo encontrarán una pequeña y fina capa de tierra. Cuando la remuevan cuidadosamente, dejarán al descubierto los huesos: primero las costillas, después la cabeza, con la mandíbula hecha pedazos y el cráneo roto, resquebrajado por los golpes que le ocasionaron la muerte.

Es todo lo que queda de una chica que estaba a punto de convertirse en mujer.

Es todo lo que queda de Addy, la madre de Atys Jones.

Y su hijo morirá sin saber cuál fue la última morada de la mujer que lo trajo al mundo.

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