Si la envidia es el pesar por el bien ajeno, entonces no puedo decir que yo les tenga envidia a quienes gozan con el fútbol, porque me alegra que les guste. Tan es así, que cuando por alguna razón caigo en la sinrazón de enfrentar un partido de fútbol, me acomodo para ver más al público que a la tele. Puede ser fascinante el modo en que le gritan al aparato, en que se llenan de júbilo o incertidumbre, de risa o desconsuelo, de lágrimas y, a veces, creo que más de las que uno alcanza la dicha de contar durante una luna de miel, hasta del sagrado y pleno hálito que sólo se querría propio del orgasmo.
Me divierte mirarlos, por desgracia no tanto como para no temerles a los días en que sólo de eso se habla y nada más sucede. ¿Cómo portarse entonces? ¿Qué podemos hacer quienes nunca hemos entendido lo que es un fuera de lugar, quienes nos decretamos incapaces de pasión alguna cuando se discute durante horas si una patada fue o no fue patada, fue o no fue penalty, fue o no fue culpa del árbitro ciego?
Lo he pensado ya durante varios campeonatos mundiales, me conozco distintas actitudes a la hora de enfrentar la temporada y no sé cuál de todas haya sido la mejor.
Hay desde luego el escepticismo. Sin embargo cada día es más difícil practicarlo. Como no se mudara uno a una isla desierta, es materialmente imposible andar por la vida diaria fingiendo que uno ni sabe, ni quiere, ni puede saber del tema. En los últimos tiempos hasta una parte del sector femenino se interesa en el fut. Sin lugar a dudas, los hombres las miran desconfiados, como a unas arribistas ignorantes que gritan cuando no se debe y desfallecen creyendo que un autogol fue bueno para su equipo. Por eso hay que decir, en defensa de su interés real, que hay muchas para las que sí resulta una pasión. Incomprensible desde mis ojos, pero una pasión. No en balde lloraban así las partidarias de los Pumas la tarde que tan gallardamente perdimos frente al América. Y digo perdimos, porque yo no entiendo una palabra de fut, pero una buena parte de lo que sí entiendo entró en mi cabeza y mis emociones gracias a la UNAM.
Yo no entiendo de fut y, sin embargo, me cuesta el escepticismo porque algunos de mis seres más queridos le tienen veneración. Recuerdo a mis hermanos jugándolo todas las tardes, todos los sábados y los domingos en el campito terroso al que tuviera que acudir su equipo. Los recuerdo al volver del colegio con las caras hirviendo y un raspón en la rodilla, los recuerdo desde entonces mentándole la madre a un árbitro por haber fallado en contra de alguien llamado la Tota Carbajal. No me acuerdo bien cuál era su equipo predilecto, pero creo que el Necaxa. Y cuando el Puebla apareció en escena, ya que todos éramos mayores, pero no por eso menos enfáticos, la familia entera puso las esperanzas en el primo Manuel Lapuente y por primera vez los vi gritando un triunfo. De entonces viene la entrega de uno de nuestros vástagos a la causa perdida del mentado fútbol. Arturo, el hijo de mi hermana, fue con tal entrega la mascota del equipo, que lleva toda su adolescencia entregado a la fatídica esperanza, que, como va, convertirá en realidad el contumaz deseo de ser un jugador profesional. La obsesiva y preclara entrega de este muchacho, inteligente y guapo como pocos, al solaz de las patadas, me desconcierta tanto como la admiro. Por sobre otras, su pasión me ha hecho pensar que algo de extraordinario debe haber en tal juego. Su pasión y la de un cuñado mío, que a los cuarenta y algo está dejando el físico en la gloria semanal de triunfar sobre otra portería.
La verdad es que el gusto por el juego lo entiendo con bastante más destreza que el gusto por mirar el juego. ¿O será el fútbol como el ballet? Que entre más cerca lo ha tenido uno, más arrebatador es mirarlo. Quizás. El caso en mi caso es que no me dice nada y que ando buscando un quehacer para ejercerlo mientras el señor de la casa, los jóvenes de la casa, los amigos y parientes de la casa, y en general, la casa toda mira el fútbol.
Se me ocurre que durante los partidos puede uno irse a dormir a un buen hotel. Alguien afortunado quizás encuentre un amante al que no le guste el fut. ¡Qué fantasía! De una a tres de la tarde haciendo el amor como dentro de una película.
Eso, meterse a una película no ha de ser tan malo. Ir a decirle a Ingrid Bergman que se quede un ratito en Casablanca. Que no es cosa de abandonar a Lazlo en definitiva, pero que bien puede siquiera por una semana quedarse a besar al infortunado y maledicente Rick. Meterse en Out of África. Eso me gustaría aún más, ir de safari con esa mezcla de baronesa Blixen y Meryl Streep, sentarme en el porche de su casa a oír a Mozart mientras la veo besar a Robert Redford que al mismo tiempo es Dennys Finch, el inasible amante inglés. ¿Quién no ha tenido un amante inasible? Quizás tenerlo en ese paisaje resulte menos ingrato. No sé qué opinaría la baronesa Blixen. Sé, sí, que fue dichosa mientras lo tuvo cerca, con o sin paisaje, y que luego se convirtió en la más extraordinaria rival de Scherezada de que se tenga noticia.
De momento, aquí, casi todos los amantes, inasibles y asibles, ven el fútbol. Y es cosa de ir haciéndose al ánimo. Una de las primeras noches que yo tuve para dormir con el amante asible e inasible que hoy es el señor de la casa, me levanté un momento de la cama y anduve por el cuarto con el cuerpo entonces joven con el que andaba sin darme cuenta de que lo era. No sé qué tontería amorosa le dije detenida en mitad del cuarto. Entonces él, el querido él, movió su brazo de izquierda a derecha como toda respuesta. Yo, que por esos días era la ingenua yo, creí sin más que ese gesto me llamaba de vuelta a la cama en línea recta.
– ¿Sí? -pregunté, con la miel del enamoramiento.
– Déjame ver -contestó él, que había encendido la tele y veía correr a dos hombres pelándose por una pelota.
Ése es el fútbol. Y así es la cosa. Resignación, aconsejarían algunos, risa, diría mi abuelo, ironía, mi padre, alianzas, mi entendimiento. Lo mejor en el caso del fútbol son las alianzas. Conversación con las amigas, sueños incandescentes en audaz y secreta alianza con la almohada, poesía, novelas, cine, redondo silicón en los oídos, caminatas por el parque en compañía del perro que no mira la tele, música.
Toda clase de alianzas. Y ya, en situaciones muy desesperadas, cuando el aislamiento dominical se haya convertido casi en un dolor y nos resulte imprescindible el tibio abrigo de la familia, entonces alianza con los aficionados, con sus euforias, su griterío, su pena, sus deseos. Alianza con el poeta diciendo como si nos viera:
Pero es muy triste saber
que hay un minuto en el cielo
que destruye nuestro anhelo
de vivir para entender.