Una semana después de que la nieve cayó hasta las faldas de los volcanes, cubriendo las llanuras que los rodean cerca de la ciudad de México, la primavera irrumpió con su escándalo de pájaros desde la madrugada, cielos clarísimos, estrellas tempraneras y una luna inmensa como nuestro deseo de que la vida fuera siempre así.
La primera de esas tardes, me fui a caminar con la puesta del sol a mis espaldas, colándose entre los edificios más altos, tiñéndolos de naranja y lila como si algo quisiera decirles.
Camino en el único territorio que esta ciudad me presta para mirar el horizonte. Un horizonte corto, interrumpido por los tres hoteles que de lejos parecen custodiar el hechizo de una gran bandera. El único horizonte cercano y por eso el más entrañable que he podido encontrar en esta ciudad.
El segundo lago de Chapultepec cobija en estos días jacarandas como incendios de flores, patos que nadan exhibiendo tras ellos la hilera de sus hijos, peces cada vez más grandes que a ratos sacan sus bocas abriendo en el agua pequeñas lentejuelas. Cobija también una gran fuente cuyo chorro no se cansa de intentar el cielo y, los fines de semana, cobija cientos de familias presas de la misma nostalgia de campo que a tantísimos nos perturba en estas épocas. Una nostalgia que se alarga en el día y que deja hasta el anochecer a los más entusiastas bobeando frente a sus hijos en triciclo, llamando a gritos a sus perros enfebrecidos por amores inútiles, caminando despacio entre los árboles, comprando baratijas en los puestos cada vez más feos que crecen cada semana, tirando basura sin tregua en botes que nunca alcanzan, persiguiéndose en patines o mejor que nada: besándose hasta imaginar el absoluto.
Así, besándose, vi esa tarde a una muchacha febril, prendida del abrazo de un hombre joven, temblando. Y entonces, sin más, como sin más se recuerda, evoqué a Márgara. Tenía la misma piel morena y el mismo rubor encendiéndole las mejillas y una chispa parecida en los ojos oscuros.
Márgara llegó a trabajar a la casa en que mi madre crecía cinco hijos menores de ocho de años, cuando yo tenía siete y medio. Ella apenas había cumplido los dieciséis, ahora sé que también era una niña, pero entonces la vi fuerte y grande como no imaginé que yo podría ser en ocho años más.
Venía de un pueblo llamado Quecholac, a unas dos horas por carretera. Era hija de la mezcla radiante que habían hecho un mexicano de purísima cepa náhuatl y una mexicana nieta de alguno de los soldados que llegaron con Maximiliano y que tras la derrota se quedaron a ganar un cobijo entre los brazos de un deseo mas cercano que Francia.
Márgara tenía la nariz respingada de una bretona, la boca grande y la dentadura eterna de quienes han comido maíz por generaciones. Yo la veía distinta y preciosa. Era además inteligente y ávida. Aprendió a guisar en poco tiempo y era rapidísima para levantar un desorden, barrer un tiradero, lavar el patio, tender las camas. Se volvió de la familia, y como de la familia la quise, aunque sólo de lejos la pude acompañar en sus dichas y, peor aún, en la única desdicha que fue incapaz de ocultar.
Por ahí de los dieciocho, se enamoró de Juan. Un hombre de piel de aceituna y ojos furtivos que sin embargo sabía mirarla como si la rehiciera. Juan pasaba por ella todas las tardes y la acompañaba a comprar unos panes para la cena. Volvían después de un rato de pasear por el parque frente a la panadería, y si mi madre no estaba en la casa, se quedaban en la calle, cerca de la puerta, recargados en un árbol, besándose como si hubieran encontrado el absoluto.
Poquito antes de que la autoridad volviera, Márgara entraba como una gloria, cantando a veces, otras sonriendo para sí, caminando igual que si volara, llena de una inspiración que las monjas de mi escuela hubieran creído propia del Espíritu Santo.
Así estuvo unos tres años. Noviando con Juan todas las tardes y todos los domingos de cielo intenso o de horizontes nublados. Juan era todo y todos. Era los luceros de su presente y el único futuro con luceros que hubiera querido imaginar. Ella iba por la vida con él entre los ojos y nada le pesaba y ningún trabajo le aburría. Dueña de todas estas luces, Márgara era para mí la representación más plena de la sencilla y ardua felicidad.
Hasta que una noche, en vez de entrar cantando o en vuelo sobre sus talones o con la sonrisa como una bandera, entró hecha un vendaval de lágrimas. Nadie se atrevió a preguntarle qué había pasado. Su llanto parecía parte de un ritual inexorable y tan íntimo que intentar calmarlo hubiera sido un sacrilegio.
La dejamos llorar varios días. Desde el amanecer y hasta la noche. Una semana detrás de la otra hasta que estuvo perfectamente claro que Juan no pensaba volver y que todo aquel llanto era por eso.
"Me quería llevar nomás así -dijo por fin Márgara una mañana-. Sin casamiento, sin iglesia, sin ley y sin nada. Nomás así."
Mi madre dijo y pensó que Márgara había hecho bien en no aceptar. Tras ella, a todo el mundo le pareció correcto y encomiable el valor con que Márgara se había negado a irse con Juan "nomás así". Enamorada desde los pies hasta la frente clara, desde el delantal hasta las trenzas brillantes y los labios incendiados, no quiso irse con él. Sujeto su corazón y sus deseos a la ciega obediencia de unas leyes cuyo respeto le hubiera parecido la prueba más palpable (¿la única prueba?) de que tanto abrazarla y tan intenso besarla quería decir que sólo a ella quería Juan y sólo en ella pensaba mirarse el resto de la vida.
No quiso irse con él, se sintió traicionada cuando lo oyó decir que no se casarían, que con arrejuntarse estaba bien, que con qué dinero tanta fiesta, que para qué un jolgorio entre ellos que no fuera la prolongación de ese que ya traían de tanto tiempo.
Nada jamás le devolvió a Márgara ni el aire ni las luces con que había ido por la vida. Se volvió ensimismada y brusca. Trabajaba con la misma eficacia, pero sin entusiasmo. Iba al pan como autómata. Una tarde, mi hermano menor se le escapó ya desvestido frente a la tina en que lo bañaría y corrió huyendo del agua y quizás de la pena que la embargaba. Cuando ella volvió en sí alcanzó la desnudez del niño en mitad de la calle, para escándalo y comidilla del vecindario. Márgara ya no era Márgara, por más que se empeñó en disimularlo, en no mentar a Juan ni para maldecirlo, en reírse más fuerte que nunca, en cantar alto "Diciembre me gustó pa'que te vayas", cada vez que una Navidad se cerraba de nuevo sobre su desesperanza.
Todavía años después, recuerdo que una tarde volví a verla llorar mientras trapeaba la cocina.
Pasó el tiempo. Yo cumplí los dieciséis que ella tenía cuando llegó, y cumplí dos más, y cuando yo tenía dieciocho y ella casi veintisiete, al volver de una de aquellas tardes que mi amiga de siempre y yo gastábamos soñando con encontrar un alma como la nuestra, la vi dentro de un taxi estacionado a unas dos cuadras de mi casa, besándose como un remolino con un hombre que yo encontré gordo, viejo y feo.
Márgara la del recuerdo incólume, besándose con un espanto de señor, cuyo único mérito era tener un taxi. Márgara entrando a las diez de la noche retobona y escurridiza. Márgara entre enojada y desafiante yéndose de buenas a primeras, así sin más, con un hombre que encima de feo resultó casado. ¿Quién me lo iba a decir? Y todo eso regida por la única ley que acató tras perder a Juan. La más cruel, endemoniada y duradera de las leyes: la ley del desencanto.
No he podido nunca recordarla sin un dejo de tristeza y agradecimiento. Pensando en la sonrisa que se dejó una noche entre el árbol y la puerta de mi casa, me hice de la certeza, quizás tardía, pero crucial, de que hay que irse nomás así, desde la primera vez y siempre que la vida nos lo proponga. Porque no hay ley, ni mandamiento que valga el abandono de un deseo como aquel.