Me he puesto en la palma de la mano un puñado de avena tostada con azúcar y lo como despacio, mientras trato de no aceptar la carga de melancolía que traen consigo las tardes de lluvia. Este octubre voy a cumplir cincuenta años. Me lo digo pensando que aún podría creer en las hadas y que el mar me conmueve tanto como la primera vez que lo vi. Me lo digo y apremio una sonrisa. Todavía estoy dispuesta a confiar en los desconocidos, todavía despierto en las mañana creyendo que algo nuevo encontraré bajo el sol, todavía les temo a las arrugas y soy capaz de cantar bajo la regadera. Todavía -¿quién lo creyera?- imagino el color que la luna de antier tuvo sobre otras tierras, y sueño con el mes próximo y con el siglo próximo. Así las cosas, cumplir años no será tan grave. Cincuenta, ochenta o cien, cuantos años quiera arroparnos el mundo, hay que estarse en calma, dispuestos a dar las gracias y a pedir más siempre que la vida pretenda voltear a vernos, para saber si aún la queremos.
"No pelona, todavía no quiero que me lleves", le decía a la muerte mi abuela materna, tras veinte años de silla de ruedas y uno de cáncer. Tenía más de ochenta y conservaba una dosis de inocencia que yo había perdido antes de entrar a la primaria.
Pienso en mi abuela porque a pesar de su apego a la vida, a la edad que yo cumplo en octubre ella había dejado de batallar con muchas de las obligaciones y placeres que las actuales mujeres de cincuenta nos empeñamos en mantener. Tampoco se veía en guerra, estaba dispuesta a cobijar nietos sobre los tersos almohadones que eran sus pechos, comía sin culpa tres largas veces al día y parecía retirada del sexo, las imprudencias, la angustia de las cosas que son para no ser, y por supuesto la obligación de la juventud.
Dice Verónica mi hermana que eso era más sabio. Tal vez. Lo cierto es que nosotras ya no podríamos regresar a ser así. Sin embargo, muchas cosas, a veces extraordinarias no sólo por efímeras, tendremos que ir perdiendo sin guardar rencor, sin estropearnos el alma, sin maldecir al tiempo que tanto nos bendice.
Tratando de aceptar estas pérdidas, que a veces me cuesta tanto asumir, he dado con el recuerdo de una anécdota llamada, para mi consumo personal, la parábola del avión.
En abril pasado, mi madre, mi hermana, mi hija y yo hicimos un viaje a Italia, vía Madrid. Tras un vuelo tan arduo como cualquier vuelo que cruce el océano, llegamos a Barajas a las dos de la tarde y corrimos a la sala en que estaba previsto que saliera, a las tres, el avión rumbo a Milán. La inolvidable sala doce.
Con toda calma, ahí se nos dijo que el vuelo estaba retrasado y que volveríamos a tener noticias en cuarenta minutos. Nos sentamos a esperar conversando, y al cabo de los cuarenta minutos una señorita de Iberia volvió a pedirnos que esperáramos cuarenta minutos más. Regresamos a esperar. Fuimos al baño, tomamos café, compramos libros y tras una hora revisamos el pizarrón en el que nuestro vuelo aparecía como demorado y sin horario. Así las cosas, nos dedicamos a ir de hora en hora revisando el pizarrón y acudiendo al mostrador de Iberia hasta que pasaron por el aeropuerto y nuestros pies, piernas, ojeras y humores, siete horas de tedio y vueltas. Ya para entonces, de hora en hora, habíamos recorrido todas las tiendas de perfumes, ropa, tarjetas postales y bisuterías varias que caben en el aeropuerto. Volvimos a ver el pizarrón, volvimos a preguntar en el mostrador de la puerta doce, y volvimos a tener como respuesta que preguntáramos en una hora. Así las cosas, nos fuimos a comer, y cuando estábamos recién instaladas frente al jamón serrano, por no dejar, miramos la pizarra. Entonces vimos que nuestro vuelo ya tenía hora: salía en tres minutos. Lo dejamos todo sobre la mesa y corrimos a la puerta doce, tan rápido como corríamos siendo jóvenes. Estaba lejos, pero a no más de cinco minutos. Verónica y yo llegamos jadeantes y entregamos los pases de abordar a una mujer morena, joven y alejada que había tomado posesión de la puerta doce. Ella los revisó despacio y nos dijo sin más: "El avión a Milán se ha marchado".
– ¿Qué? -preguntamos incrédulas y asustadas. Ella fingió otras ocupaciones.
– ¿Qué? -volvimos a decir conteniendo los gritos, pero temblando de cansancio y abandono.
– Se ha marchado -dijo de nuevo la mujer, sin siquiera pedir una disculpa.
Lo que siguió fue un largo alegato, con manoteo, explicaciones, demandas, y furias de nuestra parte, al que la mujer no hizo sino responder varias veces: "Pues se ha marchado".
Volvíamos nosotras a no poder creerlo, volvíamos a preguntar si podíamos correr a la pista, si no podíamos detener el avión que aún se veía desde la ventana y que dimos en llamar para más confundir las cosas y con gran fiereza el "pinche avión"; si no podíamos lo que fuera, incluso lo inaudito. Y así durante diez, quince, eternos minutos. Hasta que ella, tan impaciente como puede ser una impaciente burócrata de Iberia, nos dijo en el colmo de la contundencia hispánica:
– Señoras, tenéis que aceptarlo, entendedlo, el avión se ha marchado, iba completo y se ha marchado. ¡Aceptadlo! ¡Aceptadlo ya!
Junto a nosotros había otros quince italianos, a los que también había dejado el sobrevendido vuelo, tan enfurecidos y aún más gritones que nosotros. Los abandonamos como líderes del reclamo en castellano y nos miramos con una sensación de fracaso compartido cuyo recuerdo aún me conmueve. Mi hermana detesta darse por vencida.
"Esta pesada tiene razón -dijo, apoyándose en un sentido práctico que siempre ha ido adelante del mío-, más nos vale aceptar que el pinche avión se fue y nos dejó. No sólo a nosotros, sino a todos éstos. Y que ni regresándolo tendríamos lugar adentro."
Me dieron ganas de abrazarla, pero me contuve porque ella no es de las que sobrellevan con desparpajo las efusiones públicas. Así que sin decir palabra dimos vuelta sobre nuestros talones, reconocimos el alto coeficiente emocional de mi hija y nuestra madre, quienes se habían ahorrado la discusión con la azafata y discutían entre ellas si era correcto hacer unas últimas compras para exorcizar la desgracia, y aceptamos la pérdida del vuelo, y con él la de nuestras maletas, como algo irrevocable. Tomamos el primer taxi que quiso llevarnos a Madrid, que no fue ni remotamente el primero que pasó a nuestro lado, y nos fuimos a buscar un hotel cualquiera en el que dormir sin pijama, sin cepillo de dientes, sin medicinas, sin un pedazo de nuestras almas, y exhaustas.
Sucedió entonces un pequeño pero hermoso milagro: encontramos dos cuartos en un hotel perfecto, con vista a la hermosa noche, la fuente de Neptuno rodeada de tulipanes amarillos, la cúpula de la iglesia de los Jerónimos y el Museo del Prado. Encontramos una tina de agua caliente, una cena con postre de fresas y pan dorado, unas batas de toalla en las que arroparnos. Y sobrevivimos con facilidad al desfalco de que el avión se hubiera ido, sin esperarnos, tras ocho horas de esperarlo nosotras.
Así pasa en la vida muchas veces. Aunque nos empeñemos en negarlo, en no aceptar que las cosas no son como querríamos que fueran, como soñamos que fueran, que la piel no nos brille como brillaba, o el reloj no camine tan despacio como en la infancia, o las novelas no acudan como pájaros a la playa, los desfalcos se imponen sin más ley ni más argumento que su contundencia. Y uno tiene que aceptar que el avión se ha marchado y no morirse ni de rabia ni de pena, ni de vejez. Y no dejarse entristecer, al menos no entristecerse para siempre. Todo fuera como esperar otro avión o cumplir cincuenta años.