VOLANDO: COMO LAS BALLENAS

Nunca he podido pensar en los ires y venires de la maternidad sin estremecerme. Ni de niña cuando seguía a mi madre por la casa como si en el llavero que ella solía cargar de un lado a otro tuviera la llave de un reino. Menos ahora, que la veo vivir igual que si por fin hubiera descifrado las leyes del enigma. Doy por sentado que, una vez adquirida, la maternidad es tan irrevocable como aún es versátil la paternidad.

Hace poco estuve cavilando estos dislates mientras miraba al árbol lleno de grillos que crece por encima de mi ventana. Entonces no se me ocurrió mejor cosa que tirarme al llanto como si se tratara de cantar un tango.

Es un arce y lo sembré hace quince años acompañada por la euforia de mis dos hijos. Tengo una foto de esos días: estamos los tres junto al remedo de árbol y yo luzco dueña de una paz meridiana. La tenía entre las manos. Al menos así lo recuerdo. Tenía también dos niños con invitados frecuentes y largos fines de semana para el cine, las excursiones, las fiestas en pijama, las tareas de recortar y pegar, el teatro y todo tipo de celebraciones con distinto disfraz. Entonces, además de hacerme líos con mi destino, un asunto que va igual que viene, descubrí la preñez que es de por vida.

Mi madre que, como le satisface decir, sacó adelante cinco de cinco, me miraba con cierta reticencia y algo de espanto cuando dejaba yo a los hijos brincar en los sillones de la sala, rentar más de dos películas en el videoclub o comer sobre la cama si era su gusto. Menos de diez veces lo dijo y más de cien debió pensarlo: "pues, o te sale muy bien o te sale muy mal":

Yo, como he dicho antes, estaba en un encanto. Había dado y seguía dando mi propia guerra, pero no sentía irse al mundo dejándome atrás mientras los acompañaba en las bicis o gastaba la tarde mojándome en las fuentes. Me sentía tan metida en el mundo como nadie, aunque el mundo, igual que siempre, rodara con sus trifulcas sin esperar.

Así pasaron para mis hijos las tres cuartas partes de los años que tienen y pasó para mí sólo un rato. Casi hasta ahora, cuando de repente crecieron para irse a la universidad, enamorarse de cuerpo entero y dejar de necesitarme para casi todo lo esencial. "Hola mami, adiós ma", los oigo decir como quien oye correr agua bendita. Todos los días resuelven con su solo andar la duda de mi madre: van saliendo muy bien.


El domingo pasado, frente a una puesta de sol tras el pedazo de mar Caribe que mejor me enloquece, un amigo dijo al ver a su cónyuge levantarse de un tirón tras el llamado de la hija: "Si está clarísimo: con las mujeres hay que ser padre o hijos, todo lo demás es un escuerzo inútil".

Lo soltó para hacernos reír, nos hizo reír con la hilaridad de que a las mujeres los hombres no nos tuercen la vida cuantas veces se les da la gana, y a otra cosa todos y cada uno. Menos yo, claro está, que acostumbro levantar las palabras con su carga de arena.

Durante la semana se lo comenté a mi hija. A los padres se les consagra por mucho menos de lo que a las madres apenas y se les dan las gracias.

– ¿No te parece injusto y real al mismo tiempo? -le pregunté-. Pobres de las madres -dije por primera vez, poniéndome bajo semejante categoría con cierta pesadumbre.

– Tiene lógica -contestó ella con la sabionda lucidez que la caracteriza-. Todo se vuelve más intenso. Lo mismo las cosas buenas que los conflictos.

– Pues lo he venido a descubrir como algo triste.

– Sí -dijo, haciendo un gesto que descifré como: pero es lo inevitable, y siguió:

– El tiempo qué ponen las madres en los hijos es una prueba más de que la especie humana no es monógama. Creo que en todos los mamíferos son las hembras las que se hacen cargo de las crías. Los machos no están en la crianza.

Yo recordé el viaje a ver a las ballenas entrenando a sus hijos en el Mar de Cortés y hasta entonces me di cuenta de que ahí no vimos lo que cabalmente debería llamarse ballenos. No lo dije, pero debo haber hecho algún gesto como de resignación mientras ella explicaba más docta que nunca.

– En los pingüinos, que son monógamos, las hembras ponen los huevos, pero los machos los empollan. Y cuando nacen sus crías se turnan para ir a buscar comida. Parece ser que eso no pasa en el común de los mamíferos, eso de que los hombres estén cerca de los hijos es una moda reciente -sentenció, sacudiendo su melena oscura y abriendo aún más la franqueza de sus ojos.

Pertenezco con meridiana claridad a la generación de quienes quedamos entre unos padres a los que se acataba porque estuvo dicho que todo lo sabían y unos hijos que todo lo saben gracias al canal de Discovery. Sin embargo, y a pesar de la contundencia de sus reiteraciones, nunca tuvieron mis padres tanta autoridad moral como la que tienen mis hijos. Yo les he concedido una devoción que hace años le niego a cualquier dios. "Pobres criaturas -me digo- haciéndose libres a pesar de tal culto."

De cualquier modo lo consiguen como si nada. Quizás si yo fuera ellos me odiaría, fortuna tengo de que sólo me aclaran que es verdad lo que temí. Con quien más tiene uno, tiene más de todo.

– Voy a cortarme el pelo -se me ocurrió decir dos días después.

– A mí me urge ir -dijo mi hija.

– Pues ven, y a ver si cabemos las dos en una cita -arriesgué.

Eran las seis de la tarde. No cupimos en una cita. La ballena que soy dijo: "que te lo corten a ti". Y la díscola pingüino que no supe ser, sintió: "la verdad es que deberían cortármelo a mí, a fin de cuentas acabará queriendo igual a su padre, que nunca la ha llevado al dentista, ni a ver diez veces la misma obra de teatro, ni muchísimo menos a la peluquería".

Sin embargo, como es lógico, pedí que se lo cortaran a mi hija, porque así hubiera hecho una digna ballena de Baja California si se hubiera tratado de cortarse las colas por el gusto. A fin de cuentas yo también soy mamífero, y si no he tenido que ser monógama, sí me encanta hacerme cargo de las crías. No me harán un altar, no importa, con que me hagan un sitio en el sillón donde conversan estaré a salvo.

– ¿Te cortaron el pelo? -pregunta mi hijo acomodándose entre su hermana y yo.

– Sí -dijo mi hija.

– No se te nota -contestó el hermano.

– Mi mamá lo notó.

– A ella tampoco se le nota y también fue. ¿Qué están viendo?

– Out of África

– ¿Otra vez? Cómo les gustan las películas tristes.

– Quédate un rato -le pido-. Verla es como mirar las fotos de familia.

– Un rato -dice-, total ya nos la sabemos, esta función se ha repetido tanto.

– Y las que faltan -dice mi hija.

– ¿Traes un secreto? -le pregunto a Mateo, haciéndole un lugar en el sillón.

– Ya sabes que es misterioso -dice Catalina, viéndolo de arriba a abajo y sabiendo que sí, que anda con un secreto.

– Adelántale hasta la parte en que vuelan sobre los flamencos -pido.

– No mamá, espérate a que llegue. Tú todo el tiempo quieres volar.

– Todo el tiempo -digo, y me acomodo junto a ellos como quien vuela.

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