Andrea Camilleri
El color del sol

para Angelo Canevari.


QUÉ ME OCURRIÓ

A finales de la primavera de 2004 me trasladé de Roma a Siracusa para asistir a la representación teatral de una tragedia clásica que me interesaba mucho por la novedad y originalidad del montaje, que había suscitado cierto revuelo en la prensa. Tal vez «revuelo» sea una palabra excesiva dado el escaso interés que las televisiones y los periódicos dedican hoy en día a todo lo relacionado con el arte, aunque a aquel espectáculo se le había dedicado algo de espacio. Suficiente para despertar mi curiosidad.

Además, llevaba casi cincuenta años sin visitar Siracusa, y sentía nostalgia por ver de nuevo aquel teatro donde había trabajado de joven precisamente en el montaje de una tragedia de Eurípides. Como es bien sabido, estas representaciones se realizan a la luz del día en el extraordinario y mágico Teatro Griego, desde la tarde hasta el anochecer, y suelen convocar a un considerable número de espectadores.

Pero había otra razón que me empujaba a viajar a Sicilia. Necesitaba, para una novela que estaba escribiendo, oír el sonido de la especial habla de los cataneses, y por eso había decidido llegar el sábado por la tarde, asistir al espectáculo dominical, desplazarme el lunes a primera hora a Catania para pasar todo el día en la ciudad y desde allí regresar a Roma con el último vuelo de la tarde.

Nada más entrar en el hotel, tuve una desagradable sorpresa. En el vestíbulo estaba esperándome un periodista de una televisión local con su correspondiente cámara. Por lo visto, el conserje del hotel había avisado de mi llegada. El periodista me entrevistó a propósito de la nueva novela y preguntó si iba a quedarme hasta el lunes, ya que en tal caso me invitaba a la inauguración de una librería. Le di las gracias pero aduje que, por desgracia, pensaba marcharme el lunes por la mañana. Él me comunicó amablemente que aquella misma noche el reportaje se pondría en antena. Me sentía un poco cansado y decidí reposar hasta el anochecer. A la hora de cenar fui a Ortigia, donde sabía de un buen restaurante que, en efecto, hizo honor a su fama, y después me senté en la terraza de un café y pedí un helado. De vez en cuando, algún viandante me reconocía y me dirigía un saludo; es más, dos o tres se acercaron para estrecharme la mano.

Por la mañana, sobre las diez, me llamó una chica a quien no conocía; me dijo que se había enterado por la televisión de mi presencia en la ciudad, que ella estudiaba en la Universidad de Catania y que estaba terminando una tesis sobre una novela mía de carácter histórico, Il re di Girgenti. ¿Sería yo tan amable de concederle una entrevista?

No pude negarme. Resultó una joven agradable e inteligente, pero me entretuvo más de dos horas. Apenas me dio tiempo a comer y descansar media horita antes de ir al teatro.

Había mucha gente y los espectadores ya estaban sentados a la espera del comienzo del espectáculo. Por suerte, unos días atrás le había mandado comprar la entrada al conserje del hotel donde me hospedaba durante mi estancia siracusana.

Cuando llegué finalmente a mi localidad, señalada por un cojín rojo sobre la dura piedra, el asiento de mi izquierda todavía estaba libre. Me alegré en mi fuero interno; ganaría un poco de espacio y podría estar más cómodo, puesto que los espectadores estaban apretados los unos contra los otros, casi con los codos en estrecho contacto.

Mi esperanza de una mínima libertad de movimientos duró muy poco, pues el sitio, justo antes del inicio de la función, fue desconsideradamente ocupado por un sujeto bastante metido en carnes, ligeramente apopléjico, sudoroso y resollante. Al sentarse, poco faltó para que depositara su posadera derecha sobre mi pierna izquierda. Yo me aparté lo mejor que pude y él ni siquiera se disculpó. Por su aspecto -desgarrada camisa azul vaquera con un pañuelo rojo anudado al cuello, cabello crespo y alborotado, bigote poblado y descuidado, y cierta vulgaridad casi deliberadamente exhibida en sus gestos (me bastó ver y oír cómo se sonaba la nariz)-, poco o nada aparentaba tener en común con la representación de una tragedia clásica. Parecía que acabara de terminar de descargar cajas de pescado en el mercado y hubiera corrido al teatro sin tiempo para quitarse la ropa de trabajo y lavarse.

Por fortuna nos encontrábamos al aire libre, y poco después una agradable brisa empujó el olor a pescado en otra dirección. Antes de que la representación, mucho menos emocionante de lo que esperaba, tocara a su fin, mi vecino se levantó y se fue.

Yo, en cambio, creo que fui el último espectador en abandonar el teatro. Aún recordaba con toda claridad el juego de las golondrinas al anochecer, cuando, volando bajo las construcciones escenográficas de cartón piedra, les daban misteriosamente vida, impregnadas de verdaderos graznidos de dolor, de verdadera sangre. Aquella última noche siracusana estaba invitado a cenar en casa de unos amigos a los que llevaba tiempo sin ver. Fuera del teatro vacilé un momento, sin saber si dar un largo paseo hacia Ortigia e ir después directamente a casa de mis amigos o bien pasar primero por el hotel. Decidí esto último, sobre todo para cambiarme el traje, pues se me antojaba que el que vestía todavía apestaba a pescado.

Al entregarme la llave de mi habitación, el conserje me dijo que alguien había llamado hacía unos minutos para preguntar si yo había regresado, pero no había querido dejar nombre ni teléfono.

No debía de ser nada importante, pues, de lo contrario, el anónimo comunicante me habría brindado la posibilidad de llamarlo a mi vez. Subí a la habitación.

Grande fue mi sorpresa cuando, al pasar los objetos personales de un traje a otro, en el bolsillo izquierdo de la chaqueta que llevaba en el teatro descubrí una nota que no recordaba haber puesto allí.

La nota, aproximadamente media página arrancada de un cuadernito cuadriculado, estaba dirigida «al escritor Andrea Camilleri», y el texto sin firma consistía en un verbo en infinitivo, «telefonear», un adverbio de tiempo, «enseguida», y un número de teléfono. Pero había una inquietante posdata: «Llamar desde una cabina pública.»

No me cupo la menor duda: aquella nota me la había metido en el bolsillo aquel desagradable individuo sentado a mi lado y que muy probablemente había sido enviado al teatro sólo con ese propósito.

Me lo confirmó inmediatamente el conserje: sí, la víspera, mientras yo estaba cenando, una voz femenina había preguntado por el número de mi localidad en el teatro. Se había enterado de mi llegada a la ciudad por la televisión y quería encontrar una plaza libre a mi lado.

Pedí al conserje que llamara a la oficina de información para que le facilitaran el nombre y la dirección del titular del teléfono que figuraba en la misteriosa nota. Poco después el conserje me llamó para decirme que la oficina en cuestión no podía responder a mi pregunta porque se trataba de un número reservado que no constaba en la guía.

Empecé a olfatear un aire de misterio. Además, yo escribo novelas policíacas y tiendo, por deformación profesional, a ver posibles intrigas en cualquier hecho que no resulte inmediatamente claro, más aún, iluminado en todos sus ángulos por una luz meridiana.

Movido por esa curiosidad repentina, terminé de vestirme a toda prisa, salí del hotel y, en la primera cabina que encontré que funcionaba, marqué el número escrito en la nota. El teléfono sonó largo rato, y ya estaba apunto de colgar cuando contestó una voz masculina muy educada, pero con cierto timbre autoritario:

¿Diga?¿Con quién hablo?

Decidí jugar con las cartas sobre la mesa, tanto más porque corría el riesgo de llegar tarde a casa de mis amigos.

Mire, soy…

No diga nombres. Hablo yo. ¿Usted es quien ha encontrado una nota con este número?

– Sí.

Muy bien. Yo se la hice llegar.

Pues entonces quisiera saber qué…

Déjeme hablar a mí, por favor -me interrumpió-. ¿Le sería imposible quedarse en Siracusa hasta mañana por la noche y marcharse pasado mañana?

Él sabía que mi intención era trasladarme a Catania a la mañana siguiente; yo se lo había dicho al periodista de la televisión. Reconozco que, llegado a este punto, la curiosidad estaba carcomiéndome.

No si se trata de algo que merezca la pena…

El hombre soltó una risita.

¡Vaya si merece la pena!

¿Podría indicarme…?

La voz se volvió brusca:

Perdone, pero esta conversación ya está durando demasiado. Vaya tranquilamente a cenar con sus amigos.

Pero ¿cómo demonios se había enterado de la invitación de mis amigos? Yo no lo había mencionado al periodista.

Pues entonces, ¿cómo nos ponemos de acuerdo, señor…?

No aceptó mi invitación a revelarme su nombre.

Mañana a las nueve habrá un automóvil esperándolo en el aparcamiento del hotel. Esperará media hora. Ni un minuto más. Si usted no da señales de vida, ya no insistiré. En todo caso, no vuelva a llamar a este número.

Colgó sin despedirse.

Aquella noche creo que no estuve muy brillante con mis amigos. Me distraía constantemente, me repetía, incluso perdí el hilo de la conversación dos o tres veces. Por mucho que me esforzara, sólo podía pensar en la misteriosa cita del día siguiente.

En el momento de la despedida, leí en los rostros de mis amigos algo entre la turbación y la melancolía: seguro que me habían encontrado muy, y peligrosamente, envejecido.

Antes de irme a dormir me tomé una dosis doble de somnífero; de no haberlo hecho, seguramente no habría pegado ojo.

A las nueve, en cuanto bajé, el conserje me dijo que un coche me esperaba en el aparcamiento, un BMW negro.

Salí. Era una espléndida mañana de mayo de colores resplandecientes.

Enseguida me llevé una sorpresa no tan agradable. El hombre que me esperaba manteniendo abierta la puerta trasera del automóvil era el mismo que se había sentado a mi lado en el teatro, el que me había puesto la nota en el bolsillo. Observé que esta vez llevaba chaqueta y confié en que no apestara a pescado.

En cuanto me vio, sacó un móvil, habló muy brevemente y volvió a guardárselo en el bolsillo.

Buenos días -me saludó, mirándome como si jamás me hubiera visto. Y me entregó una nota que leí mientras el vehículo se ponía en marcha.

Distinguido profesor Camilleri:

Le agradezco que haya aceptado mi invitación.

Le pido disculpas por algunas limitaciones indispensables a las que deberá someterse. Se lo explicaré todo.

Hasta pronto.

Iba a guardármela en el bolsillo cuando el chófer dijo:

Démela.

– ¿Qué?

La nota.

Se la devolví. Conduciendo con los codos, hizo pedazos el papel y lo arrojó por la ventanilla. Después no volvió a abrir la boca. En cuanto salimos de Siracusa, decidí preguntarle:

¿Puede decirme adonde vamos?

No respondió. ¿Fingía no haberme oído? Entonces, molesto y para obligarlo a responder, le di un golpecito en el hombro.

¿Eh?

Le repetí la pregunta. Esta vez tampoco contestó, pero sacó el móvil del bolsillo y, sosteniéndolo de manera que yo no pudiera verlo, marcó un número sin mirar el teclado y habló tan quedo que sólo me llegó un confuso murmullo. Sin duda estaba preguntando si podía decirme adonde nos dirigíamos.

Por la zona de Bronte -me respondió al fin.

Comprendí que era inútil hacer más preguntas y decidí disfrutar del trayecto. Que no sería muy corto si desde Siracusa teníamos que llegar hasta las laderas del Etna.

De Bronte, donde jamás había estado, sabía muy pocas cosas, pero la más importante para mí era que allí se producían pistachos, a los cuales soy muy aficionado. Las otras eran que un Borbón la convirtió en ducado y se la regaló al almirante Nelson, y que Nino Bixio ejerció en 1860 una feroz represión contra los campesinos que habían creído que la llegada de Garibaldi acarrearía el final de los derechos de los terratenientes. También había leído un relato corto de Verga sobre aquella revuelta campesina y recordaba vagamente haber visto una película sobre el tema.

El viaje fue más largo de lo previsto porque el chófer se empeñó en seguir pequeñas carreteras secundarias, a menudo maltrechas, por las que se veía obligado a circular muy despacio. Pero yo no me atreví a preguntarle el motivo.

El paisaje, por suerte para mí, era muy agradable. Una tierra rebosante de agua y, por consiguiente, casi descaradamente fértil, sin aquellas inmensas extensiones de árido territorio amarillo que se encuentran en la provincia de Agrigento, donde nací y viví mi primera juventud.

Bronte ni la vi. Vi una señalización donde ponía que faltaban dos kilómetros para llegar. Pero, poco después del cartel, el chófer detuvo el vehículo, bajó, abrió la puerta posterior y se sentó a mi lado. Lo miré con asombro.

¿Qué ocurre?

Tengo que ponerle esto.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de gran tamaño, que se identificó de inmediato por su penetrante olor a pescado: era el mismo que llevaba la víspera alrededor del cuello.

Pero ¿de veras es necesario?

Eso me han dicho que haga y eso hago.

Al moverse se le abrió la chaqueta y entrevi la culata de una pistola. Cabía esperarlo. El hombre me vendó los ojos y me anudó el pañuelo a la nuca. A continuación oí que se apeaba.

Tendría que tumbarse en el asiento.

¿Eran ésas las «limitaciones indispensables» a las que se refería la nota? Por otra parte, yo había aceptado participar en aquel juego, así que no podía (y, lo admito, tampoco quería) rebelarme.

Obedecí. El hombre regresó a su asiento y reanudamos la marcha.

Al cabo de un rato comprendí que el chófer estaba dando tortuosas y deliberadas vueltas para confundirme: ora recorríamos carreteras asfaltadas, ora nos tambaleábamos por caminos de carros. Seguimos adelante de esa manera durante casi una hora, y finalmente nos detuvimos.

Puede quitarse el pañuelo y bajar.

Nos encontrábamos en el patio de una granja muy bien cuidada y rodeada por altos muros de piedra.

¿ Tiene móvil?

– Sí.

Démelo.

Se lo entregué y él se lo guardó en el bolsillo. A continuación subió al automóvil y se fue. Me quedé perplejo en el centro del patio. Todas las ventanas de la casa estaban cerradas, el portalón también. Experimenté un estremecimiento de frío y volví a ponerme la chaqueta que me había quitado en el coche. El lugar debía de estar a no menos de ochocientos metros de altitud.

Empecé a arrepentirme de haber aceptado tan estúpidamente aquella invitación. De repente me asaltó una idea que me hizo sudar pese al frío: ¿y si fuera una broma organizada a mi costa? «A ver si en este momento una cámara oculta está grabando tu solemne estupidez», me dije.

Con cierto alivio, oí acercarse un automóvil. El coche entró derrapando en el patio. Se apeó un cuarentón muy elegante, jadeando como si hubiera efectuado la carrera a pie. Me tendió una mano que estreché maquinalmente.

Soy Gianni. Perdone mi retraso. Venga, venga.

No me dijo su apellido, pero su voz era distinta de la que me había contestado por teléfono. Abrió el portalón, que estaba cerrado con varias vueltas de llave. Enseguida me di cuenta de que la granja inducía a engaño. Me explicaré mejor: la parte exterior del edificio era la propia de una casa rústica de dos plantas, muy bien cuidada, tal como he señalado, pero el interior era el de una villa aristocrática. Los pocos muebles dieciochescos del amplio vestíbulo, del que partía una escalera de madera noble que conducía al piso superior, eran, por lo poco que yo entiendo, de gran valor.

El sedicente Gianni abrió una puerta, me hizo pasar a una amplia y ordenada biblioteca, y me invitó a sentarme en un mullido sillón.

¿Le apetece un café?

La verdad es que lo necesito, gracias.

Se retiró. Yo me levanté y fui a echar un vistazo a una de las cuatro estanterías. En la parte inferior, junto al escritorio, había una toma telefónica, pero no se veía el aparato. Quizá lo habían retirado por miedo a que yo hiciera una llamada.

Todos los libros de aquella estantería se referían a la historia y la cultura de la isla: estaban Vigo, Amari, Pitre, Guastella, Salomone-Marino, la Historia de Fazello… La estancia estaba caldeada por un viejo radiador de hierro colado. Empecé a sentirme más a gusto. Me di la vuelta porque alguien acababa de entrar en el estudio. Una anciana campesina portando una bandeja. La depositó encima del escritorio y se retiró sin decir palabra. Me apresuré a beberme el café, que era verdaderamente bueno.

Después oí el ruido de un nuevo coche en el patio. Y al cabo de un rato, un parloteo en la entrada. Volví a acomodarme en el sillón. Un automóvil se puso en marcha y se fue. Entró un cincuentón muy bien vestido y de aspecto muy cuidado, sujetando, cual si fuera una maleta, una caja de madera de gran tamaño con una empuñadura en el centro de la tapa. Debía de ser ligera, pero incómoda de llevar. La depositó en el suelo. Me levanté y nos estrechamos la mano.

Es un gran placer conocerlo. Y le agradezco infinitamente que haya accedido a venir aquí. Me llamo Carlo.

Estuve seguro de que no se llamaba así, como el otro no se llamaba Gianni. Pero aquél era indudablemente el hombre con quien había hablado por teléfono.

Mi amigo, el que lo ha recibido… -Vaciló ligeramente; quizá ya no recordaba el nombre falso de su amigo-. Gianni, eso es, ha tenido que irse deprisa y pide disculpas por no haberse despedido. Es el propietario de esta casa. ¿Vamos?

Lo seguí sin hacer preguntas. En el vestíbulo abrió otra puerta. Un comedor con una alargada mesa puesta para dos comensales. Cubiertos de plata, vasos de cristal, mantel y servilletas bordados a mano y con alguna que otra minúscula mancha amarillenta que revelaba su venerable edad. Carlo me ofreció un vino blanco espumoso e inmediatamente después la campesina nos sirvió de primero un risotto exquisito.

En cuanto nos sentamos a comer, mi anfitrión sacó de un bolsillo mi móvil y me lo devolvió.

Pero tiene que darme su palabra de honor de que no hará ninguna llamada durante el tiempo que permanezca aquí.

De acuerdo, se la doy. Pero usted tendría que explicarme por lo menos el porqué de todas estas precauciones, que me parecen, perdóneme, bastante ridículas.

Ya debería haber comprendido que estas precauciones las tomo exclusivamente en su propio interés.

¡¿En mi propio interés?!

Sí, para evitarle futuras molestias. No sería agradable para usted que su nombre se asociara de alguna manera al mío.

No entiendo.

¿Lo entenderá mejor si le digo que desde hace más de un mes estoy, digamos, ilocalizable?

Comprendí. ¡Un fugitivo de la justicia!

El risotto que acababa de terminarse me hizo una masa en el estómago. La campesina entró, retiró los platos y al cabo regresó con el segundo: conejo a la cazadora.

¿Es de su gusto? Si no es así…

No se moleste; está muy bien.

Poco después, Carlo retomó su discurso:

Cierta investigación, que teóricamente no tendría ni que haberme rozado, me ha implicado de lleno. Por consiguiente, mis teléfonos están pinchados; mi casa y mi despacho, vigilados; la correspondencia, interceptada. Además, estoy seguro de que, en cuanto ponga un pie fuera de Sicilia, me detienen. Por eso he tenido que renunciar a ir a verlo personalmente a Roma, tal como habría deseado, y he tenido que aprovechar su breve estancia entre nosotros.

Lo miré, sorprendido.

¿Usted quería ir a Roma para reunirse conmigo?

Sí. Para darle a leer una cosa.

Me sentí un poco decepcionado. Seguramente era uno de esos lectores que me mandan relatos de su vida y me exhortan a sacar de ellos una novela. En general son historias triviales, traiciones conyugales, testamentos destruidos, falsos testimonios, estafas de las que alguien ha sido víctima… Con suerte, la historia que Carlo quería contarme sería un poco más interesante que las habituales, pero nada más. De repente, sin embargo, empecé a sentir un sudor frío. ¿La caja que había llevado consigo contenía lo que pretendía hacerme leer? En tal caso, mi permanencia en la granja habría de durar necesariamente varios meses. Una especie de secuestro con propósito no de lucro sino de lectura.

Se trata de una promesa que le hice a mi mujer -prosiguió Carlo-. Murió hace tres meses. Siempre fue una apasionada lectora suya. Sufrió mucho en los últimos tiempos. Pero la lectura de sus novelas conseguía distraerla hasta el punto de hacerla sonreír. No sé si usted podrá comprender alguna vez, perdone que se lo diga, hasta qué extremo se lo agradecía ella.

Experimenté una pizca de orgullo: o sea, que mis libros no eran tan inútiles como sostenía buena parte de la crítica, si habían servido para algo. Un efecto placebo, por supuesto, pero efecto al fin.

Antes de morir -continuó-, me hizo prometer que correspondería a la ayuda que usted le había prestado. Le pregunté cómo. Y ella me dijo lo que tenía que hacer.

¿O sea?

Ya lo verá.

Terminamos de comer, tomamos café y regresamos al estudio. Carlo despejó cuidadosamente el escritorio y me indicó que me sentara en la silla de respaldo alto que había detrás. Después abrió la caja, que al entrar había dejado en un rincón, sacó una maletita de plástico y dos grandes envases rectangulares también de plástico, y los depositó delante de mí sin abrirlos.

Primero debo explicarle una cosa… ¿Usted conoce a Caravaggio?

La pregunta fue tan inesperada que me provocó un momento de absoluta imbecilidad.

¿El pueblo o el pintor?

El pintor, naturalmente.

Bueno, he visto algunos cuadros suyos… y he hojeado algunos libros de reproducciones…

Poca cosa, a decir verdad. Me avergoncé ligeramente. Ah, sí, en mi juventud había visto una mediocre película acerca de él, protagonizada, si no recordaba mal, por Amedeo Nazzari.

¿Sabe algo de su vida?

Lo que sabe todo el mundo. El pintor maldito, el asesino, la condena a muerte… He leído también una biografía que…

Me interrumpió:

¿Sabe quién era Mario Minniti?

Sí, lo mencionaban en aquella biografía. Un pintor, íntimo amigo de Caravaggio.

Bien. Mi mujer pertenecía a la familia Minniti, aunque no llevara el apellido. Un día, cuando ya estaba casada conmigo, recibió una herencia. Una vieja casa, en cuyo desván hizo un descubrimiento increíble. Mi mujer era profesora de Arte. Comprendió enseguida que había encontrado unos escritos autógrafos de Caravaggio. Absolutamente desconocidos.

Experimenté un sobresalto, presa de la emoción. Pero enseguida me entró la duda.

¡¿Unos escritos de Caravaggio?! Si no recordaba mal, no se conocían más que dos o tres muy breves, ¡recibos de pagos y cosas parecidas! Resultaba evidente que Carlo estaba burlándose de mí.

Pero ¿con qué propósito? ¿Acaso pretendía involucrarme en alguna especie de estafa, sirviéndose de mi nombre para vender mejor aquellos papeles seguramente falsos? Decidí dejarle claro que no sería fácil engañarme. Esbocé una sonrisita irónica.

Un tratado sobre pintura, supongo…

No comprendió o no quiso darlo a entender. Es más, fue como si percibiera las dudas que me habían asaltado.

Entiendo que pueda parecerle increíble. Le diré que mi mujer (se llamaba Elena) sometió los papeles a pruebas periciales secretas, muy caras por otra parte, que confirmaron su autenticidad. Elena, nunca comprendí sus motivos, jamás quiso darlos a conocer. En esta maletita están también las pruebas periciales… Pero antes de los papeles de Caravaggio, quisiera mostrarle otra cosa.

Cogió el primer envase y sacó un extraño objeto que me colocó delante.

Muy viejo, en parte carcomido, de clara confección artesanal, el objeto consistía en una base de madera de unos setenta centímetros de longitud y unos cuarenta de anchura, sobre la cual descansaba un rectángulo también de madera. En la parte delantera del rectángulo, abajo y hacia el centro, había un agujero con una lente. A pocos milímetros de distancia, tres pequeñas tablas de madera formaban una especie de caja. La pared interior, la situada detrás de la lente, estaba cubierta por un espejo demasiado viejo para reflejar algo, pero en la parte superior del mismo había algo parecido a una cortinilla blanca enrollada.

¿Comprende de qué se trata? -me preguntó Carlo.

Me parece una pequeña cámara oscura.

Bravo. Sólo que no proyectaba las figuras sobre el espejo, sino sobre el trozo de tela. Esto fue construido por Caravaggio con sus manos. Por lo menos, eso sostenía Elena.

A ver si lo entiendo: ¿Caravaggio recurrió a semejante artilugio? ¿Me está diciendo que trabajaba con el método del calco?

Elena aseguraba que sí. Y puesto que esa revelación me decepcionó un poco, mi mujer me explicó que eso no disminuía para nada la grandeza del pintor. Él no era el único que utilizaba instrumentos similares. Me citó los nombres de Van Dyck y Rafael. Me convenció. Pero jamás consiguió convencerme de que este pequeño modelo lo hubiera construido el propio Caravaggio.

¿Por qué?

Verá… ahora mismo le enseño el segundo modelo. Elena encontró los dos junto a unos cuantos dibujos. Ella ansiaba que al menos uno fuera de Caravaggio y los mostró a dos grandes expertos. Nada: los dibujos eran de Minniti. Entonces le planteé la hipótesis de que los pequeños modelos, al igual que los dibujos, pertenecieran a su antepasado. Pero ella se mantuvo siempre fiel a su convicción.

Carlo volvió a colocar el artilugio en su sitio y abrió el segundo envase. Lo examiné un buen rato sin conseguir aclararme.

El objeto era tan viejo como el primero. Estaba constituido en parte por otra cámara oscura, pero muy modificada, con unas gruesas lentes y espejos sobre tres paredes, mientras que el plano de la base presentaba diez centímetros más de longitud y tenía, enfrente de la cámara oscura, una pequeña madera corredera por delante y por detrás, con una lente central. De los bordes de esa lente asomaban innumerables cuerdecitas de distintas longitudes y diversos colores.

¿Qué cree usted que es?

Con toda seguridad otro aparato óptico. Pero no consigo comprender para qué puede servir.

Ni siquiera mi mujer lo logró al principio. En los papeles de Caravaggio, éste se refiere a un instrumento que llama «reflector». Tal vez eso que tiene usted delante sea el modelo. O a lo mejor se refería al otro. Después mi mujer llegó a la conclusión, con la ayuda de un grabado de Durero, de que Caravaggio se había inventado un sistema muy particular para corregir los errores de perspectiva debidos al hecho de que, trabajando sobre imágenes reflejadas, tenía que actuar por medio de desplazamientos sucesivos de las lentes, que, por si fuera poco, en aquella época invertían las imágenes. Lo cual explicaría los errores de perspectiva que muchos estudiosos han descubierto en obras famosas como La cena de Emaús, por ejemplo.

No conseguí reprimir una sonrisa.

¿Por qué sonríe?

Porque yo también he oído esa historia de los errores de La cena. La mano derecha de Pedro que, estando más retirada, debería ser más pequeña que la de Jesucristo, o bien un cesto o un plato que aparecen en posición horizontal con respecto a la mirada del espectador mientras que la mesa en que descansan se presenta vista desde arriba… Por supuesto que, para un aparejador, se trata de vulgares errores. Pero ¿a nadie se le ha ocurrido pensar que pudieran ser errores deliberados?

Sin contestarme, Cario volvió a colocar el segundo artilugio en su envase.

En cualquier caso, nuestra discusión es inútil, puesto que es imposible demostrar que estos modelos los haya construido Caravaggio.

Devolvió ambos objetos a la caja. Regresó después al escritorio, abrió la maletita de plástico y sacó una especie de gruesa carpeta protegida por dos láminas muy finas de conglomerado de madera.

En cuanto tuve delante las hojas finalmente sueltas, experimenté una intensa emoción.

Porque su absoluta autenticidad la proclamaban a viva voz el olor del papel y la tinta seculares, ciertos encrespamientos de las hojas ya grabados como leves cicatrices, las manchas a veces amarillas y a veces amarronadas que el tiempo dibuja en la piel del hombre y en el papel que el hombre utiliza para dar testimonio de su propia existencia. Es cierto que un buen falsificador podría haber reproducido los signos externos del tiempo transcurrido; ahora bien, jamás la autenticidad de una larga y lentísima descomposición.

Estas son las pruebas periciales -dijo Carlo, sacando unos cuantos legajos de la maletita.

Lo miré. No sabía qué decir, esperaba impaciente las instrucciones.

Usted puede quedarse tranquilamente aquí a leerlo todo. Nadie lo molestará. Si necesita algo, asómese al vestíbulo y llame a Anna a voces. Yo ahora tengo que irme. A las ocho de esta tarde regresará la persona que lo ha acompañado aquí y lo devolverá en coche a Siracusa.

¿Puedo… puedo copiar algún párrafo?

Sonrió.

Ya lo tenía previsto. En el cajón de la izquierda encontrará papel y bolígrafos.

Entonces me tendió la mano. Me levanté y se la estreché.

Se lo agradezco en nombre de mi mujer. Y también en el mío propio, por haberme apartado durante unas horas de mis problemas.

Buena suerte -se me ocurrió decirle.

La voy a necesitar.

Pasé varias horas leyendo y copiando; ni siquiera necesité ir al cuarto de baño o llamar a la campesina para que me preparara café. A las ocho oí entrar un automóvil en el patio.

De mala gana volví a colocar los papeles entre las dos láminas de conglomerado que los protegían y los metí en la maletita, y ésta en la caja. La cerré. El chófer entró sin saludar y, tras recoger la caja, me preguntó receloso:

¿Está todo?

Quédese tranquilo, está todo.

Salimos y el hombre depositó la caja en el maletero del coche. Luego cerró el portalón con llave.

Recuerde que en la casa está…

Anna sale por la puerta de atrás.

Podía haberme ahorrado el papel de imbécil. Estaba apunto de subir al vehículo cuando el chófer me retuvo.

Tenemos que hacer lo mismo que cuando hemos venido -dijo, sacándose del bolsillo el consabido y pestilente pañuelo.

Me dejé vendar los ojos. Antes de subir, me quité la chaqueta. Ambos bolsillos estaban repletos con todas las hojas que había escrito y sin duda me habrían molestado.

Durante el viaje de vuelta no intercambiamos palabra. Llegué tarde al hotel; el restaurante ya estaba cerrado y me conformé con dos bocadillos. Subía la habitación y me asomé a la ventana. Hacía más de un mes que había decidido dejar de fumar, pero por precaución llevaba siempre un paquete de cigarrillos. Lo saqué, encendí uno y lo apagué enseguida. No sé por qué, pero el deseo de fumar se había ido tal como había venido. Permanecí así cosa de una hora. La noche parecía imaginaria en su perfecta belleza. De repente me llegó el delicado perfume de los jazmines. La verdad es que se me antojó demasiado y me fui a la cama.

Creía que no podría pegar ojo a causa de las emociones de la jornada, pero nada más tumbarme me quedé dormido.

A las nueve sonó el despertador, a las diez llegó el taxi para conducirme a Catania. Cuando llevábamos unos diez minutos de viaje, empecé a experimentar cierta molestia por tener que quedarme un día más en la isla. Tenía la curiosa sensación de haber permanecido allí no tres días sino meses, años. Entonces le pedí al chófer que me llevara al aeropuerto.


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