Marchamos de madrugada, antes de que el tiempo se estropease definitivamente. Yo creía que nos iríamos en soledad, pero los niños vinieron a congregarse a la puerta de la escuela y, antes de agitar sus manitas y convertirse en pequeñas manchas en lontananza, nos ofrecieron pescado para los perros y unas maravillosas manoplas para mí.
Me despedí con pena y viajé en silencio digiriendo las revelaciones de la vidente y mi condición de madre de la elegida.
Gunnar azuzaba a los perros con energía y a veces me miraba de hurtadillas de una forma que yo no sabía interpretar. ¿Estaba preocupado por mí? ¿Sentía algún recelo? ¿Intuía que yo era especial? A pesar de todo no preguntó. Los dos respetábamos tácitamente nuestra intimidad y ése era uno de los rasgos que más agradecía de él.
Durante todo ese día y los siguientes nos fuimos cruzando con los cazadores que regresaban de sus cacerías para pasar el duro invierno en sus poblados. Nos miraban extrañados y algunos se detenían para advertirnos de que íbamos en la dirección equivocada. Nosotros les respondíamos que nos dirigíamos, esa vez sí, al fin del mundo. Y todos teníamos razón.
Cumplí dieciocho años sobre un trineo. Fue en otoño, mientras la ventisca me obligaba a cubrirme la cara y el frío iba calando mis estupendas manoplas hasta adormecerme los dedos de las manos. Pero no me importaba. Era muy joven y estaba ansiosa por llegar a un lugar remoto donde sólo estuviésemos Gunnar, yo y nuestra pequeña. Gunnar velaría por ella, nada malo nos podría suceder en la soledad de las llanuras blancas. Y esa noche, lo recuerdo muy bien, Gunnar me había reservado una sorpresa maravillosa. Me regaló unos pendientes de rubíes, rojos como fresas salvajes, rojos como la sangre, brillantes y luminosos. Los había retirado del tesoro y no sabía que yo, enamorada de su color, ya me los había probado. Eran las primeras joyas que alguien me regalaba. Luego me hizo apagar unas velas insistiendo en que formulase mi deseo. Y lo hice. Deseé liberarme definitivamente de mi infancia. Y por fin, me tomó de la mano y me vendó los ojos.
– Es una sorpresa. Yo te guiaré.
Él mismo me abrigó, abrió la puerta de la cabaña en la que nos habíamos guarecido y salimos al exterior. Esperamos un rato, comencé a impacientarme, pero Gunnar iba cantando una melodía en mi oído para apaciguar mis nervios y me iba frotando los brazos para que el frío no me calase. De pronto, contuvo la respiración un instante, me arrancó la venda de los ojos y gritó:
– ¡Feliz cumpleaños!
El espectáculo era maravilloso, el cielo estaba jaspeado de luces verdes, incandescentes que titilaban suspendidas en la noche.
– ¿La aurora boreal?
– La primera del largo invierno.
Nos extasiamos juntos contemplándola. No me importó el frío de la noche ni la soledad de la tundra. Fue mi último gran momento de felicidad.
Poco a poco me di cuenta de que Gunnar, ocupado en guiar el trineo hacia el Norte, se iba dejando engullir por el silencio de la blanca inmensidad. Estaba más serio y algo le preocupaba y le hacía girar la cabeza constantemente mientras viajábamos. Llevaba el rifle cargado junto a él y todas las noches salía a inspeccionar el terreno para luego regresar a dormir junto a mí en esas minúsculas cabañas que jalonaban nuestra ruta y que compartíamos a veces con otros cazadores: apenas cuatro metros cuadrados de madera, con una balda donde dormíamos y comíamos. Gunnar se echaba a mi lado, acariciaba mi pelo y me explicaba una leyenda vikinga con su voz tranquilizadora. Gunnar conocía todos los recodos del camino y llegaba a los refugios aunque los bloques de hielo de las bahías o la nieve profunda nos desviaran de las trazas de los trineos y nos obligaran a ralentizar nuestra marcha.
Una mañana, una fuerte ventisca nos impidió salir y quedamos encerrados en una cabaña junto con un padre y un hijo, cazadores los dos, que acarreaban una buena provisión de focas para el invierno. Gunnar y yo les invitamos a tomar té caliente y pescado seco. Era una experta en preparar tazas de té y café con el hornillo, y en hervir pescado en cualquier circunstancia. Y mientras bebíamos el té, los perros ladraron y Gunnar, raudo, cogió su rifle, se abrigó y salió a la intemperie. Tardaba y yo me impacienté. El muchacho me tranquilizó.
– Es el oso.
– ¿Qué oso?
– El oso blanco que sigue vuestras huellas.
Me quedé pasmada. Así pues esa presencia que inquietaba a Gunnar y por culpa de la cual iba torciendo la cabeza era un oso blanco. Y debía de serlo, porque Gunnar llegó malhumorado y maldijo a los osos que importunaban a los perros.
Luego sacó pescado seco e invitó a los cazadores inuits. Y más tarde, los cazadores inuits correspondieron a nuestra amabilidad invitándonos a un plato exquisito: hígado de foca crudo. Lo rechacé amablemente, pero Gunnar me obligó a aceptarlo y me aconsejó que me gustase. La dieta de pescado y carne crudos aportaba el doble de calorías y en esas latitudes la energía era fundamental. La carne cruda me parecía lo más asqueroso del mundo, pero las vísceras eran aún peor. El inuit insistió argumentando que era un hígado reciente, casi acabado de matar. Quise vomitar, pero Gunnar fue implacable y me riñó por mi descortesía. Rechazarlo era un insulto y tuve que aceptar el bocado caliente. Mi único consuelo fue que tras esa experiencia ya nunca podría morirme de asco, puesto que acababa de ingerir el producto más viscoso, amargo y repugnante del mundo.
Al marchar de la cabaña con su simple rifle al hombro y su viejo transistor, los inuits dejaron pescado seco, harina y grasa para los viajeros que llegaran después de ellos. Aprendí de su ejemplo que un refugio, un plato y una lumbre en el Ártico podían significar la fina línea que separa la vida de la muerte.
El viaje fue haciéndose más duro. Las cabañas fueron distanciándose, el tiempo empeoró y la inquietud de Gunnar estaba presente cada noche. A pesar de que le pregunté por sus frecuentes paseos y sus obsesivos rastreos alrededor del campamento, Gunnar negó que ningún oso nos siguiese y justificó que actuaba así por precaución.
Nos habíamos repartido las tareas. Viajar en el Ártico era una labor de equipo y necesitaba compenetración y eficacia. Cuando Gunnar me indicaba que esa noche montaríamos campamento, ya sabía que eso significaba una hora más de trabajo antes de la cena. Teníamos que desembalar la tienda y montarla con relativa rapidez. Y dentro, en un espacio ridículo, nos desenvolvíamos para cocinar, quitarnos la ropa mojada, secar botas y guantes, limpiar cacharros, ordenar el material y asearnos lo mínimo. Pero mentiría si dijera que añoraba las comodidades de la civilización. No era cierto. Había algo primitivo en esa huida disparatada hacia la nada que me hacía olvidar los lujos de la civilización.
Estaba enamorada, escapaba de Baalat y las Omar y protegía a mi pequeña. Por esas tres razones no me importaban las estrecheces y dormía, sin pesadillas, abrazada a Gunnar. Y cuando empezó el frío, Gunnar optó por encender el hornillo dentro de la tienda. Era lo que hacían los esquimales, aunque los occidentales se echaran las manos a la cabeza. En aquellos momentos, en pleno mes de octubre, las temperaturas ya rondaban los diez grados bajo cero y de noche caían en picado hasta los veinte o treinta. Si no encendíamos el hornillo se aliaban fatalmente la inmovilidad y el frío de la noche y corríamos el riesgo de congelarnos. Mis pies empezaban a estar casi siempre adormecidos y doloridos y comencé a preguntarme si el viaje duraría mucho más.
Lo cierto es que el trineo cargado de provisiones con el que salimos fue aligerando el peso a medida que los perros devoraban el pescado. Ya no los temía cuando los veía pelear entre ellos, morder los arneses o lanzarse a la desbandada sobre el pescado que yo misma les daba cada noche antes de que se enterrasen bajo la nieve y desapareciesen completamente a veces varios metros bajo tierra. Mi sospecha se confirmaba: cada día comprendía mejor sus ladridos, entendía sus llamadas y los significados de sus gemidos. Y eso me impidió obsesionarme con la idea de que uno de ellos fuera Baalat y acabase conmigo. Pero aunque yo interpretaba sus rencillas y sus necesidades, era Gunnar quien daba las órdenes, los guiaba buscando trazas de otros trineos y les ayudaba a sortear las muchas trampas que iba presentando el hielo. Porque era Gunnar quien mandaba y quien dirigía la expedición.
El viaje era intenso, duro y a veces hermoso, pero en absoluto monótono, y pronto se cobró su primera víctima. Un perro llamado Iouq tuvo que ser sacrificado tras quebrársele dos patas en un salto espectacular. Atravesábamos una zona de hielo difícil y en movimiento y nuestros perros, haciendo alarde de su buena disciplina, saltaban de un bloque a otro sin descanso. Hasta que Iouq aterrizó con tan mala fortuna que oímos con claridad el crujido de los huesos. El dolor era insoportable para el pobre animal y no podía moverse. Fue lo menos grave dentro de la desgracia que podría haber ocurrido y Gunnar le pegó un tiro con su rifle porque era lo más piadoso, aunque a los dos se nos encogió el corazón. Me consolé pensando que, afortunadamente, el trineo había salido intacto.
El hielo había acabado con el pobre Iouq, y es que la blancura aparentemente idéntica de una primera ojeada era una gran mentira. Bajo ese hielo blanco se escondían corrientes de agua, lagos, bloques de hielo flotantes y hasta icebergs. Era de muchos grosores, calidades y texturas y, aunque iba afianzando su grosor a medida que el frío iba en aumento, en algunos tramos todavía entrañaba el peligro de resquebrajarse a nuestro paso. Así, un día el Ártico nos enseñó sus afilados colmillos y vino a silabearnos al oído que un traspiés o una equivocación podían ser fatales y que podíamos acabar nuestros días engullidos por las frías aguas.
Esa mañana, al poco de comenzar la ruta, cayó sobre nosotros una niebla espesa y compacta que volvió locos a los perros y ralentizó la marcha. Pero Gunnar no quiso rectificar sus planes. Como otras veces, lo noté inquieto y más preocupado por esa presencia que seguía las trazas de nuestro trineo que por lo que teníamos delante. Apenas había visibilidad y el calor hacía sudar a los animales, que tropezaban constantemente porque ni siquiera distinguían el relieve del suelo. Llegué a odiar esa niebla pegajosa que reblandecía el hielo, nos aprisionaba en sus garras húmedas y hería las retinas con una luminosidad tan agresiva. Prefería la ventisca que batía los caminos y borraba las huellas de otros trineos. La niebla agazapada y engañosa me pareció una mala jugada, y así fue.
La oscuridad cayó sobre nosotros mucho antes de alcanzar la cabaña donde teníamos previsto pasar la noche, y nos perdimos. Por primera vez estábamos absolutamente perdidos; sobre nuestras cabezas, ni una sola estrella con la que guiarnos, y bajo las patas de nuestros perros ni una simple traza de trineo que seguir.
Me atenazó la angustia y rogué a Gunnar que montáramos el campamento allí mismo y esperásemos a que la niebla despejase. Gunnar se negó. Algo o alguien le daba miedo y no quería arriesgarse a montar la tienda. Pero en lugar de reconocerlo, argumentó que teníamos que llegar a la cabaña y se mostró tozudo con su idea.
Discutimos.
Por primera vez desde que viajábamos juntos no estuve de acuerdo con él. Ni él conmigo. Yo intuía que si continuábamos adelante algo podía sucedemos y que debía preservarme a mí y a mi hija del peligro.
– Por favor, Gunnar, montemos la tienda aquí.
– La cabaña está cerca.
– No es verdad, reconoce que no sabes dónde estamos.
– Estamos a pocos kilómetros.
– A pocos kilómetros de ninguna parte. Sé que nos hemos perdido aunque no quieras admitirlo.
Gunnar no daba su brazo a torcer. Yo estaba en sus manos, porque para bien o para mal, en un lugar tan inhóspito como el Ártico, dos no pueden disentir y uno siempre manda sobre el otro. Gunnar era el jefe aunque se equivocase. Y Gunnar se equivocó y nos llevó a través de la oscuridad.
Cerré los ojos para no pensar en lo que podíamos encontrarnos. Ante nosotros la negra boca de un túnel sin fin nos tragaba y nos llevaba irremediablemente hacia el peligro, en línea recta. Podía olerlo, podía palparlo y casi grité unos segundos antes de que sucediera. Gunnar, de pie con su látigo azuzando a los perros también gritó, pero demasiado tarde.
Habíamos entrado en un lago helado de hielo fino. El hielo se estaba resquebrajando a nuestro paso y en cualquier momento se abriría ante nosotros para tragarnos junto a nuestros perros. El sonido del hielo crujiendo era aterrador y los perros olían como yo la muerte y ladraban al agua fría. Gunnar los azotaba para que no se detuvieran. Detenerse era sinónimo de hundirse. Me agarré al trineo con una mano mientras con la otra asía mi vara, un reflejo que tenía desde niña cuando sentía un peligro inminente. Y de pronto sentí una culebrilla alocada dentro de mí que zigzagueaba por mi vientre pugnando por escapar de mi miedo. ¡Era mi niña! La notaba. Sentía sus movimientos. Era tan pequeña como mi dedo meñique, pero se movía dentro de mí y estaba tan asustada como yo. O era mi susto que multiplicaba por cien mis pulsaciones y alteraba su descanso. Fuese como fuese, ella me dio fuerzas y puse en juego todo mi instinto. A pesar de la oscuridad veía la salvación.
– ¡A la derecha, gira a la derecha!
El hielo se abrió, negro y frío, bajo las patas de los primeros perros y fue demasiado tarde para dar media vuelta. Lea, Siatq y Qeqertag caían al agua y su empuje fatal nos llevaría a todos hasta el fondo oscuro del lago. En pocos segundos nos precipitaríamos al abismo. El trineo se estaba inclinando y el agua ya había cubierto completamente a la primera línea del tiro, alcanzaba el cuello de Narvik y empapaba mi bota.
Rauda, saqué mi vara y formulé el conjuro para compactar el hielo. Pude detener la caída, pero sabía que por poco tiempo. No podía mantener durante demasiado rato la ilusión de la materia. Era un conjuro difícil, como los que retan al tiempo y al espacio, y delicado para usarlo por esnobismo, pero fundamental en un caso de vida o muerte como era el que en aquel momento me ocupaba.
Gunnar y yo, los dos a la vez, saltamos del trineo y con todas nuestras fuerzas y las del resto de los perros tiramos de los arneses hasta conseguir sacar a nuestros tres cabecillas del agua.
Es increíble la resistencia de esas bestias que, ateridas y chorreantes, no dudaron en continuar liderando la marcha hasta salir, esta vez sí por la derecha, del lago traicionero.
La lucha contra los elementos y el miedo me impidieron advertir lo que me sucedía. Me di cuenta al cabo de un rato cuando, ya a salvo, quise bajar del trineo: me caí de bruces y reparé en que tenía un pie congelado. Se me había mojado la bota completamente y el agua se había convertido en hielo. Carecía de tacto, de sensibilidad, mi pie estaba muerto y ni siquiera podía sacarme la bota. Gunnar la rajó con un cuchillo y me pegué un buen susto. El pie estaba blanco, sin sangre, y en las puntas arrugadas de los dedos las tonalidades azulonas no presagiaban nada bueno. Gunnar lo cubrió con pieles, encendió el hornillo, me hizo masajes para retornar la circulación, puso agua a hervir y me obligó a sumergirlo en una solución salina que me hizo ver las estrellas. Lloré de rabia, pero recuperé mi pie.
Y entonces Gunnar reaccionó de una forma sorprendente. Se cogió la cabeza con ambas manos y se echó a llorar. Nunca lo había visto llorar así. Ver llorar a un hombre como Gunnar era algo tan extraño que me puso la piel de gallina.
– Gunnar, Gunnar, cálmate -fue lo único que atiné a decirle.
Él me abrazó y me besó con las mejillas cubiertas de lágrimas.
– ¡Perdóname, Selene, perdóname!
Su reacción tan desesperada por ese incidente me dejó sin palabras.
– Ya está, ya pasó.
– He sido un irresponsable. Te he puesto en peligro a ti y a la niña. Si os llega a pasar algo, no me lo hubiese perdonado nunca.
– No ha pasado nada -insistí.
Pero yo también sabía que algo estaba pasando y que la confianza en que habíamos basado nuestro amor era tan frágil como el hielo que se resquebrajó a nuestro paso. ¿Se podía amar con una muerte a nuestras espaldas? ¿Con una traición? ¿Se podía amar con mentiras de por medio? ¿Con secretos? ¿Con silencios? Gunnar se estaba alejando de mí y yo lo iba perdiendo a él a la vez que mi alegría; y en lugar del amor surgía el miedo. Ese miedo difuso se instaló en mi vida y llegó con una nueva cara desconocida para mí hasta ese momento. La tristeza.
Día a día el sol iba perdiendo fuerza y la noche iba ganando el pulso.
Día a día notaba cómo mis pechos y mi vientre crecían y me sentía extraña porque había algo vivo en mi interior que se movía como un yoyó juguetón produciéndome unas extrañas cosquillas.
Día a día me iba haciendo mayor y eso provocaba que estuviese más asustada que el día anterior por todo lo que se avecinaba y que no había previsto.
Día a día me iba alejando de mi madre y las Omar y notaba cómo el lazo que me había unido a ellas era más y más quebradizo.
Día a día iba sintiendo el frío agudo como la hoja afilada de un cuchillo penetrando en mi ánimo y helándome las ilusiones.
Día a día fui descubriendo que la determinación de Gunnar en continuar adelante con el viaje poco o nada tenía que ver con el deseo de complacerme.
Y yo, que había comenzado sin tener ni idea de lo que podía significar la noche polar ni el frío ártico, empezaba a sufrir sus efectos devastadores. El invierno se iba manifestando sin tapujos y las tormentas y ventiscas, cada vez más frecuentes, me avisaban de que lo peor aún estaba por llegar.
Y me preguntaba adónde íbamos. ¿Era necesario llegar tan lejos para estar solos? Hacía semanas que no nos cruzábamos con nadie. Nadie vivía en esas latitudes.
A medida que avanzábamos por el inhóspito territorio helado, la noche fue tiñendo la nieve de sombras. Cada noche que pasaba sentía más frío dentro y fuera de mi cuerpo, y cada mañana que levantábamos el campamento para seguir viajando, las horas de luz disminuían y con ellas escapaba la alegría, la esperanza en algo, y se iba haciendo más patente que la noche y la oscuridad se adueñaban de mi ánimo y que la soledad del desierto helado invernal era un virus contagioso.
Estaba cayendo en una profunda depresión, pero Gunnar no se detenía. Incansable, azuzaba a los perros y el trineo volaba hacia ese Norte que nos iba engullendo.
En pleno mes de noviembre me sentí desfallecer. Y en esas circunstancias sucedió algo que confirmó que el miedo de Gunnar no era infundado. Nuestro silencioso perseguidor se cobró una víctima. Una hembra experta y tranquila, Zoe, la última del tiro, desapareció una noche sin dejar rastro. Su arnés estaba raído y a su alrededor hallamos algunas gotas de sangre. Los perros habían ladrado durante la noche y Gunnar, lo recuerdo bien, se había revuelto inquieto. En dos ocasiones salió al exterior de la tienda armado con su rifle y alumbrando con su linterna. Regresó farfullando algo que no entendí y al día siguiente se enfureció muchísimo al descubrir la desaparición de Zoe.
– La osa blanca. La maldita osa blanca ha vuelto a hacer de las suyas.
Me pareció que hablaba con conocimiento de causa.
– ¿La conoces?
Gunnar se justificó:
– No hay duda. Mira las huellas.
Las huellas no me decían absolutamente nada.
– ¿Cómo sabes que es una osa y no un oso?
Gunnar introdujo un dedo en el lugar donde supuestamente había pisado la osa.
– Fíjate en su peso. Como balancea su vientre, sus huellas son más profundas aquí, es una osa.
– ¿Por qué?
– Está embarazada y hambrienta, tiene que comer mucho para hibernar y luego dar a luz al osezno.
Algo me hizo sentir solidaria con la osa. A pesar de que se hubiese zampado uno de nuestros perros, se encontraba en mi misma situación y yo me sentía derrotada y exhausta. Fue una tontería, lo admito, pero me eché a llorar. A lo mejor hacía días que no manifestaba ninguna emoción, a lo mejor era la pena por el triste final de Zoe o esa absurda sensación de que la osa blanca y yo acarreabamos la misma carga. Pero sobre todo lloraba por mí y por mi niña. En aquellos precisos momentos me sentía incapaz de continuar con mi embarazo, cada vez más aparatoso, incapaz de dar a luz y sobre todo incapaz de arrastrar mi vida. Gunnar no podía entenderlo.
– No podré parir, no podré… -sollocé.
– Claro que sí, yo te ayudaré.
– Saldrá mal, me faltarán las fuerzas…
– Es algo natural.
– No es natural, aquí no hay vida, todo está muerto.
Era la apariencia, la apariencia nada más. Sentía que bajo la despiadada blancura del hielo no podía existir nada más que la muerte. Y aunque sabía que bajo los hielos la vida en las aguas árticas existía ralentizada, yo hubiera querido congelarme con el invierno y despertar en primavera. Estaba hecha un témpano.
– Lea también espera cachorros -me dijo Gunnar.
Me quedé a cuadros. Nuestra valiente líder, que arrastraba y dirigía el tiro y defendía su puesto a dentelladas, también se encontraba embarazada. Pero si bien la admiré, su valor no me dio fuerzas, porque no me quedaban.
Gunnar cargó su riñe y me lo mostró.
– No tengas miedo por la osa. Si volvemos a encontrarla, le arrancaré la piel. Siempre he querido tenerla.
Si pretendía tranquilizarme, no lo consiguió. Sólo obtuvo un nuevo episodio de llanto inconsolable.
– No, por favor, déjala tranquila.
Por algún motivo que yo desconocía, Gunnar odiaba a la osa blanca. Sin embargo, yo en esos momentos no podía soportar la idea de que Gunnar matara a una futura madre. La osa, Lea y yo estábamos en las mismas circunstancias. Y para confirmármelo, mi niña se movió. Cogí la mano de Gunnar y la puse sobre mi vientre para que notara sus movimientos. Gunnar hizo el amago de retirar la mano, pero al poco sonrió y palpó con curiosidad los vaivenes de olas que provocaba.
– ¿Tienes miedo al parto?
– Mi madre es comadrona y desde niña la ayudaba en su trabajo.
– ¿Entonces?
– No sé si tendré fuerzas.
Gunnar me abrazó.
– Claro que sí, este viaje no durará siempre.
– ¿Seguro? A mí me lo parece.
– Llegaremos en una semana a lo sumo. Ya veo que estás agotada, pero en cuanto descanses te recuperarás.
Si bien mi madre Deméter me enseñó que dar a luz era algo natural y relativamente sencillo, también sabía que podía haber imprevistos y complicaciones. Y por desgracia, dramas como el de mi prima Leto. Y aunque había querido olvidarme de esa historia, a partir del episodio de la osa no pude quitármela de la cabeza y volvió a surgir una vez y otra, y acabó convirtiéndose en una pesadilla recurrente. Supongo que, como todas las pesadillas, llegó con la fiebre y la enfermedad.
Mi prima Leto parió un niño con dos cabezas que murió al nacer. Yo lo vi, suspiré aliviada cuando murió y preferí no haberlo visto. Ella no lo vio, pero lo llevó en su vientre, lloró por su muerte y lo quiso a pesar de su deformidad. Después de enterrar a su bebé, Leto dejó de hablar y se puso a caminar sin rumbo, sola, para pensar en la vida y la muerte y lo difícil que resulta a veces continuar viviendo. Y para recordarlo por siempre jamás escribía sus memorias y seguía caminando.
Y yo había sido tan irresponsable y tan loca que no había hecho cuentas sobre la fecha de mi parto. A lo bruto había dicho que Diana nacería hacia la primavera, pero la primavera en la latitud ochenta no existía. El mes de marzo era todavía el crudo invierno y no se me había ocurrido que no podría desandar ese camino con un vientre de nueve meses.
Mi hija nacería en el fin del mundo. Era una certeza. Y lo que en un rapto de locura me había hecho ilusión, me iba atemorizando a medida que se aproximaba.
Una semana después del ataque de la osa, las provisiones comenzaron a escasear y los termómetros bajaron hasta los treinta grados bajo cero. Gunnar míe vio tan decaída que intentó animarme asegurándome que pronto llegaríamos a nuestro destino. Y yo, que le había prometido no hacer preguntas, ni siquiera tuve curiosidad por saber a qué destino se refería. Se me había helado el alma y sobrevivía casi por obligación. Atribuí mis temblores y el castañeteo de mis dientes al frío, y mis alucinaciones a la blancura de la nieve, pero la realidad es que estaba ardiendo de fiebre. La enfermedad había acabado por atraparme.
Por fin llegamos a un sitio que Gunnar con orgullo nombró el fin del viaje, y tomamos posesión de lo que sería nuestra casa durante los próximos meses. Era una pequeña cabaña sin comodidades, sin lujos, sin baño, sin agua corriente, pero que me pareció un palacio. Un palacio de hielo, puesto que su exterior estaba congelado, blanco, y refulgía bajo el pálido sol que amablemente nos orientó hasta ella, y luego se ocultó tras las nubes.
Gunnar me obligó a entrar para guarecerme de la tormenta que se había desatado y que levantaba vientos de hasta cien kilómetros por hora y hacía bajar las temperaturas por debajo de los cincuenta grados. Con mucho esfuerzo consiguió calentarla y al abrigo de la calidez de la lumbre me fueron retornando los sentidos y pude darme cuenta de lo que Gunnar estaba haciendo. Tras atar fuertemente a los perros, acarreaba hasta la cabaña grandes cantidades de pescado y carne congelados que sacaba de un pozo cercano a la casa. Así era como los inuits sobrevivían, conservaban su caza y su pesca a gran profundidad bajo el hielo durante años. Era su frigorífico particular y lo tenían repleto de carne y grasa de foca que les abastecía en su ruta y en caso de problemas. Pero eso no era todo. Me fijé en que la cabaña era una gran despensa. En sus baldas se almacenaba un gran surtido de latas de conserva, sopas y purés concentrados, galletas y frutos secos y otros alimentos que, sin ser exquisiteces, nos aseguraban la alimentación básica para los próximos meses.
Esa cabaña estaba preparada y esperándonos. Era una cabaña destinada a nosotros, a los dos, y Gunnar la conocía como la palma de su mano. En un día la dotó de todas las comodidades posibles. Las pieles, los sacos, los utensilios de cocina, de aseo, los hornillos. Todo fue descargado, recolocado y admirablemente ubicado. No dudaba. Sabía dónde colocar la caja de cerillas, los zapatos o la linterna. Conocía cada clavo, cada rincón y cada agujero. Era como el pirata que regresa a la isla del tesoro y sabe exactamente a cuántos pasos del cocotero hace falta cavar y a cuántos metros de profundidad se halla el cofre.
Por fuerza tenía que haber estado ahí antes. Pero aunque sabía que había algo extraño en su comportamiento, no hice preguntas. Estaba demasiado débil.
La cabaña me salvó la vida. A punto estuve de morir y sobreviví porque era joven. Había aguantado el largo viaje, pero las temperaturas de los últimos días habían sido excesivamente bajas y probablemente agarré una pulmonía con fiebres altísimas.
Pasé días y días sin conciencia de dónde estaba ni quién era. En mis delirios gritaba y pedía ayuda. Cualquier sombra, sonido o movimiento me recordaba a Baalat. Sonaba que Baalat me atacaba convertida en una gaviota ártica y me arrancaba los ojos. Gunnar me alimentaba con paciencia y me administraba antibióticos y paracetamol. Sólo lo tenía a él.
Pasaron semanas hasta que salí de mi letargo. Era, lo recuerdo, como estar en el fondo de un pozo con los ojos entornados y desear salir sin conseguirlo. Era como sentir el cuerpo dormido e intentar mover un brazo inerte. Me faltaban las fuerzas y los motivos. La pena del invierno sin sol y el frío habían calado tan hondo que me habían quitado las ganas de vivir. Pero mi cuerpo joven actuó por su cuenta y venció a la fiebre. Por fin, una noche, exhausta, recuperé la conciencia.
Y lo sorprendente era que Gunnar estaba hablando con alguien.
¿Estábamos solos o no?
Con un gran esfuerzo abrí lentamente los ojos.
El camastro que yo ocupaba se encontraba en el rincón más alejado de la puerta de la cabaña y desde mi situación abarcaba con la vista el banco donde se sentaba Gunnar. Iba en mangas de camisa, le había crecido el pelo y me daba la espalda. Y frente a él se sentaba un explorador polar con su enmarañada barba congelada por el frío. Gunnar bebía un té caliente, pero el explorador no tenía nada en las manos. Qué raro. Lo primero que pesaba en el Ártico era la hospitalidad. Me extrañó también que el invitado estuviese vestido con sus pieles y armado con su rifle y que, a pesar del calor que reinaba en la cabaña, la escarcha no desapareciera de su barba ni de su gorro de piel de foca. Su aspecto, realmente, era curioso; emanaba un aire color sepia de foto de daguerrotipo.
Sin moverme ni dar muestras de haberme despertado, me dejé arrullar por su conversación. Era un murmullo agradable; siempre resulta agradable la compañía para los enfermos. Sin embargo, cuando comencé a comprender de qué estaban hablando, dejó de parecerme agradable.
– No puedes negarte a la petición de tu madre -decía el explorador de voz ronca.
Y eso me dejó asombradísima porque además de encontrarnos en el fin del mundo, conocía a la madre de Gunnar.
– Mi madre sabe cuáles son mis condiciones.
El explorador carraspeó.
– Pero no le gustaron nada. Preferiría ocuparse ella misma de esa loba y ayudarla a parir.
No entendía nada. ¿Estaban hablando de la perra Lea?
– Estamos incomunicados, no puedo llevársela -se negaba Gunnar.
El explorador no estaba de acuerdo.
– Sabes que sí puedes. Has llegado hasta aquí, tendrías que acabar el trabajo.
Gunnar estaba nervioso.
– No será fácil quitarle un hijo. Es orgullosa, testaruda y valiente. Es mejor que no sepa nada hasta el final. Olfatea algo en el ambiente.
Pretendían privar a Lea de sus cachorros y me apené por ella. Pero de pronto sonaron todas mis alarmas.
– Y además está muy enferma -añadió Gunnar.
Al decirlo noté el calor de su mirada sobre mi persona y supe que se refería a mí. Me quedé inmóvil, disimulando. Intenté recordar cuántos días había estado enferma.
– Tiene el mal de la noche polar -diagnosticó el explorador.
– Está deprimida, sí -ratificó Gunnar-. Pero la fiebre es por causa de una pulmonía.
El explorador volvió a la carga.
– Su mal le impide defenderse, es inofensiva.
¡Hablaban de mí! Era yo pues el objeto de su charla. No me cuadraban sus palabras, no sabía cómo interpretarlas, cómo encajar las piezas del rompecabezas. ¿Cómo sabían que yo era una loba? ¿La madre de Gunnar estaba cerca de nosotros? ¿Quería ayudarme a parir? ¿Querían quitarme a mi hija?
Gunnar se sirvió más té y no le ofreció al visitante.
– Si la llevo con ella el mal se agravará y no podrá acabar con su embarazo. Morirá de tristeza.
– Le prometiste a la niña.
– Se la prometí y la tendrá, pero no a la madre.
Hablaban de mí, hablaban de mi hija y hablaban sin lugar a dudas de quitármela. Gunnar pretendía separarme de ella y dársela a su madre. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Quién era su madre? ¿Dónde estaba? ¿Qué significaba todo aquello? ¿Era acaso otra pesadilla?
Sí, debía de ser eso. Aún estaba enferma y deliraba. Me pellizqué para despertar, pero continué oyendo la conversación de Gunnar con el extraño visitante que, de pronto, se puso en pie y me señaló.
– Está retornando en sí. Será mejor que desaparezca.
Gunnar no le dio la razón.
– No puede verte.
Y comprendí que el misterioso explorador era un fantasma, muerto desde hacía años, un fantasma a quien Gunnar podía ver y oír, un fantasma que le traía noticias de su madre, un fantasma que era el esbirro de la madre de Gunnar, que por otra parte no estaba lejos de donde nos encontrábamos. Y eso era lo que no me encajaba. No podía ser. Estábamos más allá de cualquier tipo de vida civilizada. La madre de Gunnar no podía residir por casualidad cerca de nuestra cabaña.
Entonces me acordé de la dama de los ojos azules que me observaba inquisitivamente desde su retrato encumbrado. La antepasada de Gunnar no era una inuit que viajaba con su trineo y sus pieles de foca a cuestas. Era una señora principesca, altiva y hermosa. La madre de Gunnar debía de parecerse a la dueña del cofre de joyas, la propietaria del secreter, la orgullosa señora de Arna que no soportaba estar con su hijo pequeño en una vulgar granja. Y de pronto tuve una intuición de bruja: la dama del retrato era la madre de Gunnar. Y no era humana.
Era una Odish inmortal. Y la única Odish inmortal que podía habitar esos confines de hielo era la que las yeguas Omar habían nombrado y contra la que la oráculo inuit me había puesto sobre aviso. ¡La dama de hielo!
Y grité. Grité como una posesa, como una loca a la que estuviesen torturando, grité y me revolví en el camastro llorando, tirándome del pelo y aquejada de un horroroso ataque de nervios.
No podía creer lo que acababa de comprender de pronto, como un bofetón tremendo. No podía asumir de golpe la naturaleza de Gunnar. ¿Gunnar era hijo de una Odish? Gunnar, mi Gunnar. ¿Era un brujo inmortal que me había utilizado a las órdenes de su madre? ¿Gunnar quería arrebatarme a mi niña, la elegida de la profecía, y entregársela a la dama de hielo para que la sacrificase?
No podía admitir que mi viaje hacia la libertad hubiese sido un viaje hacia la traición.
Mi destino, entonces, era mucho más pavoroso de lo que todas las oráculos habían vaticinado.
Yo era como una araña atrapada en mi propia red.
Había caído en una trampa mortal y era prisionera de mi amor. Él era mi único carcelero y el desierto helado que me rodeaba eran las alambradas de esa cárcel de donde nunca conseguiría huir.
Gunnar me abrazó y golpeó mis mejillas para que recuperara el habla.
– ¡Selene, Selene, despierta! Tienes una pesadilla, tranquilízate. Estoy aquí, contigo, nadie puede hacerte daño, no puede pasarte nada.
Y sus palabras mentirosas me hicieron llorar ríos de lágrimas y me deshice de llanto en sus brazos. Y cuanto más me abrazaba y me besaba intentando consolar mi desespero, más pena sentía por mí, por él y por nuestra pobre niña víctima, antes de nacer, de un amor maldito. El que nos pronosticó la bruja Bridget en el monte Domen.
La caravana se detuvo en medio del campo. Selene apagó los faros y a su alrededor se cernió la oscuridad más absoluta y la noche reinó en toda su plenitud. Luego encendió las luces del minúsculo apartamento y se dio cuenta de que Anaíd lloraba en silencio.
– Venga, ea, ¿qué te pasa ahora?
Anaíd sollozó.
– ¿Soy una Odish?
– ¡No eres una Odish! -gritó Selene con contundencia-. Y no vuelvas a decir eso.
Anaíd reprimió un gemido, no quería importunar a Selene, pero sentía pena por Gunnar, por su madre, por ella misma.
– Pero… si tengo sangre Odish en mis venas.
Selene se levantó tensa y se puso a hacer estiramientos.
– Me duele todo.
– ¿Por qué no contestas a mis preguntas?
– Estoy contestando a muchas de ellas, por orden, explicándote una historia complicada en la que intervienen muchas personas y el destino, el azar, la voluntad. No quieras que simplifique. La vida no es matemática, dos y dos no son cuatro.
Anaíd calló. Selene continuaba destensando los músculos; tantas horas de conducción la tenían agarrotada.
– ¿Salimos a dar un paseo?
– Está muy oscuro.
– Lo necesito.
Selene era así, impetuosa. Si le apetecía salir, aunque fuese a cien grados bajo cero y en plena ventisca, lo hacía, como lo había hecho quince años antes yendo hasta el Polo Norte. Funcionaba a ráfagas, a impulsos. Saldría de la caravana lo quisiese Anaíd o no. Y esa vez no quiso quedarse sola. Se sentía frágil y asustada. Los descubrimientos sobre su posible origen la habían afectado más de lo que creía y todo se mezclaba: el rechazo de Roc, la desobediencia a su madre, el miedo a haber hecho algo terrible, su falta de entereza para afrontar su futuro y esa niebla que se iba disipando de su pasado y que le mostraba unas fotografías que no deseaba ver.
– Dame la mano -pidió inusualmente a su madre.
Selene la abrazó.
– ¿Te pasa algo?
Anaíd moqueó.
– No me quiere esperar.
– ¿Quién?
– Roc.
– ¿Estás enamorada de Roc?
– Pero él no lo está de mí. Me dijo que soñaba con besarme, pero no me quiere esperar.
– Hay muchos chicos en el mundo.
Y decidió sincerarse con Selene mientras caminaban juntas en la oscuridad. Era como hablar consigo misma.
– No sé, estoy confusa. Me hizo un regalo esta tarde. Un niño me dio un regalo suyo.
– ¿Suyo? -palideció Selene.
– Lo siento, lo siento mucho, te desobedecí. Acepté el regalo de la mano de un niño. Me pareció inofensivo.
Selene palideció aún más.
– Anaíd, nadie sabe dónde estamos. Nadie, ¿me oyes?, nadie.
Anaíd se estremeció.
– Pero nos están siguiendo.
Selene la abrazó.
– ¿Tú también te has dado cuenta?
Y de pronto Anaíd ahogó un grito. Sintió una mano, una mano que le oprimía la garganta con fuerza. Boqueó desesperadamente y se desasió. Fue Selene quien, con una determinación sorprendente, sacó su atame y hendió el vacío alrededor de Anaíd. Luego se dirigieron a buen paso hacia la caravana.
– No te detengas, no mires atrás.
Una vez dentro Selene formuló un potente conjuro de protección y luego se lanzó sobre su tesoro más preciado. El cetro de poder estaba en el lugar donde lo dejaron.
Selene se dirigió a Anaíd.
– Enséñame ese regalo.
Anaíd le mostró los pendientes. Selene los reconoció.
– ¡No puede ser!
– ¿El qué?
– Él no puede estar aquí.
– ¿Quién?
Selene miró a través de la ventana de la caravana escrutando la noche. No vio nada.
– Ahora lo sabrás. Escúchame con atención…