En cuanto regresé de Urt, lo primero que hice fue ir a ver a Gunnar. Lo encontré trabajando la madera con determinación. Sus manos fuertes trataban con una delicadeza extremada la talla de un caballito que se iba perfilando poco a poco. Hablaba con la mirada fija en su tarea, sin distraerse; esquivando el cara a cara conmigo, procurando mantener la distancia de los cuerpos, con la mesa de abedul mediando entre los dos. Su voz denotaba una profunda tristeza mientras me explicaba lo que había sucedido en mi ausencia.
– Meritxell se presentó con una maleta. Me dijo que lo tenía todo preparado para irnos juntos a Islandia, que dejaría los estudios, que no le importaba la dificultad de la lengua, que no añoraría la luz, que no sentiría nostalgia del sol ni del verano.
Yo estaba sin aliento. Mientras yo estaba en Urt constatando el mal de Baalat que yo misma había desencadenado, Meritxell se presentaba en casa de Gunnar dispuesta a acompañarlo al fin del mundo.
– ¿Qué le dijiste?
Gunnar pulió el caballito con esmero. En dos ocasiones estuvo a punto de hablar, pero calló. Yo no me mostré impulsiva, reprimí mi curiosidad, le dejé que buscase las palabras y, aunque no las tenía todas conmigo, me mordí la lengua. Finalmente Gunnar habló:
– Le dije que no la quería.
Suspiré aliviada. Por un momento había imaginado que Gunnar, compadecido por su desesperación, había vuelto con Meritxell. Sin embargo, él no estaba aliviado como yo. Levantó la vista de su trabajo y me reprochó con dureza:
– Ella sabe que hay alguien más.
Quise acercarme a Gunnar y saltar por encima de la mesa, si hacía falta, para consolarlo de su aflicción, pero me detuvo con un gesto de su mano.
– No me gusta, Selene.
– ¿El qué?
Estaba asustada.
– Nosotros… No sé qué me has hecho, Selene. ¿Qué me has hecho?
– ¿Yo?
– ¿Me has embrujado?
Era algo así como una acusación y me sentí como debían de sentirse las brujas, mis antepasadas, ante un tribunal de la Inquisición.
– ¿Por qué lo dices?
– Yo tenía las cosas claras: mis planes, mi futuro, mis obligaciones. Quería a Meritxell y de pronto… apareciste tú.
Gunnar estaba tenso y la distancia no hacía más que acrecentar su recelo. Rodeé la mesa y me senté en sus rodillas. Sentí cómo Gunnar temblaba al contacto con mi piel. Igual que yo. No podíamos evitarlo. Y volvimos a besarnos con desespero. Lo había echado tanto de menos… Y a cada nuevo abrazo, la sangre fluía con más fuerza.
No hablamos durante largo rato. Dejamos que hablasen nuestros cuerpos. Hasta que al fin, exhaustos, nos miramos como se miran dos amantes. Con ternura.
– ¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti? -confesó.
– Yo tampoco puedo -admití-, pero eso no es malo; eso es el amor, supongo.
Gunnar era mayor que yo. ¿Veinticinco años quizá? Pero tenía mucha más experiencia. Chasqueó la lengua y me acarició.
– A veces el amor ofusca. Y eso es lo que nos pasa. No podemos pensar, sólo podemos sentir.
A mí continuaba sin parecerme nada reprobable. Excepto por la tristeza de Meritxell, los dos éramos jóvenes, libres y estábamos enamorados. Gunnar intentó explicarse:
– Has sido un strandhögg en mi vida.
– ¿Un qué?
– Un strandhögg, un ataque sorpresa. Así es como llamaban los vikingos a sus incursiones tierra adentro. Atacaban sin avisar, por eso eran rápidos, efectivos y devastadores.
Gunnar se levantó de la cama y al poco regresó con una botella de licor y dos copas. Sirvió y me ofreció la extraña bebida.
– Es hidromiel, la bebida de los dioses.
Bebí el hidromiel y apuré la copa. Tenía muchas dudas y curiosidades. No me acababa de satisfacer su comparación.
– O sea, que he saqueado tu vida. ¿Yo soy tu strandhögg?
– No te esperaba, Selene. Me has pillado desprevenido.
Me ofendió.
– Yo tampoco te buscaba. ¡Nuestros caminos se cruzaron!
Gunnar suspiró.
– Es cierto, pero a lo mejor nuestros caminos no deberían haberse cruzado.
No me gustaban los enigmas.
– ¿Me quieres explicar algo? Habla claro.
Gunnar me llenó otra vez la copa y me invitó a tenderme junto a él. Nos cubrimos con una manta.
– Te explicaré una historia. Forma parte de la saga islandesa de Voslund y habla del destino de una mujer que fue escrito antes de que ella naciera. La bella Signy que nació para perpetuar el linaje de Voslund y vengar a los suyos.
Y me dejé arrullar por la voz de Gunnar.
«Hace muchos, muchos años, en un lugar llamado Branstock, vivía el viejo Voslund en su casa familiar junto con sus tres hijos y su única hija, Signy, la más querida.
»Signy cuidaba de sus padres y sus hermanos y amaba especialmente a Sigmund, su hermano mellizo, porque habían compartido el vientre de su madre, eran muy parecidos y podían entenderse sin palabras. Signy y Sigmund perdieron a su madre al nacer y una seidkona -una adivina- mató un ganso para conocer el futuro de la familia y predestinó que la pequeña Signy sería la que perpetuaría su nombre y su honor.
»Pero el viejo Voslund no dio importancia a los augurios. Cuando creyó llegado el momento de casar a su hija, escogió al mejor candidato de todos, al noble Siggeir de Gotland, y celebró una gran fiesta de esponsales. Muchos fueron los regalos de los esposos, pero el que más expectación levantó fue el de un viejo de barba blanca y rostro oculto por un sombrero, que presentó una hermosa espada diciendo: "Regalo esta espléndida espada forjada por los enanos a quien sea capaz de sacarla"; dicho lo cual, la clavó hasta la empuñadura en un viejo roble.
»Siggeir de Gotland deseó que la espada fuera suya y fue el primero que intentó arrancarla, pero la espada estaba encantada y no cedió a su fuerza ni a sus manos. Signy no estaba enamorada de su esposo, pero en aquel momento supo además con certeza que sería muy infeliz a su lado. Siggeir era codicioso, envidioso y vengativo. Y Signy compadeció a aquel que lograra arrancar la espada, porque se granjearía para siempre el odio de Siggeir, su esposo.
»Lo intentaron los nobles de uno y otro bando, los mejores guerreros, todos los invitados, y finalmente, cuando todos desistieron y se emborracharon, el joven Sigmund, el mellizo de Signy, acarició la bella empuñadura y la espada se deslizó en su mano mágicamente.
»Siggeir, que codiciaba la espada, le ofreció oro a cambio de ella, pero Sigmund no aceptó venderla. Entonces la ira de Siggeir fue tanta que tomó a su esposa, sus regalos y sus naves, y regresó con sus guerreros a Gotland, su tierra. No obstante, antes de partir consiguió arrancar al viejo Voslund la promesa de visitarlo junto con sus hijos.
»Signy hubiera preferido no volver a ver nunca más a su padre y a sus hermanos para así evitar una tragedia, y rogó y rogó a los dioses para que no fueran nunca a Gotland a visitarlos. Mas su padre Voslund era un hombre valiente y de palabra, por lo que pasado un tiempo, cuando ya la joven Signy tenía un hijo de su esposo Siggeir, dirigió sus naves rumbo a Gotland para visitar a su hija y a su yerno y conocer a su nieto.
»Signy, al divisar las naves de su familia, corrió a avisarlos para que no se acercaran a la fortaleza de su marido, porque éste les había preparado una emboscada. Pero los hombres la desoyeron y se precipitaron a la muerte. Efectivamente Siggeir mató al viejo Voslund y a sus hombres en el campo de batalla, consiguió hacerse con la espada de Sigmund y tomó prisioneros a los hermanos de Signy. Los ató a un árbol y los condenó a un suplicio aún peor que la muerte. Por la noche un lobo devoró al primer hermano. La noche siguiente el mismo lobo devoró al segundo hermano. Cuando sólo quedaba Sigmund, su hermana Signy pidió visitarlo para despedirse de él. Así lo hizo y, mientras le besaba, le untó la cara con miel. Cuando esa noche el lobo acudió a su cita para devorar a Sigmund, le lamió la cara e introdujo la lengua en la boca de Sigmund. Éste cerró la mandíbula con fuerza y atrapó la lengua con sus dientes; la mordió con tanta fuerza que aguantó las sacudidas de la bestia al morir, y fueron tan intensas que consiguieron desatar sus cuerdas.
»Sigmund huyó y regresó a su tierra. Signy se quedó junto a su marido y su hijo, pero juró vengar el honor de su familia. Esa idea fija corroía a Signy y le impedía ser feliz. Y esperó unos años hasta que su hijo pudo navegar…
»Entonces, aprovechando que su esposo Siggeir estaba guerreando contra los Svear, tomó un barco con su hijo y regresó a su tierra natal, a la casa de los Voslund. Allí se reunió con su hermano Sigmund y le comunicó su decisión. No descansaría tranquila hasta vengar la afrenta cometida contra su padre y sus hermanos.
»En primer lugar deseaba que Sigmund calibrase si su hijo era un digno Voslund, con el valor de los Voslund, para vengar la afrenta de los Voslund. Y Sigmund así lo hizo. Le indicó al muchacho que preparase un pan de un saco de harina en el que había escondido una serpiente mientras él y Signy iban al bosque a recoger leña. Al regresar el pan estaba sin cocer y el hijo de Signy reconoció que tuvo miedo al meter la mano en el saco, puesto que dentro había una serpiente. Llena de dolor, Signy mató a su propio hijo por su cobardía.
»Signy supo que sólo un hijo de Sigmund y ella heredaría el valor de los Voslund. Para conseguir un hijo de su propio hermano, cambió su aspecto con el de una joven bruja. Y así Signy concibió un hijo de Sigmund y regresó a su tierra con él. Se llamaba Sinfjotle.
»Sinfjotle era un muchacho fuerte y noble, pero una vez más Signy temía que no estuviese a la altura del deber que le correspondía. Así pues, cuando tuvo la edad suficiente, lo llevó de nuevo ante su hermano Sigmund para que lo sometiese a la prueba de su valor. Tras indicarle el saco de harina con la serpiente, Sigmund y Signy marcharon de la casa. Al regresar, el pan estaba cocido. Sinfjotle dijo que dentro del saco de harina había encontrado una serpiente pero no tuvo miedo y obedeció las órdenes de su madre y su tío. Signy se alegró. Su hijo Sinfjotle era un digno sucesor de los Voslund y por sus venas corría su sangre doblemente. Así pues él vengaría la afrenta de su abuelo y sus tíos.
»Signy regresó a las tierras de Gotland, junto a su esposo, y dejó a su hijo adiestrándose en las artes guerreras junto a Sigmund. Pasado el tiempo, Sigmund y Sinfjotle se presentaron ante la fortaleza de Siggeir, dispuestos a luchar. Pero cayeron en una trampa que les tendió Siggeir y fueron capturados prisioneros. Siggeir ordenó que los enterrasen vivos a los dos, en una fosa cubierta por una enorme piedra rúnica. Por suerte, antes de que taparan la fosa, Signy, confundida con las sombras de la noche, dejó caer la espada mágica en la fosa y desapareció. Durante toda la noche Sigmund y Sinfjotle se turnaron con la espada hasta conseguir horadar la piedra. Luego no les fue difícil matar a los vigías, puesto que estaban borrachos celebrando su victoria. Padre e hijo reunieron leña suficiente, prendieron fuego a la casa de Siggeir y remataron a todo aquel que se atrevía a huir.
»Gritaron a Signy que saliera para salvarse, pero Signy se negó. Les explicó que Siggeir por fin había muerto y ella podía descansar: había cumplido su misión de vengar la afrenta de su familia. De joven no la dejaron elegir y la obligaron a casarse, y ahora que podía elegir, elegía la muerte. Abrazó a su hermano y su hijo para despedirse, tras lo cual entró en la casa, cerró las ventanas y se entregó a las llamas que pronto la devoraron.»
Cuando Gunnar acabó de explicar aquella historia, me invadió una gran tristeza: por la pobre Signy, a quien obligaron a casarse con su enemigo; por su triste final, devorada por las llamas; por su terrible deber con el honor, sacrificando a su hijo. Me pareció demasiado trágico y contundente. Además, no sabía adónde quería ir a parar Gunnar.
– ¿Quieres que me lance a las llamas para purificarme? -pregunté con sorna.
– ¡Ni lo sueñes!
– ¿Entonces? ¿Por qué me has explicado esta historia?
Gunnar dudó.
– La vida de Signy es como la vida de mis antepasados, tuvieron que luchar, que pelear, y todos tenían su destino escrito.
– ¿Crees en el destino? -pregunté incrédula.
– ¿Tú no? -me espetó Gunnar.
Recordé que una vez, de niña, una oráculo etrusca visitó a mi madre y leyó mi destino. Nunca quisieron explicarme qué vio en las vísceras del cordero que la asustó tanto. Yo pregunté, pero como única respuesta Deméter me dijo que los destinos no eran inamovibles, que podíamos modificarlos. Eso quería decir que mi destino no auguraba nada bueno. ¿Era eso?
– Yo creo que todos escribimos las páginas de nuestro propio libro, que antes de eso las páginas están en blanco.
Gunnar me miró admirado.
– Eres voluntariosa.
– Llámalo así; mi madre diría que soy rebelde.
– No te va a gustar lo que te voy a decir.
Yo estaba en ascuas. Desde el primer momento en que le vi, sabía que había alguna cosa que quería decirme y no sabía cómo. Ese no mirarme a los ojos, esa saga islandesa tan extraña…, todo era una dilación para confesar algo turbio.
– Meritxell está embarazada.
De todas las posibilidades que se me habían pasado por la cabeza, ésa era la única que no se me había ocurrido.
– Y quiere tener a su hijo -añadió.
Me hubiera gustado llorar, pero no pude. Me hubiera gustado sentir rabia, pero no pude. Sólo me quedé desconcertada. Mientras yo creía que tenía la potestad de decidir sobre la vida de los demás, los demás escribían su propia historia. Me temblaban las manos cuando le pregunté con un hilillo de voz:
– ¿Y qué vas a hacer?
Gunnar no se atrevió a mirarme a los ojos.
– A veces no podemos decidir sobre lo que desearíamos ni está en nuestras manos optar por la felicidad.
Era una forma como otra de decirme que se sentía responsable de esa criatura. Me pareció loable, pero hacía tan sólo una hora había confesado que no quería a Meritxell.
– ¿Así pues tu destino es tu deber…?
Al fin había entendido la moraleja de la saga. Me la explicó para justificar su propia decisión.
– No puedo dejar a Meritxell sola.
Me levanté y me marché con la cabeza retumbando como un millar de tambores. La felicidad había pasado rozándome, pero se alejaba de mí. Yo no podía ser feliz.
Meritxell tampoco. Estaba pálida, triste y muy desmejorada. Me compadecí de ella. Hubiera tenido que alejarme de su lado, y en verdad regresé dispuesta a cambiar de piso y a perderla de vista, pero no pude.
– Este fin de semana no ha querido ir a Andorra -me susurró Carla preocupada.
Entonces me acordé de la extraña revelación de Karen y la comenté, pero Carla se rió de mí y me mostró la dirección de Ordino que constaba en los documentos de Meritxell, las cartas enviadas por su padre y algunas fotos que hizo ella misma una vez que la acompañó de fin de semana. Decidí no dar importancia a esa confusión. Meritxell parecía tan indefensa, tan frágil, que me sentí en la obligación de ayudarla igual que ella me había ayudado a mí. Supongo que me hice trampas a mí misma. Esperaba oírle confesar una frase:
– Gunnar no me quiere.
Me la dijo una noche, después de vomitar la cena. Hacía días que el estómago no le admitía nada y yo la protegía para que Carla no la pusiese en un brete, pero no pude evitar que nuestra cocinera se molestase por el desaire de tantos platillos rechazados con un mohín de disgusto. Natural. Carla se había pasado horas cocinando un exquisito plato de verduras salteadas en una sartén china llamada wok, regalo de un amigo, y estaba expectante para que valorásemos su exquisitez. Sin embargo, en cuanto nos sentamos a la mesa, la reacción de Meritxell fue olerlo y comenzar con sus arcadas.
– Anda, prueba, y no hagas el numerito de cada día -exclamó Carla mientras le servía.
– ¿No ves que no se encuentra bien? -dije defendiéndola.
– Yo también sé fingir.
– No finge, está destrozada.
Meritxell me pidió neutralidad.
– Selene, no hace falta que me defiendas.
Y retiró su plato. Entonces Carla se lo volvió a colocar delante.
– Vas a probar mis verduras salteadas.
Meritxell palideció.
– No tengo hambre.
– No pienso permitirte que dejes de comer porque te haya dejado tu novio.
– No es eso -sollozó Meritxell, retirando el plato.
– Claro que es eso -respondió Carla con despecho volviendo a colocarle el plato delante-. ¿Tienes dignidad? Pues no la pierdas consumiéndote de anorexia por un borde que está como un queso y que te ha dejado por otra.
Yo palidecí. ¿Había tirado a matar adrede o había sido a voleo?
– Estoy fatal -musitó Meritxell.
– De amor no muere nadie. Anda, come -atacó Carla con determinación.
Y a pesar de la advertencia de Meritxell, intervine para evitar que Carla fuese indiscreta.
– ¿Lo has probado acaso?
– ¿La verdura? Está riquísima.
– El amor, burra, el amor.
Carla calló en seco y entendí que toda su agresividad hacia Meritxell seguramente provenía de algún chasco que se había llevado últimamente. Antes la llamaba siempre un tal Joaquín y desde hacía un tiempo el teléfono había dejado de sonar. Me pareció tristísimo. Tres chicas peleadas y al borde del suicidio por culpa del amor.
– A Joaquín le faltaba un poco de sal y pimienta, lo que le sobraba al vikingo macizo de Meritxell -confesó Carla degustando los espárragos trigueros.
– Deja en paz a Gunnar -suplicó Meritxell con un hilillo de voz a punto de romperse.
Yo no pude evitar un estremecimiento al oír el nombre de Gunnar. Hacía tan sólo una semana que no lo veía, pero a cada segundo tenía que reprimir el deseo de coger la puerta y lanzarme corriendo a sus brazos.
– Pues come o pronto vas a parecer una radiografía -insistió Carla.
Carla estaba extrañamente agresiva y me erigí en la defensora de Meritxell.
– No te metas más con ella.
No podía añadir que estaba sola y enamorada, esperando un bebé, que sus hormonas habían cambiado, que se encontraba alterada emocionalmente y que la causante de todo aquel embrollo era yo porque el padre de su hijo me quería a mí y no a ella.
Pero Carla, por toda respuesta, cogió el tenedor, ensartó unas verduras y las introdujo en la boca de Meritxell, que se defendió escupiendo y sacudiendo la cabeza como una niña pequeña. Luego se levantó precipitadamente y se encerró en el baño. Desde el pasillo podíamos oír sus sollozos y sus vómitos convulsos.
Carla estaba atónita.
– Está vomitando.
– Ya -le respondí con resignación.
Meritxell se había encerrado a cal y canto y yo no podía ni ayudarla a sostener la cabeza.
– ¿Tan malo era mi revuelto de verduras?
– No es eso. ¿No te has dado cuenta?
Me refería al embarazo de Meritxell, pero Carla interpretó otra cosa.
– ¡Anorexia!
Intenté disuadirla dándole razones.
– Sólo tiene el estómago revuelto.
Pero Carla estaba sacando sus propias conclusiones.
– ¡Qué ciega he sido! Todo lo que come lo vomita, por eso se está quedando en los huesos. Claro, anorexia.
Para Carla, cualquier chica que no tuviese el grosor de una foca estaba en los huesos. Yo, por ejemplo.
– Meritxell no vomita todo lo que come. Simplemente es delgada y come poco.
Carla golpeó la puerta del lavabo repetidamente, para obligarla a salir, y volvió a sorprenderme.
– Meritxell, cariño, perdona por todo lo que te he dicho antes. Anda, sal. Ese disgusto con tu novio te está haciendo polvo, lo entendemos.
– Yo no quiero vuestra compasión.
Nos lo dejó bien claro al abrir la puerta.
– No quiero la compasión de nadie.
Y se puso a llorar abrazándose a mí.
– No quiero que Gunnar me compadezca -explotó finalmente una vez que ella y yo estuvimos a solas en mi habitación.
Y entonces me confió su problema:
– Estoy embarazada.
La abracé para que no notase mi apuro ni se diese cuenta de que yo ya lo sabía. Algo más reconfortada, acabó por explicármelo todo.
– Gunnar ya no me quiere, pero me ha pedido que vuelva con él, por el bebé.
No dije nada porque no era neutral. Meritxell continuó:
– No sé qué hacer. No sé si tendré valor para criar a un bebé sola, pero no quiero la compasión de Gunnar.
Le acaricié el pelo con cariño. La entendía perfectamente. Meritxell estaba angustiada al hablar de Gunnar.
– Es como si no fuera él, como si lo hubiesen cambiado. ¿No será que se ha enamorado de otra persona?
Creo que le di un estirón involuntario al pelo.
– ¿Tú qué crees? -insistió con su mirada límpida.
Llegado a este límite tuve que ser honrada.
– Quizá, pero si él te ha dicho que se quedará contigo, eres quien tiene la capacidad para decidir.
Afortunadamente Meritxell estaba muy cansada para continuar charlando. Se llevó la mano a la boca.
– ¡Lola! Me he olvidado totalmente de ella.
Yo misma fui a buscarla y entre las dos le dimos de beber y comer y limpiamos su jaula. Ronroneante y mimosa, la pequeña hámster se durmió en las manos de Meritxell, y yo me tendí junto a ellas, vigilante. No quería dormirme, los sueños me traicionaban cada noche y en ellos Gunnar venía a visitarme de hurtadillas y su boca murmuraba palabras de amor, lo mismo que sus manos y su mirada acariciadora.
No quería que Meritxell me oyese nombrarlo en sueños.
Pero, para olvidarlo, tendría que destruir todas y cada una de las células de mi cuerpo.