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La noche de Imbolc

Anaíd dormía despreocupadamente con los brazos extendidos y el semblante plácido sin importarle la luz que se colaba por los postigos de su ventana.

A su alrededor, en la habitación de techos altísimos y paredes encaladas una y mil veces, se respiraba la atmósfera que precede a las migraciones estacionales. Ropa apilada, libros diseminados, zapatos en hilera, todo dispuesto para ser trasladado a la enorme maleta que, aún vacía, aguardaba su turno a los pies de la cama.

Selene, con el cabello revuelto y una taza de café humeante en la mano, entró sigilosamente seguida de una figura abrigada con una pelliza de lana. Con ojos picaros se inclinó sobre Anaíd soplándole levemente el oído.

– Buenos días.

Anaíd, en sueños, lanzó un manotazo sobre su oreja y Selene sonrió. Era su juego de siempre.

Volvió a soplar con suavidad sobre el lóbulo provocando que su hija, con un movimiento brusco, girase sobre sí misma y se destapara. La contempló con una mezcla de melancolía y orgullo. Su pequeña había crecido demasiado deprisa. Así dormida, con la punta de los dedos rozando los labios entreabiertos, aún conservaba el gesto de niña desvalida; pero esas largas piernas, inacabables, las caderas redondeadas, la curva del pecho que se movía al ritmo de su respiración y esa piel tersa, elástica, acabada de estrenar, pertenecían al cuerpo de una joven.

Selene susurró al oído de Anaíd:

– Despierta, bella durmiente.

– Déjame -se oyó por toda respuesta-. No estoy.

Y para corroborarlo, se tapó la cabeza con la funda nórdica.

Pero su madre continuó incordiándola a su manera.

– Ha venido tu príncipe a despertarte.

– Vete a la porra.

Entonces le hizo cosquillas sin piedad y con el dedo índice indicó a la silenciosa figura que se acercase.

– Prepárate -advirtió Selene-. Vas a recibir un beso de amor.

Y sobre su cara se posaron unos labios juguetones que fueron besuqueando su barbilla, su nariz, sus mejillas y, justo en el momento en que se acercaban a su boca, Anaíd abrió los ojos y se incorporó de un salto con una expresión sincera de alegría.

– ¡¡¡Clodia!!!

En efecto, la intrusa cariñosa no era otra que la amiga siciliana de Anaíd. La simpática Clodia, ligona, enrollada y discotequera. Quince años como ella. Una bruja Omar como ella. Una joven del clan del delfín que le debía la vida, y con la que compartió un gran peligro, allá en Taormina, bajo la lava del Etna, cuando las dos quedaron prisioneras de la bruja Odish Salma.

Selene se retiró prudentemente y las dejó solas, abrazándose y celebrando su reencuentro.

Luego se ocuparían de la maleta.

Anaíd todavía digería la sorpresa.

– Selene me dijo que no podías venir.

– ¿Y perderme tu primera fiesta de cumpleaños? Ni loca.

– Me dijo que estabas liada con las clases -murmuró mientras mostraba su ropa nueva a Clodia.

Clodia estaba entusiasmada con las compras de Anaíd y se encaprichó de una falda corta.

– Ha sido una excusa muy buena. Me he saltado mi examen de Mates. Te quiero, Anaíd. Y esta falda me encanta, me la voy a probar.

Y se quitó los pantalones en un abrir y cerrar de ojos.

– O sea, que has venido aquí para saltarte tu asqueroso examen y para gorronearme mi ropa.

– Eso mismo… ¿O te creías que venía a tu fiesta porque era tu amiga?

– ¿Y quién degollará al conejo para leer sus vísceras?

– Yo, por supuesto. Pero eso será después.

– ¿Después de qué?

– De probarme todos tus modelitos super fashion y darte tu última clase de maquillaje. ¿Cómo quieres ligar con esa cara?

– Si es que me acabo de despertar…

– Por eso. Si acabada de despertar tienes cara de sueño, ¿qué cara vas a tener a las doce de la noche?

– ¡Eres imposible!

– Ven aquí que te pinte la raya en su sitio.

– Ven tú primero y te enseñaré una cosa.

Anaíd abrió la ventana de par en par y el frío aire del Pirineo se coló como un torbellino arrastrando consigo una finísima lluvia de hojarasca y polvillo que hizo estornudar a Clodia.

– ¡Esto es terrorismo! No puedes abrir la ventana de esta nevera montañesa a una siciliana de sangre mediterránea.

– Calla y mira.

Y Anaíd, con su mano, le mostró la imponente cordillera pirenaica con las cimas pintadas de blanco. Las dos contemplaron el paisaje durante unos instantes en los que el único sonido fue el crujir de las ramas movidas por el viento. Pero Clodia no podía estarse callada más allá de medio segundo.

– Parece una postal. Una postal congelada.

– Shhhhhiiii.

– Eso blanco… ¿no será nieve?

– Pues claro.

– ¡Qué horror! ¡Tan cerca!

– Es preciosa. Fíjate en cómo resplandece.

Clodia cerró la ventana tiritando y se encaró con Anaíd.

– Ahora entiendo por qué tu madre está tan bien conservada. A esta temperatura… cualquiera.

Y las dos se lanzaron sobre la cama peleando por una camiseta azul.

Aún desgreñada y somnolienta, Selene regresó a la hogareña cocina de su casa de Urt, puso una nueva cafetera en el fuego y sirvió un plato más en la mesa cubierta de hule amarillo donde en esos momentos desayunaban Valeria, Karen y Elena.

Acababan de presentarse las tres juntas, por sorpresa, y ese desayuno en cierta manera significaba un reencuentro y una despedida.

Karen, que era médico rural y conocía al dedillo las angostas carreteras pirenaicas, había recogido en la estación de Jaca a Valeria, bióloga y matriarca del clan del delfín, y a su hija Clodia. Las dos brujas sicilianas se sumaban así a la fiesta de despedida que Anaíd y Selene celebrarían esa noche antes de su partida.

– Anda, prueba la coca de piñones, está recién salida del horno -la tentó la oronda Elena, la bibliotecaria, que con sus ocho hijos y sus muchos kilos de más era la dienta favorita de la panadería del pueblo.

Valeria, hambrienta tras el largo viaje, se chupaba con glotonería los dedos cubiertos de azúcar.

– Si me hubieras dicho que en tu tierra horneabais delicias como ésta, Clodia y yo hubiésemos venido más a menudo.

Selene le sonrió, pellizcó un piñón con desgana, sorbió su café, se estremeció y se sentó junto a Karen, su mejor amiga, que tal vez por deformación profesional de una rápida ojeada aventuró su diagnóstico.

– Estás asustada.

Selene asintió. Valeria, toda energía, oprimió su mano con fuerza.

– Cuenta con nosotras.

Selene suspiró.

– Nadie podrá saber nuestro paradero. Ni siquiera vosotras.

– ¿Cuándo os vais?

– Mañana por la mañana.

– ¿Anaíd ya lo sabe?

Selene chasqueó la lengua.

– Evito que sepa demasiadas cosas. Todavía es muy joven, puede creer que nuestra situación no es desesperada, que se trata de una simple aventura y que puede explicársela a las amigas. Eso sería fatal.

Nadie puso en duda que la situación de Selene fuese desesperada, pero Elena objetó:

– Anaíd es muy madura para su edad.

– «Su edad», tú lo has dicho. En cualquier momento puede reaccionar como lo que es, una chica de quince años -respondió Selene.

– ¿Quieres decir que aún no está preparada para utilizar el cetro de poder?

Selene se sorprendió ante la ingenuidad de Karen.

– Claro que no. Fue iniciada hace tan sólo varias semanas. Supo que era una bruja hace unos meses…

Y era cierto. Habían sucedido demasiadas cosas en poco tiempo. La muerte de Deméter, la gran matriarca y madre de Selene, hacía un año a manos de brujas Odish. La desaparición de la pelirroja Selene unos meses después. Su búsqueda, la transformación de Anaíd en bruja, su iniciación y luego la gran revelación: Anaíd -y no su madre, Selene- era la elegida de la profecía, la del cabello de fuego y grandes poderes que las brujas Odish y Omar habían esperado durante milenios para que decantara la balanza de su lucha, definitivamente.

Hacía apenas unas semanas que se había producido la gran conjunción astral que anunciaba el inicio del reinado de la elegida. Y Anaíd, con su cetro de poder que surgió de las entrañas de la tierra, debía huir, esconderse y fortalecerse hasta sentirse capacitada para empuñarlo con criterio y luego emprender la difícil tarea que profetizaban los libros antiguos: restaurar la paz definitiva exterminando a las brujas Odish, inmortales, sanguinarias y enemigas ancestrales de las Omar, a las que desangraban de niñas y jóvenes para perpetuar su juventud y su belleza.

Karen sentía gran admiración por Anaíd.

– Pero Anaíd, en sólo ese tiempo, ha conseguido aprender todo lo que una bruja aprende a lo largo de una vida. ¿Cuál de nosotras ha sido capaz de efectuar un conjuro de vuelo sin haberlo ensayado jamás? ¿Quién ha podido transformarse en delfín y surcar los mares, sumergirse en un lago helado bajo la apariencia de una carpa, sobrevolar los Apeninos y los Alpes con los brazos alados y las plumas de águila?

Las tres mujeres, anonadadas, asintieron. Valeria añadió:

– Y cabalgó el sol, y regresó del mundo opaco contigo tras derrotar a Salma. Anaíd es muy poderosa.

Selene lo admitió.

– Eso es cierto, sus poderes nos superan. Por algo es la elegida de la profecía.

– Quizás está preparada -aventuró Karen.

Selene negó con convicción.

– No es suficiente.

– ¿Qué más debe aprender?

Selene chasqueó la lengua.

– No se trata de aprender, no se trata de memorizar conocimientos o practicar técnicas. Se trata de hallar un equilibrio entre su mente, su cuerpo y sus poderes. Anaíd aún está creciendo, aún se está conociendo a sí misma y no se quiere lo suficiente.

– Es preciosa.

– Inteligente.

– Y lista.

Selene negó.

– Ha crecido demasiado deprisa. La dejé siendo un patito feo y ahora ya es un cisne y sabe volar, pero aún no sabe orientarse en medio de una tormenta y… -suspiró- no conoce el Camino de Om.

La sola mención de ese nombre provocó escalofríos.

– ¿Y tú, Selene? ¿Lo conoces acaso? ¿Lo has hecho? ¿Has hecho tú el Camino de Om? -la increpó Karen-. Ninguna bruja Omar ha hecho jamás el Camino de Om, que comunica con el mundo de los muertos. Todo son rumores y leyendas.

Selene era muy hermosa, regalaba poderío y respiraba el aire a borbotones, puras ansias de vivir. Sin embargo, cuando revivía su pasado, sus ojos verdes, aparentemente alocados y dispersos, se precipitaban como las aguas del lago y se tornaban viejos y sabios.

– No es ninguna leyenda. Yo lo hice, y Anaíd deberá hacerlo. Ésa es nuestra tarea más difícil.

Las tres mujeres callaron abrumadas por la revelación de Selene.

– Hice el Camino de Om hace muchos años. Era casi tan joven como Anaíd y no tenía a nadie que me guiara.

A ninguna de ellas se le hubiera ocurrido que la loca pelirroja, de risa estentórea y actitudes provocativas, hubiese penetrado en el reinado de la muerte.

En torno a Selene se había tejido una leyenda negra sobre los años en que desapareció del control de las Omar. En su juventud, Selene, rebelde y contestataria, desapareció por completo. Nadie, excepto ella y su difunta madre, Deméter, sabían qué había sucedido durante ese tiempo. Los rumores eran muchos. Se hablaba de pactos con las Odish, de traiciones, de adquisición de poderes ocultos, de ambiciones cumplidas. Selene acababa de desvelar uno de sus secretos. Su viaje por el Camino de Om, que conduce hasta la muerte.

– ¿Cómo pudiste hacer el Camino de Om y sobrevivir? -exclamó Valeria exorcizando el mismo nombre que se había pronunciado.

– Entonces tenía un motivo. Y quizás ocurrió así para poder guiar a mi hija de nuevo, para que se cumpla la profecía y pueda asir el cetro con mano firme.

– ¿Y es necesario que recorra el Camino de Om?

Selene parpadeó y dio una explicación plausible. Había hablado demasiado. Su don no era precisamente la discreción.

– Hasta ahora la muerte ha sido el territorio de las Odish. Las Omar lo hemos eludido, pero la elegida no podrá vencer a las Odish si antes no ha realizado el Camino que hizo Om cuando desapareció en la cueva con su hija Orna para protegerla de Od. Y además…

– ¿Además qué?

– Hay otro motivo de peso, pero no puedo decíroslo.

Se hizo un silencio leve que sólo interrumpió el lento masticar de sus bocas.

– Dolz y Glabutz han escrito mucho acerca del viaje -apostilló Elena, una fuente de primera mano para conseguir información.

– Lo sé. Deméter y yo estuvimos leyendo y preparando juntas este difícil momento. Aunque nunca se me ocurrió que Deméter no estaría. Tendré que acompañarla sola.

– ¿Cuándo?

– Lo antes posible. El tiempo urge, nos están acechando.

Elena untó una nueva tostada con mantequilla y la decoró con enormes cucharadas de mermelada.

– Anaíd parece tranquila y confiada. Estuvo repartiendo las invitaciones de su fiesta por Urt. Ella misma ha alquilado la sala de baile, ha comprado las bebidas y, junto con Roc, han hecho acopio de música para bailar un año seguido. Me ha pedido que la ayude con los bocadillos.

– A mí también -añadió Selene-. Esta fiesta le hace mucha ilusión. Ante ella finjo seguridad, pero hemos atrasado demasiado nuestra marcha. Esta noche cumple quince años. Tendríamos que haber marchado antes.

– ¿Presientes algo?

Selene afirmó.

– He formulado cada noche el conjuro de protección de Dido, el más completo, y lo he reforzado con un pentáculo de malaquita, y a pesar de ello siento una presencia hostil.

Valeria extendió las manos con aprensión y cerró los ojos. Sus brazos nervudos se tensaron, tembló unos instantes y luego se relajó inmediatamente de su corto trance. Sin mediar palabra removió con la cucharilla su vaso de café, lo bebió de un sorbo y luego contempló el poso del fondo.

– Efectivamente, Selene tiene razón.

No era un buen presagio que la oráculo etrusca confirmara la interferencia de una posible Odish. Creó mal ambiente.

Pero Elena, la buena de Elena, se zampó su última tostada con mantequilla y mermelada y palmeó.

– ¿Os habéis propuesto fastidiarme el desayuno? Pues no lo conseguiréis. Si no lo consiguen mis ocho hijos ni mi marido, no podrá ni la mismísima condesa o la dama negra revivida, por mucha presencia hostil que tenga.

Selene rió.

– Y que la condesa te conserve el apetito por muchos años. Ni en su presencia dejarías de comer.

– Faltaría más… Si no, mi pobre Rosario ¿qué leche mamaría?

El nombre de su nuevo bebé las hizo partir de risa.

– Eres consumadamente retorcida. Rosario es nombre de niña.

Elena tenía ocho chicos y ansiaba una niña.

– Por eso se lo puse.

– Prometiste que le llamarías Ros.

– Pero Rosario es más completo. Cuando sea mayor me lo agradecerá.

Y Elena consiguió lo que se proponía, restaurar el buen humor y el optimismo. Se limpió delicadamente los labios y las manos y anunció con picardía:

– Tengo muy buenas noticias. He encontrado el conjuro del camaleón, el que nos dijeron que se había perdido definitivamente en la quema de la biblioteca de Alejandría.

– ¿De verdad?

– He estado practicando y funciona de maravilla.

Apartó con cuidado su plato de tostadas y de su enorme maleta sacó un grueso volumen, apolillado y amarillento, encuadernado en cuero. Con una agilidad sorprendente, sus dedos regordetes fueron pasando las páginas de papel de cebolla hasta dar con lo que buscaba. Con un gesto triunfal lo mostró al auditorio.

– Se puede formular a distancia y no importa dónde esté la bruja en peligro.

Selene sonrió adelantándose a su siguiente explicación.

– ¿Quieres decir que me podréis hacer desaparecer esté donde esté?

Elena sonrió.

– Efectivamente. Tras una llamada tuya nuestra reacción será inmediata.

Selene se lanzó al cuello de Elena para besarla, pero tropezó con su maleta. Del golpe vertió la taza de café, que se derramó sobre la mesa. Al acto, Valeria, perteneciente a la tribu etrusca y con grandes poderes adivinatorios, oscureció su mirada y todas callaron. Al darse cuenta de la expectación, intentó quitar hierro al asunto.

– No pasa nada. No tiene importancia.

– Sí que la tiene -musitó Selene con los ojos fijos en la mancha negruzca que se extendía informe sobre el mantel amarillo-. Dinos qué ves.

– No puedo leerlo -insistió Valeria muy nerviosa.

– ¿Aviso a Clodia? -la amenazó Selene.

Valeria negó y con un gesto rápido tomó la bayeta y recogió el café.

– Sólo era café derramado. Nada más.

Todas sabían que no era cierto.


Anaíd estaba eufórica. Todos sus compañeros habían aceptado su invitación. Había conseguido el local de sus sueños. Tenía megafonía, luces, bebida a mogollón, y su madre y las amigas de su madre la ayudaban con los bocadillos.

Aunque lo mejor de todo había sido la sorpresa de la llegada de Clodia.

Todo eso y la inminente marcha justificaban en parte su nerviosismo, sus ganas de gritar y de reír, su impaciencia para que llegase la noche de una vez y las luces intermitentes de la sala disimulasen su excitación.

No habría hora de cierre -ése era el trato con Selene-, ni tampoco habría vigilantes molestos. Estarían solos y podrían bailar, armar ruido y hacer el burro hasta la madrugada, hasta que saliese el sol si así lo querían. Anaíd estaba dispuesta a pasar la mejor noche de su vida. Clodia también lo tenía clarísimo.

– Y esta noche te ligas a Roc.

Anaíd se sonrojó.

– ¿Cómo? No sé cómo se liga, no he ligado nunca.

– Eres una bruja, ¿no? Pues sigue tu instinto. Mi instinto me dice que Roc está loco por ti.

– No seas pesada.

– Pesada no, obsesiva. No me voy de aquí si no te dejo colocada y con novio.

Roc era el hijo mayor de Elena. Moreno, socarrón, de ojos negros, piercing en la oreja, moto y vaqueros ajustados. De niños, él y Anaíd se habían bañado juntos en la poza del río. Luego Roc -durante el tiempo en que fue novio de la chica más guapa de la clase, Marion- fingió no conocerla. Pero desde su regreso Anaíd había crecido tanto que podía mirarlo casi cara a cara, y Roc redescubrió a la amiga y compañera de la infancia. Pasaban más tiempo juntos que separados y se llamaban constantemente. Primero Roc le pidió ayuda para presentarse a un examen de recuperación. Anaíd era la mejor en Matemáticas y, aunque era dos años más joven, no tuvo ningún problema en enseñarle a resolver las ecuaciones y ayudarlo a preparar su examen. Se acostumbraron a pasar horas sentados el uno junto al otro. Anaíd no le dio importancia hasta que lo encontró con Marion una tarde en la ciudad saliendo del cine. Iban cogidos de la mano y Roc, al verla, la soltó enseguida. Pero fue suficiente. Anaíd sintió una punzada que le atravesó una parte de su anatomía que no conocía. ¿El hígado? ¿El bazo? ¿Los pulmones? ¿O tal vez el corazón? En cualquier caso su cuerpo confirmó que la complicidad que sentía junto a Roc iba más allá del afecto a un simple compañero de estudios. Y desde entonces lo pasó fatal. Sobre todo la tarde siguiente en la que Roc quedó con ella y le estuvo explicando que ya no salía con Marion pero que aún eran buenos amigos. No supo qué hacer, ni dónde mirar. Se avergonzaba de su sentimiento. Por novedoso, por extraño, por aparatoso.

Desde que fue consciente de que Roc le gustaba no pudo evitar enrojecer en su presencia. Y cualquier broma, un golpecito afectuoso, una llamada suya le provocaban un ardor en las mejillas que la delataba.

Esos últimos días su apuro era constante, puesto que se veían a todas horas ultimando los preparativos de la fiesta. Juntos limpiaron el local, colgaron cables, acarrearon bailes y trasladaron sillas y mesas hasta altas horas de la noche. Anaíd se estremecía cada vez que se rozaban sus manos o sus pies coincidían en el mismo lugar. Era un estremecimiento dulce, un cosquilleo, un calor súbito que le hacía desear prolongar el contacto y que, a veces, le hacía buscarlo fingiendo una casualidad.

Pero no se hacía ilusiones.

Lo previsible era que Roc simplemente la considerase una buena amiga.

Lo peor era que esa noche de la fiesta se presentase con Marion.

Lo más dramático era que ni por un momento se le pasaba por la cabeza la posibilidad de gustarle a Roc.

Lo más triste era que tenía que marcharse con su madre. Pronto. Muy pronto.

Lo más grave era que no podía utilizar ninguno de sus poderes para sus fines.

Lo más absurdo era que ella, esa chica tímida, era la que las profecías designaban como la elegida.

Y Clodia aún lo estaba digiriendo.

– Cuando mi madre me dijo que eras la elegida me sentí rarísima. Me dio por rebobinar todas las cosas que había dicho en tu presencia, como si pudieras reprochármelas. Ya sabes, seguro que hice el ridículo.

– No llevaba la grabadora encima.

Clodia insistió.

– Es como si un buen día pones la tele y descubres que tu compañera de pupitre es una actriz famosa que sale en todas las pelis. Te sientes fatal.

Anaíd la cogió de las manos.

– Mírame bien, soy la misma que cuando me conociste. Pero más asustada.

– ¿Asustada tú?

Anaíd nunca comprendería el buen concepto que Clodia tenía de ella.

– Me pesa un montón.

– ¿El cetro?

– La responsabilidad, boba.

– ¿Dónde está el cetro de poder?

– Escondido.

– ¿Me dejas verlo?

Anaíd se quedó dudosa.

– Mierda. Ahora mismo no sé si debo enseñártelo o no. No sé si mostrarte el cetro a ti compromete el futuro de las Omar. Estoy hecha un lío y no me siento para nada a la altura de todo lo que dicen las profecías.

– A mí me pasaría lo mismo. Pero, peor, vaya, seguro que mucho peor.

Sin embargo Anaíd se puso en pie. Abrió su armario, sacó una caja de zapatos y se la mostró a Clodia. Ahí, disimulado entre papeles arrugados, resplandecía el mítico cetro de la elegida. Estaba labrado en oro y era hermoso, pero lo que más imponía era su leyenda. Según la leyenda, la mismísima madre O lo empuñó y luego lo lanzó a las profundidades de la tierra para evitar que su hija Od se apropiase de él. Clodia estaba francamente impresionada.

– ¿Y dices que cuando conjuraste el Etna para provocar la erupción lo escupió la tierra?

– Y Salma se apropió de él. Luego lo recuperó mi madre. Ahora es mío.

Clodia se acercó ensimismada con la mano extendida dispuesta a acariciarlo, pero Anaíd retiró la caja con rapidez.

– No, no lo toques.

– ¿Por qué?

– Es muy poderoso y puede torcer la voluntad de quien lo posea.

Clodia se lo quedó mirando fijamente.

– La profecía de Trébora.

Anaíd recitó:

– Oro noble de sabias palabras labrado, destinado a las manos que aún no han nacido, triste exiliado del mundo por la madre O.

Clodia se sumó a los versos:

Ella así lo quiso. Ella así lo decidió. Permanecerás, pues, oculto en las profundidades de la tierra, hasta que los cielos refuljan y los astros inicien su camino celeste. Entonces, sólo entonces, la tierra te escupirá de sus entrañas, acudirás obediente a su mano blanca y la ungirás de rojo.

Anaíd finalizó:

– Fuego y sangre, inseparables, en el cetro de poder de la madre O. Fuego y sangre para la elegida que poseerá el cetro. Fuego y sangre para la elegida que será poseída por el cetro.

Anaíd no pudo evitar un escalofrío. Clodia pronunció el último verso:

El cetro de O gobernará a las descendientes de O.

Y se echó a reír.

– No te lo tomes muy en serio. Cuando te pones seria pareces mayor.

Pero Anaíd estaba seria.

– Se ha cumplido todo. En el momento en que se produjo la conjunción tomé el cetro y destruí a Salma. Me ensucié las manos de sangre.

Clodia la abrazó.

– Olvídalo y diviértete, esta noche diviértete mucho y olvida todo lo que has pasado.

Anaíd se repuso. Guardó la caja, cerró el armario con cuidado y se dio cuenta de que Clodia se había dejado caer en la cama muerta de sueño.

– Despiértame a las diez. No me quiero perder la fiesta -suspiró antes de quedarse frita.

Anaíd la cubrió con la colcha y salió de puntillas hacia la sala.


En la sala, Anaíd cortaba panecillos barajando todas las posibilidades sobre lo que podría suceder durante la fiesta. ¿Se pasaría la noche sentada en una silla comiéndose las uñas? ¿Se pasaría la noche sirviendo bebidas y bocatas y poniendo música en plan Cenicienta sin importarle un pepino a nadie? ¿Se pasaría la noche charlando con Roc en plan amigos de la infancia sin rozarse ni un milímetro de la piel? ¿Se pasaría la noche muerta de celos, cotilleando con Clodia sobre los magreos de Roc y Marion? ¿Se pasaría la noche intentando bailar sin dar pena? ¿Se pasaría la noche suspirando por un beso de amor sin conseguirlo?

Y tanto barajar situaciones estresantes acabó por ponerse tan nerviosa que se cortó un dedo. Selene acudió enseguida a su lado y la ayudó a vendarse y a detener la hemorragia.

– Dame el cuchillo. Será mejor que tú sólo untes el tomate en el pan.

Selene acarreó el cesto con tomates y se colocó junto a Anaíd trabajando codo con codo como en una cadena de montaje. Selene cortaba el pan a rebanadas, Anaíd lo untaba de tomate y luego lo aliñaba con aceite y sal, como le había enseñado su madre desde niña para hacer más sabrosos los bocadillos. Por último, lo colocaba sobre la bandeja.

– ¿Estoy guapa? -se atrevió a preguntar Anaíd de pronto.

– Te veo diferente.

– Me he pintado. Mejor dicho, me ha pintado Clodia, pero me siento rarísima con esta raya negra y los párpados brillantes.

– Pues quítatelo.

– ¿No te gusta entonces?

– A ti no te tiene que importar lo que me guste a mí o no. Eres tú quien tienes que gustarte a ti misma. Los demás descubrirán tu belleza aunque no vayas pintada.

– No es fácil.

– Ya lo sé. Se trata de ir probando.

Anaíd, siempre tan conformista, se sublevó con la familiaridad con que su madre trataba su problema. Era algo así como subestimarlo.

– Por favor, mamá, tú no tienes ni idea.

– ¿De qué?

– De lo que siento, de mi nerviosismo.

– ¿Por el cetro?

– Sssí.

– Ya lo sé, la responsabilidad es muy grande, pero yo no te dejaré sola.

– ¿Dónde iremos?

– No te lo puedo decir. Emprenderemos un camino las dos y no sé cuánto tiempo nos llevará.

– Pero yo querría quedarme aquí, con mis amigos. ¿De verdad tenemos que irnos? ¿No bastaría con un conjuro de protección del valle?

Selene calló. La frase de Anaíd le reportaba un doloroso recuerdo.

– Entiendo lo que te pasa. Entiendo que te cueste aceptar que a tu edad tienes que sacrificar tus intereses por el bien de la comunidad.

Anaíd asintió. Lo había resumido perfectamente.

– Y no sólo es eso. Esta noche es una noche muy importante y tengo miedo a hacer el ridículo.

– ¡Bah! -minimizó Selene-. Menuda tontería.

– ¿Tontería? -se ofendió Anaíd-. No sabes lo que es tener quince años y debutar en la vida social.

Selene se puso en jarras. Era espléndida y muy joven para ser madre de Anaíd.

– ¿Te crees que siempre he tenido treinta y tres años?

Y Anaíd cayó en la cuenta de que estaba diciendo una sandez.

– Perdona. Quería decir que yo he sido siempre una chica rara, diferente.

– Yo también lo fui.

Anaíd no daba crédito. Selene era atrevida, lanzada, seductora, segura de sí misma. No podía meterse en su mismo saco.

– ¿Tú? Eso sí que no.

– Pues claro, todas las brujas Omar hemos tenido una infancia vigilada, una adolescencia traumática y una juventud difícil. No hemos sido mortales libres.

Anaíd quitó mentalmente un puñado de años a su madre y, sin costarle excesivamente, la vio joven, inconsciente y atrevida.

– Somos muy diferentes tú y yo.

– Puede, pero eso no quiere decir que yo no sepa lo que es enamorarse, odiar a una madre, sentir miedo por la responsabilidad, desear no ser una bruja o querer morir de pena. Siempre soñé con ser una mortal.

Anaíd, de pronto, sintió una gran curiosidad por esa Selene que no conoció nunca, pero que podía intuir e imaginar.

– ¿Querías ser una mortal libre?

– Ése fue mi drama… o mi suerte.

– Mamá, y ¿cuándo fue tu primera fiesta?

Selene se mordió los labios.

– Hace mucho tiempo, pero me acuerdo como si fuese ayer.

– ¿Fue importante para ti?

Selene se restregó los ojos con la manga de la camisa, levemente. Había sentido un escozor repentino.

– Ahí empezó todo, con esa fiesta se decidieron muchas cosas importantes y trascendentes para mi vida.

– ¿Cuántos años tenías?

– Tenía diecisiete años y había empezado a vivir sola en la ciudad y a estudiar Periodismo.

– ¡Jo! Hay muchas cosas que no sé de ti.

– Las sabrás todas, tengo intención de explicártelas.

– ¿Cuándo?

– Durante este viaje. Tendremos mucho tiempo para hablar.

– Empieza ahora, por favor.

– ¿Ahora?

– Por favor, tenemos tiempo, Clodia está durmiendo y Roc está ayudando a su padre.

Selene dudó unos instantes. Miró su reloj y accedió. Había tiempo de sobras hasta la noche.

– ¿Por dónde quieres que empiece?

– Por esa fiesta.

Selene parpadeó levemente y se limpió las manos en el delantal.

– ¿Estás dispuesta realmente a escuchar nuestra historia? ¿La tuya y la mía?

– Sí. Estoy segurísima.

– A lo mejor hay muchas cosas que te sorprenderán, otras que te dolerán, otras que habrías querido no llegar a saber nunca… Porque te lo advierto, no te ahorraré ningún detalle. O todo o nada. Ésa es mi propuesta.

Anaíd no podía dar crédito a lo que oía.

– ¿En serio?

– Estoy hablando completamente en serio -aseveró Selene.

– ¿No me ocultarás nada? -insistió Anaíd.

– Nada.

– ¿Me dirás quién es mi padre?

Selene no dudó ni un instante.

– Sí.

Anaíd se llevó las manos al pecho. Nunca se había atrevido a formular esa pregunta a su madre y ahora Selene estaba dispuesta a iluminar su origen, su pasado, su propia semilla.


* * *

TODO empezó una tarde de febrero. Me acuerdo perfectamente porque hacía mucho frío y no teníamos calefacción. Vivía en Barcelona en un piso pequeño con viejos balcones de postigos de madera, olor a sofritos y carcoma en las puertas. Ninguna maravilla, pero a los diecisiete años me parecía un palacio.

Compartía el piso con Carla, Meritxell y Lola.

Carla, una estudiante de Bioquímica algo rellenita, marchosa y bastante mandona, era más aficionada a preparar comida china y a bailar salsa cubana que a estudiar combinaciones de sodio. Meritxell, una andorrana frágil y hermosa, algo lánguida, de melena pajiza y ojos color de miel, estudiaba Bellas Artes y nos decoraba los techos con estrellas fugaces fosforescentes y las paredes con chorretones de lluvia. Lola, una bolita de algodón mimosa y ronroneante, vivía a su aire en la habitación de Meritxell, su ama, sin escaparse ni alejarse nunca más allá de un radio de diez metros de su acogedora jaula siempre con lechuga verde y fresca, siempre con serrín limpio. Lola era la hámster de Meritxell y todas la malcriábamos y la consentíamos como a una niña. Era nuestra mascota.

Yo estudiaba Periodismo y contribuía a las necesidades del piso encargándome de la ambientación nocturna y de las bebidas. Tenía fascinadas a mis compañeras con mis velas, mis tisanas, mis filtros y mi estilo excéntrico. Entonces, lo reconozco, era bastante presumida y procuraba sacar partido a mis piernas largas, a mi melena rizada, jaspeada de irisaciones rojizas, y a mis ojos verdes. Me gustaba vestir con un estilo extravagante y descarado, con lo cual casi todos los chicos querían ligar conmigo, pero no se enamoraban de mí, y las chicas, en general, me rehuían y evitaban ser mis amigas. Excepto Carla y Meritxell, dos mortales maravillosas.

Por las mañanas me pasaba por la facultad, pero me distraía hasta con el vuelo de una mosca y siempre tenía una excusa para no asistir a clase. No era difícil hacer campana. Era mucho más interesante el bar atestado de estudiantes que leíamos la prensa con avidez, inventábamos reportajes imposibles y arreglábamos el mundo.

Durante esos meses me entusiasmé con tantos escándalos y concebí tantos reportajes que unos cuantos profesores, abrumados, me aseguraron con antelación que estaba archiaprobada. A lo mejor fue una medida disuasoria para que dejara de marearlos. Los compadezco. Era pesadísima y no callaba. Mi especialidad era poner al mundo boca arriba, boca abajo y zarandearlo. Y luego, con la misma pasión, me dedicaba a preparar festejos.

Fui yo, lo recuerdo muy bien, quien apuntó a Carla y Meritxell a participar en el concurso de disfraces que organizábamos los estudiantes de Periodismo la noche de la fiesta de Carnaval. Al principio se negaron las dos en redondo por motivos diferentes. Carla decía que estaba tan gorda que hundiría la pasarela y que no se le ocurría otro disfraz que el de queso de bola. Meritxell, en cambio, confesó que se moriría de vergüenza desfilando ante miles de desconocidos, que la mirarían y la harían sentir desnuda. Pero fui venciendo su resistencia, con tozudez, hasta que acabaron por ceder del todo y se animaron casi tanto como yo con la idea.

Y esa tarde de invierno de un mes de febrero, Carla, Meritxell y yo, muertas de frío, nos decidimos por fin a coger aguja e hilo y a coser nuestros disfraces para tenerlos listos antes de la semana de exámenes. Estábamos insólitamente atareadas cosiendo botones y dobladillos e hilvanando cremalleras. No teníamos dinero -nos lo habíamos gastado- y nos sobraba entusiasmo, pero se nos entumecían los dedos y cada vez que nos pinchábamos con la aguja, cosa que nos pasaba muy a menudo, aullábamos de dolor.

Estábamos las tres riéndonos por todo, con esa risa tonta que me daba a los diecisiete años cuando cosía un buñuelo y no sabía cómo demonios deshacerlo, y entonces Carla decía una sandez del estilo «parece una margarita frita» y nos reíamos tanto que se nos caían las lágrimas y nos daba el hipo.

Hasta que repararon en mi disfraz.

¿Por qué escogí ese disfraz?

Aún hoy no tengo una respuesta clara a mi pregunta. Sólo sé que ese disfraz polémico trajo consigo la desgracia.

Su misma naturaleza intrigó a mis amigas. Ninguna de las dos conseguía adivinar de qué se trataba.

– Una pista, danos una pista.

No pensaba decírselo. Para mí, cualquier nombre de la diosa era impronunciable. Mi madre, Deméter, me lo había prohibido porque era una forma de invocarla. Y tenía muchos nombres con los que había sido designada. Lo único que quería disfrazándome de ella era demostrarme a mí misma que no tenía miedo a las supersticiones que el clan de la loba, mi clan, me había impuesto desde niña. Pero me equivocaba. Me daban escalofríos sólo de pensar en su maldad.

– Una mujer poderosa.

– ¿Cómo de poderosa?

– Como el hierro.

– ¡Margaret Thatcher!

Carla tenía salidas de ese tipo. ¿Cómo se le podía pasar por la cabeza que asistiese a una fiesta de Carnaval disfrazada de ex Primera Ministra inglesa? Vale que yo era excéntrica, pero no tanto. ¿Me estaba tomando el pelo? Tratándose de Carla, era lo más probable.

– Una dama sangrienta -añadí.

– ¡Una carnicera! -gritó Carla.

– ¡Una asesina! -se sumó Meritxell.

Y ninguna de las dos iba desencaminada. La diosa era eso y mucho más. La diosa exigía sacrificios humanos y bebía la sangre de sus víctimas. Pero no pronunciaría su nombre. Me vestí con la túnica bordada con una serpiente y el tocado de plumas y les dejé acariciar el puñal de doble filo -mi atame- que nunca debería haberles mostrado y que por pura rebeldía había incorporado a mi atuendo.

– Soy una diosa.

Carla y Meritxell estaban excitadas, eran curiosas y yo llevaba unos meses jugando con ellas, intrigándolas con mis adivinaciones nocturnas y mis filtros. No era una artista, como Meritxell, ni una graciosa, como Carla. Yo era misteriosa y alimentaba ese lado oscuro que la brujería potenciaba y que hacía las delicias de mis compañeras. Pero querían más. Y así empezó todo, como un juego. Se arrodillaron a mis pies reverenciándome.

– Demuéstranos tu poder, gran diosa.

– ¡Oh, Selene!, te invocamos.

– Estamos a tus pies y nos congelamos las rodillas. Concédenos el don de calentar nuestras manos.

– ¡Oh, sí, gran Selene! Instálanos la calefacción.

– Así sea.

Fue un impulso tan repentino que no me dio tiempo a pensarlo. De un rápido movimiento de mi vara, surgió una chispa que prendió las paredes que Meritxell había decorado con lluvia y las gotas de lluvia se transformaron en minúsculos racimos de fuego. Fue un embrujo delicioso. La sala, que estaba como un témpano, se encendió como una hoguera y comenzó a calentarse, irradiando luz y bienestar desde todos y cada uno de sus rincones.

Meritxell abrió los ojos, fascinada, sin plantearse el fenómeno más que desde la belleza, y comenzó a bailar a la luz temblorosa de las gotas de fuego. Por el contrario, Carla se asustó, quizá porque era bioquímica, quizá porque era cocinera, quizá porque era racional. Recuerdo que gritó y, al gritar, me hizo darme cuenta de la barbaridad que acababa de cometer.

Enseguida detuve el hechizo y pretendí que nada había sucedido, pero ya era demasiado tarde. La simpatía de Carla se quebró. Desde entonces me miró con sospecha y nunca más creyó en mi palabra.

– Ha sido una ilusión, un truco que aprendí de niña -insistí una y otra vez.

Sin embargo Carla palpó con desconfianza las pinceladas de lluvia, aún calientes, y comprobó con estupor que la temperatura de la sala había subido hasta veinticinco grados. Maldito cientifismo.

– No ha sido un truco, ha sido real. Has desatado una fuente de energía lumínica y calórica.

Por suerte Meritxell estaba fascinada.

– Ha sido precioso, tenemos que repetirlo. ¿Cómo lo has hecho?

Carla incorporó un retintín desconfiado a su tono de voz:

– Eso, ¿cómo lo has hecho?

Fui incapaz de inventar una excusa convincente y farfullé alguna incoherencia. Comenzaba a darme cuenta de que había jugado con fuego. Nunca mejor dicho.


Esa misma noche se presentó Deméter en casa.

Mis amigas no conocían a Deméter. Ése era el trato. Nos citábamos a solas y no interfería en mi vida siempre y cuando yo no pusiese en peligro a la comunidad. Ella respetó su pacto hasta que yo lo rompí.

Carla y Meritxell no daban crédito. Si yo les había resultado curiosa, Deméter las dejó sin aliento. Tendrías que haber conocido a tu abuela entonces. Había una sola palabra que la definía: «imponente». Deméter era alta, pero su altura era lo de menos. Imponían la fiereza de sus ojos grises, el peso de su cabello rubio ceniza que llevaba trenzado hasta la cintura, el movimiento envolvente de sus manos y el tono firme y autoritario de su voz. Aunque llegué a sobrepasarla unos centímetros en altura, siempre me sentí pequeña a su lado. Era un sentimiento de impotencia, de debilidad. Deméter era muy fuerte.

Se presentó en mi piso sin avisar y en cuanto la vi supe que llegaba dispuesta a llevarme con ella. No tenía ni idea de cómo demonios se había enterado de mi imprudencia, pero por algo era una bruja.

Y supe también que, esa vez, no se saldría con la suya.

Deméter, mi madre, husmeó la habitación como una verdadera loba. Buscaba la presencia, por remota que fuese, de alguna bruja Odish. Por fin se sentó frente a mí, cara a cara.

– No había ninguna necesidad, Selene.

– Ya lo sé, ya lo sé. Me he equivocado, lo siento.

– No es suficiente con decir «lo siento». El mal ya está hecho.

– No es posible que las Odish me localicen sólo por provocar un poco de calor en una sala gélida. Tía Criselda prepara los pasteles sin horno. ¿Lo sabías?

– Pero tú no eres tía Criselda. ¿Lo sabías?

Ése era el problema. Yo era especial. Yo era una niña marcada, yo había sido señalada por la pitonisa como alguien peligroso. Yo había sido atacada por una Odish al cumplir siete años y desde entonces había vivido protegida, vigilada y prisionera de todas las Omar. Estaba harta de sentirme controlada. Ansiaba la libertad, el anonimato, considerarme una mortal y basta.

– No lo haré más, te lo juro.

– Ya no puede ser, Selene. Lo has estropeado.

– Mamá, por favor… -supliqué.

Deméter era inflexible. Le había prometido no hacer ningún uso de la magia sin la supervisión de otra Omar. Vivía voluntariamente desvinculada del clan de las hormigas, que se reunían en la ciudad. Rechacé asistir a sus reuniones y convencí a Deméter de la conveniencia de permanecer de incógnito. Quería ser una chica normal que estudiaba la carrera que quería y vivía con otras chicas normales. Deméter me había apoyado con reparos. Y ahora, por una estupidez, se había acabado todo. Mi libertad había durado apenas unos meses. Deméter daba marcha atrás y pretendía que volviese a ser una bruja vinculada a la comunidad, dedicada en cuerpo y alma al clan, pendiente de la tribu, de los sabaths y los esbaths, de las rencillas entre las matriarcas y de las persecuciones de las Odish.

– Vendrás conmigo la noche de Imbolc. Nos reunimos en Cadaqués.

Y sentí que se me hundía el mundo bajo los pies. Deméter me ordenaba que renunciase a lo único que me ilusionaba en aquellos momentos.

– No puedo, es la fiesta de Carnaval.

– Ya es hora de que participes en un sabath de fraternidad.

Conocía los relatos maravillosos del sabath de fraternidad de las lupercales que se celebraban en las escarpadas costas del cabo de Creus. Hasta allí, en un promontorio barrido por el frío viento del Norte, la Tramontana, y batido por la espuma de las olas, volaban brujas del clan de la loba, la paloma, el águila, la hormiga, la salamandra y la carpa. Deméter, que además de mi madre era la gran matriarca de la Península, estaba en pugna con la matriarca gala del clan del águila y quizás en ese sabath se dirimiría el liderazgo de la tribu. No me importaba. Durante muchos años había soportado sus rencillas y sus peleas y estaba harta de sus historias. Me importaban un bledo.

Me levanté y la reté.

– No iré. Ya he cosido mi disfraz.

– ¿Qué disfraz?

– Mi disfraz…

A lo mejor me tembló la voz; seguramente dije la palabra «disfraz» con miedo, porque inmediatamente recordé el sacrilegio que había cometido disfrazándome de la diosa y se me ocurrió que tal vez su influjo maligno había levantado mi mano para que efectuase el embrujo. Esperé en vano que Deméter no se diese cuenta de mi apuro. Pero Deméter era una bruja y no era cualquier bruja. Deméter podía interpretar mis angustias y leer mi azoramiento.

Enseguida lo supo. Buscó el disfraz hasta dar con él y, sorprendentemente, al tomarlo en sus manos no se mostró airada ni irritada. La palabra que mejor podía definir el parpadeo de sus ojos, el rictus de su boca y ese leve temblor de sus manos era «miedo». ¿Deméter estaba asustada?

En ocasiones las hijas creemos que las madres son infalibles, que no se arredran por nada, que no sienten miedo ante nadie. Cuando vi que Deméter temía a la diosa, me crecí. Fueron unos instantes, pero fueron suficientes.

– ¿Cómo ha ocurrido, Selene?

– ¿El qué?

– ¿De dónde te ha surgido la idea de vestirte como Baalat?

Y entonces descubrí que no temía a la diosa, ya que se atrevía a pronunciar su primer nombre; lo que temía era que yo hubiese caído bajo el influjo de su poder.

– No creo en ella. Por eso lo he hecho.

Deméter se derrumbó.

– Sabes su historia. Sabes que Baalat, la gran Odish de Biblos, reinaba entre los antiguos fenicios y exigía sacrificios humanos.

– Lo sé.

– Y que era en realidad la cara de Baal, el dios carnicero sin voluntad que ella suplantó.

– Lo sé.

– Y que fue conocida como la Gran Hechicera, puesto que su belleza era comparable a la de Venus y Afrodita.

Lo sabía, claro que lo sabía, no había oído otra cosa desde que era una niña.

– Conozco su leyenda. Sé que enloquecía a los hombres y los alejaba de sus esposas. Que provocaba el hambre, marchitaba las plantas y traía consigo la muerte. Que invocaba a los muertos. Que fue el azote de las brujas Omar. La que más doncellas Omar degolló antes que la Condesa Erzebeth. La que más bebés Omar devoró, la que destruyó al clan de las ciervas, las jirafas y las escorpiones.

– No es ninguna leyenda. ¿Por qué la provocas convocándola?

– Porque no me da miedo. No creo en Astarté.

Y entonces Deméter perdió los estribos y me cruzó la cara con un sonoro bofetón.

– ¿Cómo te atreves tú a pronunciar uno de sus nombres?

Se me encendió la mejilla, pero no lloré. Notaba las lágrimas calientes que pugnaban por salir y hacían que me escocieran los ojos. Pero no lloré. Yo era orgullosa y no quería que Deméter me viese llorar. Al revés. Levanté la cabeza con altanería y la reté por segunda vez:

– No iré contigo a celebrar la noche de Imbolc.

– Dame tu vara -me exigió mi madre por toda respuesta.

Y al entregársela, le entregué una parte de mí. La que supuestamente yo rechazaba, la única que había conocido hasta aquel momento. Retirar la vara a una bruja significaba un gran castigo. Y un peligro. Tal vez no sepas que sin nuestra vara las brujas Omar quedamos desasistidas, a merced de cualquier ataque de una bruja Odish. Por eso Deméter me desconcertó. Si era mi madre, ¿cómo podía abandonarme a mi suerte?

– ¿Quieres que las Odish acaben conmigo?

Deméter me dejó fría con su respuesta.

– ¿Las Odish? Para ti no existen las Odish. La dama de Biblos no ha existido nunca.

Era una prueba. Deméter me estaba poniendo a prueba. Así pues le seguí la corriente y le entregué mi vara. Sabía que ceñiría mi cinturón aún con más fuerza y que antes de marcharse formularía un conjuro de protección para mí. Pero me equivoqué. Sentí que el calor del escudo protector que oprimía mi vientre, y al que estaba acostumbrada desde muy niña, se diluía hasta desaparecer.

– ¿Qué haces? -murmuré asustada.

– Te privo de tus cadenas. Eres libre.

Sentí pánico. La libertad puede producir auténtico pánico si no estás acostumbrada.

Agitó su propia vara y musitó unas palabras mortecinas, como su mirada. Noté un enorme vacío que me produjo vértigo. Deméter había hecho desaparecer la protección que siempre me había envuelto.

– Ahora eres libre. Libre de pronunciar el nombre de la diosa si quieres.

Y se fue dejándome desnuda e indefensa.

Quería darme una lección. Estaba convencida de que yo me moriría de miedo y de que acudiría a ella inmediatamente, llorando, para rogarle que me protegiese y accediendo a todas sus condiciones. Y lo hacía a sabiendas de que realmente me exponía a un peligro real. Y lo hacía consciente de que estaba retando al destino y a la pitonisa de mi profecía.

Deméter era dura como el pedernal. Lo malo es que me había educado en la dureza y yo, le pesase o no, era su hija. A cual más tozuda.

Esa noche, nada más salir mi madre por la puerta, penetró una corriente de aire gélido en la casa y un súbito escalofrío me recorrió el espinazo. Al cruzar mi mirada con Carla, tuve que bajar los ojos. Me sentía débil. Me sentía mal.

¿Así se sentían las mortales?

Creo que en el momento en que invoqué el nombre de la diosa el hálito del mal se coló en mi vida. Y ahí comenzó mi historia. Mejor dicho: nuestra historia.


Aún faltaba una semana para la fiesta y estábamos de exámenes. Una combinación terrorífica. Frío, mal rollo, desconfianzas y aburridísimos apuntes cazados a última hora y fotocopiados de cualquier manera.

Se había abierto la primera fisura entre Deméter y yo y no tenía ninguna intención de repararla, porque entonces no sabía que las fisuras, si no se reparan a tiempo, se van resquebrajando hasta transformarse en grietas. Yo era muy joven y estaba dispuesta a llegar hasta el final. Aunque no supiera exactamente dónde estaba el final.

Lo que sí sabía es que en aquellas circunstancias era incapaz de aprobar ni un examen. Me ocurría una cosa muy extraña. Me sentía tan desnuda y desprotegida que temblaba como una hoja y apenas podía dar dos pasos seguidos por la calle sin detenerme y darme la vuelta angustiada por las miradas que sentía a través de mi ropa. Bajo ninguna circunstancia podía sentarme ofreciendo mi espalda a la mirada de otros. Los ojos ajenos no sólo me incomodaban; me producían picor, arañazos, hasta dolor. Algunas miradas eran fieras como flechas envenenadas. Siempre, durante toda mi vida, había vivido protegida del mal de ojo y ahora mi madre me dejaba desvalida y expuesta a todos los peligros del mundo. No podía comprender cómo Carla o Meritxell andaban tan frescas a mi lado sin preocuparse de quién o quiénes caminaban tras ellas ni de quién o quiénes clavaban sus miradas en ellas. Llegué a parecer una loca, y el día que me obligaron a sentarme en primera fila en el aula donde se convocaba el examen de Historia Contemporánea tuve que levantarme a los pocos minutos con la hoja en blanco, sin haber tenido tiempo de responder ni a una sola pregunta. Fue una lástima. Era un examen que había estudiado y seguro, segurísimo, un examen en el que podría haberme lucido y haber sacado una buena nota. Me sabía todas las preguntas, así que salí hecha una furia. No hay nada que produzca más rabia que no poder cumplir con tus expectativas cuando están ahí mismo.

Se me ocurrió que era una venganza de Deméter por haberme negado a estudiar Medicina. Mi madre quería que siguiese la tradición familiar y que me dedicase a la Obstetricia. Mejor que comadrona, médico. El árbol genealógico de las Tsinoulis estaba atestado de comadronas y yo me había pasado la vida rodeada de partos, parteras, llantos de bebés recién nacidos, toallas empapadas en sangre y placentas palpitantes. Estaba muy acostumbrada a todo eso y sabía ayudar a controlar la respiración de una contracción, a cortar un cordón umbilical o a palpar la posición de un bebé encajado. Ya tenía asumido que de mayor yo también traería niños al mundo y ayudaría a parir a sus madres. Todas las brujas Omar lo creían: mi tía Criselda lo creía, mi prima Leto lo creía y mi madre Deméter también lo creía.

Hasta que ocurrió la desgracia de Leto y yo la presencié.

Todavía hoy me siento incapaz de rememorarlo. Me costó mucho olvidar aquella escena tan terrible. Un día te lo explicaré, ahora no puedo. Sólo sé que tras el parto de Leto me pasé noches y noches llorando desconsoladamente. No podía asumir la angustia de convertirme en comadrona y traer al mundo criaturas monstruosas. No podría dedicarme a ese oficio imaginando, parto tras parto, que algún día asistiría a una madre desconsolada, a un hijo deforme, a una muerte inevitable, a la impotencia de no poder ayudar a ninguno de los dos. Por eso, sin decírselo a nadie, decidí que no sería comadrona ni médico. Que no asistiría a parteras y que me dedicaría a viajar y a escribir. Por eso me matriculé en la facultad de Periodismo y tuve mi primer enfrentamiento con Deméter.

De eso hacía ya algunos meses y de nuestra primera discusión salí muy bien parada. Deméter era innovadora y aceptó que durante mis estudios viviera sola en la ciudad, acompañada de muchachas mortales, sin involucrarme excesivamente en las tareas del clan y procurando pasar lo más inadvertida posible.

Los tiempos estaban revueltos. Nuestras astrónomas vaticinaban que la llegada de la elegida estaba próxima y las Odish, que habían permanecido ocultas e inmóviles durante años, comenzaban a dar signos de vida. Si era cierto, si la elegida llegaba, la guerra de las brujas se recrudecería. Y Deméter tenía demasiado trabajo dirigiendo la tribu como para además tener que ocuparse de mí.

Me encerré en casa al salir del examen y me metí en cama. Suerte tuve de contar con la dulce Meritxell. Enseguida se dio cuenta de mi angustia y me hizo compañía dibujando a mi lado, ofreciéndome su lápiz para que me distrajese, enseñándome a garabatear siluetas y ahuyentando mis miedos. Y lo consiguió.

Hasta ese momento pensaba que Meritxell era una buena compañera de piso que aparecía los domingos por la noche trayendo bajo el brazo leche, mantequilla y tostadoras de oferta, y que nos llenaba las paredes de estrellas y lluvia. Pero esa semana descubrí que además era paciente, cariñosa y que podía ser una buena amiga. No tenía prisa y ahí radicaba la magia de su compañía. De ese tiempo junto a Meritxell aprendí que una verdadera amiga no debe tener nunca prisa. Con el primer rayo de sol, Meritxell se sentaba junto a mi cama, con sus carpetas de dibujo, y me traía leche con galletas. Se disculpaba por no saber cocinar, pero era un detallazo. Me consolaban más su conversación, su risa y sus dibujos que toda la comida del mundo.

Meritxell estaba en un momento estupendo. Había sacado muy buenas notas en sus exámenes y su padre le acababa de anunciar su regalo de fin de curso: un recio Nissan Patrol verdiazul, 120 caballos, cinco cilindros y ruedas de 250 mm. Un pequeño tanque para escalar cimas, cruzar ríos y emprender aventuras de anuncio televisivo. No era un vehículo demasiado acorde con la dulzura de Meritxell, pero lo cierto es que ella se mostraba entusiasmada y llevaba la fotografía de su Nissan en la cartera y la mostraba a todo el mundo, como si fuera un sobrino o un perrito recién incorporados a la familia. Meritxell irradiaba felicidad, le brillaban los ojos, tenía las mejillas encendidas y la sonrisa a flor de piel. Pronto me contagió sus ganas de vivir. Pero me confundí. Su felicidad no provenía de su todoterreno por estrenar. Una mañana, medio avergonzada, me sacó de mi error.

– Tengo novio.

Me quedé patidifusa. Meritxell estaba enamorada. Era fantástico.

– Anda, háblame de él.

Se sonrojó.

– Es un secreto.

– ¿Por qué es un secreto?

Y se sonrió.

– Siempre que he hablado de mi novio antes de tiempo ha salido mal, pero esta vez va en serio.

Y aún me dejó más pasmada. Yo no cazaba lo de «ir en serio».

– ¿Te quieres casar con él?

Meritxell se rió.

– Estás chalada.

– Entonces, cuando dices que va en serio…, ¿a qué te refieres?

Meritxell me guiñó un ojo con picardía.

– Pues que…, ya sabes…, nos hemos acostado juntos.

Me quedé a cuadros. La lánguida Meritxell que volaba etérea como sus gotas de lluvia se acostaba con un chico sin que yo me enterase y se enamoraba perdidamente en pocos minutos. ¿Y yo? Yo era exigente, tan exigente que todavía no había encontrado a ningún chico que me interesase más allá de los primeros diez segundos. Con mi mirada de bruja experta en adivinar los recovecos de sus miedos e inseguridades, detectaba sus problemas y sus infantilismos al primer vistazo. Y dejaban de interesarme. ¿Me enamoraría algún día? ¿Encontraría a alguien como había encontrado Meritxell? Meritxell malinterpretó mi silencio.

– Perdona, ya sé que tú no tienes secretos para mí.

Y entonces fui yo quien me avergoncé. Si Meritxell hubiera sabido todos los secretos que yo guardaba, me hubiera obligado a devolverle las galletas de chocolate que me había hecho comer. La despojé de su remordimiento sin fingir lo más mínimo. No me costó, porque estaba realmente contenta por ella. Meritxell era encantadora y se merecía todo el amor del mundo.

– Es fantástico. ¿Me lo presentarás?

– En la fiesta de Carnaval.

Supongo que hice un mohín de disgusto.

– No sé si podré ir a la fiesta.

– Seguro que sí, seguro que te habrás recuperado.

No me sentía con ánimos para superar mi angustia de vivir en un mundo sin escudo, sin protección, sin vara. Y tampoco pensaba dar mi brazo a torcer ante Deméter. Aguantaría en cama lo que hiciese falta.

– ¿Es por tu madre?

Me asusté. ¿Intuía Meritxell algo anómalo?

Ella misma me sacó de dudas:

– Os oí discutir la noche que vino. Sé que te lo tomaste a mal y creo que estás enferma desde entonces. ¿Por qué no te reconcilias con ella?

Negué con la cabeza.

– Mi madre es muy cabezota.

– Seguro que te quiere un montón.

– Y un cuerno.

Ella no tenía ni idea de lo que era convivir con Deméter.

Entonces Meritxell me hizo la segunda confesión de su vida.

– Yo no tengo madre. No sabes la suerte que tienes de tener una madre.

Sólo pude cogerle las manos y apretárselas muy fuerte. Hay momentos en los que las palabras sobran.

Supongo que fue por ese gesto, pero Meritxell hizo algo que nadie se había atrevido a hacer antes por mí. Espontáneamente medió entre mi madre y yo.


Deméter se presentó en casa preocupada. Meritxell la había avisado de mi estado y sin decir palabra me obligó a desnudarme y me revisó el cuerpo milímetro a milímetro. Se sentía muy culpable por haberme dejado indefensa y a merced de cualquier Odish, sólo por pura altanería.

– ¿Tienes dificultades al respirar?

– No.

– ¿Sientes ahogos, pinchazos, dolores?

– No.

– ¿Sueños recurrentes?

– No.

– ¿Escalofríos?

– A veces.

– ¿Calores súbitos en tu espalda?

– Eso sí. Cada vez que me miraban. No pude soportarlo.

Deméter pasó su mano por mi frente y me tomó el pulso. Luego me abrazó.

– Pobrecilla.

Me sentí aliviada. Meritxell tenía razón. Mi madre se preocupaba por mí y yo era afortunada de tenerla. Sacó mi vara del maletín y me la entregó.

– Ahora ya sabes lo que es vivir fuera del clan. Las que así lo han querido han tenido que convivir por siempre con esa angustia.

– ¿Ha habido brujas Omar que se han alejado de la tribu?

– Algunas.

– ¿Y sobrevivieron?

– Algunas.

Deméter no era muy explícita. Tampoco quise interrogarla sobre los motivos que indujeron a esas mujeres a abjurar de su condición de brujas ni sobre lo que les ocurrió a las que no sobrevivieron…

– Formas parte del clan, no lo olvides.

Y me devolvió mi escudo protector, que ciñó mi vientre. Al segundo sentí el bienestar de vivir de nuevo bajo el conjuro benefactor de su protección.

Distribuyó cinco velas aromáticas en los rincones propicios de la habitación que formaban un perfecto pentágono, las encendió, me preparó una reconfortante poción y luego me entregó una piedra de malaquita. La apreté fuerte, contra mi corazón, y noté cómo mi respiración se acompasaba y la sangre fluía libremente por mis venas. Mis miedos se iban desvaneciendo y comenzaba a sentirme segura con mi escudo, con mi piedra, protegida por el pentágono de luz y la fuerza benefactora de mi madre.

Deméter creyó que había aprendido la lección. Qué poco me conocía.

– El viernes debes estar preparada. Pasaré a buscarte para ir juntas a la fiesta de Imbolc.

– No pienso ir.

Era cierto, pero era más cierto que me sentía todavía débil y dependiente. Creo que en aquel momento Deméter podría haberme convencido de regresar al rebaño. Pero lo estropeó tontamente.

– Selene, es muy importante para mí que vengas al sabath.

– ¿Ah, sí? -me hice de rogar-. ¿Por qué?

Creí que me hablaría del orgullo de presentarme en público, de la ilusión por compartir nuestros momentos… Sin embargo Deméter no tuvo la sensibilidad para meterse en la piel de una chica de diecisiete años.

– Habrá una votación para elegir a la jefa de tribu. Tu voto suma, y Claudina y yo estamos casi empatadas.

Fue peor que una bofetada. Para ella yo era eso, un voto más, una ayuda para sus ambiciones personales.

– No iré. No quiero participar en vuestras peleas estúpidas.

– No son estúpidas, Selene. La política es fundamental.

– No me gusta la política, me hace vomitar vuestra política.

Intentó razonar conmigo. Inútil.

– Si no te gusta nuestra política, tendrás que involucrarte para cambiarla.

– Ni hablar.

– Las leyes de las brujas Omar las dictamos nosotras, no son ninguna entelequia.

– Yo no quiero ser una bruja Omar.

– ¿Qué estás diciendo? Lo eres y basta.

– ¿Me lo preguntaste cuando nací? ¿Me dejaste escoger?

Deméter se sintió desconcertada.

– ¿Quién te ha dicho que sea posible elegir?

Y la desconcerté más aún cuando le devolví la vara.

– Ten.

– ¿Estás loca?

No estaba loca. Estaba probando hasta dónde podía llegar.

– Si has venido a chantajearme, prefiero continuar en cama o arriesgarme a morir.

Esta vez Deméter no me abofeteó ni me privó de mi vara, pero la indignación podía con ella.

– Cuando tengas problemas, no me vengas pidiendo ayuda.

– Ni tú a mí. No te pienso ayudar a conseguir el poder ni a pelear con esas brujas chillonas.

Por toda respuesta Deméter, de un golpe de vara efectivo, desintegró mi disfraz de Baalat.

– Me da igual. Me haré otro -grité enfadada.

Deméter abrió la puerta y salió.

La grieta había estado a punto de cerrarse, pero yo me había empeñado en hurgar y hurgar en ella hasta ahondarla.

Al cabo de unos minutos Meritxell entró de puntillas y me miró consternada.

– ¿Os habéis vuelto a pelear?

Le agradecí su interés con un abrazo. Luego me levanté de la cama y miré por la ventana. Los días fríos y secos en los países mediterráneos son luminosos. Cuando el viento barre las nubes, los cielos despejados resplandecen como si fuese verano. Engañan. Inducen a pensar que el sol es cálido y la temperatura agradable, pero en realidad, bajo esa apariencia amable, el frío muerde la piel. Pensaba en Deméter, en su aspecto maternal y protector. Su trenza suave, sus manos hábiles y envolventes. Pero era y sería siempre una bruja fría, una bruja que, antes que comprender a su hija, gobernaría los destinos de otras mujeres. Mi madre había elegido la política y en aquellos momentos yo sentía un odio visceral hacia la tribu. Cogí una toalla y me dirigí hacia el baño.

– ¿Vas a salir? -me preguntó Meritxell.

– Tengo muchas cosas que hacer antes de la fiesta -le respondí.

– ¿Vendrás a la fiesta de Carnaval? -exclamó palmeando.

– Sí, pero tengo un problema.

– ¿Cuál?

Y en su pregunta estaba implícito el deseo de ayudarme.

– No tengo disfraz. Mi madre se lo ha llevado.

Meritxell respiró aliviada.

– No importa. Te ayudaré a coserlo de nuevo. Me encantó esa serpiente.

La miré asombrada. La diosa de la sangre, la hechicera del amor había seducido a la dulce Meritxell.

Y ella, sin saberlo, decidió fatalmente su destino y el mío.

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