El parto comenzó con suficiente tiempo para buscar un refugio. Las contracciones eran cada vez más fuertes, cada vez más dolorosas. Detuve el trineo y avisé a la osa. Inmediatamente se puso a cavar en la nieve y comprendí que construía una madriguera como la que ella hizo para esconder a su cachorro. La ayudé en lo posible. Di de comer a los perros, solté a Lea para que amamantara a Víctor y recogí lo imprescindible para mi parto. No quise pensar. No quise imaginar lo que podría sucederme si había complicaciones. Nadie podría ayudarme a recolocar la cabecita de mi niña o a empujar o coserme en caso de desgarro. Daba lo mismo; las contracciones eran tan potentes y frecuentes que mi dilatación debía de estar avanzada. Y lo estaba, porque sentía unas tremendas ganas de empujar. Me contuve hasta que pude arrastrarme dentro del túnel que había cavado la osa, lo rellené de pieles, me armé de toallas y me acuclillé con las piernas temblorosas empujando con ahínco. El dolor era espantoso, sentía miles de cuchillos afilados clavándose en mi vientre y hundiéndose en mi carne. Respiraba entrecortadamente, superficialmente; el tiempo entre contracción y contracción era tan breve que no me daba tiempo a reponerme. Echaba de menos una mano a la que sujetarme, una voz acariciante que me animase, una palmada en mi espalda que me felicitase por mi valor. Me rompía, noté cómo me rompía a pedazos y mi cuerpo se desgarraba.
Yo misma, con mis manos, recogí al bebé que salía de mi cuerpo. Y por fin lo conseguí.
Diana nació perfectamente. Bajo su capa de grasa blanca, que no limpié porque la protegía del frío y las infecciones, era una niña preciosa. La envolví en las pieles y la apreté junto a mi pecho. Diana existía, Diana no era una invención. La abracé con fuerza. Conté sus deditos, contemplé sus pupilas asombradas y me extasié por la perfección de sus orejitas, su naricilla y sus ojos de un azul intenso. Golpeé sus nalgas para que rompiese el llanto. Movió sus pequeños brazos, agitó sus manos y golpeó mi nariz.
Diana estaba viva y lloró con voz potente. Al acercarla a mí golpeó su cabecita una vez y otra contra mi pecho con la boca entreabierta hasta que se agarró a mi pezón y chupó ávidamente. Yo misma corté el cordón umbilical con mi ulú y lo enrosqué en su ombligo. Luego, expulsé la placenta y caí en un profundo sopor que nada ni nadie interrumpió.
La cueva era cálida, pero necesitaba comida y agua. Salí al cabo de un día arrastrándome y llevando a mi hija conmigo y, al sacar la cabeza fuera de la madriguera, asistí a un espectáculo bellísimo. Un brillante cometa con la cola más larga y esbelta que había visto jamás surcó los cielos y dio la bienvenida a Diana a este mundo.
Diana pareció agradecer la ofrenda de la estrella con una sonrisa, aunque probablemente sólo me lo pareció; un bebé de un día no sabe sonreír y sus ojillos son ciegos. ¿Era casual? ¿O se trataba del cometa del que hablaba la profecía? No había pensado en ello. No me había preguntado por la naturaleza de Diana ni observé ninguna diferencia en ella. Me tranquilizó comprobar que era un bebé sano y precioso, nada más.
Subí al trineo muy debilitada y sentada en el pescante comí pescado seco y derretí nieve, pero no era suficiente. Tenía fiebre, estaba enfebrecida otra vez y casi no pude alcanzar el botiquín de las medicinas. No podía enfermar en esos momentos. No podía. Diana me necesitaba. Tomé un antibiótico y me tendí sobre el trineo, sin fuerzas para dirigirlo. Lea lamió mi mano y me recordó que tenía que atarla para dirigir el tiro. Lo hice a duras penas. Y cuando el trineo se puso en marcha, me desvanecí.
Desperté horas más tarde. Aruk estaba a mi lado contemplándome, pero parecía evanescente, a punto de desaparecer. Hasta su voz flaqueaba.
– Selene, Selene, escucha: tienes que hacer un esfuerzo.
Yo no podía. Estaba al límite de mi resistencia.
– Selene, coge las pieles y a la niña y entra en la cueva. La osa te cuidará.
– ¿Y los perros? -musité.
– Suéltalos -me indicó Aruk.
Creo que así lo hice. Con mi pequeña asida al pecho y llevando conmigo lo que pude, penetré en la cavidad, esta vez más grande y más cómoda, del refugio de la osa. Allí nos recibió con grandes muestras de alegría la pequeña osezna. Se restregó contra mí con su cálida piel y lamió mis manos. Su calor y su afecto me tranquilizaron, pero no me ayudaron a vencer la fiebre.
Perdí el conocimiento y creí que ni yo ni la pequeña Diana sobreviviríamos a esa última aventura.
Días después tenía la cabeza dolorida y la boca seca. Tenía hambre, mucha hambre y sentía el cuerpo entumecido, pero había desaparecido la fiebre.
¿Dónde estaba? Parecía un lugar seguro y caliente y notaba un cosquilleo extraño en mi cara. Me acordé de Diana. ¡Mi hija! ¿Dónde estaba mi niña?
Palpé con las manos y noté un bulto de carne caliente junto a mí, pero al abrir los ojos me asusté. Inclinada sobre ambas, la niña y yo, pero sin tocarnos, con una delicadeza impropia de su tamaño, Camilla, la gran osa, aproximaba su pezón hasta la boca de la pequeña Diana. No podía creerlo: mi niña estaba mamando la leche de la gran osa. Diana había sobrevivido a mi enfermedad gracias a la leche de Camilla. Reí de alegría mientras contemplaba la escena, conmovida, esperando que mi niña saciase su apetito. Recordé la leyenda que en su momento me pareció improbable de la criatura salvada por una osa. Recordé las palabras de la pitonisa ciega: «¡Oh, Selene, permite que la gran reina de las nieves la amamante y le dé la fuerza de los árticos!».
Y de los recovecos de la memoria, recuperé las dos primeras estrofas de los viejos versos de la profecía de Om sobre la elegida.
Verá la luz en el infierno helado,
donde los mares se confunden con el firmamento,
y crecerá en el espinazo de la tierra,
donde las cumbres rozan los astros.
Se alimentará de la fuerza de la osa,
crecerá bajo el manto cálido de la foca
impregnándose de la sabiduría de la loba
y al fin se deberá a la astucia de la zorra.
Tuve un escalofrío al reconocer en mi propia experiencia los designios de la profecía.
Diana había visto la luz en el infierno helado, se había alimentado de la leche de una osa y sobrevivía bajo el calor de las pieles de foca.
Tantas veces como la repetí de niña hasta memorizarla, sin saber que yo misma la protagonizaría.
Los designios del destino eran azarosos, pero nunca absurdos.
Estaba hambrienta y busqué algo para alimentarme. A mi lado, como un regalo de los dioses, encontré un hígado caliente de foca y, curiosamente, no me repugnó. Me pareció un bocado exquisito y reconstituyente. Estaba necesitada de alimento y el hierro y las proteínas me apetecían. Tenía que recuperar fuerzas y alimentarme para tener leche. Comí hígado crudo, comí foca cruda, comí vísceras de ballena y carne de narval.
Durante el tiempo que permanecí en la cueva de la osa, abrazada a su piel cálida y comiendo su caza, perdí la cuenta de los días y las noches, pero Diana, mi pequeñina llorona, me recordaba cada dos o tres horas que existía y que me necesitaba para crecer. El cachorro de oso nos lamía frecuentemente y reconocía en Diana a una compañera de juegos, todavía demasiado pequeña, demasiado frágil. Camilla gruñía de satisfacción al ver cómo nos recuperábamos. Regularmente abastecía la despensa de la cueva y nos calentaba con su enorme cuerpo. Y yo viví pendiente de la pequeña vida que latía contra mi pecho. Pero en cuanto cayó su ombligo, sus bracitos se volvieron gordezuelos y me dirigió su primera sonrisa, tuve la certeza de que saldría adelante y dejé que las preocupaciones volvieran a acuciarme.
¿Qué había ocurrido con Gunnar? ¿Y la fiel Lea y su cachorrillo? ¿Y Aruk? Desde que desperté en la cueva de la osa, a pesar de reclamar la presencia del espíritu inuit frotando el anillo, no se había vuelto a presentar ante mí. ¿Había perdido mis poderes?
Por más que lo intentaba, no conseguía hacerme comprender por Camilla y su cachorro. Tampoco entendía sus gruñidos. Y en cambio, recordaba la naturalidad con la que antes me comunicaba con ella. ¿Qué me había pasado? ¿El nacimiento de mi hija me había privado de mis poderes?
Afortunadamente, no de todos. Un día oí nítidamente la llamada de Deméter. Creí morir de alegría. Escondida en una madriguera bajo el hielo, en el fin del mundo, Deméter conseguía dar conmigo. Era su llamada.
Comprendí que, al finalizar el embarazo, había finalizado también mi incomunicación. Ahora yo también estaba capacitada para responderle. ¡Qué tonta! No había pedido ayuda telepática desde el parto y podía haberlo hecho.
Concentré pues todas mis energías en la fisonomía de mi madre y me puse en contacto con ella. Sentí su mente receptiva, cálida. Le transmití vida para hacerla sabedora del nacimiento de su nieta y le pedí ayuda.
Estaba esperanzada. Ya no me sentía sola. Volvía a formar parte de la comunidad. Una vez acabado el embarazo, acababa mi larga incomunicación.
Deméter volvió a lanzar una nueva llamada con insistencia, transmitiéndome un mensaje repetido. Movimiento, Me inquieté, Deméter me avisaba desde miles de kilómetros de que tenía que ponerme en marcha de nuevo. Eso significaba que había alguna razón poderosa para salir de mi escondrijo. Y la obedecí.
Como hizo Om con su hija Orna en los inicios de los tiempos, salí a la luz tras una larga ausencia en las profundidades de la tierra.
Y la tierra, durante ese tiempo, había cambiado su aspecto.
Los hielos se fundían junto al mar y los tallos de vida brotaban con fuerza hundiendo sus raíces en la tierra y abriendo sus hojas reverdecidas y sus flores pálidas al sol primaveral que calentaría su savia. Me llené los pulmones de aire limpio y de dicha. La luz del sol era esperanzadora y atrás quedaban la larga noche y el largo invierno polar. Si había sobrevivido a esa gran tristeza, estaba preparada para cualquier avatar. O eso creía, aunque ni mucho menos podía imaginarme lo que me esperaba.
Habían pasado dos largos meses desde el nacimiento de Diana. Durante ese tiempo los perros que dejé en libertad desaparecieron en busca de comida y se fueron alejando irremediablemente de la guarida de la osa. Todos, excepto la fiel Lea. Lea me aguardaba con su cachorrillo Víctor, juguetón y regordete, que hizo buenas migas con la osezna, a quien yo había bautizado como Helga, en honor a la dulce escalda vikinga.
Lea me recibió con grandes muestras de alegría -ladridos que yo ya no pude interpretar- y me acompañó hasta el trineo abandonado. Imposible moverlo únicamente con Lea; aun viajando con un equipaje muy ligero, hubiera necesitado como mínimo un tiro de cuatro perros. ¿Dónde conseguiría encontrar a los tres que me faltaban? Y caminar a través del hielo con Diana en mis brazos y la carga a mi espalda era prácticamente imposible.
Pero estaba equivocada. Sí que disponía de otro animal para arrastrar el trineo. Mi osa.
Camilla se avino con parsimonia a mi petición. Muy respetuosamente le pedí permiso para colocarle los arreos. Senté a la osezna Helga junto a mí, y al cachorrillo Víctor entre ambas, y viajé en un trineo tirado por una perra y una osa.
Formábamos una extraña familia, pero estaba muy orgullosa de la compañía.
Yo no guiaba el trineo. Me dejaba conducir confiada en que Camilla, la osa madre, me conduciría hasta el clan Omar de la osa.
Y así lo hizo.
En el campamento inuit de cazadores me recibieron con grandes muestras de asombro y no sin que antes yo los convenciera de que la osa era inofensiva. No daban crédito a la mansedumbre de Camilla y a la buena relación que mantenía con la perra Lea. Nunca habían visto a una osa tirando de un trineo. Y menos aún un trineo conducido por una joven blanca y su bebé acompañada por un osezno y un cachorro de perro.
Para vencer las reticencias de la comunidad, se adelantó a recibirme a solas la hechicera, Sarmik. Me trató con la cortesía inuit habitual. Me ofreció pescado y cerveza como muestra de hospitalidad y, cuando comprobó que nadie nos oía, me habló en la lengua antigua de las Omar.
– Selene, hija de Deméter, sé bienvenida entre nosotros. Como matriarca del clan de la osa, te doy la bienvenida a ti y a tu hija.
Y tendió los brazos para que depositara en ellos a Diana.
La anciana retiró la capucha que cubría la cabeza de la niña y sonrió con una sonrisa desdentada y hermosa. Al contacto con la luz, la pelusa incipiente que asomaba en la cabecita de Diana tenía la tonalidad rojiza de las puestas de sol.
Abrí los ojos asombrada. No había comprobado por mí misma la certeza del color de su pelo. Era rojo, como el fuego, como la sangre, como los crepúsculos mediterráneos.
Sarmik, emocionada, levantó a la pequeña en alto, besó sus pies en señal de reverencia y exclamó henchida de felicidad:
– Madre O, lo prometiste y así ha sido. El cometa anunció su nacimiento y desde entonces esperábamos con ansia a nuestra elegida. Moriré colmada, puesto que me ha sido concedido el honor de acogerla en mi familia y tenerla en mis brazos.
Dicho esto, recitó los versos de la profecía de O:
Y un día llegará la elegida, descendiente de Om.
Tendrá fuego en el cabello,
alas y escamas en la piel,
un aullido en la garganta
y la muerte en la retina.
Cabalgará el sol
y blandirá la luna.
Mentiría si dijera que no me emocioné. La devoción y el cariño con que la vieja Sarmik acogió a mi hija me conmovieron. Y me dejé cuidar por sus manos arrugadas y amorosas que lavaron mi cuerpo y mi pelo, cortaron mis uñas, untaron mi piel con aceite, me pusieron ropas limpias y me dieron de comer sopas calientes, guisados deliciosos y tazas de té.
Descansé un tiempo entre los apacibles inuits. Habían instalado sus tiendas cerca del mar y se abastecían de focas y belugas. Aprendí con ellos a pescar con múltiples anzuelos en sus líneas de pesca, a descuartizar focas y a curtir pieles. Eran seis familias con sus pequeños y por las noches nos reuníamos con una taza de té en la mano y charlábamos largas horas. Los inuits tenían la risa fácil y la mirada leal de los niños. Junto a ellos era difícil concebir la maldad o sentirse angustiado por el peligro. Por eso me encontraba tan a gusto y no me preocupaba posponer mi regreso al coven que Sarmik había convocado.
Sarmik me había pedido tiempo para reunir a las osas. La distancia que separaba un campamento de otro hacía muy difíciles sus reuniones y debíamos esperar a la próxima luna llena, para la que faltaban todavía dos semanas. En el coven se presentaría a Diana como la elegida y se nombraría una guardia fiel de osas que asegurarían nuestra protección hasta depositarme en manos del clan de la foca, más al sur, más cercano a la civilización.
Todos estábamos encantados. Diana miraba el mundo con unos ojos grandes y azules llenos de inteligencia. No tenía la mirada transparente de un bebé; la suya era una mirada adulta, sabia y esponjosa. Absorbía con la misma glotonería y avidez con la que mamaba todo cuanto veía u oía, y comenzaba muy precozmente, a sus tres meses, a emitir gorjeos. Quería comunicarse, parecía comprender las palabras humanas y permanecía atenta, muy atenta a los sonidos de los animales. Una tarde la sorprendí gruñendo con la osezna Helga. Atónita, contemplé cómo mi Diana gruñía con la misma ferocidad que la pequeña osa y recibía con júbilo las respuestas del animal.
Recordé las palabras de la profecía: «Un aullido en la garganta y la muerte en la retina». Siempre se había interpretado que la elegida pertenecería al clan de la loba y aullaría comunicándose con su tótem, el lobo, pero nunca nadie había imaginado que la elegida tuviera el poder de comunicarse y hacerse comprender por todos los animales.
Y súbitamente lo vi claro. Yo misma había poseído ese poder de Diana mientras compartí su sangre. Había podido ladrar como los perros, gruñir como los osos y hasta oír los ultrasonidos de las ballenas. Por eso cuando nació mi hija perdí esa facultad y perdí también mi comunicación con los fantasmas. ¡Claro! ¡Ya lo entendía!
Yo ya no veía a Aruk porque ahora, posiblemente, sólo lo podía ver la pequeña Diana. Yo vi a Aruk porque llevaba a Diana conmigo. El poder de comunicarse con los animales y los muertos incumbía tan sólo a la elegida. Y para corroborar esa sospecha, coloqué mi anillo de esmeraldas en el dedito de mi niña y froté la piedra.
Diana giró su cabecita a mi derecha, ahí donde no había nada, y sonrió. Estaba viendo a Aruk. Diana podía convocar a Aruk y, aunque yo no podría hablar con él, Aruk la protegería.
Me tranquilizó esa certeza. Guardé mi anillo y acuné a mi niña. Tan pequeña y tan poderosa al mismo tiempo. Deseé con todas mis fuerzas que la suya no fuese una infancia adulta. Deseé que disfrutase de la vida a cada instante y que aprendiera a reír, a correr, a nadar, a jugar y a crecer arropada por una familia y una casa. Allí mismo, en la tundra helada, se respiraba el afecto de seis familias, y la calidez de ese sentimiento suavizaba la dureza del frío aire primaveral. Eran sentimientos que sugerían el verano en ciernes. La vida resurgía y a mi alrededor todos disfrutaban del sol y la camaradería de los inuit.
Helga, curiosa y zalamera, hacía las delicias de los pequeños y junto con el cachorrillo Víctor, cada día más fuerte y travieso, se ganaron a pequeños y mayores y acabaron comiendo de todas las manos. Hasta la perra Lea hizo buenas migas con un macho cariñoso y los dos anduvieron muy atareados encargando una nueva carnada de cachorrillos para el invierno siguiente.
Camilla, la osa, vagaba cerca del campamento sin llegar a fraternizar con los humanos. Algunas noches oía su rugido llamando a su osezna Helga, que acudía presurosa a la llamada de su madre.
Y yo comía, descansaba, daba paseos bajo ese sol que me retornaba las fuerzas, y me iba enamorando, cada día más, de mi hija Diana.
Todo era plácido y demasiado hermoso para ser verdad. Un espejismo que acabó la noche del sueño.
Soñé que el trineo en el que viajábamos Diana y yo volaba entre el hielo sorteando inmensos icebergs e inclinándose peligrosamente ora a un lado ora al otro. A cada brusco viraje estaba a punto de perder el equilibrio y caer sobre el hielo resbaladizo. Escapábamos de un hombre armado con un rifle, y yo, sobre el trineo, sabía que si caíamos moriríamos.
Desperté asustada. Era una visión. Mi instinto de Omar me advertía de un peligro cercano. Me froté los ojos y lo vi todo más claro.
La vieja Sarmik entró en mi tienda y no se sorprendió al encontrarme despierta.
– Tienes que irte. Él se está acercando -musitó la vieja hechicera.
– ¿Tú también lo has visto en tu sueño? -pregunté ya definitivamente levantada.
– Está a pocas horas de aquí. No tardará en llegar.
Me asusté, tenía una premonición.
– ¿Quién es?
– El cazador blanco, rubio, alto y poderoso.
– ¡Gunnar!
Sarmik afirmó con movimientos de cabeza.
– Ése es su nombre.
Gunnar se había recuperado de sus heridas y había salido en mi búsqueda.
– ¿Me persigue?
– Persigue a la osa.
– ¿Por qué?
– Cree que ella te mató, quiere su piel blanca y la conseguirá. No cejará en su empeño hasta morir.
Entonces… Gunnar creía que la osa blanca me había llevado con ella y me había devorado, como a un perro cualquiera.
– Pero desaparecí con el trineo -objeté a la vieja Sarmik.
– Gunnar piensa que los perros huyeron con el trineo y se hundieron bajo el hielo.
Aruk me había protegido con mucha eficacia.
Intenté reconstruir los hechos. Gunnar sufrió un tremendo golpe al ser atacado por la osa. La osa se abalanzó sobre él y le hirió. Quedó inconsciente y, al despertar, la puerta había sido arrancada, algunos muebles destrozados, había rastros de sangre en el suelo de la cabaña y en la nieve las huellas de la osa. Y yo no estaba.
Para Aruk, un espíritu que puede sugerir ideas en el oído de los vivos y comunicarse con los muertos, fue fácil hacer creer a Gunnar que la osa me había devorado en su guarida, junto con su cachorro. Ésa había sido su treta ingeniosa. Y ahora Gunnar perseguía a Camilla, a la gran osa madre.
¿Para vengar mi muerte? En absoluto. Lo hacía por amor propio y para no reconocer su fracaso. Él se había propuesto velar por la niña y por mí hasta que su madre se apropiara de nuestras vidas. Y había fallado. No, Gunnar no quería la piel de la osa para hacerle pagar mi muerte. Él odiaba a la osa blanca de mucho antes. Los dos se odiaban y yo no había nacido todavía cuando tuvieron su último encuentro.
Sarmik, rauda, estaba empaquetando mis cosas. Los inuits cazadores eran ligeros y silenciosos. Levantaban su campamento en un abrir y cerrar de ojos y recorrían grandes distancias en pos de sus fresas. Si quería huir de Gunnar, tenía que comportarme como una cazadora inuit.
Recogí a Diana, pero Sarmik la retuvo.
– No, déjala con nosotros, la cuidaremos. Aquí estará protegida.
– La reconocerá.
– Teñiré su pelo de negro.
– Necesita mi leche.
– Mi hija Kaalat tiene leche, está amamantando a su niña.
Reconocía que la idea de la vieja Sarmik era razonable. Diana era muy pequeña y con ella la huida se ralentizaba, pero si la dejaba atrás nada tendría sentido. Y temía que, a pesar de la treta, Gunnar intuyese su presencia y que sus ojos azules la delatasen. Era su padre, era un brujo.
– No puedo dejarla.
Y la vieja Sarmik me comprendió. Puso a la pequeña Diana en mis brazos y me señaló el Norte.
– La dama de hielo acecha. Vio el cometa y sabe que Diana ha nacido. Te espera para arrebatártela.
– ¿Cómo lo sabes?
La vieja Sarmik sonrió con una sonrisa desdentada.
– Lo sé porque he detenido su llamada. Te he protegido. Has estado bajo mi protección y la de la osa.
Me sentí como un ratón atrapado por dos gatos.
– ¿Hacia dónde voy entonces? ¿Dónde puedo ir?
– Hacia el sur. No esperaremos al coven. Kaalat te acompañará.
Me negué. No quería poner la vida de nadie en peligro y mucho menos la de una joven Omar con un bebé.
– No puedo aceptar. No quiero que Kaalat se arriesgue.
Pero Sarmik se irguió como una leona herida.
– Kaalat daría su vida y la de su hija por la elegida de la profecía. Ella es lo más importante, ella nos salvará por siempre jamás de la dama de hielo. Kaalat se siente orgullosa de entrar en la profecía y proteger a la elegida.
Callé. Rechazar una ayuda tan sincera era tan ofensivo como rechazar su hospitalidad, algo incomprensible para un occidental, pero una cuestión de principios para una inuit.
Cargamos mi trineo y Sarmik ató tres perros en el tiro y colocó a Lea de líder. Kaalat, una joven inuit que llevaba en sus brazos a la pequeña Sarmik, se presentó sonriente y dispuesta a partir. Como equipaje, solamente un pequeño hatillo.
– Deméter ha alertado al clan de la foca. Yo te acercaré hasta ellas, que te llevarán a un lugar seguro.
Sólo pude abrazar a la vieja Sarmik y agradecerle que me regalase lo mejor que tenía: su hija y su nieta.
– Yo no puedo acompañarte en este viaje, estoy vieja y quiero dejarme morir, porque ya he tenido a la elegida en mis manos. Mientras escapáis, yo guiaré a la madre osa para engañar al cazador blanco.
Comprendí que a lo mejor no veía nunca más a la gran madre osa, la generosa Camilla, a quien debía la vida. Y al instante oí su inconfundible rugido. Alcé los ojos y alcancé a ver por última vez la silueta de la osa blanca recortada contra la inmensidad del desierto helado.
Me despedí silenciosamente y Kaalat, mucho más ducha que yo en estas tareas, tomó las riendas del trineo y dio la orden de partir a los perros. No me volví para decir adiós a la anciana Sarmik. Daba mala suerte mirar atrás. Únicamente dirigiría mi mirada hacia delante, siempre adelante.
Los perros estaban descansados y bien alimentados. El tiempo era claro y el hielo estaba en buenas condiciones y, sin embargo, no avanzábamos.
Kaalat y yo nos dimos cuenta el tercer día al pasar por segunda vez junto a la misma grieta que se abría a la vera de un inmenso lago.
Habíamos dado una vuelta completa y regresábamos al mismo lugar.
Kaalat detuvo el trineo y se pasó ambas manos por la cara. No hacía falta que dijese nada. Hacía mucho rato que yo ya sabía que ELLA nos había atrapado. Había sentido su presencia desde el momento en que abandonamos la protección del campamento. Nos apresó con su garra fría tan pronto como el trineo se puso en marcha, y se hizo más y más potente después de saber que Gunnar había matado a la osa blanca.
Eso ocurrió la segunda noche. Aún no dormíamos y, de pronto, Kaalat y yo notamos el dolor intenso de la bala hundiéndose en nuestra propia carne, pero callamos abrumadas por la revelación. Fue la pequeña Diana, aquejada de la misma certeza, quien comenzó a llorar con desconsuelo y nos unió a las tres en un abrazo triste.
A partir de ese momento no vislumbré muchas esperanzas para escapar al poder de la Odish. Gunnar había matado a la madre osa y la vieja Sarmik, tal como anunció, no querría sobreviviría. Nadie nos protegía y estábamos a merced de la dama de hielo.
Kaalat aguantó como pudo su sonrisa hasta que confirmó lo que sospechaba. No íbamos al Sur.
– No puedo continuar. A pesar de que conduzco el trineo al Sur, vuelve a regresar al Norte.
– Lo sé -respondí.
– No me había ocurrido nunca -la joven inuit estaba consternada.
– No es culpa tuya, es la dama de hielo -corroboré.
Kaalat palideció. Aunque lo sospechaba, el mismo nombre de la Odish la paralizaba de miedo. Desde niña había oído las historias terroríficas sobre la dama de hielo que había reinado en ese territorio durante milenios. Se aferró a su pequeña.
– Hace mucho, mucho tiempo los inuits le ofrecían a sus hijas mayores al nacer -me explicó con lágrimas en los ojos-. Dejaban a sus pequeñas recién nacidas, desnudas, fuera de sus iglús y así aplacaban la ira de la dama.
– De eso hace mucho -repliqué sin tenerlas todas conmigo.
Pero Kaalat abrazó a su hijita.
– Quiere a nuestras niñas.
Me dio pena. Me dio mucha pena. La tranquilicé diciéndole la verdad, aunque la verdad fuese muy difícil, para mí.
– Sólo quiere a la elegida, a mi hija Diana. Déjame aquí y vuelve a tu casa.
– No puedo.
– Claro que puedes.
Kaalat me escuchaba y al mismo tiempo no quería escucharme.
– No puedo dejarte sola. Me comprometí a acompañarte y lo haré.
Detrás de nosotras, en el trineo, las pequeñas Diana y Sarmik reían indiferentes a su suerte y al dilema de sus madres.
Tenía que tomar una decisión. Ofrecí mi Diana a Kaalat y tomé a su hijita Sarmik y comencé a amamantarla. Kaalat entendió e hizo lo mismo. Sonreímos a las pequeñas que habían intercambiado a sus madres y que, sin saberlo, serían para siempre hermanas de leche. Ése era un pacto de hermandad que practicábamos las Omar. Sarmik y Diana serían fuertes y valientes, puesto que sus vidas quedaban vinculadas y su voluntad duplicada. La loba y la osa unidas eran mucho más poderosas que en solitario.
Una vez saciadas y goteando leche de sus boquitas, nos devolvimos a nuestras hijas y yo, con Diana en mis brazos, descendí del trineo y acaricié el pelaje de Lea. A su oído, muy quedamente, susurré:
– Llévalas a casa.
Lea lamió la cara de Diana, mordisqueó mi mano y arrastró el trineo bruscamente a pesar de las protestas de Kaalat.
El trineo se alejó mágicamente y desapareció en lontananza. Regresaba al campamento inuit, donde Kaalat debería sustituir a Sarmik como hechicera. Pero no era Lea quien lo dirigía. La mano fría de la Odish lo alejaba de su morada y su boca soplaba el viento que impelía a los esquís a deslizarse presurosos al Este. Y esa misma mano me asía con fuerza y me guiaba hasta su cueva.
Decidida a enfrentarme de una vez por todas con la maldita Odish, tomé aire, me metí en la hendidura de la grieta con mi niña en brazos y grité:
– ¡Aquí estamos!