Esa misma tarde Deméter me citó con muchas prisas. Utilizó la llamada telepática, la que utilizamos las brujas Omar en casos de urgencia y que no admite dilaciones. Puede ser inoportuna, azarosa y hasta problemática. Ya lo sabes, acabas de recibirla y no te has podido negar a acudir a mí. Tía Criselda exigió una vez el aterrizaje del avión en el que viajaba rumbo a Nueva York; aunque claro está, no le hicieron el más mínimo caso.
Al telefonearla noté que Deméter estaba muy agitada. Me ordenó que me reuniera con ella en media hora y que tomase precauciones de marcha.
La obedecí a regañadientes. La orden y la premura no auguraban nada bueno, porque además de ser mi madre, Deméter era la jefa del clan de la loba, de la tribu escita, de la confederación de tribus de la Península y muy posiblemente, si su estrategia había surtido efecto -que no me importaba lo más mínimo-, la matriarca de las tribus de Occidente. No podía, bajo ningún concepto, desobedecer una cadena de mando de esa índole.
Las precauciones de marcha consistían ni más ni menos que en purificarme a conciencia, protegerme con el conjuro de vuelo, tomar lo necesario en una bolsa para desaparecer un par de días sin llamar la atención y cambiar de taxi hasta tres veces para acudir a la Estación del Norte de Barcelona.
La antigua estación de ferrocarriles, un enorme hangar repleto de autobuses que continuamente anunciaban desde los altavoces sus inmediatas salidas a todos los puntos de España era, en medio del caos, uno de los lugares más seguros para intercambiar información, documentos y viajar sin problemas a puntos distantes. Allí, de momento, teníamos nuestras citas secretas. La estación suplía a las antiguas y ya obsoletas encrucijadas de caminos donde antiguamente se reunían las brujas emisarias de tribus de los cuatro puntos cardinales.
Me pareció adecuada mi capa élfica y aparecí embozada en la cafetería de la estación, amparada en un cierto aire fugitivo.
Tal y como me temía, Deméter me lo reprochó.
– Quítate esa capa, Selene. No es ningún juego, no estamos jugando a elfos y princesas.
– Está de moda.
– Las Omar pasamos inadvertidas, somos discretas.
– Tu trenza no lo es -le reproché-. Y mi cabello tampoco. Las mortales no llevan el pelo tan largo.
– Lo sé y lo hablamos en un coven no hace mucho. Decidimos disimularlo con recogidos y eximir a algunas jóvenes, pero no es hora de nimiedades. Te necesitamos para una misión muy importante.
Me dio un vuelco el corazón. Había ayudado en algunos partos y había llevado un mensaje urgente, pero una misión era otra cosa.
– Se trata de la muerte de un bebé… en un pueblecito.
Se me erizaron los cabellos de la nuca. No hay nada más horrendo para una Omar que atender el dolor de una madre que ha perdido a su bebé.
– ¿Y tengo que consolarla yo?
Deméter se puso muy seria.
– No vas a consolarla, para eso están sus familiares próximas.
– Pues yo no entiendo de muertos.
– De certificar la muerte se ocupará la doctora Bauman.
– ¿Entonces?
– No es un caso rutinario. Nos ha sorprendido lo extraño del ritual. Puede coincidir con otros.
– ¿Una Odish con métodos propios?
– Eso parece.
– ¿Y qué tengo que hacer yo?
Calló. Estaba preocupada.
– Un reportaje. ¿No estudias Periodismo? Pues necesitamos una explicación plausible y oficial para difundir y otra verídica que nos abra una vía de investigación.
Me sorprendió.
– ¿Me estás pidiendo que me invente una mentira piadosa para las Omar y que sólo cuente la verdad a las matriarcas?
Deméter asintió.
– Eres lista.
Apenas había pisado la facultad durante tres meses, pero si había algo sobre lo que nos habían machacado desde el primer día era precisamente el uso indebido del periodismo.
– La ética periodística me lo impide. La verdad es una y mi deber es informar.
– ¿Tu deber? ¡¿Tu deber?!
Deméter se encendió.
– No tienes ni idea de lo que significa esa palabra. Mientras tú celebrabas tu noche de Carnaval, se produjo la carnicería de brujas Omar más terrible de los últimos doscientos cincuenta años.
No repliqué. No sabía nada. Nadie me había informado. Deméter se calmó y tomó aire para tener el valor de explicarme lo sucedido.
– Las Odish aprovecharon nuestra ausencia de la noche de Imbolc para hacerse con docenas de bebés y muchachas. Treinta y siete víctimas, y me temo que habrá más. Ése es el recuento hasta el momento. Todavía estamos conmocionadas.
Me quedé muda de horror. La noche más feliz de mi vida había sido una noche de muerte y desolación. Era injusto. Hasta la memoria me jugaba una mala pasada. En el calendario de las Omar mi noche de amor sería una fecha fatídica, una fecha negra con multitud de nombres de inocentes que invocar, en la que se celebrarían ritos de purificación y embrujos de reposo.
Sin embargo había algo extraño. Si esa noche había sido peligrosa para todas las Omar que no estaban en el sabath, ¿por qué Deméter no me llamó inmediatamente para saber si estaba viva? ¿No se preocupaba por mí?
Mi madre leyó mis pensamientos. Podía hacerlo estando yo presente y cercana a ella.
– Me puse en contacto con tu casa y hablé con Carla. Ella me tranquilizó, me dijo que estabas bien, que las tres estabais bien.
Respiré aliviada. Por un momento había creído que mi madre pasaba de mí. Deméter me tendió un billete de autobús.
– Ahora escúchame, irás a este pueblo: Urt. Interrogarás a la madre del bebé, una loba llamada Elena que es bibliotecaria. Te alojarás en esta dirección y te pondrás en contacto con cuantas Omar pudieron tener relación con el asesinato de la pequeña. Rastrearás todo aquello que consideres importante. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -murmuré impresionada por la responsabilidad que me confería.
– Ve pensando en la versión que daremos. No interesa que cunda el pánico en la comunidad.
Sentí miedo. Una noche de cuchillos largos no auguraba nada bueno. No era gratuita.
– ¿Qué pasa? ¿Qué está pasando?
Deméter suspiró.
– Las profecías se están cumpliendo. Las Odish salen a la luz y se preparan para la guerra.
– ¿Qué guerra?
– La guerra que auguró Om en su profecía. La guerra de las brujas, que se iniciará con la llegada de la elegida.
Se me puso la piel de gallina. Nunca había dado la menor importancia a las profecías. Era cierto que se hablaba de la llegada de la elegida, pero siempre me había parecido una leyenda brumosa y lejana.
– ¿Quién es la nueva matriarca de Occidente? -pregunté sin mucho interés.
– Yo -respondió Deméter sin pizca de asomo de satisfacción.
No la felicité, no quise que la noticia del nuevo cargo de mi madre me impresionase lo más mínimo. Con el transcurso de los años se había ido alejando de mí y, si bien lo agradecía, también me dolía.
Deméter me dio dinero y me hizo una última advertencia.
– Piensa una coartada convincente. Recuerda que deberás hablar con mortales.
No me besó, no me despidió agitando la mano a través de la ventanilla. Simplemente desapareció.
Así era Deméter y así había sido mi vida con ella. Cambiábamos de ciudad, de casa, de amigos, de escuela, sin echar raíces en ninguna parte. Siempre huyendo, siempre protegiéndonos de supuestos peligros que nos acechaban. Deméter aparecía y desaparecía y yo me había acostumbrado a crecer junto a una madre fantasma que nunca me demostró su afecto con besos ni caricias. No tenía tiempo.
Me senté en el asiento del autocar y me quedé embobada mirando a través de la ventanilla. Viajé durante horas y horas hacia el norte, hacia las montañas, hacia los picos y los lagos cubiertos de nieve y hielo. El frío se iba haciendo más patente a medida que anochecía. Se colaba por los resquicios de la ventanilla mal cerrada. El viejo autobús renqueaba en las cuestas y derrapaba peligrosamente en los arcenes salpicados de placas de hielo.
Era noche cerrada. Tras haber cambiado de autobús en Jaca, y tomado tan sólo un triste bocadillo y un café con leche, llegué a un sitio llamado Urt, un lugar remoto donde el tiempo se medía por las campanadas de la torre de la iglesia y donde aún no había aparecido ni el teléfono.
Entonces me pareció el fin del mundo. Y lo era. Sin pistas de esquí ni turismo de aventura, nadie se animaba a perderse en aquel pueblecito de casas de piedra y tejados de pizarra donde cuatro viejos conservaban sus vacas y sus ovejas y los jóvenes, menos aún, vagaban a lomos de su tractor como vaqueros solitarios.
¿Una bibliotecaria en aquel lugar?, me pregunté asombrada. Sin embargo, por las chimeneas de las casas habitadas salía un humo de leña acogedor que olía a encina y a tomillo e invitaba a calentarse las manos al abrigo de la lumbre. ¿Cuántos fuegos arderían en Urt? Y mientras bajaba del autocar y recogía mi ligerísimo equipaje, me entretuve en una tarea curiosa: contar los vecinos como se había hecho siempre, por sus fuegos. Las familias eran eso, un fuego crepitante y unas manos extendidas a su alrededor. Lo que se llamaba un hogar. Una olla colgada sobre la lumbre y muchas horas por delante, un largo invierno a veces, para contar historias, leyendas, cuentos, canciones. Sentí nostalgia de lo que nunca había tenido. Un hogar. Una familia. Una casa. A pesar de las apariencias, Urt me sorprendió. Había niños, había vida y el futuro palpitaba en cada una de las piedras milenarias que guardaban los secretos de las invasiones que a lo largo de los siglos habían penetrado en la Península a través de esos puertos pirenaicos.
Las otras Omar que acudieron al entierro y yo misma nos alojamos en un antiguo caserón que había sido residencia de paso del vizconde de la comarca en sus cacerías veraniegas. Su escudo de armas y un pesado portón de madera honraban su ilustre apellido. La casa era hermosa, recia, de altísimos techos, multitud de habitaciones y una enorme cocina decorada con preciosos azulejos, alrededor de cuya mesa nos reunimos la doctora Bauman, su hija Karen, estudiante de Medicina, y una docena de familiares y amigas de Elena que fueron llegando a lo largo de la noche. Todas estábamos desoladas por la pérdida de la niña.
Allí me enteré de las circunstancias del asesinato de la pequeña Diana. Era hija de Elena -a quien yo aún no conocía- y del herrero del pueblo, un joven recio, de anchos hombros y ojos negros como el carbón, con fama de bromista y cariñoso.
Diana acababa de cumplir un mes y Elena estaba loca de alegría con su pequeña, porque una oráculo etrusca le había vaticinado que sólo concebiría niños. Pero al regresar del coven de la noche de Imbolc, encontró a su bebé desangrado y con graves quemaduras, depositado en el mármol de la cocina. El horno de carbón todavía ardía y su hijo mayor, con los ojos abiertos y llenos de horror, velaba a su hermanita en silencio. Era el único testigo del crimen, tenía sólo un año y medio y se llamaba Roc.
La muerte de Diana estaba presente en todas las conversaciones. En otras circunstancias me hubiera derrumbado, pero estaba demasiado enamorada. A medida que me había ido alejando de Gunnar, en lugar de olvidarlo, palpaba su ausencia con tanta intensidad que le echaba de menos en cada bocanada de aire que me llegaba a los pulmones. Me faltaba el oxígeno de sus manos, de sus labios, del susurro de su voz en mi oído, del tacto de su piel en mi piel. Nunca me había sucedido nada igual. Por eso actué con diligencia y procuré cumplir con mi cometido lo antes posible, para poder regresar enseguida junto a Gunnar. Ni siquiera podía telefonearle para decirle que le quería, que me esperase; que cuando regresase me fundiría en un abrazo con él y no me separaría nunca más. Ojalá lo hubiera hecho. Aunque tampoco sé si hubiera podido evitar lo inevitable.
La distancia me había confirmado algo que yo no sabía cuando intercedí por mi amiga. No podía vivir sin Gunnar. Meritxell y la amistad pasaban a un segundo término. Le quería para mí sola.
Hablé con todas las Omar que pude y de todas obtuve el mismo testimonio. Elena, una loba joven -por entonces Elena tenía veintisiete años- vivía casi voluntariamente aislada en las montañas. Había un motivo que yo podía entender: se había enamorado de su marido, el herrero, y se había propuesto afincarse en ese pueblo hubiese o no hubiese otras Omar en las cercanías, libros en la biblioteca ni niños suficientes para leerlos. Ella, entrada en carnes, alegre, rebosante de vida y energía, ya se ocuparía de todo lo demás, incluso de llenar la escuela con sus propios hijos si era necesario. Y así lo hizo. O al menos, entonces comenzó a hacerlo.
Karen fue mi mejor informante. Políglota, viajera, impresionable y de mi edad, estudiaba primero de Medicina y Diana había sido su primer caso de estudio. Karen mostraba un gran interés por la ciencia médica y por las tradiciones de las Omar. Enseguida se me ocurrió que hubiera sido una hija perfecta para mi madre. Era obediente, discreta, estudiosa y sobre todo una bruja militante. Se quedó horrorizada al saber que yo había preferido ir de fiesta de Carnaval antes que celebrar la noche de Imbolc con los clanes.
Esa noche, en la habitación que compartíamos, tomé libreta y bolígrafo y la interrogué. Me relató con pelos y señales todo el proceso que vivió a su llegada a la casa un día antes. Al parecer, la misma Elena, antes de sufrir una crisis nerviosa, tuvo el valor y la sangre fría suficientes para tomar a la pequeña Diana en brazos, meterla en su cuna, cubrirla con la sábana y formular un conjuro de sueño para su marido. Bajo ningún concepto un mortal podía ver a la pequeña deformada. Pero su ofuscación le hizo olvidar al niño, a su hijo Roc.
Cuando Karen llegó con su madre, la doctora Bauman, encontraron al pequeño en el suelo de la cocina, muerto de frío, mirando fijamente el horno y repitiendo una y otra vez: «Mala, mala».
– Yo misma -me explicó Karen- lo envolví en una manta, le di una taza de caldo caliente y lo arrullé para que se durmiese, pero estaba tieso como un palo y me miraba fijamente con sus ojos negros, como si quisiese taladrarme. Repetía: «Mala, mala».
Me impresionó mucho esa reacción del pequeño y me prometí hablar con él al día siguiente.
Karen continuó con sus explicaciones y así me enteré de cómo actuaban las médicas Omar para borrar los indicios de la intervención de una Odish, antes de que los cadáveres se hinchasen horriblemente y se llenasen de llagas purulentas. Bauman y Karen maquillaron a la pequeña y se la mostraron al padre, que creyó ciertamente que había fallecido por muerte súbita, durante el sueño. Luego, tras el papeleo, se la llevaron. Karen me confirmó que, además de desangrada, tenía quemaduras en la cabecita, como si el cráneo hubiese sido introducido en el horno. Algo realmente espeluznante. Karen murmuró un detalle al que intenté restar importancia:
– Mi madre dijo que ése era el ritual fenicio del sacrificio de bebés. Los introducían en un horno antes de desangrarlos.
Tomé nota de su comentario con manos temblorosas y Karen continuó su relato.
Parece ser que Elena, la madre, aguantó y aguantó estoicamente limpiando la casa para recibir a las visitas y preparando comida para agasajarlas. La fortaleza de Elena llegó al límite y, cuando estaba ya cercana al derrumbamiento, llegó su hermana y le preparó el brebaje que la hizo dormir durante más de diez horas seguidas. Despertó sin recordar a Diana. Su hijita había desaparecido de sus recuerdos. La hermana de Elena rogó a su marido que no volviese a nombrarla, ya que el olvido, para la madre, era una forma de sobrevivir y que Elena juraría y juraría que nunca había tenido una hija. El marido accedió y Elena pasó página en su vida de madre, como tantas y tantas Omar que perdieron a sus bebés. Ni siquiera acudiría al entierro.
– Entonces Elena no me podrá ayudar.
– Ni se te ocurra interrogarla.
– ¿Y el hermanito? ¿Y el pequeño Roc? -pregunté.
Karen se compadeció.
– Nadie le dio el brebaje, nadie le hizo demasiado caso. Ni siquiera su madre. Es muy chiquitín y a esa edad no hablan todavía, ni comprenden.
– Pero -deduje- es el único que sabe qué ocurrió.
Me propuse hablar con el niño al día siguiente y conocer a esa madre tan valiente, que había perdido a su hija, pero no había perdido la entereza.
Quise ir a dormir y soñar con Gunnar, pero Karen era muy charlatana y estaba encantada de conocer a otra loba de su misma edad y, para más honor, hija de la gran Deméter, la nueva jefa de la confederación de tribus de Occidente. ¡Y pensar que a mí me era del todo indiferente el cargo de mi madre!…
Karen me distrajo de mis recuerdos de Gunnar explicándome infinidad de anécdotas sobre su vida junto a su madre. Me habló de los muchos lugares donde había vivido. Claro que yo no me quedaba a la zaga. Nací en Olimpia, me crecieron los dientes en Heraklion, pasé mi infancia en Pompeya, crecí en Taormina, me hice mujer en Granada e inicié mis estudios en Barcelona. Teníamos muchos rasgos en común en nuestra biografía. La gran diferencia entre ambas era que Karen recordaba su infancia como algo único, irrepetible, feliz. Estaba orgullosa de ser una Omar y quería continuar siéndolo y vivir como su madre, de origen germano, que también había recorrido media Europa itinerante, nómada, aunque siempre vinculada a las montañas donde aullaban las lobas las noches de luna llena. Como en Ordino, un pueblecito de Andorra, donde pasó la adolescencia y de donde guardaba sus mejores recuerdos.
Lo que son las casualidades: Ordino era el pueblo de Meritxell. Le pregunté, pero la respuesta de Karen me dejó atónita.
– ¿Meritxell Salas dices? No, no la conozco.
Creí que me tomaba el pelo.
– Es delgada, rubia, ojos cambiantes, irisados, muy dulce. Pinta y está estudiando Bellas Artes.
– No, no la conozco -insistió Karen.
– Ha vivido siempre ahí, en Ordino. Su padre es viudo y muy rico. Tiene una gasolinera y una tienda de electrodomésticos.
– Imposible. Vuelvo a menudo porque dejé buenos amigos. El dueño de la única gasolinera de la zona se llama Camps y tiene setenta y nueve años y tres hijos solteros. Y en Ordino no hay ninguna tienda de electrodomésticos.
Callé por si acaso. A lo mejor me había confundido de pueblo, aunque estaba segura de haber oído ese nombre en boca de Meritxell.
Antes de dormirnos Karen me hizo una confesión:
– ¿Sabes? Me falta algo.
– ¿El qué?
– Una amiga que comparta mis secretos conmigo. Una loba de mi edad que sepa lo complicado que es ser bruja.
– Ya, te entiendo. A mí también me pasa.
Y era cierto. Pero mi deseo no era tener una amiga. Mi deseo era amar a Gunnar siempre.
– ¿Te puedo pedir algo?
– ¿Qué?
– Ser tu amiga.
No respondí de inmediato. Últimamente las amistades me comprometían demasiado. Pero Karen era muy sincera y temí ofenderla si no respondía.
– Vivimos demasiado lejos, estudiamos carreras diferentes.
– Da lo mismo. Podemos compartir un sueño.
– ¿Cuál?
– Reunimos de mayores aquí, en Urt, en esta casa.
Me hizo gracia.
– ¿En esta casa?
– Está en venta, y a buen precio. ¿No te parece preciosa?
Me lo parecía, pero me reí.
– ¿Piensas comprarla?
– ¿Por qué no?
A lo mejor era cierto, a lo mejor necesitaba una amiga loba que compartiese conmigo mis cuitas.
– Por qué no -respondí.
Y nos dormimos. Creo recordar que soñé que Gunnar y yo vivíamos en la morada del vizconde, porque nos calentábamos las manos en la lumbre del hogar y yo acurrucaba mi cabeza sobre su hombro y le escuchaba contarme la historia de una sangrienta saga islandesa en la que una valerosa mujer vengaba a su padre y a sus hermanos sacrificando a su propio hijo por cobarde. Recuerdo también que en una cuna, junto a nosotros, había una niña llamada Diana. Y lo más sorprendente era que la pequeña Diana era nuestra hija, de Gunnar y mía, y aún estaba viva. Me desperté llorando.
El pequeño Roc tenía en efecto unos ojos grandes, negros y ardientes como las brasas de un carbón encendido. Me miraba con fascinación. Me escuchaba preguntarle una y otra vez qué había pasado con su hermanita. Pero el niño me tocaba el pelo con las manos gordezuelas y callaba.
Decidí reproducir la situación. Le tomé de la mano y lo conduje hasta la cocina. No quería entrar. Se quedó clavado en la puerta negando con su cabecita. Me dio mucha pena, pero tenía que hacerlo. Le cogí en brazos y entré con él. La expresión de su cara al mirar dentro fue indescriptible. Luego, al ver el mármol vacío, señaló con su dedito al horno.
– Mala, mala, vete, mala -gritó valientemente.
Me sorprendió su contundencia y aproveché para acribillarlo a preguntas:
– ¿Quién cogió a tu hermanita?
– Mala.
– ¿La conocías?
– Mala.
– ¿Era una mujer, verdad?
– Mala.
Imposible. El pequeño Roc señalaba sin cesar el horno. Estaba alterado y nervioso. Se debatía en mis brazos y tuve que dejarlo en el suelo. Pero al soltarlo tuvo una reacción inesperada. Se precipitó hacia el horno, abrió la puerta de hierro e introdujo su manita dentro, y cuando iba a reprenderlo, me quedé sin habla. Roc había sacado una serpiente de dentro del horno. Estaba atontada, pero viva, y el niño, súbitamente envalentonado y con una inconsciencia propia de su edad, golpeó la serpiente contra el suelo.
Le salvé por décimas de segundo. Fui rápida en mis reflejos y lo agarré a tiempo de evitar que la víbora, súbitamente resucitada, le hincase el diente en la manita. Sin dudarlo un instante y con Roc a un lado y a salvo, me armé con el atizador y la golpeé con saña. Una vez, dos, tres, hasta que le aplasté la cabeza y su cuerpo sinuoso comenzó a agitarse en los estertores de la muerte.
Entonces sucedió algo angustioso.
La serpiente se retorcía y se desplazaba dejando tras ella un reguero de sangre. Pretendía llegar a la puerta, quizás huir. Sin pensarlo dos veces, cogí el enorme cuchillo que había sobre el mármol y de un tajo certero le corté la cabeza. Roc se echó a llorar y señaló con su dedito el rastro de la serpiente. Lo que aparentaban gotas de sangre eran en realidad extrañas inscripciones que resaltaban en el terrazo oscuro del suelo. Eran signos de un alfabeto. Se me erizaron todos los cabellos de la nuca. Aquel ser repugnante había trazado unas palabras antes de morir. La serpiente no era simplemente una víbora, era algo más.
Tomé la cámara de fotografiar y saqué un par de fotos instantáneas. Cuando me aseguré de que los signos se apreciaban con toda claridad, borré las huellas con la bayeta y avisé a las otras Omar. Deméter me había pedido discreción y actué discretamente.
Roc aún lloraba cuando la doctora Bauman entró en la cocina y de una rápida ojeada se hizo cargo de lo sucedido. El niño lloroso y abrazado a mis piernas, la serpiente decapitada y el cuchillo manchado de sangre.
Me convertí en la heroína de la velada. Y preferí callar, puesto que la revelación que acababa de tener era demasiado impactante para ser compartida y las fotos que guardaba celosamente en mi bolsillo me quemaban de curiosidad.
Copié cuidadosamente uno de los signos y lo mostré a la oronda y por fin sonriente Elena, que tomaba café con leche.
– Fenicio -afirmó tras echarle una ojeada sin dejar lugar a dudas.
Copié otro signo y el resultado fue el mismo. Tuve que mentirle con la excusa de un trabajo de investigación para la facultad. Ella misma me acomodó en su biblioteca para poder hacer las consultas que deseara.
Elena, a diferencia de mí y de Deméter, había conservado celosamente todos los libros de su familia y había constituido una hermosa biblioteca. La mesa y las estanterías eran de roble macizo y estaban atestadas de tratados milenarios, recopilaciones proféticas y gruesos volúmenes de herboristería, medicina, astronomía, astrología e historia antigua.
Me temblaba la mano al reconocer la palabra que había escrito la serpiente. No podía creerlo, pero ahí estaba: «Baalat».
Así pues, no era ninguna invención mía, ninguna concesión al pesimismo. El ritual del asesinato de la niña y la posesión de la serpiente por una fuerza superior que le dictaba las palabras del nombre de la diosa conducían al mismo punto: Baalat no había desaparecido.
Asustada e inquieta comencé a buscar entre los libros. Deseché unos y otros por incurrir en tópicos, por eludir el problema, por abundar en metáforas…, hasta que finalmente di con el libro adecuado. El tratado de Ingrid, que tomaba como fuentes los estudios de Min sobre las antiguas Odish que se encarnaron como diosas y fueron veneradas como tales, me abrió los ojos a la verdad.
Harto conocidos son los desmanes sangrientos de la temible Odish Baalat, venerada por los fenicios como la diosa Isthar. Y sin embargo, lo son menos sus maquinaciones nigrománticas y la profecía acerca de su regreso. (…)
La perversa Baalat llevó sus conocimientos de hechicería a los confines del universo de los espíritus. Durante su dilatado reinado en Biblos, Tiro y Cartago, muchos son los testimonios que hablan de su poder para revivir a los muertos y convertirlos en seres sin voluntad y a su servicio. Ellos eran sus oráculos y sus fieles servidores de carnes descompuestas que no temían a la muerte, puesto que estaban muertos. Se cuenta que Baalat visitaba los campos de batalla y allí sus servidores recolectaban las vísceras de los muertos para fabricar sus poderosas pócimas con las que seducía a reyes y mercaderes. Baalat comerciaba con antídotos de ponzoñosas mordeduras de serpientes y escorpiones y con remedios de devastadoras enfermedades. Así consiguió huir de Tiro y refugiarse en las murallas de la joven Cartago tras el embate del poderoso Alejandro Magno, pero los romanos no fueron propicios a sus artes, puesto que rechazaban los sacrificios humanos. Ésa fue la perdición de Baalat, que pereció bajo la espada impiadosa de Escipión -a título de escarmiento-, para luego ser quemada y sus cenizas esparcidas por la ciudad devastada.
Antes de ser decapitada, Baalat, muy debilitada por el acoso y abandonada por su gente, pronunció las palabras que recogería un centurión de Escipión, el poeta Marcelo: «Regresaré de entre los muertos para concebir a la elegida y mi voluntad triunfará sobre los auspicios y los destinos ajenos».
Nunca más fue vista ni su nombre invocado. (…)
Tras la exhumación de la necrópolis de Cartago y a la luz del estudio de diferentes documentos y testimonios contemporáneos, me atrevo a vaticinar que Baalat no fue correctamente destruida y que puede, con su poder nigromántico, retornar al mundo de los vivos, con voluntad propia, encarnada en animal, niño o difunto, tres formas que no presentan voluntad y que Baalat puede poseer fácilmente.
El poder de la diosa aumentará con la fuerza y la energía de aquellos que la contemplen, acepten su entidad y proyecten sus deseos en ella.
Baalat, la gran Odish nigromante, extraía su fuerza de la sangre de los sacrificios y de la proyección de su imagen en festividades y ceremonias. Su poder se multiplicaba con la contemplación de su rostro y la simple evocación de su nombre materializaba su espíritu. Los ciudadanos de Tiro y Biblos, acobardados por su crueldad, evitaban pronunciar su nombre para no aumentar sus desmanes.
La leyenda de su regreso, diluida en el tiempo, ha sido considerada improbable por diversas Omar, pero a la luz de diversas evidencias disiento de su juicio. Baalat, la gran hechicera, puede regresar al mundo de los vivos en el momento en que las profecías vaticinen la inminencia de la llegada de la elegida.
No pude leer más. Salí de la biblioteca temblando como una hoja e incapaz de responder a las muestras de afecto de las otras Omar. Me encontraba bajo un shock emocional demasiado fuerte. Karen me felicitó y me confesó que ella hubiese sido incapaz de matar a la víbora y que yo tenía mucho valor.
No contesté. ¡Qué equivocadas estaban todas! Yo no era valiente, yo era una pobre estúpida que había jugado con fuego y había causado la muerte de muchos inocentes. Tenía un nudo en el estómago que no me dejaba respirar. Me sentía miserable por haberme disfrazado de la diosa, por haberlo hecho dos veces sucesivas, por haber dado vida a su forma, a su cuerpo, a sus símbolos y haberlos mostrado a miles de personas durante esa noche de Carnaval. Todos aquellos que me miraron vieron a Baalat y le dieron energía con su aquiescencia, y Baalat consiguió reunir la fuerza necesaria para materializar su espíritu y convocar su regreso.
Era una revelación tan tremenda como increíble.
Yo estaba en el ojo del huracán. Había sido el inicio de todo y, desgraciadamente, había sido también testigo de su existencia. En aquellos momentos los únicos seres que compartíamos el secreto del retorno de Baalat éramos el pequeño Roc y yo.
Baalat, la Odish que adoraron los fenicios y que según las crónicas fue decapitada, quemada y destruida en Cartago, junto con la ciudad, por orden de Escipión, había reunido fuerzas para regresar.
No podía borrarme de la cabeza esa frase cargada de amenazas: «Regresaré para concebir a la elegida».
La elegida de la profecía que esperaban ansiosamente las Omar…, ¿podría ser una hija de Baalat? ¿Podría Baalat concebir y dar a luz a una hija?
Me estremecí de miedo. Nadie más conocía los propósitos de Baalat y yo tendría que informar exhaustivamente a Deméter sobre el caso. ¿Me había enviado por ese motivo y castigó mi imprudencia convirtiéndome en testigo de ese suceso terrible…? Pero aún no sabía la sanción que me impondría por haber actuado tan irresponsablemente… Y eso que mi madre ni siquiera sabía que, vestida con la túnica de Baalat, embrujé a Gunnar y le di a beber un filtro de amor.
Y entonces lo comprendí. Actué como lo hice bajo el signo de la diosa. ¡Mi amor por Gunnar estaba maldito!
Lloré de rabia y tuve miedo. Mi instinto me avisaba de que las desgracias que yo desataba sólo habían comenzado.
¿Por qué? ¿Por qué no podía ser simplemente una estudiante enamorada?
Mi condición de bruja me pesaba como una losa. Mis obligaciones con la tribu y el clan me parecían condenas eternas. Porque yo era, y lo sé, diferente a muchas otras. Yo era caprichosa e inmediata, y la magia que me confería el poder de la brujería era mala compañera para mi egoísmo. No, yo no tenía madera de mártir ni quería sacrificarme. Si ser bruja significaba eso, prefería ser una mortal sin poderes.
Me ocupé personalmente de atravesar el corazón de la serpiente, trocear su cuerpo, pronunciar un conjuro de purificación y quemarlo. Cuando de la víbora no quedaron más que cenizas, Elena, maternal, cariñosa y agradecida, me obligó a comer un enorme plato de cocido. Fue el plato de comida más amargo que probé en mi vida. El plato que me ofrecía una madre cuya hija había muerto por mi culpa. Me prometí que si tenía una hija honraría a la buena de Elena dándole el nombre de su niñita.
Y luego yo misma, sin decírselo a nadie, preparé el brebaje del olvido y se lo di a beber al pequeño Roc para aliviar sus recuerdos. Fueran cuales fueran sus pesadillas, se desvanecieron.
Tras el triste entierro, regresé a Barcelona con la libreta repleta de notas y el corazón encogido por la culpa.
No quería ver a Deméter. Lo único que quería era olvidarlo todo y refugiarme en brazos de Gunnar.
Odiaba ser una Omar. Aborrecía el dolor de las Omar, su sacrificio, su sufrimiento y solamente aspiraba a ser una mujer de carne y hueso, con amor, con trabajo, con casa, con hijos y sin miedo a perderlos.
Selene se detuvo en una gasolinera a repostar y aprovecharon para ir al baño y tomar un café. Anaíd, impresionada, no podía digerir toda la información que su madre le acababa de dar y estaba impaciente por acribillarla a preguntas.
– ¿Elena tuvo una hija?
– Eso acabo de explicarte.
– Pero ella dice que no puede tener niñas, que está incapacitada, que sólo concibe niños.
– No recuerda nada. Su hermana le dio la poción del olvido. Es la única forma de que las madres Omar superen el pánico a perder sus bebés.
– Tiene que ser horrible.
– Sí, es lo peor que le puede suceder a una bruja Omar.
Anaíd no lograba quitarse de la cabeza a Roc, sus ojos negros, ardientes.
– ¿Y Roc vio cómo asesinaban a su hermanita?
– Eso supongo. También lo olvidó.
– ¿Cómo era?
– ¿Diana?
– No, Roc.
– Era precioso, un muñequito regordete con el pelo ensortijado y muy negro y unos ojos oscuros e inteligentes. De todos los hijos de Elena, siempre he pensado que es el más guapo. Se parece a su padre.
Anaíd enrojeció súbitamente y Selene se percató.
– ¿He dicho algo que no tenía que decir?
Anaíd, muy apurada, fingió que el café con leche quemaba.
– No, sigue, es que está muy caliente.
Pero Selene no se dejaba engatusar.
– Me parece que me estás escondiendo algo.
– ¿Yo?
– ¿Qué hay entre tú y Roc?
– Nada -negó con contundencia Anaíd, en absoluto dispuesta a compartir sus penas de amor con su madre.
Selene se retiró de la contienda.
– Vale, vale, no he dicho nada.
– Entonces -continuó Anaíd- fuiste a vivir a Urt porque se lo prometiste a Karen. ¿Es eso?
– Pues sí. Karen tuvo la idea y yo la recogí un tiempo después. Compré la casa yo sola y…, bueno, ahora es toda nuestra; ya no pagamos hipoteca.
– Me alegro.
– ¿De qué?
– De que Karen te diera esa idea. Es mi casa, tengo un sitio donde volver y me parece que no podría vivir sin respirar el oxígeno de mi valle y sin ver mis montañas cada mañana.
– Ahora tendrás que acostumbrarte a cambiar de paisaje más a menudo.
Anaíd se sintió de pronto muy agradecida a Selene y compadeció su infancia itinerante, desenraizada.
– Yo sí que tengo una casa y un pueblo. Y una familia.
Selene se emocionó.
– Eso es justo lo que quería darte.
– Aunque cuando murió la abuela todo cambió.
Selene se entristeció.
– Cierto. El lugar que ocupaba ha quedado vacío. Yo también la echo mucho de menos.
– Y a tía Criselda.
Anaíd removió en su taza.
– ¿Y Deméter era tan seria y tan estricta cuando era joven?
Selene sonrió.
– Más de lo que te imaginas.
Anaíd estaba francamente llena de curiosidad.
– ¿Y cuándo fuiste a vivir a Urt? ¿Cuándo y dónde nací yo? ¿Gunnar fue mi padre?
Selene detuvo su impaciencia.
– Un momento. Antes de que tú nacieras, pasaron muchas, muchas cosas. Déjame pagar y te explico.