Mejor habría sido para Maria Cross que esta primera visita de Raymond no le hubiera dejado tal sensación de seguridad, de inocencia. Se sentía admirada de que todo hubiera pasado tan simplemente: "Perdí la cabeza…", pensaba. Creía experimentar alivio, pero comenzaba a sufrir por haber dejado irse a Raymond sin fijarle una cita. Jamás se ausentaba en las horas en que él podía haber venido. El miserable juego de las pasiones es tan simple, que un adolescente lo posee desde su primera aventura: Raymond no había necesitado ningún consejo para resolverse "a dejar que se cocinara en su propia salsa".
Después de cuatro días de espera, estaba a punto de reprocharse a sí misma: "Sólo le hablé de mí y de Francois; lo entristecí… ¿Qué interés podía tener en ese álbum? Debería haberlo interrogado sobre su vida, que se pusiera a sus anchas… Se aburrió; me encontró una latosa… ¿y si no volviera?"
¡ Si no volviera! Pronto esta inquietud se volvió angustia:
¡ Naturalmente! ¡ puedo seguir esperando! no vendrá más… A esa edad no se soporta a la gente aburrida… ¡bien! sí, esto es asunto terminado." ¡Evidencia estrepitosa, terrible! No volvería más. Maria Cross llenaba así el último pozo de su desierto. No quedaba más que arena.
¿Qué hay de más peligroso en el amor que la fuga de uno de los cómplices? Muchas veces la presencia es un obstáculo: estando frente a Raymond Courréges, Maria Cross veía en primer lugar un adolescente, y resultaría vil turbar su corazón; recordaba el padre del cual había nacido; los restos de infancia en ese rostro le recordaban a su hijo perdido: hasta en pensamientos sólo se acercaba a él con un ardiente pudor. Pero ahora que él no se encontraba allí y que duda si lo verá otra vez, ¿para qué desconfiar de ese turbio oleaje que se encuentra en ella, de esa oscura resaca? Si ese fruto será apartado de su sed, ¿por qué entonces privarse de imaginar el sabor desconocido? ¿A quién le hacía daño? ¿Qué reproche podía esperar de la piedra donde estaba escrito el nombre de Francois? ¿Quién la ve en esta casa, sin esposo, sin niños, sin sirvientes? ¡ Pueriles discursos de la señora Courréges sobre querellas de criada: qué bueno sería para Maria Cross poder ocupar en ellas su espíritu! ¿Dónde ir? Más allá del jardín amodorrado, se extiende el arrabal y luego la ciudad pedregosa, donde, cuando estalla la tempestad, hay la seguridad de tener nuevos días más sofocantes. En ese lívido cielo, una bestia feroz y soñolienta, ronda, gruñe y se esconde. También Maria Cross, errabunda por el jardín o en los cuartos vacíos, cede (¿y qué otra salida queda a su miseria?), cede poco a poco a la atracción de un amor sin esperanzas que sólo posee la triste felicidad de sentirse a solas. No intentó hacer nada más contra el incendio, no sufrió más con esa ociosidad, ese abandono; su horno la mantenía ocupada; un oscuro demonio le susurraba: "Mueres, pero ya no te aburres."
Lo extraño en una tempestad no es el tumulto sino el silencio que impone al mundo y ese amodorramiento. Maria veía, contra los vidrios, las hojas inmóviles como si estuvieran pintadas. El agotamiento de esos árboles era humano: se hubiese dicho que conocían el sopor, el estupor, el sueño. Maria había llegado a ese punto en que la pasión se convierte en presencia; ella misma irritaba su llaga, entretenía su fuego: su amor se convertía en ahogo, en una contracción que ella podía localizar en la garganta, en el pecho. Una carta del señor Larousselle, le produjo un estremecimiento de horror.
¡ Ah, le sería imposible, de aquí en adelante, soportar ni siquiera su proximidad! Quedaban quince días hasta que volviera… tiempo suficiente para morir. Se saciaba con Raymond y con los recuerdos que un tiempo atrás la hubieran abrumado de vergüenza: “Miraba el cuero de su sombrero en el lugar en que había estado en contacto con la frente… buscaba el olor de su cabello…" y ¡ cuánta satisfacción le producía su rostro, su cuello, sus manos!… ¡ Descanso sin igual en medio de la desesperación! Algunas veces, atravesaba su espíritu el pensamiento de que estaba vivo, que no se había perdido nada, que tal vez volviera. Pero como si esta esperanza la espantara, volvía apresurada al renunciamiento total, a una paz producida porque ya no esperaba nada. Con horrible placer, ensanchaba el abismo entre ella y aquel a quien se empecinaba en creer puro: tan lejos de su amor como el cazador Orion, ardía este inaccesible muchacho: Yo, una mujer gastada, perdida, y él un muchacho bañado aún de infancia; su pureza es como un cielo entre nosotros, donde mi deseo mismo renuncia a abrirse camino." Durante todos esos días, los vientos del oeste y del sur, arrastraron tras ellos masas oscuras, legiones furiosas que, prontas a deshacerse, de súbito dudaban, daban vueltas alrededor de las cimas fascinadas, para luego desaparecer, dejando tras ellas un frescor como si hubiera llovido en algún lugar.
En la noche del viernes al sábado, por fin la lluvia no volvió a interrumpir su murmullo. Gracias al cloral, Maria recibió en paz ese aliento oloroso que, a través de las cortinas, del jardín soplaba sobre su cama en desorden. Luego naufragó en el sueño.
Al despertar, bañada en el sol de la mañana, el cuerpo descansado, se extrañó de haber sufrido tanto. ¿Qué locura era esa? ¿Por qué pensar lo peor? El muchacho vivía, esperaba sólo una señal. Después de esa crisis, Maria recuperaba su lucidez, su equilibrio, algo decepcionada, tal vez: "¿No era más que eso, pues?… él volverá, pensaba, pero para mayor seguridad, le voy a escribir: lo veré." Necesitaba a toda costa confrontar su dolor con el objeto de su dolor. Imponía a su pensamiento el recuerdo de un simple niño inofensivo, y se extrañaba de no estremecerse ya frente a la idea de la cabeza del chico sobre sus rodillas. Por la tarde, salió al jardín lleno de charcos; realmente, se sentía apacible, demasiado apacible, y casi llegaba a experimentar un sordo temor: sentir menos su pasión, era sentir demasiado su nada: al reducirlo, ese amor no cubría más su vacío. Lamentaba ya que la visita al jardín sólo hubiera durado cinco minutos, y volvió a recorrer las mismas avenidas; luego se apresuró porque la hierba mojaba sus pies… Se pondría zapatillas, se extendería, fumaría, leería… ¿pero qué? Eso no tenía nada de interesante.
Hela aquí de vuelta frente a casa. Levantó sus ojos hacia las ventanas, y tras un cristal del salón, divisó a Raymond.
Había pegado su rostro al cristal y se divertía aplastando su nariz contra él. ¿Esa marea que sentía en ella, era la felicidad? Subió las gradas de la entrada pensando en los pies que acababan de franquearla, empujó la puerta abierta y miró la aldaba debido a la mano que se había apoyado en ella, atravesó más lentamente el comedor y se compuso el rostro.
La mala suerte de Raymond fue haber venido después de esos días en que Maria Cross había soñado y sufrido tanto por culpa de él. A la primera mirada se sintió molesta al comprobar que no podía llenar el vacío entre su infinita agitación y aquel que lo había producido. No tuvo conciencia de su decepción:
– ¿Viene de la peluquería?
Nunca lo había visto así, los cabellos demasiado cortos, lustrosos… Tocó con la mano en sus sienes, la lívida marca de un golpe. El dijo:
– Fue al caerme del columpio; tenía ocho años.
Ella lo observaba. Trataba de ajustar a su deseo, a su dolor, a su anhelo, a su renunciamiento, este muchacho fuerte y demacrado a la vez, ese perro joven y grande. Miles de sentimientos surgieron en ella a propósito de él, todo lo que podía ser salvado se agrupaba cualquiera fuera su valor, alrededor de este rostro, tenso, enrojecido. Pero ella no reconocía cierta expresión de los ojos y de la frente, esa violencia del temeroso que ha decidido vencer, del cobarde resuelto a la acción. Nunca, sin embargo, le había parecido él tan pueril. Con tierna autoridad, le dijo lo que antaño decía ella tan a menudo a Francois:
– ¿Tiene sed? Le daré luego jarabe de grosellas, pero cuando ya no esté bañado en sudor.
Le mostró un sillón, pero él se sentó en el diván donde ella ya se había extendido y le aseguró que no tenía sed:
– En todo caso, no es sed de jarabe la que tengo. María cubrió sus piernas, un poco descubiertas, con el vestido, lo que le mereció esta alabanza:
– ¡Qué lástima!
Entonces, cambiando de posición, se sentó al lado del joven, que le preguntó por qué no permanecía extendida:
– ¿No la atemorizo, al menos?
Palabra que reveló a María Cross que, efectivamente, tenía miedo: ¿miedo de qué? Era Raymond Courréges, el pequeño Courréges, el hijo del doctor.
– ¿Como está su querido padre?
Alzó sus hombros y avanzó el labio inferior. Maria le ofreció un cigarrillo que él rechazó; encendió uno y, poniendo los codos sobre las rodillas, dijo:
– Sí, ya me había contado que no había mucha intimidad entre usted y su padre; es la regla del juego: los padres y los hijos… Cuando Francois venía a esconderse entre mis rodillas, pensaba: “Aprovechémoslo, no durará siempre.”
Maria Cross se equivocaba sobre el significado de los hombros alzados y la mueca en los labios de Raymond. Quería alejar, en ese momento, el recuerdo de su padre, no porque le fuera indiferente sino porque estaba obsesionado con él, después de lo que había pasado entre ellos, anteayer. Después de cenar el doctor había alcanzado a Raymond en la avenida de las viñas, donde fumaba solo, y había caminado al lado de él en silencio, como un hombre que retiene una palabra. "¿Qué querrá?", preguntábase Raymond entregado por entero al placer cruel de callarse, el mismo placer de las madrugadas de otoño en la berlina de cristales que chorreaban. Más aún, había apresurado con maldad el paso, porque había observado que a su padre le era difícil seguirlo y se quedaba un poco atrás. Pero de súbito, no oyéndolo resoplar más, se había vuelto hacia atrás: la silueta negra del doctor permanecía inmóvil en medio de la avenida de las viñas; apretaba contra su pecho las dos manos y vacilaba como si estuviese ebrio; dio algunos pasos y se sentó pesadamente entre dos cepas.
Raymond se precipitó de rodillas; pendía la cabeza muerta sobre sus hombros, veía de cerca un rostro con los ojos cerrados, unas mejillas color miga de pan amasado. "¿Qué pasa, papá? ¿Qué pasa papaíto?" Esa voz suplicante e imperiosa a la vez había despertado al enfermo como si hubiera poseído una virtud; un poco sofocado, trataba de sonreír con aire extraviado: "No es nada, no es nada…" Y contemplaba el rostro angustiado de su hijo, y escuchaba esa misma dulce voz de cuando Raymond tenía ocho años: "Apoya tu cabeza, ¿no tienes un pañuelo limpio? El mío está sucio." Delicadamente, Raymond secaba ese rostro que volvía a la vida. Los ojos nuevamente abiertos del padre veían los cabellos del adolescente que el viento levantaba un poco, luego una viña espesa y más allá un cielo sulfuroso que gruñía y donde parecía que se hubiesen vaciado invisibles carretones. Apoyado en el brazo de su hijo, el doctor volvió hacia la casa: la lluvia cálida aplastábase contra sus hombros y sus mejillas, pero era imposible caminar más rápido. Decía a Raymond: "Es una falsa angina de pecho, tan dolorosa como la verdadera…" Estoy intoxicado: me voy a quedar en cama durante cuarenta y ocho horas con una dieta de agua… ¡ Sobre todo ni una palabra a abuelita ni a tu madre!…" Y como Raymond lo interrumpiera: "¿No me engañas al menos?, ¿estás bien seguro de que no es nada? Júrame que no es nada", el doctor le preguntó en voz baja: "Te daría pena si yo…" pero Raymond no lo había dejado terminar: había pasado su brazo alrededor de ese cuerpo jadeante y un grito se le escapó: "¡ Qué tonto eres!" El doctor recordaría más tarde esta insolencia tan querida, en las horas malas, cuando su hijo volviese a ser un extraño, un adversario, un corazón sordo que no contesta. Habían entrado ambos en el salón, sin que el padre se atreviese a abrazar a su hijo.
– ¿Y si habláramos de otra cosa? ¡No he venido aquí para hablar de papá!, ¿ sabe?… Tenemos otras cosas mejores que hacer… ¿no?
Raymond avanzó una gruesa y torpe garra, que María cogió al vuelo reteniéndola suavemente.
– No, Raymond, no: usted lo desconoce porque vive demasiado cerca de él. Aquellos que están más próximos a nosotros son aquellos que menos conocemos… llegamos al punto de ni siquiera ver lo que nos rodea. Mire: en mi familia siempre me creyeron fea, porque siendo niña bizqueaba un poco. En el liceo, para gran sorpresa mía, mis compañeros me dijeron que era bonita.
– Eso es, cuente ahora historias sobre los liceos de niñas.
La idea fija ensombrecía su rostro. Maria no se atrevía a soltar la gruesa mano que sentía húmeda; experimentó frente a ello cierta repugnancia: era la misma mano cuyo contacto hacía diez minutos la hacía palidecer. Antaño, esa sola mano, que retenía ahora durante un segundo, la obligaba a cerrar los ojos, a dar vuelta la cabeza. Ahora es una mano blanda y mojada.
– ¡ Sí!, ¡ quiero enseñarle a que conozca al doctor: soy porfiada!
La interrumpió para asegurarle que él también era porfiado:
– Mire, yo me juré que hoy usted no me manejaría a su gusto.
Dijo eso en voz tan baja, balbuceando, que ella pudo fingir no haberlo escuchado. Pero ensanchó el espacio existente entre los dos cuerpos, luego se levantó, abrió una ventana:
– No parece que hubiera llovido; está como para ahogarse. Por lo demás, todavía escucho la tempestad… A menos que sea el cañón de Saint-Médard.
Sobre las hojas, le mostró la atormentada cabeza de una profunda nube sombría, bordeada de sol. Pero Raymond cogió con sus dos manos los antebrazos de ella y la empujó hacia el diván. Ella trató de reír: "¡ Suélteme!"; y mientras más se debatía ella, más reía, queriendo dar a entender así que esa lucha era sólo un juego y que así lo entendía:
"Mocoso sucio, suélteme…" Su risa se transformaba en mueca; tropezando con el diván, vio de cerca miles de gotas de sudor sobre una frente baja; las aletas de la nariz salpicada de puntos negros; respiró un aliento agrio. Pero este fauno torpe, pretendía retener, con una sola mano, los puños de la joven; de una sacudida, María se liberó prontamente.
Estaba entre ellos ahora el diván, una mesa, un sillón. Maria jadeaba un poco, reía con risa forzada.
– ¿Entonces, usted cree, mi pequeño, que a las mujeres se las toma por la fuerza?
No reía, humillado en su joven virilidad, furioso con su derrota, herido en lo más vivo de ese orgullo físico, desmesurado en él: orgullo que sangraba. Toda su vida recordaría ese minuto en el cual una mujer lo había encontrado repugnante (lo que no hubiera importado nada), pero también grotesco. Tantas victorias futuras, todas aquellas víctimas derrotadas, miserables, no suavizaron nunca la quemadura de esta primera humillación. Por mucho tiempo, ante ese solo recuerdo, hería con sus dientes sus labios, mordía, en la noche, su almohada. Raymond Courréges retuvo un llanto de rabia, sin pensar jamás que esa sonrisa de Maria pudiese ser fingida y que ella trataba de herir a un muchacho espantadizo; quería no traicionar el desastre que se producía en ella, ese derrumbe. ¡Ah, primero, que se aleje!
¡ Que la deje sola!
En otro tiempo, Raymond se extrañaba de sentir a su alcance la famosa Maria Cross: repetíase: "Esta mujercita tan sencilla es María Cross."
No tenía más que tender la mano: estaba ahí, sumisa, inerte, habría podido tomarla, dejarla caer, volver a tomarla; y de súbito el gesto de sus brazos tendidos había bastado para alejar vertiginosamente a esta Maria. ¡Ah! estaba ahí todavía; pero sabía con seguridad absoluta que, al igual que una estrella, nunca más la volvería a alcanzar. En ese momento descubrió su belleza: había estado tan ocupado en saber cómo coger el fruto, sin poner en duda ni por un minuto que ese fruto le era destinado, que nunca le había mirado; sólo te resta ahora devorarla con los ojos. Ella repetía con dulzura, con miedo de irritarlo, pero con terrible obstinación: "Necesito estar sola Raymond… compréndame: tiene que dejarme sola…" El doctor había sufrido porque Maria no deseaba su presencia; Raymond conocía un dolor más atroz: esa necesidad de no volver a vernos que el ser amado no disimula y no puede ocultar; nos rechazan, nos vomitan. Nuestra ausencia es necesaria en su vida; arde de ganas de que nos precipitemos en el abismo: "Apresúrate a salir de mi vida…" Nos atropella, porque teme nuestra resistencia. Maria Cross tendía a Raymond su sombrero, empujaba la puerta, desaparecía ante él, él que sólo deseaba irse y balbuceaba excusas tontas, sumergido en la vergüenza, siendo de nuevo un adolescente lleno de horror hacia él mismo. Pero apenas se cerró el portón, y el muchacho hubo llegado al camino, encontró de súbito las palabras que le hubiesen sido necesarias para lanzarlas al rostro de esa mujerzuela… ¡ Demasiado tarde! Y durante años lo torturó el pensamiento de que "él se había ido sin darle su merecido".
En tanto que durante el camino el corazón de Raymond se descargaba de todas las injurias con las cuales no había sabido abrumar a Maria Cross, la joven cerrando la puerta y luego la ventana, se había tendido. Más allá de los árboles, algún pájaro lanzaba a veces una llamada interrumpida como la confusa palabra de un hombre dormido. El arrabal retumbaba con los ruidos de los tranvías y de las sirenas; los cantos impregnados de vino de los sábados retumbaban sobre los caminos. Sin embargo, Maria Cross se ahogaba de silencio: no de un silencio exterior sino de un silencio que subía de lo más profundo de su ser, se acumulaba en el cuarto desierto, invadía la casa, el jardín, la ciudad, el mundo. Y en el centro de ese silencio que la ahogaba, vivía mirando dentro de sí misma esa llama, a la cual de súbito le faltaba todo alimento, aunque a pesar de todo, era inextinguible. ¿ De qué se alimentaba ese fuego? Recordaba que, a veces, en el ocaso de sus vigilias solitarias, surgía una última llamarada entre los escombros negros del fogón de la chimenea, que ella creía apagada. Buscó el adorable rostro del niño en el tranvía de las seis y ya no lo encontró. Sólo existía un pequeño granuja hirsuto, loco de timidez y excitación; tan distante esta imagen del verdadero Raymond Courréges como lo era aquella otra embellecida por su amor. Contra aquel que ella había transfigurado, divinizado, María se encarnizaba: "Por este mocoso sucio he sufrido, me he sentido bienaventurada." Ignoraba que había bastado con mirar a ese niño para que se transformara en un hombre del cual muchas otras iban a conocer las tretas, las caricias, los golpes. Con su amor, ella lo había creado, y terminaría su obra al despreciarlo: acababa de entregar al mundo un muchacho cuya manía sería probarse a sí mismo que era irresistible, a pesar de que una Maria Cross le hubiese resistido. En adelante, en todas sus futuras intrigas, se deslizaría una sorda enemistad, el gusto por herir, por hacer gritar al siervo en su poder; serían las lágrimas de María Cross las que vería correr durante toda su vida en rostros extraños. Sin duda, había nacido con ese instinto de cazador, pero sin María hubiese sido suavizado por alguna debilidad.
"Por ese granuja…" ¡ Qué asco! Y sin embargo la llama inextinguible seguía ardiendo por dentro sin que ninguna otra cosa la alimentara. Ningún ser en este mundo gozaría del beneficio de esta luz, de este calor. ¿Dónde ir? ¿A la Chartreuse, donde estaba el cuerpo de Francois? No, no; confiesa que sólo buscabas a la orilla de este cadáver una coartada. Había sido tan fiel al cumplir su cita en el cementerio pues al regreso viajaba acompañada de otro niño vivo.
¡Hipócrita! No hay nada que hacer, nada que decir sobre una sepultura; tropezaba cada vez en ella, como si fuera una puerta sin cerradura clausurada hasta la eternidad. Igual daba ponerse de rodillas en el polvo del camino… Pequeño Francois, puñado de cenizas, tú que estabas lleno de risas y lágrimas… ¿A quién podía desear al lado de ella? ¿Al doctor?… ¿ese latoso? no, no era un latoso… ¿Para qué sirve ese esfuerzo hacia la perfección, si nuestro destino es intentar siempre lo que es turbio a pesar de nuestra voluntad? En todas las metas que María se felicitaba de haber alcanzado, lo peor que había en ella sabía sacar provecho.
No desea ninguna presencia ni quiere encontrarse en ningún otro lugar del mundo que no sea este salón con las cortinas rotas. ¿Tal vez en Saint-Clair? Su infancia en Saint-Clair… Recuerda ese parque donde ella se deslizaba, cuando se hubo marchado esa familia clerical, enemiga de su madre. Parecía que la naturaleza aguardaba esta partida, después de las vacaciones de Navidad, para romper su tela de hojas. Los heléchos trepaban, se espesaban, batían, con su espumoso follaje verde, las ramas bajas de las encinas, pero los pinos balanceaban las mismas cimas grises, aparentemente indiferentes a la primavera, hasta que una mañana también arrancaban de sí mismo una nube de polen, inmensa flor de su amor. Y María encontraba, al volver de una avenida, una muñeca rota, un pañuelo agarrado en las aliagas. Pero hoy, extranjera en ese país, nada la acogería sino la arena donde ella se había extendido boca abajo…
Habiéndole advertido Justine que la comida estaba lista, arregló sus cabellos y se sentó frente a la sopa humeante.
Como se trataba de que ni la criada ni su marido llegasen tarde al cine, media hora después se volvió a encontrar sola en la ventana del salón. El oloroso tilo todavía no tenía perfume; por encima de ella, los rododendros estaban ya en sombra. Por temor a la nada, para volver a tomar aliento, Maria busca cualquier cosa donde agarrarse: "Cedí, pensaba, al instinto de la huida que casi todos tenemos frente a la faz humana afeada por el hambre, por la necesidad. Tratas de convencerte a ti misma de que ese bruto es un ser diferente a ese niño que tú adorabas; sin embargo, es el mismo niño, pero con la máscara puesta: así como las mujeres encinta llevan sobre su rostro una máscara de bilis, los hombres llenos de su amor llevan también pegada sobre su rostro esa apariencia muchas veces repugnante, siempre terrible, de la bestia que se mueve en ellos. Galatea huye de aquello que la aterroriza, que es también aquello que ella llama… Había soñado con una larga ruta, donde, en insensible marcha, hubiéramos pasado, de las regiones templadas a otras más ardientes: pero el muy torpe quemó las etapas… ¡Por qué no me habré resignado a ese furor! Ahí, y no en otro lugar, habría encontrado el inimaginable reposo; mejor aún que el reposo tal vez… ¿Tal vez no existan abismos en los seres que no puedan ser colmados con un exceso de amor?… ¿Qué amor? Recuerda; su boca hizo una mueca, emitió un "eeeh" de asco; otras imágenes la asaltaron: vio a Larousselle que se apartaba, las mejillas encendidas, gruñendo:
"¿Qué es lo que necesitas?…" ¿Qué era, pues, lo que le faltaba? Erraba por el cuarto desierto, se acodó en la ventana, soñaba con un silencio que no conocía y en el cual hubiese sentido su amor sin que este amor tuviese que pronunciar ninguna palabra, a pesar de lo cual el bienamado lo habría escuchado, habría cogido el deseo en ella antes que el deseo hubiese nacido. Toda caricia supone un intervalo entre dos seres. Pero habrían estado tan confundidos el uno en el otro, que no habrían necesitado ese abrazo, ese breve abrazo que la vergüenza desanuda… ¿La vergüenza? Creyó oír la risa de mujer de la calle de Gaby Dubois y lo que ella le gritaba un día: " ¡ No, no, eso es en el caso suyo! Por el contrario, no hay cosa mejor en el mundo, es lo único que no desilusiona… En mi vida de perro, ese es mi único consuelo…" ¿Por qué su repugnancia? ¿Tiene algún sentido? ¿Es acaso el testimonio de la voluntad particular de alguien? Mil ideas confusas se despiertan en Maria y luego desaparecen, tal como en el azul desierto, sobre su cabeza, las estrellas fugaces, los bólidos perdidos.
Mi ley, piensa Maria, ¿no es acaso la ley común? Sin marido, sin hijos, sin amigos, no podía ser más grande su soledad en el mundo; pero, ¿qué valor tenía esa soledad al lado de ese otro aislamiento del que no podía librarla la más tierna familia en el mundo: aquel que experimentamos cuando reconocemos en nosotros los signos de una especie singular, de una raza casi perdida de la cual interpretamos los instintos, las exigencias, las metas misteriosas? ¡Ah! ¡no seguir agotándose en esta búsqueda! Si en el cielo quedaban aún pálidos restos del día y de la luna creciente, bajo las tranquilas hojas se acumulaban las tinieblas. El cuerpo inclinado hacia la noche, casi como aspirado por la tristeza vegetal, Maria Cross no cedía tanto al deseo de beber en ese río de aire obstruido por las ramas como a la tentación de perderse en él, de disolverse, para que, por fin, su desierto interior se confundiese con el desierto del espacio, para que el silencio de ella no fuera distinto del silencio cósmico.