CAPITULO QUINTO

Fue su padre el primero en reconocer en Raymond a un hombre nuevo. Un domingo de esa primavera que concluía, sentóse a la mesa más absorbido que de costumbre, hasta el punto de escuchar apenas una discusión entre su yerno y su hijo. Se trataba de las corridas de toros, que apasionaban a Raymond; habíase retirado ese domingo después de la muerte del cuarto toro para no perder el tranvía de las seis; sacrificio inútil: la desconocida no estaba. "Era domingo, debí haberlo sospechado; le había hecho perder dos toros…" Pensaba en eso, mientras el teniente Basque peroraba:

– No comprendo cómo tu padre te permite asistir a esa carnicería.

La respuesta de Raymond: "Es para morirse de risa: ¡estos oficiales que tienen horror a la sangre!", desencadenó el tumulto. El doctor oyó súbitamente:

– ¡ No sabes con quién estás hablando!

– Te miro y sólo veo a un presumido.

– ¿ Presumido? Repítelo.

Se levantaron; toda la familia se precipitó sobre ellos. Madeleine gritaba a su marido: "No le contestes, no vale la pena. Lo que él diga no tiene ninguna importancia." El doctor suplicaba a Raymond que se volviera a sentar: "Siéntate, y come. Y que esto termine." El teniente gritaba que había sido tratado de cobarde; la señora Courréges que Raymond no había querido decir eso. Cada uno, sin embargo, había vuelto a sentarse: un secreto acuerdo hacía que todos apagaran el incendio. El espíritu de familia les inspiraba un profundo horror por todo aquello que amenazara el equilibrio de sus caracteres. El instinto de conservación inspiraba a este equipo embarcado en la misma galera, la preocupación de que no se levantara ningún incendio a bordo.

Por esta razón el silencio reinaba ahora en la sala. Una ligera lluvia dejó súbitamente de tamborilear sobre las gradas; los olores que ella liberaba bañaron a la familia silenciosa. Alguien apresuróse a decir: "Ha refrescado." A lo que una voz respondió que esa lluvia no era nada, que ni siquiera era capaz de aventar el polvo. El doctor, sin embargo, observaba con estupor a ese hijo crecido en el cual ya no pensaba y al que le era difícil reconocer. Precisamente él salía ese domingo de una larga pesadilla. Había luchado desde ese lejano día en que María Cross faltara a la cita dejándolo solo con Víctor Larousselle. Ese domingo que terminaba, uno de los más crueles de su vida, lo había, por fin, liberado (al menos lo creía así). La salvación llegó por una inmensa fatiga, por un cansancio sin nombre. ¡ En verdad sufrió demasiado ese día! No más deseo sino el de dar la espalda a la batalla y enterrarse en su vejez. ¡ Había pasado casi dos meses ya desde su vana espera en el salón "lujo y miseria" de María Cross, hasta esa horrible tarde en que, por fin, tiró la esponja! Frente a esa mesa silenciosa, el doctor olvidaba a su hijo y recuerda todas las circunstancias de ese duro viaje; lo vuelve a realizar, etapa por etapa.

Su insoportable sufrimiento comenzó desde el día siguiente a la cita fracasada debido a esa extensa carta llena de excusas:


Algo de culpa tiene usted, mi querido y gran amigo, decía María en esta carta leída y releída durante esos dos meses: usted ha sido quien me inspiró esa idea de renunciar a ese terrible lujo del cual me avergüenzo. No teniendo ya mi coche, no alcanzaría a volver tan temprano para recibirlo a nuestra hora de costumbre. Llego más tarde al cementerio; me gusta también permanecer más en él: usted no se imaginaría nunca cómo está de tranquila la Cartuja al terminar el día, llena de pájaros que cantan sobre las tumbas. Me parece que mi pequeño me aprueba y que está contento de mí. ¡Qué recompensa encuentro en ese tranvía de obreros en el cual regreso! No crea usted que exagero, no; me siento muy feliz de encontrarme allí, en medio de esos pobres de los cuales no soy digna. No sabría decirle hasta qué punto me gustan esos regresos en tranvía. Aunque "se" pusiera ahora de rodillas para que aceptara volver a subir en el coche que "se" me ha dado, no consentiría en hacerlo. Mi querido doctor, en resumen, ¿qué importa no volver a verse? Su ejemplo, sus enseñanzas me bastan; estamos unidos más allá de la presencia. Como lo escribió tan bien Maurice Maeterlinck: "Vendrá un tiempo, y no está lejos, en que las almas se conocerán sin ese intermediario que son los cuerpos." Escríbame: ¡sus cartas me bastan, querido director de conciencia!


M. C.


¿Debo seguir tomando mis papelillos? ¿Y ponerme mis inyecciones? Sólo me quedan tres ampollas. ¿Debo comprar otra caja?


Aunque ella no lo hubiera herido tan cruelmente, esta carta habría disgustado al doctor, pues ella revelaba complacencia, falsa humildad satisfecha. Conocedor de los más tristes secretos de los hombres, el doctor profesaba, respecto a ellos, una mansedumbre sin límites. Un solo vicio, sin embargo, lo exasperaba: esa habilidad de los seres caídos para embellecer su caída. Es la última flaqueza del hombre: cuando su mugre los deslumbra como si fuera un diamante. No se trataba de que Maria Cross estuviese acostumbrada a esa mentira. Aún más: al comienzo ella había seducido al doctor por esa pasión por ver claro en ella y no embellecer nada. De buenas ganas insistía en la nobleza de su madre, viuda muy joven, la cual, siendo humilde institutriz en una cabeza de distrito, habíale dado, según decía María, un ejemplo admirable: "Mamá luchó por pagar los gastos de mi educación en un liceo; ya me veía profesora normal de Sévres.

Tuvo la alegría antes de morir, de asistir a mi matrimonio, que fue inesperado. Su yerno Basque conoció muy bien a mi marido, que fue médico ayudante en su regimiento. Me adoraba, me hizo feliz. Después de su muerte, mi hijo y yo apenas teníamos de qué vivir, pero podría habérmelas arreglado: no fue la necesidad la que me perdió sino, quizá, lo que hay de más vil: el deseo de una buena posición, la certidumbre de ser desposada… Y ahora, lo que me retiene aún cerca de él es esa cobardía frente a la lucha que se debe emprender de nuevo, frente al trabajo, a la labor mal pagada…" Muchas veces, después de estas primeras confidencias, el doctor vio cómo se humillaba, cómo se condenaba sin misericordia.

¿Por qué repentinamente ese gusto detestable por alabarse? No era eso, sin embargo, lo que en la carta lo afectaba más cruelmente; le formulaba agravios pues mentíase a sí mismo y no osaba sondear esa otra herida mucho más profunda, la única en verdad insoportable: Maria deseaba no verlo más; afrontaba alegremente la separación.

¡ Ah!, esa frase de Maeterlinck que se refería a las almas que se conocerán sin el intermediario de los cuerpos, ¡ cuántas veces se la dijo a sí mismo, mientras el cliente le contaba su caso con interminables detalles, o la balbuceaba, aterrorizado, al paciente que no sabe que es un tísico! Verdad es que había sido un tonto al creer que una mujer joven gustara de su presencia. ¡ Tonto! ¡ Tonto! Pero, ¿qué pensamiento o razón puede preservarnos de ese dolor insoportable cuando el ser querido, cuya proximidad nos es necesaria físicamente en nuestra vida, se resigna, indiferente (satisfecho quizá) a nuestra eterna ausencia? No somos nada para aquella que lo es todo para nosotros.

El doctor, durante ese período, hizo un esfuerzo para vencerse: "Lo sorprendí otra vez ante el espejo", repetía la señora Courréges. "Está impresionado." El doctor sabía que su rostro desencajado de quincuagenario era el mejor espectáculo para predisponerlo a la calma, a la serenidad de la desesperación total. No pensar más en María sino como en una muerta.

Esperar uno mismo la muerte doblando la dosis de trabajo: sí, aporrearse, azotarse, alcanzar la liberación gracias al opio de un trabajo frenético. Pero él, que se escandalizaba cuando los otros mentíanse a sí mismos, se engañó de nuevo: "Necesita de mí. Me debo a ella como a todo enfermo…" Le escribió que juzgaba necesario no perderla de vista, que ciertamente tenía razón de tomar el tranvía; pero, ¿por qué salir todos los días? Rogaba que le indicara uno en que estuviera en casa. Ya encontraría tiempo para ir a verla a la hora acostumbrada.

Durante toda la semana esperó la respuesta. Cada mañana le bastaba con dar un vistazo sobre el montón de prospectos y de diarios: "No ha escrito aún." Calculaba: "Eché mi carta al correo el sábado; los domingos se distribuye sólo una vez; no le ha llegado sino el lunes. Si sólo ha esperado dos o tres días antes de responderme… sería suficiente para que la respuesta no llegara hoy. A partir de mañana me preocuparé."

Una tarde, por fin, en que volvía extenuado, encontró la carta:


…La visita al cementerio es para mí una obligación sagrada. Haga el tiempo que haga, estoy decidida a hacer ese peregrinaje. En el crepúsculo me siento más cerca de nuestro angelito. Me parece que sabe Ia hora de mi venida, que me espera. Es absurdo: lo sé; pero el corazón tiene sus razones, como dice Pascal. Me siento feliz, serena, cuando, por fin, subo al tranvía de las seis. ¿Sabe usted que es un tranvía de obreros? Pero eso no me produce miedo; me siento muy cerca del pueblo; y habiéndome separado de él en apariencia, ¿acaso no me acerco a él de esta manera? Miro esos hombres; me parecen tan solitarios como yo.

¿Cómo explicárselo? Tan desarraigados, tan anónimos. Mi casa es más lujosa que la de ellos. Sin embargo, es una casa en la cual nada me pertenece, como nada les pertenece a ellos… Ni siquiera nuestros cuerpos… ¿Por qué no pasa por mi casa más bien tarde, antes de regresar a la suya? Sé que a usted no le gusta encontrarse con el señor Larousselle; pero yo le advertiré que necesito verlo a solas; bastará con que, después de nuestra consulta, cambien algunas palabras amables… Se olvidó responderme acerca de mis papelillos y mis inyecciones.


En un comienzo, el doctor rompió esta carta y tiró los restos. Luego, de rodillas, los recogió enderezándose penosamente. ¿Acaso no sabía ella que él no soportaba la proximidad de Larousselle? No existía nada en ese hombre que no le pareciera odioso; ¡ah!, sin duda era de la misma especie de Basque: ese hocico bajo los bigotes teñidos, esos carrillos, esas espaldas anchas proclamaban una autocomplacencia a toda prueba. Esos gruesos muslos bajo el cover coat eran la satisfacción personificada. Ya que Larousselle engañaba a Maria Cross con lo más deleznable, se decía en Burdeos "que tenía a Maria Cross de adorno". El doctor era casi el único en saber que Maria seguía siendo la pasión de ese gran bórdeles, su secreta derrota por la cual reventaba la rabia. ¡ De todos modos la había comprado: ese imbécil era el único que la poseía! Habiendo enviudado tal vez la hubiera desposado si no existiera ese hijo, único heredero de la casa Larousselle; un ejército de niñeras, preceptores, sacerdotes lo preparaban para sus grandiosos destinos. Era imposible exponerlo al contacto de una mujer de esa especie, ni legarle un nombre disminuido por un matrimonio desigual. "¿Qué quiere que le diga, padre?", repetía Basque, muy afecto a las grandezas de su ciudad. "Estos sentimientos son muy notables. Larousselle es de buena familia. En todo es de una elegancia despampanante; es un señor: ese es mi punto de vista."

Si ella conocía el desagrado que le producía al doctor ese hombre, ¿cómo osaba fijar una cita a esa hora precisa en que le era imposible no dejar de darse de narices con el objeto de su desprecio? Llegó a pensar que había planeado premeditadamente ese encuentro para deshacerse de él. Después de haber escrito y enseguida roto, durante varias semanas, las cartas más furiosas y enloquecidas, por fin le dirigió una breve y seca, en la cual le exponía que ya que ella no se resolvía a quedarse sola en su casa ni siquiera una tarde, se debía sin duda a que se sentía muy bien y no necesitaba que se ocuparan de cuidarla. A vuelta de correo,, ella le envió cuatro páginas de excusas y protestas, advirtiéndole que lo esperaba todo el día, pasado mañana domingo:


…El señor Larousselle asistirá a la corrida de toros. Sabe que no me gustan esos espectáculos. Venga a compartir mi té. Lo espero hasta las cinco y media.


Jamás el doctor había recibido de ella una misiva tan poco sublime y en la cual se hablara menos de salud y tratamiento; la releyó varias veces y a menudo la tocaba en su bolsillo, convencido de que esa cita no sería como las otras y que podría declarar en ella su pasión. Pero como este científico había notado muchas veces que sus presentimientos no se realizaban, repetíase: "No, no; no se trata de un presentimiento… no es ilógico esperar: le escribí una carta despechado, a la cual ella contestó amistosamente; depende, pues, de mí darle a la conversación un giro más íntimo, más confidencial…"

En su coche, entre el laboratorio y el hospital, imaginaba esta entrevista sin aburrirse haciéndose las preguntas y las respuestas. El doctor era de esos seres imaginativos que jamás leen una novela porque no hay ninguna ficción que valga tanto para ellos como aquella que inventan y en la cual desempeñan el papel esencial. Firmada ya la receta, se encontraba aún en la escalera de la casa del cliente, cuando, como un perro que vuelve a encontrar el hueso enterrado, retornaba a sus imágenes, de las que algunas veces se avergonzaba y donde este hombre tímido gustaba el placer de doblegar los seres y las cosas bajo su voluntad todopoderosa. Dentro del campo espiritual, este ser escrupuloso no reconocía ninguna barrera, no retrocedía ante ninguna horrible matanza: llegaba hasta eliminar en pensamiento a toda su familia para crearse una vida diferente.

Durante los dos días que precedieron a su entrevista con Maria Cross, si no pensó en descartar ese tipo de sugerencias, fue porque en ese episodio que él imaginaba para su dicha, no necesitaba suprimir a nadie sino simplemente romper con su mujer, tal como lo había visto hacer a algunos de sus colegas, sin otro motivo que el tedio mortal que le producía la convivencia con ella. Es tiempo aún, cuando se tiene cincuenta y dos años, de saborear algunos años de felicidad, emponzoñados tal vez por los remordimientos; ¿pero aquel que no ha poseído nada, como podría resistirse aunque sólo fuera a la sombra de una dicha? Ni siquiera su presencia servía para hacer más feliz a una esposa amargada… ¿Su hija, su hijo? Hacía tiempo que él había renunciado a ser amado por ellos. La ternura de sus hijos, ¡ ay! Desde el matrimonio de Madeleine sabía a qué atenerse respecto a ella; en lo que se refería a Raymond, no valía la pena de sacrificarse por lo que nos es inaccesible.

Esas imágenes en las cuales se complacía el doctor diferían bastante de sus ensoñaciones acostumbradas. Aun cuando de un golpe suprimiera una familia, indudablemente experimentaba un poco de vergüenza, pero de ningún modo remordimientos: más bien una sensación de ridículo: se trataba de un juego superficial en el cual lo más profundo de su ser no estaba interesado. No, jamás había pensado que él pudiera ser un monstruo y tampoco se creía diferente de los otros hombres, quienes según él se volvían todos locos en cuanto se encontraban a solas consigo mismo fuera del control del prójimo.

Pero en el transcurso de las cuarenta y ocho horas que vivió en la espera de ese domingo, se dio perfecta cuenta de que se adhería con todas sus fuerzas a un sueño y que ese sueño se transformaba en una esperanza. Escuchaba en su corazón la resonancia de la próxima conversación con esa mujer, y había llegado al punto de no poder imaginar que pudiesen pronunciarse otras palabras que aquellas que él imaginaba se pronunciarían entre ellos. Sin cesar retocaba el escenario, cuya parte esencial estaba contenida en el siguiente diálogo:

– Estamos tanto el uno como el otro en el fondo de un callejón sin salida. Sólo podemos morir contra un muro, o vivir para volver sobre nuestros pasos. Usted no sabría amarme, usted no ha amado jamás. Le queda sólo entregarse por entero a un solo hombre, capaz de no exigirle nada a cambio de su ternura.

En este punto creía oír la réplica de Maria:

– ¡Está loco! ¿Y su mujer? ¿Sus hijos?

– No me necesitan. Un muerto en vida tiene el derecho, si es capaz de hacerlo, de levantar la piedra que lo ahoga. Usted no podría medir el desierto que me separa de esa mujer, de ese hijo. Las palabras que les dirijo ni siquiera llegan hasta ellos. Los animales, cuando sus pequeños han crecido, los echan fuera. Y la mayoría de las veces, por lo demás, los machos ni siquiera los reconocen. Esos sentimientos que sobreviven a la función de procrear es un invento de los hombres. Cristo lo sabía; quiso que se le prefiriera a todos los padres y a todas las madres, y osó glorificarse de haber venido a separar el esposo de la esposa, y los hijos de aquellos que los han engendrado.

– Usted no pretenderá ser Dios.

– ¿Acaso no soy para usted su imagen? ¿No es a mí a quien debe el gusto por cierta perfección? (en este punto, el doctor se interrumpía: "¡ No, no, no debo introducir la metafísica!").

– ¿Pero su situación social, sus enfermos? Toda su vida de hombre que hace el bien… Piense en el escándalo…

– Si yo muriera, tendrían que prescindir totalmente de mí. ¿Quién es realmente indispensable? Y bien: se trata precisamente de morir, Maria: morir a esta pobre vida recluida y trabajosa para renacer con usted. Mi mujer conservaría la fortuna que le pertenece. No me sería difícil mantenerla. Me ofrecen una cátedra en Argel, y otra en Santiago… Dejaría a mis hijos todo lo que he podido ahorrar hasta hoy…

En este punto de la escena imaginaria, el coche se detuvo frente al hospital; el doctor franqueó el umbral con aire aún ausente, con los ojos de un hombre que surge de un encantamiento desconocido. Su visita terminada, entraba de nuevo en su sueño, lleno de una avidez secreta, repitiéndose: "Soy un loco… sin embargo…" El conocía entre sus colegas algunos que habían realizado el bello sueño. Era cierto que con su vida de escándalo habían preparado la opinión pública; la ciudad entera estaba acostumbrada a considerar al doctor Courréges como un santo. ¡ Pues bien!, ¡ precisamente porque había usurpado esa reputación, cuan liberado se sentiría de no sentir más su inmerecido peso! ¡ Ah! ¡ Ser despreciado al fin! Entonces sabría dirigir a Maria Cross palabras distintas a aquellas que le dirigía para llevarla entusiasmada al bien o de los consejos edificantes que le daba; sería un hombre que ama a una mujer y que la conquista violentamente.

Por fin ese domingo se levantó el sol. El doctor tenía por costumbre ese día no hacer sino las visitas indispensables sin pasar por la consulta que tenía en la ciudad, asaltada siempre por los clientes y en la cual sólo atendía consultas tres veces a la semana. Le causaba horror este cuarto en el primer piso de una casa enteramente ocupada por oficinas, y donde le era imposible, según él decía, leer o escribir una sola línea. Tal como en Lourdes hasta los más ínfimos exvotos ocupaban su lugar, el doctor había reunido entre esas cuatro paredes todo aquello con que lo había colmado su clientela agradecida. Después de haber odiado esos bronces artísticos, esas cerámicas austríacas, esos amorcillos de mármol reconstituido, esas porcelanas, esos barómetros-calendarios, había llegado a un punto en que sentía cierto gusto por ese horrible museo y en que se regocijaba cuando recibía "una obra de arte" de una singular fealdad: ¡ sobre todo, nada de antiguo! decíanse unos a otros los clientes deseosos de dar gusto al doctor Courréges.

Ese domingo en el que se había persuadido de que su entrevista con Maria Cross cambiaría su destino, consintió, sin embargo, en recibir hacia las tres de la tarde, en su consulta a un hombre de negocios neurasténico que no podía disponer de una sola hora libre durante la semana. El doctor se había resignado: de ese modo podría salir apenas hubiera terminado el almuerzo y ocuparía los últimos momentos disponibles antes del minuto tan ardientemente esperado y temido. No pidió su coche, ni trató de subir a los tranvías repletos: racimos humanos colgaban de los estribos, pues había un partido de rugby y era también la primera corrida del año: los nombres de Algabeno y Fuentes destellaban en los amarillos y rojos. A pesar de que la corrida no empezaba hasta las cuatro de la tarde, ya la muchedumbre deslizábase hacia las arenas en las apagadas calles de un domingo de tiendas cerradas. Los jóvenes llevaban sombreros de pequeñas y estrechas alas con cintas de colores o sombreros de fieltro gris claro que creían de procedencia española, y reían envueltos en nubes de tabaco ordinario. Los cafés desparramaban sobre la acera el fresco aliento del ajenjo. El doctor no recordaba haber vagado en esa forma entre la turba sin otra preocupación que matar las horas que lo separaban de cierta hora. ¡Qué extraño parecía esta ociosidad en un hombre sobrecargado de trabajo! No sabía ser ocioso; trató de pensar en el experimento que acababa de comenzar pero sólo pudo imaginar a Maria Cross tendida y leyendo.

De súbito desapareció el sol y la muchedumbre inquieta miró en el cielo una nube cargada. Alguien afirmó haber sentido caer una gota; pero el sol volvió a calentar a chorros. No, la tempestad no estallaría hasta que el último toro muriera.

Tal vez, pensaba el doctor, las cosas no pasarían exactamente tal como él las había imaginado; pero de lo que estaba seguro – matemáticamente seguro – era de que no dejaría a Maria Cross sin que ella supiera su secreto; ¡ por fin el asunto sería planteado! Las dos y media… faltaba todavía una hora que matar antes de la consulta. Palpó en el fondo de su bolsillo la llave del laboratorio. No, apenas llegara tendría que volver a salir. La multitud se emocionó como si fuera presa de un viento súbito. Gritaban "¡Aquí están!" En viejas victorias cuyos cocheros eran a la vez sórdidos y gloriosos, aparecieron los matadores destellantes y sus cuadrillas. Extrañábase el doctor de no encontrar nada innoble en esos duros rostros demacrados: ¡ extraña clerecía roja y oro, violeta y plateada! De nuevo una nube mató la luz y ellos levantaron sus rostros enjutos hacia el azul empañado. El doctor hendió la turba y prosiguió ahora por estrechas calles desiertas. Un frescor de sótano reinaba en su consulta, donde mujeres en terracota y alabastro sonreían sobre columnas de malaquita.

El tic-tac de un reloj de pared estilo antiguo era más lento que el reloj de falsa porcelana Delft colocado en el centro de la larga mesa donde una mujer modern style, con el trasero puesto sobre un bloque de cristal, sujetaba unos papeles. Las figuras parecían cantar en coro el título de una revista que el doctor había leído en todas las esquinas de la ciudad: ¡Eso es lo único bueno!: hasta ese toro en imitación bronce con el hocico sobre su vaca. De una ojeada el doctor admiró su colección y pronunció a media voz: "La época más baja de la especie humana." Empujó una persiana, sacudió el polvo. Recorría el cuarto, frotábase las manos y decíase: "No necesitaré de preámbulos; las primeras palabras serán una alusión a la tristeza que sentí cuando pensaba que ella no deseaba verme más. Se extrañará: le diré que ya no puedo vivir sin ella y entonces, tal vez, tal vez…"

Oyó sonar el timbre; fue a abrir él mismo; introdujo a su cliente.

¡Ah! No sería ese cliente el que interrumpiera su ensueño; no había más que dejarlo hablar: el neurasténico parecía exigir sólo del médico la paciencia para escucharle. Sin duda se había formado de ellos una idea mística, ya que no retrocedía ante ninguna confidencia mostrando sus más secretas llagas. El doctor había vuelto en pensamiento al lado de Maria Cross: "Soy un hombre, Maria, un pobre hombre de carne y hueso como los demás. No se puede vivir sin felicidad: lo he descubierto muy tarde, ¿pero será demasiado tarde para que usted consienta en seguirme?" Como el cliente terminara de hablar, el doctor, con ese aire digno y triste que todos admiraban, dijo: "Tiene que tener, en primer lugar, fe en su voluntad. Si usted no se siente libre, no puedo hacer nada por usted. Todo nuestro arte fracasa frente a una idea falsa. Si usted cree ser la presa impotente de sus herencias, ¿qué espera de mí? Antes de ir más lejos, exijo que haga un acto de fe en sí mismo en su poder de domar esas fieras que no son usted."

Mientras el otro le interrumpía vivamente, el doctor levantóse y acercándose a la ventana, fingió mirar, entre los postigos entrecerrados, la calle vacía. Experimentaba horror por estas palabras falsas que sobrevivían en él y que correspondían a una fe muerta. Tal como recibimos la luz de un astro extinguido siglos atrás, alrededor de él las almas oían el eco de una fe perdida. Volvió hacia la mesa y se dio cuenta de que el pequeño reloj de falsa porcelana Delft marcaba las cuatro; despidió a su cliente.

“Tengo tiempo” decíase el doctor corriendo casi por la acera. Al llegar a la plaza de la Comedie, vio el tranvía asaltado por una multitud que salía de los teatros. No había un solo coche. Tuvo que ponerse en la fila y no cesaba de consultar su reloj: acostumbrado como estaba a su coche, había medido mal el tiempo. Trataba de tranquilizarse: poniéndose en el peor de los casos, se atrasaría media hora; eso era normal en un médico. Siempre Maria lo había esperado… Sí, pero en su carta ella había escrito: hasta las cinco y media… ¡las cinco, ya! "¡Eh! No empuje tanto, ¡oiga!", gritábale una señora gruesa y furibunda cuyo penacho de pluma hacíale cosquillas en la nariz. En el tranvía repleto, hirviendo, lamentó no haberse puesto su chaqueta y traspirando tuvo miedo de llegar sucio, maloliente.

No habían dado las seis, cuando bajó frente a la iglesia de Talence. Al comienzo apresuró el paso; luego, loco de inquietud, se puso a correr a pesar del dolor que sentía en el corazón. Una nube tempestuosa ensombrecía el cielo. El último toro de la corrida debía de estar sangrando ya bajo ese cielo tenebroso. Entre las rejas de los pequeños jardines, ramas polvorientas de lilas esperaban la lluvia como brazos tendidos. El doctor corría, bajo las gotas tibias y espaciadas, hacia la mujer que imaginaba en el diván, leyendo, sin desprender en seguida sus ojos del libro abierto… Pero al aproximarse a la puerta vio que salía. Se detuvieron. Iba sofocada: había corrido, al igual que él.

Dijo ella, con un aire imperceptible de despecho:

– Había escrito: a las cinco y media. El la observaba con ojos lúcidos:

– Se ha quitado el luto.

Maria miró su vestido de verano y contestó:

– ¿El morado no es, entonces, medio luto? ¡ Cuan diferente era ya todo de lo que él había imaginado! Una inmensa cobardía le inspiró estas palabras:

– Si usted pensaba que yo no vendría y tal vez la esperan en otra parte, lo dejaremos para otra vez.

Maria respondió con tono vivo:

– ¿Quién quiere usted que me espere? ¡Qué divertido es usted, doctor!

Ella volvía a subir hacia la casa seguida por él, dejando que su vestido de tafetán morado arrastrase por el polvo; al bajar su cabeza, el doctor veía su nuca. Maria pensaba que si había citado al doctor en domingo era porque estaba persuadida de que, ese día, el muchacho desconocido no tomaría el tranvía de las seis. De todos modos, loca de felicidad y esperanza al ver que el doctor no llegaba a la hora fijada, había corrido el albur, diciéndose:

"Aunque no hubiese más que una posibilidad entre mil que él hubiera tomado el tranvía por causa mía… ¡Ah! no podía perder esa dicha…" ¡Ay! jamás sabría si el muchacho desconocido, ese domingo, habría estado triste en el tranvía de las seis al no verla. La lluvia aplomada aplastábase sobre las gradas de la entrada por las cuales trepó con rapidez, escuchando, tras ella, resollar al viejo. ¡Ah, esa falta de oportunidad de aquellos seres en quienes no se interesan nuestros corazones y que nos han elegido sin que nosotros los hayamos elegido a ellos! Tan fuera de nuestra órbita: de los cuales nada quisiéramos saber y cuya muerte nos seria tan indiferente como sus vidas… sin embargo, ellos son los que llenan nuestra existencia.

Atravesaron el comedor, abrió las persianas del salón, se quitó su sombrero, se extendió y sonrió al doctor que buscaba desesperadamente algún fragmento de las frases preparadas. Ella le dijo:

– Está sofocado… Lo he hecho caminar demasiado rápido.

– No estoy tan viejo.

El doctor, como siempre, levantó sus ojos hacia el espejo colocado sobre el diván. ¿Y qué, no se había visto nunca todavía? ¿Por qué entonces, sentía cada vez ese golpe en el corazón, ese desolado estupor, como si esperara ver su juventud sonriéndole? Y preguntaba: "¿Y esa salud?" en el tono paternal y un poco grave con que siempre hablaba a Maria Cross. Nunca se había sentido ella tan bien y experimentaba al decírselo al doctor tal placer que se sentía compensada por su decepción. No, el muchacho desconocido, hoy domingo, no debía de estar en el tranvía. Pero mañana, sin duda alguna estaría, y ya ella se volvería por entero hacia esa futura felicidad, hacia esa esperanza cotidianamente burlada y que renacía cotidianamente: algo pasaría de nuevo, al fin él le dirigiría la palabra.

– Puede sin inconveniente suspender las inyecciones… (miraba en el espejo esa barba rala, esa frente árida y recordó las ardientes palabras que había preparado).

– Duermo; fíjese, doctor, ya no me aburro, y sin embargo no tengo ganas de leer. No podría terminar el Viaje de Sparte: puede llevárselo.

– ¿Sigue sin ver a nadie?

– ¿Me cree usted una mujer capaz de alternar, repentinamente, con las amantes de esos caballeros, yo que hasta el momento he huido de ellas igual que de la peste? Soy la única de esta especie en Burdeos, usted lo sabe muy bien: no quiero intimar con nadie.

Sí, repetidamente había dicho lo mismo, pero en tono de queja, nunca con un aire tan apacible y tranquilo. El doctor percibía que esta alta llama no se estiraba ya hacia el cielo, no ardía ya en vano; había encontrado muy próximo a la tierra un alimento desconocido por él. No pudo dejar de decirle en tono agresivo que si bien ella no veía a esas señoras, veía en cambio algunas veces a esos caballeros. Sintió que enrojecía, sospechó que la conversación tomaba el giro que él había deseado tan ardientemente; en efecto, Maria preguntó riendo:

– ¡Eso sí que está bueno! ¿Doctor, no estará usted celoso? ¡ Es una escena de celos la que me está haciendo!… No, estoy bromeando – agregó inmediatamente – sé quién es usted.

¿Cómo podía poner en duda que realmente ella estaba riendo y que ni siquiera imaginaba que el doctor experimentara un sentimiento de esa naturaleza? Maria lo observaba con inquietud:

– ¿No lo he herido?

– Sí, Maria, usted me ha herido.

Pero ella no comprendió de qué clase de herida hablaba; insistió sobre su respeto, su veneración: ¿no se había rebajado él hasta ella? ¿No se había dignado elevarla algunas veces hasta él? Con un gesto tan falso como la propia frase, ella cogió la mano del doctor y la aproximó a sus labios. Este la retiró bruscamente. Maria Cross, molesta, se levantó, acercóse a la ventana y miró el jardín inundado. El doctor también se había levantado; le dijo sin volverse:

– Espere que pase el chubasco.

Permanecía parado en el salón sombrío.

Como hombre metódico, usaba este atroz minuto para arrancar de él todo deseo, toda esperanza. Pues bien, todo había terminado; todo lo que interesara a esta mujer no le concernía ya más; estaba fuera del juego. Su mano hizo en el vacío el gesto de barrer. Maria se volvió y le gritó:

– Ya no llueve.

Como el doctor permaneciera inmóvil, agregó que no quería echarlo, pero que sería bueno aprovechar la escampada. Le ofreció un paraguas; por un momento él aceptó, pero después lo rechazó porque lo mortificaba haber pensado: "Tendré que devolverlo; será otra ocasión para volver."

Ya no sufría; gozaba de la tempestad que concluía, pensaba en él mismo, o más bien en esa parte de él mismo como en un amigo del cual se aceptaba la muerte por la que ya no sufría más. La partida estaba jugada y perdida; no había que volver sobre eso; ya nada debía importarle salvo su trabajo. Ayer le habían telefoneado desde el laboratorio para decirle que el perro no había sobrevivido a la extirpación del páncreas.

¿Podría Robinson procurarse otro en la perrera? Los tranvías pasaban cargados de una multitud derrengada y ruidosa; pero sentíase contento al caminar en este arrabal lleno de lilas, que olía a campo debido a la lluvia de la tempestad, al crepúsculo. Ya no más sufrimiento; ya no más lanzarse como un furioso contra el muro de su prisión. Recogía, rechazaba, en lo más profundo de su ser, esa fuerza, todopoderosa desde su infancia, que, al contacto de tantas criaturas, habíase expandido fuera de él. A pesar de los anuncios luminosos, de los raíles brillantes; a pesar de los ciclistas, agachados sobre el volante en el cual amarraban lilas marchitas, el arrabal transformábase en campo, los bares se volvían albergues llenos de muleros que partían con el claro de luna; rodarían toda la noche como muertos, escondidos en sus carretelas, los rostros cara a las estrellas. En los umbrales, niños ya campesinos jugaban con moscardones abotagados. No lanzarse más contra ese muro.

¿Cuántos años hacía que él se gastaba en ese triste asalto? Volvióse a ver sollozando (casi medio siglo atrás) en la cabecera de su madre una mañana en que entraba de nuevo al colegio, y ella le gritaba: "¿No te da vergüenza llorar, pequeño holgazán, imbécil?" Ella no sabía que en él sólo existía la desesperación de separarse de ella; y desde entonces… esbozó de nuevo el gesto de limpiar, de despejar el lugar: "Veamos", dijo. "Mañana por la mañana…" Y como si se estuviera poniendo una inyección de morfina, se inyectó el quehacer cotidiano: ese perro muerto… Tenían que volver a comenzar. Pero, ¿no debía haber registrado a esa altura de la investigación hechos suficientes que confirmaran su hipótesis? ¡ Cuánto tiempo perdido!

¡ Qué vergüenza! El, que no sospechaba que el género humano estuviese interesado en cada uno de sus gestos en el laboratorio, ¡ cuántas jornadas había malgastado! La ciencia exige que se la sirva con pasión; no admite que se la comparta con otra cosa: "Ah, no seré nunca sino un sabio a medias." Creyó ver fuego entre las ramas; pero era la luna que se levantaba. Aparecieron los árboles que escondían la casa donde estaban reunidos aquellos a los cuales él tenía derecho a llamar los míos. ¿Cuántas veces había traicionado el juramento que renovó en ese momento en su corazón: “A partir de esta tarde, haré feliz a Lucie"? Apresuraba el paso, impaciente por demostrarse a sí mismo que esta vez no sería débil. Quiso pensar en su primer encuentro hacía veinticinco años, en un jardín de Arcachon, encuentro arreglado por uno de sus colegas. Pero no descubrió en él la imagen de la novia de aquellos lejanos tiempos, esa pálida fotografía borrosa: lo que él vio fue una mujer joven que se ha puesto medio luto, loca de felicidad porque él se ha atrasado y que se apresura a ir en busca de otro… ¿Quién era? El doctor sintió un agudo dolor, detúvose un segundo, y de súbito se puso a correr para aumentar la distancia entre él y ese ser que Maria Cross amaba; y experimentaba, en realidad, un alivio, como si cada paso lo acercara, sin él saberlo, a ese rival desconocido…

Sin embargo, esa tarde, apenas hubo traspuesto la puerta del comedor, en el momento en que Raymond y su cuñado se enzarzaban en la discusión, tuvo conciencia de ese florecer, de esa brusca primavera dentro de aquel extraño que había traído al mundo.

Se habían levantado de la mesa; los chicos ofrecían sus frentes a los labios distraídos de los mayores. Se fueron a sus cuartos, escoltados por la madre, la abuela y la bisabuela.

Raymond habíase aproximado a la puerta-ventana. El doctor se impresionó al ver el movimiento que hizo para tomar un cigarrillo de un estuche de cuero, golpearlo y encenderlo; un botón de rosa colgaba de su ojal, y sus pantalones tenían el pliegue necesario. El doctor pensó: "¡Es sorprendente cómo se parece a mi pobre padre!…" Sí, era el retrato del cirujano que, hasta cerca de los setenta años, había dilapidado en las mujeres la fortuna que le deparara la práctica de su arte. Fue el primero en introducir en Burdeos las ventajas de la asepsia; jamás prestó la menor atención a su hijo, al cual sólo llamaba "el pequeño", como si no recordara su nombre. Una mujer lo había traído una tarde, con la boca torcida y babeando; no se encontró ni su reloj, ni su billetera, ni el anillo de brillantes de su dedo índice. "Heredé de él un corazón capaz de apasionarse, pero no el don de gustar… Eso será para su nieto."

El doctor miraba a Raymond, que estaba vuelto al jardín, ese hombre que era su hijo. Después de ese día febril, le habría gustado confiarse, o más bien, enternecerse; preguntar a su chico: "¿Por qué no nos hablamos jamás? ¿Crees que no sabría comprenderte? ¿Hay tanta distancia entre un padre y un hijo? ¿Qué significan los veinticinco años que nos separan? Tengo el mismo corazón que tenía a los veinte años, y tú saliste de mí: es posible que tengamos gustos comunes, antipatías y tentaciones… Ese silencio que hay entre nosotros, ¿quién lo romperá primero? El hombre y la mujer por muy alejados que estén uno del otro, se vuelven a encontrar en un abrazo. Y hasta una madre puede atraer hacia sí la cabeza de su hijo crecido y besar sus cabellos; pero el padre no puede hacer nada, salvo el gesto que hizo el doctor Courréges al posar su mano sobre el hombro de Raymond, el cual, sobresaltado, se volvió. El padre, esquivando sus ojos, preguntó:

– ¿Llueve todavía?

Raymond, parado en el umbral, tendió sus brazos a la noche:

– No, ya no llueve.

Y agregó sin volver la cabeza:

– Buenas noches… -y el ruido de sus pasos disminuyó.

En ese momento, la señora Courréges quedó estupefacta, pues su marido le pidió que dieran una vuelta por el jardín. Dijo que iría a buscar un chal. El escuchó como subía, y luego bajaba, con prisa desacostumbrada.

– Toma mi brazo, Lucie. La luna está escondida; no se ve nada…

– Pero la avenida se ve blanca.

Al apoyarse un poco en él notó que la carne de Lucie tenía el mismo olor que en ese entonces cuando eran novios y permanecían sentados en un banco, esa largas tardes de junio: ese olor de carne y de sombra era el perfume mismo de su noviazgo.

Le preguntó si ella no se había fijado en el cambio tan grande que se había producido en su hijo. No, lo encontraba siempre tan malhumorado, gruñón y obstinado. El insistió: Raymond se cuida más; tiene más dominio sobre sí mismo, aunque sólo fuera por ese cuidado de su apariencia.

– ¡ Ah!, sí, hablemos de eso. Julie protestaba ayer porque exige que le planche dos veces por semana los pantalones.

– Trata de tranquilizar a Julie, que vio nacer a Raymond

– Julie es una mujer sacrificada; pero los sacrificios tienen sus límites. Aunque diga Madeleine que esos sirvientes no hacen nada. Julie tiene mal carácter, de acuerdo; pero comprendo que esté furiosa al verse obligada a asear parte de la escalera de servicio y parte de la escalera grande.

Un ruiseñor parsimonioso dio tres notas. Atravesaban el perfume de almendra amarga de los pinos. El doctor continuó a media voz:

– Nuestro pequeño Raymond…

– No podremos reemplazar a Julie. Eso es lo que tenemos que repetirnos. Me dirás que hace huir a todas las cocineras; pero muchas veces ella tiene razón… Así Léonie…

Preguntó resignado:

– ;Cuál Léonie?

– Sabes perfectamente, esa gorda… no, no se trata de la última… aquella que sólo estuvo tres meses; no quería limpiar el comedor. No le correspondía a Julie hacer ese trabajo…

El dijo:

– Los sirvientes de hoy no son los de antes. Sentía descender en él una marea, un reflujo que arrastraba con él confidencias, confesiones, entregas, lágrimas.

– Haríamos mejor en volver…

– …Madeleine me repite que la cocinera es insolente con ella; pero no se debe a Julie. Esa mujer quiere que le aumenten el salario; aquí no tienen tantos beneficios como en la ciudad, a pesar de que tenemos grandes mercados: si no fuera por eso, no se quedarían.

– Voy a entrar.

– ¿Tan pronto?

Ella sintió que lo había defraudado, que debía haber esperado, haberlo dejado hablar. Murmuró:

– No solemos conversar tan a menudo…

Más allá de las miserables palabras que ella acumulaba muy a su pesar, más allá del muro que su paciente vulgaridad había construido día a día, Lucie Courréges oía la llamada ahogada de aquel muerto en vida. Sí; percibía el grito del minero enterrado, y también en ella, ¡y a qué profundidad!, una voz contestaba a esa voz, la ternura movíase allí.

Hizo el gesto de inclinar la cabeza en el hombro de su marido, adivinó su cuerpo contraído, esa figura tensa, levantó los ojos a la casa, y no pudo dejar de decir:

– Has dejado de nuevo la luz encendida en tu cuarto.

Inmediatamente lamentó haber dicho estas palabras. El doctor apresuró el paso para alejarse de ella, subió con rapidez los peldaños, dio un suspiro de alivio al ver el salón desierto, y llegó, sin haber encontrado a nadie, a su gabinete. Allí, por fin, sentado ante la mesa, con las dos manos se frotó el rostro extenuado, y de nuevo hizo el gesto de limpiar… Es una lástima que ese perro haya muerto; no es fácil encontrar otro; pero, por otro lado, con todas estas historias idiotas, no había seguido muy de cerca las investigaciones. "He confiado demasiado en Robinson… Debió de equivocar la fecha de la última inyección." Valía más empezar todo de nuevo, con nuevos gastos… Sería suficiente, de ahora en adelante, que Robinson tomara la temperatura del animal y recogiera y analizara la orina.

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