CAPITULO DÉCIMO

Mientras tanto, después de que Raymond Courréges se hubo desembarazado en el camino de todos los insultos con los cuales no había podido agobiar a María Cross, sintió la necesidad de envilecerla aún más, y por este motivo, apenas hubo entrado en casa, deseó ver a su padre. Tal como el doctor lo había anunciado, se quedó en cama durante cuarenta y ocho horas sin comer ni beber sino agua para gran felicidad de su madre y de su mujer. Se decidió a hacerlo no sólo por la falsa angina de pecho sino por estudiar en él mismo los efectos de ese tratamiento. Robinson había venido durante la víspera: "Habría preferido a Dulac, decía la señora Courréges, pero, al fin y al cabo, también es un médico, sabe auscultar."

Robinson se deslizaba a lo largo de las paredes, subía, furtivo, las escaleras, siempre angustiado ante la idea de darse de narices con Madeleine, aunque no hubiesen sido nunca novios. El doctor, con los ojos cerrados, la cabeza vacía, el cuerpo libre bajo las sábanas livianas, al resguardo del día, seguía sin esfuerzo las pistas de sus pensamientos; y su espíritu erraba sobre esas pistas perdidas, vueltas a encontrar, mezcladas, tal como un perro bate los arbustos alrededor del amo que se pasea sin cazar. Creaba, sin fatigarse, los artículos que tendría que escribir; respondía, punto por punto, a las críticas que había suscitado su último comunicado a la Sociedad de Biología. Le era dulce la presencia de su madre y también la de su mujer, y era para él una dulzura notarlo: al fin, inmóvil, después de una persecución agotadora, se dejaba alcanzar por Lucie; admiraba a su madre, que se borraba para evitar cualquier conflicto: las dos mujeres dividían entre ellas, sin pelearse, esta presa arrancada por un tiempo a los quehaceres de la profesión, de los estudios, a un amor desconocido, presa que ya no se resistía, que se interesaba en sus más mínimas palabras, cuyo universo se achicaba a la medida del de ellas. Ahora, el doctor se interesaba por saber si Julie se iba de todos modos o si se podía esperar que llegara a entenderse con la criada de Madeleine. Pero ya fuese la mano de su madre o la de su mujer la que tocara su frente, el doctor volvía a encontrar esa seguridad que sentía cuando era un niño enfermo; se alegraba de saber que no moriría solo; pensaba que la muerte tendría que ser la cosa más simple del mundo en ese cuarto con muebles familiares de caoba, donde nuestra madre y nuestra mujer se esfuerzan por sonreír; y el sabor del último momento se encuentra disimulado por ellas como el sabor de cualquier otro amargo remedio. Sí, poder irse envuelto por entero con esa mentira, saber ser engañado…

Una ola de luz invadió el cuarto: Raymond entró gruñendo: "No se ve nada", y se acercó a ese hombre acostado, único ser ante el cual podía envilecer esa tarde a Maria Cross; tenía ya el gusto en la boca de aquello que vomitaría. Dijóle al enfermo: "Abrázame." Miraba ardientemente al hijo que, anteayer, en una de las avenidas de la viña, había secado su rostro. Pero el adolescente que venía saliendo de la claridad del día, para entrar en esa penumbra, no alcanzaba a distinguir los rasgos de su padre, y lo interrogó con voz arrogante:

– ¿Recuerdas nuestra conversación a propósito de María Cross?

– Sí, ¿y qué hay?

En ese momento, Raymond, inclinado sobre ese cuerpo extendido como para abrazarlo o clavarle un cuchillo, descubrió de pronto dos ojos angustiados, pendientes de sus labios. Comprendió que ese también sufría: "Lo sabía, pensó, desde aquella tarde en que me llamó mentiroso…" No existían celos en Raymond: era incapaz de imaginar a su padre como un amante; nada de celos, sino un extraño deseo de llorar, mezclado de irritación y burla: ¡ pobres mejillas grises bajo la barba rala!, y, esa voz apretada que implora:

– ¿Pues bien; qué hay? ¿Qué sabes? Dime pronto.

– Me habían engañado, papá; sólo tú conoces bien a María Cross, quería decírtelo. Ahora descansa. ¡ Qué pálido estás! ¿Estás seguro de que esta dieta te hace bien?

Raymond escucha estupefacto sus propias palabras, enteramente contrarias a aquellas que quería gritar. Posa su mano sobre la frente árida y triste, aquella mano que, hace pocos momentos, tenía entre las suyas María Cross. El doctor encuentra fresca esta mano; le da miedo que se aparte.

– Mi opinión sobre Maria está hecha hace mucho tiempo…

Como la señora Courréges entraba en ese momento en el cuarto, puso un dedo sobre sus labios. Sin ruido, Raymond se alejó.

La madre del doctor trajo una lámpara de parafina (porque estaba muy débil y la luz eléctrica le habría dañado los ojos); la dejó sobre la cómoda y bajó la pantalla. Esa luz circunscrita, esa luz de otros tiempos volvió a crear el mundo misterioso de los cuartos que ya no existen, donde una lamparilla de noche luchaba contra la profunda penumbra llena de muebles sumergidos en ella. El doctor amaba a Maria, pero se había desprendido de ella: la amaba como los muertos deben amarnos. Ella se había reunido junto a sus otros amores, desde la adolescencia… Siguiendo esta pista, el doctor se dio cuenta de que siempre, de año en año, un sentimiento nuevo lo había embargado, semejante a aquel por el cual acababa de sufrir; podía remontar el hilo monótono de ellos: enumerar los nombres de sus pasiones, casi todas vanas… Sin embargo, había sido joven… No era, pues, sólo la edad la que lo separaba de Maria Cross: a los veinte y cinco años, tampoco habría sabido franquear el desierto entre esa mujer y él. Apenas hubo salido del colegio, recordaba haber amado siempre sin esperanza… Era ley de su naturaleza no poder alcanzar aquellos a quienes amaba; nunca había tenido conciencia tan nítida de ello como cuando conseguía a medias el éxito y recogía para él el objeto tan deseado y este objeto, de súbito, se disminuía, se empobrecía, era tan distinto de lo que el doctor experimentara, de todo lo que él había sufrido por su causa. No, no necesitaba buscar en su espejo el porqué de esa soledad en la que tendría que morir. Otros hombres, tales como su padre, como sin duda sería Raymond, seguirían su ley hasta la vejez, obedecen a su vocación amorosa; él, hasta en su juventud, había obedecido a su destino solitario.

Las señoras bajaron a comer; escuchó un ruido que oyera en su infancia: las cucharas contra los platos; pero más próximo a su corazón y a su oído estaba ese crujido de las hojas en la sombra, los grillos, los sapos que gozaban de la lluvia. Luego las señoras subieron. Decían:

– Debes estar muy débil.

– No podré sostenerme en pie.

Pero como la dieta era un remedio, se alegraban de su debilidad.

– Debes sentir la necesidad de beber…

Esa debilidad le ayudaba a sentirse niño. Las dos mujeres conversaban en voz baja; el doctor oyó un nombre; las interrogó:

– ¿No era una señorita Malichecq?

– ¿Estabas escuchando?… Creí que dormías… No, su cuñada es Malichecq… Ella es Martin.

Pero el doctor dormía cuando llegaron los Basque y sólo abrió un ojo cuando los oyó cerrar las puertas de sus cuartos. Luego su madre, dobló un tejido, se levantó pesadamente, lo besó en la frente, sobre los ojos, en el cuello, y dijo: "No estás caliente…" Quedó con la señora Courréges, que gimió:

– ¡Nuevamente Raymond ha tomado el último tranvía para Burdeos! Sólo Dios sabe a qué hora volverá: ¡ esta tarde tenía una cara!, una cara que daba miedo… Cuando agote el dinero de sus aguinaldos, se endeudará… Si es que ya no ha empezado…

El doctor dijo a media voz: "Nuestro pequeño Raymond… tiene diecinueve años ya…", y se estremeció pensando en esas calles desiertas de Burdeos, en la noche; recordó el cuerpo extendido de ese marinero que una tarde hizo que se tropezara y cuya cara y el pecho estaban manchados de vino y de sangre. Algunos pies se arrastraron todavía en el piso superior… un perro ladró furiosamente del lado de las dependencias. La señora Courréges escuchó:

– Oigo que alguien camina… No puede ser Raymond tan temprano; el perro se habría calmado.

Alguien avanza hacia la casa, pero sin tomar precauciones, y por el contrario, sin esconderse. La señora Courréges se inclinó:

– ¿Quién está ahí?

– Busco al doctor; es urgente.

– Al doctor no se lo molesta por la noche, usted lo sabe muy bien. Vaya al pueblo, a casa del doctor Larue.

El hombre, que tenía una linterna en la mano, insistía. El doctor, somnoliento aún, gritó a su mujer:

– Dile que no insista… No vale la pena, entonces, vivir exprofeso en el campo para que no lo molesten de noche…

– Es imposible señor: mi marido sólo atiende en la consulta… Por lo demás, está comprometido con el doctor Larue…

– Pero señora, se trata de una de sus clientes, una vecina… Cuando sepa su nombre, vendrá. Es la señora Cross, la señora María Cross: se ha dado un golpe en la cabeza.

– ¿María Cross? ¿Por qué cree usted que se va a molestar por ella más que por alguna otra?

Pero el doctor, habiendo escuchado ese nombre, se había levantado, empujó un poco a su mujer y se inclinó en la noche:

– ¿Es usted Maraud? No reconocí su voz… ¿Qué le pasó a la señora?

– Una caída, señor, el golpe fue en la cabeza… Está delirando; llama al doctor…

– Espere cinco minutos… el tiempo de vestirme… Cerró la ventana, buscó su ropa.

– ¿No pensarás ir?

El doctor no respondió y se interrogaba a media voz: "¿Dónde están mis calcetines?" Su mujer protestó: ¿No decía hace un instante que no se levantaría por nada en el mundo por la noche? ¿ Por qué ese cambio? No podía mantenerse de pie, se desmayaría.

– Se trata de una cliente; debes comprender que no puedo dudar.

Ella repitió, sarcástica:

– Sí, comprendo, he tardado mucho en dudar, pero ahora comprendo.

En ese momento, la señora Courréges no sospechaba todavía de su marido y sólo buscaba herirlo. Pero él, sintiéndose seguro de su desinterés, de su renunciamiento, no desconfiaba. Después de la pasión que lo había torturado, nada le parecía más inocente, más confesable que su tierna alarma de esa noche. No pensaba que su mujer no podía comparar su antiguo estado con el estado actual de su amor por María Cross. Dos meses antes, no se habría atrevido a mostrar su angustia, como lo hacía esta tarde. Por instinto, disimulamos con nuestros gestos los momentos más ardientes de una pasión; pero cuando ya hemos renunciado a usufructuar de ella, y aceptamos tener hambre y sed por toda una eternidad, pensamos que es lo de menos no molestarnos más en seguir engañando.

– No, no, mi pobre Lucie, todo eso está muy lejos de mí ahora… Todo eso ha terminado totalmente. Es cierto que tengo mucho cariño por esta desgraciada; pero eso no tiene nada que ver…

Se apoyó contra la cama y murmuró: "Es cierto, estoy en ayunas", y pidió a su mujer que le preparara el chocolate sobre la lámpara de alcohol.

– ¡ Crees que encontraré leche a esta hora! Posiblemente no hay pan en la cocina. Cuando hayas cuidado a esa mujer, ella podrá prepararte una pequeña comida. ¡ Es lo menos que puede hacer después de tanta molestia!

– ¡ Qué tonta eres, pobre amiga mía! Si tú supieras… Ella le tomó la mano, y le habló muy de cerca:

– Dijiste: "Todo eso ha terminado… Todo eso está lejos de mí." ¿Hubo, pues, algo entre vosotros? ¿Qué? Tengo el derecho de saberlo. No te voy a reprochar nada, pero quiero saberlo.

Sin aliento, el doctor tuvo que empezar dos veces a calzarse. Rezongó: "Hablaba en general… No me refería a Maria Cross… Vamos, Lucie, no me has mirado." Pero ella recordaba los últimos meses transcurridos. ¡ Ah: sí! ¡ Por fin tenía la clave! Todo se explicaba; todo le parecía claro.

– Paul, no vayas a casa de esa mujer. Nunca te he pedido nada… Bien puedes concederme esto.

El doctor replicaba suavemente que aquello no dependía de él. Se debía a un cliente enfermo, acaso moribundo: un golpe en la cabeza podía significar la muerte.

– Si me impides salir, tú serás la responsable de esta muerte.

Ella se desprendió del doctor, y no tuvo nada que decir. Balbuceaba mientras el doctor se alejó: "Tal vez es un plan preparado, y están de acuerdo…" Luego recordó que el doctor no había tomado ningún alimento desde la víspera. Sentada sobre una silla seguía atentamente el murmullo de las voces en el jardín.

– Sí, cayó de la ventana… Posiblemente no es más que un accidente: no habría elegido para matarse la ventana del salón del primer piso… Sí, delira; se queja de dolor de cabeza… no recuerda nada.

La señora Courréges oyó que su marido ordenaba al hombre que fuera a buscar hielo al pueblo, tal vez en la posada o a casa del carnicero; tendría que pasar a buscar en la botica jarabe de bromuro.

– Iré por el Bois de Berge. Tardaré menos que si hiciera enganchar el carruaje…'

– No necesitará linterna: con la luna llena se ve como si estuviéramos en pleno día.

Apenas el doctor había franqueado el pequeño portón de las dependencias, oyó que alguien corría tras él; una voz jadeante lo llamaba por su nombre. Reconoció a su mujer en bata de levantarse, con su trenza para dormir: sin aliento y sin poder hablar le tendía un pedazo de pan y una barra de grueso chocolate.

Atravesó el Bois de Berge donde la luna manchaba los claros del bosque sin que su blancura, sin embargo, pudiera traspasar las hojas. Pero reinaba sobre el camino y se expandía en él como en un lecho cavado. Ese pan y ese chocolate tenían el sabor de las meriendas escolares, el sabor de la felicidad cuando al alba partía a la casa con sus pies bañados por el rocío, a los diecisiete años. Aturdido por el impacto de la noticia, comenzaba apenas a sentir el dolor: "Si muriera Maria Cross…" ¿Por quién había querido morir? ¿Lo había querido? Ella no recuerda nada. ¡Ah! ¡ Qué desesperantes son esos "accidentados" que no recuerdan nunca nada y que cubren de tinieblas el momento esencial de sus destinos! No podrá interrogarla: en primer lugar, que su cerebro trabaje lo menos posible. "Sólo es un médico a la cabecera: recuérdalo. No, no se trata de un suicidio: cuando alguien quiere morir no se elige una ventana de un primer piso. Ella no se droga, según creo… Es cierto que una tarde había olor a éter en su cuarto, pero… era una tarde en que sintió jaqueca…"

Más allá de la angustia que lo ahogaba, en los confines de su conciencia, rugía otra tempestad: estallaría a su hora. ¡ Esa pobre Lucie celosa! ¡ Qué miseria! Tendrá tiempo de pensar en eso más tarde. He llegado… Parece un jardín de teatro bajo la luna… Es tonto como un decorado de Werther… No oigo gritos. La puerta principal estaba entreabierta. Siguiendo su costumbre, el doctor se dirigió al salón desierto, volvió sobre sus pasos y subió un piso. Justine abrió la puerta del cuarto. Se acercó a la cama donde Maria Cross, gimiendo, apartó con su mano una compresa que le cubría la frente. No vio ese cuerpo pegado a la sábana que tan a menudo había desvestido en pensamiento. No vio ni la cabellera suelta ni el brazo descubierto hasta la axila; lo único que le interesaba era que ella lo hubiese reconocido, que el delirio fuese sólo pasajero. Repetía:

"¿Qué ha pasado, doctor? ¿Qué ha sucedido?" El anotó: amnesia. Inclinado ahora sobre ese pecho desnudo, cuya dulce vida velada lo hacía estremecerse antaño, auscultó el corazón, y luego, tocando apenas con un dedo la frente herida, dibujó las fronteras de la herida: "¿Le duele? ¿Y ahí?… ¿Y allá?" Le dolía también la cadera; echó hacia atrás la sábana con precaución, desnudó sólo el estrecho espacio magullado; luego lo volvió a cubrir. Con el ojo puesto sobre su reloj, contó las pulsaciones. Ese cuerpo le había sido entregado para que lo sanara y no para que lo poseyera. Sus ojos saben que no se deben maravillar: deben sólo observar; mira ese cuerpo ardientemente, con toda su inteligencia; su espíritu lúcido obstaculiza el camino al triste amor.

Ella gemía: "¡ Sufro… cuánto sufro!…" Apartaba la compresa, pidiendo otra nueva que la criada empapaba en el lavabo. El chófer entró con un balde lleno de hielo; pero cuando el doctor quiso aplicar el hielo sobre la frente de Maria, rechazó la bolsa de goma, y pidió una compresa caliente con tono imperioso; le gritaba al doctor: "Apúrese un poco. ¡Necesita una hora para ejecutar mis órdenes!"

Al doctor le interesaban mucho estos síntomas que ya había observado en otros "accidentes". Ese cuerpo que estaba ahí, esa fuente carnal de sus sueños, de sus desoladas ensoñaciones, de sus deleitaciones no suscita en él sino una curiosidad intensa, una atención duplicada. La enferma hablaba sin cesar, aunque no sufría de delirio; el doctor admirábase de que Maria, cuya expresión era por lo general tan defectuosa (solía buscar las palabras sin encontrarlas) se mostrase, de improviso, elocuente, y diese, sin esfuerzo, con la expresión más justa, con el término más sabio. ¡ Qué misterio, pensaba, que este cerebro, con un solo impacto, duplique su poder!

– No, doctor, no: no he querido morir. Le prohibo que piense así. No recuerdo nada, pero de lo que estoy segura es de que no he querido morir sino dormir. Sólo he aspirado al reposo. Si alguien se ha gloriado de haberme reducido a desear la muerte, le prohibo que lo crea; ¿me comprende? Se lo pro-hí-bo.

– Sí, amiga mía. Le juro que nadie se ha gloriado de eso… Levántese un poco: trague esto: es bromuro… Esto la calmará.

– No necesito que me calmen. Sufro, pero estoy tranquila. Quíteme la luz. Qué lástima: manché las sábanas; si me da la gana, volveré a derramar el remedio…

Y cuando el doctor le preguntó si sufría menos, ella le respondió que sufría más allá de todo, pero que no era sólo por su herida, y, gárrula, elevó de nuevo su voz, cosa que inspiró a Justine este pensamiento: "La señora habla como si fuera un libro."

El doctor le dijo que se fuera a descansar, pues él velaría hasta la mañana.

– ¿Qué otra salida queda sino el sueño, doctor? ¡Todo me parece tan claro ahora! Comprendo lo que no comprendía; esos seres que nosotros queremos amar… Esos amores miserablemente finitos… conozco la verdad ahora (rechazó con la mano la compresa que se había enfriado y su pelo mojado se pegó a su frente como si traspirara)… No se trata de amores sino de un solo amor en nosotros; y recogemos al azar de los encuentros, al azar de los ojos y de las bocas lo que podría tal vez corresponder a aquello. ¡ Qué locura esperar alcanzar ese objeto!… ¡ Piense que no hay ningún otro camino entre nosotros y los seres salvo el de abrazar, tocar… en fin, la voluptuosidad! Sabemos bien, sin embargo, adonde nos lleva este camino y por qué nos fue trazado: para perpetuar la especie, como usted dice, doctor, y sólo para eso. Sí, hemos tomado prestado el único camino posible, pero que no ha sido despejado para aquello que buscamos… ¿comprende?

Al comienzo, el doctor había prestado apenas atención a ese discurso que no trataba de entender, intrigado solamente por esa confusa elocuencia, como si el derrumbe físico hubiese bastado para despertar a medias en ella una serie de ideas adormecidas.

– Doctor, tendríamos que amar el placer. Gaby decía: "No, pequeña Maria, es la única cosa en el mundo que no me ha decepcionado jamás. ¡ Imagínese! ¡ Ay!, el placer no está al alcance de todos… No estoy hecha a la medida del placer… Sólo él, sin embargo, nos hace olvidar el objetivo que buscamos y se convierte él mismo en el objetivo." Embrutézcase, eso es muy fácil decirlo.

El doctor piensa que es muy curioso que ella aplique a la voluptuosidad el precepto de Pascal referente a la Fe. Para calmarla a toda costa y para que descanse, le presenta una cucharada de jarabe; pero, al rechazarla, volvió a ensuciar las sábanas.

– No, no, nada de bromuro: bien puedo tirarlo sobre mi cama, si se me da la gana. ¡ No es usted el que me lo impedirá!

Y, sin transición, continuó:

– Siempre, entre aquellos que quise poseer y yo, se extendía ese país fétido, ese pantano, ese barro… Ellos no comprendían… Creían que los llamaba para que nos hundiéramos juntos…

Sus labios se movían. El doctor se imaginó que ella murmuraba nombres y apellidos; se inclinó hacia ella ávidamente, pero no escuchó a aquel que lo hubiera trastornado. Por algunos segundos, olvidó a su enferma y no vio más que una mujer mentirosa.

La increpó:

– ¡ Igual que las otras, vamos! Tal como las otras, usted busca sólo eso también: el placer… Pero si todos, todos buscamos lo mismo…

Ella levantó sus bellos brazos, tapó su cara y gimió largamente. El doctor murmuró: "¿Pero qué he hecho? ¡ Estoy loco!" Renovó la compresa, llenó de nuevo una cuchara con el jarabe y sostuvo un poco la cabeza dolorida. María consintió en beber al fin; y después de un silencio:

– Sí, yo también, yo también. Pero, ¿usted sabe, doctor, cuando vemos los rayos y escuchamos simultáneamente el trueno? ¡Pues bien, en mí, el placer y la repugnancia se confunden, tal como el rayo y el trueno; me golpean juntos. No hay intervalo entre el placer y el asco!

Quedó más tranquila, no habló más. El doctor se sentó en un sillón, y velaba, llena su cabeza de ideas confusas. Pensó que María dormía, pero de súbito su voz soñadora, serena, se elevó:

– Un ser que pudiéramos alcanzar; pero no a través de la carne… que nos poseyera.

Apartó con mano incierta el paño mojado de su frente; luego fue el silencio de una noche que declina, la hora del más profundo sueño; los astros han cambiado de lugar, y ya no los reconocemos.

Su pulso está tranquilo; duerme como un niño cuyo hálito es tan liviano que tú te inclinas para asegurarte de que está vivo. La sangre sube a sus mejillas y las ilumina. Ya no es un cuerpo que sufre; su dolor ya no la protege contra tu deseo. ¿Será necesario que tu carne atormentada vele mucho tiempo todavía cerca de esa carne adormecida? Felicidad carnal, piensa el doctor. Paraíso abierto para los simples… ¿Quién dijo que el amor era un placer del pobre? Yo habría podido ser el hombre que se tiende cada tarde, una vez terminada su jornada, al lado de esta mujer; pero ya no sería esta misma mujer… Habría sido varias veces madre… Todo su cuerpo llevaría las huellas de lo que ha servido y de lo que se gasta todos los días en menesteres bajos… No más deseos: sólo sucias costumbres… ¡Amanece ya! ¡ Cuánto tarda esta criada en venir!"

El doctor teme no poder caminar hasta su casa, se convence de que el hambre lo agota, teme sin embargo la debilidad de su corazón, corazón del que cuenta los latidos. La angustia física lo libera de su tristeza amorosa; pero ya, sin que nada se advierta, imperceptiblemente el destino de Maria Cross se desprende del suyo: las amarras se han roto, las anclas han sido levadas, el barco se mueve y nadie sabe todavía que se mueve; pero en una hora más, sólo será una mancha sobre el mar. El doctor muchas veces había observado que la vida no sabe de preparativos: desde su adolescencia, los objetos de su ternura han desaparecido casi todos bruscamente, arrancados por otra pasión, o, en forma más humilde, se habían cambiado, habían dejado la ciudad y no habían vuelto a escribir. No es la muerte la que nos arrebata aquellos que amamos; por el contrario, los conserva para nosotros y los fija en su juventud adorable: la muerte es la sal de nuestro amor; la vida es la que disuelve el amor. Mañana el doctor estará tendido, enfermo, y su mujer estará sentada a su cabecera. Robinson vigilará la convalecencia de Maria Cross y la enviará a los baños de Luchon, porque su mejor amigo se encuentra instalado ahí y hay que ayudarlo a hacerse una clientela.

En el otoño, el señor Larousselle, llamado a menudo por sus negocios a París, decidirá arrendar cerca del Bois un departamento y le propondrá a Maria Cross vivir en él, ya que ella prefiere morir, antes que volver a la casa de Talence, a los tapices rotos, a las cortinas llenas de hoyos, y a seguir soportando los insultos de los bordeleses.

La criada entró en el cuarto. Aunque el doctor no se hubiera sentido tan débil, hasta el punto de no poder ocupar su espíritu sino con esta misma debilidad, o hubiese estado lleno de fuerzas y de vida, ninguna voz interior le advertía que debía mirar por largo rato a María Cross dormida. No volvería jamás a esta casa; sin embargo, dijo a la criada: "Volveré esta tarde… Déle otra cucharada de bromuro, si empieza a agitarse." Titubeaba, tenía que sujetarse a los muebles y por lo mismo, fue la única vez que, al dejar a María Cross, no volvió atrás.

Esperaba que el aire fresco de las seis azotaría su sangre, pero tuvo que detenerse a los pies de la entrada; sus dientes castañeteaban. Había atravesado tantas veces en pocos minutos este jardín, cuando volaba hacia su amor, y ahora miraba el portón un poco más hacia allá y pensaba que no tendría fuerzas para alcanzarlo. Se arrastra en la bruma, piensa en volver sobre sus pasos; no podrá nunca caminar hasta la iglesia, donde tal vez encontraría socorro. Por fin llegó al portón; tras la reja, un coche: el suyo; reconoce a través del vidrio levantado, el rostro inmóvil como de una muerta de Lucie Courréges. Abre la puerta, se desploma contra su mujer, apoya la cabeza en su hombro, pierde el conocimiento.

– No te agites; Robinson está pendiente de todo en el laboratorio; atiende a tus enfermos… En este momento está en Talence, tú sabes dónde… No hables.

El doctor observa, desde el fondo del abismo, la angustia de las señoras, percibe, tras la puerta, los cuchicheos. No duda de que está enfermo y no cree nada de sus observaciones: "Una simple gripe… pero en el estado anémico en que te encuentras es delicado." Pide ver a Raymond, pero Raymond siempre ha salido: "Vino mientras dormías y no quiso despertarte." La verdad es que, hace tres días, el teniente Basque busca en vano a Raymond por Burdeos; sólo estaba en el secreto un policía aficionado: "Sobre todo, que no se sepa nada…"

Pasados seis días, Raymond entró una tarde en el comedor, mientras comían, enflaquecido, el rostro descompuesto, las huellas de un puñetazo bajo el ojo derecho. Comía vorazmente y ni las mismas niñitas se atrevieron a interrogarlo. Preguntó a su abuela dónde se encontraba su padre:

– Está con gripe… no es nada, pero estamos preocupados a causa de su corazón. Robinson dice que no se le puede dejar solo. Velaremos por él tu madre y yo.

Raymond declaró que era su turno esa noche. Y como Basque se atreviese a decir: "Harías mejor en ir a dormir; si vieras tu cara…", declaró que no experimentaba ninguna fatiga, que había dormido muy bien, estos días.

– En Burdeos no faltan camas, vosotros lo sabéis.

Esto fue dicho en un tono tal que Basque agachó la nariz. Más tarde, cuando el doctor abrió los ojos, vio a Raymond parado, y atrayéndolo hacia él, dijo: "Hueles a almizcle… No necesito nada; anda a acostarte." Pero, hacia la medianoche, nuevamente fue arrancado de su sopor por las idas y venidas de Raymond en el cuarto. El adolescente había abierto de par en par la ventana e inclinaba su cuerpo, gruñendo: "La noche está sofocante…" Algunas mariposas entraron. Raymond se quitó su chaqueta, su chaleco, su cuello, y volvió a sentarse en el sillón; el doctor escuchó algunos minutos después, una respiración regular. Cuando amanecía, el enfermo despertó antes que aquel que lo velaba y estupefacto contempló a su hijo, con la cabeza colgando y sin hálito, como muerto por el sueño. La manga de su camisa estaba rota sobre el brazo musculoso, color cigarro, donde aparecía un tatuaje como aquellos que saben dibujar los marineros.

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