CAPITULO PRIMERO

Durante muchos años, Raymond Courreges alimentó la esperanza de volver a encontrar en su camino a Maria Cross, pues deseaba ardientemente vengarse de ella. Muchas veces siguió en la calle a una transeúnte pensando que era aquella a la cual buscaba. Luego el tiempo había apaciguado en tal forma su rencor que, cuando el destino volvió a ponerlo frente a esa mujer, no experimentó, en el primer momento, esa mezcla de felicidad y furor que un encuentro semejante debía haberle producido. Cuando entró aquella tarde en un bar de la calle Duphot, no eran más que las diez de la noche, y el mulato del jazz canturreaba solo ante un maítre de hotel atento. En la estrecha boíte, donde hasta la medianoche las parejas estarían pisoteándose, roncaba, como si fuera una gorda mosca, un ventilador. Al portero, que extrañado dijo: "No estamos acostumbrados a verlo tan temprano, señor…", Raymond contestó sólo con una señal de la mano indicando que interrumpieran ese zumbido. El portero, confidencialmente, quiso en vano convencerlo de que "el nuevo sistema, sin producir viento, absorbía el humo". Courréges le dio tal mirada que el hombre se batió en retirada hacia el guardarropa; pero, en el techo, el ventilador calló como si hubiera sido un moscardón que se detiene en el vuelo.

El joven, entonces, después de haber deshecho la línea inmaculada de los manteles y luego de haber reconocido en el espejo su rostro, que se mostraba como en uno de sus peores días, interrogóse: "¿Qué es lo que no marcha?" ¡ Cáspita! Odiaba las tardes perdidas, y esta sería una tarde perdida por culpa de ese animal de Eddy H… Debió forzar al muchacho, cazarlo en su redil para traerlo al cabaret. Durante la comida, y apenas se hubo sentado en el borde de la silla, impaciente, Eddy se excusó de su falta de atención, pues le dolía la cabeza. Se aprontaba ya para un placer futuro y próximo. Una vez que hubo tomado su café, Eddy huyó, alegre, brillantes los ojos, las orejas rojas, las ventanillas de la nariz abiertas. Durante todo el día Raymond habíase hecho una agradable imagen de esta tarde y de esa noche; pero sin duda Eddy había preferido ofertas de placer más refrescante que ninguna confidencia.

Extrañóse Courréges de sentirse no sólo decepcionado y humillado sino también triste. Se sentía escandalizado al ver que cualquier camarada le resultaba irreemplazable. Eso era una novedad en su vida: hasta los treinta años había sido incapaz de ese desinterés que exige la amistad. Por lo demás se encontraba demasiado ocupado con las mujeres; había, pues, despreciado todo aquello que no le parecía objeto de posesión, y podía haber dicho, como un niño goloso: “Sólo amo aquello que se devora.” En ese tiempo usaba a sus amigos como testigos o como confidentes: para él un amigo era antes que nada un par de orejas. Gustaba también de probarse a sí mismo que los dominaba, que los dirigía; tenía la pasión de influir, y halagábale poder desmoralizarlos metódicamente.

Raymond Courréges se habría hecho una clientela tal como su abuelo el cirujano, como su tío abuelo jesuíta, como su padre el doctor, si hubiera sido capaz de subordinar sus apetitos a una carrera, y si su gusto por el placer no le hubiera impedido siempre perseguir lo que no le producía satisfacción inmediata. Sin embargo, llegaba a la edad en la que sólo aquellos que se dirigen al alma pueden establecer su dominio: Courréges sabía sólo enseñar a sus discípulos el mejor rendimiento del placer. Pero los más jóvenes deseaban tener cómplices de su misma generación, por lo cual su clientela mermaba. En el amor, la caza siempre abunda; pero el pequeño rebaño de aquellos que han empezado a vivir con nosotros se reduce cada año. Courréges odiaba, por tener su misma edad, a esos sobrevivientes de las sombrías heridas de la guerra, que, con el pelo gris, su panza y sus cráneos, habíanse hundido en el matrimonio o estaban deformados por la profesión. Los acusaba de ser los asesinos de su juventud y de traicionarla antes que la juventud renunciara a ellos.

Ponía su orgullo en estar entre los muchachos de posguerra.

Esa tarde, en el bar aún vacío, donde sólo se oía una mandolina ensordecida (la llama de la melodía muere, renace, titubea), Raymond mira ardientemente su rostro bajo sus espesos cabellos reflejados en los espejos, ese rostro que no representa los treinta y cinco años. Piensa que la vejez, antes de marcar su cuerpo, marca su vida. Si bien se siente orgulloso al oír que las mujeres se preguntan: "¿Quién es ese joven tan alto?", sabe también que los muchachos de veinte años, más perspicaces, no lo contaban entre los jóvenes de su efímera raza. Sin ir más lejos, ese Eddy no tenía nada mejor que hacer que hablar de sí mismo hasta el alba entre el estruendo del saxófono; pero, tal vez, en estos momentos, en otro bar, no hace otra cosa sino analizar sus sentimientos frente a un muchacho nacido en 1904, que sin cesar lo interrumpe con unos "yo también" y “lo mismo que yo”…

Surgieron algunos jóvenes que habían adoptado, para atravesar la sala, rostros engreídos y orgullosos, de los cuales quisieron desprenderse al ver la soledad de la sala. Se aglutinaron alrededor del barman. Courréges, sin embargo, no había aceptado jamás sufrir por culpa de otro, ya fuese amante o amigo. Se dedicó, pues, siguiendo su método, a descubrir la falta de proporción entre la insignificancia de Eddy H… y la turbación que le producía su abandono. Se alegró de no encontrar ninguna raíz al tratar de arrancar de él esta brizna de sentimiento. Enardecióse hasta llegar a pensar que podría echarlo a la calle, y sin estremecerse, enfrentóse con la idea de no volver a verlo. Casi con alegría díjose: "Voy a barrerlo…" Suspiró aliviado; luego se dio cuenta de que subsistía en él una inquietud, cuyo principio no era Eddy. ¡ Ah! Sí, la carta que palpaba en el bolsillo de su smoking… Era inútil que volviera a leerla: el doctor Courréges usaba con su hijo un lenguaje elíptico, fácil de retener:


Me alojo en el Grand-Hotel mientras dure el Congreso Médico. Estoy a tu disposición, por la mañana antes de las nueve; por la tarde después de las once. Tu padre.


Raymond murmuró: "No faltaba más…", y tomó sin sospecharlo un aire desafiante. Reprochaba a su padre que no pudiera despreciarlo como al resto de la familia. A los treinta años, en vano Raymond reclamó la dote que su hermana casada recibió. Después del rechazo de sus padres, había quemado sus naves; pero la fortuna pertenecía a la señora Courréges; muy bien sabía Raymond que su padre habríase mostrado generoso si hubiera podido hacerlo: el dinero no significaba nada para él. Repitió: "No faltaba más…" Pero no pudo dejar de percibir una llamada en ese seco mensaje. No era tan ciego como la señora Courréges, a la cual irritaban la frialdad y la brusquedad de su marido; tenía por costumbre repetir: "¿Qué me importa que sea bueno si no me doy cuenta de ello? ¡Imagínese cómo sería si fuera malo!"

Raymond se siente incómodo por la llamada de ese padre, al cual le cuesta mucho odiar. No, por cierto, no contestará: pero de todos modos… Más adelante, cuando Raymond Courréges recordó las circunstancias de esa noche, rememoró la amargura que había sufrido al entrar al pequeño bar vacío. Pero olvidó las causas, y estas eran la defección de un camarada llamado Eddy y la presencia de su padre en París; creyó que su humor agrio había nacido de un presentimiento y que existía un lazo entre su estado de ánimo y el acontecimiento que aproximábase a su vida. Sostuvo siempre, desde entonces, que ni Eddy ni el doctor Courréges habrían podido mantenerlo en tal angustia. Pero apenas se sentó frente a un cóctel, su espíritu y su carne, por instinto, sintieron la proximidad de aquella que, en ese mismo minuto, en un taxi que ya llegaba a la esquina de la calle Duphot, hurgaba en su pequeña cartera diciendo a su compañero:

– Qué tontería: olvidé mi lápiz labial. El hombre contestó:

– Debe haber algunos en el baño.

– ¡ Qué horror!, y cogeré…

– Gladys te prestará el suyo.

La mujer entró: un sombrero campanudo eliminaba la parte alta del rostro y sólo dejaba entrever el mentón, donde el tiempo marca la edad de las mujeres. Los cuarenta años habían dado sus toques por aquí y por allá en esa parte baja del rostro: insinuando una papada. El cuerpo, bajo las pieles, estaba recogido. Enceguecida como si saliera del toril, se detuvo en el umbral del bar deslumbrante. Cuando su compañero, el cual se había demorado al discutir con el chófer, se hubo reunido con ella, Courréges, sin reconocerlo en el primer momento, se dijo: "He visto en alguna parte este rostro…; es un rostro de Burdeos." De súbito, un nombre acudió a sus labios, mientras observaba el rostro de ese cincuentón, cara que rebosaba satisfacción de sí mismo: Víctor Larousselle… Latiéndole el corazón, Raymond examinó de nuevo a esa mujer; ésta, habiéndose dado cuenta de que era la única persona que tenía puesto el sombrero, se lo quitó bruscamente, y frente al espejo esponjó su cabello recién cortado. Aparecieron los ojos, grandes y tranquilos, y luego una frente amplia claramente delimitada, en ciertos sectores, por el nacimiento aún joven de una cabellera oscura. En lo alto del rostro, estaba concentrado todo lo que aquella mujer acumulaba de juventud sobreviviente. Raymond la reconocía a pesar del pelo corto, del cuerpo que había engordado y de la lenta destrucción que partía del cuello y subía a la boca y las mejillas. La reconoció como hubiera reconocido un camino de su infancia al que le hubieran derribado las encinas que lo bordeaban. Courréges sumaba el número de años, y después de algunos segundos decíase: "Tiene cuarenta y cuatro años; yo tenía dieciocho, y ella veintisiete." Como todos aquellos que mezclan la felicidad con la juventud, tenía una oscura conciencia, aunque siempre despierta, del tiempo transcurrido. Sus ojos no cesaban de medir el abismo del tiempo muerto; cada ser que jugó un papel en su destino fue colocado, sin tardar, en su lugar, y al reconocer el rostro era capaz de recordar hasta el año de su nacimiento. "¿Me reconocerá?" No habría vuelto la cara tan bruscamente si ella no lo hubiera reconocido. Aproximándose a su compañero le suplicaba, sin duda, que no permanecieran allí, ya que él contestó en voz muy alta, con el tono de un hombre al cual le gusta que lo admire la galería: "No, esto no está aburrido. En un cuarto de hora más estará tan lleno como un huevo." Empujó una mesa no muy lejos de aquella en que estaba apoyado Raymond; sentóse pesadamente; mostraba, en su rostro, en el cual fluía la sangre, además de los signos de la arteriosclerosis, una desembozada satisfacción. Pero como la mujer permanecía de pie e inmóvil, la interpeló: "¡Bien! ¿Qué esperas?" De súbito la satisfacción desapareció de sus ojos y de sus labios gruesos y casi amoratados. Creyendo hablar en voz baja, agregó: "Naturalmente, basta que esté entretenido aquí para que tú te aburras…" Sin duda, ella le decía: "Ten cuidado, nos escuchan", porque él casi gritó: "Sé comportarme, ¡caramba! ¡Y aunque así fuese!, ¿qué?"

Sentada no lejos de Raymond, la mujer habíase tranquilizado. Hubiera sido necesario que el joven se inclinara para poder verla, y sólo dependía de ella el poder huir de su mirada. Courréges adivinó esa seguridad, comprendió, de súbito, ¡ y con qué terror!, que esa ocasión deseada por él desde los diecisiete años podía perderse. Pasados diecisiete años, creía volver a encontrar intacto su deseo de humillar a esta mujer que lo había humillado, demostrarle qué clase de hombre era él: de aquellos que no aceptan que una hembra se burle de ellos. Durante muchos años habíase complacido en imaginar las circunstancias que los pondrían frente a frente y con qué habilidad la sojuzgaría; haría llorar a aquella ante la cual hiciera un papel tan triste… Verdad es que si esta tarde, en lugar de esa mujer, él hubiera reconocido a cualquiera otra comparsa de su época de estudiante, a los dieciocho años – su compañero preferido en esa época, o ese jornalero que le causaba horror -, no habría descubierto en él, al mirarla, ninguna huella de esa camaradería o ese odio que sintiera el niño que ya no era. Pero ante esta mujer, ¿no volvía a encontrarse tal como fue un jueves del mes de junio de 19…, en el crepúsculo, sobre ese camino de un arrabal polvoriento que olía a lirios, ante el dintel cuyo timbre no volvería a sonar nunca más para él? ¡ María! ¡ María Cross! De ese adolescente hosco, tímido que fue entonces, ella había hecho un hombre nuevo, ese que sería siempre. Pero ella, esa María Cross, qué poco había cambiado! Siempre sus ojos en actitud de interrogar, su frente llena de luz. Courréges decíase a sí mismo que su compañero preferido de 19… sería hoy, esta noche, un hombre macizo, calvo, con barbas: pero el rostro de ciertas mujeres permanece, hasta la madurez, bañado por la infancia; es, quizá, esa eterna infancia la que fija nuestro amor y lo libra del tiempo. Era la misma mujer, después de diecisiete años de pasiones desconocidas, como esas vírgenes cuya sonrisa no podía alterar ninguna llama de la Reforma o del Terror. Ese hombre, satisfecho de sí mismo, cuya impaciencia y humor se manifestaban ruidosamente, pues las personas que esperaba no llegaban, conversaba con ella:

– Seguro que ha sido Gladys la causante de su retraso… Yo, que siempre estoy acostumbrado a cumplir con exactitud, tengo horror a los que no son así. Es curioso, no me gusta hacer esperar a los demás: es más fuerte que yo. Sin embargo, ciertas personas son de tal descortesía…

María Cross le tocó el hombro y debió repetirle: "Nos están oyendo…"; gruñó diciendo que él no decía nada que no se pudiera escuchar y que le parecía increíble que fuese ella precisamente la que pretendiera enseñarle a vivir.

Su sola presencia dejaba a Courréges entregado sin defensa a eso que ya no era. Aunque hubiera conservado una conciencia muy clara del tiempo transcurrido, detestaba hacer surgir en él imágenes muy precisas, y a nada temía más que a las rebeliones de los fantasmas; pero no podía hacer nada esa noche, contra ese torrente de rostros desencadenado dentro de él por la presencia de María: oyó cómo daban las seis y cómo golpeaban los bancos escolares; ni siquiera había llovido lo bastante como para que desapareciera el polvo; tampoco estaba el tranvía lo suficientemente iluminado como para poder terminar de leer Afrodita: tranvía lleno de obreros a los cuales la fatiga, una vez terminada la jornada, ponía una nota de dulzura en el rostro.

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