CAPITULO CUARTO

Fue una tarde como otra cualquiera – a fines de enero, cuando en esas regiones ya declina el invierno -: Raymond, en ese tranvía rebosante de obreros, extrañóse al ver, frente a él, a esa mujer. Lejos de sufrir al verse perdido en esa carga humana, todas las tardes, imaginábase que era un inmigrante; se encontraba sentado entre los pasajeros del entrepuente, y el barco hendía las tinieblas; los árboles eran corales; los transeúntes y los coches eran los habitantes oscuros de esas grandes profundidades. Travesía muy breve, durante la cual no se le humillaría: ninguno de esos cuerpos era tan negligente ni tan mal tenido como el suyo. Cuando, en ciertas ocasiones, su mirada encontraba otra mirada, no veía en ella ninguna burla; de todos modos, su ropa era más limpia que esa camisa mal sujeta sobre un pecho de bestia velluda.

Sentíase incómodo entre esa gente, y no pensaba que hubiera bastado una palabra para que repentinamente surgiera ese desierto que separa las clases tal como separa a los seres. Ese contacto, esa inmersión comunitaria, en un tranvía que hendía los suburbios, era la única comunión posible. Raymond, tan brutal en el colegio, no rechazaba la cabeza zangoloteada de un muchacho de su edad, en el límite de sus fuerzas, cuyo sueño relajaba su cuerpo y lo desataba como se desata un ramo. Pero esa tarde vio, frente a él, a esa mujer, a esa señora. Entre dos hombres, cuyas vestiduras estaban untadas de grasa encontrábase sentada, vestida de negro, el rostro descubierto.

Preguntábase más tarde Raymond por qué, bajo su mirada, no había sentido la vergüenza que le producía la última de las sirvientas. No; ninguna vergüenza; ninguna timidez; tal vez porque en ese tranvía sentíase anónimo y no podía imaginar alguna circunstancia que le pudiera poner en contacto con esa desconocida. Pero especialmente porque no veía en sus rasgos nada que se asemejara a la curiosidad, a la burla, al desprecio. ¡ Sin embargo, cómo lo observaba ella! Con el cuidado, el método de una mujer que se decía: "Ese rostro me consolará de los miserables minutos que tengo que vivir en un transporte público; suprimo el mundo alrededor de esta sombría cara angélica. Nada puede ofenderme: la contemplación libera; está ante mí como un país desconocido; sus párpados son los bordes asolados de un mar; dos confusos lagos se adormecen en las fronteras de las cejas. La tinta, sobre los dedos, el cuello y los puños grises, ese botón que falta es sólo la tierra que mancha el fruto intacto de súbito desprendido de la rama y que, con mano tímida, tú recoges."

También él, lleno de seguridad, pues no temía ninguna palabra de esta desconocida, ningún puente que los uniera, la contemplaba con esa tranquila insistencia que sujeta nuestra mirada a un planeta…

(¡Qué pura se ha conservado su frente! Courréges lo mira con disimulo esa tarde, bañado en luz que no viene del pequeño bar rutilante; esa luz de la inteligencia, que no suele encontrarse en el rostro de una mujer: ¡ pero qué emocionante es encontrar esa luz y cómo nos ayuda a concebir que Pensamiento, Idea, Inteligencia, Razón sean palabras femeninas!)

Frente a la iglesia de Talence, la joven habíase levantado dejando sólo a los hombres su olor, y hasta ese mismo perfume se desvaneció antes de que Raymond hubiera descendido. No hacía mucho frío esa tarde de enero; el adolescente no pensaba en correr; la bruma traía esa dulzura secreta de la estación que se aproxima. La tierra estaba desnuda, pero ya no dormía.

Raymond, absorto, no vio nada esa tarde en la mesa familiar. Sin embargo, jamás su padre había mostrado un rostro tan demacrado: hasta tal punto que la señora Courréges enmudeció; no se podía correr el riesgo de "impresionarlo", les dijo a los Basque, después que el doctor subió con su madre; pero bajo su responsabilidad consultaría en secreto a Dulac. El cigarro del teniente apestaba la sala; de pie contra la chimenea, repetía: "No hay error posible, madre: está embromado." Sus palabras, a la vez breves y tartajeantes, eran las de una persona que ordenaba, y como Madeleine contradijera a su madre:

– Tal vez sólo se trata de una crisis… El teniente la interrumpió:

– No, Madeleine: el caso es grave; tu madre tiene razón.

Como la joven se atreviera a objetarlo, gritó:

– ¡Te repito que tu madre tiene razón! ¿No te basta con eso?

En el primer piso, la abuela Courréges golpeaba suavemente en la puerta del cuarto de su hijo, que estaba sentado ante sus libros abiertos. No le había hecho ninguna pregunta, y tejía muda. Ya que el doctor no soportaba más el silencio, ya que necesitaba hablar, ella se le ofrecía, pronta a entenderlo; un instinto seguro la impedía, sin embargo, provocar la confidencia. El pensó, por algunos instantes, en retener el grito que lo ahogaba; pero hubiera sido necesario remontarse tan lejos, retomar la cadena entera de sus dolores, hasta el dolor de esa tarde… ¿Y cómo explicar la desproporción entre su sufrimiento y aquello que hizo nacer el sufrimiento de esa tarde? Pues sólo había ocurrido esto: a la hora convenida, el doctor acudió donde María Cross; un criado le había advertido que la señora no había regresado, y esa fue su primera angustia: aceptó esperarla en el salón desierto donde el reloj latía con más lentitud que su corazón. Una lámpara alumbraba las viguetas pretenciosas; sobre la mesa baja, cerca del diván, estaban, en un cenicero, todas esas colillas de cigarrillo: "Fuma demasiado… se intoxica." ¡Qué cantidad de libros! Pero no había ninguno que tuviera sus últimas páginas abiertas. Sus ojos siguieron los pliegues rotos de los grandes cortinajes de seda desteñida. Repitió: "Lujo y miseria, miseria y lujo…" Miró el reloj, luego el suyo, y decidió que se iría en un cuarto de hora más; le pareció entonces que el tiempo se precipitaba. Para que no le pareciera demasiado corto, el doctor no quiso pensar en su laboratorio, en el experimento interrumpido.

Habíase levantado, y aproximándose al diván se arrodilló; después de mirar con temor a la puerta, hundió su cabeza, en los cojines… Cuando volvió a levantarse, su rodilla izquierda crujió como de costumbre. Se plantó ante el espejo; tocó, con su dedo, el hueso temporal hinchado, y dijo en voz alta algo que, de haber sido sorprendido en ese minuto, hubiérasele tomado por loco. Acostumbrado a reducirlo todo a fórmulas, como un buen trabajador, pronunció: "En cuanto estamos solos nos volvemos locos. Sí: nuestro autocontrol sólo actúa cuando se le sostiene con el control que los demás nos imponen." ¡Ay! Bastó este raciocinio para agotar el cuarto de hora que se había fijado…

¿Cómo podría explicar a su madre, la cual está al acecho de una confidencia, la tristeza de ese minuto, la renuncia que se exigió a sí mismo, la huida de esa triste felicidad cotidiana que significaba conversar con María Cross? Todo no está en confesarse, ni siquiera en tener cerca de uno una confidente, aunque fuera la propia madre.

¿Quién de nosotros posee la ciencia de comunicar en pocas palabras nuestro mundo interior? ¿Cómo desprender de ese río que se mueve tal sensación y no tal otra? Nada se puede decir, desde el momento en que no se puede decirlo todo. Por otra parte, ¿qué entendería esa anciana que se encuentra allí de esa música profunda encerrada en su hijo y de sus desgarradoras disonancias? Ese hijo de otra raza, pues pertenece a otro sexo… sólo eso, el sexo, nos separa más que dos planetas entre sí… Frente a su madre, el doctor recuerda su dolor, pero no lo comunica. Cansado de esperar a María Cross, recuerda que recogió su sombrero, y entonces resonaron unos pasos en el vestíbulo, y su vida estuvo como en suspenso. La puerta se abrió, no ante la mujer esperada sino ante Víctor Larousselle.

– Mima demasiado a María, doctor.

Ninguna sospecha en la voz. El doctor había sonreído a ese hombre impecable, sanguíneo, vestido de color, que estallaba de satisfacción y seguridad:

– ¿Qué presa son, para ustedes los médicos, estas neurasténicas, estas enfermas imaginarias, eh? No: es una broma; sabemos su desinterés, pero tengo una gran suerte de que María haya caído en manos de un bicho raro como usted. ¿Sabe por qué no ha llegado todavía? La señora renunció a su coche: es su última chifladura. Dicho sea entre nosotros, creo que está un poco tocada; en una mujer bonita es un encanto más, ¿eh? ¿Qué piensa usted, doctor? ¡ Este bendito Courréges! Me agrada verlo; quédese a comer, María estará contenta; lo adora. ¿No? Al menos aguarde su regreso; sólo con usted puedo hablar de ella.

"Sólo con usted puedo hablar de ella…" De súbito, esta pequeña frase lacerante en ese hombre obeso y triunfante. “Esta pasión -habíase dicho el doctor en el coche que lo llevaba de regreso – escandaliza a la ciudad. Sin embargo, es lo único noble que existe en este imbécil. Descubre, a los cincuenta años, que es capaz de sufrir por culpa de una mujer, cuyo cuerpo, sin embargo, ha conquistado; pero eso no le basta. Su mundo, sus negocios, sus caballerizas: fuera de este universo existe para él y eternamente un principio superior por el cual sufrir… Tal vez no todo es locura en el concepto romántico de las pasiones. ¡ María Cross! ¡ María!: dolor, dolor por no haberla visto: pero, sobre todo, qué señal: ¡ no había pensado ni siquiera en avisarle que no la encontraría! Debo importarle muy poco; renuncia a verme sin siquiera pensarlo dos veces… Para mí el infinito cabe en algunos minutos, minutos que no significan nada para ella…"

Algunas palabras despiertan al doctor: su madre ya no soporta el silencio: también ella ha seguido la pendiente de sus secretas preocupaciones, y sólo piensa en la herida desconocida de su hijo; retorna a aquello que le obsesiona: sus relaciones con su nuera:

– Me humillo ante ella; sólo le contesto: "¡Bien, hija, como usted quiera!" No la contradigo. Desde que Lucie me hizo sentir que la fortuna era de ella… A Dios gracias, ganas bastante dinero. Es verdad que, cuando tú te casaste con ella, tenías un porvenir, pero nada más; ¡ ella, en cambio, es una Boulassier d'Elbeuf! Sé perfectamente que sus fábricas no eran lo que son ahora; de todas maneras, ella podría haber realizado un matrimonio económicamente mejor: “Cuando se tiene, se desea más", me dijo a propósito de Madeleine. En fin, no nos quejemos: si no existieran los sirvientes, andaríamos mejor.

– Lo terrible en la vida, pobre mamá, es hacer convivir en una misma cocina sirvientes que no tienen los mismos patrones.

Puso sus labios en la frente de su madre, dejó la puerta entreabierta para que ella tuviera luz, y repitió maquinalmente: "Lo que hay de terrible en la vida…"

Al día siguiente, la chifladura de María Cross, con respecto a su carruaje, se mantenía todavía, pues Raymond vio en el tranvía a la desconocida sentada en el mismo lugar; sus tranquilos ojos tomaban otra vez posesión del rostro del niño, viajaban alrededor de sus párpados, seguían el límite de sus cabellos oscuros y deteníanse en la luz que iluminaba los dientes. Recordó que no se había afeitado desde antes de ayer; tocó con el dedo su mejilla enjuta, y luego, con vergüenza, escondió sus manos bajo la esclavina. La desconocida bajó los ojos, y en el primer instante él no se dio cuenta de que por falta de ligas de uno de sus calcetines habíase deslizado mostrando su pierna. No se atrevía a subírselo, y cambió de posición. Sin embargo, no sufría: lo que Raymond había odiado en los demás era la risa, aunque fuese disimulada; sorprendía el más mínimo estremecimiento en las comisuras de la boca, y sabía lo que significa un labio inferior mordido… Pero esa mujer lo contemplaba con un rostro extraño, inteligente y animal a la vez, sí: era el rostro de un maravilloso animal, impasible, que no conocía la risa. Ignoraba que su padre, repetidas veces, embromaba a Maria Cross por esa su manera de fijar en el rostro la risa como si fuera una máscara que caía de súbito sin que la mirada hubiera perdido nada de su imperturbable tristeza.

Cuando ella descendió frente a la iglesia de Talence y él sólo vio el cuero un poco hundido del asiento, allí donde ella habíase sentado, Raymond no dudaba que la volvería a ver al día siguiente; no podía responder a esa esperanza con ninguna razón valedera; simplemente tenía fe. Esa tarde, después de cenar, subió a su cuarto dos jarros de agua hirviente, descolgó la jofaina, y al día siguiente despertó más temprano, pues había decidido afeitarse, de aquí en adelante, todos los días.

Los Courréges podían observar durante horas los brotes de un castaño sin comprender nada del misterio de su eclosión; asimismo, tampoco vieron el prodigio en medio de ellos: tal como el primer golpe de pala revela los fragmentos de una estatua perfecta, así la primera mirada de Maria Cross había revelado, en el sucio colegial, un ser nuevo. Bajo la cálida contemplación de una mujer, ese cuerpo descuidado se hizo semejante a los jóvenes troncos rugosos de un bosque antiguo, donde, de súbito, se mueve una diosa entumecida. Los Courréges no vieron el milagro, pues los miembros de una familia demasiado unida ya no se ven los unos a los otros. Desde hacía semanas Raymond era un joven que se preocupaba por su atuendo, devoto de la hidroterapia, seguro de poder gustar y preocupado de seducir. Sin embargo su madre lo seguía considerando un colegial desaseado. Una mujer, sin decir palabra, por el solo poder de su mirada, les transformaba a su hijo, lo moldeaba de nuevo, sin que los Courréges reconociesen en él las huellas de este encantamiento desconocido.

En el tranvía, en el cual no se encendía la luz en la época en que los días comienzan a alargar, Raymond osaba cada vez un gesto nuevo. Cruzaba las piernas, mostraba unos calcetines cuidados y tirantes, zapatos como espejos (había un limpiabotas en la Croix -de-Saint-Genes); ya no tenía motivos para esconder sus puños; usó guantes, un día se los sacó, y la joven no pudo dejar de sonreír ante la vista de esas uñas demasiado arregladas en las cuales una manicura había tenido mucho que trabajar; ¡pero, roídas durante años, hubiese sido mejor para ellas no llamar la atención! Todo eso no era sino el aspecto exterior de una resurrección invisible; la bruma, acumulada en esta alma, disipábase, poco a poco, bajo el influjo de esa profunda contemplación siempre muda, a la cual poco a poco la costumbre hacía familiar. "¡ Quizá no era un monstruo, y como los otros muchachos, poseía el poder de atraer la mirada de una mujer, y algo más que esa mirada!" A pesar de su silencio, el tiempo tejía entre ellos una trama que ni los gestos ni las palabras habrían podido hacer más resistentes. Presentía que se aproximaba la hora en que intercambiarían la primera palabra; pero Raymond no hacía nada por aproximar esa hora. Galeote tímido, le bastaba con no sentir más sus cadenas; por el momento era para él alegría suficiente transformarse de golpe en otra persona. Antes de que la desconocida lo mirara, ¿era realmente sólo un colegial sórdido? Siempre somos moldeados y vueltos a moldear por aquellos que nos aman y por muy poco tenaces que hayan sido, somos su obra, obra que, por lo demás, ellos no reconocen y que nunca es aquella con la cual han soñado. No hay un amor, una amistad que, habiendo atravesado nuestro destino, no haya colaborado en él hasta la eternidad. El Raymond Courréges de esta tarde, en el pequeño bar de la calle Duphot, ese mozo de treinta y cinco años, sería otro hombre si en 19…, estudiando filosofía, no hubiese visto sentada frente a él, en el tranvía de regreso, a Maria Cross.

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