I Un Don Nadie

1

Ss Mauretania, sept. 9, 1921.

Con referencia a muerte sospechosa a bordo he invitado inspector Dew de Scotland Yard a hacerse cargo investigación

Capitán A.H. Rostron.


El inspector Dew. El Jefe de Policía recordaba a Dew. Era el hombre que había capturado al doctor Crippen, en 1910. Estaba seguro de que Dew había abandonado la policía ese mismo año.

Tomó un lápiz y escribió una nota bajo el mensaje:

¿Qué significa esta broma? Usted es el encargado de los cómicos.

Sonriendo para sus adentros se la delegó al comisario.

Ese día el comisario estaba en Waterloo controlando la llegada de Charlie Chaplin. Lo ayudaban unos doscientos agentes formando una barrera con los brazos entrelazados. Chaplin volvía a Londres después de nueve años en los Estados Unidos. Al irse era un comediante más de la troupe de Karno que trabajaba en el music-hall, ahora, uno de los hombres más famosos del mundo. En la estación se habían reunido miles de personas.

Cuando el tren entró resoplando, el comisario y sus hombres se precipitaron al compartimiento reservado a Chaplin. Lo agarraron como a un prisionero y lo llevaron casi en volandas por el andén. Más allá de la barrera en donde se apretujaba la gente, la línea azul se mantenía firme. Chaplin fue introducido en una limusina y muy poca gente pudo verlo.

El comisario abrió paso hacia el hotel Ritz en un coche oficial. Al llegar a Picadilly tuvo la impresión de estar otra vez en el Día del Armisticio. Tomaron el camino lateral que atravesaba St. James hasta la calle Arlington.

Tanto Chaplin como un primo suyo que lo acompañaba estaban pálidos, encerrados en el Lanchester con las puertas trabadas y las ventanillas bien cerradas. Las caras sonrientes se aplastaban contra el vidrio y los coches avanzaban centímetro a centímetro. Aparecieron más policías. Cuando llegaron a la puerta lateral del hotel le ordenaron a Chaplin que bajara, pero él se rehusó a entrar por allí. Volvía a casa triunfante. Muchas veces había soñado con alojarse en el Ritz. La multitud estaba allí para verlo tomar su lugar entre los ricos y los famosos, un don nadie entre los de arriba. Anunció que sólo entraría por la puerta principal.

Los automóviles reptaron hasta Picadilly. Chaplin bajó y saludó desde la acera. La gente avanzó hacia él. El comisario estaba desesperado, pero gracias a un don especial o al entrenamiento, Chaplin logró controlar a su público. Lo escucharon solemnemente. Luego lo aclamaron. Y lo dejaron entrar. Pero no querían dispersarse. Los automóviles habían formado un atasco desde Hyde Park a Picadilly Circus. Chaplin estaba en la suite Real e hizo abrir las ventanas. Tomando los claveles de un florero se los arrojó a la multitud. Pasaron horas antes de que la policía pudiera retirarse.

El comisario volvió tarde a Scotland Yard. Aún tenía que ordenar los papeles de su escritorio, a pesar de que tenía hambre y le dolían los pies. Revisó con rapidez su correspondencia y leyó el telegrama con el comentario del jefe de policía: Usted es el encargado de los cómicos. No le causó nada de gracia.

El nombre de Walter Dew activó rápidamente una serie de imágenes en su memoria. Opinaba que no era un gran detective, a pesar de su reputación. Había sido descuidado con las pruebas. Demasiado blando. Era obvia y grotesca la simpatía que le había inspirado el asesino Crippen. Había tenido suerte al capturarlo y lo sabía. Cuando se rechazó la apelación, Walter Dew se retiró de la policía. En esa época no podía haber tenido más de cuarenta años y el comisario no recordaba haber visto un hombre más feliz al jubilarse. Dew había ido a vivir a Worthing, en la costa; así que era extraño que apareciera en un barco ofreciéndose a ayudar en una investigación.

Pero Dew era un enigma y en el mar la palabra del capitán era ley. Sería interesante ver si el inspector estaba a la altura de su leyenda.

¿Qué podía hacer Scotland Yard fuera de acusar recibo?

El comisario firmó el mensaje y lo arrojó a la bandeja, ya fuera de su mente. Acto seguido bajó a buscar un taxi… Al día siguiente un empleado archivó el telegrama.

2

El hombre que iba a convertirse en el falso inspector Dew se llamaba Baranov. Su vida no había tenido nada de excepcional hasta el 7 de mayo de 1915, cuando sin querer se vio envuelto en uno de los notorios incidentes de la primera guerra mundial.

Las aguas de la costa del sur de Irlanda estaban en completa calma y tenían un color verde puro, casi translúcido. El sol se reflejaba en el enorme casco del transatlántico Lusitania de la línea Cunard, que se dirigía hacia el puerto de Queenstown con casi dos mil pasajeros más la tripulación y una carga secreta de doscientas toneladas de municiones y sesenta y seis toneladas de explosivo de piroxilina. Habían recibido órdenes de desviarse hacia Queenstown al enterarse de la existencia de un submarino alemán en el canal.

A las 14:10 el vigía vio una clara línea blanca que cortaba el agua a estribor. Por la dirección y la velocidad no podía ser otra cosa que el rastro de burbujas de aire comprimido emitido por el motor impulsor de un torpedo que iba a embestir el barco. Gritó hacia el puente.

El capitán William Turner había almorzado allí como de costumbre. Era un veterano de los tiempos de los barcos a vela y no apreciaba la vida social a bordo de un transatlántico moderno. La noche anterior se había esforzado en compartir la cena con los pasajeros de primera clase. Una vez en el salón para fumadores se había visto sometido a una verdadera inquisición. El que llevaba la voz cantante era Baranov, un veterano del music-hall que volvía a Inglaterra con su hijo. Baranov padre tenía la pierna enyesada y un carácter agresivo y había exigido que le dijeran por qué los camareros habían cerrado los ojos de buey, por qué los botes salvavidas estaban fuera de sus soportes y por qué los oficiales impedían que los pasajeros encendieran sus cigarros en cubierta. El capitán Turner había explicado que se trataba de precauciones de rutina en una zona de guerra. De todos modos eso no había logrado tranquilizar a Baranov.

El torpedo alcanzó al Lusitania un poco más allá del puente y una masa de agua, humo y escombros bloqueó la visual del capitán que gritó al contramaestre que cerrara todas las compuertas a prueba de agua que no estuvieran ya aseguradas. Luego controló los instrumentos para saber si había peligro de incendio o inundación en los niveles inferiores. El buque estaba escorado unos quince grados.

Una segunda explosión más fuerte que la primera sacudió al Lusitania. No era otro torpedo, sino la carga secreta de aquél que había estallado en su interior. El capitán Turner dio orden de bajar los botes, pero se sintió horrorizado al notar una suave brisa en su rostro a través del humo y el polvo. Era increíble, pero el barco todavía seguía su rumbo, y mientras estuviera en movimiento era muy peligroso dejar caer los botes al agua.

El tercer ingeniero George Little escuchó la orden del capitán de dar toda marcha atrás para frenar el curso del barco. Se sintió descompuesto de miedo. Su última inspección de las válvulas de la turbina de baja presión le había revelado un defecto. Ya el capitán estaba prevenido de lo que podía suceder. Little no tenía salida; y obedeció la orden. Inmediatamente se produjo una fuerte sacudida, que rompió la cañería principal de vapor. Aturdido y asustado, Little reaccionó volviendo a poner los controles de la sala de máquinas a toda marcha hacia adelante. La explosión había reducido la potencia del vapor, pero el Lusitania seguía avanzando.

En un transatlántico jamás se apura el almuerzo y muchos de los pasajeros de primera clase estaban todavía en el comedor blanco y dorado cuando fueron torpedeados. Walter Baranov se encontraba con su padre en una mesa cerca de la escalera de entrada, y se dirigió rápidamente hacia cubierta para ver qué había pasado. La cubierta de proa ya estaba bajo el agua y era evidente que el barco se hundía. Volvió trabajosamente hasta donde estaba su padre. Baranov padre era acróbata. Durante su gira por los Estados Unidos había resbalado de la cuerda floja fracturándose la pierna. Su hijo era dentista del ejército y había obtenido licencia para acompañar a su padre de regreso a Inglaterra. Las muletas del padre hacían más lento su avance. Fueron los últimos en abandonar el salón.

En cubierta se producían escenas que suscitarían pesadillas a los supervivientes por el resto de sus días. La inclinación del buque había puesto fuera de alcance los botes de estribor, lo que produjo una desesperada avalancha humana para ocupar los botes de babor. Cuando el oficial responsable, el capitán Anderson, logró situar a sus hombres en los puestos correspondientes, los once botes convencionales y los trece plegadizos debajo de ellos ya estaban atestados de pasajeros aterrados, casi ochenta en cada uno. Cada bote estaba equipado con una cadena que lo sujetaba al borde interno de la cubierta, para evitar el peligroso bamboleo contra la superficie del barco. El tercer oficial Albert Bestic pidió ayuda para desenganchar el primer bote y comenzar a bajarlo por el costado del barco. Pesaba casi cinco toneladas vacío; y con la carga humana el doble.

Mientras los voluntarios empezaban a empujar, alguien soltó la cadena. El bote comenzó a bambolearse violentamente hasta hacer impacto sobre los indefensos voluntarios estrellándose contra la gente que estaba sentada en el bote plegadizo. Los restos de los dos botes y un centenar de heridos se deslizaron hacia adelante debido a la inclinación del buque y se estrellaron contra la estructura superior del puente.

En pocos segundos se repitió la misma escena con el siguiente bote. A pesar de que los oficiales pedían a gritos a los pasajeros que bajaran, otros tres botes salvavidas cayeron sobre la cubierta y pasaron a formar parte del sangriento cúmulo de astillas y cuerpos.

Mientras tanto, la camarera Katherine Barton permanecía en la cubierta B controlando que todos los pasajeros de primera clase se enteraran de lo ocurrido con el menor pánico posible. Muchas de las puertas de los camarotes estaban abiertas. El pasajero más rico del barco, Alfred Vanderbilt, había abandonado el número 8 y el productor teatral Carl Frohman el suyo, el número 10, pero alcanzó a oír algunos ruidos en el 12, que pertenecía a la señora Delia Hawkman, una dama de la alta sociedad neoyorquina. La camarera Barton se asomó al interior del camarote y vio a un joven de pie delante del tocador. No se trataba de la señora Hawkman, sino de un robusto joven vestido con traje oscuro que sin perder un instante le arrojó un joyero a la cabeza.

En ese mismo corredor se encontraba el camarero Hamilton, revisando los camarotes de numeración impar sin saber lo que había pasado. De pronto oyó que una puerta se golpeaba y vio a un joven que no conocía avanzando hacia él. Hamilton le recordó que se pusiera un chaleco salvavidas, pero el hombre lo empujó con violencia y desapareció por el corredor. Hamilton continuó con su trabajo pero al llegar al final del pasillo cayó en la cuenta de que la camarera no había seguido controlando los camarotes de numeración par. Retrocedió y encontró cerrada la puerta del número 12. Al abrirla encontró a la joven, tumbada en el suelo, inconsciente, con la nariz y la boca cubiertas de sangre. Tanto Hamilton como Barton sobrevivieron al naufragio.

En la cubierta superior, el oficial Anderson había logrado persuadir a suficientes pasajeros de salir de un bote salvavidas para poder empujarlo sobre la borda del barco. Mientras lo bajaban al nivel de la cubierta inferior, más gente trató de subir a bordo. Los ocupantes comenzaron a rechazarlos con los remos y en plena desesperación alguien del bote gritó a la tripulación que soltaran las amarras. Algo anduvo mal. Los soportes cedieron y éste giró de tal modo que arrojó a toda la gente al mar. Por un momento quedó suspendido de uno de los soportes pero en seguida terminó de romperse. La chalupa de cinco toneladas cayó encima de los pasajeros que estaban en el agua.

Otros tres botes se rajaron al golpear contra los remaches sobresalientes del costado del Lusitania, y al tocar el agua se hundieron.

El oficial Anderson fue uno de los muertos del Lusitania.

Un pasajero neoyorquino, Isaac Lehman, que había alcanzado a llevar consigo un revólver que tenía en su camarote, se acercó a un bote salvavidas que todavía estaba en cubierta, lleno de pasajeros. Había un marinero con un hacha en la mano esperando para cortar las cuerdas cuando el segundo nivel del barco tocara el agua. Lehman insistió en que bajaran el bote enseguida. Sacó el revólver y amenazó con matarlo. El marinero soltó la cadena y el bote cayó sobre otro plegadizo y se deslizó como los demás por la pendiente de la cubierta. Unas treinta personas murieron aplastadas. Lehman sobrevivió.

Muchos de los pasajeros y algunos miembros de la tripulación se negaron a unirse a la lucha por los botes salvavidas. Alfred Vanderbilt y el matrimonio Frohman fueron vistos atando chalecos salvavidas a las cunas de paja en las que varios bebés dormían la siesta después del almuerzo. Vanderbilt, los Frohman y los bebés en sus cunas murieron ahogados.

Unos quince minutos después de la explosión la proa del Lusitania chocó contra el fondo de granito del océano. La popa sobresalió del agua con las hélices todavía dando vueltas. Había cientos de personas aún a bordo. Algunos luchaban sin esperanzas para liberar más botes salvavidas, mientras otros esperaban tranquilos a que la popa se apoyara para arrojarse a las olas y comenzar a nadar. Entre ellos estaban Walter Baranov y su padre inválido. Se mantuvieron a flote hasta que los recogió un bote.

De pronto se oyó la explosión de una caldera, lo que ocasionó la caída de una de las cuatro enormes chimeneas en medio de una nube de vapor y chispas. En unos segundos el buque había desaparecido bajo el agua. El capitán William Turner permaneció aferrado al puente de navegación hasta que las aguas lo barrieron. Fue uno de los supervivientes. Cuando más tarde se presentó ante la comisión investigadora, alguien le entregó una pluma blanca.

La cifra de supervivientes del Lusitania ascendió a setecientos sesenta y cuatro en total. Muchos de ellos habían caído, o saltado al agua, siendo recogidos por la media docena de botes botados con éxito desde la cubierta de estribor. Otros se mantuvieron a flote aferrados a alguno de los restos del naufragio. Un oficial y su madre se mantuvieron a flote sobre el piano del salón principal.

El número de muertos superó los mil doscientos. Muchos días después seguían apareciendo cuerpos en las playas irlandesas. La búsqueda se prolongó por los ofrecimientos de recompensa de la línea Cunard y de los parientes de las víctimas. Se ofreció una libra por cada cuerpo encontrado; dos por cada norteamericano y mil por Alfred Vanderbilt.

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