V El rey en Nueva York

1

En cubierta las hamacas estaban dispuestas en cuatro filas. Los viajeros experimentados se apresuraban a hablar con el encargado lo antes posible para reservar una buena. Una vez hecha la reserva se le colocaba una etiqueta a la silla y ya estaba asegurada por el resto del viaje. La ubicación exacta de la hamaca era muy importante. Nadie, salvo un espartano o alguien en su primer viaje aceptaba un lugar a estribor para la travesía a Nueva York. El lado de babor que (miraba al sur) era mucho más agradable incluso bajo una manta. Y había otras cosas que tomar en cuenta. Si uno quería ser visto o atraer la atención de un camarero era esencial tener un lugar en primera fila. Un pasajero puntilloso querría saber quién se sentaba a su lado. Un romance a bordo bien podía comenzar con una buena propina al encargado de cubierta.

Gracias a la habilidad de Marjorie, los Cordell estaban espléndidamente situados en la primera fila de babor al abrigo de una chimenea que nunca se usaba y que no echaba hollín. El asiento al lado de Barbara tenía una etiqueta que decía P. Westerfield II, pero esa mañana no estaba ocupado.

– ¿Qué le ha pasado a ese muchacho? -le preguntó Marjorie a su hija-. No habréis vuelto a distanciaros, ¿verdad?

– No, mamá. Paul ha ido a buscar al señor Gordon.

– ¿Quién es ése?

– El inglés que encontró su billetera. Jugó a las cartas con nosotros el sábado por la noche. Paul quiere estar seguro de que Jack sabe que la mujer que encontraron es Katherine.

– Ya debería de estar enterado. Creí que todos los del barco lo sabían. ¿Era amiga de él?

– No, sólo estuvieron juntos cuando jugamos a las cartas. En realidad no se llevaron muy bien. Al final de la partida ella estaba un poco molesta.

– Pobre mujer… qué terrible -suspiró Marjorie-, ¿No crees que fue un suicidio?

– Mamá, la estrangularon. Todo el mundo lo comenta.

Marjorie se dio vuelta hacia la silla del otro lado.

– ¿Oíste eso, Livy? Barbara dice que esa mujer fue estrangulada.

– ¿Humm?

– Está en otro mundo -Marjorie se acercó a su hija-. Barbara querida, no creo que sea conveniente que te mezcles en esto.

– No puedo cambiar lo sucedido, mamá. Jugué a las cartas con Katherine la noche que la mataron. Estoy segura de que tendré que contestar algunas preguntas.

– Pues a Livy y a mí no nos gustaría ver tu nombre en los diarios. Si ese inspector te pregunta algo, no te explayes, ¿eh?

– No puedo decirle mucho. De todas maneras Paul y Jack le dirán lo que saben. El asesinato no puede tener nada que ver con la partida de cartas, así que no te preocupes.

– No puedes estar tan segura. Este Jack Gordon… ¿Qué sabes de él en realidad? Podría ser el estrangulador.

– Mamá, no seas ridícula.

– Créeme, Barbara. He tenido tres maridos y sé algunas cosas -se aseguró de que los ojos de Livy estuvieran cerrados-. Pueden ser perfectos caballeros en apariencia, pero déjalos solos con una mujer indefensa y se convierten en monstruos. Por lo menos algunos de ellos -volvió a mirar a Livy-. Los hombres tienen que ser tratados como cualquier otro animal, si no te atacan. No me sorprendería nada que tu amable amigo inglés resultara ser el asesino.

– Creo que el asesino es alguien que nadie se espera.

– ¿Y no has pensado en Paul? -preguntó Livy sin abrir los ojos.

2

El médico del barco levantó la vista de sus notas para mirar a su próximo paciente.

– Inspector. Entre. Creí que era otro paciente. ¿En qué puedo serle útil?

Walter vaciló.

– En realidad querría consultarlo, doctor.

– Por supuesto. Estoy a su disposición. ¿Es acerca de mi examen del cuerpo?

– No. Es por mi pulgar. Me lo he lastimado.

– ¿De veras? A ver… ¿Cómo sucedió?

– Esta mañana después del desayuno fui a revisar el camarote de la mujer asesinada.

– Ah -exclamó el médico-. No me diga más. Quiso ver si la habían arrojado por el ojo de buey, así que trató de abrirlo. Está sufriendo del síndrome del ojo de buey, inspector. Después del mal de mer es la causa más común de las consultas. Tendría que haberle pedido al camarero que hiciera ese trabajo. Es mucho más fácil. Tiene llaves adecuadas para eso. ¿Le duele?

– Un poco.

– ¿Lo puede enderezar?

– Creo que sí.

– Muy bien, no es más que una torcedura. Se lo puedo entablillar, si quiere, pero no le servirá de mucho. ¿Así que piensa que el asesino arrojó el cuerpo por el ojo de buey? Tal vez debería buscar a otro con el dedo lastimado.

– No -exclamó Walter- no es tan simple. Cuando subimos a bordo algunos ojos de buey ya estaban abiertos. Lo noté en seguida.

– Eso es entrenamiento de Scotland Yard -comentó el médico con admiración-. Está muy lejos de mí enseñarle su trabajo, inspector. ¿Encontró algo interesante en el camarote?

– Muy poco. Mucha ropa. Algunos frascos de perfume.

– ¿Ninguna joya?

– No -replicó Walter-, ninguna joya -se alisó el bigote con la mano sana.

– Ése es un punto interesante -musitó el médico-. Si las joyas hubieran sido robadas, ¿no tendría allí un motivo?

– Supongo que sí.

– La razón por la que mencioné las joyas fue porque cuando el capitán me pidió que examinara el cuerpo encontré la marca de un anillo en el tercer dedo de la mano izquierda.

– Pudo haberse salido en el agua.

– El anillo de compromiso -acotó el médico con aire significativo.

– No estaba casada -interrumpió Walter- he visto su pasaporte. Era sin duda la señorita Katherine Masters.

– Le aseguro que no estoy equivocado. Si quiere se lo mostraré.

– No, no, no será necesario -una sonrisa apareció en su rostro-. Podía ser un anillo de compromiso.

– Supongo que es posible -concedió el médico, pero parecía dudarlo-. En mi opinión esa señorita Masters tenía experiencias masculinas, inspector.

– ¿No me diga? ¿Usted la conocía?

El doctor empezaba a sentirse confundido por la línea de pensamientos del inspector.

– No. Hice un examen íntimo para buscar pruebas de violación.

– Ah. Ahora lo entiendo.

– Opino que no la violaron.

– Bien. No necesitamos otro motivo para el crimen.

– Iba a agregar que las evidencias sugieren que era casada.

– O que debería de haberlo sido. No hay que olvidarse de la guerra.

– ¿La guerra?

– Cambió el mundo, doctor. Fue el fin de la inocencia.

– Es cierto.

– No la defiendo.

– Por Dios, no -el doctor no quería discutir-. Inspector, hay algo más sobre lo que debería llamarle la atención.

– ¿Sobre mi herida?

– No, no. Otro asunto. Puede no ser importante, pero creo que debo decírselo. Como ya sabe, pusimos a la señorita Masters en el depósito que sirve de morgue, debajo de los camarotes de la cubierta inferior.

– Sí.

– Ese cuarto está cerrado y las laves se guardan aquí, junto con las de los consultorios y los armarios. Tengo un ordenanza que se ocupa de eso. El domingo estuvimos muy ocupados con las cosas usuales… mareos y pulgares doloridos. Tenía conmigo dos enfermeras y un ordenanza. En algún momento de la tarde llegó un pasajero a la oficina y le dijo al ordenanza que necesitaba la llave del depósito en donde está el cuerpo. Alegó algo sobre la ayuda que le habían pedido para la identificación.

– ¿Le dieron la llave?

– Sí. Esa tarde mi ordenanza era un muchacho joven, Topley. Éste es su primer viaje y está muy ansioso por hacer méritos pero no es muy brillante. Entregó la llave pero no recuerda cómo era el hombre. Descubrí esto porque al final del día la llave no estaba en su lugar habitual. Topley bajó a buscarla y la encontró en la cerradura.

– ¿Así que el pasajero no la trajo de vuelta? Eso suena un poco raro.

El médico le dirigió una mirada inquisitiva.

– El asunto es que fue allí sin autorización. Ni el capitán ni el sargento saben nada. ¿Por qué haría una cosa así un pasajero?

– Le iba a hacer la misma pregunta -comentó Walter.

– Si quiere puede hablar con Topley, pero no creo que le saque mucho.

– Voy a ahorrar saliva. De todas maneras gracias por mencionármelo -miró su pulgar lastimado y trató de moverlo-. Ya está un poco menos inflamado. No creo que necesite entablillarlo.

– ¿No me va a preguntar por las marcas?

Walter se estudió la mano.

– Las marcas en el cuello de la mujer -agregó el médico con un dejo de petulancia-. Yo fui el primero en notarlas.

– Felicitaciones.

– La estrangularon, inspector. Las marcas corresponden a un estrangulamiento típico.

– Sí -asintió Walter-. Muy desagradable. Y bastante tosco. El asesinato no tiene por qué ser tan brutal. Bueno, es casi la hora de almorzar. Gracias por su diagnóstico.

Una vez solo en su oficina el doctor se preguntó cuál sería el secreto del éxito del inspector Dew. Parecía tener el don de obtener información sin preguntar. Su estilo de interrogatorio era tan oblicuo que uno se olvidaba de que era un policía. Claro que se había retirado de Scotland Yard antes de la guerra. O había perdido la práctica o era endiabladamente listo. El doctor no había decidido cuál de las dos era la respuesta correcta.

3

Bajo el sol de la cubierta. Alma se sintió avergonzada por sus arranques nerviosos de la noche anterior. Estaba agotada. Necesitaba relajarse. Había menospreciado la tensión provocada por el asesinato. En el caso de Walter era comprensible porque todavía estaba bajo muchas presiones, pero no había ningún motivo para que ella estuviese así. Tenía que comportarse como cualquier otro pasajero. Así que cuando el camarero mencionó que se había divisado al Berengaria, se reunió con el grupo que se alineaba a lo largo de estribor para ver cómo se cruzaban los dos barcos de la Cunard.

Se alegró mucho de haberlo hecho. Se sintió estimulada por la visión del enorme barco avanzando a todo vapor hacia ellos, con su casco negro convirtiendo el agua azul en espuma, y su blanca cubierta bordeada de figuras saludando. Se cruzaron señales a través del agua y los dos barcos se detuvieron a varios cientos de metros para intercambiar correo por medio de una lancha. Hubo más saludos cuando las turbinas arrancaron de nuevo y las sirenas se unieron a la despedida. Alma miró hasta que sólo pudo ver el vapor de las tres chimeneas del Berengaria a lo lejos. No se había dado cuenta de que Johnny estaba a su lado y no le importó.

– Ya sabrá que ese barco fue botado por el Kaiser -le informó-. Era el Imperator hasta que la Cunard lo adquirió como su nave capitana. Despojos de guerra. Todavía es una nave gloriosa. A mí no me molesta. Me parece que navegar bajo diferentes banderas es una cuestión personal, ¿no cree, señora Baranov?

Si Alma se ruborizó, no se notó por el fuerte viento. Sonrió de manera neutral.

– Es sólo mi manera de traer a colación el asunto del baile de máscaras de mañana -explicó Johnny-. Supongo que irá.

– No lo he pensado.

– Tampoco yo, hasta esta mañana. Algunas de estas personas traen los trajes ya hechos, cosas profesionales, pero a mí eso no me gusta. Creo que debe ser algo espontáneo, ¿y usted?

– Sí, yo tampoco tengo un disfraz.

– Perfecto. Y le puedo asegurar que si hubiera traído sus mejores enaguas y una peluca y una canasta de naranjas, por lo menos habría otras dos Nell Gwynnes para arruinarle la noche.

Alma rió.

– ¿Qué se va a poner?

– Ése es el problema. Todavía no lo he decidido. Estoy tratando de inventar algo verdaderamente original. Tuve una idea un poco rara. ¿Cómo me vería como el doctor Crippen?

Alma trató de sonreír.

– No estaría mal, ¿no?

– No creo que todo el mundo lo apreciara.

– Tal vez tenga razón. De todas maneras soy demasiado alto. Era un hombre bajito, ¿sabe? Difícil. La gente creería que soy un político. A decir verdad tengo una idea mejor, pero voy a necesitar ayuda. Perdone la pregunta, pero ¿sabe manejar la aguja y el hilo?

– Depende de lo que pretenda.

– Nada muy elaborado. Unos pliegues aquí y allá -Johnny sonrió para sus adentros-. Por Jehová, éste será un ganador. Ahora tenemos que pensar en algo para usted.

4

Después del almuerzo Jack Gordon fue a buscar al inspector Dew. Lo encontró sentado en un sillón entre el piano y una palmera en el salón principal. Parecía dormido, Jack lo llamó y no obtuvo respuesta. Volvió a llamarlo y tocó la mano del inspector.

Walter abrió los ojos.

– ¿Inspector Dew? -preguntó Jack por tercera vez-, siento molestarlo.

– ¿Qué sucede?

– Me llamo Jack Gordon. ¿Le parece bien que hablemos del asunto que está investigando?

– ¿Eso? Ah, sí. Busque una silla.

Jack agarró una del otro lado de la palmera y se sentó enfrente de Walter.

– Allí no -pidió Walter-, Un poco más a la derecha. Quiero tener libre la vista del salón -guiñó un ojo-. Observación.

Jack miró sobre su hombro siguiendo la vista del inspector, pero todo lo que pudo ver fue a dos clérigos jugando a las damas.

– ¿Qué quería decirme, señor Collins?

– Gordon. Pensé en hablar con usted antes de que viniera a buscarme. Estuve con la señorita Masters la noche en que la mataron. Jugué a las cartas con ella en el salón de fumar. Fui su compañero de whist. Supuse que querría una declaración mía.

– Es muy meritorio de su parte hacerlo voluntariamente, señor Collins.

– En realidad me llamo Gordon, inspector.

– Ya lo oí la primera vez, señor Collins. No se ofenda, pero tengo la costumbre de llamar a los testigos por su apellido. Cuénteme esa partida de whist. ¿Quiénes eran sus contrincantes?

– Una pareja norteamericana joven. El se llama Westerfield, creo.

Walter sacó una libretita y un lápiz.

– Será mejor que lo anote. Soy un desastre con los nombres y en general dejo esa parte a la enfermera.

Jack lanzó una risita inquieta.

– Claro.

– ¿Y el nombre de la compañera del señor Westerfield?

– Eso es más difícil. Se llama Barbara, pero no pesqué el apellido.

– No tiene importancia, señor Collins. Ya me arreglaré para conseguirlo. En este momento me preocupa más la señorita Masters. ¿Eran amigos?

– No. Nunca nos habíamos visto antes del sábado a la noche. La partida se celebró después de la cena. Estaba sentado aquí con el señor Westerfield y mientras hablábamos apareció la señorita Masters a preguntar si queríamos colaborar en el espectáculo del barco. Ninguno de los dos estaba muy entusiasmado, pero en cambio decidimos jugar unas manos de whist. Le gustó la idea. Paul, el señor Westerfield, fue a buscar a Barbara para que fuera su compañera.

– ¿Fue una partida agradable?

– En general, sí -Jack juntó y separó los brazos-. Bueno, alguien se lo va a contar, así que será mejor que se lo diga yo. Al final hubo una especie de malentendido. Paul y Barbara ganaron la mano decisiva y la señorita Masters y yo no nos entendimos muy bien después de las primeras manos. Ella criticó mi juego, me hizo enojar. Al final sacó un billete para pagar a los otros. No sé si está enterado de lo que sucede entre los jugadores de cartas en un barco, inspector, pero nadie pone dinero encima de la mesa en un salón público. Fui muy cortante con ella. Le dije en pocas palabras que eso no se hacía y me fui. Creo que estaba a punto de echarse a llorar y eso es algo que no aguanto -se encogió de hombros-. Estoy seguro de que se dará cuenta de lo mal que me siento ahora.

– Yo no me lo tomaría tan a pecho -le aconsejó Walter-. El caso es que no creo que se haya suicidado. Le puedo decir, confidencialmente, que fue estrangulada.

– Ya oí algo de eso -musitó Jack. Se inclinó hacia adelante. De pronto tenía los labios pálidos y los ojos fijos en Walter con extraordinaria intensidad-. Tiene que encontrar al demonio que lo hizo, inspector. Se merece la horca.

Walter asintió y se pasó con suavidad el dedo por el cuello.

– ¿Lo atrapará? -preguntó Jack.

– Dios mediante.

– No sé cómo podrá explicarse un crimen sádico, como éste.

Walter permaneció inmóvil como una esfinge.

– No hay razón -continuó Jack-. No tiene sentido. Para mí se trata de un maníaco.

– ¿Quién podrá ser? -preguntó Walter con interés.

Jack parpadeó.

– No tengo idea. Lo único que deseo es que lo atrapen.

– Usted estaba sentado frente a la señorita Masters durante la partida y debió de ver sus manos.

– ¿Qué quiere decir? Yo no hago trampas.

– No las cartas, señor Collins. Me refiero a sus manos. Manos. ¿No recuerda si tenía un anillo en el tercer dedo de la mano izquierda?

Jack sacudió la cabeza.

– No era casada. Estoy seguro de que era soltera.

– Podría haber estado comprometida.

– No usaba ningún anillo.

Walter hizo una anotación en su cuaderno. Levantó la vista.

– ¿Algo más, señor Collins?

– Sí. ¿Puede prestarme su cuaderno y el lápiz?

Walter parpadeó sorprendido, pero le alcanzó las dos cosas.

Jack escribió su nombre.

– Para que quede registrado, inspector. No dude en llamarme si necesita ayuda.

– Gracias. Muchísimas gracias.

Esperó a que Jack abandonara el salón y se levantó para pedirle a un camarero que le señalara a Paul Westerfield.

Paul estaba en cubierta. Estaba jugando la primera vuelta del torneo de badmington, que consistía en arrojar un aro de goma sobre una red. La cancha estaba marcada con tiza. El contrincante de Paul era un inglés maduro que compensaba su falta de agilidad dando efecto al aro para que este se balanceara en el aire con la intención de distraer al oponente. Era también posible que la presencia de Walter con su sombrero hongo contribuyera a la falta de concentración de Paul. Perdió contundentemente el punto decisivo. Estrechó la mano del ganador y una joven le alcanzó su chaqueta.

Walter se dirigió a él.

– Señor Westerfield, si no está demasiado exhausto…

– No, señor -replicó Paul-, Fue más un partido táctico que de resistencia. Veo que conoce mi nombre. Esta es la señorita Barbara Cordell; supongo que ella también estará en su lista.

– Ah, sí -asintió Walter.

– ¿Quiere hablar con nosotros dos al mismo tiempo?

– ¿Al mismo tiempo? No lo había pensado.

– No hay secretos entre nosotros.

– Creo que el inspector quiere hablarte a solas, Paul -musitó Barbara.

– No -respondió Walter-. Así ahorraremos tiempo.

– Perfecto. ¿Vamos al café Verandah? Tengo bastante sed.

Eligieron una mesa al lado del enrejado. Como el frente del café estaba abierto al aire libre, Walter le preguntó a Barbara si no le iba a molestar la corriente de aire.

– Mientras hay sol es agradable -le contestó- y si tengo frío puedo ponerme el cardigan. ¿No va a sacarse el sombrero, inspector?

Walter miró a su alrededor.

– No lograba decidir si estábamos afuera o adentro -explicó mientras apoyaba el sombrero en la silla a su lado.

– ¿Le molesta? -preguntó Paul.

– Oh, no. Sólo que me gusta hacer siempre lo que corresponde -contestó Walter con aire confidencial-. Tal vez esté un poco pasado de moda. Han pasado unos cuantos años desde la última vez que crucé el Atlántico.

– Hemos oído hablar de eso -asintió Paul-. Bueno, ¿quién no? Ya ha pasado a formar parte de la historia marítima.

Walter se echó atrás en su silla y poniéndose a la defensiva:

– Ah, sí, ¿y cómo sabían quién era?

Paul miró a Barbara; eso no podía ser otra cosa que el famoso sentido del humor inglés.

– Supongo que ahora está citando al doctor Crippen.

– Ah -sonrió Walter con más entusiasmo.

– Recuerdo haber visto una foto suya y del doctor Crippen bajando de la pasarela cuando volvieron a Inglaterra; usted llevaba puesto el sombrero. Lo que no recuerdo es qué barco era.

– El mismo -replicó Walter.

– ¿El Mauretania?

– El sombrero -corrigió Walter levantándolo-. El mismo sombrero. Bien, si puedo molestarlo con algunos recuerdos más recientes, ¿qué puede decirme de la dama a la que asesinaron el sábado por la noche?

– ¿Katherine? No mucho, inspector. La conocimos anoche y nos preguntó si queríamos jugar al whist.

Barbara interrumpió.

– A mí no me preguntó nada. Paul, recuerda que tú me invitaste después de que acordarais la partida.

– Es verdad -reconoció Paul-, ¿es importante? Bien, si quiere que le cuente todo, le diré que estaba tomando café y una copa en el salón con un inglés, Jack Gordon. Katherine… la señorita Masters… se acercó y nos preguntó si queríamos actuar en el espectáculo. Estaba reclutando gente en nombre del señor Martinelli, que es el encargado de los espectáculos, pero no habla bien inglés. Quería gente para participar en un sketch. Jack hizo un comentario gracioso diciendo que lo único que sabía era jugar al whist. Katherine le tomó la palabra y así fue como arreglamos la partida.

– Yo todavía estaba en el salón comedor con mis padres -acotó Barbara-, Y Paul vino a invitarme a jugar.

– Nos conocemos desde la época del colegio -agregó Paul.

– Y estuvimos juntos en los mismos hoteles en París y en Londres -agregó Barbara.

Walter sacó su cuaderno.

– Será mejor que anote esto. ¿Qué quieren tomar? Me parece que se acerca el camarero.

– Así es -dijo Paul-. ¿Qué es lo suyo, inspector?

Walter frunció el ceño sin entender.

– Qué va a tomar.

– Ah. Té, por favor.

– ¿Con leche y azúcar?

– Sin azúcar. Produce caries. Ahora bien, señorita Cordell, ¿Cómo se escribe su nombre?

– B-a-r… -empezó Barbara.

– No, su apellido, querida -interrumpió Walter-. Cordell.

– En realidad ése no es mi apellido -corrigió Barbara- el mío es Barlinski.

Walter no parecía dispuesto a creerle.

– Livingston Cordell es mi padrastro -explicó Barbara-. Es el tercer marido de mi madre. Se divorció de mi padre cuando yo tenía siete años. Es demasiado largo de explicar, por eso cuando me llaman Cordell no acostumbro a corregirlos. ¿Quiere que le deletree Barlinski?

Walter empujó el cuaderno y el lápiz a través de la mesa.

– Será mejor que lo escriba.

– ¿Escribo también el de Paul?

Walter tenía el aspecto de un hombre al que han engañado demasiadas veces. Asintió. Cuando Barbara la devolvió el cuaderno lo estudió con detenimiento.

– ¿Quería saber algo de la partida de cartas? -preguntó Paul.

– En realidad, no. Ya me lo contó el señor, humm… -Walter miró su libreta-. Gordon. Cuénteme algo de él.

– Es un buen tipo -comento Barbara-. Encontró la billetera de Paul y se la entregó al comisario de a bordo.

– Mi billetera -explicó Paul-. La perdí un rato después de subir a bordo. Contenía mucho dinero… más de uno de los grandes.

– Uno de mil -corrigió Barbara.

– Dólares -agregó Paul.

Walter estaba tachando palabras en su cuaderno.

– El dinero no me falta -continuó Paul-, pero perder esa billetera era un verdadero fastidio.

– Tuvo que pedirle dinero prestado a Livy.

– ¿Livy?

– Livingstone -completó Paul-. Su padre.

– Padrastro -corrigió Barbara.

– ¿Es esto importante? -preguntó Paul-. No creo que el inspector esté interesado en la historia de mi billetera, ¿no? El asunto es que Jack Gordon la encontró y la entregó. Salvó la situación, eso es todo.

– ¿Él? -exclamó Barbara ofendida-. Espera un poco. ¿Qué te parece si le atribuyes algún mérito a Livy? Te ayudó bastante. Sin sus sugerencias, ¿dónde estaría Poppy ahora?

– ¿Poppy? -preguntó Walter desorientado.

– Una amiga nuestra -aclaró Paul.

– ¿Nuestra? -preguntó Barbara con sarcasmo-. Tenía pelo rubio y una figura provocativa y un vestido que no estaba hecho para ocultarla -la describió Barbara-, Vino a Southampton a despedir a Paul. Por alguna misteriosa circunstancia no bajó del barco cuando sonó la campana. La llevaron a Francia. Con toda esta excitación Paul perdió la billetera y Livy le prestó lo suficiente para que Poppy volviera a Inglaterra.

– Puede olvidarse de Poppy -le comentó Paul a Walter-. No tiene nada que ver con su investigación. Me ha preguntado por Jack. Es un tipo normal. Se molestó un poco cuando Katherine sacó a relucir un billete al final del juego, pero no se le puede culpar, porque ella le había dicho algunas cosas feas sobre su manera de jugar y él se las había dejado pasar con dignidad.

– Las cartas parecen sacar a flote lo peor de la gente -observó Walter.

– Como individuos los dos eran agradables -reflexionó Barbara-. Yo charlé un rato largo con Katherine después de que Jack dejara la mesa y mientras Paul iba a buscar café. Ella no sentía ningún resentimiento por Jack. Estaba molesta consigo misma por haberlo hecho enojar. Nos pusimos de acuerdo para persuadir a los dos hombres a jugar otra partida la noche siguiente.

– Eso no me lo dijiste -comentó Paul.

– ¿Por qué tenía que hacerlo? Era algo que había acordado con Katherine. Te conté que ella se había ofrecido a enseñarme a jugar al bridge.

– ¿Qué otra cosa tramasteis? -preguntó Paul.

– Estuvimos de acuerdo en algunas opiniones sobre los hombres en general.

– ¿Y después de eso? -preguntó Walter con rapidez.

– Paul volvió con el café y poco después Katherine nos dejó para ir a su camarote. Habrá sido alrededor de medianoche.

– Nosotros fuimos a bailar un par de piezas y después cada uno se marchó a su camarote -completó Paul-. Nos enteramos del cadáver hallado en el agua el domingo a mediodía, un rato antes del almuerzo.

– Todavía no lo entiendo -exclamó Barbara-. No era más que una mujer sola que no conocía a nadie en el barco.

– Sí -acotó Walter-, también a mí me desconcierta.

– Lo que dijiste no es muy correcto, Barbara. Tiene que haber conocido a otra gente para entrar en el comité de espectáculos. Y no nos olvidemos de que andaba buscando voluntarios.

– No es suficiente para que la asesinen -dijo Barbara.

– Tiene que haber asustado a alguien. ¿Recuerdas lo que dijo cuando volvió de ponerse perfume?

– Ah, sí -recordó Barbara-, lo había olvidado -se volvió hacía Walter-. A mitad de la partida hicimos una pausa para tomar una copa. Katherine volvió a su camarote para refrescarse. Nos dijo que al volver había visto un hombre en el corredor, que la había contemplado como si ella hubiera sido un fantasma y luego había vuelto a entrar al camarote. Estaba tan sorprendida por lo ocurrido que volvió a su cuarto y contempló ante el espejo qué había de raro en su cara.

– Jack sugirió que habría sido algún tipo aterrado ante la perspectiva de que le pidieran que apareciera en el espectáculo -comentó jocosamente Paul-. Si no, ¿por qué se comportaría de una manera tan sospechosa?

– La verdad es que no lo sé -replicó Walter, nervioso.

5

Después de comer, Alma fue a su camarote a coser. Estaba contenta de tener algo en qué ocuparse. Johnny le había conseguido aguja, hilo y hasta un dedal. Era sorprendente ver cuántos materiales de «utilería» podían encontrarse cuando los pasajeros se proponían crear un disfraz. En una sola vuelta por cubierta durante la tarde, había visto surgir pelucas y barbas de trozos sueltos de cuerda, sombreros hechos con servilletas y togas creadas con las colchas de la compañía. Con menos imaginación, Alma había decidido ir disfrazada de enfermera. Tenía la esperanza de que eso le permitiera participar sin llamar demasiado la atención.

Oyó que llamaban a la puerta. Se levantó, pensando que sería Johnny una vez más. Estaba segura de haberle dicho que le entregaría sus cosas por la mañana. Además no era correcto recibir a un hombre de noche, aunque éste tuviera un pretexto válido.

Entreabrió la puerta y vio a Walter. El no pronunció palabra, pero se veía que esperaba que lo dejara entrar. Alma dudó, tratando de reprimir su incomodidad.

Walter parecía más cansado que amenazador. Se hizo a un lado y lo dejó pasar. No se abrazaron.

Walter se dirigió a un sillón.

– Allí no -había una aguja enhebrada clavada en uno de los brazos.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.

– Un disfraz. Trato de comportarme como cualquier pasajero.

– Muy bien.

– Es más fácil. Nadie me vigila. Lo que me preocupa es cómo te las estás arreglando tú. Será agotador tratar de convencerlos de que eres un detective.

– Estoy un poco cansado. Pero ya me aceptan como Dew.

– ¿Cómo sabes lo que debes preguntar?

– Es gracioso, pero no he hecho muchas preguntas. La gente me habla y trato de responder con lógica. Anoto sus nombres en una libreta lo mejor que puedo. Por ahora todos me tratan con respeto, pero me pregunto cuánto podrá durar esta farsa.

– Se supone que llegaremos a Nueva York el miércoles por la mañana -corrigió Alma-. Sólo tres noches más.

– Las noches no me importan. Tengo la impresión de que la gente espera que llegue a alguna conclusión muy pronto. Le prometí al capitán que hablaría con él esta noche.

– ¿Hay algo que puedas decirle?

– Casi nada. Una débil sospecha de algo… pero no del asesinato, por desgracia.

– ¿De qué se trata, Walter?

– Hablé con la gente que jugó al whist con la víctima la noche en que la mataron. Un inglés de mucha labia, de pelo claro peinado extrañamente y una pareja de norteamericanos jóvenes al parecer muy ricos. Mientras los escuchaba me descubrí pensando en mis días de music-hall. Te conté lo que solía hacer, ¿no?

– Leer los pensamientos. ¡Walter, qué maravilla! ¡Leíste sus pensamientos!

Walter sacudió la cabeza.

– No, nada tan espectacular como eso. Me refiero a que recordé la forma en que obteníamos nuestros voluntarios entre el público.

– Sí, me acuerdo. Los llamaste plantas.

– Sí. No es más que una intuición, pero no puedo dejar de pensar en que ese tal Gordon… el inglés presuntuoso… se cruzó expresamente con los norteamericanos…

– ¿Para timarlos?

– Supongo. Westerfield, el norteamericano, perdió su billetera y Gordon la encontró y se la entregó al comisario de a bordo. Por supuesto que Westerfield fue a agradecérselo y entre ellos se creó un lazo de mutua confianza. Mientras tomaban una copa apareció Katherine Masters, en teoría a reclutar voluntarios para el espectáculo. Y en lugar de eso se organizó una partida de cartas. A primera vista suena como un arreglo espontáneo.

– ¿Pero tú sospechas que ella estaba en combinación con Gordon?

– Se me ha cruzado esa idea por la cabeza. Sería un truco muy limpio. Gordon no me dijo nada de la billetera.

– ¿Es significativo?

– Lo es si la billetera fue sacada del bolsillo de Westerfield y puesta en algún lado para que Gordon la encontrara.

– ¿Quién podría haber hecho eso?

– Una tal Poppy, que subió a bordo con Westerfield.

– Me parece un fraude demasiado elaborado, Walter. ¿Ganaron mucho?

– Perdieron.

Alma sacudió la cabeza con compasión.

– Tu teoría trastabilla allí, ¿no?

– No. Como tú dices, es demasiado elaborado. Si hay algo, no creo que apuntaran a una sola noche de juego. Hubieran seguido subiendo las apuestas durante la semana y en la última noche se produciría la carnicería.

– Así que puede ser que hayan perdido de forma deliberada.

– Sí. En realidad parece que jugaron bastante bien durante unas manos y luego todo se vino abajo. Ella criticó su juego y él la hizo llorar al final de la velada.

– ¿Crees que todo estuvo planeado?

– No lo sé. De todas maneras convenció a los norteamericanos.

– ¿Pero cuál era el objeto?

– Convencerlos de que Gordon y la señorita Masters no se conocían, no se llevaban muy bien en el juego y se les podía ganar con facilidad. La chica norteamericana se quedó consolando a la señorita Masters y prometiendo jugar al bridge la noche siguiente.

– Empieza a sonar como algo verosímil -comentó Alma-. Eres un detective en serio.

La cara de Walter se iluminó.

– ¿Lo dices de veras?

– Pero eso no explica por qué asesinaron a la señorita Masters.

– No.

– Y ahora que está muerta será muy difícil probarlo.

Walter asintió, cabizbajo.

– A menos… -acotó Alma.

– ¿Qué?

– Que puedas descubrir si realmente estaba en el comité encargado de los espectáculos.

6

Giovanni Martinelli estaba en la peluquería haciéndose arreglar las manos y sosteniendo una animada conversación en italiano con el peluquero. Callaron de golpe al ver entrar a Walter.

– ¿Signor Martinelli? -preguntó Walter.

El gran tenor alzó las cejas.

– Disculpe que lo interrumpa. Soy Dew, inspector Dew, y estoy a cargo de la investigación de la muerte de la pobre señorita Masters. Hay un punto que creo me podrá aclarar. Me han informado que en la noche de su muerte se vio a la señorita Masters acercarse a algunos pasajeros para pedirles de parte suya si deseaban participar en el espectáculo del barco. Lo único que quiero es confirmar si eso es verdad y ella era un miembro acreditado de su comité.

Martinelli no respondió nada. Permaneció mirando a Walter.

– No hago más que comprobar las declaraciones de otros testigos. No es más que una formalidad -Walter sacó su cuaderno y lápiz para sonar más convincente.

La cara de Martinelli se suavizó en una amplia sonrisa.

– Sí.

Tomó el cuaderno y el lápiz de Walter, escribió algo y se lo devolvió.

Había escrito «G. Martinelli. Mauretania. 1921».

7

La aparente irritación entre Paul y Barbara durante la conversación con Walter continuó por la noche. Después de la cena se organizó el baile en el salón comedor y Paul se unió a los Cordell en su mesa. Se sentó enfrente de Barbara y tuvo la ocasión de acercarse más cuando Livy y Marjorie se levantaron para bailar un tango, pero no lo hizo. Pudo haberle hablado también, pero dedicó toda su atención a los bailarines. Barbara se empezó a preguntar por qué se había sentado en la mesa con ellos. Cuando el tango terminó, Marjorie volvió a la mesa.

– ¿No vais a bailar esta noche? No debéis permitir que la vieja generación os enseñe.

– Paul jugó hoy un partido de badmington agotador, mamá.

Paul ignoró la agresión y se dirigió a Marjorie.

– Cuando usted y Livy salen a la pista todos parecemos de madera.

– Adulador -agradeció Marjorie con un estremecimiento de placer que hizo brillar sus lentejuelas-. En ese caso Livy y yo nos vamos a sentar durante la próxima pieza para daros la oportunidad de luciros.

Era un vals. Dieron vueltas por la pista con aire solemne a los sones de I’m Forever Blowing Bubbles. Paul era un bailarín discreto, casi siempre capaz de distraer a su compañera de algún movimiento imperfecto con su agradable charla. Pero esa noche no quería o no podía divertir a Barbara.

– Lo siento -musitó ella al terminar.

– ¿Por qué?

– Porque mi madre te obligó a hacer esto.

– No fue así. Yo mismo te invité, ¿no?

Barbara asintió. Un redoble de tambores anunció el final de la pieza.

– Forman una hermosa pareja -comentó Marjorie cuando volvieron a la mesa.

Se quedaron sentados durante los dos valses siguientes y luego bailaron uno antiguo y demasiado intrincado para poder hablar.

– Me parece que me voy a acostar temprano -exclamó Paul cuando terminó-. No soy una compañía muy interesante.

– No es muy fácil con mis padres en la mesa.

– No los critico. Son simpáticos.

– Podríamos ir a dar un paseo por la cubierta.

– Hace demasiado frío. Se está levantando viento.

– Qué lástima -se lamentó Barbara-. Pero no me gustaría que te resfriaras por culpa mía -apenas pronunció esas palabras deseó no haberlas dicho nunca. No tenía la intención de darles ese tono de rechazo sino que expresaban su genuina frustración ante la incomodidad que se había instalado entre ellos-. Disculpa. Por favor, no vayas a acostarte.

Los ojos de Paul registraron su asombro.

– Barbara, olvidémonos de todo lo ocurrido hoy, ¿quieres? Tal vez mañana estemos en un mejor estado de ánimo. Buenas noches.

Barbara volvió sola a la mesa y explicó la ausencia de Paul arguyendo que no se sentía bien. Su madre le dirigió una mirada dura y comentó que algunos jóvenes eran más vulnerables de lo que creían las mujeres. Livy fue a buscar bebidas y volvió con la información de que Paul estaba en el salón de fumar.

– Creo que necesitaba un par de whiskis para asentar sus pensamientos -le comentó a Barbara-, Vamos, todavía no has bailado conmigo.

Barbara agradeció la consideración de Livy. Muchas veces limaba la aspereza de los comentarios de Marjorie y en ese momento la estaba ayudando a sobreponerse a la sensación de haber sido abandonada por Paul.

– No te preocupes -la consoló Livy-, le gustas. Lo he estado observando. Todavía tiene que aprender unas cuantas cosas de las damas, pero está tratando. Dale tiempo.

Barbara le dio un beso cariñoso en la mejilla.

– Eres muy bueno conmigo.

Decidió sentarse durante un par de piezas más y luego irse a la cama. Livy sacó a Marjorie a la pista para bailar un fox-trot. Barbara los contempló, preguntándose si Marjorie realmente apreciaba lo que tenía.

– ¿Sola? -preguntó una voz a sus espaldas.

Miró por encima de su hombro y vio a Jack Gordon inclinado hacia ella. Su pelo rubio y camisa blanca dominaban la luz de la pista.

– No del todo. Mis padres están bailando.

– Pero usted no. ¿Me haría el placer de acompañarme?

En cualquier otro momento hubiera declinado el ofrecimiento con amabilidad, pero en ese momento no dudó. Se puso de pie y avanzó hacia la pista del brazo de Jack. En seguida sintió una rara seguridad por su manera de bailar. La guió sin esfuerzo y con un sentido del ritmo que hacía resaltar sus propios movimientos.

– No sabía que le gustaba bailar -comentó ella.

– Sería tonto si no aprovechara la oportunidad de rodear con mi brazo a una chica tan bonita.

Barbara consideró este comentario como el más rápido que había oído de boca de un hombre y las señas de peligro zumbaron en su cabeza, pero de todas maneras estaba contenta de que él lo hubiera dicho.

– Nunca lo vi antes en la pista.

– Nunca la vi sola.

Barbara trató de desviar la conversación hacia algún tema menos personal. A pesar de las pocas palabras cruzadas hasta el momento entre ambos estaba segura de que la situación terminaría siendo molesta.

– Creo que para mañana anuncian mal tiempo.

– Mañana no me importa demasiado.

– Le importaría si estuviera tan nerviosa como yo ante la perspectiva.

– No se rinda, Barbara. Conozco un remedio muy bueno para los mareos.

– Sí, mamá tiene algunas píldoras en su cuarto.

– No me refiero a píldoras. Lo que yo digo es mucho más agradable. Una copa de coñac cada dos horas. ¿No querría una ahora para prever un brusco cambio de clima?

Ella quedó atónita ante la rapidez de su táctica.

– Estamos bailando.

– Podemos esperar a que termine la pieza.

– Le agradezco que me ofrezca una copa, pero prefiero no beber.

– ¿Por qué?

– Hay alguien en el bar y prefiero que no me vea. No sé exactamente dónde está, pero me han dicho que estaba bebiendo.

– ¿Alguien que conozco?

– Prefiero no decírselo.

– Iré a buscar el coñac y se lo traeré aquí.

– Estoy sentada con mis padres.

– ¿No puede sentarse en otro lado?

Su insistencia empezaba a molestarla. Lo que había comenzado como algo agradable, que le había levantado el ánimo justo a tiempo, estaba perdiendo el encanto con rapidez.

– Jack, no quiero coñac, de veras. ¿No podemos simplemente disfrutar del baile?

– Olvídese del coñac, entonces. Disfrute del baile. Cuando termine nos escaparemos hacia algún lugar más tranquilo.

– No. Quiero quedarme aquí.

– ¿De qué tiene miedo? No voy a lastimarla.

La música se detuvo. Barbara musitó un apresurado «Buenas noches» y fue al encuentro de Livy y su madre que salían de la pista.

– ¿Quién era ése? -preguntó Marjorie-. Tiene aire de conquistador.

– Ayudadme a escapar de él -murmuró Barbara, pero Jack ya se alejaba.

Después del último vals los tres volvieron a sus camarotes en la cubierta D. El de Barbara estaba a tres puertas del de sus padres. Ella les deseó buenas noches y siguió su camino. Sacó la llave de su cartera y la colocó en la cerradura. Mientras abría la puerta tuvo la sensación de que había alguien de pie detrás de ella. Estaba tan cerca que podía sentir su respiración en el cuello. Pensó que podía ser Paul que deseaba disculparse por su conducta anterior. Se dio la vuelta.

Jack estaba a treinta centímetros y le habló en voz baja.

– Usted me obligó. No tendría por qué haber sido así.

Barbara intentó inútilmente reunir fuerzas en su interior al ver que él comenzaba a avanzar hacia ella.

8

– ¿Tahúres? -preguntó el capitán Rostron.

– Esa es una teoría en la que estoy trabajando -replicó Walter a la defensiva.

Estaban en el camarote del capitán y su camarero personal había traído un botellón de whisky, un sifón y dos vasos de cristal. Walter estaba fumando un cigarro.

– No quiero decir que esté equivocado, inspector, pero estamos muy atentos a ese tipo de cosas. Tengo que admitir que antes de la guerra ese tema se nos estaba escapando un poco de las manos, pero hemos apretado las clavijas…, hablo de la Cunard…, y me alegra decirle que ya no queda mucho de eso. Por supuesto que no se puede impedir que la gente juegue a las cartas, por lo que es difícil diferenciarlos, pero para eso se le paga al sargento y a sus ayudantes. El señor Saxon no será Sherlock Holmes frente a un caso de asesinato, pero le puedo asegurar que reconoce rápidamente a los tahúres.

– No lo dudo.

– Mi comisario de a bordo tiene una memoria excelente para las caras y siempre me avisa cuando aparecen en el barco jugadores profesionales. Casi todos son bastante conocidos. Se pasan la vida cruzando el océano… como yo.

– ¿Así que usted cree improbable que el señor Gordon y la señorita Masters estuvieran metidos en eso?

– No diré que es imposible, pero estoy seguro de que no han viajado antes en el Mauritania. Claro que hay docenas de barcos que cruzan el océano. Puedo pedirle al señor Saxon que investigue un poco.

– No todavía, por favor -pidió Walter-. Prefiero trabajar solo.

– Los más habilidosos rara vez aparecen en el salón de fumar. Las partidas importantes se juegan a puerta cerrada en los camarotes. Las «palomas», como llaman a sus víctimas, empiezan ganando mucho dinero, pero por supuesto que luego los tahúres lo recobran todo y con creces en una última partida que se juega en general después de haber atracado, en el tren o en algún hotel de Nueva York. Podemos tener sospechas, pero para ese entonces ya están fuera de nuestro alcance. Esos parásitos tienen muchos recursos, inspector.

Walter asintió y lanzó un perfecto aro de humo. El capitán Rostron se preguntó si el inspector le estaría ocultando algo. La verdad es que no hablaba mucho.

– Si fueran tahúres -se aventuró el capitán- ¿por qué asesinarían a uno de ellos?

Walter chupó el cigarro, exhaló el humo y exclamó con tono lapidario.

– Exacto.

– Supongo que es posible que una de sus víctimas anteriores la reconociera y decidiera vengarse -continuó el capitán- pero el asesinato es una manifestación extrema de la venganza.

– Extrema -asintió Walter.

– Para recurrir a eso un hombre tiene que estar muy desesperado o ser un canalla.

– Una cosa u otra.

– Sí.

– De acuerdo.

Se hizo un silencio. Hacía mucho tiempo que el capitán no se encontraba con alguien tan poco comunicativo como el inspector Dew. Estaba empezando a molestarlo. Se veía que el hombre tenía mucha más información en la cabeza de la que consentía en comentar. La única manera de sacarle las cosas era con preguntas discretas.

– Bien, inspector, ¿ya ha decidido por qué fue asesinada la señorita Masters?

– No.

– ¿Tiene algún sospechoso?

– ¿Sospechoso? -repitió Walter. Tomó su vaso y bebió un trago de whisky-. No.

– Entendido. ¿Le parece un caso difícil?

Walter meditó un instante.

– No.

– Lo mandé llamar con la esperanza de que usted tuviera alguna idea sobre el crimen, pero todo lo que hemos hecho hasta ahora es discutir sobre la posibilidad de que la víctima fuera una jugadora profesional de cartas. Supongamos que lo fuera, ¿hacia dónde se orientarían sus pesquisas?

– Hacia la cama -respondió Walter-. Para dormir.

El capitán suspiró.

Walter se aclaró la garganta.

– Iba a decir…

– ¿Sí?

– Que este whisky es muy bueno, capitán.

– Ah, me alegro de que le guste. Y espero que duerma bien. Aprovéchelo. Nos espera mal tiempo.

9

Esa noche Alma durmió mal. Soñó que Walter la perseguía con su largo sobretodo y el sombrero hongo. Ya no era Walter Baranov. Se había convertido en el inspector Dew y ella era Ethel Le Neve. La perseguía por cada rincón del barco: por la cubierta, por los corredores, por segunda y tercera clase y las bodegas y las sentinas. Cada vez que encontraba un sitio para esconderse, él se acercaba y Alma debía escapar aterrorizada. Todo el mundo era hostil con ella, la señalaban, le decían a Walter en qué dirección había huido. Finalmente la atraparon en un corredor del barco donde nadie se animaba a ir. Al acercarse hacia ella sus ojos brillaban como los de un loco y sus manos estaban extendidas como garras. Ella estiró la mano para defenderse y tocó un picaporte; lo hizo girar, abrió la puerta y la cerró de un golpe una vez adentro. Estaba en un lugar parecido a una caverna, las paredes recubiertas de ladrillo y atestado de figuras inmóviles. Era la Gruta de los Horrores. De pronto una figura de mujer con una larga capa negra se movió. Estaba pálida y de sus cabellos colgaban algas. Era Lydia. Agarró el brazo de Alma y la guió a través del suelo de piedra, pasando delante de las efigies de asesinos infames. Burke y Haré, William Palmer, el doctor Pritchard y Neil Cream. Había una figura que estaba sola. Una placa decía H. H. Crippen. Alma miró su cara y gritó. Era Johnny Finch. Habían ejecutado a Johnny, el bueno, el inocente Johnny.

10

El señor Saxon condujo a Walter por otra escalera de hierro a lo largo de un corredor iluminado con lamparitas desnudas. La suela de sus zapatos golpeaba en el metal con un sonido que hería los oídos después de la suavidad de los corredores alfombrados de arriba. Sin embargo el señor Saxon caminaba con una decisión y un bamboleo que sugerían a un millonario avanzando por la sección más exclusiva de primera clase. Esa mañana el señor Saxon se sentía como un millonario. Había arrestado al estrangulador.

– No quise perturbar su sueño -se excusó con Walter, sus palabras resonando en el metal que recubría ambos lados del corredor-. No era necesario. En absoluto. Usted pasó momentos agotadores, inspector, exprimiendo su cerebro y recurriendo a toda su experiencia en Scotland Yard para descubrir los motivos del crimen. Merecía descanso. ¿Para qué molestarlo cuando teníamos al tipo seguro en la celda por el resto de la noche? Informé al capitán, por supuesto. Y me dio la impresión de que estaba bastante contento de que al fin y al cabo fueran sus hombres los que resolvieran el caso. De todas maneras estuvo de acuerdo conmigo en que se lo dijéramos por la mañana.

Walter no dijo nada. Ya había escuchado el relato de Barbara sobre el incidente de la noche anterior. No había dudas de que la chica creía haberse topado con el estrangulador. Jack Gordon sin duda había forzado su entrada al camarote. Pero afortunadamente el grito de ella había sido oído por un pasajero lo bastante responsable con para llamar al señor Saxon. Y tampoco había dudas de que cuando el señor Saxon y su ayudante llegaron al camarote, Jack había sido hallado sujetando a Barbara desde atrás, con una mano en su cuello y otra sobre la boca. Walter había constatado la marca en el cuello de la joven.

Delante de la celda había un hombre de guardia. Saxon le ordenó que abriera la puerta y la volviera a cerrar detrás de ellos.

– Usted y yo somos capaces de defendernos de un estrangulador de mujeres indefensas -le comentó a Walter-. Los hombres que hacen ese tipo de cosas son unos asquerosos cobardes.

Jack Gordon todavía tenía puesta su camisa y pantalones de noche. Le habían quitado la corbata y los zapatos. Cuando se levantó del colchón desnudo en que lo encontraron acurrucado, tuvo que sujetarse los pantalones con la mano. Tenía los ojos enrojecidos y el pelo, antes prolijamente peinado, le caía sobre la frente.

– Ya conoce al inspector Dew -comentó el señor Saxon.

Gordon hizo una seña de asentimiento.

– Siéntese, por favor -pidió Walter, con el tono de voz que usaba cuando iba a efectuar alguna cirugía dental. El señor Saxon colocó en medio de la habitación una silla para su prisionero y se situó detrás. Walter se apoyó contra el borde de la mesa.

– Acabo de hablar con la señorita Barbara Barlinski -le dijo a Gordon-, Y vi las marcas en su cuello.

– ¿Marcas? -repitió Jack de manera distraída.

– Las marcas que le dejaron sus manos.

Jack sacudió la cabeza.

– ¿La estaba sujetando tan fuerte?

El señor Saxon habló desde detrás de él.

– No ponga esa voz inocente, Gordon, lo pesqué cuando la estaba estrangulando.

Jack se dio la vuelta abruptamente.

– ¡Eso es mentira! Estaba tratando de que dejara de gritar.

– De respirar -acotó Saxon.

– ¡No!

– El inspector Dew ha visto las marcas.

– Esto es una locura. Yo no la estaba estrangulando.

– Y tampoco estranguló a la otra -se burló Saxon.

– No sabe de lo que está hablando.

Walter se dirigió a Jack.

– Señor Gordon, ¿usted niega haber estrangulado a la señorita Masters?

– Por Dios, no he estrangulado a nadie.

Saxon se adelantó y le habló al oído a Jack.

– Tenemos dos mujeres, una muerta, con las marcas de los dedos del estrangulador en el cuello y la otra por suerte, mucha suerte, viva y con las marcas de sus manos.

– ¿Me quieren escuchar? No son las mismas.

– ¿A qué se refiere?

– A las marcas.

Hubo una pausa. Saxon se enderezó y sonrió. Casi susurró.

– ¿Cómo lo sabe? -se echó a reír y habló en voz más alta-. ¿Cómo lo sabe, Gordon, cómo lo sabe, cómo lo sabe? -Se sacudía nerviosamente por la excitación de su triunfo.

Jack Gordon dejó caer la cabeza sobre el pecho y se cubrió los ojos.

– Lo sabe porque vio las marcas en el cadáver -replicó más calmado el señor Saxon, con tono cantarino-. Usted vio el cuerpo.

– Sí -replicó Jack sin levantar la vista. Empezó a sollozar.

– Son todos iguales -comentó Saxon a Walter-, tan compasivos con sí mismos cuando uno los pesca, pero sin la menor compasión con sus víctimas -el hombrecito sudaba de tanta excitación. Sacó un pañuelo y se secó la frente y los extremos de su bigote colorado-. Será mejor tomarle declaración ahora que lo ha admitido.

– Bien, entonces no me van a necesitar más -dijo Walter-. Usted tiene un hombre en la puerta y yo puedo encontrar solo mi camino de vuelta, gracias.

De pronto Jack Gordon levantó la vista.

– No soy el asesino. Por el amor de Dios, escúcheme. Yo no estrangulé a Katherine. Era mi mujer.

Walter miró a Saxon, que se había situado detrás de su prisionero. La cara de Saxon denotaba incredulidad. Sacudió la cabeza. Parpadeó. Se golpeó la frente con un dedo.

– Está bien, inspector, si prefiere dejarme esto a mí…

Jack se levantó y tomó a Walter del brazo.

– No, por favor, quédese y escuche. Usted es la única posibilidad que tengo -pero mientras hablaba el oficial lo agarró desde atrás y lo volvió a sentar en la silla.

– Tendrá que aprender algo -masculló Saxon respirando en el oído de Jack mientras le empujaba la cabeza con el antebrazo-, A no poner nunca la mano sobre un oficial de policía. Puede conducir a escenas muy desagradables.

Walter se volvió hacia la puerta.

– ¿Su asistente me va a abrir si llamo a la puerta?

– Lo llamaré -respondió Saxon. Soltó a Jack y se dirigió hacia Walter.

Jack habló precipitadamente.

– Inspector Dew, ¿usted cree que un hombre podría matar a su propia mujer y arrojarla al mar?

Walter se estremeció. Hizo una seña con la mano para impedir que Saxon llamara a su ayudante.

– Parece muy poco probable. Está bien, será mejor que escuche lo que usted tiene que decir -volvió a la mesa y se inclinó sobre ella, frente a Jack.

El señor Saxon dio rienda suelta a su exasperación con un profundo suspiro.

– Soy un «marinero» -comentó Jack con voz más controlada-. Me gano la vida cruzando el océano, jugando a las cartas. Si no me creen busquen el mazo que hay en el cajón superior de la cómoda de mi camarote y déjeme mostrarles cómo las manejo. Kate era mi mujer y mi ayudante.

– Está mintiendo -interrumpió Saxon-. Maldito, está mintiendo para salvar el pellejo.

– Tenía una marca de anillo en el dedo. El doctor pensó que era casada.

– Sí, siempre lo dejaba en casa. Puedo decirles dónde está nuestro piso en Park Terrace. En los barcos nos hacíamos pasar por desconocidos. La gente no cae tan fácil con parejas establecidas. Hay demasiadas historias sobre los tahúres.

– Pues a mí no me puede contar nada nuevo sobre ese tema -exclamó Saxon con petulancia-. Los conozco a todos y usted no es uno de ellos.

Jack estaba más tranquilo.

– Conoce a los que no tienen éxito -continuó con voz calma-. Nuestra presa era un joven norteamericano, Paul Westerfield. Su padre es multimillonario y al muchacho no le faltaban los dólares. Usé una chica para sacarle la billetera…

– ¿Poppy? -preguntó Walter.

Jack abrió los ojos.

– Así es.

– ¿Cómo lo sabía? -preguntó Saxon.

– Siga -le ordenó Walter a Jack.

– Yo me atribuí el mérito de haberla encontrado y el joven Westerfield quedó muy agradecido, como era previsible. Me invitó a una copa y, mientras estábamos juntos, Kate se acercó. Usó como excusa lo del comité de espectáculos. Fue fácil organizar una partida de whist. El muchacho consiguió de pareja a su amiguita Barbara y ya estábamos en camino. Kate y yo hicimos lo de costumbre. Ganamos algunas manos y perdimos otras y discutimos un poco para disimular aún más. Después me fui a la cama. Kate tenía que sugerir jugar una nueva partida de bridge para la noche siguiente.

– Y otra para la siguiente -acotó el señor Saxon- y para la noche después. Ya sé como trabajan los sinvergüenzas como usted. Los dejan creer que están ganando una fortuna y los masacran al final en una sola partida.

Jack hizo un aparte con Walter.

– Ahora parece que me cree. De todas maneras lo que hubiera pasado después de esa noche es pura suposición, porque alguien asesinó a mi mujer, inspector. Ayer le dije que quería que encontrara al asesino y lo fui a ver sin que me lo pidiera, ¿recuerda? Le di toda la información necesaria e importante.

– No me dijo que era su mujer -corrigió Walter-. ¿Eso no es importante acaso?

– ¿Por qué demonios tenía que decírselo? Nadie lo sabía. El que la mató no lo hizo porque ella fuera mi mujer.

– ¿Cómo puede estar seguro? -preguntó Saxon-, Usted tiene que haber estafado a cientos de ingenuos. Basta con que en este barco hubiera uno que los reconociera…

– ¿No se le ha ocurrido considerar que yo revisara cuidadosamente la lista de pasajeros para ver quién estaba a bordo? Soy un profesional. Las «palomas» con las que juego a las cartas son elegidas meticulosamente. Las estudio, y no las olvido.

– Todo esto es muy probable -aceptó el señor Saxon-. Pero dígame, ¿cuándo vio por última vez a su mujer?

– El sábado por la noche cuando terminamos de jugar a las cartas. Ya se lo dije.

El señor Saxon sonrió como alguien que ha tendido una trampa y ve a su presa entrar en ella.

– En este caso, ¿querría explicarle al inspector cómo pudo ver las marcas en su cuello?

Jack miró a Walter.

– Creo que él lo sabe.

La cara de Walter no dejó traslucir nada.

– Será mejor que nos lo diga.

Jack se encogió de hombros.

– Si usted quiere. El domingo oí decir que habían sacado una mujer del mar. No lo asocié con Kate. No tenía por qué pensar que le había pasado algo. Fue al siguiente día sin que la hubiera visto en el barco, cuando comencé a alarmarme. Fui a su camarote y no obtuve respuesta. No podía correr el riesgo de hacer demasiado pública mi preocupación, porque ella podría estar sólo indispuesta y al actuar yo así estropearía nuestro elaborado plan. Decidí que la única manera de hacerlo era viendo yo mismo el cadáver.

– ¡Qué cuento! -exclamó Saxon.

– Puede ser cierto -interrumpió Walter-. Se dirigió a Jack-. ¿Cómo lo hizo?

– Fui a la enfermería y vi a ese muchacho en el escritorio. Estaba muy ocupado tomando los nombres de los idiotas que se habían lastimado los dedos tratando de abrir los ojos de buey. Le dije que me habían mandado a buscar la llave de la morgue porque había una posibilidad de que pudiera identificar el cuerpo. Me la dio sin echarme una mirada siquiera. Y así bajé con la llave -Jack se detuvo y bajó la cabeza-. Espero no tener que pasar por una experiencia así nunca más. Su aspecto… era espantoso. Creí que las piernas no iban a sostenerme. Me arrastré por todas las escaleras hasta mi camarote y me dejé caer en la cama temblando de rabia y desesperación.

– ¿Y la llave? -preguntó Walter.

– Debo de haberla dejado en la cerradura.

Walter miró al oficial y asintió.

– El doctor lo ha confirmado.

El señor Saxon todavía no estaba satisfecho.

– Toda esta conversación sobre su desesperación me impresionaría más si no lo hubiese pescado en el acto de asaltar a una chica inocente. ¿Un hombre cuya mujer ha sido asesinada se comporta así? La desesperación no le duró mucho, ¿no?

Jack se levantó de la silla con el puño en alto, pero el señor Saxon era mucho más rápido. Lo agarró por la muñeca y lo empujó con fuerza contra la pared de la celda. El cuerpo de Gordon golpeó el costado; de no ser así su cráneo se hubiera partido. Su hombro recibió toda la violencia del impacto. Su cuerpo se deslizó hasta quedar arrodillado en el suelo. El señor Saxon se acercó para golpearlo nuevamente, pero Walter le puso la mano en el pecho y lo empujó.

– ¡Basta!

– Ya lo ha visto -chilló Saxon-, me atacó.

– Ayúdelo a levantarse -ordenó Walter con autoridad inusual.

El señor Saxon puso las manos bajo los brazos de Jack y lo sentó con fuerza en la silla, con esta prevención:

– En el futuro será mejor que se limite al whist.

Jack usó su mano izquierda para levantarse los pantalones y recuperar algo de dignidad. Tenía la camisa rota en el hombro y la raspadura sangraba. Flexionó la mano derecha para ver si todavía se movía.

– Creo que será mejor que le consiga algo de beber -le sugirió Walter al señor Saxon.

El oficial se acercó a la puerta y gritó una orden a su ayudante.

– Si van a traer té, yo también quisiera una taza -comentó Walter. Se volvió hacia Jack-, ¿Quiere contarnos lo de la chica?

– Estaba por llegar a eso, inspector; yo estaba muy enamorado de mi mujer y no voy a permitir que nadie ofenda los sentimientos que teníamos el uno por el otro -le echó una mirada enojada a Saxon-. Kate era mucho más de lo que yo merecía. No siempre la traté como debía y flirteé un poco con mujeres más jóvenes que no eran de su clase. Me avergüenzo sólo de pensarlo. Cuando tuve la seguridad de que había muerto, estallé de rabia contra el cabrón que lo había hecho. No sé si fue deseo de venganza, creo más bien que sentí que tenía que descubrir a su asesino como homenaje a su memoria. Sí, ya sé que no es mi trabajo sino el suyo, pero esto era personal. ¿Puede imaginarse cómo se sentiría usted si la asesinada fuera su mujer?

Walter decidió que la pregunta era retórica.

– Nos iba a contar por qué atacó a la chica.

– Sí. Cuando me fui del salón de fumar la noche en que mataron a Kate, Westerfield estaba a punto de ir a buscar otra ronda de bebidas. Eso dejaba a Kate sola en la mesa de Barbara. ¿No pensó en eso, inspector? ¿Qué se dijeron esas dos mujeres? ¿Puede haber algo en lo que Kate dijo a Barbara que nos ayude a identificar al asesino?

– ¿Nos? -preguntó Walter.

– El cabrón quiere que crea que pasó todo este tiempo ayudándonos a investigar el crimen -dijo sarcásticamente Saxon.

– ¿Podría fijarse si el té está listo? -Walter se dirigió a Saxon como si éste fuera su enfermera recepcionista.

– Me dio la impresión de que su investigación se estaba estancando -continuó Jack-. Y decidí hacerle algunas preguntas por mi cuenta. Quería saber lo que me podía decir Barbara, así que anoche aproveché la primera oportunidad y la invité a bailar. Pareció complacida ante la invitación. Por supuesto que no podía hacerle ese tipo de preguntas enseguida.

– Lo que ella dice es que usted se puso muy insolente.

Jack sacudió la cabeza.

– No era más que un simple flirteo.

– ¿Ya ve? -soltó Saxon-. Lo admite.

– Bailé una pieza con ella -continuó Jack-. Ella estaba con sus padres de modo que no podía acercarme a la mesa para invitarla. Necesitaba llevarla donde pudiera hacerle algunas preguntas importantes. Está bien, me equivoqué. Creí que ella accedería a mis sugerencias; según mi experiencia, casi todas lo hacen. Pero Barbara no se mostró impresionada. Me dio la espalda cuando terminamos de bailar. Tendría que haber dejado el asunto ahí, pero ya estaba desesperado por saber si me podía decir algo. Cuando terminó la velada la seguí hasta su camarote. La detuve en la puerta y traté de explicarle por qué estaba allí, pero ella se asustó. Empezó a gritar y me asustó a mí. La empujé dentro del cuarto y cerré la puerta de una patada. Creo que pensó que iba a atacarla, cuando lo único que intentaba hacer era calmarla para hablar con ella. Le puse la mano sobre la boca para que dejara de gritar, pero eso hizo que se asustara aún más. Todavía estaba luchando con Barbara cuando él entró -Jack indicó al señor Saxon, que estaba junto a la puerta de la celda con la bandeja de té entre las manos.

Walter tomó las dos tazas de té humeantes y le alcanzó uno a Jack.

– No puede culpar al señor Saxon por haberlo apresado. Usted se comportó con bastante rudeza.

– ¿Pero me cree, inspector?

– Le diría que sí. De acuerdo con lo que la otra gente me ha contado, tiene bastante sentido.

– ¿Entonces me va a dejar libre?

– Creo que sería prudente que antes hablara con el capitán y con algunas de las personas que se han visto envueltas en este asunto, ¿no cree? Podría escandalizarlos el hecho de verlo libre.

– ¿Cómo está Barbara… de veras la lastimé?

– Lo está sobrellevando bien.

– Me gustaría pedirle disculpas.

– Cada cosa a su tiempo, señor Gordon.

– ¿Le va a hablar usted?

– Me parece mejor.

– ¿Le preguntará qué dijeron con Kate después de la partida de whist?

– Ya me lo contó.

– ¿De veras? ¿Es importante?

– ¿Quién sabe? -exclamó en forma enigmática.

– ¿No mencionó ningún nombre… alguien a quien hubiera visto en el barco?

– Sólo a usted.

Jack suspiró.

– Supongo que era demasiado esperar que dijera el nombre de su asesino. Así que todo fue para nada.

– Puede verlo desde ese punto de vista -opinó Walter-. Yo no tengo la misma visión de lo ocurrido. Saber que tenemos a un hombre encerrado ha hecho mucho por la moral de los pasajeros y la tripulación. Esta mañana hay en la cubierta un aire festivo. Todo el mundo está amistoso.

– ¡Pero yo no soy el estrangulador!

– Me da tanta lástima desilusionarlos… ¿Quiere otra taza de té?

– Quiero salir de aquí.

– Créame que lo comprendo -respondió Walter con sinceridad.

– Ya le dije lo que pasó. ¿No me cree?

– Trate de mantener la calma, señor Gordon. Tienen que entender que debo pensar muy bien cada decisión a tomar. Soy responsable de la seguridad de más de dos mil personas. Pero estoy seguro de que podemos ponerlo más cómodo. ¿Le han servido el desayuno?

– Exijo ver al capitán.

– No está en posición de exigir nada. El capitán tiene otras cosas que hacer. Hay posibilidades de tormenta. Le diré lo que haremos. Tendré que verificar su declaración y eso me tomará una o dos horas por lo menos. Mientras tanto déme la llave de su camarote.

– Yo la tengo -chilló Saxon.

– ¿Para qué la quiere? ¿Para ver si las cartas están donde le dije?

– No. Para mandarle una muda de ropa. La que lleva puesta no está presentable.

11

Marjorie había insistido en que Barbara pasara la mañana descansando en su camarote. Como afuera estaba gris y el viento era bastante frío, no se perdió mucho. Además se vio gratificada por una visita personal del capitán Rostron, que le expresó su preocupación por la experiencia aterradora que le había tocado vivir. También la visitaron el médico del barco y el inspector Dew. El doctor le prometió que las marcas de su cuello desaparecerían antes de llegar a Nueva York. El inspector habló del tiempo.

La visita más agradable llegó cerca del mediodía, acompañada de una enorme caja de bombones. Era Paul. La madre de Barbara lo hizo entrar y se quedó, para preservar el decoro.

Paul estaba muy preocupado por Barbara, se le notaba en las marcas rojizas que rodeaban sus ojos y en el tono ronco de la voz.

– No puedo decirte lo mal que me siento por lo que ocurrió. Si yo no hubiera sido tan tonto para irme del baile, nunca se te habría acercado.

– No podrías saber lo que estaba planeando.

– Estaba demasiado ocupado en mi estúpido estado de ánimo, Barbara. Nunca me lo perdonaré. Gracias a Dios que alguien oyó tus gritos. ¿Aparte de las marcas no tienes nada?

– No. No fue gran cosa.

– Debe de haber sido terrible. Espantoso. ¿Quién podría pensar que Jack Gordon iba a resultar un estrangulador? Lo tomé por el típico caballero inglés. Es increíble después de lo bien que se portó con el asunto de mi billetera. Me desconcierta, Barbara, de veras.

– Yo tampoco logro entenderlo.

– Sí. ¿Por qué te habrá elegido de victima?

Ante esta pregunta Marjorie no se pudo contener.

– ¡Por Dios! ¿Cómo puede saber Barbara esa respuesta?

Paul se ruborizó.

– Lo que quise decir es que no puedo pensar en ninguna razón por la que Gordon quisiera atacar a Barbara.

– ¿No puedes? -preguntó Marjorie-. ¿No tienes ojos?

Ante esta exclamación Barbara se ruborizó.

– Mamá, ¿puedes dejar de decir cosas que me incomodan? Paul a venido a verme con todo su cariño y me ha traído estos maravillosos bombones y tú tienes que estropearlo todo desafiándole…

Fue un momento importante en la relación de Marjorie con su hija. Por primera vez admitió su culpa.

– Lo siento… hablé sin pensar. Supongo que estoy un poco perturbada por lo que pasó anoche.

– Todos lo estamos -aseguró Paul-, Barbara, con todo esto no creo que hayas pensado mucho en esta noche. Hay un baile de máscaras. Si te sientes bien como para ir, nada me haría más feliz que acompañarte.

– Tienes razón -el rostro de Barbara se iluminó-. Lo había olvidado. Sí, me hará bien pensar en otra cosa. Me encantaría ir contigo.

12

Cuando Walter salió de la celda, se sentía seguro de encontrar el camino hacia la sección de pasajeros. No tenía la menor duda de que recordaría la ruta a través de la que lo había llevado el señor Saxon, pero en pocos minutos tuvo que admitir que estaba perdido. Ni siquiera podía distinguir entre la popa y la proa. Cuando esperaba encontrar una escalera se topaba con una pared y por si fuera poco esa parte del barco parecía deshabitada.

Probó una puerta, con la esperanza de encontrar una escalera que lo llevara hacia la cubierta superior. Había una de caracol pero que llevaba más abajo, a lo que parecía ser una de las bodegas principales. El sitio era tan grande como un almacén y estaba lleno de cajas y cajones de comestibles. De allí pasó a una segunda bodega. Olía tan fuerte a aceite que supuso que había llegado a la sala de máquinas hasta que vio una hilera de automóviles enfrente de él, atados con cuerdas y asegurados con bloques de madera bajos las ruedas. Uno era un Lanchester flamante. A Walter le gustaban los coches y siempre había querido tener un Lanchester. Probó el picaporte y para su sorpresa encontró la puerta abierta. Se introdujo en él y puso las manos sobre el volante. Con el zumbido monótono de las turbinas del Mauretania, era fácil imaginar que el coche se movía veloz por una carretera. Hizo sonar la bocina. Era un vehículo precioso, por fuera y por dentro.

Alguien abrió la puerta de golpe y gritó como si Walter fuera sordo.

– ¿Qué demonios está haciendo ahí?

Walter acusó el golpe. El hombre vestía un mono muy amplio abierto en el pecho porque era tan robusto que no existía la posibilidad de que los botones se juntaran con los ojales para los que estaban destinados. El pecho estaba cubierto de un matorral de pelo negro que se extendía hacia arriba con una exuberancia sorprendente hasta la cabeza, en donde sólo podía verse la nariz y un par de penetrantes ojos marrones que indicaban que era un ejemplar de homo sapiens.

– Ah, así que oyó mi llamada. Muy bien.

El hombre del mono lo miró con ferocidad.

– Salga de ese coche.

Walter obedeció. A pesar de que medía un metro ochenta a penas le llegaba al hombro al monstruo del mono.

– Inspector Dew, de Scotland Yard -cuando vio que no causaba ninguna impresión, agregó-. Investigaciones. Ordenes del capitán. ¿Usted sabe a quién pertenece este vehículo?

El hombre sacudió la cabeza.

– Debería estar cerrado -censuró Walter-, en verdad tendría que estar cerrado -caminó hasta la parte trasera del Lanchester y probó la manija del baúl. Se abrió-. No me gusta ver las propiedades valiosas tan descuidadas -cerró la tapa de un golpe-. Tendré que dar parte. ¿Cuál es el camino más rápido hacia el puente?

El hombre señaló una puerta y Walter se dirigió hacia ella sin que se cruzara una palabra más entre ellos.

13

Al mediodía, cuando la sirena del barco hizo vibrar las cubiertas superiores, en el salón de fumar sólo había sitio para estar de pie, y aun así, apretujado. El anuncio del número de millas cubierto en las últimas veinticuatro horas despertaba todos los días un extraordinario interés, no precisamente por orgullo en el Mauretania sino para saber el resultado de las apuestas. Las expectativas de los pasajeros habían aumentado la noche anterior, después de la cena, cuando la subasta de los veinte números posibles recaudó miles de dólares, gracias a un apuesto subastador y a los atentos camareros del salón, que se llevaban el diez por ciento de las ganancias.

Johnny Finch había adquirido un número muy solicitado, el de las quinientas cuarenta millas. Había pagado por él casi la misma cifra en la subasta.

– Lo hago una vez en cada travesía -le confió a Alma, que estaba allí por curiosidad, para enterarse del resultado-. Nunca gané, pero eso se debe a que nunca tuve el valor de pagar un precio alto por un buen número. El lóbulo de la oreja derecha me ha estado picando como el demonio, y ése es un buen signo.

Alma le miró la oreja. Se veía más rosada que la otra.

– Tal vez tenga algo que ver con su caminata matinal por la cubierta -sugirió-. Esa oreja está más expuesta al viento del mar. ¿Por qué no avanza en el sentido de las agujas del reloj para variar?

Johnny rió.

– Porque en ese caso dejaría de tener mi oreja de la suerte. Lydia, querida, jamás encontré alguien tan solemne como usted; usted me divierte mucho. Gane o pierda, esta noche voy a abrir con usted una botella de champagne y trataré de hacerla reír.

– No soy muy bebedora -titubeó Alma, con resquemor.

– Entonces no va a ser tan difícil -exclamó Johnny guiñando un ojo. Cambió bruscamente de tema-. He oído decir que el estrangulador todavía está suelto.

– Creí que anoche habían agarrado al que atacó a esa chica norteamericana.

– Parece que todo fue una equivocación. El inspector Dew se pasó toda la mañana interrogando al tipo y ahora lo ha soltado. Después de todo no era el estrangulador. Espero que Dew sepa lo que hace.

– Yo también -Alma hablaba de corazón, pero sin mucha confianza. Tenía la terrible sospecha de que Walter había soltado a un asesino por algún peculiar sentido de ecuanimidad. ¿Qué haría si la atacaran a ella esa noche?

El subastador estaba golpeando la mesa de nogal con su martillo. El silencio descendió sobre el salón de fumar. Los dedos se cruzaron y las oraciones privadas subieron al cielo. Los grupos que tenían números en común se juntaron a cuchichear, controlando por última vez sus posesiones. Los individuos que poseían números, como Johnny, ya los conocían de memoria.

– Damas y caballeros, el oficial de vigilancia acaba de mandar del puente de mando esta nota con el número de millas marinas que ha recorrido el Mauretania desde ayer al mediodía. Creo que hay bastante interés en conocer esta información.

– ¡Adelante! -gritó alguien desde el fondo.

– ¡Quinientas cincuenta! -gritó otro y estalló un pandemonium de gritos que sugerían distintos números de todos los rincones del salón.

El subastador golpeó sobre la mesa pidiendo orden. Volvió a mirar el papel que tenía en la mano.

– El número ganador es el quinientos cuarenta y…

– ¡Dios, es el mío! -jadeó Johnny.

– … seis. Quinientos cuarenta y seis.

– ¡Oh, no! -gritó Alma, desilusionada-. ¡Qué lástima, Johnny! -cogió la mano de él entre la suya y la apretó.

– Bueno -suspiró Johnny con resignación-. Parece que tenía razón con respecto a esa brisa marina en mi oreja.

– Puede que no -confió Alma.

– ¿Qué quiere decir?

– Todavía falta el premio para el mejor traje de fantasía, ¿no?

14

Después del almuerzo el mar estaba picado, aunque no demasiado. El barco comenzaba a balancearse y los miembros de la tripulación fueron vistos colocando cuerdas en los lugares donde no había baranda. Los deportes infantiles en cubierta fueron cancelados en favor de algunas películas de Chaplin en el saloncito. La pantalla resultó tan inestable que las proyectaron en la pared.

El baile de máscaras siguió su curso, aunque hubo un reducido número de pasajeros que se retiró a sus camarotes lamentando haber abusado de la comida y de la bebida. En el salón comedor aparecieron unas lámparas de colores y todos estuvieron de acuerdo en que sus oscilaciones agregaban alegría a la ocasión. En contraste, los candelabros permanecieron inmóviles, con sus piezas de cristal diseñadas con mucha astucia para mantenerse rígidas a pesar de los movimientos del barco.

Livy y Marjorie se disfrazaron de Antonio y Cleopatra para que Marjorie pudiera usar sandalias y pulseras en sus hermosos tobillos. Se había pintado las uñas de los pies. Livy vestía una colcha y zapatillas de tenis. No daba el tipo de Antonio, pero estaba feliz de hacer cualquier sacrificio por Marjorie. Llevaba los pantalones de franela enrollados sobre la rodilla, listo para regresar a 1921 en cualquier momento.

No hacía mucho que estaban sentados en una mesa cerca de la pista de baile cuando se reunieron con ellos Paul y Barbara vestidos como los peregrinos. Desde debajo de su barba falsa, hecha con una cuerda desflecada, Paul explicó que esperaba que los jueces vieran la conexión entre el presente viaje y el del Mayflower.

– Lo harán -aseguró Livy-, Y si esta noche hay temporal supongo que serás el encargado de dirigir las plegarias.

Barbara todavía estaba pálida por su aterradora experiencia de la noche anterior y parecía una peregrina muy convincente con una larga falda marrón, un delantal blanco, una chaqueta abotonada hasta arriba con cuello blanco y un pañuelo cubriendo su pelo corto.

– ¿Te sientes mejor, querida? -le preguntó Marjorie.

– Estoy bien, mamá.

– El inspector Dew estuvo hablando con Barbara -agregó Paul-, Parece que todo fue un malentendido. Jack Gordon no quería lastimarla.

– Ya oí eso -exclamó Marjorie no muy convencida.

– Lo único que quería era hablar conmigo.

– ¿De veras lo crees?

– Tiene que ser verdad, mamá. El inspector lo soltó.

– Sí, pero me parece un escándalo. Todavía tienes las marcas en el cuello.

– Mamá, Jack no es el estrangulador. Sólo quería hablarme de Katherine, la mujer asesinada. Era su mujer.

– Ya lo sé. Eran tahúres. Los iban a tomar por tontos… ¿Han pensado en eso? Gordon es una rata, Barbara. No debería estar libre.

– Pero en realidad no hicieron nada -intercedió Paul-. Supongo que el inspector considera que es una pérdida de tiempo retener a Jack Gordon.

– Pueden preguntárselo ustedes mismos -sugirió Livy- parece que ahí viene.

Walter no usaba disfraz. Vestía su habitual traje oscuro y una corbata rayada. Quedaba más fuera de lugar que la gente que lucía llamativos trajes de fantasía. Caminaba un poco encorvado y se notaba que era consciente de eso. Cuando llegó a la mesa de los Cordell pareció que hacía una pequeña reverencia, aunque era difícil afirmarlo a ciencia cierta. Les preguntó su podía sentarse con ellos unos minutos.

– Por supuesto, inspector -contestó Livy-. Marjorie, mi mujer, estaba hablando de usted.

– ¡Livy! -masculló Marjorie entre dientes.

– Decía que era posible que usted ganara el premio de disfraces -siguió Livy con buen humor-, porque en este momento debe de ser el que más sabe de disfraces en este barco.

Walter apenas sonrió.

– Entiendo.

– Pensé que usted sería el policía de aquella mesa, o el Sherlock Holmes de la pipa y gorra junto a esa rubia, pero supongo que disfrazarse de polizonte hubiera sido demasiado obvio para usted.

– Sólo vine aquí para hablar unas palabras con su hijastra -aclaró Walter-, ¿Cómo se siente ahora, señorita?

– Mucho mejor, gracias.

– Olvidé preguntarle algo. Cuando terminó de tomar el café con la señorita Masters… o con la señora Gordon, así debería llamarla,… el sábado por la noche, ¿no sabe si ella fue directamente a la cama?

Paul lo interrumpió.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Ella anunció que se iba a la cama -reconoció Barbara.

– ¿Usted no fue en la misma dirección?

– No.

– Volvimos al comedor para bailar un par de piezas más antes de que la orquesta terminase de tocar -aclaró Paul-, ¡Anda, ésta sí que ha sido grande!

Mientras hablaba, el barco se sacudió con tal violencia que envió los vasos de vino patinando a través de la mesa. Barbara estiró el brazo para impedir que cayeran.

– Está bien -exclamó Livy agarrando la jarra de agua-. Hay una manera de evitar esto -volcó varios chorritos de agua sobre el mantel y apoyó los vasos sobre las manchas húmedas-. ¿Ven?

– Livy ha viajado antes -explicó Marjorie orgullosa-. ¡Dios mío!, ¿qué es eso?

Todos se dieron la vuelta para ver lo que había captado la atención de la señora Cordell. Una figura bajo una sábana blanca acababa de aparecer por la escalera principal.

– Si eso pretende ser un fantasma, me parece de muy mal gusto -declaró Marjorie-. ¡Qué barbaridad! Uno pensaría que la gente iba a tener más respeto después de lo que ocurrió el sábado. Es horrible.

– No creo que sea un fantasma -opinó Barbara-. Si lo observan bien, en la parte superior termina en punta y tiene cosas que le salen de los costados como si fueran cajas de cartón -echó a reír-. Pobre hombre, le está resultando bastante difícil mantener el equilibrio con el barco moviéndose así.

– Sea lo que sea es bastante espectacular -aceptó Paul-. Debe de tener dos metros de alto. ¿Por qué está pintada de azul la parte inferior?

– ¡Es el mar! -arriesgó Livy-. ¡Es un iceberg!

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Marjorie con voz escandalizada-. Es todavía más ofensivo. ¡Qué ocurrencia en una noche como ésta! Me pone la piel de gallina.

– Mamá, no es más que alguien que trata de divertirse.

– ¡Divertirse! Yo no lo llamaría divertido precisamente. ¿Cómo piensas que se siente Livy viendo una cosa así? No es gracioso para un hombre que estuvo en el Titanic, ¿no te parece, querida?

Livy la miró estupefacto.

– Nunca estuve en el Titanic, Marge. Fue el Lusitania.

– Es lo mismo -suspiró Marjorie.

– En realidad no -aclaró Livy-. Fue un torpedo la causa del hundimiento y no un iceberg.

– Y el mar estaba en calma -agregó de pronto Walter- nunca vi un mar tan plácido.

– ¿Usted? -preguntó Livy-. ¿Usted estaba en el Lusitania?

– Sí. Con mi, humm… -Walter se detuvo como si de pronto se hubiera distraído. Estaba pálido-…mi padre.

– Qué extraño -exclamó Paul-. El año pasado leí un artículo sobre usted en el Saturday Evening Post y no mencionaban eso.

– El público nunca lo supo -tartamudeó Walter, usando todos sus recursos-. En ese entonces usaba otro nombre.

Del otro lado del salón, Alma siguió a Johnny Finch hasta una mesa vacía. Johnny se movía con dificultad bajo las sábanas, con las cajas de cartón atadas a su cabeza y torso.

– ¿Llamo la atención? -preguntó mientras se acomodaba con cuidado en la silla.

– Sí, sin duda. Todos miran hacia aquí. ¿Está usted cómodo?

Alma oyó una risa ahogada desde debajo de las sábanas.

– Podría decir que tengo una sed horrible.

– ¿Pero si le consigo algo de beber, cómo se las va a arreglar?

Otra carcajada.

– No se preocupe, querida, Johnny Finch no es tan obtuso como cree. Tengo una botella de coñac aquí abajo.

– Espero que pueda caminar derecho en el desfile. El barco está empezando a moverse mucho.

– Me mantendré firme como una roca.

Pero en el momento en que sonó el tambor anunciando el desfile, parecía bastante dudoso que alguien pudiera ser capaz de mantenerse derecho mucho tiempo. El barco había comenzado un metronómico bamboleo lento, con extremos cada vez más agudos. Había un sentimiento de bravuconada en los participantes de la fiesta al festejar el coro cuando sus estómagos les decían que el barco había llegado al pico y estaba por volver a caer. Los de constitución más débil ya no estaban y las sillas vacías se deslizaban hacia el centro del salón a menos que las atrancaran contra las mesas.

Sin embargo la fila se formó y comenzó a moverse al son de una animada marcha militar, serpenteando entre las mesas para obtener apoyo en caso necesario. Habría unos cien participantes en el concurso, piratas del brazo de bailarinas, caballeros con brujas, dos caballos y un avestruz, todos ayudándose entre risas a mantenerse en pie alentados por los espíritus menos intrépidos que formaban el público. Hubo algunos resbalones sin consecuencia y unas colisiones que se sumaron a la diversión general y de alguna manera el desfile sobrevivió. Alma, con su disfraz de enfermera seguía a Johnny con las manos apoyadas en su espalda, pero él había tenido razón al tener confianza; no vaciló ni una vez. Más adelante marchaba Marjorie con una mano en el brazo de Livy y la otra sosteniendo el frente de su vestido egipcio a mitad de la pantorrilla. Paul y Barbara iban detrás de ellos de la mano e intercambiando apretones que nada tenían que ver con el movimiento del barco.

El capitán Rostron era el encargado de juzgar cuál era el mejor disfraz, pero nadie objetó nada cuando el contramaestre anunció que el capitán había decidido no abandonar el puente de mando. En lugar de él se situó en el estrado del comisario de a bordo estudiando la variedad de trajes que desfilaban. Con mucho tino no se hizo ninguna tentativa de detener la fiesta. Cuando la música se detuvo todos se dispersaron para escuchar el resultado desde las mesas.

La ganadora de las damas fue una señora que se había disfrazado de la Lenglen, una campeona de tenis. No pareció importar que no se asemejara en nada a la imbatible Suzanne. Llevaba una raqueta y un vestido similar y, como observó Marjorie, la habían visto bailar con Bill Tilden todas las noches y el criterio de la Cunard era mantenerse al lado de sus pasajeros más famosos.

Un disfraz de Charlie Chaplin se llevó el premio de caballeros más que nada porque su dueño había hecho mucha gracia al salirse repetidamente de la fila con el vaivén del barco, en una pasable imitación del famoso mimo. El premio al disfraz más original fue para el avestruz.

– ¡Original un cuerno! -exclamó Johnny desde debajo de su sábana mientras comenzaba a sacarse las cajas que habían formado la infraestructura del iceberg-. Lo consiguió en alguna sastrería teatral. No tiene nada que ver con un viaje por mar. La próxima vez me voy a disfrazar de maldito albatros. Bien, todavía nos queda la botella de champagne que le prometí. ¿No le importa esperarme mientras me visto de un modo más adecuado para poder bailar?

– Por supuesto que no, pero dudo que pueda tomar champagne -se excusó Alma mirando hacia la mesa donde Walter había estado sentado antes del desfile.

Estaba segura de que él la había visto en compañía de Johnny y no se sentía tranquila pensando en su posible reacción. Era un dilema. Apenas se atrevía a confesarse que Walter era un asesino; sus sentimientos habían cambiado tanto que la asustaban y sólo se sentía segura con Johnny. Que Walter la hubiera visto con él no hacía más que volver más peligrosa todavía la situación.

Por ello se sintió aliviada al ver que Walter había desaparecido del salón.

15

Walter había pedido prestado un impermeable para subir a la cubierta de los botes tal y como le había pedido el señor Saxon. Un miembro de la tripulación había informado de la presencia de Jack Gordon a estribor, cerca del bote salvavidas número cinco. Al soltarlo le habían advertido que se quedara en su camarote durante el resto del día, pensando en que su presencia en las zonas más concurridas del barco podría alarmar a ciertos pasajeros. Pero el desgraciado había roto su promesa. Su camarote estaba vacío.

Walter lo maldijo mientras afrontaba el fuerte viento que lo salpicó con algo que al principio le pareció granizo pero que habían resultado ser remolinos de espuma arrojados por las olas más altas. Recordó la recomendación del señor Saxon de no soltar la baranda. Se aferró a ella y comenzó a avanzar mirando cómo el horizonte se levantaba hasta un punto más alto del trinquete y del puente de mando y luego desaparecía de la vista bajo la proa. El viento soplaba del noroeste y tres cuartas partes del cielo estaban descubiertas. Manojos de nubes cubrían intermitentemente la luna, pero muy pronto Walter descubrió una figura en impermeable aferrado a la baranda debajo de los botes. Jack Gordon parecía estar absorto en la rompiente de las olas.

Walter se acercó tanto que pudo tocar el brazo de Jack antes de que él se diera cuenta de su presencia. Tuvo que gritar para hacerse oír sobre el estruendo de las ráfagas de viento.

– Dijo que se quedaría abajo.

Jack giró completamente la cara para mirar a Walter. No pronunció palabra.

– Dio su palabra, maldita sea -gritó Walter.

Jack se encogió de hombros.

– ¿Por qué tanto alboroto? ¡Aquí no hay nadie más!

– ¡No puede hacer esto!

– ¡Déjeme en paz! ¡Vuelva al baile!

– ¡Usted vuelve conmigo… a su camarote!

– ¡No!

Walter demostró que no estaba habituado a tratar con alguien que lo desafiara abiertamente. Se volvió más conciliador.

– No es un lugar para estar en una noche como ésta.

Jack miró el mar.

– ¿Para qué ha venido aquí arriba? -gritó Walter.

– Me siento más seguro.

Walter rió.

– De veras. Prefiero estar aquí que encerrado en mi camarote.

– ¿Por qué?

– Porque estoy cerca de un bote salvavidas.

– Usted ya debe de haber pasado muchas tormentas.

– Y nunca me sentí seguro -gritó Jack-. ¡Por Dios, déjeme en paz!

Se veía que ninguna fuerza física sería capaz de arrastrarlo abajo. Era un hombre muy asustado.

Walter estaba empezando a retirarse, con una mano todavía en la baranda cuando de golpe algo lo empujó hacia atrás con terrible fuerza, como si alguien le hubiera pateado el pecho con ferocidad. Se estrelló contra las piernas de Jack, casi haciéndole perder el equilibrio también a él.

– ¿Qué le ha pasado? -preguntó Jack.

Walter se quejó. Parecía aturdido.

– ¿Está usted bien, inspector?

– Mi hombro -la mano derecha de Walter cubría su hombro izquierdo. No trató de levantarse-. ¡Qué dolor!

Jack se arrodilló al lado de él.

– Déjeme ver. Es probable que se lo haya dislocado con la caída. Voy a tratar de levantarlo -pero Walter era un hombre pesado, difícil de mover-. Ponga la mano en mi hombro.

Walter levantó apenas la mano pero Jack logró sentarlo.

– ¿Qué demonios ha pasado?

– Creo que me voy a desmayar.

– ¿Es algún truco?

No lo era. El cuerpo de Walter cayó en los brazos de Jack.

– ¡Maldición! -exclamó Jack.

Se levantó para pedir ayuda. En la puerta de la escalera que llevaba al hall de embarque y a la oficina del comisario de a bordo había una linterna. Al estirar la mano para abrir la puerta vio que sus dedos estaban manchados de sangre.

16

Cuando Alma abrió los ojos, el techo estaba bañado por el sol. Fluía a través del ojo de buey con penetrante intensidad. Le dolía la cabeza. Se dio la vuelta hacia la pared y vio la botella vacía y los dos vasos en el armario al lado de la cama. Volvió a cerrar los ojos, apretándolos con fuerza como para borrar esa imagen. Giró hasta quedar boca abajo y enterró la cara en la almohada. Pero sabía que cuando volviera a abrir los ojos la botella y los vasos todavía estarían allí. Desparramados por el suelo como crudos recuerdos de la hora después de medianoche, estaban los restos del traje de disfraz… la capa de terciopelo, la cofia hecha con una servilleta, la blusa blanca con la luz roja de papel pintada en el frente, la falda gris, las medias de algodón negro y los zapatos de cordones. No podía escapar a la evidencia de que había cometido el acto que incluso las más apasionadas y románticas de sus heroínas posponían hasta que la unión estuviera santificada y legalizada. Había admitido a alguien del otro sexo en su camarote y en su cama. Había quebrantado la fe de Ethel M. Dell. Y de Dios. Y de Walter. Lo que había hecho era imperdonable. Se había prometido a él y entregado a Johnny.

Y encima en ese momento supo que amaba a Johnny, que lo que había sentido por Walter era nada más que… ¿cuál era la palabra que se usaba tan a menudo y con tanto significado en The Way of an Eagle?… infatuación. Lo que fuera que hubiera sentido por Walter en su corazón ya había desaparecido, suplantado por ese avasallante amor por Johnny, aquel hombre suave, irresistible, que la tomara en sus brazos diciéndole que era la criatura más adorable de la tierra. Walter nunca le había dicho cosas así. Nunca le había susurrado que lo enardecía con sus ojos y que su piel era más suave y blanca que la más pura porcelana.

El acto del amor no había sido una prueba terrible como imaginaba y esperaba. Los momentos de incomodidad inicial habían sido más que compensados con sensaciones sorprendentes y gratificantes. No había hablado con Johnny de su falta de experiencia, pero él había comprendido y ayudado con agrado y ternura a trasponer el umbral del dolor rumbo a la más pura felicidad.

Pero Alma sentía que su compromiso con Walter era ineludible. Él la había escuchado, lo habían planeado todo juntos, se había dejado persuadir. A causa de ella estaba él en esa situación. Había asesinado a Lydia. Sin la insistencia de Alma no lo hubiera hecho. Sin ella, Walter todavía estaría en Inglaterra y Lydia viva y viajando hacia los Estados Unidos. Le debía lealtad a Walter, aunque su amor fuera para Johnny. Se echó a llorar contra la almohada.

Llamaron a la puerta. ¡El camarero! Debía de traer el desayuno.

– Un momento, por favor -saltó de la cama, metió la botella y los vasos en el armario y recogió las cosas del suelo. Sacó uno de los deshabillés de Lydia y se lo puso sobre los hombros, cerró de golpe la puerta del armario y volvió a la cama-. Entre…

– Preciosa mañana, señora. ¿Es su cumpleaños? -Era un camarero muy joven, de menos de veinte años, muy eficiente y amistoso sin tomarse confianzas, como era costumbre.

– No, ¿por qué?

– Hay una tarjeta para usted, señora -colocó la bandeja al lado de la cama, donde había estado la botella de champagne. Contra la jarra de la leche estaba apoyado un sobre cuadrado sin duda contenía una felicitación-, ¿Pudo dormir bien?

– ¿Cómo?

– Por la tormenta, señora. Algunos pasajeros no pudieron dormir. No creo que muchos vayan a desayunar.

– Supongo que no.

– Sin no fuera más que el tiempo lo que los preocupa, señora, no sería nada.

– ¿Qué quiere decir?

– Otro pasajero con problemas anoche. El inspector Dew de Scotland Yard.

– ¡No! ¿Qué ocurrió?

– Alguien le pegó un tiro, señora. Subió a cubierta y le dispararon.

– ¡Dios mío! ¿Está…?

– No sabría decirle, señora. Nos dijeron que mantuviéramos la boca cerrada. ¿No necesita nada más?

– No -Alma estaba temblando. Se recostó en la almohada. ¡Le habían disparado a Walter! ¿Estaría muerto? No podía creerlo.

Permaneció aturdida durante más de un minuto. ¿Quién podía querer matar a Walter y por qué? Estaba asustada. Pero tendría que levantarse para averiguar lo que había ocurrido.

Sin pensar se inclinó hacia la bandeja y tomó el sobre. La tarjeta que contenía había sido dibujada a mano. Mostraba dos corazones unidos por una flecha. La abrió y leyó el mensaje. Eran dos versos de una vieja canción.

Porque Dios te hizo mía

Y yo soy tuyo

J.

– Oh, Johnny, Johnny, Johnny -exclamó Alma en voz alta. No bebió el té. No se bañó. Se vistió y fue derecha al camarote de Walter. Llamó a la puerta.

Una enfermera, una verdadera enfermera, abrió y la miró con desdén.

– ¿Sí?

– Oí decir que han herido al inspector.

– Así es.

– Soy una amiga, una amiga personal. Por favor, dígame si está grave.

– No puedo decírselo.

– Por favor… ¿su vida corre peligro? -mientras hacía la pregunta su voz expresaba la preocupación que sentía, pero aun así una remota zona de su cerebro anticipaba la muerte de Walter dejándola libre para casarse con Johnny.

– Está fuera de peligro -respondió la enfermera.

Una voz desde dentro del camarote -no la de Walter-, preguntó a la enfermera.

– ¿Quién es, enfermera?

La enfermera se volvió hacia Alma.

– ¿Cómo se llama?

Alma dudó. Sin saber en qué estado de inconsciencia estaba Walter no se atrevía a decir que era Lydia. Era probable que le hubieran dado morfina y decirle que Lydia estaba en la puerta podía precipitarlo a alguna reacción calamitosa.

– Si no me dice su nombre, ¿cómo puedo darle su mensaje?

– No hay mensaje -titubeó Alma. Dio media vuelta y casi corrió hasta la puerta al final del corredor.

La enfermera chasqueó la lengua, cerró la puerta y se reunió con el sargento que estaba al lado de la cama de Walter. El señor Saxon tenía un aspecto radiante; tanto, que parecía ajeno a la desdicha de Walter. Estaba tan orgulloso como si él mismo hubiera disparado el tiro.

– Tómese su tiempo para recuperarse -le dijo-. Ahora su responsabilidad ha terminado, inspector. Es un día glorioso y merece disfrutarlo.

– ¿Qué quiere decir?

– Muy simple. Que aparte de su declaración no tiene que ocuparse de nada más. Gordon está arrestado. Todavía no ha escrito su confesión, pero ya lo hará.

– ¿Gordon? ¿Jack Gordon?

El señor Saxon sonrió.

– Si no hubiera soltado a esa basura, no tendría esa herida en el hombro. ¿Cómo se siente?

Walter trató de levantar la cabeza de la almohada. Hizo un gesto de dolor y se dejó caer hacia atrás.

– Dolorido, parece.

– Jack Gordon no me disparó -susurró Walter.

El señor Saxon se volvió hacia la enfermera.

– ¿Qué le dio el doctor a este hombre?

– Yo le estaba dando la espalda -susurró Walter-. Y la bala vino de frente.

– No creo que pueda recordar mucho -comentó el señor Saxon-, Todo será una nebulosa para usted, ¿verdad?

– Lo recuerdo con claridad. Le daba la espalda y el disparo me dio de frente. Caí contra él. Fue otra persona la que me disparó.

– Lo dudo.

– ¿Qué pasó después de que me dispararan?

– Gordon lo arrastró abajo y pidió ayuda a gritos. No es tonto, inspector.

– ¿Lo cacheó? ¿Tenía un arma?

– Supongo que la habrá tirado por la borda.

– Ese hombre es inocente -musitó Walter. Con ayuda de su brazo sano se levantó un poco-. ¿Dónde está? Quiero hablar con él.

– Me temo que no será posible -dijo la enfermera-. Tiene que quedarse acostado el resto del día. Ya oyó las órdenes del doctor.

– El doctor me dijo que no era más que una herida superficial.

– Le dio algo para aliviar el dolor. No creo que pueda mantenerse en pie.

– Entonces veré a Gordon aquí.

– Está arrestado -repitió el señor Saxon.

– No importa. Vaya a buscarlo -ordenó Walter.

17

Alma pasó un largo rato buscando a Johnny. No estaba en su hamaca ni dando su vuelta habitual por la cubierta, tampoco lo halló bebiendo su habitual whisky doble en el salón de fumar. Finalmente lo encontró en el último extremo de la cubierta del barco. Estaba inclinado sobre la baranda, estudiando el centro de la estela que dejaba el barco. Se dio la vuelta y la tomó de la mano.

– Mañana. Nueva York.

– No te pongas triste -pidió Alma-, me entristecerás a mí también.

– ¿Qué piensas hacer en los Estados Unidos… ¿Algo en el teatro?

– No, eso terminó. No estoy segura de lo que va a pasar.

– Supongo que te espera alguien -musitó Johnny.

– Bueno, no.

– Pero no estarás sola en Estados Unidos…

– Espero que no.

– Hay otro -arriesgó Johnny-, ¿no es así?

Alma contempló la espuma que escapaba de las turbinas.

– Creo que ya sabes la respuesta. Johnny, cuando me dejaste después del desfile, dijiste que te ibas a cambiar.

– Sí, querida, eso es lo que hice.

– ¿No fuiste a cubierta?

Johnny frunció en ceño.

– No, ¿por qué? ¿No creerás que tengo algo que ver con lo que le ocurrió al inspector Dew? ¿Por qué habría de hacerlo? -abrió grandes los ojos-. Dios mío… ¿acaso tu…?

– No me preguntes nada más, por favor -pidió Alma-. Sólo estaba pensando en ti.

– Eso más bien le pone sordina a mis planes. Estaba por pedirte que hicieras de mí un hombre decente, por así decir. No soy tan viejo como parezco.

Alma sintió que la sangre le subía a las mejillas.

– No pienso que seas viejo.

– Es la clase de vida que he llevado. Nunca me he cuidado -se rió-. Quisiera tener el coraje de cuidar de ti… Ya sé que vender coches no es como pertenecer a la administración pública o a la Bolsa, pero es un trabajo con perspectivas.

Alma le devolvió la sonrisa.

– ¿Me estas proponiendo el matrimonio?

Johnny la besó con suavidad en la mejilla.

– Sí, Lydia.

Ante la mención de ese nombre Alma cerró los ojos. ¿Cómo podía casarse con Johnny si él ni sabía su verdadero nombre?

– ¿Qué pasa? -preguntó Johnny.

– No puedo… -sintió que se le secaba la boca-. No puedo darte una respuesta todavía. Me gustaría poder decir que sí, pero… tengo que hablar con alguien. Oh, Johnny -apoyó la cabeza en su hombro y comenzó a llorar.

18

Cuando el señor Saxon volvió con Jack Gordon, Walter Estaba sentado en la cama. La enfermera se había ido. Jack exhalaba resentimiento cuando el señor Saxon le señaló una silla.

– No necesita quedarse, señor Saxon -sugirió Walter con generosidad-. Es estos momentos deben de estar registrando los camarotes en busca del arma.

– Tengo que quedarme -replicó secamente el sargento con el aire de un hombre que sabe mucho más de lo que quiere decir.

– El señor Gordon no me va a atacar.

El señor Saxon resopló groseramente, de manera elocuente.

– Si insiste -concedió Walter-, puede tomar nota de lo que vamos a decir -sacó el cuaderno de debajo de la almohada y se lo alcanzó a Saxon.

– Tengo el mío -contestó el oficial con arrogancia.

– Como prefiera -Walter se volvió hacia Jack-. Señor Gordon, quiero agradecerle por haberse ocupado de mí anoche. Por lo que he oído, no le han tratado con mucha gratitud. ¿Anotó eso, señor Saxon, o voy demasiado rápido?

El señor Saxon no levantó la vista del cuaderno.

Walter continuó.

– Busco información y me parece que usted es la persona más apropiada para dármela.

Jack pareció dudar.

– Ya le dije todo lo que sabía.

– Todo lo que le pregunté -dijo Walter-. Las preguntas y las respuestas no siempre contienen la información que uno necesita. Los dos queremos encontrar al asesino de su esposa. Y el tiempo se nos acaba. Después que atraquemos mañana, nuestras posibilidades de atraparlo son casi nulas. Así que pensé que si podíamos reunir toda la información, a lo mejor obtendríamos algunas ideas nuevas. Suponga que empezamos con los hechos que tenemos a disposición. Usted y su mujer compraron un pasaje en el Mauretania con la intención de ganar un montón de dinero jugando a las cartas con un norteamericano, Paul Westerfield.

– Ya se lo dije.

– Por supuesto -Walter continuó como si la impaciencia de Jack no lo hubiera alcanzado-. ¿Sabe? Lo que me interesa es el motivo por el que eligieron este viaje en especial y ese pasajero en especial. Me pregunto si no tendrá algo que ver con el caso.

– No creo -contestó Jack-. Elegimos el Mauretania porque nunca habíamos trabajado en él. No nos conocían ni el capitán ni el comisario de a bordo.

– Su primer viaje en el Mauretania. Entiendo.

– Y Westerfield era la presa ideal. Hijo de un millonario, sociable, graduado en matemáticas. No sé lo que está pensando, inspector, pero le puedo asegurar que Paul Westerfield no sospechaba de nosotros. Él y la chica eran los perfectos candidatos.

Del otro lado del cuarto el señor Saxon rechinaba los dientes. Jack continuó.

– Supongo que me va a preguntar si sé de algún otro que nos tuviera rencor.

– Estaba en la punta de mi lengua -reconoció Walter.

– Inspector, desde el domingo que recorro el barco mirando cada cara para ver si reconozco a alguien. Estoy convencido de que no hay a bordo ni un hombre ni una mujer que haya jugado a las cartas con nosotros en alguna otra oportunidad. Si quiere saber mi opinión, le diré que creo que Kate fue asesinada por un maníaco que bien pudo haber estrangulado antes a otra mujer.

– ¿El mismo maníaco que me disparó?

Era una simple pregunta, pero Jack la tomó como una crítica a su teoría.

– Ese es un punto en el que no había pensado. ¿Es común que un estrangulador de mujeres se dedique también a disparar? -Walter no le respondió, así que decidió continuar-. En realidad no puedo describir lo que pasó anoche como un crimen similar. El que le disparó eligió su víctima, ¿no? El asunto es por qué lo hizo.

– He estado pensando en eso -interrumpió Walter-, Lo único que puedo decir es que quizás ese tipo creyó que me estaba acercando mucho a la verdad.

Jack torció la cara en un gesto de incredulidad.

– ¿Cómo?

Walter miró al señor Saxon; él tampoco parecía convencido.

– Bueno, tiene que haber habido alguna razón para que alguien haya querido dispararle.

Se produjo un silencio y luego habló Jack.

– No quiero ofender, pero no creo que usted fuera el blanco. Me estaba apuntando a mí.

– ¿A usted? -Walter abrió mucho los ojos. Parecía apenado. Jack asintió.

– No sé si recuerda, inspector, que usted se alejó y la bala le dio en el hombro.

– Vaya si lo recuerdo. -Exclamó Walter tocándose el hombro.

– Si no se hubiera movido, la bala me habría ido a mí.

– ¡Oh!

– Es más lógico, ¿no le parece? -insistió Jack-. Primero Kate y después yo. Alguien quiere matarme.

Walter meditó sobre la interpretación.

– Si éste es el caso, es probable que el señor Saxon le haya salvado la vida encerrándolo.

Por la expresión del señor Saxon, supuso que ése era un mérito que no le interesaba mucho.

Jack siguió adivinando lo que Walter iba a preguntarle.

– Supongo que va a decir que ésta no es para nada la obra de un maníaco. Debo admitir que tiene razón. Tiene que ser alguien que nos odia, ¿pero quién?

– Quién, realmente.

Jack se frotó la barbilla.

Walter jugó con los flecos de su colcha.

El señor Saxon suspiró de impaciencia.

Jack chasqueó los dedos.

– Paul Westerfield. Todo vuelve a él. Tengo que estar equivocado a su respecto. Es más inteligente de lo que pensé. ¿Qué le parece inspector? ¿Puede haberse dado cuenta de que tratábamos de engañarlo?

– Usted es el mejor para juzgarlo -replicó Walter con su habilidad para dar respuestas neutras.

– Aun así, el asesinato es una reacción extrema -continuó Jack-. Hay que estar desequilibrado para tomarlo en forma tan personal. En su momento no dijo nada, pero algo debe haber alimentado su resentimiento… Da la impresión de ser cuerdo, pero hay algo en él… Inspector, creo que debe investigar a Paul Westerfield. Para empezar puede averiguar dónde estaba anoche cuando le dispararon.

– Ya sé -suspiró Walter con satisfacción-. Yo sabía que podía contar con su ayuda.

– ¿Me cree?

– Haré lo que usted dice.

– Entonces, ¿estoy libre?

– No creo que debamos retenerlo. ¿Qué opina usted, señor Saxon?

El gruñido que emitió el oficial podía significar cualquier cosa, menos que celebrara la decisión de Walter.

– En ese caso… -concluyó Jack. Se levantó para irse.

– Hay algo más -exclamó Walter.

– ¿Sí?

– ¿Puede decirle al médico que venga a verme? Creo que estoy listo para levantarme.

19

Era el día más feliz en la vida de Marjorie Cordell, o por lo menos el más feliz desde su boda con Livy. Después del almuerzo Barbara le había dicho que Paul quería casarse con ella. En lo peor de esa horrible tormenta de la noche anterior esos dos jóvenes habían encontrado un rincón tranquilo en el barco para decidir que deseaban compartir sus vidas. Era muy romántico. Todavía tenían puestos sus disfraces de peregrinos. Marjorie no podía imaginar nada más encantador y apropiado.

Paul había estado muy correcto al decirle a Barbara que pensaba pedir el permiso a sus padres. Había ciertas dudas con respecto a quién debía dirigirse, porque Livy no era su padre, pero Marjorie decidió que eso no tenía importancia. Livy podía contestar por los dos, ya que ésa era una formalidad que se arreglaba mejor entre hombres.

– Vamos a dejar que se sientan importantes -le susurró a Barbara-, Pobrecitos, es la única oportunidad que tienen.

Se convino que Livy estaría en el salón de fumar al mediodía y Paul un minuto después. Arreglarían lo necesario y luego se reunirían con las damas para almorzar. Livy iba a ordenar una botella de champagne.

Madre e hija planearon estos excelentes arreglos, pero cuando Marjorie habló con Livy se sorprendió ante su falta de entusiasmo.

Si no te importa prefiero dejártelo a ti -se excusó-. No está en mi carácter andar con ceremonias. El muchacho puede hablar contigo.

– No tienes por qué estar nervioso -le recordó Marjorie-. Por Dios, Paul tendría que estar nervioso, pero tú no.

– De veras, Marjorie, lo único que quiero es quedarme en el camarote a leer un libro.

– Ésa es una actitud terrible, Livy. Barbara es nuestra hija. El día que nos casamos estuviste de acuerdo en tratarla como si fuera tuya. Ahora ha tomado la decisión más importante de su vida y prefieres ignorarlo. ¿Cómo puedo decírselo? Ponte tu traje, y una corbata y pensemos un poco en esos jóvenes en lugar de vivir exclusivamente pensando en nosotros mismos.

Livy sabía que era mejor no discutir. Cerró su libro y empezó a cambiarse. Acababa de ponerse el traje oscuro cuando alguien golpeó la puerta.

– ¿Estás presentable? -preguntó Marjorie mientras iba a abrir.

– Ésa es una cuestión de opiniones -gruñó Livy-. No me interesa estar presentable.

Marjorie abrió la puerta.

– Oh, disculpe. Estaba esperando a otra persona. Livy, es el inspector Dew.

– ¿No molesto? -preguntó Walter.

– Para nada -replicó Livy, adelantándose-. Íbamos a encontrarnos con alguien, pero podemos concederle unos minutos. Entre.

– No tiene muy buen aspecto, inspector -comentó Marjorie-. Nos enteramos de lo del disparo de anoche. Qué cosa tan terrible. ¿Dónde lo hirieron?

– En el hombro, señora.

– ¿En qué podemos servirle? -preguntó Livy.

– Espero que puedan ayudarme. Es acerca del muchacho que estaba anoche en su mesa.

– ¿Paul? -preguntó Marjorie-, ¿pasa algo?

– No sé. Eso es lo que espero que me digan.

– ¿Qué quiere decir? No le ha pasado nada, ¿no? Mi marido tiene que encontrarse con él dentro de pocos minutos. Paul quiere preguntarnos por nuestra hija…

– Livy la interrumpió.

– Querida, ¿por qué no escuchamos lo que tiene que decirnos el inspector?

Walter carraspeó.

– Es algo confidencial, muy confidencial. ¿Cuánto tiempo hace que conocen al señor Westerfield?

– Lo conocimos en París hace dos semanas -respondió Livy-. Barbara lo conoce mucho mejor. Fueron juntos al colegio.

– El camarote de Barbara está al final del corredor -musitó Marjorie.

– Ya lo sabe, querida.

– Por supuesto.

– Lo que quiero preguntarles -continuó Walter- es si no han notado nada raro en su comportamiento.

– ¿Qué quiere decir con… raro?

– Extraño, peculiar, errático.

– ¿Cree que pueda estar loco?

– ¡Dios mío! -exclamó Marjorie-. ¡Está a punto de comprometerse con mi hija!

– ¿Ah, sí? -Walter se sorprendió-. Entonces debo de estar equivocado. Les pido disculpas -se alejó hacia la puerta.

– Un minuto -pidió Livy-. Si hay algo en contra de este muchacho queremos saberlo.

– Claro que sí -apoyó Marjorie.

– No creo que suceda nada extraño -trató de asegurarles Walter-. Es más, pueden librarlo de toda sospecha si saben dónde estaba anoche después del desfile de disfraces.

– Estaba en el desfile -aclaró Marjorie-. ¿No se acuerda? Paul y Barbara estaban disfrazados de peregrinos.

– Tesoro, ha dicho después del desfile.

– ¿Después? Bueno, fue cuando los dos se fueron por su cuenta y él se le declaró.

– Sólo tenemos la palabra de Barbara -reflexionó Livy.

– ¡Oh, no!

– ¿Qué otra cosa tiene contra el chico? -le preguntó Livy a Walter.

– Nada definido. Puede haber sido una mera coincidencia que estuviera jugando a las cartas con esa señora la noche que la asesinaron.

– También estaba jugando mi hija Barbara -hipó Marjorie al borde de las lágrimas-, ¿No cree que tenga nada que ver con eso?

– Tranquila, querida -exclamó Livy-. Escuche, inspector, yo estaba en el salón de fumar el sábado por la noche. Hablé con Paul. Estaba esperando que le sirvieran un café para llevárselo a esa señora y Barbara estaba en la mesa mostrándose muy amable con ella. ¿Es ése el comportamiento de dos jóvenes que planean un crimen como ése? Creo que usted está cometiendo un error. Sin querer ofenderlo, por supuesto -puso una mano tranquilizadora en el hombro de Walter.

Walter lanzó un quejido.

– Diablos, lo había olvidado -se excusó Livy, sacando la mano-. Lo siento, inspector. ¿Quiere sentarse?

– No, está bien así. Ya me iba.

Marjorie atravesó el cuarto con el rostro temblando de emoción.

– No puede irse así. Todavía no nos ha dicho por qué cree que Paul es raro.

– Olvídalo, Marjorie -exclamó Livy.

– ¿Cómo puedo olvidarlo cuando estoy a punto de dar en matrimonio a mi única hija a un loco? -sollozó Marjorie.

– ¿Ahora me culpas a mí? -chilló Livy con la voz aguda por la incredulidad.

– No te importa nada de Barbara -declaró Marjorie mientras su ansiedad se convertía en furia-. Ni siquiera te importo, yo. Eres un egoísta, Livy Cordell y tendría que haberlo visto hace años. Todo lo que haces es hablar de los viejos tiempos y hacer chistes estúpidos a costa mía. Bien, ya he tenido suficiente de ti.

– ¿Te parece que yo soy feliz? -repuso Livy.

– Tengo que irme -tartamudeó Walter.

– No, no se irá -aseguró Marjorie agarrándolo del brazo sano-. Quiero saber la verdad, inspector. He estado cuatro años casada con un sinvergüenza y no pienso dejar que mi hija cometa el mismo error.

– ¿Me has llamado sinvergüenza? -preguntó Livy.

– ¿Preferirías que te llamara delincuente de pacotilla que no duda en embaucar a una mujer inocente para vivir el resto de su vida de su fortuna personal?

– Si eso es lo que piensas de nuestro matrimonio, puedes olvidarlo.

– Lo haré… no te preocupes por eso -farfulló Marjorie. Le había hecho bien decir esas cosas. Había triunfado sobre su desesperación. Se volvió hacia Walter y estuvo a punto de introducirle el dedo en el ojo-. Y ahora usted. Quiero saber la verdad, inspector. ¿Qué evidencia tiene de que Paul Westerfield está loco?

– Ninguna -respondió Walter, dirigiéndose otra vez hacia la puerta-. Era sólo una sospecha. Quería probarla en alguien que conociera al muchacho.

– ¿Qué dice?

– Será mejor que se vaya, inspector -pidió Livy. Abrió la puerta y lo empujó fuera.

Cuando estuvo cerrada, Marjorie encontró las palabras que le habían faltado un momento antes.

– ¿Oíste eso? Sólo era una sospecha. Paul no tiene nada malo. ¿Es lo que dijo?

– Algo así -reconoció Livy.

– ¿Por qué no lo dijo en primer lugar? ¿Qué clase de gente cree que somos?

– Después de lo que dijiste, no necesita creer nada. Ya lo sabe -replicó Livy con tono ácido.

– Tesoro, no quise decir lo que dije. -La voz de Marjorie sonó compungida, los ojos llenos de lágrimas-. ¿Qué ha sucedido? ¿Cómo he podido ser tan hiriente? -abrió los brazos para abrazar a Livy, pero él se mantuvo firme.

– Lávate la cara. Eres un desastre.

– ¿Estás enojado conmigo? Yo no te culpo, Livy.

– Voy a encontrarme con ese muchacho.

– Que Dios nos ayude, sí. Te estará esperando en el salón. ¿No le vas a contar nada?

– Yo no abro la boca de más como algunos que conozco.

Marjorie lloriqueó.

– Creo que me lo merezco. Livy, ¿cómo podemos tomar champagne con esos dos enamorados después de lo que ha pasado? Va a ser horrible. Nos van a mirar pensado que en algunos años se convertirán en esto. ¿No quieres que nos besemos y hagamos las paces antes de reunimos con ellos?

– Tenemos que afrontarlo, Marjorie -dijo Livy-, Tú y yo hemos terminado. Hago esto por Barbara, no por ti. Te veré en el almuerzo -salió del camarote.

Marjorie cerró los ojos y gimió.

20

Por tradición, el último evento social del Mauretania era el concierto. Tenía lugar en el salón principal y casi todos los pasajeros de primera clase estaban presentes. En el centro de la primera fila estaba el lugar reservado al capitán Rostron. Por esa noche la banda del barco era elevada a la categoría de orquesta y mientras el capitán se dirigía a su asiento tocaron un coro de H. M. S. Pinafore…


Démos tres vivas y uno más,

por el intrépido capitán del Pinafore.


Este aire de alegría se debía ciertamente a la sensación de alivio de saber que ésta era la última noche en el mar y nadie más había sido estrangulado. A pesar de la desilusión porque el inspector Dew no hubiera arrestado a ninguna persona, la opinión general era que su presencia en el barco evitaba más fatalidades. El comité de espectáculos hasta había discutido la posibilidad de incluir un segundo coro de Gilbert y Sullivan en el preámbulo…


Cuando hay que cumplir con el deber

el trabajo del policía no es un placer.


Pero se decidió que había que omitir cualquier referencia a Walter por respeto a la víctima del estrangulador.

La segunda parte del programa después del intervalo fue el signor Martinelli. Antes de que apareciera el tenor, el capitán Rostron se dirigió a la audiencia. Expresó el deseo de que hubieran disfrutado de la travesía a pesar del desgraciado episodio del principio y agradeció los esfuerzos denodados del inspector Dew para investigar el crimen y garantizar la seguridad de los pasajeros y la tripulación. Hubo aplausos y Walter hizo una pequeña reverencia desde el fondo del salón. Nadie mencionó la herida de su hombro.

– No he visto a tus padres aquí esta noche -le comentó Paul Westerfield a su novia Barbara cuando terminó el concierto.

– Es cierto -asintió Barbara-. No he hablado con ellos desde el almuerzo.

– No necesitas decírmelo -contestó Paul apretándole la mano-. Sólo te he dejado sola veinte minutos en todo el día.

– Tal vez estuvieran cansados -dijo Barbara con una sonrisa-. Durante el almuerzo me parecieron un poco tensos.

– Estaban tristes por tener que entregar a su preciosa hija.

– No creo que piensen eso precisamente -replicó Barbara.

El salón de fumar de pronto se vio invadido por su habitual clientela y otros parroquianos que querían tomar la última copa con amigos hechos a bordo. Se hablaba de Nueva York, de la cuarentena y de la aduana. Todavía había que hacer las maletas, pero era difícil dejar la bonhomie para dedicarse a tareas tan depresivas.

Algunos pasajeros aún miraban con desconfianza a Jack Gordon, quien se mantenía cerca de Walter.

– ¿Habló con los Cordell? -preguntó mientras alcanzaba a Walter un whisky con soda.

– Sí -contestó Walter-. Y lo lamento -le contó a Jack lo del compromiso de Barbara con Paul-, No se sintieron muy felices de escuchar nuestra teoría de la locura. Ojalá no lo hubiera mencionado. Creo que el joven Westerfield es inocente.

– Estoy seguro de eso -opinó Jack.

Walter levantó las cejas.

Jack le explicó.

– Mientras usted estaba con sus padres yo hablé con Paul y Barbara. Les pregunté dónde habían estado anoche cuando le dispararon y me enteré de que Paul se le estaba declarando en el salón escritorio. Un camarero encendió la luz y los vio besándose. Vestían sus disfraces de peregrinos. El camarero volvió a apagar la luz apresuradamente y los dejó allí. Yo lo controlé. Tienen su coartada.

– Ojalá lo hubiera sabido antes de ver a los padres.

– Un hombre con su tipo de trabajo no puede estar cuidándose de herir los sentimientos de la gente, inspector.

– Supongo que no.

– No cuidó los míos cuando me consideraba un sospechoso.

– No sabía que era el marido de la víctima. Se comportaba de forma sospechosa.

– ¿Se refiere a cuando fui a la morgue para verla?

– Sí. Pero ahora que lo pienso le admiro.

– ¿Cómo es eso?

– Porque logró encontrar el lugar. Yo también estuve allí. Es como un laberinto. Me perdí al regresar de las celdas. No sé cómo logró encontrar la morgue sin ayuda. Usted mismo me dijo que era su primer viaje en el Mauretania.

– No es un misterio. El Mauri tenía una nave gemela.

– ¿Se refiere al Lusitania?

– Sí. Los construyeron en el mismo año. Eran prácticamente idénticos.

– ¿Y usted estuvo en el Lusitania?

– Trabajé en él, inspector. En ese entonces me llamaba Jack Hamilton y era camarero. Así es como aprendí a circular por las cubiertas inferiores. Dos años de ir y venir le enseñan a cualquiera los atajos. Era un trabajo muy pesado -Jack sonrió con aire satisfecho-. Solía mirar a los pasajeros de primera clase reclinados en sus hamacas y romperme la cabeza para encontrar la manera de llegar allí. Entonces otro camarero me contó lo de los «marineros» del salón de fumar, los jugadores de cartas profesionales que se ganaban la vida desplumando a los millonarios. Los estudié mientras trabajaban y decidí que eso era para mí -se encogió de hombros-. Ahora sabe la historia de mi vida.

– Muy interesante -meditó Walter-, Supongo que ya no trabajaba en la Cunard cuando torpedearon el Lusitania.

– Sí -reconoció Jack-, Yo estaba a bordo y Kate también. Era criada. Katherine Barton. Tuvimos la suerte de sobrevivir, porque fuimos de los últimos en dejar el barco. Estuvimos en el agua casi una hora.

– Así estaban más seguros -respondió Walter sacudiendo la cabeza y suspirando-. Murió un montón de gente peleando por los botes.

Jack se quedó mirando a Walter.

– ¿Usted estaba en el Lusitania?

– Sí… con mi padre. Éramos pasajeros de primera clase. Creo que cada superviviente tiene su historia. Mi padre tenía una pierna enyesada y fuimos los últimos en dejar el salón comedor. Siempre pensé que eso nos salvó la vida. Casi todos los botes se hicieron pedazos. Esperamos en cubierta hasta que el agua nos alcanzó y nos alejamos nadando antes del final.

Kate y yo casi nos hundimos con el barco. Después que el torpedo nos alcanzó, nos ordenaron que controláramos si todas las suites y los camarotes de la sección D estaban vacíos. Los pasajeros no estaban, pero Kate se topó con un ladrón en el momento en que éste vaciaba un joyero. El desgraciado la golpeó con la maldita caja y la dejó inconsciente. Luego cerró la puerta y la abandonó a su suerte. Me lo crucé en el corredor y no me dijo una palabra. Volví para ver por qué Kate no me había alcanzado y la encontré desmayada sangrando. De alguna manera la hice volver en sí y la subí a la cubierta. Esa es mi historia, inspector. Lo mejor fue que seis semanas después Kate se casó conmigo.

– ¿Alguna vez supieron lo que le pasó al ladrón?

– No. No sé si sobrevivió. Si lo encontrara no lo reconocería. Apenas lo vi. Era un hombre bajo y robusto con traje oscuro. En ese momento estaba muy asustado. Todavía tengo pesadillas cuando estoy en un barco y éste se inclina, recuerdo a Kate desmayada en mis brazos y el miedo de que en cualquier minuto el agua lo cubriría todo.

– Por eso no quería quedarse ahí abajo durante la tormenta de anoche.

Jack asintió.

– No soy uno de esos que juró no volver a pisar un barco, si no no hubiera elegido esta vida, pero me quiero asegurar de que si alguna vez vuelve a suceder, no me encuentre encerrado abajo.

– Es muy comprensible -reconoció Walter-, Debe de haber sido una experiencia terrible. Usted dice que no reconocería al ladrón si lo volviera a ver, pero me pregunto si su mujer no lo había visto mejor.

– Sí, inspector. Siempre decía que reconocería al sinvergüenza si lo volvía a ver.

– ¿De veras? Qué interesante.

– ¿Por qué?

– Si estuviera en este barco, tendría motivos de sobra para haberla asesinado.

– ¡Dios mío, tiene razón!

– No sé si iría tan lejos como eso -comentó Walter, medio arrepentido de haber mencionado esa posibilidad-. No es más que una teoría.

– Es la única que coincide con los hechos -exclamó Jack con un tono que no necesita convencimiento-. El tipo subió en Southampton y se pegó el susto de su vida al ver a Kate. Supongo que pensó que ella se había ahogado en el Lusitania. Sabía que teniendo cinco días por delante en el mar Kate lo iba a reconocer y decidió matarla. Dio por sentado que viajaba sola, así que la arrojó al mar, suponiendo que nada lo vincularía con su desaparición. Era un ladrón, así que no habrá tenido ningún problema para entra en su camarote. La estranguló y la arrojó por el ojo de buey. Y entonces las cosas empezaron a andar mal.

– Recuperaron el cuerpo del mar -dijo Walter.

– Eso fue lo primero. Lo segundo fue la noticia de que usted estaba en el barco, un famoso detective de Scotland Yard. Y la tercera fui yo… el marido de Kate. El tipo podía saber que ella estaba casada hasta que oyó los rumores y me vio hablando con usted. Tal vez recordara mi rostro. Sea lo que fuere, se convenció a sí mismo de que yo le iba a contar a usted lo del Lusitania, y usted, el hombre que atrapó a Crippen, no perdería ni un segundo en arrestarlo. Era un hombre desesperado, así que probó un remedio desesperado.

– Me disparó.

– Sí. Que me haya apuntado a mí o a usted no tiene importancia.

– No estoy de acuerdo -se opuso Walter secamente.

– Me refiero a que su punto de vista del resultado sería igual -continuó Jack demostrando impaciencia-. Quería evitar que le contara lo del Lusitania. Pero no lo logró. Ahora sabe lo que pasó. ¿Qué piensa hacer, inspector?

Walter contempló su vaso como si la respuesta estuviera allí.

– Tengo que hacer el equipaje.

– Tenemos que encontrar a ese hombre. Asesinó a mi mujer.

Casi lo mató a usted.

– Sí. Pero dudo de que trate de hacer alguna otra cosa. Y no puede escapar. Lo veré por la mañana.

– ¿Ya sabe quién es? -preguntó Jack atónito.

– Creo que sí -replicó Walter con una sonrisa modesta.

– ¿No me lo va a decir?

– Será mejor que no. Pero le agradezco su ayuda.

21

Alma se miró en el espejo y tomó el colorete. Su cara era espectral. Estaba esperando a Walter.

Había pasado una nota por debajo de su puerta pidiéndole que fuera a verla. Y ella pensaba decirle que se había equivocado, que no lo amaba, que había sido una mera pasión pasajera.

Sin embargo ya deseaba que hubiera una manera de recuperar la nota antes de que él la encontrara. Le temía. Había sido un terrible error haber elegido justamente el camarote donde Lydia había muerto para decírselo. Sólo la fuerza de su amor por Johnny le impedía escapar corriendo. Prefería morir antes de perder la oportunidad de casarse con él.

Pero la atormentaba la culpa. Había repasado en su mente una y otra vez los sucesos que unían su vida a la de Walter y siempre llegaba a la misma conclusión. Si Walter no la hubiera conocido, no habría asesinado a Lydia. Estaría en algún lugar de Inglaterra tratando de continuar con su trabajo de dentista. No era ni había sido nunca la figura exquisitamente atractiva en que su imaginación lo había convertido. Era decente y confiado y aburrido, aburrido, aburrido. No tenía ni una pizca de animación. Era deprimente saber que no era Walter el que la había fascinado, sino sus fantasías. La fantasía de escapar con un hombre que asesinaba a su mujer y lo abandonaba todo… trabajo, casa y país… para vivir con ella por el resto de sus días. Pero no era el amor y ahora sabía que no lo quería. Seguía siendo aburrido…

En algún lado había leído que los asesinos son casi todos individuos aburridos y patéticos. No lo había creído al leerlo y estaba segura de que Ethel Le Neve tampoco. Pero, ¿y si no hubieran atrapado a Crippen? ¿Si Ethel hubiera tenido que pasar el resto de sus días en la cárcel con él?

El asesinato no le iba bien a Walter. Sólo lo notaba cambiado en un solo punto: se había vuelto peligroso. Aburrido y peligroso. Un hombre que ha asesinado una vez y no ha sido capturado, no puede ser ignorado.

El golpe en la puerta la sobresaltó. Tenía puesta una blusa de seda que parecía viva a causa del miedo. Respiró hondo y se dirigió a la puerta.

Allí estaba, con la nota en la mano y las cejas levantadas con aire interrogativo.

Alma trató de sonreír. Se hizo a un lado para dejarlo pasar y cerró la puerta.

– Walter, ya sé que decidimos no vernos a menos que hubiera una razón muy importante.

– ¿La hay?

– Por favor, siéntate. Tenía que encontrar una manera de hablarte antes de mañana. Has tenido que afrontar muchas más cosas que las que supusimos.

Walter se encogió de hombros.

– No ha sido tan malo. Ocupó mi mente.

– Pero te hirieron. ¿Todavía te duele?

– No lo llamaría dolor. Más bien molestia.

– Pero lo que pasó es culpa mía -alegó Alma-. Yo he tenido más oportunidades que tú de pensar las cosas.

– ¿Culpa por qué?

– Por todo. Por la muerte de Lydia.

– Lo planeamos juntos.

– Si no me hubieras conocido, nunca lo habrías pensado. Nunca hubieras puesto el pie en este barco, nunca hubieras hecho lo que hiciste en este maldito camarote, nunca hubieras tenido que fingir ser detective.

Walter parpadeó, sorprendido.

– No fue tan difícil. Disfruté enormemente.

– ¿Disfrutaste?

– Nunca me trataron mejor. Al principio creí que sería difícil, pero no fue así. No tuve que hacer preguntas astutas ni descubrir claves escondidas. Ser detective consiste en lograr que la gente hable. Sé escuchar… Lydia me acostumbró. Como te decía, si los dejas hablar te lo contarán todo y te adjudicarán el mérito de haber descubierto la verdad.

Alma creyó comprender.

– Sí, tienes que haber sido astuto para convencerlos.

– ¿Convencerlos?

– Convencerlos de que sabías lo que estabas haciendo… que estabas resolviendo el misterio.

– Mi querida, lo he resuelto. Ya sé quién cometió el asesinato y por qué. Eso es lo que quiero decir. Soy un detective muy bueno.

– Walter, eso es imposible.

Se recostó en la silla con los brazos cruzados.

– Ya verás.

Alma lo miró, preguntándose si habría perdido la razón. Parecía obsesionado por Dew. Creía realmente que era un gran detective. Incluso creía haber resuelto el caso.

¿Era concebible que estuviera tan desquiciado que pensara en acusarse a sí mismo del asesinato de Lydia? ¿Y a ella como su cómplice? ¿Iba a ser ése el último logro del falso inspector Dew?

Alma empezó a hablar con la urgencia y la convicción de un prisionero pidiendo por su vida.

– Escúchame, Walter, por favor. No tengo derecho a decirte esto ahora. Me avergüenzo, pero tengo que decírtelo -le tomó una mano y se arrodilló al lado de su silla mirándolo con ansiedad-. He cambiado. Cuando iba a tu consultorio, te idolatraba. Nunca había hablado con un hombre tan seguro, tan fuerte, tan apuesto. Debo decirte que no tenía mucha experiencia. Los únicos hombres que conocía fuera de mi familia eran personajes de los libros, de esas historias románticas que encuentras en las bibliotecas. Para mí eras como una de esas criaturas irreales, con tus modales sofisticados y tu nombre extranjero. Y como cada uno de ellos al principio del libro, me pareciste inalcanzable.

– Pero ya superamos eso -acotó Walter con una sonrisa indulgente.

– Sí -Alma tragó con dificultad-. Me convencí de que eras el camino a la felicidad eterna. Fui egoísta. Creí que te amaba, y nada, ni siquiera tu esposa legítima, podía interponerse en mi camino. Fue como una obsesión. Todos los sueños infantiles, las frustraciones y las fantasías que había ido creando durante la guerra se centraron en ti. Tengo veintiocho años, Walter, soy casi una solterona, y me he conducido peor que una colegiala.

– No tienes por qué avergonzarte.

– Sí… porque te he engañado a ti y a mí misma. Estos días en el mar me han devuelto el sentido común. ¿Cómo puedo decírtelo sin lastimarte?

– ¿Que ya no me amas? -preguntó Walter sin alterarse.

Alma bajó la cabeza.

– ¿Hay otro?

– Sí -empezó a sollozar.

Walter le acarició el pelo.

– Gracias por decírmelo. Para ser franco, es un alivio. ¿Sabes? Me sentía culpable. Me aproveché de tus sentimientos. Solo nunca hubiera logrado el coraje para hacer lo que hice. Lo afronté con tu ayuda. Yo también he aprendido con esta experiencia. Ahora puedo arreglármelas solo.

Estaba tranquilo y controlado. Estaba diciendo la verdad. Alma se inclinó y lo besó en la mejilla.

– Lo que ocurrió en este camarote es y será nuestro secreto. Lo llevaré a la tumba conmigo.

Walter se lo agradeció y se puso de pie.

– En la bodega hay algunos baúles de Lydia. Cuando lleguemos a Estados Unidos, ¿puedes reclamarlos? Si nadie se presenta comenzarán las preguntas.

– Por supuesto -asintió Alma. Cuando llegaron a la puerta agregó en un impulso-. Fue un crimen perfecto.

– Casi. Mucha suerte con el señor Finch.

Alma estaba sola otra vez.

22

Antes de las siete del miércoles, en la mañana en que el Mauretania debía atracar en el muelle de Nueva York, hubo una reunión en la oficina del capitán. Walter había sido anunciado por el camarero. En esa habitación donde por primera vez lo habían llamado para investigar el asesinato, estaban reunidos además del capitán, el señor Saxon, Paul Westerfield II, su novia Barbara y, con el rostro bañado en lágrimas, Marjorie Cordell. El capitán le señaló una silla y Walter se sentó. Estaba frente al señor Saxon, que lo miraba con aire mustio.

– Seré breve, inspector -comenzó el capitán-. Ha desaparecido otro pasajero. Desde ayer por la tarde el marido de esta señora ha desaparecido. Anoche no volvió a su camarote. La señora Cordell lo informó a las tres de esta madrugada y el señor Saxon y su equipo han efectuado una búsqueda. Tienen experiencia en este tipo de cosas. Saben dónde buscar polizones. Después de tres horas no han encontrado señales del señor Cordell. Por razones obvias, decidí que teníamos que avisarle.

Walter asintió con aire solemne.

– Está muerto -hipó Marjorie-, Livy está muerto. Lo sé.

Barbara se volvió hacia ella.

– No tienes ninguna razón para decir eso, mamá -le espetó con voz tranquila-. Es posible que esté jugando a las cartas en el camarote de algún otro. La gente pierde el sentido del tiempo cuando está jugando una buena partida. Va a aparecer a la hora del desayuno preguntado el porqué de todo este pánico.

– No hay pánico -corrigió el señor Saxon con agresividad.

Paul carraspeó.

– Creo que tenemos que informar mejor al inspector Dew. Ayer le pedí a Livy la mano de Barbara. Parecía un poco ausente, pero dio su consentimiento y tuvimos un agradable almuerzo con champagne para celebrarlo.

– ¿Bebió mucho? -preguntó el señor Saxon.

– No, que yo recuerde. Tal vez una copa y media. Estaba muy callado, pero eso no es raro. Cuando habla, es casi siempre para hacer algún comentario gracioso. Pero tengo que admitir que no estaba como de costumbre.

– No hacía más que mirar a su alrededor como si algo lo molestara -acotó Barbara.

Marjorie lloriqueó.

– Será mejor que se lo diga, porque sé que el inspector lo sacará a flote si no lo hago. Antes del almuerzo… justo después de que usted nos visitara en el camarote, inspector… Livy y yo tuvimos la primera discusión en nuestro matrimonio. Han sido tres años de felicidad y justo ayer ocurrió esto… en el mismo día en que estos queridos chicos tendrían que habernos hecho tan felices. Fue terrible tener que representar una alegría que no sentíamos cuando acabábamos de destrozarnos uno al otro.

Barbara estiró la mano hacia Marjorie.

– Mamá, no lo sabía. ¿Qué pasó?

– No importa querida. Algunas estupideces que le dije al inspector. Estaba muy nerviosa.

– ¿Por qué?

– No me lo preguntes. No tiene importancia… ¿no es así, inspector? -Marjorie miró implorante a Walter, que sacudió la cabeza, apoyándola.

El capitán Rostron había detectado algo significativo en todo esto. Decidió que no podían dejarlo de lado.

– ¿Es cierto, inspector? ¿Usted entrevistó ayer a la señora y el señor Cordell?

– Así es, capitán.

– Todos esperaron que Walter ampliara esta declaración, pero no lo hizo.

El capitán insistió.

– ¿Así que tenía algo que ver con su investigación de la muerte de Katherine Masters?

– Yo no diría exactamente eso.

Marjorie cerró los ojos como si estuviera rezando.

– Pero tiene que haber tenido alguna razón para haber ido a verlos, inspector -siguió insistiendo el capitán.

– Sí, por supuesto.

– El disparo -soltó el señor Saxon-, Los fue a ver por el asunto del disparo.

– Exacto -replicó Walter enseguida-. El arma. Estaba buscando el arma.

Marjorie abrió los ojos.

– Sí, de eso se trababa. Del arma de Livy.

– ¿Su marido tiene un arma? -preguntó el capitán.

– Mamá, ¿qué estás diciendo? -exclamó Barbara con tono escandalizado.

– ¡Ay, que Dios me ayude! -murmuró Marjorie.

– ¿Y usted sospechaba esto, inspector? -preguntó el capitán.

– Más o menos -contestó Walter sin comprometerse.

– No sé cómo lo hizo -agregó el señor Saxon.

– Simple experiencia -Walter fue aplastante.

– ¿Pero no se la quitó?

– No fue necesario. No estaba allí.

– Supongo que la habrá tirado al mar -arriesgó Marjorie-. Era tan cuidadoso. Mi pobre Livy. Siempre tratando de enterrar su pasado y tenía que ser yo la que lo descubriera ante el inspector -se cubrió la cara con las manos, mientras Barbara se levantaba a consolarla.

– No nos dijo que sospechaba de él -recriminó el señor Saxon a Walter.

El capitán Rostron intervino.

– Señor Saxon, a usted no le corresponde cuestionar la manera de conducir la investigación del inspector. No me cabe duda de que tenía sus razones para actuar así -se volvió hacia Walter.

– Varias -contestó Walter.

– ¿Por favor, podría decirnos de qué se trata todo esto? -pidió Paul.

Walter sacudió la cabeza.

– Prefiero no mortificar a las señoras.

– Está bien -musitó Marjorie, secándose los ojos con un pañuelo-. Tienes derecho a saberlo, Paul. Te lo diré yo misma. Ayer vino el inspector a vernos. Como sabrán, hace un tiempo que nos vigila, y ya empezábamos a sentir la tensión. Es un gran detective, Paul, y sabía el momento exacto en que tenía que actuar. Con mucha astucia logró asustarme sugiriendo un hecho completamente estrafalario. Por supuesto que no era cierto, y ahora no tiene importancia de qué se trataba, pero nos socavó la moral. Empezamos a decirnos cosas que nunca nos habíamos dicho. Llamé a Livy ladronzuelo, delincuente. Era lo único que no debí haber dicho, pero en ese momento no lo sabía.

Barbara la interrumpió.

– ¡Mamá! Esto es absurdo. ¿Acaso estás insinuando que Livy es un delincuente?

– Tesoro, lo era antes de casarnos. Era ladrón. Podía abrir puertas sin ningún problema. Solía viajar en los transatlánticos y hacerse con el dinero que la gente dejaba en sus camarotes. Lo suficiente para vivir bien. Siempre dejaba bastante y la mayoría ni siquiera se daba cuenta de que les faltaba algo.

– Bueno, eso si que es increíble -exclamó Paul, sonriendo ligeramente mientras sacudía la cabeza-. Me dijo que había hecho muchos viajes en barco por negocios. Importación y exportación.

– Su sentido del humor -reconoció Marjorie-, ¿Querría usted contarles lo del Lusitania, inspector?

– Como quiera -aceptó Walter. Repitió la historia que le había contado Jack Gordon, con Livy en el papel de ladrón que había golpeado a Katherine, dejándola encerrada en el camarote mientras el barco se hundía.

– Yo no sabía nada de eso hasta ayer después del almuerzo -continuó Marjorie-. Me lo contó todo. Cómo se sorprendió y horrorizó al ver la camarera en el barco en la primera noche cuando salimos de Inglaterra. Fue al salir del camarote y verla avanzar hacia él. Siempre había pensado que había muerto, pero allí estaba, como un espectro volviendo en busca de venganza. En ese momento se escondió en el camarote y cerró la puerta. Pero eso no fue lo peor.

– ¿La vio jugando a cartas con nosotros? -preguntó Barbara.

Marjorie asintió.

– Según él, ya habían acabado la partida y estaba conversando contigo, querida. Le preguntó a Paul qué pasaba.

– Lo recuerdo -continuó Paul-. Debe de haber pensado que ella le estaba contando a Barbara algo sobre él… o a punto de hacerlo. Me mandó de vuelta para «separarlas»… fueron sus palabras.

– Luego se dirigió al camarote de Katherine, entró y la esperó -Marjorie se detuvo para respirar hondo.

El capitán Rostron le habló con suavidad.

– No necesita seguir, señora Cordell.

El capitán hablaba por todos. En el silencio que siguió todos los presentes pudieron imaginarse sin esfuerzo la escena entre Livy y la aterrorizada Katherine. La atmósfera era tan vivida que de pronto Barbara gritó.

– ¡No, Livy! ¡No, no!

Paul se acercó a ella y la tomó en sus brazos.

– ¿Todavía nos necesita? -le preguntó al capitán-. Me gustaría llevar afuera a las señoras.

– Entiendo. Pero aún tenemos que descubrir lo que ha pasado con el señor Cordell. Si se quedan con nosotros un instante más estoy seguro de que el inspector Dew querrá oír de la propia boca de la señora Cordell lo que dijo su marido antes de desaparecer.

– Me ayudaría mucho -confirmó Walter.

Marjorie dudó:

– Es algo personal…

– Pero puede ayudarnos a encontrarlo -insistió el capitán con gentileza.

– No lo creo -Marjorie estaba apesadumbrada- pero se lo diré. Cuando terminó de contarme todo lo que había pasado, cómo le disparó al inspector y arrojó el arma por la borda, me dijo que lo sentía por mí, por Barbara y por Paul. Que deseaba haberme dicho antes lo que había sucedido en el Lusitania, pero que pensaba que era algo entre él y su conciencia. Después me dio un beso y se dirigió a la puerta. Allí se dio vuelta y me dijo algo que me confirmó que nunca volvería a verlo.

– ¿Qué fue, señora Cordell?

– No lo entenderían. Dijo que esperaba que fuera verdad aquello de que la vida pasa por la mente como un relámpago en el último momento, porque quería echarle otra mirada a esos tobillos sublimes en el ascensor del Baltimore. Y luego me dejó.

Los ojos del capitán bajaron y subieron con rapidez.

– Entiendo. Suena bastante definitivo. Gracias, señora. Ha demostrado ser muy valiente -hizo una seña a Paul, que se levantó y escoltó a Marjorie y Barbara fuera de la habitación.

Cuando se fueron, el señor Saxon se dirigió al capitán.

– Da la impresión de que hubiera saltado, señora. ¿Suspenderemos la búsqueda?

El capitán se volvió hacia Walter con las cejas levantadas.

– ¿Han registrado los camarotes? -preguntó Walter.

El señor Saxon lo miró con rabia.

– Por supuesto que no. Los pasajeros estaban dormidos. No se puede hacer una cosa así en medio de la noche.

– Pero sí de día -intercedió el capitán Rostron-, El inspector tiene razón. Tenemos que continuar con la búsqueda. Ocúpese de eso, por favor, señor Saxon -en cuanto se cerró la puerta le comentó a Walter-: Un hombre bastante eficiente, pero ya ve por qué nunca sería un buen detective, inspector. Ahora debo ir al puente. Supongo que ya estaremos muy cerca del faro Ambrose y el práctico va a subir a bordo. Si es posible, me gustaría volver a verlo después de que atraquemos.

– Por supuesto.

Cuando subió a cubierta la encontró ya llena de baúles. Se abrió paso entre la gente y alcanzó a ver una franja azul sobre el mar. Sonrió. Los Estados Unidos, por fin.

El barco se detuvo para dejar subir al práctico. La gente se agolpó contra las barandas para ver trepar la diminuta figura por la escala de Jacob. Sonó la sirena y el barco se puso otra vez en marcha, pasando Sandy Hook a través de Lower Bay hacia Narrows. Hubo otra parada en el lugar cerca de Staten Island llamado Quarantine y allí subieron los oficiales de inmigración. Y con ellos la prensa.

El ayudante del comisario de a bordo se acercó a Walter a preguntarle si iba a atender a los periodistas. Walter dijo que no. Que era muy difícil hacer algún comentario en ese momento y que iría a su camarote a preparar las maletas. Pero al darse la vuelta una voz estalló en su interior. Keystone había obtenido una foto del verdadero inspector Dew.

Manhattan brillaba sobre el agua y el Mauretania hizo sonar la sirena para anunciar su llegada. Los pasajeros que llegaban por primera vez identificaban con mucha excitación el edificio Woolworth y otros lugares famosos. La estatua de la Libertad estaba más cerca y dominaba el panorama.

En la cubierta se entregaban las últimas propinas a los camareros y la gente que había compartido mesas o partidas de cartas se despedía. La tripulación arreglaba las cosas y el barco tocó la sirena por última vez.

Alma estaba colgada del brazo de Johnny mientras él le explicaba la rutina del desembarque. El equipaje sería llevado a distintos puntos del muelle identificados con las letras del alfabeto. Como la B de Baranov estaba a unos cincuenta metros de la F, tendrían que separarse.

– Pero no te preocupes, querida, todo lo que tienes que hacer es controlar tu equipaje y esperar que lo revise un vista de aduana. Cuando termines, espérame. Tengo que asistir a la descarga del Lanchester, pero no voy a tardar mucho. Y después, un buen almuerzo en el Waldorf para ambos.

Durante la siguiente hora Alma descubrió uno de los fallos de Johnny: era demasiado optimista. Habían bajado por la pasarela y tomado posiciones en las letras correspondientes, pero el único equipaje que estaba allí era el de los camarotes. El Lanchester seguía en la bodega. De todos modos disfrutó de la escena, del crujir de los cabrestantes, el pulsar de las dinamos, los gritos de los hombres.

– ¿Todavía esperando?

Se volvió y encontró a Walter de pie junto a ella.

– Vine a ver si te podía ayudar -explicó.

Alma estaba agradecida. Siempre la había tratado con bondad.

– Es que no ha llegado todo. Están esos baúles de Lydia.

– Tres -confirmó Walter-, Están allí.

Estaban en un lugar adonde no había mirado, unos metros más allá de la letra B. Walter llamó a un mozo y los hizo colocar junto a las cosas que Alma había dejado. Luego consiguió un vista para revisarlos. Mientras lo hacían, vieron cómo bajaban el Lanchester de la bodega número 2 en el otro extremo. Parecía muy frágil suspendido sobre el muelle, pero lo apoyaron sin problema y Johnny se acercó para controlar que sacaran el aparejo sin dañar la brillante carrocería.

– Vamos -dijo Walter-. Llevemos el equipaje de mano.

– ¿Y tu equipaje?

– Puede esperar. Tengo que volver a subir a bordo para ver al capitán -levantó una maleta y acompañó a Alma por entre las numerosas pilas de equipaje hasta donde habían descargado los coches. Johnny estaba inspeccionando el suyo para ver que no tuviera rayaduras.

– Es muy amable de su parte, inspector.

– No es nada -sonrió Walter-. ¿La pongo en el portaequipajes?

– Déjelo, hombre todavía tengo que abrirlo -Johnny buscaba la llave en su bolsillo.

– No es necesario -replicó Walter-, Creo que lo encontrará abierto -agarró la manija y levantó la tapa.

– ¿Qué demonios…? -exclamó Johnny sorprendido.

Dentro y medio oculto por una frazada, estaba Livy Cordell. Se sentó parpadeando por el sol.

– Supuse que sería usted, inspector -saludó con resignación.

Pero Walter miraba a Alma y era difícil decir si su sonrisa era de satisfacción o de sorpresa.

23

– No sé cómo expresarle mi agradecimiento, inspector -comentó el capitán Rostron- es un triunfo de la investigación. Creo que hasta sobrepasa el caso Crippen. Todo el mundo se va a enterar de esto.

– Gracias -exclamó Walter- pero no quiero ningún alboroto.

El capitán sonrió.

– Dudo que podamos evitarlo. La prensa de Nueva York lo espera. Tendrá un recibimiento especial y lo merece de veras.

– Pues no lo quiero, capitán -Walter se pasó el dedo por el cuello-. Quiero que me dejen en paz. ¿No hay forma de poder evitarlo?

– Bueno, no tiene por qué bajar a tierra.

Walter abrió los ojos.

– De veras -continuó el capitán- si quiere puede quedarse en su camarote.

– No me puedo quedar mucho tiempo o me llevarán de vuelta a Inglaterra.

– Ah -pareció recordar el capitán- iba a hablarle de eso.

– ¿De qué? -preguntó Walter alarmado.

– ¿Otro whisky? Temo que tendré que pedirle que vuelva conmigo mañana.

– ¿Qué?

– Déjeme explicarle. Yo sé que no es policía.

Walter tomó el whisky de un trago.

– …desde que se jubiló -explicó el capitán-. Así que es un grave inconveniente para usted, ¿pero qué otra cosa puedo decirle? Cordell tiene que volver a Inglaterra por el juicio y como usted es el que se encarga de su caso…

– Pero él es norteamericano -alegó Walter-. ¿No pueden juzgarlo aquí?

– ¿Ya no se acuerda de la ley? -preguntó el capitán con una sonrisa-. Cometió un delito a bordo de un barco inglés en alta mar. Tiene que volver. Por supuesto que cuando lleguemos a Southampton le pediré a la policía que se lo lleve. No es necesario que usted vuelva a ponerse en evidencia. Pero sí lo necesitaremos para el juicio. A decir verdad sin su cooperación no hay caso contra Cordell.

– Pero he hecho algunos arreglos aquí…

Walter lo contempló en silencio.

– No tardaremos mucho -continuó el capitán, todavía tratando de suavizar el golpe-. Esta es una travesía rápida. Mañana partimos -apoyó la mano en el brazo de Walter-, La policía lo recibirá con los brazos abiertos.

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