II Candilejas 1

El siguiente paso para la aparición del falso inspector fue dado en la primavera de 1921.

Sentada en el sillón de dentista, Alma Webster se concentró en la mano derecha del doctor Baranov e ignoró el instrumento que él sostenía. Estudió el vello fino y rubio de sus dedos y siguió su curso por el dorso de la mano hasta el puño de la camisa. En la muñeca crecían más espesos y salvajes.

Lo amaba hasta el punto de olvidarse de todo.

Ésta era la tercera cita en el curso de un tratamiento que duraría por lo menos seis semanas. «Pero no necesita preocuparse por el estado de sus dientes -había explicado Baranov-, para una joven de… ¿cuántos años tiene…? ¿veinticuatro…? están muy bien. Una caries aquí y allá, eso es todo. No habrá que extraerle nada. Yo soy de la opinión de conservar los dientes, señorita Webster, no de sacarlos. Trabajo lentamente, y no me disculpo por eso. Le haré perder algo de su valioso tiempo, pero tiene mi palabra de que los resultados no la desilusionarán.»

Alma no lamentaba perder ni un segundo de su valioso tiempo. Al entrar al consultorio de Eaton Place su desagrado por los tratamientos dentales casi se había evaporado. El consultorio estaba amueblado como un salón del Palacio de Invierno, con una araña resplandeciente, el fuego ardiendo en una gran chimenea de ladrillos y bronce, cuadros con marcos dorados de cosacos salvajes cabalgando en sus caballos negros, una alfombra afgana color dorado y sillones tapizados en cuero de un tamaño adecuado para Chaliapin. Se sentía el aroma de cigarrillos balcánicos. Cuando ella entró el doctor Baranov estaba trabajando en su escritorio de ébano y, levantándose en seguida, le había sonreído haciéndole una pequeña reverencia. Al cruzarse con los ojos de él, Alma había sentido un cosquilleo bajo la piel, una sensación extraña.

No corrigió su edad. En realidad tenía veintiocho años.

A los quince había descubierto las novelas románticas de Ouida, que luego se convirtieron en sus más preciadas posesiones; le sorprendió notar cuánto tenía en común con Vere Herbert, la heroína de Moths. También ella sentía pasión por los libros y los hermosos paisajes y no era muy consciente de su propia belleza. También ella tenía una madre indiferente que apenas la tenía en cuenta. Y había comprobado con absoluta claridad que no había más que dos clases de hombres en el mundo… individuos ejemplares como el brillante y vulnerable tenor Corréze, o brutos como el príncipe Zuroff, rufián decidido a lograr sus inconfesables propósitos a costa de las desventuradas jóvenes. Se necesitaba una escritora con gran fuerza para destronar a Ouida del corazón de Alma, pero a su debido tiempo Ethel M. Dell había triunfado, gracias al clima logrado en The Way of the Eagle, cuando Nick se declara a Muriel en la cima de una montaña mientras un meteoro cae del cielo.

Eso había sido antes de la guerra. La guerra había cambiado todo. Tuvo que dejar de leer novelas, comenzar a trabajar y cortarse el pelo como las mujeres de las fábricas de municiones. No había sido reclutada en una de esas fábricas porque no había ninguna a distancia de autobús desde su casa, pero tuvo que ocuparse de la correspondencia del Richmond and Twickenham Times. Al ir a su casa después de cortarse el pelo se había mirado en el espejo y había descubierto su cara cambiada. Ya no era hermosa. Era heroica. Tenía ojos profundos con largos párpados oscuros, capaces de contemplar lo peor del mundo con compasión. Se había dado cuenta de que su nariz era un poco larga, pero como ya no agachaba la cabeza ni se ruborizaba ante la presencia del sexo opuesto, eso no le importaba en lo más mínimo. Su boca ya no parecía un arco de Cupido. Era menuda y decidida. Tenía la tez pálida y el cuello y las orejas sin adornos. Vivía sola en una casa blanca de tres pisos en Richmond Hill, una casa que antes había pertenecido a su tía Laura. Y por la noche tejía medias y pasamontañas para los hombres que estaban en el frente.

Cuando llegó el armisticio a Alma le costó mucho adaptarse. Había aprendido a comportarse en un país en guerra. No era pobre y no necesitaba trabajar, así que renunció a su puesto en el diario. Pero muy pronto aceptó un trabajo de pocas horas tres veces por semana en una floristería cerca de la estación del tren. De nuevo se sentía útil. Le daba la oportunidad de consolar a los acongojados cuando venían a encargar coronas y palmas. Les decía que su hombre no había vuelto de Francia. También le gustaba la floristería porque los caballeros con polainas y bastones entraban a comprar flores para colocarse en la solapa. Empezó a usar un poco de colorete. Parecía tan pálida entre las rosas…

Al quejarse Alma de dolor de muelas, la señora Maxwell, gerente de la floristería, le había recomendado acudir al doctor Baranov. En Richmond trabajaban varios dentistas, pero ninguno de ellos era recomendable. La señora Maxwell no entendía por qué tantas chicas modernas no eran más cuidadosas en la elección de sus dentistas. Si se le estropeaba una perla de su collar no iría a un joyero de Richmond High para que se la reemplazara. Iría a Londres, a Bond Street o Regent. ¿Y no eran los propios dientes más preciosos acaso que una perla?

El doctor Baranov le había causado una fuerte impresión a Alma desde el principio. Era completamente distinto a los jóvenes que siempre habían poblado sus sueños. Para empezar no era joven. Parecía tener por lo bajo cuarenta y cinco años. Su pelo y bigote estaban salpicados de plata. Sus párpados formaban pliegues allí donde la piel se superponía. Se podían adivinar sus penas y alegrías en las finas líneas que partían de su boca y en sus ojos celestes brillaba una mirada de profunda serenidad. Era extremadamente feliz con su trabajo.

En esa primera consulta había hecho sentar a Alma en uno de los sillones obteniendo con unas pocas preguntas corteses su historial dental. Habló de sus honorarios. Alma apenas escuchaba. Oía sólo la música de su voz, que era tan lenta y resonante como un preludio de Rachmaninov.

Estaba fascinada. Se sentaba con la espalda muy recta y sus manos enguantadas de blanco cruzadas sobre el bolso de cocodrilo, temiendo desmayarse de excitación si él llegaba a pedirle que se pusiera en pie. ¿Sería lo bastante rápido como para sostenerla? Y mientras se quejaba con la cabeza apoyada en su pecho, ¿podría sentir los latidos de su corazón?

– ¿Está lista, señorita Webster?

– ¿Lista?

– Para el examen… Por supuesto que si se siente nerviosa podemos conversar un poco más.

– Oh, no. Estoy lista, gracias.

– Perfecto. Veamos lo que hay que hacer.

En ese momento la cortina de terciopelo que estaba detrás del escritorio del doctor Baranov fue corrida por una enfermera, una mujer oriental de edad indefinida y facciones comunes, maquillada con meticulosidad y vestida con un uniforme celeste. Por sus modales solemnes no parecía ni la mujer ni la amante del doctor Baranov.

Detrás de la cortina había un sillón dental sobre un zócalo de mármol negro y rodeado de luces ajustables y aparatos dentales, además de un carrito de acero cubierto con una tela celeste. El doctor Baranov extendió su mano hacia el sillón con una sonrisa tranquilizadora. La tela celeste resultó ser un babero que extendieron sobre Alma cuando se sentó en el sillón. El carrito de instrumentos ya no estaba a la vista, y la enfermera tampoco. Sólo el doctor Baranov, ahora con una chaqueta de hilo blanco. Se acercó y permaneció mirándola con aire aprobador. Alma sostuvo su mirada sin ruborizarse. No estaba molesta. Sabía lo que era el sexo. Había leído a Marie Stopes.

– Por favor.

Alma lo miró a los ojos.

El doctor Baranov le señaló la boca.

– Ah, sí.

Mientras le insertaba el instrumento con la mano izquierda, Alma vio algo que brillaba a la luz de la lámpara: una alianza de oro. Pegó un respingo.

– Espero que no le haya dolido.

– No.

– ¿Se siente bien?

– Perfectamente.

Debido al brusco movimiento, el doctor Baranov se había manchado la mano con el colorete de la mejilla de Alma. Ahora tenía una marca rosada sobre la alianza.

Alma se mantuvo tranquila. Probablemente la mujer de él estaría muerta, asesinada por los bolcheviques. O tal vez su frágil salud no había resistido el largo viaje al exilio después de la revolución. Pobre criatura. Y pobre doctor Baranov, solo con su pena en un país extranjero.

Alma sabía lo que era la tristeza. Ella también la había soportado durante cuatro años. Un lunes después de Pascua, en 1914, cuando tenía veinte años, había ido con su mejor amiga a pasear entre los narcisos de Kew Gardens. Ambas llevaban sombreros blancos con enormes alas blandas que se balanceaban al moverse. Habían ignorado las nubes de lluvia que colgaban sobre sus cabezas. Las primeras gotas pesadas atravesaron sus vestidos de algodón, cuando estaban sobre el lado oeste del lago, lejos de los edificios y de los invernaderos. Cuando comenzó el diluvio profirieron fingidos gritos de pánico corriendo bajo la lluvia hasta refugiarse bajo un árbol. Al llegar se miraron y empezaron a reír. Sus sombreros nuevos colgaban como flores marchitas.

De pronto quedaron heladas; alguien se había aclarado la garganta con discreción. Era un joven con gorra y tweeds que se hallaba del otro lado del árbol. Tenía un enorme paraguas, y era tan apuesto como el príncipe de Gales. Levantando su gorra se presentó como Arthur. Luego les ofreció acompañarlas hasta la salida si no les importaba apretarse un poco bajo su paraguas. Volviendo a reír, se situaron a ambos lados del muchacho.

Todavía llovía cuando llegaron a Victoria Gate. Arthur insistió en invitarlas a tomar el té en el salón del otro lado de la calle. Se sentaron junto a la ventana mientras la lluvia corría por los paneles de vidrio. Arthur les contó que estudiaba en Cambridge pero que en ese momento estaba de vacaciones. En su casa se aburría, así que casi todas las tardes iba a Kew. Al mencionar esto su mano rozó la de Alma. Por un instante ella sintió la presión de los dedos de él. Su pulso se aceleró.

Esa noche casi no durmió. Al día siguiente se puso su vestido rosa pálido con medias blancas de seda y tomó el autobús hasta Kew. Se paró bajo el mismo árbol. Y esperó allí dos horas. Recorrió los jardines buscando a Arthur hasta que sonó la campana. Estaba desolada. El viernes volvió a ir. Llovía y él no estaba allí. Empapada, lloró silenciosamente en el autobús de regreso.

Al llegar a su casa se dio un largo baño bajo el agua caliente, desilusionada con el amor, convencida de que el destino la privaba de la encantadora compañía de los hombres jóvenes. Cuando el agua se enfrió salió de la bañera y se puso una bata. Sonó el timbre. Era su amiga Eileen que quería saber si iría al ensayo del coro. Alma le dijo que estaba cansada tras su paseo por Kew.

Por amor propio y para satisfacer la curiosidad de Eileen, Alma inventó un cuento. En cierto modo se lo debía a Ethel M. Dell. Dijo que Arthur la había invitado en secreto a encontrarse bajo el árbol. Y que cuando llegó allí no había nadie a la vista. Luego le había oído llamarla con suavidad por sobre su cabeza. Estaba sentado en una rama del árbol. Saltando sin decir otra palabra y tomándola en sus brazos la había besado con salvaje pasión. Ella había quedado helada, pero en seguida su sangre se precipitó por las venas y sacando fuerzas de donde no creía tenerlas había logrado alejarlo. Pero no había escapado. Enfrentándose a él con los labios ardiendo y el pecho agitado, lo había avergonzado con la mirada. Con el rostro acalorado él se había disculpado diciendo que su belleza lo había trastornado. Era la primera vez que cometía un acto indecoroso, pero no podía asegurarle que no volvería a suceder, tan incontrolable era su pasión por Alma. Su honestidad la había sorprendido. Detrás de la fuerza bruta de su acción y del candor de sus palabras podía sentir la vitalidad del hombre circundándola. Se había calmado hasta el punto de dejarlo que la acompañara al salón de té. Allí Arthur le había pedido que fuera su pareja en el baile de Cambridge en mayo. Como hipnotizada por sus ojos ardientes, ella había aceptado.

Para darle más asidero a su fantasía, persuadió a Eileen a acompañarla al día siguiente a Gosling’s para elegir la tela para un vestido de baile. Eso alivió enormemente su desilusión.

Continuó con su engaño. A fines de mayo le contó a Eileen lo que había pasado en el baile. Arthur se había comportado de manera impecable hasta la madrugada, cuando en una barcaza, bajo el puente Magdalene, le había pedido que se casara con él, mientras rozaba la mejilla de ella con sus labios. En un súbito impulso, atrayéndolo hacia ella, le había entregado sus trémulos labios, casi olvidando decir que sí. Iba a ser un compromiso secreto hasta Navidad, fecha en que los padres de Arthur estarían de vuelta del Amazonas, donde estaban al frente de una misión.

Alma misma se sorprendió por su facilidad para inventar los detalles. Ya tenía pensado cómo explicaría la falta del anillo de compromiso en Navidad. Los padres de Arthur iban a desaparecer en la jungla. Arthur iría a rescatarlos y sería atacado por una enfermedad tropical incurable. O tal vez una flecha envenenada terminaría con él.

La vida real le proporcionó a Alma un argumento mejor. En agosto de ese año Alemania invadió Bélgica, y al día siguiente Inglaterra estaba en guerra. En todo el país miles y miles de jóvenes se alistaron. Los estudiantes de las universidades abandonaron sus carreras para pelear por el Rey y la patria. En la mente de Alma no existían dudas de que Arthur estaba entre ellos. En septiembre le dijo a Eileen que acababa de recibir una carta desde Francia. Arthur estaba en los Fusileros Reales. Se daba cuenta de que podía terminar el engaño cuando quisiera alegando que Arthur era uno de los caídos, pero no tenía ganas de hacerlo. Quería ser una de las valerosas mujeres que rezaban por la vida de sus hombres. Tejía pasamontañas para la Cruz Roja y les dijo a los miembros del comité local que la haría feliz que el marido o el novio de alguien se sintiera consolado en las trincheras por su esfuerzo. Cuando uno de ellos le hizo la pregunta, contestó sin vacilar que el hombre con el que estaba comprometida se encontraba muy lejos.

Y mientras promediaba la guerra, Arthur adquirió una distinción tras otra en el servicio. Estuvo dos años en las trincheras. Alma le concedió la Cruz Militar por su valentía en Neuve Chapelle. A fines de 1916 lo trasladó a la Real Fuerza Aérea, donde al mando de una escuadrilla realizó varias incursiones arriesgadas sobre Alemania. Una de las señoras de la Cruz Roja tenía un hermano que trabajaba en Handley-Page y le preguntó en qué tipo de avión volaba Arthur. Alma contestó que nunca mencionaba esas cosas en sus cartas. Escribía con pasión sobre los pocos y preciosos días que habían pasado juntos en Inglaterra antes de la guerra. En lo único que pensaba era en volver a casa para casarse.

Alma esperaba el armisticio con tanta ansiedad como los demás, pero cuando llegó, se dio cuenta que Arthur todavía estaba vivo. Eileen estaba encantada por los dos. Quería saber cuándo fijarían fecha. Alma consideró el asunto. Dijo que tal vez las cosas se atrasaran un poco. Arthur se encontraba en el hospital sufriendo de la gripe que asolaba Europa. En su carta se la había descrito como un caso leve, pero molesto.

Cuando Eileen volvió a ver a Alma, estaba de luto. Se comportaba con mucha valentía.

Alma sintió la muerte de Arthur de una manera que nadie podría entender. En su vida había un vacío. La gente era amable con ella.

La alentaban a salir más. Estaban en otra era, en la que los placeres eran públicos. Cines, salones de baile y clubs nocturnos aparecían por todos lados. Alma todavía era joven, pero se sentía como perteneciente a otra generación. No estaba lista para los años veinte. Los hombres jóvenes no la impresionaban.

– Abra un poco más, por favor -pidió el doctor Baranov-. Dígame si le duele.

Estaba segura de que no le dolería. El doctor Baranov era un maravilloso dentista. Sería un maravilloso amante, también.

– Algunos de mis pacientes me piden que los anestesie… con cloroformo, ¿sabe?… pero trato de convencerlos de que de esta manera no sentirán dolor.

El doctor Baranov pertenecía al mundo de los dignos años de la preguerra. No lo verían jamás en un baile público. Su ambiente era el de las cenas privadas, donde su conversación seguramente brillaría como cristal tallado. Todo lo que decía parecía resaltar al ser pronunciado con esa voz sonora. Para ser ruso dominaba muy bien el idioma. No se podía adivinar que era extranjero. Alma suponía que él había recibido una educación de aristócrata, casi con seguridad a cargo de un preceptor inglés.

– En el Strand hay un dentista -comentó el doctor Baranov-. Un norteamericano. Se especializa en trabajos de coronas y puentes. Todas las semanas hace propaganda en The Stage, el periódico de los actores. En su anuncio incluso publica una lista de sus pacientes más ilustres, los actores y actrices que han pasado por su consultorio. Supongo que lo hace con su permiso, así que no puedo objetar nada, aunque yo por supuesto no lo haría. Le prometo que no encontrará su nombre en el periódico de la semana próxima. Lo que encuentro mal en sus anuncios…, y en otros como ése…, es el eslogan que dice: Sistema Norteamericano Indoloro, como si por alguna misteriosa razón los norteamericanos fueran los únicos capaces de tratar a sus pacientes sin causarles dolor. Le contaré el secreto del «sistema norteamericano indoloro». Se trata de nuestro viejo conocido el cloroformo, señorita Webster. Personalmente yo lo uso como último recurso. Si se tiene cuidado se puede trabajar sin causar dolor. ¿Quiere enjuagarse, por favor?

Pusieron un vaso de agua en la mano de Alma y la enfermera le alcanzó un bol de porcelana.

– Echemos otra mirada -sugirió el doctor Baranov.

Alma le creía. Era incapaz de lastimarla. Podía sentir la leve presión del muslo y estómago de él contra su brazo derecho cuando se agachaba para examinarla. Trató de no poner tenso el brazo. Tarde o temprano tendría que encontrar alguna manera de hacerle saber que era el hombre más adorable que había conocido.

– Si me permite, algunas de las cosas que se hacen en nombre de la odontología son intolerables. Recuerdo haber leído algo antes de la guerra sobre un médico de Holloway que asesinó a su mujer. Un tal Crippen. No creo que usted lo recuerde. Supongo que en esa época usted aún llevaría trenzas. Pero produjo un cierto revuelo porque cuando la policía llegó a la casa… creo que los vecinos hablaron del asunto… el doctor Crippen y su… si me perdona la expresión… amante, se asustaron y compraron unos pasajes para el Canadá. La joven, Ethel no sé cuanto, se vistió como un muchacho y Crippen se afeitó el bigote y se quitó las gafas pretendiendo hacerse pasar por su padre. El disfraz no debió de ser muy convincente, porque el capitán del barco los descubrió durante el primer día de viaje. Mandó un mensaje y Scotland Yard envió un hombre en un barco más rápido para arrestarlos al final del viaje: el inspector Dew. Enjuáguese, por favor.

El doctor Baranov arregló la luz mientras la enfermera mezclaba una pasta para rellenar la cavidad. Volvió a acercarse.

– Está casi listo. Supongo que se estará preguntando qué tenía que ver el doctor Crippen con la odontología. Bien, antes de ese asesinato, él era socio de un norteamericano. Se hacían llamar «Los Especialistas Dentales de Yale». Crippen era médico, así que cuidaba el negocio y ayudaba de vez en cuando, y Ethel era la enfermera. Ethel sufría de agudos dolores de cabeza, neuralgias. Y éste es el punto clave de la historia. Decidieron que el dolor era causado por sus dientes, así que se los extrajeron. Veintiún dientes de una vez. La pobre chica no era mayor que usted en ese momento. Fue un acto criminal. Me gustaría poder recordar el apellido de ella. Era algo exótico.

Alma trató de decir «Le Neve» sin mover la boca.

– Sí, señora Webster. Sé que es molesto. Aguante un poquito más.

Alma recordaba el caso Crippen. Había ocupado los diarios durante semanas. Fue en 1910, cuando ella tenía diecisiete años y solía leer a Ethel M. Dell. El caso la había afectado mucho. No había podido evitar sentir pena por los dos fugitivos recorriendo la cubierta de ese barquito durante diez días con su patético disfraz, mientras gracias al ojo agudo del capitán y al milagro del telégrafo cualquier tipo que pudiera leer un diario sabía que el inspector Dew estaría esperándolos en Toronto con las esposas listas. Había llorado por ellos cuando supo la noticia del arresto, tratando de pensar si hubiera podido enfrentar ese momento con dignidad y amor. El amor, y sólo el amor, podía haberles dado fuerzas.

– Ya está -el doctor Baranov extrajo los instrumentos de su boca. Trate de no masticar con ese lado esta noche. La enfermera le dará la próxima cita. ¿Pasa algo?

– Iba a decirle que el apellido de la mujer era Le Neve, Ethel Le Neve.

– Así es. Tiene una memoria excelente.

– El caso salió en todos los diarios de Inglaterra.

– Sí, lo recuerdo.

– ¿Estaba en Inglaterra en 1910?

– He estado aquí toda mi vida -sonrió el doctor Baranov.

– Pero…

– Creyó que era ruso, ¿no? Es una suposición razonable y no es la primera que lo piensa. El nombre de mi padre era Henry Brown. Trabajaba en los music-halls como equilibrista -hizo una representación veloz, con los brazos extendidos-. El Gran Baranov.

Alma estaba estupefacta.

– ¿Así que es inglés?

– Me bautizaron Walter Brown. Oiga, está usted muy pálida.

– ¿Su padre se hacía llamar Baranov en el music-hall?

– Y yo lo adopté para mi profesión. En mi trabajo es una ventaja tener un nombre que suene a extranjero. Los ingleses no creen que un dentista pueda ser bueno si se llama Walter Brown.

Alma estaba sin habla.

– Está frunciendo el ceño -afirmó Baranov-. Lo que hice es perfectamente legal, se lo aseguro. Para mi padre no era más que un nombre de teatro pero yo decidí legalizarlo. Estaba por casarme y mi futura esposa lo aprobó, ya que ella también trabajaba en el teatro. Lydia Baranov… ¿no es un nombre para una actriz, no? Tal vez haya oído hablar de ella. Es bastante conocida.

Así que su mujer estaba viva… Alma se sintió mareada. Tenía que salir de allí. Se alejó de él y cruzó la habitación a tientas, y las lágrimas le nublaban la visión. La enfermera sujetó la puerta para que pasara y le entregó una tarjeta con la fecha de su próxima visita.

Una vez en la calle Alma la rompió y arrojó los pedazos al desagüe más cercano.

2

Otra mujer joven intervino en el caso. Se llamaba Poppy Duke.

El día de descanso del Señor funcionaba al revés para Poppy. Ella descansaba seis días y trabajaba el séptimo. Su puesto de acción estaba en el mercado de Petticoat Lane. Tenía dieciocho años, mirada alerta, una sonrisa que engañaba y hermosos rizos dorados. Era una brillante ladrona. Sus manos delgadas de dedos largos podían sacar una billetera del bolsillo de su dueño mientras tropezaba con él y le decía, «¿Me disculpa?». Podría abrir una cartera, localizar el monedero dentro y quitar el dinero en un solo movimiento imperceptible para el dueño o el vendedor que trataba de obtenerlo de manera más legítima. La toleraban en el mercado porque se decía que era una especie de moderno Robin Hood. Robaba sólo a los visitantes que iban más a husmear que a comprar. Y empleaba más de media docena de chicos como señuelos, pagándoles generosamente.

Esa mañana cuando apenas había empezado, vio a la presa perfecta, un joven vestido con traje elegante, sombrero y abrigo colocado sobre los hombros como una capa. Se había detenido en un puesto que servía té causando una cierta sensación por haber sacado un billete de una libra. Aseguraba que no tenía cambio.

– Bueno, ahora si tiene, tesoro -exclamó la mujer del puesto mientras dejaba caer en sus manos una cantidad de moneditas-. ¿No las va a contar? -le sirvió una taza de té.

El hombre todavía tenía la billetera en la mano. La metió en el bolsillo interior de su abrigo y bebió su té.

Poppy entró en acción. No iba a dejarse ese tipo a algún principiante. Se puso en la fila. Con la mano izquierda levantó la solapa del bolsillo y tanteó la billetera.

Para su horror, una mano agarró la suya desde dentro. No podía sacarla. El hombre se dio la vuelta y le sonrió. Todavía sujetaba la taza de té con la mano derecha. Era la izquierda, pasada a través de la división del forro del abrigo, la que sujetaba la mano de Poppy.

– Bien, Poppy, diría que esto ha sido como quitarle un caramelo a un chaval.

– Tengo la mano atascada.

– Por supuesto, y no pienso soltarla. Si no quieres problemas déjala así y sígueme. Tengo un taxi esperándome.

– ¿Me está arrestando? Déme una oportunidad, compañero.

– Camina, Poppy.

Obedeció. Tenía miedo de que sus jóvenes cómplices trataran de detenerlos y fueran también capturados. Sola no la podría retener mucho tiempo.

Cuando llegaron a la parada de taxis en Whitechapel el hombre soltó su mano. Ella esperó que la esposara, pero no lo hizo.

– ¿Usted es polizonte, verdad?

El joven la empujó dentro del taxi y se sentó a su lado.

– Poppy, querida -exclamó con otra sonrisa-, es tu cumpleaños.

– ¿Qué diablos quiere decir? ¿Adónde me lleva?

– A elegir un regalo, tesoro.

– Pues no sabe qué clase de chica soy, señor.

– Calma. Te llevo a pasear, nada más.

Atravesaron la City y Holborn hasta la calle Oxford. Poppy echaba chispas, tratando de imaginar quién era su acompañante. No lo había visto jamás en el mercado antes de esta mañana. Vestía como un caballero, pero se veía que no lo era.

El taxi dobló por Bond y se detuvo.

– ¿Por qué se ha detenido? -preguntó Poppy.

– Baja y te lo mostraré. Pero no me hagas pasar vergüenza. Es una zona muy elegante.

Guió a Poppy, que tenía los ojos abiertos como platos, hacia una tienda de ropa de la que ella sólo había oído hablar en las revistas.

– Elige uno -le ordenó el hombre-. Para una fiesta.

– Espere un momento… ¿qué es lo que quiere?

– Te lo diré, Poppy -le susurró mientras los dos contemplaban el escaparate-. Me han dicho que eres la mejor ratera de Londres y quiero contratar tus servicios por una noche. Es una fiesta, así que necesitas un vestido. ¿Qué te parece ese negro con ribetes plateados? Si trabajas conmigo obtienes un uniforme decente. Y lo conservas. ¿De acuerdo?

3

Lydia Baranov estaba hablando por teléfono en su casa de Putney Hill. Estaba al teléfono desde su regreso de una entrevista, gritando por el auricular. Le dijo a quienquiera que estuviera al otro lado de la línea que era un incompetente. Que no podía comprender cómo una cosa tan sencilla creaba dificultades tan monumentales.

Abajo en el vestíbulo se abrió la puerta y entró Walter. La criada, Sylvia, estaba esperando como de costumbre para tomar su sombrero, sobretodo y paraguas.

La conversación telefónica continuaba. Walter miró hacia arriba, y luego a Sylvia levantando las cejas con aire interrogativo. Ella sacudió la cabeza. Walter hizo una mueca. Fue al salón, se sirvió un whisky y lo bebió de un trago.

Cuando subió, Lydia continuaba diciendo a gritos que su tiempo era demasiado valioso para perderlo hablando con empleados idiotas. Que esperaba que el gerente la llamara por la mañana, no antes de las diez y no más tarde de las once. Colgó.

– ¿Y cómo has pasado tú el día? -preguntó en tono que minaba toda respuesta antes de que pudiera ser articulada.

– Muy frustrante -replicó Walter con énfasis-. Me merece muy poco respeto la gente que me hace perder el tiempo. Dos citas anuladas sin una palabra de explicación. Pienso que la gente podría tener la gentileza de avisar al consultorio. Supongo que no puedo esperar otra cosa de Lady Burke, que es tan conocida por sus olvidos. Seguramente aparecerá mañana muy agitada. Pero el segundo paciente, la señorita Webster, está en su sano juicio y debería comportarse mejor. La hemos citado ya tres veces a la misma hora y el mismo día de la semana y no aparece; me parece inexplicable.

– Si has terminado -gruñó Lydia- tal vez te interese saber lo que me ha sucedido a mí.

Con su formación dramática Lydia sabía todo lo que debía saber sobre actuación. Esa mañana había ido a una entrevista para un pequeño papel en el teatro Richmond. Tenía treinta y cuatro años y no actuaba en un escenario del West End desde 1914.

– Supongo que fue una desilusión -arriesgó Walter.

– ¿Desilusión? Fue ridículo. Una burla. -Si un director hubiera a visto a Lydia en ese momento, le habría ofrecido papeles protagonistas por el resto de su carrera. La indignación la transformaba. Su piel, habitualmente pálida, estaba de un rosado febril. Los rizos negros bailaban con cada movimiento de la cabeza. Las aletas de su nariz estaban dilatadas y los ojos marrones ardían con pasión gitana-. El director está loco. No podría trabajar con él. Acabaría con mi carrera. Ese hombre no entiende el sentido de la obra, no, no entiende a Pinero.

– ¿Quién obtuvo el papel?

– Una mujerzuela con una experiencia de seis semanas en alguna revista. Dijeron que yo podría hacer la sustitución. ¿Sabes lo que eso significa? Vender chocolatines en el entreacto. Les dije que había hecho The Second Mrs. Tanqueray.

– ¿Y qué dijeron?

– Que ésta era una comedia. Que mi experiencia no servía. Estuve de acuerdo con ellos. Dije que habían dejado bien establecido que la experiencia que necesitaban era la que se adquiría en el coro de Cochran y que estaba contenta de haber caído tan bajo.

– Tienes razón.

– Y luego abandoné el teatro. Estaba tan indignada que olvidé allí mi álbum de recortes.

– A lo mejor le echaban una ojeada y se daban cuenta del error que han cometido.

– No creo. De todas maneras el elenco ya está completo. No aceptaría el papel principal ni aunque me lo ofrecieran. Tengo mi orgullo. Pero voy a necesitar los recortes.

– Por supuesto.

– Walter, querido.

– ¿Sí, amor mío?

– ¿Irías a buscarlos?

– Mañana no tengo tiempo, estaré muy ocupado.

– Pues ve a buscarlos esta noche.

Hubo un instante de silencio.

– No tardarás más de una hora -aseguró Lydia-. Le diré a la cocinera que mantenga tu cena caliente. -Lo besó cariñosamente-. Sabes que no podría soportar la pérdida de mis recortes.

Sylvia le alcanzó su sombrero y sobretodo.

Desde la ventana Lydia lo miró bajar la cuesta en busca de un taxi, en la estación. Sus pacientes podían temerle, pero en su casa hacía lo que su mujer quisiera. Por gratitud. Sin su dinero y visión todavía estaría haciendo su ridículo número de adivinación en los teatruchos de provincia. Ella lo había persuadido de que no tenía condiciones para la escena. Le había hecho ver las ganancias que se podían obtener con la odontología y como prueba de su confianza se había casado con él, pagando su aprendizaje en Reading como mecánico dental y los tres años en el Hospital de Odontología de Newcastle-upon-Tyne. Walter nunca había sido tan feliz como al descubrir su vocación. En esa época se veían muy poco, porque Lydia estaba actuando en The Second Mrs. Tanqueray. Su actuación la agotaba y llenaba su vida.

El matrimonio había continuado ocupando sólo parte de su tiempo, hasta que Walter pasó sus exámenes finales en 1914 y obtuvo el título de cirujano dental. Volvió a Londres para la ceremonia de graduación y Lydia lo llevó a almorzar a Frasead. Desde la cocina llegaban continuos rumores y al final el camarero les preguntó si habían oído las noticias. Lloyd George había efectuado una declaración en la Cámara de los Comunes. El país estaba en guerra con Alemania. Se les pedía a los solteros menores de treinta años que se presentaran en el ejército. Walter estaba casado y tenía treinta y nueve años. De todos modos fue a la oficina de reclutamiento del Strand y durante los cuatro años siguientes arrancó dientes a los soldados por el Rey y la patria en el norte de Escocia. Lydia tuvo una guerra menos interesante. No había demasiadas buenas producciones en las que actuar y casi todos los actores decentes se habían enrolado. Actuó en The Harbour Lights en Woolwich con un actor tan decrépito que cuando se arrodillaba delante de ella para declararle su amor, tenía que ayudarlo para que pudiera volver a ponerse de pie.

En 1917 estaba tan desanimada que se tomó un descanso de las tablas. Pasaba el tiempo leyendo sus recortes de los días anteriores a la guerra de la gran casa que había heredado de su padre en Putney Hill. Se sentía sexualmente frustrada. Sintió una pasión secreta por el hombre de barba que atendía el mostrador del té en Fortnum & Mason. Nunca llegó a nada. La vida en Inglaterra se volvía difícil por la presencia de los submarinos alemanes, había escasez de comida y se hablaba de racionamiento. El acaparamiento era considerado una ofensa criminal y la criada de Lydia era una chismosa. Cuando registraron la casa, la policía encontró sesenta y ocho paquetes de té Fortnum & Mason. Se los confiscaron casi todos. Lydia tuvo que pagar diecisiete libras de multa y publicaron su nombre en los diarios. Era la primera noticia sobre ella que aparecía en The Times.

Walter subió al primer taxi de la fila. En menos de veinte minutos le estaba pagando al chófer delante del teatro Richmond. Eran poco más de las siete y el teatro estaba silencioso porque la primera función empezaba a las ocho y media, para que la gente tuviera tiempo de cambiarse y cenar antes. Estaban ensayando una revista. Lydia había tenido razón; el music-hall se estaba muriendo. La adivinación del pensamiento había desaparecido junto con los números de animales y Dan Leño.

Le dijo a la chica de la taquilla lo que necesitaba y ella lo envió al bar. Estaba lleno de gente y de humo. Los gestos de las manos y las voces bien impostadas le dijeron que se trataba de profesionales, el director y el entusiasta elenco de The Gay Lord Quex.

Esperó a que se produjera una pausa en la conversación. Jasper le preguntó a la chica si quería otro Martini y se dio la vuelta hacia el bar para ordenarlo. Walter se presentó.

– Un hombre encantador, querido -exclamó Jasper- pero no creo conocerlo.

– Mi mujer, Lydia, tuvo una entrevista con usted esta tarde.

– Otra ronda, George -pidió al barman.

– No obtuvo el papel.

– Mi querido señor, las pruebas de actores son una experiencia odiosa para todos. Estoy seguro de que cada tanto se cometen errores, pero nunca nos dedicamos a exámenes post mortem. Es algo que no se hace.

– Olvidó un álbum de recortes.

– Ah, ahora entiendo. Cielos, me pregunto qué hicimos con él.

La chica del vestido escotado se volvió.

– Está allí, tesoro. Estaba leyéndolo y debo decirte algo… tiene mucha más experiencia que la aquí presente.

– Yo no diría eso, Blanche -comentó una voz malintencionada.

– Algunas personas tienen mente de cloaca -comentó Blanche con aire mundano.

– Aquí está tu copa -la interrumpió Jasper. Luego tomó del brazo a Walter y atravesó la habitación hasta la mesa donde estaba el álbum-. La prueba de Lydia fue buena. Es una profesional, señor Baranov. Su mujer tiene talento. Si fuera por mí…

Walter lo interrumpió sin levantar la voz.

– He trabajado en el teatro. He oído hipocresías como ésta desde que tenía tres años. Si de veras tiene algún interés en la carrera de mi mujer, hágale justicia diciéndome la verdad.

El reproche fue más eficaz por el tono empleado.

De pronto el ambiente quedó en silencio. Alguien gritó a través del cuarto: «¿Todo bien, Jasper?».

– Sí, perfecto -respondió Jasper. Se dirigió a Walter-, Si de veras quiere saberlo, le diré que es demasiado madura para estos papeles de muchachita y todavía no está lista para los de matrona.

– Para suavizar el comentario agregó-: Y no lo estará por mucho tiempo todavía.

Walter no dijo nada. Tomó el álbum.

– Es siempre una etapa difícil en la carrera de una actriz -continuó Jasper-. Si se la pudiera persuadir a dedicarse a la producción creo que andaría bien. Con su experiencia debe saber mucho de maquillaje. O de vestuario, si tiene habilidad para coser.

Walter le dirigió una mirada incrédula.

– ¿Cómo puedo conseguir un taxi?

– A esta hora, sólo en la estación. Saliendo del teatro a la derecha. Déle las gracias por haber venido, por favor.

Walter bajó y siguió las instrucciones. Una vez en la estación subió a un taxi. Mientras se alejaba sus ojos captaron algo. Golpeó el vidrio que lo separaba del conductor.

– ¿Puede detenerse un momento? En la floristería. Quiero comprar unas flores para mi mujer.

– Será mejor que se dé prisa, amigo. Estoy obstruyendo el paso.

Una vez en la floristería miró los ramos en sus recipientes.

Desde el fondo se acercó la vendedora.

– Buenas noches, señor. ¿Puedo…? ¡Oh! -se detuvo, mirándolo.

– Sí, por favor, quiero… Pero, ¡señorita Webster!

Alma contestó con un susurro.

– Sí.

– Soy Walter Baranov, su dentista. ¿Me recuerda? Hoy no ha acudido al consultorio. ¿Lo sabía?

Alma estaba roja de vergüenza y no pudo responder.

Él también estaba molesto.

– Lo siento. Parece que la estuviera controlando. Al verla así, de pronto, me ha cogido por sorpresa.

– Oh -tenía un tallo en las manos y lo estaba rompiendo en pedacitos.

– Mi mujer ha tenido hoy una audición en el teatro Richmond. Es actriz.

– Sí. Usted me lo dijo.

Walter todavía tenía en la mano el álbum de Lydia.

– Se olvidó esto. Todos sus recortes. Son muy valiosos y tuve que venir a buscarlos.

El chófer del taxi tocó la bocina.

– Quería unas rosas -pidió Walter-. Creo que con una docena estará bien.

– ¿Algún color en especial? -Alma cruzó la habitación hacia donde estaban los recipientes con las flores. Había varios tonos de rosas rojas, amarillas y blancas-. Cuestan tres chelines la docena.

Walter apoyó el álbum en el mostrador y buscó el dinero en su bolsillo.

– No importa el precio. Que sean rosadas, por favor.

– Podría hacerle un ramo combinado.

La bocina volvió a sonar.

– Sí, por favor.

– ¿Quiere elegirlas?

Walter se paró al lado de ella y seleccionó una docena de distintos colores. Alma las envolvió y recibió el dinero.

– Gracias. Creo que tengo que darme prisa. Tengo un taxi esperándome -levantó el sombrero.-. Espero verla otra vez, señorita Webster.

Walter ya había salido de la floristería y se alejaba en el taxi cuando Alma se dio cuenta de que el álbum había quedado sobre el mostrador.

4

Para localizar otra de las damas que se vieron envueltas en esta historia, nos trasladaremos a París.

Cualquiera que fuera el lugar donde Marjorie Cordell se encontrara un viernes por la noche, le encantaba darse un baño caliente, de preferencia turco, seguido de un buen masaje. Como revitalizador era muy superior al café, las sales de hígado, los cocktails y los paseos por el parque, todo lo cual ya había probado. Estaba orgullosa de su reputación de vitalidad. Alegraba cualquier fiesta y por ese motivo siempre la invitaban. Su edad era un secreto, pero andaba ya por su tercer matrimonio y tenía una hija de veintidós años. Lo mejor de su masaje de los viernes era que la relajaba por completo. Vivía en Nueva York, y allí tenía un maravilloso hombrecito del Bronx con manos de terciopelo, que sabía más de sus esperanzas secretas y de sus miedos de cualquiera de sus maridos.

Esta noche estaba en la mesa de masaje del París Carlton, donde se alojaba con Livy, su tercer marido. Ese año estaban pasando las vacaciones en Europa porque su hija Barbara acababa de completar un curso en la Sorbona y querían volver a Nueva York con ella. Le comunicó eso en un inglés básico al argelino que estaba aflojando la tensión de sus hombros. El joven era bastante apuesto, con pelo lacio y un bigote fino como el trazo de un lápiz, pero su aliento olía a ajo. Marjorie volvió la cara para el otro lado.

– ¿Puede darme un masaje en los tobillos? -preguntó, mientras sacudía un pie para que entendiera-. Le tengo que agradecer a Dios el haberme dado unos tobillos tan bellos. ¿Quiere creer que lo que primero atrajo a cada uno de mis maridos fueron mis tobillos? Los masajes regulares los mantienen delgados… me refiero a mis tobillos. ¡Ah…! qué bien. Livy… diminutivo de Livingstone… es mi tercero… un tipo maravilloso… no un Douglas Fairbanks, se lo puedo asegurar, pero bastante apuesto a su manera… Livy a veces me pide que le deje dar masajes a mis tobillos, pero yo jamás lo permito. Le digo que es un trabajo para profesionales. Hmmm. Usted es bastante bueno. ¿Cómo se llama?

– Alain, madame.

– Bueno, Alain, yo opino que una mujer tiene que cuidar su cuerpo. Nunca se sabe cuándo la están observando. Le voy a contar algo que me sucedió hace cuatro años en el hotel Viltmore de Nueva York. Me quedé encerrada en el ascensor con siete hombres, todos desconocidos. Encerrada de verdad. Estuvimos atascados entre el segundo y tercer piso durante casi una hora. Estaba petrificada, pero, ¿sabes, Alain, que así fue como conocí a Livy? Crees que era uno de los tipos del ascensor, ¿no? Pero no es así. Estaba mirando en el segundo piso cuando los empleados del hotel lograron abrir las puertas corredizas. El ascensor estaba bastante arriba de sus cabezas, así que lo único que él logró ver fueron mis tobillos; pero no pudo sacar la vista de ellos. ¿No es romántico?

– Charmant, madame.

– Nos casamos ese mismo año y todavía lo pesco espiando mis tobillos cuando cree que no lo miro. Nos adoramos, y lo único que desearía es que mi hija Barbara fuera tan afortunada como yo. Es preciosa, de veras, con mi piel blanca y facciones clásicas y un maravilloso pelo castaño, pero asusta a los hombres. Es muy severa. Se graduó en matemáticas y de lo único que habla es de coeficientes y cosas así. La mandamos aquí un año para ampliar su educación en la Sorbona, pensando que los parisinos a lo mejor le enseñaban algo más. Bueno, ahora está loca por los griegos.

– ¿Los griegos, madame?

– Del siglo quinto antes de Cristo. Esta tarde nos mostró el Louvre a Livy y a mí. Está bien, era mejor que los logaritmos, así que fuimos. Yo tenía la esperanza de que la verdadera atracción fuera algún profesor joven. Pero estaba equivocada. Se trataba nada más que de objetos antiguos. En el Louvre hay algunas estatuas griegas bastante notables. Con los atributos viriles sin adornos y de tamaño natural. Algunos hasta más grandes. Le dije a Livy que podía resultar. ¿Pero sabe, Alain, que mi hija Barbara nos hizo atravesar las salas con las estatuas sin detenerse ni una vez? Ni siquiera volvió la cabeza. Nos quería mostrar las ánforas griegas. Ánforas. Las adora. Me sentí tan deprimida que me dejé caer en un banco.

– No es tan malo, madame.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿No miró las ánforas?

– Ya le conté que estaba apabullada.

– En las ánforas, madame, hay muchos hombrecitos -Alain indicó la medida con un dedo y el pulgar- sin ropa. Tal vez Barbara empiece con hombrecitos.

– Oh -la señora Cordell consideró durante un momento la sugerencia. Se echó a reír-. Hombrecitos. Qué gracioso.

– Yo tampoco soy muy grande, madame.

Marjorie se rió.

– No me importa la medida, siempre y cuando el marido de mi hija sea rico.

5

Cuando Walter volvió a Putney, su comida estaba incomible. La cocinera dijo que le prepararía una ensalada.

Lydia los había oído hablar.

– Te has tomado tu tiempo -le dijo al entrar en el recibidor.

– He pensado que te gustarían -le alcanzó las rosas.

Fue una sorpresa agradable. Mientras él no estaba ella había pensado en abandonarlo.

– ¿Dónde las has conseguido, Walter? -fue lo más parecido a un agradecimiento que pudo decir.

– No las robé del jardín vecino.

Lydia se las devolvió.

– Dile a Sylvia que las ponga en un florero. ¿Te han dado mi álbum?

– Sí.

Pero ella vio que el libro no estaba bajo su brazo y mientras le hacía la pregunta vio cómo se tensaba su mano libre.

– ¿A quién has visto?

– Al director. Todavía está en el bar.

– No me sorprende. Esta tarde apestaba a ginebra.

– Ha dicho que habías estado muy bien, querida.

– Hipócrita. Siempre dicen eso.

– Te ha elogiado mucho.

– Hummm -estiró los labios con desprecio.

– Le daré las flores a Sylvia -dijo Walter.

– ¿Qué ha dicho?

– ¿Cómo?

– El elogio.

– Ah. Ha asegurado que eras una verdadera profesional.

– ¡Cómo si supiera mucho de eso!

– No ha sido todo lo que ha dicho.

– ¿Qué más?

– Voy a buscar a Sylvia -había cruzado hasta el hall-, ¿Te gustarían en tu dormitorio? Quedarían bien en la escalera, en la jardinera de mayólica.

– Deja que se ocupe Sylvia. Déjalas sobre la mesa y vuelve a contarme exactamente lo que ha dicho Jasper.

Él habló desde el corredor que daba a la cocina.

– ¿Te gustaría tomar un vaso de borgoña? Yo voy a beber uno con la ensalada.

Lydia hizo un gesto de enojo. En algunas ocasiones ese maldito era tan evasivo… No podía comprobar si tenía algo importante que decirle o si estaba ganando tiempo por lo del álbum. Hacía las cosas de manera deliberada. Sabía lo importante que era el teatro en su vida. Lo necesitaba como una droga. Era muy penoso andar por las provincias exhibiéndose con esas obras pero no podía dejar de hacerlo.

Había nacido entre bambalinas en uno de los seis teatros propiedad de su padre… todo lo que le importaba estaba conectado con el teatro. Antes de cumplir veinte años ya conocía a Pinero, Barrie y Shaw. Había actuado en el Adelphi. Sir Herbert Tree le había dicho que en un par de años tendría el poder de esclavizar al público del West End. Sin embargo había visto los peligros de una vida dedicada solamente al teatro. Era vital para su carácter y su arte mantener un lazo con el mundo real. Se había casado con Walter y financiado su carrera con parte de la herencia de su padre y él era su defensa contra lo irreal. ¿Qué podía ser más terrenal que un marido que arrancaba dientes?

Walter volvió al comedor con su ensalada y dos copas de vino en una bandeja. Le alcanzó una ceremoniosamente y se sentó enfrente de ella en el sillón de respaldo alto que su padre usaba para las oraciones familiares. Lydia se estiró la falda en un gesto nervioso.

– Querida -susurró Walter-. Tengo algo bastante importante que discutir contigo.

6

El letrero en la puerta de la floristería decía «Cerrado». Las cortinas estaban bajas, la caja limpia y el dinero seguro en la caja fuerte. Alma estaba terminando con su última tarea del día; arreglando el ramo que llevaría al día siguiente una afortunada novia. Tenía la mente puesta en Walter Baranov de tal manera que casi había olvidado lo que tenía que hacer. Sus dedos temblorosos rompieron un clavel mientras le ponía el alambre. Buscó otro.

Estaba más excitada que nerviosa. La había tomado por sorpresa al entrar así en la floristería. Era tan asombroso y romántico como la llegada de Everad Monck al campamento del desierto durante la triste luna de miel de Stella en The Lamp in the Desert. Lo que Walter había dicho no podía significar mucho, en cambio el hecho de que hubiera aparecido decía a las claras que Alma le importaba tanto como para buscar el lugar en donde trabajaba.

Debió de haberle costado mucho. Ella no le había mencionado nunca la floristería. Ni siquiera se había referido a ella en la ficha que llenara para enfermera. Walter… -en sus pensamientos ya había eliminado el apellido- la había localizado para volver a verla, después de que ella no se presentara a su cita. No podía haberle dicho con más claridad cuánto la deseaba. Era un hombre casado, pero eso no importaba, la deseaba más que a su mujer.

Se sentía halagada, intrigada y excitada. Estaba poseída por esa especie de temeridad que tantas veces era característica de las heroínas en sus libros. Tiempo antes se había prometido a sí misma que en una situación como ésa se dejaría llevar por el destino. Tendría que ser ingeniosa, vivaz, agradable, exuberante, todos esos atractivos adjetivos utilizados al hablar de las heroínas.

Pero su primera reacción no había estado muy bien. Se le había trabado la lengua al verlo entrar en la floristería. Necesitaba adquirir confianza. Estaba convencida de su importancia en la vida de Walter Baranov, así que no tenía por qué comportarse como una colegiala nerviosa. Resistiría el impulso salvaje de dirigirse a casa de él esa misma noche con el álbum de recortes que había dejado con tan poco disimulo en el mostrador. Iba a esperar hasta la hora del almuerzo al día siguiente para llevarlo al consultorio.

Esa noche se lo llevaría a casa para ojearlo con atención.

7

Lydia tomó su borgoña y le cedió la iniciativa de la conversación a Walter. Muy pocas veces le daba esa oportunidad. Era difícil que un hombre que se pasaba sus días investigando bocas abiertas pudiera saber algo que valiera la pena contar. Esa noche era una excepción. Lo escuchó.

– Por supuesto que tú y yo sabemos el estado en que se encuentra el teatro moderno -dijo Walter, mientras echaba sal en su ensalada-. No necesitamos que un arrogante director de provincias nos diga que hoy en día el talento casi no cuenta. Piensa en lo que te has encontrado últimamente en las pruebas a las que te has presentado: soborno, nepotismo, la vieja corbata de la escuela, política y tráfico sexual. A veces me pregunto si no sería más inteligente emplear tu maravillosa experiencia en otra área de la producción…, por lo menos hasta que la cordura vuelva al teatro. Es curioso, pero Jasper hizo la misma sugerencia.

– ¿Que pruebe con algo distinto? -preguntó Lydia con tono tranquilo.

– Bueno, sí. Creo que vale la pena tenerlo en cuenta, al menos.

Lydia sonrió.

– Querido, yo también he llegado a la misma conclusión. No vale la pena seguir así. Cada prueba es una burla a mis años de teatro. Afecta mis nervios y mi digestión. Al final va a acabar con nuestro matrimonio. Tienes razón. No voy a ir a ninguna otra prueba en ningún teatro de Inglaterra. Me voy a Estados Unidos.

Walter se quedó boquiabierto.

– ¿A Estados Unidos?

– Pareces sorprendido.

– ¿Estás hablando en serio, querida?

– Completamente. Voy a ofrecer mi talento al cine.

– Dios mío.

– Es otra área de producción -estaba encantada con el efecto que había causado su anuncio. Walter estaba lívido.

– No es lo que yo tenía en mente.

– Piénsalo. Las únicas películas de calidad se hacen en los Estados Unidos. Y me parece obvio que el cine está escaso de actrices de mi experiencia. Mira el caso de Mary Pickford. ¿Qué hizo en el teatro? O las hermanas Gish. O Theda Bara. Las conocen millones, Walter, ¿y qué saben del arte de actuar?

– Más bien pienso que actuar en el teatro no es lo mismo que en el cine. Bernhardt no tuvo mucho éxito en películas.

– Bernhardt es una vieja.

– Pero el cine es otro tipo de arte, Lydia. No hay sonido. Tu voz es de gran importancia en el teatro. Sería una pérdida.

Había esperado que este argumento la disuadiera. Pero no había modo de lograrlo.

– Usaré los gestos y las expresiones. Lo he decidido, Walter. Ya me has oído esta tarde por teléfono. He puesto la casa en venta y ya he hecho averiguaciones para el pasaje. Quiero irme lo antes posible.

La bandeja temblaba cuando Walter la apoyó en la mesa.

– ¿Y yo? ¿Y mi profesión?

– ¿No he sido clara? Quiero que vengas conmigo. Podemos vender el consultorio y abrir otro en Hollywood. Ese sitio estará lleno de actores de cine que querrán mejorar su dentadura. Las cámaras se acercan mucho.

Walter se puso de pie y miró por la ventana. Estaba muy perturbado.

Lydia podía entenderlo. Ella también había sufrido bastantes golpes en las entrevistas. Desde hacía mucho tiempo Walter llevaba una vida muy estable y rutinaria. Para la mayoría de la gente la vida de un dentista podía parecer muy aburrida, pero Walter la disfrutaba. Tenía éxito. Sus beneficios todavía no justificaban el consultorio de Eaton Square, pero tenía perspectivas de independizarse en un año o dos. Abandonar todo para marchar hacia los Estados Unidos sería un sacrificio inútil.

Walter era muy inocente. Se enfrentó a su mujer diciendo que había leído que la vida en California era muy peligrosa. Describió la violencia entre las compañías cinematográficas. Habló de matones contratados y de tiroteos, y de los estudios protegidos por altos muros, patrullados por guardias armados y perros.

A Lydia no se le movía un pelo. Dijo que estaba segura de que las compañías protegían a sus actores principales.

Walter se puso más nervioso. Recordó los esfuerzos hechos para alcanzar una posición como dentista. Sería una locura abandonar a sus distinguidos pacientes y su hermoso consultorio.

Lydia acotó que si a él le asustaba tanto podía quedarse y dejarla enfrentar sola los peligros de California. Notando un extraño brillo en su mirada, se apresuró a añadir que tendría que arreglarse sin su dinero.

Walter volvió a hablar de su carrera. Que sentía como un deber el hecho de hacerle notar que su reputación en el teatro inglés era algo que nadie ponía en duda, pero que era difícil que su fama hubiera llegado a Estados Unidos.

Lydia sonrió.

– Querido -murmuró-, creo que estás mal informado. Es hora de que te diga que te he estado ocultando algo. Tengo un socio en Hollywood. No es un nombre nuevo para el cine. El señor Charles Chaplin.

– ¿Chaplin? ¿Conoces a Chaplin?

– Desde antes de la guerra, cuando trabajaba con la troupe Karno. Charlie y yo estábamos en el mismo programa en el Streatham Empire. Eso era cuando papá era propietario del Empire, antes de que me convirtiera en una actriz seria. Estaba en un grupo que cantaba y bailaba llamado las Yankee Doodle Gils y Charlie era el cómico borracho en Mumming Birds. Tendría unos dieciocho años, no más, y era un mariposón. Solía mirarnos desde el costado del escenario. Parecía tan gracioso allí parado con los ojos como platos, con esa nariz roja y el frac, que nos hacía reír. Una noche me reí tanto que resbalé y caí en las tablas con un ruido tremendo. Mi amiga Hetty Kelly le guiñó el ojo y se enamoró perdidamente de ella. Hetty tenía apenas quince años y él se le declaró. Ah, sí, conozco muy bien a Charlie. En mi álbum tengo un recorte que lo prueba. ¿Por qué no vas a traerlo?, te lo mostraré.

Walter tomó la botella de vino apresuradamente.

– ¿Quieres un poco más? Estuvo muy bien en Armas al hombro. Lo vi en Escocia. ¿La viste?

Lydia tapó el vaso con la mano.

– Primero quisiera mostrarte el recorte de mi álbum.

– Recuerdo que mi padre estaba en Estados Unidos. Fue cuando tuvo el accidente. Me pregunto si habrá conocido a Chaplin.

– Walter, dime qué ha sucedido con mi álbum.

Se aclaró la garganta.

– No estoy muy seguro de lo que ha ocurrido. He ido a buscarlo al teatro, pero al llegar a casa ya no lo tenía.

– ¿Qué quieres decir? ¿Lo has perdido?

– Lo he dejado en alguna parte. Creo que en el taxi. Lo siento, querida.

Lydia se levantó de la silla. Lo odiaba. Habló con fría calma.

– Ese libro era lo más valioso que tenía. Ninguna cifra de dinero puede reemplazarlo.

Salió de la habitación corriendo. En el hall arrancó las rosas del florero y las arrojó al suelo. Subió a su habitación y cerró la puerta con violencia. Se desplomó en la cama y lloró.

Más tarde fumó un cigarrillo. Oyó a la cocinera salir de la casa por la puerta de servicio, y a Sylvia subir a la pequeña habitación en el altillo.

Se oyeron unos golpes suaves en la puerta.

– ¿Estas despierta, Lydia? -dijo la voz de Walter.

No le contestó. No tenía nada que decirle.

Alcanzó a ver cómo se movía el picaporte de la puerta cerrada con llave.

– Lydia, querida, soy yo…

– Vete.

– Acabo de recordar dónde he dejado el álbum. Vi las rosas y me he acordado. Ha sido en la floristería donde las he comprado. He puesto el álbum en el mostrador mientras elegía los colores. Tenía un taxi afuera esperando que no dejaba de tocar la bocina y en mi apuro he olvidado el álbum. Lo puedo recuperar mañana. Está cerca de la estación de Richmond. Lydia, ¿me escuchas? Iré a buscarlo mañana.

– No.

– ¿Qué?

– No confío en ti. Iré yo misma y será mejor que esté allí.

– Pero la chica de la floristería no te conoce.

– Idiota. Ese cuaderno está lleno de fotos mías.

Hubo una pausa.

– En cuanto a lo otro -titubeó Walter-, me refiero a Estados Unidos… Volvamos a hablar de ello cuando ambos hayamos tenido la oportunidad de pensarlo bien.

– No hay nada más que hablar. Estoy decidida. Me voy, Walter. Tú puedes hacer lo que quieras.

8

Poppy compartía un colchón de estopa con su hermana Rose en el cuarto familiar sobre la lechería de la calle Chicksand. Rose tenía siete años. Le gustaba despertarse en cuanto amanecía y bajar a ver cómo los lecheros ataban los caballos a los carros. Esa era la oportunidad de Poppy para estirar los brazos y las piernas y rodar hasta en centro del colchón. Caía en un profundo sueño, lejos de las movedizas rodillas y codos de Rose. Casi siempre dormía hasta las once, menos el domingo. No sentía remordimientos por dormir hasta tan tarde. Mantenía a su familia vestida y alimentada con sus ganancias en Lane.

Aquel lunes por la mañana se sintió sorprendida y molesta al ser despertada por Rose, que tiraba de las mantas. Eran las nueve.

– Pop, despierta.

– Vete o te mato.

– Un hombre te busca.

– ¿Qué hombre? -se sentó maldiciendo y miró hacia abajo-. ¡Oh! -pegó un salto hasta quedar fuera de la vista del hombre y se abotonó la camisa que usaba para dormir.

– ¿Qué quiere? -preguntó Rose, interesada.

– Dile que en seguida bajo -fue a buscar su ropa. Casi había olvidado su aventura del día anterior. El desconocido del mercado con sus misteriosas amenazas de que no contara nada de sus «negocios» se había alejado de tal manera de su mente que esa mañana sólo recordaba que se sentía fatal por la enorme cantidad de cerveza bebida la noche anterior.

De todas maneras pensaba que ese tipo era raro y sentía que había escapado por un pelo de algo malo, aunque el comportamiento de él fuera tan correcto. Y aquí estaba, cumpliendo su promesa de llevarla a una tienda elegante.

Le gritó a Rose.

– Dale un té -se sacó la camisa y se detuvo a pensar en lo que podría ponerse. Cuando bajó, él estaba sentado en la silla del padre de Poppy. Era bastante apuesto, con grandes ojos azules y pelo color miel bien alisado. No le importó que la mirara. Se había puesto un vestido de crêpe supuestamente usado en el Savoy y comprado de segunda mano en el mercado. Poppy sabía manejar muy bien el hilo y la aguja. Los azules estaban un poco desteñidos, pero de todos modos le quedaba perfecto.

– ¿Qué llevas debajo de eso?

Después de todo era raro. Le lanzó una de sus miradas torvas y se sirvió té.

– Lo menciono -explicó el hombre-, porque vas a tener que sacarte el vestido para que te tomen las medidas.

Ella no lo había pensado. Volvió al cuarto y buscó la ropa interior.

Cuando dejaron la casa, Poppy se sintió desilusionada al no encontrar un taxi esperándolos. El automóvil estaba a la vuelta de la esquina en la otra calle. Ella rió y él le preguntó qué encontraba tan gracioso. Poppy cantó un estribillo que había oído en la calle sobre el «maldito y misterioso Pimpernel». El hombre no pareció apreciarlo.

– Me llamo Jack -replicó secamente.

El taxi recorrió un corto trecho y se detuvo. Poppy miró por la ventanilla y en ese mismo instante Jack le puso algo en la mano. Era jabón de lavanda. Estaban delante de los baños públicos de Aldgate Street.

– ¡Demonios! -pero pensó en esa elegante tienda y dijo que no tardaría.

Cuando al final llegaron a Bond Street, se sentía agradecida por la ocurrencia de Jack. Después de tener la satisfacción de que desenrollaran metros de telas preciosas delante de ella, sentada en una silla dorada, se la llevaron para tomarle medidas. Una era la encargada de dar conversación en forma de elogios a la figura y el aspecto de Poppy; otra usaba en centímetro y la tercera anotaba las medidas. Poppy casi no habló. Había elegido un crêpe-de-chine dorado que le formaba un nudo en la garganta ante el anticipado placer. La modista le pidió que volviera el miércoles a probarse.

El viernes estaba listo. Por una vez las empleadas dijeron la verdad: la señora estaba preciosa.

– Ahora -dijo Jack cuando se alejaron de la tienda con el vestido envuelto en papel de seda dentro de una caja negra y dorada- iremos a comprar medias y zapatos. Después te llevaré a mi apartamento.

Poppy era joven pero no ingenua. Sabía lo que quería un hombre cuando la invitaba a una a su apartamento. Hacía rato que sospechaba que eso era lo que estaba detrás de la generosidad de Jack. Sin embargo, pensó mientras caminaba al lado de él por Regent Street, era una manera bastante gratificante de empezar. Nadie podría decir que se vendía por monedas.

Y era un tipo bastante varonil.

La llevó a un apartamento con terraza y vista a Hyde Park. Las paredes estaban empapeladas en blanco y dorado, las alfombras eran orientales y los muebles de laca chica. Delante de la chimenea había una mujer con un spaniel en brazos. Llevaba puesto un vestido de seda plisado, con un ramito de violetas de Parma en el hombro izquierdo. Era muy elegante.

– Poppy, ella es Kate -la presentó Jack y sonrió al agregar-. Mi adorada esposa.

– Así que tú eres la ratera -gruñó Kate en una voz que no correspondía a su apariencia-. No lo pareces en absoluto.

– Es por eso que es la mejor -aclaró Jack. Tenía un botellón en la mano-. ¿Qué prefieres con el gin, Poppy?

– Lo tomo solo, gracias.

– No puedes hacer eso, querida -interrumpió Kate con firmeza-. Deja que lo pruebe con agua tónica, Jack.

Poppy agarró su vaso y estornudó a causa de las burbujas.

– Nunca voy a pasar por alguien de la clase alta, si es eso lo que esperan -les dijo.

– Estarás perfecta como eres -Jack se dirigió a Kate-. Con el vestido queda divina.

Kate quiso verla y Poppy lo sostuvo delante de ella.

– Es muy audaz -comentó Kate-. ¿Lo elegiste tú?

Poppy decidió ignorar la pregunta. Sentía olas de celos de Kate, pero no podía entender sus razones. Guardó el vestido.

– ¿No van a decirme para qué me quieren?

– Ya verás -contestó Jack-. Elige una -surgido de la nada apareció en su mano derecha un mazo de cartas formando un perfecto abanico.

Poppy sacó una carta.

– ¿Digo lo que es?

Jack asintió.

– Siete de corazones.

Cerró el mazo y lo cortó.

– Vuelve a ponerlo.

Poppy vio cómo él cubría la carta con parte de mazo y lo mezclaba varias veces.

– ¿Ahora puedes decirme dónde está?

– ¿Es la de más arriba?

– Te engañó -rió Kate-. No está allí.

Poppy tomó el mazo y buscó el siete de corazones. Pasó las cartas lentamente. No estaba.

– ¡Fantástico! Así que es jugador…

– ¡Demonios!

– Tendrías que haber vigilado su mano izquierda -le aclaró Kate con voz hastiada- la escondió en la palma.

– Mira esto -pidió Jack. Dio dos manos de cinco cartas sobre la mesa de vidrio-. Mira la tuya.

Poppy tenía el ocho, nueve, diez, jack y reina de picas.

– Te acabo de dar una escalera servida. ¿Cuánto apostarías a eso, Poppy? ¿Tu nuevo vestido? No lo hagas, la mía es una escalera real -dio vueltas las cartas y descubrió un as, rey, reina, jack y diez de diamantes-. No, no soy prestidigitador. Sé algunas triquiñuelas, pero no las hago para divertir a la gente. Me gano la vida jugando a las cartas, lo mismo que Kate. Cuando puedes trabajar el mazo estás muy cerca del dinero.

– Oh, no -dijo Poppy molesta.

– ¿Qué pasa?

– ¿Me han comprado ese vestido porque necesitan ayuda?

– Pues, sí.

– ¿Saben?, no pudieron haber elegido peor. No podría jugar a las cartas ni aunque me fuera la vida en ello.

9

A la mañana siguiente hubo un violento incidente en la floristería al lado de la estación de Richmond. Cuando acababan de abrir entró una mujer con sombrero de terciopelo verde jade y abrigo negro con cuello de castor. Alma estaba eligiendo flores para la vidriera y reconoció a Lydia Baranov por las fotografías. El rostro había perdido la suavidad juvenil de Trilby en el teatro Royal de Windsor y la fragilidad de Dora Vane en Harbour Lights, pero todavía conservaba la elegancia de formas y una expresión de seguridad muy teatral.

Al acostarse la noche anterior, Alma había hojeado las páginas del álbum de recortes. Se sintió desilusionada al no encontrar ningún retrato de Walter más joven, en el día de su casamiento o con uniforme de soldado. No era más que una recopilación de la vida de Lydia en el teatro y casi todo de antes de la guerra. Esa mañana lo había llevado de vuelta a la floristería en una bolsa, cubierto con un pañuelo por si llovía. Al llegar a la floristería la había dejado colgada de un gancho detrás de ella.

Alma estaba acostumbrada a que los clientes la trataran como a una criada, sobre todo las mujeres. Para ella no era más que una vendedora y al verlas entrar daba por sentado que olerían las flores y le preguntarían el precio sin ni siquiera dirigirle una mirada. Sabía que repiquetearían con los dedos en el mostrador mientras atendía a otro cliente y que una vez elegido el ramo insistirían en que reemplazara algunas flores por otras más frescas. Pero no estaba preparada para Lydia Baranov.

Alma pensaba ir al consultorio a la hora del almuerzo a entregar el álbum. Deseaba dárselo a Walter en persona.

Así que cuando Lydia se precipitó dentro de la floristería y se lo pidió, Alma dudó un instante.

– ¿A qué álbum se refiere, señora?

– No se atreva a insolentarse conmigo.

– Lo siento señora, pero no recuerdo haberla visto antes.

Lydia adoptó el tono de alguien que habla con un imbécil.

– Mi marido, el señor Baranov, lo dejó aquí anoche.

Alma supo que tendría que entregarlo. Se volvió para sacarlo de su bolsa al tiempo que se daba cuenta con inquietud de que tendría que explicar por qué estaba allí, en su bolsa de compras. Estaba por decir que lo había puesto esa mañana para entregarlo en el consultorio del doctor Baranov, cuando Lydia le agarró el brazo.

– ¿Qué tiene allí? ¿Qué demonios está haciendo mi álbum en su bolsa de la compra?

Sin esperar respuesta arrancó la bolsa de las manos de Alma, sacó el álbum y arrojó la bolsa y el pañuelo a través de la floristería. Estos golpearon un florero con gladiolos del escaparate y lo volcaron. El agua corrió por el suelo sin que Lydia le prestara la menor atención. Cuando Alma salió de detrás del mostrador para levantar el florero, Lydia la tomó del cuello de la blusa y la empujó contra el mueble.

– Ya veo lo que ha estado haciendo. Se llevó mi álbum a su casa para mirarlo. Eso es una violación, una invasión de mi vida privada. Algo desagradable y asqueroso -la abofeteó.

Cuando a las diez y cuarto llegó la señora Maxwell, dueña de la floristería, el florero de gladiolos ya estaba otra vez en su pedestal en el escaparate limpio. Felicitó a Alma, dijo que unos pocos minutos de trabajo con el trapo y el balde por la mañana refrescaban el negocio todo el día. Siempre valía le pena. La señora Maxwell miró a Alma y vio que tenía la mejilla roja. Pensó que estaba ruborizada. Siempre había opinado que unas palabras de elogio eran el mejor premio para una empleada.

Alma había decidido no mencionar su incidente con Lydia Baranov. Se sentía humillada por el ataque, pero no necesitaba compasión. Poco tiempo después de que Lydia abandonara la floristería apretando el álbum contra su pecho, Alma sintió una sensación no del todo desagradable. La sangre invadiendo los capilares había dejado paso a un calor estimulante que atenuaba los pinchazos de la bofetada en la mejilla. Lydia era una mujer desesperada que estaba perdiendo el amor de su marido.

Cuando el negocio estaba tranquilo, Alma solía preparar las palmas y las coronas mortuorias en la trastienda. Hacia la hora del almuerzo sujetaba unas ramas de acebo en una cruz cuando oyó una voz conocida. Walter Baranov hablaba con la señora Maxwell en la floristería.

Alma contuvo la respiración.

La señora Maxwell apareció en la puerta y le dijo que un caballero deseaba verla por un asunto personal. En su voz se notaba un dejo de censura. Le sugirió además que sería más conveniente que adelantara su hora para almorzar.

Unos minutos después, Alma no cabía en sí por estar caminando bajo el sol con Walter. No hacía más que mirar los objetos familiares para convencerse de que era cierto; las palomas en el campo de cricket, la hilera de olmos, la cúpula verde del teatro, los callejones entre los edificios.

La voz de Walter tenía un dejo de preocupación. Se notaba la tensión en los músculos de su cuello y las mejillas, en el modo en que encorvaba los hombros. Sin embargo conservaba su dignidad y, para Alma, el hecho de tomar para sí las ofensas de otro lo hacía más atractivo.

– Vine en cuanto pude -dijo-. Lydia, mi mujer, me llamó al consultorio. Dijo que la había golpeado. ¿Es cierto?

Alma contestó con toda la calma de la que fue capaz.

– Creo que estaba muy perturbada. Vio su álbum en mi bolsa. Habrá pensado que lo llevé a mi casa para mirarlo…

– Ya sé, ya sé… pero ella no debió haberle pegado -se volvió hacia Alma y rozó su brazo en un gesto de preocupación-, ¿Está usted bien?

– Muy bien. Fue más la sorpresa que el golpe… en realidad me sentí muy molesta.

– ¿No le manchó el vestido? Creo que derramó agua.

– No hubo ningún daño y no se lo he mencionado a nadie.

– Eso es más de lo que podemos esperar, gracias señorita Webster, y no sé cómo darle las gracias.

Alma contestó con la súbita temeridad de una mujer de carácter.

– Puede llamarme Alma.

Walter la miró y sus ojos se encontraron un instante. Parecía sorprendido, arrancado de pronto de sus propósitos. Estaba intrigado, y juntó las manos como para alejar la inconveniencia.

– Mire, Alma… Quiero explicarle por qué ocurrió esto. Es lo menos que puedo hacer.

– No es necesario.

– Insisto. Tendrá que hacerme el honor de cenar conmigo. ¿Le parece bien mañana por la noche? Creo que en Hill hay un buen restaurante francés. Es muy tranquilo y allí podremos hablar.

Aunque su corazón latía enloquecido, Alma logró aceptar sin perder su dignidad. Le dio su dirección y Walter prometió pasar a buscarla. Ahora sus ojos brillaban y tenía un aspecto más vivaz. La saludó levantando el sombrero y se alejó en dirección a la estación.

Alma siguió caminando por el parque, dando al fin rienda suelta a su excitación, a la alegría inexpresable que sólo había conocido en las páginas de los libros. ¡Qué compensación tan maravillosa para una bofetada! Estaba invitada a cenar con el hombre que amaba. El hecho de que fuera casado no hacía más que aumentar su sensación de triunfo. Ella no había hecho nada malo. Lo que ocurriese sería el precio que Lydia tendría que pagar por su falta de decoro.

Se dirigió tarareando una suave melodía hasta la peluquería de la calle Duke y concertó una cita. Cuando regresó a la floristería y la señora Maxwell le advirtió que no aprobaba que sus ayudantes recibieran amigos en el negocio. Alma contestó con tranquilidad que no volvería a suceder.

10

Walter llegó a buscarla a las siete y media. Alma le había pedido a la criada que se quedara para abrirle y estaba delante del tocador cuando oyó voces abajo. Se puso un poco de perfume en el cuello y poniéndose de pie alisó su vestido de crêpe amarillo oscuro y las cuentas de su collar de ámbar. Estaba lista. Era la noche más importante de su vida y se sentía tranquila y serena. Walter se sentiría impresionado ante tanta serenidad.

Se puso la capa sobre los hombros y bajó a recibirlo. Bridget le había servido un jerez seco. Walter, que tenía un aire formal, se adelantó un paso, inclinó la cabeza y la llamó señorita Webster. Esa noche el celeste de sus ojos era más profundo y con la corbata blanca y el traje de noche podía haber pasado por un pianista o un diplomático. Tenía un rubí en cada uno de sus gemelos de oro.

Había reservado una mesa en Black Grape, a sólo cincuenta metros de distancia de su casa. Alma pasaba por allí todas las mañanas cuando las persianas estaban cerradas. A veces cuando volvía del trabajo por la noche veía velas en las mesas y saleros y pimenteros de plata y servilletas rojas en forma de nenúfar. Nunca había entrado.

Los acompañaron hasta un rincón y les retiraron las sillas para que se sentaran. Mientras el camarero las volvía a poner en su lugar, Alma tuvo el extravagante pensamiento de que no era muy distinto a acomodarse en la cama. Les alcanzaron el menú. Entendía el francés, pero dejó que Walter la guiara. Él le preguntó su nombre al camarero y le pidió que informara a chef que esa noche cenaban allí la señorita Alma Webster y el señor Walter Baranov.

– Oh, no creo que me conozcan aquí -susurró Alma cuando el mozo se hubo alejado con su orden.

– De ahora en adelante la conocerán -replicó Walter sin bajar la voz-, A mí tampoco me conocen, pero piensan que deberían, y eso marca la diferencia entre un servicio de primera clase y una mera atención. Y ahora, tengo que agradecerle su tacto y consideración.

Frunció el ceño.

– No sé lo que quiere decir.

Él la miró con severidad.

– No se atreva a negar, jovencita, que podría haber leído el menú sin mi ayuda.

Alma se ruborizó como una chiquilla culpable. Le gustaban sus modales autoritarios. Parecía salido de The Way Of The Eagle.

– ¿Cómo lo adivinó?

– No lo adiviné. Le miré los ojos. Antes de la guerra me ganaba malamente la vida como adivinador en el music-hall El noventa por ciento del número estaba basado en artimañas, pero se pueden aprender muchas cosas observando. Por ejemplo, ¿sabe que alguien ha estado hablando de nosotros?

– ¿Oh?

Acababa de aparecer un camarero y les dirigió la palabra desde detrás de Alma.

– El gerente le manda sus saludos, señor Baranov. Le gustaría ofrecerles a usted y a la señora una copa de champagne.

– La aceptaremos con gusto -respondió Walter-, Déle las gracias, por favor -se dirigió a Alma-. ¿Ya ve?

– Estoy impresionada.

– Estaba por decirle que estudiando los ojos de la gente y la manera en que reaccionan y se anticipan a mis comentarios, puedo descubrir cosas que no pensaban decirme.

Alma rió.

– Tendré que tener más cuidado.

– No tiene por qué preocuparse. No descubro demasiadas cosas, de otro modo ya hubiera hecho una fortuna jugando al póquer.

– ¿Cómo se convirtió en adivinador del pensamiento?

– Fue porque no tenía sentido del equilibrio. No podía caminar como mi padre por la cuerda floja. Ni andar en motocicleta, ni hacer malabarismos, ni arrojar cuchillos. La vida que se lleva en los music-halls hace que los hijos de los que trabajan allí terminen delante de las luces del escenario. No hay muchas probabilidades de aprender otra cosa. Yo era la planta de un mago cuando tenía ocho años.

– ¿La planta?

A Walter le brillaron los ojos.

– Nada que ver con los geranios, por cierto. Una planta es un ayudante que simula formar parte del público. No es muy fácil para un chico quedarse sentado quieto con un conejo y dos palomas bajo el traje. Hice eso un par de años hasta que fui lo bastante mayor como para que me admitiera un adivinador del pensamiento. Seguí siendo una planta.

– ¿Pero no un geranio?

– Más bien un nomeolvides, supongo -exclamó Walter sonriendo-. Era un trabajo más agradable y aprendí lo suficiente como para montar un número propio al cumplir diecisiete años: «Walter Baranov, Clarividente y Extraordinario Adivinador del Pensamiento».

– Suena impresionante.

– Ojalá el número hubiera sido la propaganda. Tengo que confesarle, Alma, que nunca fui muy bueno. Algo me pasaba cuando estaba frente al público. No era miedo a la escena, sino más bien al revés. Me volvía demasiado seguro y me equivocaba. En lugar de limitarme a mi charla, improvisaba, y nueve de cada diez veces me hacía un lío con ciertos trucos mecánicos esenciales en la actuación. Los mejores son los que tiemblan como flanes antes de salir a escena. Yo nunca fui así.

– Estoy segura de que no fue tan mal como cuenta.

– Querida, era grotesco. Seguí durante años, pero sólo gracias a la generosidad de los gerentes del music-hall que le debían favores a mi padre. Así fue cómo conocí a Lydia. Su padre era el dueño del Streatham Empire. Lydia había acabado su actuación en una obra y esperaba otra y para divertirse se unió al número como mi asistente. En una semana lo transformó. ¡Qué éxito tuvimos! -los ojos de Walter brillaban. Sacudió la cabeza mientras sonreía ante el recuerdo.

Alma sintió celos, pero los reprimió.

– ¿Cómo hizo para cambiar el número?

– Dijo que necesitaba dramatismo, así que se sentó entre el público e hizo como que no creía en mis poderes. Anunció que yo era un tramposo. Tendría que haber oído a la gente cuando se levantó de su asiento y caminó por el pasillo hasta el escenario para desenmascararme. Y cuando mi primera tentativa de clarividencia fracasó, se pusieron de pie par aplaudir a Lydia. Y luego, el silencio, cuando funcionó la segunda prueba. ¡Qué dramatismo! Las reacciones de Lydia eran magníficas, dignas del mejor melodrama. Mientras ella permanecía con la boca abierta, incrédula, yo me concentraba en mi actuación y terminaba con gran estilo. Al final de cada número me aplaudían a rabiar.

– Y se casó con Lydia…

Walter volvió a su ensoñación.

– Hubo más que eso.

Alma esperó, no queriendo parecer tan intrigada.

– Trabajé una semana con Lydia en el Empire y nos separamos -siguió Walter-. Tenía otro trabajo en el teatro dramático. Así que yo volví a mi número de adivinación sin ella. Era bastante deprimente, pero tenía que vivir, y no sabía hacer otra cosa. Entonces murió el padre de Lydia, dejándole una considerable fortuna, cuatro teatros y dos music-halls. Estaba muy ocupada como actriz y la dirección de esas cosas era demasiado para ella, pero lo tomó con ánimo. Se acordaba de mí y me contrató para el Canterbury -se rió-. Debo de haber sido terrible. Me convenció de que abandonara la escena y me casara con ella. Financió mi carrera de dentista. Decía que el mundo necesitaba más dentistas que clarividentes.

Alma no pudo contenerse.

– Perdóneme por decir esto, pero su matrimonio suena más como arreglo de negocios.

Walter echó pimienta a su escalope de ternera.

– Sí, eso es lo que es.

Se hizo un silencio. Alma no se animó a seguir adelante, pero su mente volaba.

– Al final Walter habló.

– Tal vez piense que me casé con ella por su dinero.

– Por supuesto que no -Alma se ruborizó-. Estoy segura de que se aman.

– ¿Amor? Muchas veces me pregunto qué quieren decir con eso.

– Es como algo mágico, ¿no cree? Es un poder que todo lo avasalla.

– Nunca fui bueno para la magia.

– Estoy segura de que cuando ocurre es inconfundible.

– Entonces tengo que pensar que nunca estuve enamorado de Lydia.

Al ver su sonrisa no pudo estar segura de si estaba haciendo el ingenuo.

– Es una mujer muy bella -exclamó Alma-. Y tiene una gran vitalidad.

– Es muy generosa con ella en vista de las circunstancias.

– Para ser justa, le diré que tenga razón en ofenderse. Vio su cuaderno en mi bolsa. Pensó que me lo había llevado a casa para examinarlo -hizo una pausa-. Tenía razón. Creí que podría haber algo sobre usted.

O ignoró o no oyó lo que Alma había dicho.

– Hace tiempo que Lydia está muy tensa -comentó-. No ha tenido un buen papel desde 1914. Va a las pruebas, pero le dan los papeles a actrices más jóvenes, con menos experiencia. Eso me hace sentir culpable.

– ¿Por qué?

– Mientras su carrera languidece, la mía se consolida día a día. Ella me metió en esto, pagó mis estudios, compró mi equipo y me instaló en Eaton Place. Todavía paga el alquiler del consultorio. Es mucho dinero.

– No tiene que culparse por tener éxito -le espetó Alma con ímpetu-. Usted justificó su confianza. Tiene que estar contenta.

– Sí, estoy seguro de que así es -su voz era generosa, hasta tierna.

Alma recordó su determinación de mantenerse tranquila.

– ¿Entonces por qué se siente culpable?

Walter la miró.

– Usted es muy buena. No le he explicado bien por qué la atacó en la floristería. La noche anterior tuvimos una discusión. Suele ocurrirle. Sufre muchas desilusiones y alivia sus tensiones volcando su furia sobre mí. Casi siempre puedo aguantarlo, pero esta vez salió con algo tan asombroso que no estuve a la altura. Dijo que está completamente desilusionada con el teatro inglés, así que piensa irse a los Estados Unidos para convertirse en estrella de cine.

Alma sintió palpitaciones.

– ¿Lo dice en serio?

– Temo que sí. Ya he hecho averiguaciones en la compañía naviera. Una vez trabajó con Charlie Chaplin, que es el dueño de una compañía cinematográfica llamada United Artists, junto con Mary Pickford y Douglas Fairbanks. Lydia confía en que Chaplin se acordará de ella y la ayudará a comenzar una carrera en el cine.

– ¡Qué idea tan extraordinaria! ¿Y usted? ¿Qué supone que hará?

Walter se encogió de hombros.

– Ni siquiera se ha preocupado por mí. Está obnubilada con la perspectiva de Estados Unidos. Para Lydia es el fin de estos últimos siete años penosos. Da por sentado que iré con ella.

– Pero usted tiene carrera…

– Se supone que debo dejarla y empezar de nuevo en los Estados Unidos.

– «Odontología Indolora Norteamericana».

La miró con sorpresa.

– ¿Se lo conté? Sí, tiemblo ante la sola idea de irme.

– ¿Se lo ha dicho?

– Lo intenté. No parece importarle si voy o me quedo. Ya estuvimos separados antes, por la facultad y la guerra. El nuestro nunca fue un matrimonio convencional. Pero ya ve, le debo todo a Lydia. A cambio siempre he tratado de darle mi apoyo, aunque no sea más que un oído dispuesto. Esta vez quedé asombrado al oírla. Y para colmo, había perdido su álbum de recortes. Más tarde recordé dónde estaba, pero para entonces Lydia ya había subido al piso de arriba furiosa. Temo que las consecuencias las sufrió usted.

Alma sonrió.

– ¿Así que es culpa suya?

– Sí, por supuesto.

Hablaron de otras cosas; floristerías, jardines, los paseos favoritos. El camarero limpió la mesa y llegaron los quesos y el café. Walter pagó la cuenta y dejó una generosa propina. Cuando salían, se acercó el gerente y le entregó una rosa roja a Alma, que se la acercó graciosamente, mientras cambiaba una mirada cómplice con Walter. Una vez fuera le confirmó que su floristería era la proveedora del restaurante.

Baranov la acompañó el corto trecho hasta su casa y ella le dio las gracias en la puerta por la velada. Expresó su deseo de que no se fuera muy pronto a Estados Unidos y cuando él le preguntó por qué, ella le recordó con buen humor que su tratamiento estaba sin terminar. Walter sonrió y las numerosas arruguitas que rodeaban sus ojos constituyeron un verdadero espectáculo. Le dijo a Alma que le había hecho bien pasar una noche sin actitudes teatrales y que, en lo que se refería a los Estados Unidos, todavía no estaba decidido.

Mientras Walter hablaba, Alma no había dejado de mirarlo. Esa velada le había enseñado mucho de él. Su calma externa era falsa; en realidad estaba en medio de un torbellino. Desde su infancia las circunstancias de la vida lo habían atrapado y las había sufrido con resignación. Para satisfacer a su padre había dedicado su juventud al music-hall, para el que no estaba hecho. Su matrimonio carecía de amor, pero lo había soportado por la oportunidad de una nueva carrera. Ahora su mujer, frustrada y amargada, se proponía destruir su vida, su tranquilidad, el respeto que sentía por sí mismo. Necesitaba ayuda urgente.

Alma lo amaba más que nunca y supo que no podría pasar mucho tiempo sin decírselo. Pero todavía no había llegado el momento. Tendría que conformarse con que él ejerciera sus poderes de clarividente para concertar otra cita.

– Ese paseo del que me habló -preguntó él-…en Richmond Park. Estoy tentado de probarlo el domingo. ¿Cómo era el nombre exacto, Alma?

– Sidmouth -ella tuvo la suficiente discreción como para dudar antes de seguir-. Puedo mostrárselo si quiere. ¿A qué hora piensa ir?

Walter hubiera podido mencionar cualquier hora del día o de la noche; Alma estaría allí.

11

Durante los meses de verano, en el París Carlton se servía el desayuno en la terraza. El calor del sol, la suave brisa y el aroma del café garantizaban los pensamientos románticos de Marjorie Cordell. Esa mañana tenían un impulso extra.

– Livy, querido -anunció al reunirse con su marido en una de las mesas de hierro blanco-. Acabo de enterarme de algo sensacional.

Livingstone Cordell no había podido acostumbrarse aún a los desayunos de París. Los panecillos frescos le producían indigestión si comía los suficientes como para satisfacer su apetito y, cuando pedía pomelo y algo de la cocina, el pedido tardaba tanto en venir que limitaba su capacidad para el almuerzo. No levantó la vista para mirar a su mujer.

– Ya que estás de pie, ¿puedes preguntarle a ese maldito camarero qué diantre pasa con mis riñones con bacon? Los he pedido hace más de veinte minutos.

La señora de Livingstone Cordell hizo una seña urgente al camarero en dirección a su marido. Livy no era el tipo de hombre que obtenía un servicio rápido de los camareros franceses. Parecía haberse instalado demasiado confortablemente en su silla. Era bajo y gordo y vestía una chaqueta barata de hilo que había comprado años antes en Chicago. Su pelo era claro con parches de gris que le daban un aspecto vulgar y tenía las cejas tan descoloridas y despobladas que no lograba transmitir más que docilidad. Los camareros franceses y el mundo en general -con excepción de Marjorie Cordell- ignoraban que las zonas de su cuerpo ocultas por la ropa estaban cubiertas de los tatuajes más sorprendentes y escandalosos.

El camarero contestó con una inclinación de cabeza que podía significar cualquier cosa. La señora de Livingstone Cordell se sentó.

– ¿Quieres oír mis novedades, Livy?

– Hay rebajas en las galerías Lafayette.

– ¿Sí? -estudió sus pequeños ojos grises para ver si sabía algo que ella ignoraba-. ¡Qué hombre tan incorregible! ¿Estás bromeando, no? Mis noticias son fidedignas. Escucha. Fui a la recepción para arreglar la hora de otro masaje y por pura casualidad alcancé a ver a los botones entrando equipaje. Cuatro o cinco baúles enormes y algunas maletas. Ya me conoces, Livy; no pude resistirme a espiar las etiquetas. No me vas a creer, ¡pertenecían a Paul Westerfield II!

– Ah, sí -Livy no dijo nada por unos minutos-. ¿Qué demonios crees que están haciendo con mis riñones con bacon?

– Paul Westerfield II, tesoro…

– Nunca lo oí nombrar.

– Es uno de los solteros más codiciados de Nueva York. Su padre es ese arquitecto millonario que diseñó esas preciosas casas del otro lado del Hudson, frente a Nueva Jersey -la señora Cordell cerró los ojos y suspiró-. Debe de ser la providencia la que pone a Paul aquí cuando Barbara acaba de terminar sus estudios y está libre para mostrarle París. Conoce la ciudad. Ésta es su gran oportunidad, Livy. ¿Si tuvieras veinticuatro años y éste fuera tu primer viaje a París, no te encantaría que una dulce chica norteamericana te sacara a pasear?

Livy sacudió la cabeza.

– Olvídalo. Puedes apostar lo que quieras a que ese muchacho no ha venido a París a ver el Louvre y los griegos antiguos. Además nos vamos a Inglaterra este fin de semana. Sé dé buena fuente que en el hotel Savoy se puede obtener un buen desayuno.

La señora Cordell hizo un mohín y emitió un quejido inaudible. Livy era tan insensible a las cosas que les importan a las mujeres. Podía perdonarle cuando pensaba en sus tatuajes, pero a veces deseaba que prestara más atención a lo que le decía.

– Parece que Barbara se ha estado ocupando del asunto -comentó Livy.

– ¿Qué quieres decir?

– Mira a tu derecha.

– ¡Dios mío! -susurró Marjorie Cordell.

Su hija Barbara estaba atravesando la terraza en dirección a su mesa de la mano de un joven muy alto, muy delgado y de aspecto muy inteligente, vestido con un traje con chaleco color crema. Al lado de él, con una falda marrón estrecha, Barbara tenía un aire absolutamente desaliñado, pero los ojos le brillaban de una manera que su madre nunca había visto.

– Mami y Livy -los saludó-. Quiero que conozcáis a un compañero de colegio, Paul Westerfield. ¿Qué os parece? Acabo de encontrar a Paul en la recepción. Estábamos en la misma clase de matemáticas. ¿No es increíble?

– ¿Conocías al señor Westerfield? -preguntó la señora en un susurro.

– No le hagas caso a mi madre -le comentó Barbara a Paul Westerfield-, Piensa que cualquier hombre de menos de cincuenta años que esté a un kilómetro a la redonda de mi persona es un posible candidato a marido. No sabe que preferiría caerme muerta antes de casarme con uno de los monstruos de la clase de matemáticas. Este es Livy. Es mi padrastro; es decir el segundo.

– ¿Qué está haciendo en París, Paul? -preguntó Livy.

– Curioseando un poco. Voy camino a Londres para entrevistar al doctor Bertrand Russell sobre el libro que escribió con A.N. Whitehead.

– Principia Mathematica -acotó Barbara.

– …y pensé que podía pasar por París para conocer a algunos de los profesores de matemáticas de la Sorbona.

– Barbara le puede presentar a un montón de profesores -intervino la señora Cordell.

– Mami, no te olvides de que estuve estudiando arte. Paul no necesita que le presente a nadie. Es conocido en todo el mundo por sus escritos sobre permutaciones y el teorema binomial. Yo no era más que la mocosa que se sentaba detrás de él y le avisaba cuando tenía agujeros en los calcetines.

Paul Westerfield rió, carraspeó y se ruborizó, todo al mismo tiempo.

– Bueno, ya está -exclamó Barbara- éstos son mis padres. No quiero entretenerte. Ha sido una magnifica sorpresa encontrarte por aquí.

– Pues ha sido mutua -replicó Paul-, ¡Hasta luego! -se alejó con rapidez.

– ¿A alguien se le ocurre algo para pasar el día? -preguntó Barbara con animación.

12

Alma estaba segura de poder convencer a Walter de que no acompañara a su mujer a los Estados Unidos. Estaba segura de que él se enamoraría de ella y había aprendido en las novelas de Ethel M. Dell que el verdadero amor supera cualquier obstáculo. No la desalentaba la diferencia de edades, ni el hecho de que Walter estuviera casado. No se había casado por amor y, si Lydia lo abandonaba para irse a los Estados Unidos, él tenía todo el derecho del mundo a aceptar otro amor. Recurriría a Alma y la felicidad de ambos sería inimaginable, llegando al más alto nivel del amor; dos mentes en armonía. Cuando la besara, ella sentiría la música del universo.

De todas maneras tuvo que reconocer que escuchar la música del universo en su paseo del domingo siguiente sería un poco apresurado tal vez, pero no imposible. Mientras caminaran por los tranquilos senderos se confiarían más detalles de sus vidas y poco a poco descubrirían nuevas coincidencias, las esperanzas, miedos y gustos que la providencia les permitía compartir.

Pero el paseo fue decepcionante. Walter no intentó nada que se pareciera a una charla íntima. Habló del cuidado de los dientes. Describió la estructura de un diente como si el más profundo deseo de Alma fuera saber la diferencia entre un canino y un incisivo. Le recomendó que se lavara los dientes por lo menos dos veces al día y enumeró los productos que podía usar. Explicó por qué unos eran buenos y otros carcomían el esmalte de los dientes. Le previno que no debía usar ácidos o un tónico con hierro, a menos que fuera en forma de píldoras.

Tal vez había tratado de impresionarla con sus conocimientos, pero de ser así, se equivocaba. Alma se sintió abandonada. No había ido a Richmond Park para eso. Mientras él hablaba, ella trataba de explicarse el motivo de esa charla intrascendente. Tal vez estuviera luchando con su conciencia, alejándose de una familiaridad que podría conducirlo a una relación peligrosa. Tal vez no quisiera dejarse llevar por su pasión oculta.

Alma habló poco. Era imposible llevarlo a un terreno más personal.

Sin embargo cuando terminó el paseo Walter se dirigió a ella en el mismo tono discursivo que había usado toda la tarde.

– He sido un compañero muy aburrido. ¿Sabía que se puede ir hasta el río por Terrace Gardens? Alquilemos un bote por una hora y prometo no mencionar los dientes.

La tomó del brazo y caminaron por la empinada cuesta.

Walter cambió su modo de comportarse. Como el aire estaba más fresco cerca del agua, se sacó la chaqueta y la puso sobre los hombros de Alma.

No era un experto con los remos. La salpicó varias veces y le pidió infinitas disculpas. Alma rió. Estaba tan contenta que no le importaba que su vestido pudiera estropearse.

– La última vez que paseé en bote -explicó Walter- fue, según creo, hace seis años y había otras setenta personas en el bote, así que no tuve mucha ocasión de practicar.

– ¿Setenta en un bote a remo? -exclamó Alma, riendo-; ¿Qué estaban haciendo?

Walter también sonrió.

– Tratando de sobrevivir. Pero la verdad es que no era para reírse. Éramos náufragos del Lusitania.

– ¿El barco que torpedearon? ¿Usted estaba en el Lusitania?

– Con mi padre. Tenía una licencia especial para acompañarlo de regreso a Inglaterra.

– El Gran Baranov.

– Había sido grande. En 1915 ya estaba demasiado viejo para las giras. Cayó de la cuerda floja y se rompió la pierna. Tenía un ánimo increíble. La noche antes del desastre fue a ver al capitán para protestar porque no se les explicaba a los pasajeros las razones de algunas medidas contra los submarinos. Pobre papá…, siempre estaba dispuesto a pelear. Yo no…, siempre elijo el camino del menor esfuerzo.

– ¿Se ahogó su padre?

– No, sobrevivió. Tenía yeso hasta la cadera y estuvimos en el agua más de una hora. Al final uno de los botes salvavidas nos recogió.

– Usted debió mantenerlo a flote. Es más valiente de lo que admite. Salvó la vida de su padre.

– Sí… pero a veces desearía no haberlo hecho. Era un inválido. Sabía que nunca volvería a trabajar. Seis meses después se ahorcó. Usó un trozo de la cuerda que utilizaba para su número.

– ¡Walter, es algo horrible!

– Sí -bajó la vista-. Fue trágico.

Ninguno de los dos volvió a hablar durante un rato. Walter remó despacio hacia Twickenham hasta que llegaron a un tramo en el que una isla dividía el río. En la parte más angosta había un sauce que formaba un arco natural.

– Éste es el lugar ideal para recuperar el aliento -comentó Walter mientras dirigía el bote hacia una anilla de hierro clavada en la orilla. Ató el bote y metió dentro los remos-, ¿En ese almohadón hay sitio para uno más?

Alma sintió un cosquilleo de excitación, más exquisito aún por llegar después de una tarde decepcionante. Sonrió con timidez.

– Por supuesto -le hizo lugar-. Será mejor que le devuelva la chaqueta; se va a enfriar.

Agarrándose de las ramas del sauce, Walter caminó a lo largo del bote y se sentó junto a ella.

– Tengo calor. Toque mi mano.

De pronto Alma se dio cuenta de que los próximos minutos podrían significar el paso de la desesperación al éxtasis. Le tomó la mano entre las suyas, sintiendo su peso, acariciando el fino vello con la punta de los dedos. No la soltó.

– La gente del bote salvavidas estaría feliz de tenerlo allí.

– ¿Por qué?

– Por el apoyo y la seguridad que les brindaba. Usted irradia calma, aunque en su interior sienta otra cosa. Contagia fuerza a los demás.

– ¿Le doy fuerzas a usted? -preguntó con leve sorpresa.

Alma lo miró a los ojos, fijamente.

– Inmensas. Me hace sentir cada vez más confianza en mí misma.

Walter frunció el ceño, como si no estuviera seguro de adonde lo llevaba todo eso, pero sonrió.

– ¿Confianza en qué?

Ella dudó. En sus sueños nunca se había imaginado que tendría que indicarle con palabras que estaba lista para recibir un beso.

– Confianza en que, si cierro los ojos, no me arrepentiré.

Apenas lo dijo cerró los ojos, más por el shock que le causó su audacia que por otra cosa. Le pasó por la mente el pensamiento mortificante de que él podía rechazarla. Fue tan vivido y terrible que tiró de su mano y se inclinó hacia él.

Al hacerlo las dos caras chocaron bruscamente. Sintió la aspereza de su bigote y mantuvo los ojos cerrados. Lo oyó hablar.

– Vaya, ¿la he lastimado?

Abrió los ojos.

– No… pero me siento tan ridícula… -estaba a punto de llorar.

Él pareció entender.

– Por favor. No hay razón para eso. Fue una sorpresa para los dos, eso es todo. Eche atrás la cabeza y relájese. Ahora quédese quieta. Completamente quieta.

Alma obedeció como si estuviera en el sillón del consultorio.

Walter acercó la cara y sus labios se rozaron un segundo. Era la primera vez que un hombre la besaba en la boca. No hubo ninguna música ni meteoros que atravesaran su visión, pero estaba muy satisfecha.

– Y ahora -susurró Walter- creo que será mejor que reme de vuelta.

Antes de que Walter la dejara en su casa, Alma le dijo que le gustaría cocinar algo para él en pago por la cena. Él aceptó, pero no para esa noche. Le prometió ir el martes, dos días después.

Una vez sola, Alma rememoró mil veces el beso bajo el sauce. ¿Qué había significado para él? ¿Había tratado de negarse al placer que un hombre casado sólo debe obtener de su mujer? ¿Su actitud tranquila ocultaba un fermento de culpa y pasión? ¿O la había besado por compasión, para salvarla de la vergüenza?

Recordó a Trevor Mordaunt, el imperturbable héroe de The Rocks of Valpré. Era parecido a Walter, ocultando sus emociones, exudando fuerza a pesar de su indiferencia, pero honesto, generoso y digno de confianza. Era extraño, Trevor no le había gustado a Alma al leer el libro, pero en ese momento le resultó mucho más atractivo.

13

El martes no hubo besos. Pero sí charla entusiasta y seria. Y mientras hablaban, Alma se dio cuenta de que esto los unía más que un beso, porque Walter la estaba introduciendo en la crisis de su matrimonio. Le dijo que Lydia todavía pensaba irse a los Estados Unidos.

– Se niega a discutirlo -se quejó Walter-. Hace los arreglos hora a hora. Le ha escrito a Chaplin avisándole de su llegada. Ha estado mostrando la casa… ya está en venta, ¿sabes? Incluso está regalando los adornos a los amigos y vecinos porque no quiere llevarlos con ella. Y se ha comprado muchísima ropa para el viaje.

– ¿Ya reservó el pasaje?

– Lo va a reservar apenas tenga un comprador para la casa. Por lo que me dice, ya hay dos ofertas -se detuvo un instante-. Y además quiere que me deshaga del consultorio.

Alma lo miró desde el aparador, a punto de servir la comida.

– Walter, eso es ridículo. ¿Todavía no se da cuenta ella de que eso significa que debes abandonar todo lo que te ha costado tanto esfuerzo?

– Sí, por supuesto que se da cuenta.

A Alma le pareció escuchar una nota de resignación en su voz.

– No piensas hacerlo, ¿no? -preguntó, sin poder ocultar su ansiedad. Trató de disimular ocupándose de los platos.

– Creo que no estoy en posición de negarme. Créeme Alma, para mí es una agonía, pero sin el dinero de Lydia no podría seguir. Mis honorarios no alcanzan para pagar el alquiler y seguir viviendo. Dentro de unos años puede ser, pero no ahora.

– ¿No puedes mudarte a un consultorio más barato?

– No tengo capital para volver a instalarme. Ni pensarlo.

Alma estaba estupefacta. Walter la iba a dejar. Luchó con las lágrimas.

– Todo este asunto de ir a los Estados Unidos no tiene sentido.

– Ya lo sé, querida. Es quijotesco. Está arriesgando todo lo que tenemos.

¡Y él había capitulado! ¿Por qué no luchaba? Tenía que persuadirlo de que aún se podía hacer algo.

– Walter, la otra noche me dijiste que tu matrimonio con Lydia había sido una transacción comercial.

– Es cierto -y agregó con tono cáustico-. Y ahora tengo que pagar.

– ¿No puedes convencerla de que sería más lógico que tú conservaras tu consultorio para tener algo adónde volver si sus esperanzas no se materializaran?

– Querida, cuando tú lo dices parece razonable, pero Lydia se niega a considerar la posibilidad de un fracaso.

Alma no se daba por vencida.

– Tal vez acepte ir sola y que tú vayas después. Supongo que habrá mucho de qué ocuparse con la venta de la casa y de tu instrumental.

Walter dijo que una inmobiliaria se ocuparía de todo. Alma insistió. Hablaron con tanta intensidad que el guiso de pato desapareció junto con los platos antes de que Walter pudiera felicitar a Alma por su comida. Todavía dudaba de que Lydia aceptara, pero aceptó la idea de sugerirle que era mejor que él se quedara en Inglaterra mientras ella se daba a conocer en Hollywood.

Quedaron en encontrarse para almorzar el viernes, así podría contarle la respuesta de Lydia.

– Es un momento difícil -gimió Walter mientras se ponía el sombrero-. No debería cargarte con mis problemas.

– Quiero compartirlos -le respondió Alma con franqueza.

Después de que Walter se hubo ido, encontró la colilla de uno de sus cigarros en el cenicero. Esa noche lo encendió en su dormitorio e imaginó que él estaba allí.

En algún momento de la noche le vino a la cabeza una posible solución. Era extravagante y peligrosa, un último recurso. Seguramente a la mañana siguiente le parecería ridículo, pero mientras pensaba en ello y lo planeaba paso a paso, le pareció cada vez más admisible.

14

El viernes, las novedades que le dio Walter eran peores de lo que había temido. La casa estaba casi vendida y Lydia ya tenía reservados dos pasajes en el Mauretania que salía de Southampton al cabo de quince días.

– ¿Para dos? ¿Todavía cree que irás con ella?

Walter desvió la vista hacia la hilera de olmos en el lado más alejado del parque. Alma lo asió de la manga.

– Walter, ¿qué le has dicho?

Él apoyó con suavidad su mano izquierda sobre la de Alma. Temblaba.

– Querida, has sido muy buena conmigo.

– ¿Te vas, no es cierto?

– No puedo hacer otra cosa. Ya está todo en marcha, hasta la venta de mis cosas.

– Pero te pertenecen.

– Legalmente son de Lydia. Cuando pagó por mi equipo firmé algunos papeles. Son de su propiedad.

– No -Alma enterró su rostro en la chaqueta de él y lo abrazó. Sollozaba.

Esa tarde Alma no volvió a la floristería y Walter telefoneó al consultorio para cancelar sus citas. Caminaron hasta Twickenham, y en el camino encontraron un lugar tranquilo al lado de un árbol caído. Walter se apoyó en el tronco y acunó la cabeza y los hombros de Alma. Hablaron mucho. Walter admitió que era casi seguro que el viaje a los Estados Unidos terminaría en un fracaso. Ni Chaplin ni nadie en Hollywood querría contratar a Lydia, y el dinero allí no les duraría mucho. No sería fácil para Walter volver a instalarse como dentista y Lydia terminaría furiosa y amargada.

– Pero no atiende a razones -le contó a Alma-. Toma todo lo que le digo como un ataque a sus habilidades artísticas. Dice que no va a dejarse privar de su porvenir.

– Así que se va, la acompañes o no.

– Sí.

Alma estaba luchando por el hombre que amaba. Pero la lucha no era contra Lydia, a la que sólo le importaba su carrera. Peleaba contra el fatalismo de Walter. Tenía que convencerlo de que podía elegir.

– Cuando hablaste de tu padre, que se suicidó poco después de salvarse del hundimiento del Lusitania, me dio la impresión de que te referías a él como a un fracasado.

– Y lo fue. Era lo mismo que si se hubiera ahogado.

– Si vas a los Estados Unidos, ¿no estarás desperdiciando tu vida?

– Querida, no podría sobrevivir aquí sin trabajo, sin un lugar donde vivir.

– Podrías vivir conmigo.

– ¿Qué? -por un instante sus ojos brillaron con sorpresa rayana en el pánico-. No, no podría.

Alma lo miró con tanta calma como pudo, considerando lo que estaba por decirle.

– Walter, te amo.

– Temía que sucediera esto.

– ¿Lo temías?

– Querida, he sido muy egoísta. Me aproveché de tu bondad para descargar mis problemas y me has ayudado a afrontarlos. Pero ahí se acaba todo. Los dos sabemos por qué, ¿no es así?

Muchas veces Alma había suspirado y derramado lágrimas leyendo un libro, pero ahora que le estaba sucediendo a ella, se sentía más enojada que romántica.

– No espero que me digas que me amas. Tengo veintiocho años y ninguna experiencia con los hombres. Pero sé lo que estoy diciendo. No dejaré que esa fanática mujer te destruya.

Walter sacudió la cabeza.

– Te destruirá a ti, Alma. Créeme, estoy muy emocionado por lo que me acabas de decir, pero aun así soy un hombre casado, tengo casi veinte años más que tú y nada de dinero. Imagina el escándalo que puede llegar a producirse.

– Ya lo he imaginado -replicó Alma con vehemencia- y no me importa. La gente que no sabe de lo que está hablando no hace más que dañarse a sí misma con los chismes. Por favor, entiende que estoy hablando en serio.

Volvieron por el sendero y Alma abogó por su causa durante todo el camino hasta su casa. Con suavidad pero también con firmeza, Walter se negaba a ser persuadido. Una vez delante de la puerta, Alma le pidió que entrara.

– No. Ahora debemos separarnos con dignidad.

Alma vio que los ojos de él estaban húmedos, pero lo único que podía hacer era tratar de adivinar los pensamientos de ese hombre triste, poco comunicativo.

– ¿No te volveré a ver? -preguntó, incrédula.

Él negó con la cabeza y luego la besó. Alma apretó sus labios contra los de él, en un esfuerzo por conservar ese beso para siempre. Walter le tomó el rostro con las manos y la alejó de sí con suavidad.

– Creo que podría matar a esa mujer -exclamó Alma amargamente.

Walter frunció el ceño y la miró. Su gesto se borró y fue reemplazado por una fugaz expresión que a Alma le pareció de sorpresa. En seguida recuperó su gesto adusto y sacudió la cabeza.

– Nunca te olvidaré -se despidió.

Alma estiró la mano, pero él ya estaba bajando a paso rápido la cuesta.

15

Livingstone Cordell y familia llegaron al hotel Savoy de Londres el sábado y Marjorie recibió un masaje de un hombre que lo llamaba «fricción» y que dijo ser el masajista de un equipo de fútbol. Nunca había sentido la piel tan irritada, pero esa noche bailó con la orquesta del Savoy hasta el final de la actuación y luego persuadió a Livy para que la llevara al Silver Slipper, donde continuó bailando hasta las tres sobre el famoso suelo de cristal. A causa de esto Livy perdió su desayuno inglés el domingo. Para calmarlo, Marjorie compró entradas para un espectáculo que acababa de estrenarse, The Co-Optimists.

– Conseguí tres entradas en primera fila para el próximo viernes -anunció el lunes.

– ¿Hay chicas guapas?

Marjorie le guiñó un ojo a su hija Barbara.

– Me han dicho que hay un tenor, un tal Gideon, cuya voz es pura miel…

– Mami, no quiero ser desagradecida, pero si no te importa prefiero no ir -Barbara retorció la servilleta.

– ¿Ah, sí? Livy, ¿no vas a decir nada?

Livy no levantó la vista del Daily Mail; le gustaban bastante los diarios ingleses.

– Bien, lo haré yo -aceptó Marjorie-. Me gustaría decirte, jovencita, que de esta manera la vida te dejará de lado. Tienes la cabeza tan llena de logaritmos y ollas viejas que ya no sabes conversar. Tal vez el espectáculo no te atraiga, pero si vas a verlo por lo menos tendrás de qué hablar. Estoy segura de que debe de haber algunos encantadores jóvenes ingleses a los que les gustaría oírte hablar de eso, aunque lo hagas pedazos. Supongo que el viernes por la noche tendrás algo mejor que hacer.

– En realidad, sí.

– ¿Y de qué se trata?

– Una conferencia sobre filosofía que da Bertrand Russell.

– Dios mío. ¿Ahora te dedicas a la filosofía?

– No, se trata de Paul Westerfield. Me invitó a ir.

Livy levantó la vista de su diario.

– Te has apuntado una, mocosa.

16

Lydia tomó una tostada y comenzó a untarla de mantequilla. No levantó la vista.

– A propósito, si hoy piensas ir al consultorio, será mejor que le avises a la enfermera que te vas de viaje. Ya he cancelado el contrato de alquiler.

Había guardado esa noticia para el desayuno del lunes para evitar una discusión durante el fin de semana. Walter era insufrible con el asunto de sus dientes.

– ¿Has hecho qué? -su voz sonó aguda por la incredulidad.

– He cancelado el contrato, querido. ¿No recuerdas que ya lo discutimos? Lo alquilará un tal Edwards, Simón Edwards, un dentista atractivo y encantador que resultó ser el cuñado de mi amiga Maggie. El pobre ha pasado diez años haciendo coronas de oro para los sastres judíos de Mile End. Está encantado.

Walter apartó su plato. Tenía la cara púrpura.

– Ni siquiera conozco a ese hombre. Ni ha visto el consultorio.

– Sí que lo ha visto, Walter. Lo llevé allí el viernes por la tarde. Tú no estabas. La enfermera me dijo que habías llamado para cancelar todas tus citas. ¿Te sentías mal, o algo así? De todas maneras a Simón le gustó mucho y está dispuesto a hacerse cargo desde la semana próxima. El problema es que no necesita a la enfermera Tung, o como se llame, porque llevará a su propio ayudante.

– Parece que no quieres entenderlo, Lydia. No puedo entregarle mis pacientes a un hombre que ni siquiera conozco.

– Es un hombre respetable, querido. Fue a Charterhouse, que es más de lo que se puede decir de ti. Ya lo conocerás. El miércoles quiere revisar las fichas contigo. Compra todo… los muebles, el equipo dental, hasta tus fórceps y esas cosas.

– ¡No puede llevarse mis instrumentos! Maldición, los voy a necesitar en los Estados Unidos.

Lydia hizo saltar el esmalte de una de sus uñas.

– Los uso desde que me licencié -continuó Walter, cada vez más ofendido-. Esto no va, Lydia. Es como quitarle su instrumento a un violinista.

Para lo que acostumbraba Walter, ésa era toda una erupción.

– No es exactamente así, querido. Será mejor que te diga que he cambiado de idea con respecto a lo que harás en los Estados Unidos. Después de todo no necesitarás tus instrumentos, porque hay algo mucho más importante que deberás hacer. Necesitaré un representante para negociar mis contratos con las compañías cinematográficas y me parece lógico que seas tú el encargado de hacerlo. No puedo confiarle mi futuro a algún norteamericano que ni siquiera conozca, así que el trabajo es tuyo.

Walter la miró como un animal en una trampa. Estaba sin habla y sacudía la cabeza.

– Vamos -exclamó Lydia-. Es muy importante para mí. Ya has disfrutado bastante buscando caries en los dientes de la gente; es hora de cambiar.

– No pienso cambiar -gimió Walter en una voz tan baja que sonaba a amenaza.

Lydia no estaba acostumbrada a que la desafiaran. Estaba por decirle que ganaría una buena comisión por su trabajo, pero cambió de idea.

– No tienes más remedio, Walter. No puedes instalarte como dentista en los Estados Unidos sin dinero, y ya no se arrancan muelas en la calle.

– Tendré el dinero del equipo. ¿Cuánto nos paga Edwards?

– Ese dinero me pertenece.

– Pero yo he trabajado allí. Por Dios, algo me debe tocar.

– Según mi abogado no te toca nada, querido. Sé lógico, Walter. A los dos nos interesa mi futuro.

Walter se puso de pie.

– ¿Qué futuro? -gritó. Salió furioso de la habitación y de la casa, dando un portazo.

Por un momento, Lydia se preguntó si Walter era la persona apropiada para ser su representante. Después se dijo que no importaba porque lo necesitaba nada más que para la fachada. Todo el mundo en Hollywood tenía un representante. Walter contestaría el teléfono, pero sería ella la que decidiría qué trabajos aceptar.

Subió para maquillarse. Esa mañana tenía que ver a su abogado. Y comprar más ropa para el viaje. Necesitaba por lo menos tres equipos distintos para cada uno de los seis días del viaje.

Mientras se arreglaba el pelo sonó el teléfono. Dejó que Sylvia contestara. Unos segundos más tarde estaba en la puerta de su dormitorio.

– Es para usted, señora. Una dama.

– ¿Quién es?

– No quiso decirme su nombre.

Lydia bajó las escaleras mascullando a viva voz.

– La verdad es que no sé para qué le pago -levantó el auricular-. Habla Lydia Baranov.

Del otro lado de la línea se produjo una pausa.

– Quiero hablarle de su marido.

– ¿Quién es usted? -preguntó Lydia.

– Alguien a quien le preocupa mucho lo que le está ocurriendo.

– ¿Qué quiere decir? Será mejor que me diga quién es.

– No tiene importancia, señora Baranov. Quiero pedirle de mujer a mujer que lo trate con justicia. El no quiere ir a los Estados Unidos con usted. Aquí es feliz. Usted ha sido generosa con él en el pasado. No le voy a preguntar si se aman, porque usted sabe que no es así, pero vuelva a ser generosa y deje que se quede en Inglaterra con alguien que lo ama.

– ¿Qué? No sé quién es usted, pero debe de estar loca. ¿Es usted su enfermera? -Lydia acercó más el auricular a la oreja. Antes de colgar quería saber quién era esa mujer. Había algo en la voz que le sonaba familiar.

– Se lo ruego, señora Baranov, devuélvale su libertad.

– Esto es ridículo.

– Estoy tratando de ser razonable por el bien de los tres. Dios es testigo de cómo amo a su marido.

– Nunca la ha mencionado. ¿Quiere decir que es su amante?

– Puede llamarlo así. ¿Le concedería el divorcio?

Lydia se echó a reír.

– Querida, sea quien sea, y empiezo a tener mis sospechas, ha ido usted demasiado lejos. Conozco a mi marido. No creo que sepa lo que es una amante y si tuviera una no sabría qué hacer con ella. Así que dígame quién es y las dos disfrutaremos de la broma.

– No es una broma, y aunque le dijera mi nombre no sabría quién soy. Será mejor que se lo pregunte a Walter, él decidirá lo que puede decirle. Pero no lo subestime, señora Baranov y no crea que ésta es la última vez que oye hablar de mí -cortó.

Lydia permaneció largo rato junto al teléfono. Temblaba de pies a cabeza. Se levantó para servirse un coñac, que bebió de un trago.

– Eres un animal, Walter. ¡Una estúpida bestia desenfrenada!

17

Alma se despidió de la señora Maxwell y abrió su paraguas. Era un súbito chaparrón que tal vez no durara más que unos segundos, pero no pensaba quedarse esperando en la puerta de la floristería más de lo necesario. Quería volver a su casa y ver si sus ruegos habían sido atendidos y sobre la alfombra la esperaba un mensaje o el teléfono sonaba al abrir la puerta. Nada de eso iba a suceder.

No alcanzó a dar dos pasos cuando la tomaron del brazo y le quitaron el paraguas. Sin una palabra, Walter la llevó por la acera hasta alcanzar un taxi detenido y entró detrás de ella. Tenía la ropa empapada. Alma se apretó contra él y lo besó en la mejilla. La tenía helada.

– Sabía que nos volveríamos a ver.

– Te estás mojando -se sacó el impermeable y el sombrero y la dejó acercarse otra vez. Esta vez Alma lo besó en los labios. Era inmensamente feliz. Walter le tomó la nuca y le soltó el pelo-. Se supone que te estoy castigando por telefonear a mi mujer.

– Tenía que hacer algo. ¿Estás enojado conmigo?

– Debería estarlo. No sirvió para nada. No va a darme el divorcio -rió entre dientes-, Pero para Lydia fue un shock terrible que le dijeran que tengo una amante.

Alma se apretó más contra él.

– ¿Soy de veras tu amante?

– Hay un salón de té al pie de la colina. ¿Nos detenemos allí?

Cuando bajaron del taxi ya no llovía. El local estaba lleno de gente que se resguardaba de la lluvia, pero alguien se levantó para irse. Era una mesa tranquila, protegida por la guardarropía. Walter le contó a Alma que Lydia había roto su promesa de dejarle practicar la odontología en los Estados Unidos. Quería que fuese su representante.

Alma sintió que palidecía.

– ¿Es por mi causa?

Walter alargó la mano sobre la mesa y la apoyó en la de ella.

– No, querida. Me lo dijo a la hora del desayuno. Y ha vendido mi consultorio y no piensa darme un centavo.

Alma sacudió despacio la cabeza, sin decir nada. Estaba segura de que Walter iba a decirle algo importante. Todavía retenía su mano.

– He decidido no ir a los Estados Unidos.

– ¡Walter querido!

– Por supuesto que será mi ruina, pero ya me arreglaré.

– Nos arreglaremos.

– No; gracias de todos modos, pero no podría hacer eso. No podría permitir que te alcanzaran los chismes y el escándalo.

– No me importa mi reputación. ¡Te amo!

Él fijó la mirada en su taza de té.

Alma decidió que era el momento de mencionar el plan que había concebido de madrugada, cuando no podía dormir. Sonaría terrible dicho así, fríamente, en un lugar público, ¿pero qué otra manera tenía de hacérselo saber? Bajó la voz.

– Podría haber otro camino.

– ¿Hummm? -no levantó la vista.

– Una vez, en el consultorio, me contaste de alguien que también era tratado de una manera insoportable por su mujer y que se enamoró de otra mujer que lo adoraba.

Walter levantó la vista y la miró con aire inocente.

– No recuerdo.

– El doctor Crippen.

Walter pegó un salto.

– ¡Oh!

Alma siguió antes de que pudiera detenerla.

– Los agarraron porque trataron de disfrazarse. Se escaparon a través del océano en un pequeño barco a vapor y el capitán sospechó de ellos.

– Crippen era un asesino.

Alma dejó pasar ese comentario.

– Me dijiste que Lydia ya ha reservado los pasajes en el Mauretania.

– Sí, pero no iré con ella.

– Supón por un instante que sí vas, pero no con Lydia, sino conmigo. Podría viajar como la señora Baranov. No sería un papel muy difícil, querido. Nadie sospecharía de nosotros porque nadie pensaría otra cosa. ¡En seis días estaríamos en los Estados Unidos y podríamos vivir para siempre como marido y mujer!

– ¿Y Lydia?

– Cloroformo.

– Creo que necesito un cigarro -se puso uno en la boca y rompió dos fósforos tratando de encenderlo-. ¿Estás hablando en serio?

– Por supuesto.

– No podría hacerlo… ni siquiera a Lydia.

– Sí que puedes. Eres muy valiente. Salvaste a tu padre.

Walter logró reír.

– No es exactamente lo mismo.

– No te rías de mí. No es una idea absurda que acaba de ocurrírseme. Hace días que lo planeo. ¿No te das cuenta? Al reservar lo pasajes Lydia nos ha dado la oportunidad de triunfar allí donde fallaron Crippen y Ethel.

– ¿Necesitan más agua caliente? -preguntó una voz.

Los dos miraron a la camarera. Su rostro no mostraba otra cosa que el cansancio del día.

– No, gracias -dijo Walter. Pagó los tes y salieron.

El sol brillaba sin fuerza.

– Los pescaron porque el inspector Dew encontró los restos de la mujer de Crippen al registrar el sótano -masculló Walter para sí.

– Hay otra cosa -acotó Alma, ignorando el comentario mientras caminaban juntos por la calle-. Si tomo el lugar de Lydia, puedo copiar su firma. Puedo darte un cheque por la venta de tu consultorio. Puedo hacer muchos cheques. Podríamos vivir con elegancia y tú te convertirías en un dentista de éxito en los Estados Unidos.

– ¿Con el dinero de Lydia?

– Sería un crimen no usarlo, querido -le apretó el brazo.

– Muy ingenioso -Walter sonrió-. En verdad es muy ingenioso.

– Tendré que usar un pasaporte; salvo eso no habrá problemas. Tenemos más o menos la misma estatura y los ojos marrones. Ella tiene el cutis un poco más oscuro, pero eso no se nota en la fotografía. De todas maneras nadie se parece en la foto de su pasaporte. Y tú estarás allí para apoyarme.

– Tiene que haber algún fallo.

– No lo hay, querido. Si le damos cloroformo a Lydia la noche anterior al viaje, ninguno de sus amigos la echará en falta. Ya habrá firmado los papeles para el abogado y con el dinero ya transferido por el Banco a los Estados Unidos, no tenemos más que subir a ese transatlántico y empezar una nueva vida juntos. Nuestra luna de miel.

Walter parecía aturdido. La audacia del plan le había provocado una sacudida y su primera reacción había sido rechazarlo y buscar los posibles fallos. Pero ahora le estaba dedicando su atención. Alma podía notarlo por el brillo en sus ojos. Walter aceptaba la necesidad de suministrarle cloroformo a Lydia.

Opuso más dificultades, pero eran meros detalles. Le preguntó a Alma qué pensaba decirle a la señora Maxwell y qué haría con la casa de Richmond Hill. Preguntó por su familia y amigos.

Por la naturaleza de las preguntas y la forma en que las formulaba, era harto evidente que Walter estaba dispuesto a ser convencido. Alma le contó lo que iba a decirle a la señora Maxwell, que unas personas de la iglesia pensaban alquilar la casa y que pasaría el invierno en el continente. Eso les diría a sus amigas más íntimas, porque no tenía parientes cercanos. En una semana estaría lista.

Walter escuchó con atención y permaneció un rato en silencio.

Alma caminaba al lado de él, conteniendo sus impulsos. No quería forzarlo a una decisión apresurada. El mismo debía ver la lógica del plan. Estaba segura de que iba a funcionar.

– Tendremos que pensar qué hacer con ella -reflexionó Walter.

Por la manera de decirlo, Alma se dio cuenta de que lo había convencido.

Загрузка...