IV Su nuevo trabajo

1

Después del desayuno hubo mucha actividad en el salón principal. Un equipo de camareros comenzó a mover las mesas hacia los costados. Trajeron una de las mesas grandes del salón comedor y la colocaron en un extremo, al lado del piano. Arreglaron los sillones y sofás frente a la mesa mientras una escuadra de botones llevaba las sillas del restaurante y las colocaba en hilera detrás de los sillones. Dos muchachos se movieron entre las filas y dejaron un libro de himnos en cada asiento.

A las once menos cuarto los pasajeros de primera clase que deseaban asistir al servicio religioso ocuparon sus puestos. Todos los sillones quedaron ocupados y los que llegaron tarde se sentaron en las sillas. A las once menos cinco la concurrencia se completó con los pasajeros de segunda y tercera clase. Los que no pudieron obtener sillas se pararon al fondo del salón junto con los miembros de la tripulación. Entre ellos estaba Walter, con aire compuesto.

Alma estaba varias filas más adelante y tenía la seguridad de que él la había visto. Una sola vez se volvió para mirarlo. Trataba de mantener la calma. Era una desgracia que hubieran recuperado el cuerpo de Lydia, pero no era el fin. ¿Quién iba a saber que se trataba de Lydia? No era más que una mujer desconocida que había caído o saltado por la borda. Al controlar la lista de pasajeros se darían cuenta de que no faltaba nadie. Sería un eterno misterio.

El capitán Rostron entró al salón acompañado por los oficiales principales. Tomaron sus lugares en la mesa y el servicio comenzó con un himno. El comisario de a bordo leyó el sermón sobre «aquellos que van al mar en barcos y tienen sus ocupaciones en las grandes aguas». La congregación se puso de pie mientras el capitán decía las oraciones, luego se leyó otro capítulo y se cantó otro himno.

Después del himno el capitán les pidió a todos que se sentaran. Dio la vuelta a la mesa y se situó delante.

– Damas y caballeros, nuestro servicio ha concluido. No acostumbro a dirigirme a los pasajeros en esta ocasión, pero algo que sucedió anoche hace que me sienta compelido a hablarles. Algunos de ustedes saben que se vio caer al mar a una pasajera. Me informaron del hecho y en seguida di orden de que el barco diera vuelta y se efectuara la búsqueda. La pasajera fue rescatada, pero ya era tarde para salvarle la vida. No estamos seguros de quién era o en qué circunstancias ocurrió el trágico incidente. El oficial sargento, señor Saxon -señaló a uno de los oficiales, que se puso de pie- está haciendo algunas averiguaciones. Si alguien puede ayudarnos a identificarla o darnos cualquier dato que pueda aclarar de alguna manera lo que pasó, le agradecería que hablara con él. Su oficina está al lado de la del comisario de a bordo. Lo único que quisiera agregar es que este tipo de tragedias sucede cada tanto en los grandes transatlánticos que efectúan travesías oceánicas con más de dos mil pasajeros a bordo y ochocientos tripulantes. Las acciones correspondientes recaen en el capitán, pero la rutina del barco debe continuar. Espero que lo que ha sucedido no les impida disfrutar de su viaje en el Mauretania.

El capitán Rostron tomó su libro de oraciones y abandonó el salón. Un murmullo en un sector de la concurrencia se convirtió muy pronto en un coro a viva voz. Cada pasajero tenía algún detalle interesante de la noche anterior para contar. Se habían escuchado ruidos, visto extraños, movimientos, mujeres solitarias en cubierta… Los que habían presenciado la búsqueda…

Alma se volvió e hizo como que escuchaba a un hombre de una fila de atrás que aseguraba haber oído un grito. Miró hacia Walter, y sus ojos se encontraron. No parecía perturbado. Él hizo un movimiento apenas perceptible con la cabeza, moviéndola de lado a lado. Luego dio media vuelta y se unió a los otros pasajeros que ya se retiraban por la puerta. Alma entendió lo que quería decir. No había por qué alarmarse. Se levantó y se abrió paso por la fila hasta la otra puerta.

Marjorie Cordell había conseguido un sillón en la segunda fila. Los himnos le habían parecido bien pero el capitán no.

– Para él es fácil decirnos que no nos asustemos; sacan cuerpos del agua en cada viaje. Pero a mí no me convence. Supongamos que la pobre mujer fue empujada. ¿Quién va a descubrirlo? ¿Ese hombrecito de bigotes colorados que se alzó cuando el capitán dijo su nombre? Pues a no me inspira mucha confianza.

– No, en realidad no. En eso tiene razón -afirmó una mujer que estaba al lado de ella.

– Marje, si me permites, te diré que estamos todos en el mismo barco -sugirió Livy desde el otro lado-. Es el tipo de trabajo para el que está capacitado un sargento de marina. Es el policía del barco. En caso de líos, él es el que se encarga de ello. Polizones, contrabandistas, borrachos…

– Los polizones son una cosa y los asesinatos otra -interrumpió Marjorie con acidez.

– Por Dios, ¿quien habló de asesinato?

– Yo pensé en un suicidio -sugirió la mujer a la derecha de Marjorie.

– Asesinato, suicidio, accidente… ¿realmente creen que el bigotes colorados pueda darse cuenta de la diferencia?

– Se llama Saxon, tesoro.

– Te diré algo, Livy. Si se hubiera tratado de mí o de mi hija no estarías tan contento de que él estuviera a cargo. ¿Dónde está Barbara? No la he visto por aquí.

– No. Supongo que decidió perderse el servicio.

– Tampoco la vimos a la hora del desayuno. ¡Oh, Dios mío! Livy, ¿dónde está? -Marjorie se puso de pie y miró desesperada a su alrededor.

– Tranquila, Marjorie. Puede estar en cualquier parte… en su camarote, en el café, en la biblioteca. Puede estar tirada al sol en algún lado.

Marjorie emitió un grito de angustia.

– Me refiero a una hamaca, querida, una hamaca.

– Tenemos que encontrarla.

– Está bien. Tú ve al camarote y yo miraré en los otros lugares.

– ¿No deberíamos hablar con el capitán? Podrían llamarla por los altavoces.

– No antes de que la busquemos, Marjorie. Haz lo que te digo, ¿quieres?

2

Cuando el capitán Rostron volvió al puente de mando el médico del barco estaba esperándolo.

– Si puede concederme unos minutos, capitán, me gustaría que le echara una mirada al cuerpo en la morgue.

– Ya la vi anoche, doctor. Y no la reconocí.

– No se trata de eso. Es algo que nadie notó anoche.

– ¿No me lo puede decir?

Los ojos del médico señalaron a los otros oficiales que estaban al alcance de su voz.

– Creo que debería verlo usted mismo, capitán.

– Está bien, terminemos de una vez. Lo haré responsable por arruinarme el almuerzo, doctor.

En el estrecho depósito de la cubierta inferior que a veces servía de morgue, el capitán miró mientras el médico retiraba la sábana e indicaba la razón de su inquietud.

– Entiendo -el capitán dejó escapar un profundo suspiro-. Muy malo, doctor, muy malo. ¿Ya se lo hizo ver al señor Saxon?

– Todavía no, capitán.

– Creo que será mejor que lo haga. Y en seguida. Entre nosotros, espero que esté a la altura de esto. De veras.


Livy Cordell encontró a Barbara poco antes del almuerzo. Estaba sentada en el salón de fumar con Paul. Tenía algunas cartas sobre la mesa y parecían estar discutiendo.

– ¡Jesús, qué contento estoy de encontrarte!

– Hola, Livy -saludó Barbara alegremente-. Llegas justo a tiempo. ¿Sabes jugar al bridge? Paul está tratando de enseñarme.

– No te vimos en toda la mañana. Tu madre está enloquecida de preocupación.

Barbara sacudió la cabeza.

– ¿Mi madre preocupada? Livy, ¿qué te parece que puedo pensar de una madre que se aterra cuando no aparezco a desayunar? Ya no soy una nena. Me las arreglé para vivir en París durante un año sin que mamá me tuviera de la mano. Tú y yo vamos a tener que charlar un poco con ella.

– Barbara, tiene una razón para preocuparse. No estabas en el salón durante el servicio religioso, ¿no?

– ¿Se trata de eso? -Barbara se dirigió a Paul-. Me perdí el servicio. Ahora soy un alma perdida.

Livy ignoró el sarcasmo.

– Me refiero a que no oíste al capitán cuando nos habló de la mujer muerta.

– ¿Una mujer muerta? ¿Quién ha muerto?

– De eso se trata. Nadie lo sabe. Se cayó al mar anoche y cuando la recogieron ya estaba muerta. No saben quién es. ¿Entiendes ahora por qué Marjorie está preocupada por ti?

Barbara se puso de pie.

– Será mejor que vaya a verla ahora mismo. ¿Dónde está?

– Fue a buscarte al camarote -cuando Barbara se alejó, Livy se dirigió a Paul-. Ésa sí que va a ser una reunión. ¿Quieres una cerveza?

Llevaron sus vasos a la misma mesa.

– ¿Así que quieres enseñarle a Barbara a jugar al bridge?

Paul asintió.

– Es un juego divertido. Anoche jugamos al whist con unas personas y hacia el final nos llevábamos muy bien. Dicen que el bridge es mejor, así que estaba tratando de enseñar a Barbara.

– Ustedes dos deberían formar un buen equipo. ¿Acaso no estudiaron juntos matemáticas?

– No sé si ésa es una ventaja -respondió Paul, sonriendo.

– Esa gente con la que estaban jugando… ¿cómo es que combinaron una partida con ellos?

– Oh, fue pura casualidad. Estaba hablando con el tipo que me devolvió la billetera y apareció esa mujer a pedirnos que participáramos en los espectáculos del barco.

– ¿La que estaba aquí hablando con Barbara?

– Esa misma. Jack hizo algunos comentarios sobre el whist y ella dijo que no nos molestaría más con el espectáculo si aceptábamos jugar con ella una partida de whist. Así que le pedí a Barbara que fuera mi compañera y nos divertimos mucho hasta que los otros se molestaron.

– ¿Por qué?

– Lo de siempre. Ella criticó su juego. Él lo tomó bastante bien hasta que la mujer puso dinero sobre la mesa. Jugar por dinero está prohibido, y él le dijo sin rodeos que lo guardara. Todo fue una tontería, pero la gente suele ponerse así con las cartas. Él se fue y ella estuvo a punto de llorar, así que Barbara la tranquilizó. -Entiendo. ¿Y eso no bastó para alejarlos de las cartas? -¿Por qué? Nosotros no peleamos, ganamos. -Barbara no es tan plácida como parece. Se puede poner bastante prepotente en un juego de cartas. No le gusta perder.

– Ya lo descubrí -sonrió Paul-, Es una actitud positiva, Livy. Me gusta.

3

En el salón comedor de segunda clase no había mesas individuales, sino para cuatro o seis personas. Walter había desayunado temprano. Una pareja joven que se sentaba en el otro extremo de su mesa no le dirigió una palabra. Posiblemente eran recién casados.

El almuerzo del domingo era diferente. La comida se sirvió a la una en punto y toda la gente llevó al mismo tiempo. Walter se sentó en una mesa para cuatro, donde ya había otras tres personas. Era una pareja con una niña pequeña de pelo trenzado que no dejaba de sacudirlo sobre el respaldo de la silla. Walter les preguntó si podía sentarse con ellos.

– Por favor -respondió el hombre con acento del Midlands-. Nos gusta la compañía. Soy Wilf Dutton. Ésta es mi mujer, Jean y nuestra Sally.

– Dew. Walter Dew -Walter sonrió y tomó el menú.

– ¿Por qué se sienta este hombre en nuestra mesa? -preguntó Sally.

– No es nuestra, la compartimos -le explicó Jean mirando a Walter con timidez.

– Es mejor que en casa -sonrió Wilf.

– ¿Cómo? -preguntó Walter.

– Que es mejor que en casa. Hay tres platos distintos para elegir.

– Sí, tiene razón.

– Estamos emigrando. En Leicester no se encuentra trabajo. ¿Ha estado en Leicester? No creo. Mi hermano tiene un negocio en Rhode Island. Es constructor, como yo. Nos dijo que lo vendiéramos todo y fuéramos allá. Hasta nos mandó los pasajes de segunda clase. ¿Nada mal, no? ¿No lo conozco, señor Dew?

Walter negó con la cabeza.

– No creo.

– Me parece conocer su cara. ¿Nunca estuvo en Leicester?

– Wilf -exclamó Jean-. No hagas preguntas personales.

– No hay nada personal en eso -contestó Wilf.

– Debo haber estado allí de chico -dijo Walter-. Pero no en los últimos años.

– ¿En qué trabaja, señor Dew?

– Wilf -dijo Jean con voz resignada.

– Estoy jubilado -dijo Walter. Se volvió hacia la niña-. ¿Este es tu primer viaje por mar, Sally?

– Sally, el caballero te preguntó algo.

– No parece tan viejo como para jubilarse -comentó Wilf-. ¿Qué era, soldado?

– Sally, contesta la pregunta -ordenó Jean.

– No -se negó Sally.

– No tiene por qué hacerlo -Walter sonrió-. Es como yo, un poco tímido al principio. ¿Ya miró el menú, señora Dutton?

– Si no conozco su cara, tal vez sea su nombre -continuó Wilf-. Walter Dew. ¿No es alguien famoso, por casualidad?

– Es un nombre bastante común.

– ¿Un jugador de cricket?

– El camarero viene a tomar nota, cariño -interrumpió Jean-. ¿Qué es minestrone?

– Una sopa de verduras -respondió Walter.

– Jean me lo ha preguntado a mí -bufó Wilf.

– Cambiemos de tema -pidió Jean-. ¿Ya se enteró de lo de esa pobre mujer que se cayó por la borda, señor Dew?

El mismo tema se discutía en las mesas redondas cubiertas de manteles de hilo de primera clase y en las mesas plegadizas unidas unas a otras, de tercera. Los pasajeros expresaron sus teorías durante toda la tarde. Una continua corriente de testigos efectuó declaraciones al sargento y luego las hicieron extensivas a la gente que estaba afuera en las hamacas. Se supo que el señor Saxon hacía preguntas extrañas. Estaba interesado en la gente que andaba por la zona de los camarotes o en cubierta alrededor de medianoche. Preguntó a varios testigos si no habían oído ruidos de lucha o gritos.

Uno de los informantes del señor Saxon fue un botones. Estaba muy nervioso. Se mantuvo rígido, de pie, mientras declaraba. Fijó la vista en la lámpara sobre la cabeza del señor Saxon.

Cuando el chico hubo terminado, el señor Saxon le hizo algunas preguntas.

– ¿Está seguro de que no se confunde? Usted ve un montón de pasajeros el día del embarque. ¿Cómo puede estar seguro?

– No sé, señor.

– ¿Cómo dijo que era su nombre?

– Señora Brownhoff, señor.

El sargento miró hacia uno de los asistentes.

– No hay nadie con ese nombre a bordo. Usted dice que era una pasajera con tarjeta de embarque.

– Sí, señor.

– Llevó a esa señora a su camarote. ¿Cuál era?

El muchacho bajó la vista.

– ¿No lo recuerda?

– Era un camarote de babor, señor.

– ¿Por qué recuerda eso?

– Me preguntó en qué lado del barco estaba. Y me dio un chelín.

El señor Saxon desvió la vista.

– Ésa es una información segura -volvió a dirigirse al muchacho-. Y dice que desde entonces no ha vuelto a ver a la dama. ¿Tiene la costumbre de controlar si todos los pasajeros que conduce a los camarotes siguen a bordo?

– No, señor.

– Si su señora Brownhoff no estaba bien en su primer día en el mar, ¿no es posible que se haya quedado en su camarote y que por eso no la viera en el barco?

– Supongo que sí, señor.

– Supone que sí. ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que no, señor, que no la hubiera visto.

– Creo que estamos perdiendo un tiempo valioso -exclamó el señor Saxon.

El oficial que tenía la lista de pasajeros se dirigió a Saxon.

– Tenemos una señora Baranov en el camarote 89.

– No ha desaparecido -replicó el oficial que tomaba las declaraciones-. Esta mañana estaba en el servicio religioso. De pelo oscuro, más bien pálida, no sonríe mucho pero es bastante atractiva. Tendrá alrededor de treinta años.

– ¿Le suena a la señora que le dio el chelín? -preguntó Saxon al botones.

– Sí, señor.

– Bueno, parece que hemos resuelto nuestro pequeño misterio. ¿Alguien le ha enviado?

– No, señor.

– Porque si ha estado obstruyendo en forma deliberada mi tarea, me ocuparé personalmente de que nunca más lo empleen en el Mauretania o en cualquier otro barco. Vuelva a su puesto.

Toda la tarde transcurrió en declaraciones. Era lo usual en esos casos, pero el señor Saxon estaba intranquilo. Había que hacer otras cosas; alguien tenía que ocuparse de controlar que todos los camarotes estuvieran ocupados. No confiaba en los camareros. Todos sabían de su reputación, de su falta de recato con las pasajeras que viajaban solas. Tenía que hacer otro tipo de control, pero le faltaba tiempo y ayuda.

4

A la hora del té se rumoreaba que la mujer había sido asesinada. En el salón de primera clase, diseñado en estilo siglo dieciocho para dar una atmósfera de tranquila elegancia, las más escalofriantes teorías de homicidio se ventilaban sobre los sandwiches de salmón y las teteras de plata. Las señoras escuchaban con la boca abierta las historias de sus acompañantes sobre los personajes horripilantes que se arrastraban debajo de ellas en las cubiertas inferiores. Marineros hindúes con dagas, fogoneros irlandeses borrachos, ingenieros rapaces, inmigrantes delincuentes escondidos esperando la noche. Nadie estaba a salvo. Era una perspectiva horrorosa. No había escapatoria; estaban atrapados en el barco.

Esas ansiedades voceadas en varios grados de inquietud en los varios salones.

– Puede ser un maníaco suelto. ¿Qué están haciendo para descubrirlo?

– Mi querida, no están haciendo nada. No hacen más que tomar declaraciones.

– Es absurdo. El capitán debería protegernos de alguna manera.

– ¿No estarás asustada, no? Siempre has sido tan valiente…

– No trates de engatusarme. Si te importara aunque fuera un poquito mi seguridad, ya habrías ido a ver al capitán para exigirle que haga algo para protegernos de este maníaco.

– Dale una oportunidad, querida. Estoy seguro de que hace lo que puede.

Alma escuchó esa conversación en la cubierta superior. El viento llevó a sus oídos las últimas palabras mientras pasaba junto a los interlocutores.

– Son las mujeres como ella las que me dan lástima. Imagínate lo que es estar sola con un asesino suelto.

Había pasado la tarde leyendo en su camarote y ahora estaba tomando un poco el aire. La palabra «asesino» le produjo una sacudida y empezó a temblar. ¿Había oído mal? Sintió náuseas. Se volvió hacia el mar y se aferró de la baranda.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó un hombre.

– No, gracias.

– Está muy pálida. ¿Ha probado las píldoras contra el mareo? Son muy eficaces. Si quiere una, le puedo dar.

– No, no es eso. Estoy bien.

Abajo, en la cubierta principal, Wilf y Jean Dutton paseaban del brazo. Sally iba detrás de ellos con su cuerda de saltar. Jean no hacía más que mirar atrás.

– ¿No puedes olvidarte de ella por un momento? -se quejó Wilf-. No es tonta. No va a saltar por la borda.

– Ya sabes por qué quiero vigilarla.

– Querida, era una mujer mayor. Los hombres que andan detrás de las mujeres mayores no se dedican a las niñas. Si alguien corre peligro, eres tú.

– Es horrible -sollozó Jean-. Hubiera preferido quedarme en Leicester, con trabajo o sin trabajo.

– Pues yo no. ¿No es ése el tipo con el que almorzamos?

Jean miró la figura encorvada que contemplaba el océano.

– Sí, es él. Déjalo en paz, Wilf. No es de nuestra clase.

– No tiene nada de especial. Ya lo sabemos. Walter Dew, jubilado. Lo que me gustaría saber es por qué se jubiló. ¿Por qué fue tan evasivo cuando se lo pregunté? ¿De qué piensas que vivía, Jean? ¿Tendría una tienda de empeños? No, no es su estilo. Algo más elegante. Parece uno de esos lagartos de salón. Eso me parece más apropiado. ¿Te gustaría bailar un fox-trot con él?

– No seas tonto.

– Bueno, si no es eso, ¿qué es? Apuesto a que algo dudoso, o me como el sombrero.

– Sería bueno que lo hicieras -gimió Jean-. Es horrible. Grasiento y deshilachado. No sé lo que va a decir tu hermano. En los Estados Unidos no usan esas cosas.

– Ya lo tengo. Es el asesino. Por eso no quería hablar.

– No subas la voz, Wilf.

– El mismo doctor Crippen.

– Estúpido. Al doctor Crippen lo colgaron antes de la guerra.

– Ya lo sé. No es más que una broma. Pobre viejo Crippen en el barco y… -Wilf se detuvo-. ¡Dios, ya sé quién es!

5

Entre las siete y las ocho los pasajeros se reunían en el salón para tomar cocktails. Era la hora en que las señoras exhibían sus vestidos de noche, y los restallantes colores de la seda y el satén se entreveían como chispazos brillantes entre las chaquetas negras y las camisas almidonadas de los hombres. En ese momento crucial del día ni siquiera la intrincada artesanía de los paneles de caoba parecía bastante para la ocasión. El Mauretania estaba concebido para escenas semejantes.

Barbara llevaba un vestido de tafetán verde esmeralda de Lanvin, que había comprado en Londres. En París le hubiera costado la mitad, pero en ese entonces no pensaba en modas. Qué suerte que Livy fuera tan generoso con su dinero. Tenía pendientes de esmeraldas y llevaba un abanico negro. La noche anterior había descubierto que el humo de los cigarros en el salón de fumar era bastante molesto, pero no iba a dejar que eso le impidiera jugar a las cartas. Quería que Paul fuera su compañero de bridge y estaba segura de que la suya sería una combinación ganadora.

– Tendremos que ver si Jack está interesado -sugirió Paul mientras bebían jerez-. No tenemos por qué deducir que lo está.

– Katherine va a jugar -aseguró Barbara-. Anoche me dijo que el bridge es mejor que el whist.

– A lo mejor no quieren jugar juntos después del incidente del dinero.

– Fue una tontería. Apuesto a que ambos estarán felices de tener la oportunidad de resarcirse.

– Tal vez. Tendríamos que preguntarles. ¿Los has visto hoy?

Se oyó el aviso de la cena.

– Qué lástima -suspiró Paul-. Hubiera sido mejor pescarlos antes de la cena.

Los ojos de Barbara estaban fijos en el pasillo que conectaba con el salón de fumar.

– Allí está Jack. Acaba de entrar.

Sortearon un grupo de gente para saludarlo cuando entraba. Tenía una expresión preocupada que no desapareció al saludar a Paul.

– Jack, eres justo la persona que estábamos buscando. ¿Qué te parece una partida de cartas después de cenar? Barbara quiere aprender a jugar al bridge.

– ¿Qué? -preguntó Jack con aire ausente.

– Katherine dice que me va a gustar más que el whist -intervino Barbara para apoyar la moción.

– Katherine… ¿han estado hablando con Katherine?

– Oh, sí. Anoche, después de tu partida. Comentó que un viaje por mar es la oportunidad ideal para aprender.

– Sí -asintió Jack, sin el menor asomo de entusiasmo.

– Si prefieres no jugar, creo que podemos encontrar alguna otra persona -comentó Barbara-, debe de ser muy aburrido jugar con una principiante.

– No es eso -titubeó Jack-. No es eso en absoluto.

– Pongámoslo así -exclamó Paul-, Si hablamos con Katherine y ella está de acuerdo, ¿podemos encontrarnos en el salón de fumar como anoche?

Jack pareció no escuchar la pregunta.

– ¿Qué más dijo anoche? -le preguntó a Barbara.

– No sé. Nada importante. Tomamos un café. Estaba un poco triste pero se repuso en seguida. Hablamos de cosas de mujeres.

– ¿Qué quiere decir con eso?

Barbara se sintió ruborizar.

– Bueno, le conté cómo había conocido a Paul.

– ¿Eso fue todo?

– Más o menos. Casi en seguida se fue a acostar. ¿Tendría que haber notado algo?

– No, lo siento. No quise ser curioso.

– No creo que quisiera hacer un problema por aquel pequeño incidente en la partida de cartas -dijo Barbara.

– Tal vez no -respondió Jack-. Ahora, si me disculpan… -Comenzó a dirigirse hacia el salón comedor.

– Pero todavía no nos ha dicho… -empezó a decir Barbara.

Paul le tocó el brazo.

– Vamos a dejarlo por el momento.

6

– ¡Apareció! -exclamó Johnny Finch como si hubiera hecho el más importante descubrimiento del viaje-. Hace horas que no la veo.

– Pasé un día tranquilo -se excusó Alma.

– No me extraña -estaba de pie junto a la mesa de Alma en el salón comedor. Inclinó la cabeza con aire confidencial-. Hay algo de lo que me gustaría hablar con usted. ¿Le parecería muy pesado si la invitara otra vez a mi mesa?

Alma había ensayado su discurso varias veces.

– Señor Finch, aprecio su amabilidad y anoche disfruté de su compañía, pero creo correcto decirle que viajo sola por elección así que espero que me perdone si no acepto su invitación.

Johnny parpadeó.

– ¿Pero qué he dicho, Dios mío? Querida señora Baranov, debo haberle dado una impresión errónea. El asunto que mencioné no es algo personal. No soy la clase de tipo por el que me toman muchas mujeres. Le aseguro que éste es un asunto de interés público. Se trata del desgraciado suceso de la mujer a la que anoche sacaron del agua.

Alma se estremeció y el corazón le comenzó a latir con más fuerza. Necesitaba de toda su fuerza para mantener una apariencia de tranquilidad.

– Estoy de acuerdo en que se trata de un asunto importante, pero no me parece un tema muy apropiado para conversar durante la cena.

Johnny parecía desilusionado.

– No puedo discutirle eso.

– De todas maneras no sé qué puede tener que ver conmigo.

– Sólo en cuanto concierne a cada señora sola que viaja en el barco -se explayó Johnny con un aire desenvuelto que no engañó a Alma-. Pero como usted prefiere no hablar de eso… -levantó las manos en un gesto de indiferencia.

– ¿Puede esperarme en el salón después de la cena?

– Le reservaré un lugar -y sonrió.

– ¿Sabe? -comentó Johnny una hora después mientras les servían el café en una mesa discretamente situada detrás de una palmera-. Hay cierta preocupación entre los pasajeros sobre el modo en que se conduce esta investigación. Existe la duda de que el oficial a cargo -que debe ser sin duda un hombre escrupuloso- no está trabajando de la manera más efectiva. Por lo que alcancé a oír, se está enterrando bajo una pila de declaraciones, mientras que no se hace nada definido para establecer quién era esa mujer y cómo encontró la muerte. Hay rumores bastante desagradables de que fue asesinada.

– He oído eso -suspiró Alma-, pero espero que no sean más que habladurías.

– Ojalá tenga razón. En el barco se habla mucho de eso. La gente está asustada, querida. No tiene ninguna confianza en la capacidad del señor Saxon para defenderla. Las damas que viajan solas como usted necesitan protección.

– Ah -exclamó Alma, tratando de disimular su alivio. Había leído en los libros de Ethel M. Dell… ¿o era en los de Elinor Glyn…? Sobre los Lotharios que se ofrecían a proteger la virtud de las damas crédulas que viajaban solas-. No siento la necesidad de que me protejan, gracias.

Las arrugas de Johnny se volvieron a retorcer en una expresión apenada.

– No ha entendido, mi querida. Quería hablarle para pedirle si quería unirse a nuestro grupo.

– ¿Grupo?

– De «pasajeros unidos por la preocupación». Ya hay más de veinte, pero somos todos hombres y necesitamos una mujer para que aporte el punto de vista femenino. Pensé en usted.

– No -replicó Alma con firmeza-. Yo no.

– ¿Por qué no? El capitán es humano. No va a comernos.

– No le veo sentido. ¿Qué esperan conseguir?

– Estaba por llegar a eso. No sé si le mencioné que esto no se limita a las cubiertas superiores. Tenemos gente de las otras clases que está tan preocupada como usted y yo por la manera en que se maneja el asunto. Y ha corrido la voz de que tenemos la suerte de contar entre los pasajeros de segunda clase con alguien que está mucho mejor calificado que el señor Saxon para investigar una muerte misteriosa. Creo que usted habrá oído hablar de él. Se trata del inspector Dew, de Scotland Yard.

7

El capitán Rostron apoyó la mano en el hombro del señor Saxon.

– No sería ningún descrédito -le aseguró a su oficial-. Nadie puede dudar del trabajo que ha hecho hasta ahora para resolver el crimen. Todas esas declaraciones… son seguramente muy valiosas. Pero sucede que el inspector Dew… si se trata realmente de él… es un especialista en asesinatos -sonrió-. Debería decir en la investigación de asesinatos. Trabajó más de veinte años en Scotland Yard.

– Sí, capitán -el señor Saxon usó un tono de voz que no sonaba impresionada.

– Eso significa algo -continuó el capitán-. En la policía se considera al asesinato como un asunto de expertos. ¿No es así? Usted, ejem… ¿manejó muchos casos de ésos cuando estaba de policía en el puerto de Londres, antes de entrar en la Cunard?

El señor Saxon apretó los labios. Sacudió la cabeza.

– Era casi todo problemas de aduana, señor. Pero estoy seguro de que puedo ocuparme de esto.

– Sí. Ya aclaró ese punto. Señor Saxon, no se trata sólo de encontrar al asesino. Hay que demostrarles a los pasajeros que tenemos muy presente su bienestar. Esta sugerencia de emplear al inspector Dew surgió de los pasajeros. No puedo ignorarlo, ¿no le parece? Es una cuestión de confianza.

– Ni siquiera sabemos si es el hombre de Scotland Yard -se quejó el señor Saxon.

– Esa es una de las cosas que quiero aclarar. La otra es si él está dispuesto a ayudar. Puede no estar demasiado feliz con esa sugerencia. Se retiró de Scotland Yard antes de la guerra.

El señor Saxon pareció más esperanzado.

– A lo mejor prefiere actuar como asistente mío, señor.

El capitán tenía sus dudas.

– No creo poder pedirle a un hombre con la reputación de Dew que sea su subordinado. Y creo que los pasajeros estarían más felices de saber que él está a cargo. Pero no tomemos ninguna conclusión apresurada, señor Saxon. Lo único que quería era hacerle saber las posibilidades que se presentan. Supongo que puedo contar con su colaboración pase lo que pase.

– Sí, señor -contestó, lacónicamente.

– No diga nada hasta que se lo pida -el capitán tomó su chaqueta y se la puso-, pero haga lo que sea necesario. Dew debe de estar afuera con el tercer oficial. Haga el favor de pedirle que entre.

El hombre que entró era lo bastante alto como para ser un policía y lo bastante viejo como para ya estar retirado. Tenía el bigote espeso y negro vagamente familiar por las fotos del diario del inspector Dew llevando al doctor Crippen y a Le Neve del barco al juicio.

Pero ese día parecía más la presa que el sabueso. Sus ojos corrían por la oficina como buscando una vía de escape. El capitán estaba de pie con la mano extendida.

– Es muy amable de su parte al venir a vernos, señor Dew. No vale la pena hacer las presentaciones. Estoy seguro de que usted ya sabe quiénes somos, y nosotros por cierto sabemos quién es -el capitán sonrió al hablar. Casi guiñó un ojo.

Walter le devolvió una mirada vidriosa.

– Tomemos asiento -sugirió el capitán, señalando una silla a su invitado y sentándose él mismo en el borde del escritorio de caoba. Saxon se sentó cerca de la puerta-. No acostumbro dar rodeos, y no lo he invitado aquí para tomar un cocktail, señor Dew… si es que puedo llamarlo así… Como debe de saber, anoche sacamos del agua a una mujer muerta. ¿Ha oído hablar de eso?

– Sí -la voz de Walter era casi un susurro.

– El señor Saxon aquí presente se hizo cargo. Es el oficial que se ocupa de investigar cualquier situación irregular mientras estamos en el mar. El señor Saxon estuvo en la policía, ¿no es así, señor Saxon?

– En los muelles. Puerto de Londres.

– Es excelente con los polizones y los contrabandistas, pero las muertes sospechosas son otra cosa. Le estoy haciendo una confidencia, señor Dew. Dije, «muertes sospechosas».

Walter asintió con gravedad.

– Me han proporcionado cierta información… información que le concierne. Puede que sea un error, una coincidencia. Pero si no se trata de eso, usted es el único hombre en el Mauretania que nos puede ayudar -se interrumpió para ver qué efecto causaban sus palabras.

Walter se miraba las manos. Le temblaban.

– ¿Usted es el inspector Dew, de Scotland Yard? -preguntó el capitán con menos seguridad.

Walter lo miró. Miró al señor Saxon.

– ¿De qué se trata todo esto?

– Pensaba que ya estaba claro. Necesitamos la ayuda de un detective experto, señor Dew. ¿Usted es o no el hombre que arrestó al doctor Crippen?

Walter jugó con su corbata.

– Pues, sí…

El capitán Rostron miró al señor Saxon.

– Qué alivio. Por un instante pensé que… No importa -se volvió hacia Walter-. Seré muy franco con usted, inspector. Creemos que la señora ya estaba muerta cuando la arrojaron al mar. Creemos que fue asesinada.

– ¿Por qué? -preguntó Walter, frunciendo el ceño.

– Creo que tendrá que verlo por sí mismo. Decídase, inspector, si es que va a tomar el caso.

– ¿Qué quiere decir con eso… que trate de ayudar?

– Tenemos en mente algo más que eso. Esperamos que se haga cargo de la investigación.

Walter sacudió la cabeza.

– No, no podría hacerlo.

– ¿Por qué no, inspector? El señor Saxon estaría feliz de hacerse a un lado ante un detective tan inminente y de tanta experiencia como usted.

Walter se dio vuelta para mirar a Saxon, que tenía la vista perdida en el espacio.

– Yo… humm… ya me jubilé de Scotland Yard.

– Lo sabemos -respondió el capitán-. Pero creo que es más joven que yo -se rió- y, por lo menos, yo no me considero decrépito aún. No puede decirme que no tiene tanta agudeza como el día en que le colocó las esposas al doctor Crippen.

– No tengo autoridad. No soy más que un particular.

El capitán hizo un gesto amplio con la mano.

– No habrá problemas en ese aspecto. Tiene mi autorización. Eso es suficiente. Por Dios, si puedo bautizar, casar gente y enterrarla, estoy seguro de que puedo contratar a un buen detective para protegerla.

– ¿Protegerla?

– Encontrar al asesino, inspector. Tengo ciertas obligaciones con los pasajeros.

– Supongo que sí.

– Y considero una de mis obligaciones pedirle su cooperación.

– No soy más que un pasajero en su barco -replicó Walter-, No tengo nada de lo que necesita un detective.

– ¿Cómo qué?

Walter se movió en su silla.

– Eh… un cuaderno.

– Lo tendrá. Y esposas y una lupa -empezó a sacar cosas de su escritorio-. Un lápiz, una regla, todo lo que necesite.

– Archivos criminales -acotó Walter-. Es muy difícil sin archivos criminales.

– Puedo mandar un mensaje a Scotland Yard -sugirió el capitán Rostron-. Usted tendría que saberlo, inspector.

– Sí, sí.

– ¿Lo hemos convencido?

– Sí -respondió Walter, aterrado-, supongo que sí.

– Bien. Le estamos muy agradecidos, ¿no es así, señor Saxon?

– Muy agradecidos -repitió el sargento.

– Inmensamente -subrayó el capitán. Se levantó y se dirigió hacia la puerta-. Supongo que ahora querrá ver el cadáver.

8

A pesar de los trastornos que ocasionó la noticia del cadáver, los pasajeros no olvidaron que seguía siendo domingo. A las nueve de la noche todos los asientos del salón de primera clase estaban ocupados. Iba a haber un recital de piano y violín, pero la atracción principal era sin duda el signor Martinelli, que había consentido en cantar algunas arias en la segunda parte de la velada.

Alma encontró un asiento al final de una fila, al lado de una mujer con un vestido de crêpe negro y diamantes cuyo único interés parecía ser un hombrecito de faja púrpura que tenía a su izquierda. Era un lugar como cualquier otro para pasar la velada aclarando con tranquilidad sus pensamientos. No había contado con Johnny Finch. Oyó su voz a un par de centímetros del oído cuando terminó el Estudio de Chopin. Estaba sentado detrás de ella.

– Pensé que le gustaría saber que logramos lo que queríamos. El capitán es un zorro viejo. Escuchó nuestra exposición sin parpadear. Cualquiera hubiera creído que él ya sabía que Dew estaba a bordo, pero estoy seguro de que no era así. Nos agradeció que mencionáramos el asunto y dijo que lo tendría en cuenta. Veinte minutos después me enteré de que había llamado al inspector Dew a su oficina.

Las últimas palabras de Johnny fueron recibidas con murmullos de protesta procedentes de varias direcciones. El pianista estaba listo para comenzar otra pieza. Alma no la escuchó. Estaba tratando de asimilar lo inconcebible. Si lo que decía Johnny era correcto, habían llamado a Walter para investigar su propio crimen. Era increíble. Pero poco a poco se fue dando cuenta de que si Walter podía aceptar el papel de ser su propio perseguidor y hacerlo de manera convincente, nadie adivinaría la verdad.

– Me han dicho que el capitán nos va a hablar en el entreacto -continuó Johnny durante los aplausos- y pienso que no va a estar solo. Ahora tiene un triunfo en la mano y querrá que lo sepamos todos.

Después de esto, Alma dedicó el solo de violín a rezar por Walter. El pobre hombre apenas se habría repuesto del shock de tener que ir a la oficina del capitán y ya querrían exhibirlo ante todo el mundo. ¿Estaría a la altura de lo que le esperaba?

El violinista estaba tocando una segunda pieza cuando de pronto Alma vio al capitán en la puerta con Walter a su lado, pálido como un muerto. Esperaron que el número terminara y se extinguieron los aplausos. Luego se situaron en el lugar que había ocupado el solista para pánico de Alma.

Se hizo un ominoso silencio que el capitán quebró con un carraspeo.

– Ejem… Damas y caballeros, no voy a interrumpir por mucho tiempo su diversión. Los que estuvieron hoy en el oficio religioso recordarán que mencioné un asunto desagradable; la muerte de una pasajera. Algunos de ustedes han sido tan amables como para informar al oficial a cargo de todo lo que sabían al respecto. Pero ciertas preguntas siguen sin respuesta y sé que les preocupa sobremanera el que este asunto se resuelva con rapidez. Obviamente yo comparto sus sentimientos. Me complace anunciarles que he aceptado el ofrecimiento de ayuda de este caballero a mi izquierda. Se trata de un ex inspector de Scotland Yard y de un famoso detective… es más, fuera de la ficción no creo que haya detective más conocido que el que resolvió el caso Crippen… Con ustedes; el inspector Dew.

Hubo un estallido de aplausos. La concurrencia se movió en las sillas y estiraron la cabeza para echar una mirada al hombre que había capturado a Crippen. Walter sintió que se le empañaba un poco la vista, pero se mantuvo firme.

El capitán continuó.

– Dadas las circunstancias le he pedido al inspector que se haga cargo de la investigación en lugar del señor Saxon, que tiene otras obligaciones en el barco. No sé si usted desea agregar algo, inspector…

– No -replicó Walter con firmeza.

– Entonces sólo agregaré que estoy seguro de que contará con toda la cooperación de los pasajeros y de la tripulación para llevar esta investigación a una rápida y satisfactoria conclusión.

Hubo más aplausos.

– Y ahora tendremos un intervalo de quince minutos antes de que el signor Martinelli cante para ustedes -el capitán Rostron se volvió hacia Walter para decirle algo, y luego los dos se retiraron del salón.

– ¿No le dije? -preguntó Johnny.

– Sí -respondió Alma, que comenzaba a respirar de nuevo.

Algunas filas más adelante Marjorie se volvió hacia Livy.

– Parece que ahora tienen un profesional. ¿Quién era ese Crippen?

– Fue un caso que hizo mucho ruido hace un tiempo. Era un médico que vivía en Londres y que envenenó a su mujer y la cortó en pedacitos. Luego la enterró en el sótano de su casa y tomó un barco para Canadá con su amante.

– Demonios -exclamó Marjorie-, estos ingleses parecen muy educados pero entre ellos se hacen algunas cosas horribles.

– Querida, el doctor Crippen era de Coldwater, Michigan.

No había ninguna duda de que tanto los ingleses como los norteamericanos aprobaban que el inspector Dew se hiciera cargo de la investigación. Se discutió con entusiasmo su carrera mientras tomaban café y comían sandwiches de pollo. En sus veinte años como detective había dejado sin resolver un solo caso de asesinato de todos los que había participado y ése era nada menos que el de Jack el Destripador, ocurrido cuando Dew era aún un principiante. No existía nadie más capaz que él. Los miedos que se habían acumulado durante el día se disiparon y la conversación se convirtió en un coro de alabanzas para Dew, Scotland Yard y el sentido común del capitán Rostron.

Todos estaban de tan buen ánimo que el signor Martinelli tuvo el público más receptivo de su vida. Aplaudieron y dieron vivas y pidieron bises. Pasó casi inadvertido el título del aria que cerró la velada. Nessun Dorma… Nadie Dormirá.

9

Cuando terminó el concierto, Alma declinó la invitación de Johnny para «tomar una o dos copas» y se abrió camino por el comedor y el hall de embarque hasta el saloncito. En los días anteriores a la guerra, cuando el salón de fumar era un sitio exclusivamente masculino, el saloncito era un refugio para las señoras. Todavía conservaba una atmósfera de apacible refinamiento. Los sillones estaban cubiertos de tela y había una suave alfombra verde. En las mesas bajas redondas se encontraban ejemplares de Vanity Fair y Vogue. Alma lo prefería al camarote. Pronto trabó conversación con una mujer de Baltimore que estaba escapando de un ex marido que buscaba la reconciliación. Los problemas de los otros eran un consuelo.

En determinado momento, cerca de medianoche, entró al salón un botones preguntando por la señora Baranov. Tuvo que repetir el nombre dos veces antes que Alma reaccionara. Tenía una nota para ella: Cubierta de botones salvavidas 3. Lo antes posible. W.

Walter. La necesitaba. Pobre hombre, había sufrido un shock terrible. El plan se había vuelto en su contra y ya no podía controlarlo. Esta era su llamada de ayuda.

Le dijo a su acompañante que tenía que irse.

– Tenga cuidado -la previno la mujer-. No se arriesgue. -Fue la primera referencia en toda la conversación al tema que obsesionaba a todos los pasajeros.

Alma fue primero al camarote y se puso la capa de terciopelo negro de Lydia. Afuera debía de hacer frío. Antes de salir a cubierta se cubrió con la capucha.

La brisa se embolsó en la capa y la empujó hacia adelante. Alma la apretó contra su cuerpo. La cubierta de los botes parecía desierta y pensó que no era el viento lo que desalentaba a la gente de los de salir a pasear a la luz de la luna. Ella sabía que no había nada que temer, pero aun así sentía un cosquilleo en el estómago mientras caminaba por la cubierta.

No estaba segura de cómo eran las numeraciones, pero esperaba estar en el costado correcto.

De pronto sintió que una mano férrea se clavaba en su hombro y la hacía girar sobre sus pies. Gritó mientras se le caía la capucha. Walter estaba delante de ella. A la luz de la luna sus ojos parecían demoníacos.

– ¡Alma! -exclamó casi sorprendido-. Dios mío, qué impresión. Pensé… -la acercó a él y la abrazó-. Alma, perdóname. Tengo que estar loco. Con esa capa pensé que eras Lydia.

– Está muerta -susurró Alma, temblando de miedo-. Lydia está muerta.

– Perdona, perdí el control. No tiene ninguna lógica.

– Es comprensible después de todo lo que ha pasado.

Walter sacudió la cabeza.

– Sea lo que sea, te has asustado. ¿Te he hecho daño?

– Un poquito.

Un mechón de pelo le atravesaba la cara. Walter se lo echó hacia atrás y Alma creyó que estaba a punto de besarla, pero no lo hizo…

– Aquí arriba no hay nadie -musitó Walter-. Acabo de dar una vuelta por la cubierta. Caminemos un poco.

Alma había levantado el rostro esperando un beso y ahora lo bajó como si asintiera. Walter no lo había notado. Era saludable recordar que según las novelas románticas todos los hombres sin excepción debían ser guiados por los caminos sutiles de las mujeres. Iba a perseverar.

– Qué miedo debes de haber tenido cuando te llamaron a la oficina del capitán.

– Sí. Me pregunté para qué me querría. Tendría que haberlo imaginado.

– Fue culpa mía. Yo tuve la idea de llamarte Walter Dew.

– Lo decidimos juntos.

– Nunca soñamos que podía pasar esto… que te pidieran que investigaras la muerte de Lydia. ¡Querido, lo que debes de haber sufrido! Estabas blanco como la tiza cuando el capitán te presentó a los pasajeros. ¡Pero estuviste maravilloso… tan convincente!


– Si estaba blanco, era por una razón. Acababa de ver el cuerpo.

Alma le aferró el brazo con las dos manos.

– ¡Walter, qué horrible! No lo sabia.

– Fue bastante molesto. ¿Sabes? No era Lydia.

– ¿Qué? -Alma se retorció-. ¿No era Lydia?

– Ya sé que parece imposible -replicó Walter con tono glacial.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo.

– La gente cambia después de muerta.

– Alma, no estoy equivocado. Era otra mujer.

Alma tuvo la terrible sensación de que Walter había perdido la razón. No había podido tolerar la tensión. Habló con la mayor tranquilidad posible.

– ¿Cómo puede ser, Walter?

Se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea. Pero eso significa que estamos seguros. Como el cuerpo no es de Lydia, somos inocentes.

Se esforzó para hablar como si hubiera aceptado lo que él decía.

– Pero todavía hay un inconveniente, ¿no es así?

– ¿Cuál?

– Ahora todos creen que eres el inspector Dew. Esperan resultados.

– En ese caso tendré que hacer lo necesario para lograrlo -replicó Walter sin perturbarse.

– ¿Cómo lo harás, Walter? No eres un detective de verdad.

– Sí lo soy.

– No -insistió Alma-. No lo eres.

– Déjame terminar, por favor. A los ojos de todos los que están a bordo de este barco, menos tú, soy Dew, y eso es lo que cuenta. El capitán está satisfecho y su autoridad me respalda. Ya lo oíste en el salón. Soy el hombre que arrestó a Crippen. Estoy a cargo de la seguridad de los pasajeros.

– Sí, querido, eso ya lo sé, pero tú no eres un detective. No sabes lo que hay que hacer. Estaremos cuatro días más a bordo. En el barco hay una mujer muerta y tú dices que no es Lydia. No tienes mucho con qué comenzar.

– Una mujer asesinada.

– Pero si no es Lydia, ¿cómo puedes estar seguro de que fue asesinada?

– Por las marcas en su cuello. Esa mujer fue estrangulada, Alma.

Alma quedó sin aliento. ¿Cómo podía sonar tan razonable al decir esas cosas?

– Así que a bordo hay o debe de haber un asesino -continuó Walter-. Y mi responsabilidad hacia los pasajeros y la tripulación es capturarlo. Ahora no hay ningún otro que lo pueda hacer.

– No. Nadie más.

– Lo primero es identificar a la víctima. Se lo he preguntado a los camareros. Es muy simple. A esta altura ya conocen a sus pasajeros. Todo lo que hace un detective es verificar los hechos. Es cuestión de mirar y hacer preguntas. Lo he hecho toda mi vida, por otro lado.

– ¿No tienes miedo?

– Ahora no -respondió Walter-. Estoy del lado de la ley y del orden. La gente me tiene confianza y me gusta ser el foco de la atención. No estaba feliz con mi papel de fugitivo, eso sí me asustaba -se rió-. Hay otras ventajas. Me han sacado de segunda clase y ahora tengo un camarote de primera en tu mismo corredor. El 75 -echó sus brazos alrededor de ella con aire posesivo.

Alma se envolvió en la capa.

– Sería peligroso que nos vieran juntos.

– Por supuesto.

– No es que no quiera ayudar; si supiera cómo, al menos.

Siguieron caminando por cubierta. El mar parecía negro y malvado. Alma miró las estrellas. La antena de telégrafo del barco se deslizó contra la blanca luna llena.

– Creo que debería irme a la cama.

– Sí. Yo daré otra vuelta por cubierta.

No la besó. Alma se lo agradeció. Ya no quería quedarse más allí.

Cerca de su camarote se encontró con la mujer de Baltimore. Miró a Alma con ojos desorbitados.

– ¿Ha estado en cubierta?

– He ido a tomar un poco el aire.

– ¡No sé cómo ha tenido el valor! Allí arriba podía estar el asesino.

Una vez en su camarote Alma corrió el cerrojo y echó la llave. Todavía se sentía insegura. Empujó el sillón contra la puerta.

Más tarde, en la cama, trató de calmar su miedo, analizando los motivos. Walter la había asustado cuando la tomó del hombro, pero tenía una explicación. Con la capa le había parecido Lydia. Había sido un momento de locura y lo entendía. La aseveración de que el cadáver no era Lydia podía haber sido causada por su imaginación perturbada. Era inquietante, pero tampoco eso debía asustarla. La raíz de su miedo era algo que él había dicho: A los ojos de todos los de este barco -menos tú- soy el inspector Dew… Había sentido su resentimiento en esas palabras, menos tú. Él quería ser Dew. Era una nueva identidad fascinante, imponente. El que había detenido a Crippen, el salvador del Mauretania. El único impedimento para hacer realidad esa ilusión era Alma. Ella sabía la verdad y por eso tenía miedo.


Johnny Finch no había sido presentado a Paul Westerfield II, pero no se sentía inhibido por el protocolo.

– No es una mañana tan mala -comentó cuando lo encontró mirando el mar desde la cubierta de paseo después del desayuno del lunes-. Si no me equivoco, cuando esa niebla se levante, va a hacer calor.

– ¿Le parece? -preguntó Paul.

– Una buena oportunidad para practicar un poco de tenis, amigo. Quién sabe, a lo mejor hasta puede vencer a Bill Tilden. El de aquí es un juego completamente diferente al que se practica en Wimbledon. ¿O es más bien jugador de tejos?

– ¿Es usted del comité social? -preguntó Paul.

Johnny se estremeció de risa.

– No, no, nunca van a pescar a Johnny Finch en ningún comité, y menos en ése. No me gustan los juegos de a bordo. A veces apuesto un poco de dinero a los resultados, pero eso es todo.

– Yo no apuesto -replicó Paul.

– ¿No? -exclamó Johnny con tono escéptico-. Podría jurar que el otro día lo vi jugar whist en el salón de fumar.

– Era por el mero placer de jugar con amigos.

– Ni qué decir tiene -Johnny guiñó un ojo-, Pero si está interesado en apuestas deportivas, he oído decir que el peluquero del barco tiene un cuaderno en el que anota cuánto tiempo va a necesitar el inspector Dew para capturar a su hombre.

– Qué emprendedor.

– Es cierto. Estoy pensando en poner cinco. Ofrece cuatro a uno contra Dew por un arresto mañana.

– No me interesa.

– Debería interesarle, muchacho. ¿No sabe que Dew ya ha obtenido su primer triunfo? Obtuvo el nombre de la mujer asesinada. Esta mañana estaba con el camarero de primera clase controlando un camarote en el que nadie había dormido. Por supuesto que encontraron dos o tres… sabiendo a lo que se dedica de noche la gente en los barcos. Eliminó todos menos uno y bajó con el camarero a identificar el cuerpo.

– ¿La identificó?

– En seguida, sin dudar.

– ¿Quién era?

– Ese es el punto. Era su compañera en el whist. Se llamaba Katherine Masters.

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