Para Alma el plan de liquidar a Lydia y escapar con Walter a Estados Unidos era más romántico que cualquiera de los libros de Ethel M. Dell. The Knave of Diamonds le parecía insípido. Era un plan perverso y audaz y los uniría más que una ceremonia matrimonial. El secreto sería un lazo indisoluble. Viviría con lujo en Manhattan y Walter se convertiría en el mejor dentista de Nueva York. Iban a viajar a Niágara y Nantucket y Nueva Orleáns y San Francisco. Todavía estaba recorriendo los hermosos paisajes de los Estados Unidos en su mente cuando Walter, firmemente anclado en Inglaterra, le dirigió la palabra.
– Tendríamos que pensar en serio lo que haremos con ella.
– ¿Hacer?
– Lydia.
– Pero ya lo hemos decidido, querido.
– No, no me refiero a eso. Después. ¿Dónde la pondremos?
– Ah…
Estaban sentados en un banco de los jardines de Richmond Terrace. Era una de esas brillantes tardes de septiembre cuando cada detalle del valle del Támesis resalta a la luz del sol poniente. Los filamentos de nubes que atravesaban el cielo se volvían a cada instante más rosados.
– El doctor Crippen enterró a su mujer en el sótano -observó Alma.
– Y el inspector Dew bajó con una pala y los descubrió.
– El antipático inspector Dew.
Walter se encogió de hombros.
– Cumplía con su deber.
– ¿Qué te parece el jardín?
Walter sacudió la cabeza.
– Es como un campo de golf. Tenemos un ex combatiente que lo cuida cinco días por semana. Era oficial de la Guardia. No se le escapa nada.
– ¿No puedes ponerla en la bañera y decir que se ahogó por accidente?
– Ya han tratado de hacerlo.
– ¡Es desesperante! -Alma gritó de frustración-. Todo lo demás funciona a la perfección.
– Es un problema práctico, querida -aclaró Walter-, No sirve de nada enojarse.
A Alma le agradó su suave reproche. Walter ya estaba tratándola como a una esposa. Y su preocupación por perfeccionar el plan le quitaba cualquier duda que hubiera tenido sobre la decisión de Walter. Estaba tan sereno como si estuvieran discutiendo una simple extracción en el consultorio.
– Si tuviéramos un coche, podríamos arrojarla en algún acantilado.
– No, no serviría. Tarde o temprano alguien encontraría el cuerpo. ¿Has oído hablar de Bernard Spilsbury?
– ¿El patólogo?
– Ese tipo hace más que determinar la causa de una muerte; dice la medida de sombrero del asesino, dónde compra sus camisas y de qué manera le gustan los huevos. No podemos arriesgarnos a dejar un cuerpo.
Alma sintió un estremecimiento al oír las palabras «asesino» y «cuerpo» y por su mente pasó el pensamiento de que Walter encaraba con fría realidad sus intenciones, mucho más de lo que ella se había atrevido a imaginar hasta ese momento. Trató de disimular su intranquilidad.
– Y no podemos arriesgarnos a llevarla con nosotros.
Walter se volvió y le aferró la muñeca.
– ¡Sí que podemos! Esa es la respuesta, Alma. ¡Tú la tienes!
– No veo cómo.
– La podemos arrojar al mar, empujarla por un ojo de buey cuando oscurezca. Nunca la encontrarán.
– ¿Pero cómo la meteremos a bordo?
Walter rió:
– Caminando. Es una maravilla. ¡Eres un genio!
– En este momento soy un genio muy confuso.
– Te lo explicaré. Olvídate del otro plan y escucha éste. Le diré a Lydia que me niego a ir con ella a los Estados Unidos. Se pondrá furiosa y me mandará al diablo, porque nada puede interponerse entre ella y su maravilloso futuro en el cine. Venderá la casa, el equipo de mi consultorio, todo, y estará en el Mauritania el sábado próximo. Pero no va a enterarse de que tú y yo también estaremos a bordo. Voy a comprar un pasaje en segunda clase bajo un nombre falso.
– ¿Para los dos?
– No. Tú estarás escondida en mi camarote.
– No es posible, Walter. Me descubrirán.
– Estoy seguro de que no lo harán. No olvides que ya he viajado en un transatlántico. El día de la partida se llena de amigos y parientes que van a despedir a los que viajan. Es el caos. Media hora antes de zarpar aparecen algunos muchachos con gongs para pedir a los visitantes que bajen, pero siempre hay algunos que se quedan, porque saben que pueden desembarcar en la lancha del práctico o en Cherburgo. Querida, es muy fácil esconderse la primera hora, y es todo lo que necesitamos. Después tendrás un camarote de primera para ti sola. Serás la señora Lydia Baranov.
– ¿Quieres decir que ya habrás…? -a Alma le falló la voz.
Walter asintió. Empezó a hablar más rápido a medida que se convencía de las posibilidades del nuevo plan.
– Por supuesto que habrá que hacerlo lo más rápido posible. Iré a su camarote con una botella de cloroformo concentrado en el bolsillo. Cuando llame a la puerta, se sorprenderá al verme, pero me dejará entrar en seguida. La empujaré sobre la cama, no es un adversario serio para mí, y le aplicaré el cloroformo. Cuando esté completamente seguro de que está muerta, meteré el cuerpo en algún lado.
– ¡En el baúl! -gritó Alma, muy excitada.
– Perfecto. Puede quedarse allí hasta que esté lo bastante oscuro como para arrojarla por el ojo de buey. El Mauretania zarpa a mediodía y el almuerzo se sirve a la una. Tú estarás en el comedor de primera clase diciéndole al camarero que eres la señora Lydia Baranov y pedirás una mesa para uno. Te aceptarán sin preguntas.
– ¿Y tú qué harás?
– Sentado en el camarote de Lydia con el cartelito de «No molestar» en la puerta. Lo importante es lo que tú estarás haciendo. Tienes que dejar bien sentado ante los pasajeros y la tripulación que eres Lydia. Puedes almorzar con tranquilidad y después hablar con algunas personas mientras bebes el café en el salón. Pasea por cubierta y dile al encargado que te reserve una hamaca del lado que da el sol. Y asegúrate de que entiendan bien tu nombre. ¿Crees que podrás hacerlo?
– Estoy segura.
– Bien. Más tarde puedes venir al camarote.
– ¡Querido, va a funcionar! -lo besó en la mejilla y apoyó la cabeza en su hombro-. Es de una hermosa simplicidad.
Walter todavía no parecía muy convencido de los resultados. Siguió hablando, reacio a dejar que el resto del plan hablara por sí mismo.
– Te daré la llave del camarote y podrás ir y venir cuando quieras. Pero tendremos que mantenernos separados. Tú irás a cenar y te acostarás tarde. Para ese entonces yo me habré ido, y también el cuerpo. Volveré a mi camarote de segunda clase y te veré cinco días después en Nueva York. Creo que todo saldrá bien.
– Estoy segura, amor mío.
– Me animo a decir que hasta nuestro amigo, el doctor Crippen, hubiera aprobado este plan. Ningún cuerpo en el sótano. Ni disfraces ridículos. Y todo pagado por mi previsora mujer, la víctima -los extremos de la boca de Walter se ensancharon en una modesta sonrisa.
– ¿Has pensado en algún nombre para usar a bordo del Mauretania? -preguntó Alma.
– Todavía no. Lo mejor será algo simple. Ahora que lo pienso, mi antiguo nombre servirá tan bien como cualquier otro. Creo que sé dónde puedo conseguir un pasaporte… es un viejo amigo de mi padre, si es que todavía tiene el pulso firme. Mañana iré a verlo.
– Brown no suena como un nombre verdadero -dudó Alma.
– Pero es el mío.
– El doctor Crippen se hizo llamar Robinson, y eso tampoco suena muy convincente.
– ¿Entonces qué sugieres?
– Algo corto y simple, pero no común -juntó las manos-, ¡Ya lo tengo!
– Dew -dijo Walter.
– ¡Sí! ¡Leíste mis pensamientos!
– Walter Dew. Por cortesía a Scotland Yard -se rió entre dientes-. Me gusta bastante. ¿Quién sospecharía de un hombre que se llamara Walter Dew?
Echó a reír y Alma rió con él. Sus risas resonaron por la terraza. La puesta de sol era gloriosa y todo se volvía rojo, de un profundo y romántico rojo.
Durante su última semana en Londres, Barbara cambió su modo de ser. Se volvió chic. Fue a Vasco y se hizo cortar su precioso pelo castaño y ondular las patillas. Se cubrió la cara de polvo blanco tiza y los labios de carmesí. Compró una capa de armiño y cinco vestidos de noche y para el viernes ya los había usado todos y comprado dos más.
La conferencia de Bertrand Russell había sido el punto de partida. De allí Barbara fue directamente a la peluquería. Su madre estaba estupefacta por la transformación; tuvo que beber un brandy doble y decidió que eso era lo mejor que le había sucedido en ese viaje. Le dijo a Livy que la filosofía debía de tener algo especial. Livy tenía una teoría diferente. Sospechaba que Paul Westerfield había demostrado más interés en la conferencia que en Barbara.
– Si anda detrás de Paul -comentó Marjorie- está arriesgándose peligrosamente. Esta tarde tiene una cita con un tal Forbes.
Forbes llevó a Barbara a bailar al café de París, donde ella conoció a Arnold, que usaba monóculo y era mucho más simpático. Arnold la invitó a comer pastel con café helado en las galerías Grafton, donde los cuadros estaban cubiertos de papel de seda para evitar que las jovencitas como ella se ruborizaran. Una orquesta de negros tocó jazz hasta las dos de la madrugada y Arnold al tratar de hacer un paso empujó a una mujer con el codo. Ella volcó el café helado en los pantalones de su acompañante y Arnold usó el papel de seda de uno de los cuadros para limpiarlo. Mientras sucedía esto, un muchacho llamado Rex le dijo a Barbara que era la criatura más hermosa que había visto en su vida.
Rex era muy apasionado. Durante el almuerzo en el Claridge al día siguiente, amenazó con suicidarse si Barbara no lo hacía feliz en la suite que había reservado arriba. Para convencerla sacó un revólver de plata del bolsillo y lo apoyó en la mesa. Barbara mantuvo su calma. Era chic, pero no fácil. Tomó el revólver muy finamente y lo arrojó dentro del balde del champagne. Más tarde Arnold le comentó que Rex era famoso por sacar su revólver en el Claridge.
En esa semana Barbara se cruzó dos veces con Paul Westerfield en el hall del Savoy. La primera vez estaba con Forbes y la segunda con Arnold. Estos encuentros casuales surtieron efecto en Paul. El viernes la detuvo en la escalera que llevaba al comedor. La felicitó por su peinado y le preguntó si tenía algo que hacer esa noche.
Barbara contesto que un amigo había mencionado algo del Café Royal, pero que la idea no la excitaba demasiado. Era su última noche en Londres y quería disfrutarla.
– ¿Te vas mañana? -preguntó Paul-. ¿En el Mauretania? Qué casualidad. Yo también. ¿Qué te parece si esta noche nos divertimos en Londres?
– ¿Qué sugieres? -preguntó Barbara con cautela. No aguantaba otra conferencia sobre filosofía.
– Hay una fiesta en el Berkeley. Son casi todos norteamericanos; de la embajada… el grupo joven. He oído decir que algunos de ellos son bastante divertidos. Me invitaron. ¿Quieres venir?
Barbara sonrió y aceptó.
Había logrado lo que quería. Se sentía sumamente atraída por Paul Westerfield a pesar de que tendía a rechazar a cualquier posible candidato en el que su madre hubiera puesto los ojos. Le gustaba el modo en que la miraba, valorando lo que decía. Le gustaba el modo en que una de sus cejas se levantaba cuando algo le interesaba. Le gustaban sus movimientos desenvueltos cuando atravesaba una habitación, tan lánguidos y sugestivos como los de un gato. De él emanaba una extraña fuerza.
Con cinco días por delante en el Mauretania, ella también podría ser desenvuelta. Esa noche llegó al hall veinte minutos tarde y lo llamó por el sobrenombre de sus días de estudiante. Quería que él supiera que trataba a los millonarios como a cualquier otro tipo.
La fiesta fue tan divertida como Paul había vaticinado. El champagne corrió ilimitadamente. Más o menos una docena de norteamericanos de la embajada y otros tantos amigos ingleses cenaron y bailaron hasta después de medianoche, cambiando de pareja todo el tiempo y abrazándose con una falta de pudor digna de amantes. Cuando el restaurante cerró, el grupo se trasladó a un puesto de venta de café en la esquina de Hyde Park y los choferes de taxi les dejaron llevar sus tazas a los coches y quedarse allí durante horas.
Barbara compartió a Paul con una chica inglesa que se llamaba Poppy. No le importaba. Él las abrazaba a las dos y las mantenía entretenidas contándoles chistes mezclados con besos. Poppy se reía mucho. Se definía como una cockney elegante. Tenía el pelo rubio enrulado y ojos muy expresivos.
Hacia las tres todos se bajaron de los taxis y formaron un corro en torno a un farol. Cantaron Knees up, Mother Brown y Auld Lang Syne. Se intercambiaron besos y treparon de nuevo a los taxis para que los llevaran a sus casas.
Paul le preguntó a Poppy dónde vivía.
– En la calle Chicksand -contestó Poppy con una risita. Cada tantas palabras intercalaba una risa-. No debes de haberla oído nombrar. Y apuesto a que el chofer del taxi tampoco. Si quieres saber dónde queda, está por el East End.
– Perfecto -exclamó Paul-. Creo que el Savoy está en el camino. Podemos dejarte primero, Barbara.
Barbara asintió, pero no le agradeció la sugerencia. No podía entender por qué no dejaban primero a Poppy y volvían juntos al Savoy. Se suponía que Poppy no era su pareja esa noche. Pero se tragó las objeciones. Mientras le sonreía a Poppy, deseó que Paul se aburriera a muerte con esa estúpida risita y el ridículo acento.
– ¿Y tú, Paul? -preguntó Poppy, inclinándose para arreglarle la corbata blanca-. ¿Cuál es tu hotel, cariño?
– Yo también estoy en el Savoy.
Otra risita.
– Diablos… no sabía que fuerais juntos en serio.
– Estamos en pisos diferentes -replicó Barbara secamente-. Es pura coincidencia.
Poppy se estremeció de risa.
– ¿De veras?
– Por supuesto -replicó Paul; parecía un poco irritado. Pidió al chofer que los llevara al Savoy y luego a la calle Chicksand. Se volvió hacia Barbara-, No tiene sentido llevarte tan lejos cuando ya es tan tarde. Mañana tenemos que despertarnos temprano.
– Por supuesto -asintió Barbara, tratando de ser magnánima mientras pensaba en los cinco días en el Mauretania.
Al llegar al Strand, Paul la besó suavemente en los labios y luego la tomó por la nuca y la besó con más fuerza.
– Parece que estuviera por acabársele el mundo, tesoros -exclamó Poppy.
El portero del Savoy abrió la puerta del taxi.
– Gracias Paul, Londres ha sido una locura y me ha encantado.
– Te veré en el barco -respondió Paul.
Mientras el taxi se alejaba, Barbara pudo ver la mano de Poppy despidiéndola desde la ventanilla trasera.
– Lydia, ya está aquí el taxi.
– ¿Ya? Tendrá que esperar.
– Son las ocho -avisó Walter.
– Se tarda menos de una hora hasta Waterloo. ¿Por qué lo has llamado tan temprano? El tren no sale hasta las nueve. ¿Estás tan ansioso por librarte de mí?
Pero hablaba sin demasiada malicia. Toda su furia se había descargado sobre él dos días atrás, cuando Walter le había anunciado con frialdad que no pensaba acompañarla a los Estados Unidos. Ella le había arrojado un plato de sopa de lentejas, y la mostaza y la salsa de arándanos. Lo había insultado ante Sylvia. Pero después de reflexionar un poco empezó a verlo bajo otro aspecto. Walter sería una carga en los Estados Unidos. Era demasiado insípido para Hollywood, y como su agente teatral hubiera resultado un fracaso. En lugar de él contrataría a algún emprendedor joven norteamericano.
Por supuesto que la perspectiva de viajar sola a Hollywood no era divertida, pero ya había sobrevivido a otros viajes aburridos y largos. Los actores se pasaban la vida haciendo maletas y tomando trenes hacia lugares lejanos. Era una frase que podía decirles a los periodistas cuando la entrevistaban.
Y en cuanto a Walter, ese maldito egoísta y desagradecido, muy pronto se daría cuanta de lo que era la vida sin el colchón de plumas de una mujer devota y generosa. El consultorio ya estaba vendido y tenía hasta el lunes para sacar sus cosas de la casa. Era un misterio lo que pensaba hacer para conseguir dinero y alojarse, a menos que esperara ser mantenido por su mujerzuela. ¡Qué iluso!
Walter estaba en la puerta del dormitorio, mirándola.
– ¿Puedo llevar algo abajo, querida? -inofensivo hasta el fin. La otra noche, con su mejor traje cubierto de sopa de lentejas y salsa había seguido disculpándose por haber cambiado de idea respecto al viaje.
– Puedes tomar mi maleta, si insistes -los baúles con el grueso de la ropa ya habían sido despachados el martes y para ese entonces debían de estar en el barco-. Dile al chófer que no tardaré mucho.
Lydia miró a su alrededor y sintió una súbita oleada de alegría. Se estaba yendo para siempre. ¡Qué alivio era escapar de la endurecida Inglaterra, donde ya no se apreciaba el talento, hacia las oportunidades del nuevo mundo!
Cuando bajó, Walter la estaba esperando al pie de la escalera.
– ¿Estás segura de que tienes el pasaje y el pasaporte?
– Por supuesto.
– ¿Y el dinero?
– No soy una criatura, Walter. Cuando tengas una dirección permanente no dejes de enviármela al Banco de California. Pero no te equivoques escribiéndome para pedir dinero. Has elegido ser independiente y, en lo que a mí se refiere, éste es el final. Eso no quiere decir que te dé el divorcio, ya sabes que no soy chapada a la antigua, pero no tengo intenciones de pasar por todo eso nada más que para que puedas legitimizar tus tristes andanzas con la persona que me telefoneó.
– No he hecho nada indecoroso, Lydia, te lo aseguro -parecía muy molesto por la sugerencia.
– Adiós, Walter.
– Adiós.
– ¿Ni siquiera me vas a desear bon voyage?
– No se me ocurrió, lo siento.
Caminó hasta el taxi. Así era como recordaría a Walter, siempre disculpándose. El apuesto dentista de moda, idolatrado por sus pacientes, seguro y tranquilizador, era un calzonazos. Hasta el final Lydia había esperado, casi deseado, que reaccionara ante sus agresiones, mostrándole los dientes y mordiéndola, pero ya era demasiado tarde.
A Livy Cordell le gustó el puerto de Southampton. Le gustó cuando el tren entró resoplando en el hangar junto al barco y un tipo tiró la correa de cuero para bajar la ventanilla permitiéndole recibir la primera bocanada de aire marino mezclada con el polvo de carbón del ferrocarril. Le hacía recordar los viejos tiempos, cuando se abría camino en el mundo y había cruzado esa laguna de arenques más de una docena de veces, primero en cuarta clase y después en segunda cuando ya ganaba más. Esta vez lo haría en primera clase. El y sus mujeres habían tomado el desayuno en el tren, que había saludo a las nueve, más de una hora y media después que el tren de tercera clase. Y nadie hablaba de cuarta.
Un mozo los ayudó a bajar y colocó el equipaje en un carrito. Ya habían controlado sus pasajes y el pasaporte en el tren. Por todos lados se oían voces con acento norteamericano. Para muchos era el fin de sus vacaciones en Europa. La orquesta del Mauretania estaba en la plataforma haciendo lo que podía para levantarles el ánimo con marchas militares.
Livy miró las tarjetas de embarque. Más adelante alcanzó a ver una cara familiar.
– ¿No es ése el joven Westerfield?
– ¿Paul? -preguntó Barbara sin disimular su excitación-. ¿Dónde?
– Un poco más adelante. Lleva una gorra.
– No lo veo.
– ¡Ahí va! -exclamó Marjorie-, Ya no está en la fila y viene para aquí.
– Qué bien -sonrió Livy-, ¿Creéis que nos habrá visto?
De pronto la voz de Marjorie cambió.
– No creo, querido.
Barbara se puso roja.
Paul Westerfield estaba con una chica extremadamente hermosa con un vestido de crêpe-de-chine dorado que hacía juego con sus rulos rubios y el sombrero blanco, pero que parecía un poco fuera de lugar en un barco y a media mañana. A ella no parecía importarle eso. Tenía la mano enguantada de blanco en torno al brazo de Paul y caminaba con el rostro vuelto hacia él, ajena a todo. Pero la expresión de Paul demostró que había visto a los Cordell. Hubo un breve momento de indecisión y luego se dirigió hacia ellos. Le susurró algo a Poppy, que se dio la vuelta y miró a Barbara. La mirada que al principio era algo vidriosa luego se convirtió en una radiante sonrisa.
– ¡Qué sorpresa! Hola, Barbara, ¿cómo está tu cabeza esta mañana?
– ¿Cómo estáis vosotros? -preguntó Barbara-. Mamá, Livy, os presento a Poppy. Nos conocimos anoche. Ya conocéis a Paul.
– Sí -asintió Livy-, Encantado de conocerte, Poppy -se dieron la mano. Marjorie se limitó a inclinar la cabeza y sonreír de manera equívoca.
– Poppy ha venido para despedirme -carraspeó Paul tratando de parecer indiferente-. Acabamos de enterarnos que los visitantes tienen que usar una pasarela distinta.
– Allí atrás -confirmó Livy-. Vi el cartel.
– Gracias. Bueno… -Paul se alejó un paso-. Supongo que los veré más tarde.
– Ciao! -se despidió Poppy.
Cuando se alejaron la mano de Poppy volvió a enroscarse en el brazo de Paul.
Livy se volvió hacia Barbara.
– Mira, por ese hueco entre la gente puedes ver el casco del barco. Cuando subas por la pasarela no dejes de echarle una buena mirada al tamaño que tiene. Es una vista increíble, y no volverás a tener la oportunidad hasta que lleguemos a Nueva York -sabía que era una vana tentativa para distraerla, pero alguien tenía que reanudar la conversación, por el bien de Barbara. El también se sentía desconcertado.
– Lo único que deseo es subir a bordo y tomarme una ginebra doble. ¿Y tú, Barbara?
Más adelante en la fila, Lydia Baranov cruzó la pasarela y subió a bordo del Mauretania. Un mozo llevaba su maleta. En el escritorio del comisario de a bordo controlaron su tarjeta de embarque con la lista de pasajeros.
– ¿Viaja sola, señora Baranov?
– Sí, mi marido tuvo que cancelar su pasaje.
– Qué mala suerte, señora, pero espero que de todas maneras disfrute del crucero -el comisario de a bordo se volvió hacia la fila de botones vestidos de azul que esperaban a los pasajeros-. Camarote 89 para la señora Baranov.
El primer chico de la fila se adelantó y tomó la llave.
– Por aquí, por favor, señora.
Con aire de viejo marinero, el chico atravesó el atestado hall con Lydia y el mozo detrás. Un toque aquí y una palabra allí y la gente se hizo a un lado. Mientras sorteaba obstáculos tales como palos de golf y perros atados a correas, el muchacho señalaba los inconvenientes sin darse vuelta. La llevó hasta un corredor tapizado en madera de cerezo. Por todos lados había grupos de pasajeros y visitantes charlando, llorando, abrazándose, agitados y exuberantes, mientras los mozos, los camareros, los mensajeros y los vendedores de flores se las arreglaban para pasar entre ellos. Lydia se detuvo a comprar el Daily Mail y estuvo a punto de perder al botones.
El camarote número 89 estaba al final de una de las escaleras en otro corredor. El botones abrió la puerta y Lydia sacó unas monedas de su cartera para darle la propina al mozo. El botones corrió las cortinas.
– Así que tengo dos ojos de buey -exclamó Lydia-. ¡Qué agradable! ¿De qué lado estamos?
– Del lado del puerto, señora. Esta es la cubierta D, o cubierta superior. El comedor de primera clase está por esa puerta, al final del pasillo. ¿Abro uno de los ojos de buey?
– Gracias. ¿Qué hora es?
– Más o menos las once y media, señora. El almuerzo se sirve a la una.
– No pienso almorzar. Voy a arreglar mis cosas y a leer el diario con tranquilidad. Por favor, ocúpese de que no me molesten -encontró un chelín y se lo dio al muchacho.
Una vez sola, se acercó al ojo de buey que había abierto el botones y miró hacia afuera, pero todo lo que pudo ver fue la punta de una grúa en el muelle. Ese camarote estaba altísimo. No estaba preparada para el tamaño del Mauretania. Se alejó del ojo de buey y vio que habían dejado su baúl al lado de la cómoda. Un problema menos.
Después de todo no era un mal lugar para pasar cinco días. Inspeccionó el baño, que era pequeño pero muy bien decorado en mármol blanco. En el camarote tenía una cómoda, un sillón, un tocador, un lavabo, un escritorio y una mesa redonda con un florero con rosas. La cama parecía confortable y el lado más alejado de la pared tenía un borde de madera para que el ocupante no se cayera cuando el barco se movía.
Todavía faltaba media hora para zarpar.
Estaba decidida a no sentirse sola. Era el comienzo de una gran aventura y era ridículo ponerse trágica. Abrió el baúl y empezó a sacar la ropa que había comprado para el viaje.
– ¿Sabes que esto no está permitido en Nueva York? -le dijo Paul a Poppy mientras tomaban el jerez en el salón de fumar.
– ¿Las damas en el salón de fumar? -preguntó Poppy-. Demonios, y yo que pensaba que nosotros éramos anticuados.
– No. Esto -levantó el jerez-. Prohibición. En el viaje de ida no nos dejaron tocar ni una gota hasta que pasamos el límite de las doce millas. Tendrías que haber visto la estampida hacia el bar que se produjo en ese momento.
Poppy rió.
– Siempre creía que los yanquis viajabais en barcos ingleses porque la comida era mejor.
– Ahora sabes la verdad. Imagínate pasar cinco días en el mar en un barco en que rigiera la ley seca como en el Leviathan -de pronto la atención de Paul se desvió hacia alguien que estaba en otra mesa-. ¿Qué te parece? Allí está otra vez Barbara con sus padres.
No eran buenas noticias para Poppy. Tenía que cumplir con un trabajo antes de dejar el barco y necesitaba a Paul para ella sola.
– No les hagas caso. No nos han visto.
– Podría invitarlos a tomar una copa. Fue incómodo encontrarlos en el muelle. ¿Tú quieres otra, Poppy?
– Me duele la cabeza. Aquí hay demasiado humo. Subamos a cubierta.
– Como quieras. Voy a invitar a Barbara a que venga con nosotros. Pobre… ¿a quién le gusta estar clavada a sus padres?
Poppy maldijo mientras Paul se acercaba a los Cordell. Hasta ese momento el plan había andado tan bien… Lo único que necesitaba eran unos pocos minutos más con ese tonto. Y después de eso Barbara podría comérselo con el almuerzo.
Paul se detuvo a unos metros de su mesa. La madre de Barbara estaba hablando.
– Ve, querida. No creo que tengas ganas de estar con nosotros. Los jóvenes os entendéis mejor.
Barbara se puso de pie sin demasiado entusiasmo. Paul se situó entre las dos chicas.
– Subamos a ver el café Verandah -sugirió Poppy.
– Creí que no estabas muy bien.
– Ya se me pasará. Allí arriba se puede bailar.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Barbara.
Poppy estaba enterada porque Jack se lo había dicho durante la primera conversación en su hermosa casa de Hyde Park. Jack sabía todo lo que había que saber del Mauretania. Tenía un plano que mostraba cada camarote de cada cubierta. Y una lista de pasajeros en la que figuraba Paul Westerfield.
– Oí a alguien que lo contaba -contestó Poppy.
– El Verandah estaba copiado de la Orangerie de Hampton Court. Sus enormes ventanas y techo de vidrio lo convertían en el único salón del barco que no necesitaba luz artificial durante el día. Había macetas con palmeras y canastos colgante llenos de flores de colores brillantes, sillones de bambú delante de mesitas y una pista de baile en la que se deslizaban las parejas al son de la música.
– Vamos, Paul -exclamó Poppy-. ¿No vas a invitar a alguna de nosotras a bailar?
Paul pareció molesto.
– Bailad vosotros -musitó Barbara-. No queda mucho tiempo. Yo os veré desde aquí.
Aunque lo dijo de buena manera, todavía se veía que hubiera deseado que su madre no la empujara a aceptar. No podía ni irse, ni quedarse a mirar con algo de dignidad. Se sentó en una mesa vacía al borde de la pista y miró a Paul y a Poppy con cara inexpresiva.
Poppy dejó que Paul la guiara despacio por la pista. Al dar una vuelta alcanzó ver el pelo rubio y engominado. Jack estaba allí como habían acordado, listo para actuar. Poppy se sentía enferma de veras, porque a cada paso que daban era observado por Barbara. Sería una idiota de tratar de hacerlo en ese momento. Poppy conocía todas las posibilidades de un ratero y era siempre un riesgo trabajar con testigos. En esa pequeña pista de baile y con los ojos de Barbara puestos en ellos como si fueran taladros, era inútil intentarlo. Tendría que pensar en alguna cosa.
Sobre el sonido de la música se sintió uno más agudo.
– Qué lástima -exclamó Paul-. Creo que ése es el gong que avisa a los visitantes.
Poppy apretó sus caderas contra las de Paul y las meneó un poco. Paul le respondió.
– Podría esconderme.
– ¿En mi camarote? -Paul sonrió.
– ¿Por qué no? No ocupo mucho sitio.
– Siempre encuentran a los polizones. Te encontrarían en seguida, Poppy. Pelo rubio enrulado…
Poppy le dirigió una sonrisa astuta.
– No se verían tanto como los castaño rojizo. ¿Por qué tengo que entregarte a ella?
– Barbara no es más que una amiga del colegio.
– Ella no piensa lo mismo. Además, ¿qué me puede pasar si me encuentran? ¿Me harán fregar las cubiertas?
La música se detuvo. Ahora había un muchacho en el salón, golpeando el gong y gritando.
– ¡Visitantes a tierra!
Para Poppy todo se estaba convirtiendo en una pesadilla. Al darse la vuelta para volver a la mesa le echó una mirada a Jack. Su cara parecía una máscara. Frunció los labios para tratar de transmitirle un dilema, pero de parte de Jack no hubo el menor signo de comprensión. Fue peor que un ataque de furia.
Los músicos de la orquesta habían terminado y estaban saludando.
– Voy a despedirme aquí mismo -le dijo Barbara a Poppy-, Paul querrá acompañarte y yo quiero ir a mi camarote a arreglar las cosas antes del almuerzo. Fue divertido, de todos modos. Adiós, Poppy.
Poppy estaba tan agradecida que estuvo a punto de besarla. Siguió a Barbara con la vista hasta que desapareció.
– Querido, por lo menos nos quedan diez minutos. Despidámonos en privado.
Al pasar por la mesa de Jack, Poppy trató de evitar sus ojos. Pero le hizo saber que el trabajo seguía en marcha.
En el camarote 377 de segunda clase, Alma oyó el gong. Sintió un escalofrío y trató de disimular el movimiento cambiando de posición en la silla.
– No tienes por qué ponerte nerviosa -afirmó Walter, con el tono de voz que usaba con todos sus pacientes-. Te aseguro que va a resultar. Cuando mostré mi pasaporte en el tren, nadie puso en duda mi identidad. Soy Walter Dew. Y nadie pensará que eres otra que la señora Lydia Baranov. No tienen por qué dudarlo, querida.
– Por supuesto -le dirigió una sonrisa confiada-. Mi parte es fácil.
Él le brindó una sonrisa sincera.
– La mía no es difícil. No es la primera vez que le suministro cloroformo a alguien. El único peligro de la anestesia es el riesgo a dañar al paciente. Y en este caso no importa.
– No va a sufrir, ¿no?
– Para nada. Todo habrá acabado en seguida.
Desde la noche en Richmond Terrace, cuando habían decidido la manera de hacer desaparecer a Lydia sin dejar rastro, Alma había notado un cambio en Walter. Ya no era tan apocado. Se comportaba con mayor seguridad y decisión y sonreía más. La perspectiva de librarse de Lydia lo había convertido en otro hombre.
Alma tomó su bolso.
– Te he preparado unos bocadillos; como no vas a almorzar…
– Qué buena idea -tomó el paquete y lo desenvolvió-. Lechuga y tomate. No podrías haber elegido mejor.
Alma sacó otro paquete.
– También hay pastel de chocolate.
– Mi preferido. ¿Lo hiciste tú?
– Necesitaba ocupar mi mente en algo. Qué tontería. No sé por qué me pongo tan nerviosa cuando tú estás tan tranquilo.
– Es cuestión de entrenamiento. Sé exactamente lo que tengo que hacer. Estos bocadillos son excelentes. ¿Quieres uno?
Alma sacudió la cabeza.
– Ya me será bastante difícil lograr tener hambre a la hora del almuerzo.
Walter se encogió de hombros.
– Si no puedes comer mucho, pide algo ligero. No te dejes intimidar por los mozos. Recuerda que están aquí para servirte y no para espiarte. Pero será mejor que no pierdas peso porque, de lo contrario, la ropa nueva de Lydia no te va a quedar bien.
Alma logró sonreír con gratitud ante la tentativa de él de hacerla pensar en algo que no fueran los sucesos siguientes.
– Traje algunas de mis cosas en la maleta que cargaste por mí y tengo hilo y aguja por si hay que hacer arreglos, pero creo que tenemos el mismo talle.
– No creo que tengáis el mismo gusto. A Lydia siempre le gustaron las cosas llamativas. A propósito querida… el vestido que llevas puesto es ideal… estoy seguro de que llamará la atención.
Alma le dio las gracias. Había elegido el vestido más colorido que tenía, de mangas cortas y en georgette rojo y blanco. Usaba un sombrero blanco de paja con una cinta roja a juego.
– El collar fue el regalo de despedida de la señora Maxwell.
– Es muy atractivo. ¿Qué razón le diste para dejar el empleo?
– Le dije que me iba a París a estudiar pintura. Le pareció muy imprudente de mi parte. Lo mismo opinó la gente a la que le alquilé la casa. No van a sorprenderse mucho si no vuelvo. El gerente del Banco hasta me previno contra los traficantes de blancas.
– Debes de haberlos convencido, Alma -Walter sonrió.
Antes de que pudiera responder, el camarote vibró con un ruido ensordecedor que puso a prueba cada remache del barco.
– La sirena -exclamó Walter-. ¿No es un sonido maravilloso?
– ¿Ya nos vamos?
– Dentro de muy poco.
Alma se puso de pie y le tendió los brazos. Él la abrazó.
– No te vayas -murmuró Alma.
– Está bien. Todavía puedo esperar un rato. Tengo la intención de ir a su camarote cuando los demás estén almorzando. Tenía miedo de marearse, así que le aconsejé que no comiera nada.
Al segundo oficial le correspondía hacer sacar la última pasarela. Ya habían bajado los visitantes y cientos de ellos se alineaban en el muelle, esperando la partida. Gritaban y saludaban a los pasajeros que se apretujaban contra las barandas de cada cubierta. El último personal de tierra había abandonado el barco, el clarín sonó y los oficiales se dirigieron a sus puestos. El comandante apareció en el puerto.
El capitán Arthur H. Rostron era un hombre delgado, de pelo blanco. Hubiera pasado por un comerciante a no ser porque los años pasados en el mar habían endurecido su piel y dado a sus ojos esa mirada penetrante, obtenida seguramente tras muchos años de otear el horizonte en cualquier tiempo que los elementos dispusieran. En 1915 se había hecho cargo del Mauretania, y para ese entonces su nombre ya era una leyenda en la línea Cunard. En una noche helada de 1912, cuando comandaba el Carpathia, había recibido un mensaje de un barco en peligro. Otros barcos estaban más cerca, pero Arthur Rostron cambió el curso y corrió con el Carpathia hasta la escena del desastre. Logró velocidades que nadie creía posibles en esas aguas peligrosas, llenas de icebergs. Rescató a setecientos supervivientes del Titanic.
El capitán miró hacia donde el segundo oficial esperaba la señal del puente para levantar la pasarela. Levantó la mano ceremoniosamente. Era exactamente mediodía. La última pasarela bajó y los cabos se recogieron. Los remolcadores tensaron sus cables al límite y empezaron a alejar al Mauretania del muelle. El encargado del puerto, con sombrero hongo, supervisaba el equipo de tierra, que siguió al barco a lo largo del muelle hasta que se soltó el último cabo.
Los remolcadores arrastraron el barco fuera del puerto hasta donde podía girar por sí solo. El piloto manejaba la rueda del timón. En menos de cinco minutos estaban apuntando hacia el mar. Los remolcadores se soltaron.
– Haga sonar el clarín -ordenó el capitán Rostron.
El Mauretania estaba en camino, primero a Cherburgo para recoger más pasajeros y de allí a Nueva York.
En seguida se inició la búsqueda de los polizones. Buscaron en todos los sitios tradicionales, los botes salvavidas, los depósitos, las salas de máquinas, la lavandería y la cocina. Era más que nada una búsqueda para satisfacer los reglamentos de la compañía. Todo el mundo sabía que un polizón con algo de sentido común a esta altura debía de estar mezclado con los pasajeros. Así que Alma, tratando de mantener la calma en el camarote de Walter, y Poppy en los brazos de Paul, pasaron inadvertidas.
Lydia todavía estaba arreglando sus cosas cuando sintió que el barco se movía. Se acercó al ojo de buey. Ya no se veía la grúa, sino gaviotas bancas contra el cielo azul. Agitaban las alas, pero no parecían avanzar hasta que una voló hacia arriba como si hubiera roto un hilo invisible que la sujetara. Al hacerlo chilló triunfante y Lydia sintió un escalofrío de excitación.
Volvió a dedicarse a vaciar el baúl. Algunos de los vestidos necesitaban plancha, así que más tarde tendría que llamar a la camarera. En ese momento se contentaba con pasar una o dos horas tranquila en su camarote; no sentía la menor necesidad de pararse en la cubierta a mirar cómo Inglaterra desaparecía de la vista. Inglaterra no la había apreciado, pero en cinco días esperaba estar delante de la baranda junto con los otros para echarle el primer vistazo a los Estados Unidos.
El barco pareció detenerse un instante. Podía oírse el estruendo de la sirena o como se llamara. Las máquinas volvieron a vibrar con fuerza. Lydia las sentía a través de la suela de sus zapatos. No le molestaban pero decidió sentarse en la cama hasta que su cuerpo se acostumbrara a la novedad. Tenía miedo de marearse. Walter había tenido razón; era una buena precaución quedarse sin almorzar. Pobre Walter, tan comprensivo, tan timorato. Tomó el diario intentando eliminar de su mente a su marido.
No tendría que haberse preocupado por la posibilidad de marearse. No estaba mareada. Debe transcurrir por lo menos una hora antes de que el vaivén del barco perturbe el equilibrio del oído interno hasta tal punto. Y a Lydia le quedaba menos tiempo.
El frío relato de los hechos puede haber sugerido que Poppy quería hacer pasar por tonto a Paul Westerfield, pero no era así. Tenía que cumplir con un trabajo y lo hacía de la mejor manera posible, pero no le habían pagado para otorgar favores sexuales. Estaba preparada para permitir la suficiente familiaridad como para allanar el camino, y eso era todo. Así que cuando Paul la llevara de vuelta a Chicksand la noche anterior, ella lo había invitado a una taza de té y un beso en el sofá de la sala. El resto de la noche lo había pasado arriba, con su hermana Rose. A las seis Rose había bajado como de costumbre para mirar a los lecheros que se salían con sus caballos y se encontró con un desconocido durmiendo en la sala. Se lo había comentado a Poppy, que le había contado que ese hombre era un millonario que dormía allí en lugar de hacerlo en el Savoy. Poppy había vuelto a dormirse. Un poco después de las siete se puso el vestido de crêpe-de-chine, se ató un delantal en torno a la cintura y cocinó salchichas y tocino para dos. A las ocho llegaron al Savoy a buscar las maletas de Paul y a las nueve estaban sentados en el tren.
Si Paul imaginaba que en su camarote sucederían otras cosas, no tuvo éxito. Poppy se proponía sacarle una sola cosa: la billetera del bolsillo del traje. Tenía instrucciones de sacársela y pasársela a Jack. Ya había perdido una oportunidad y no podía pasar otra.
Permitió los suficientes abrazos y besos como para alejar las sospechas. Paul no era un Casanova, pero el asunto no era desagradable. Habían pasado más de veinte minutos cuando la mano de Paul desprendió el primer broche del vestido de Poppy.
– ¡Dios mío, creo que se está moviendo! -exclamó Poppy con voz torturada.
– ¿Qué? -la mano de Paul soltó el broche.
– El maldito barco… lo siento. Oh, no, estoy atrapada. Nunca pensé en ir de polizón.
– No te preocupes.
Poppy se sentó en la cama.
– ¡Que no me preocupe, dices!
– Me refiero a que puedo pagar.
– ¿Pagar qué? -preguntó Poppy-. No quiero ir a los Estados Unidos. Tú vives allí, yo no.
– Puedes bajar en Cherburgo. Nos detendremos allí para recoger más pasajeros.
– ¿Cherburgo? ¿Y dónde queda eso, por Dios? -por supuesto que Jack le había dicho que en caso de emergencia podía bajar allí, pero estaba divirtiéndose.
– En Francia. Puedes quedarte a dormir allí y estar al día siguiente en tu casa. Te daré doscientos dólares.
– Voy a necesitar dinero francés.
– Vas a una casa de cambio.
– ¿Qué es eso? No sé hablar francés.
– Entonces, será mejor que hable con el comisario de a bordo y consiga unos francos.
– Paul, tengo miedo.
– No tienes por qué asustarte. Yo lo arreglaré todo.
– ¿Puedo ir al baño?
– Por supuesto.
Ese baño era un sueño, todo blanco inmaculado y acero brillante. Mucho mejor que la tina en la sala. Poppy cerró la puerta y abrió los grifos de la bañera. Se quitó la ropa y se probó la bata que colgaba de la puerta. Hizo muecas frente al espejo, probó el agua con los dedos de los pies. Dejó caer la bata y se metió en la bañera. Descubrió que el agua le llegaba a la barbilla y que podía estirar las piernas como en una cama.
Después de un rato se escuchó la voz interrogativa de Paul:
– ¿Estás bien, Poppy?
– Estoy bien, querido, ¿y tú?
– Me preocupé porque tardabas tanto. No me imaginé que pensabas darte un baño.
– Te lo pregunté, ¿no? Me baño cada vez que consigo una bañera.
Lo disfrutó unos minutos más.
Cuando abrió la puerta del baño estaba otra vez vestida.
– Te dejé el agua, querido. Todavía está caliente.
– ¿Para mí?
– Querrás dejar de oler a tren, ¿no? Esos vagones serán confortables, pero siempre dejan olor. No te ofendas, tesoro.
– No lo sabía.
Estaba confundido. Y ése era el momento para ponerse a trabajar. Se paró delante de él y le pasó la mano derecha por la cintura, por debajo del blazer. Le rascó la espalda con la punta de la uña.
– Te sorprendería saber lo que puedes pescar en uno de esos vagones de primera -al mismo tiempo dejó que su mano izquierda sacara con suavidad la billetera del bolsillo, dejándola caer en la cama. Lo empujó hacia el baño. Él no se había dado cuenta de nada-. No tardes -se hizo a un lado y cerró la puerta.
Puso la billetera fuera de la vista, bajo la colcha, y esperó. Lo oyó vaciar la bañera, volverla a llenar y luego meterse dentro. Entonces tomó la billetera, fue hasta la puerta del camarote y miró hacia afuera. Jack estaba al fondo del corredor fumando un cigarrillo. Esperó a que pasara un camarero, se acercó con aire distraído y tomó la billetera al pasar. No dijo ni una palabra. Poppy cerró la puerta despacio, pero un momento más tarde saltó como un gato escaldado al escuchar el sonido del clarín que anunciaba el almuerzo.
– Sí, señora. ¿A nombre de quién? -preguntó el jefe de camareros.
– Baranov. Señora Lydia Baranov.
El hombre dejó correr su dedo por la lista de pasajeros de primera clase.
– Ah, sí. ¿Mesa para uno, señora Baranov?
– Por favor -contestó Alma.
El jefe de camareros chasqueó los dedos y uno de su equipo se adelantó.
– La cuarenta y uno para la señora Baranov. Que disfrute de su almuerzo, madame.
Alma inclinó la cabeza con aire modesto y siguió al hombre por los escalones y a lo largo de la ancha alfombra hacia el extremo lejano del enorme salón comedor, del que se decía que era uno de los más asombrosos y resplandecientes restaurantes, tanto flotante como en tierra. Estaba cubierto de paneles de rica madera con tallas exquisitas estilo Francisco I. El techo decorado era de una altura inimaginable.
Alma conservaba el consejo de Walter en su mente: «No te dejes intimidar. Lydia no lo haría. No importa los errores que puedas cometer siempre y cuando entres con la cabeza alta y te hagas tratar como una dama». Walter era un pilar de fortaleza. No había demostrado nerviosismo y esperaba que a ella le fuera bien. No podía fallarle.
Un mozo le alcanzó el menú. Estaba escrito en varios idiomas y cada plato era más de lo que Alma podía pedir. Mantuvo la calma.
– Todo lo que deseo es una simple ensalada, sin carne. ¿Puede conseguírmela?
– Por supuesto, señora.
En seguida se le acercó el sommelier pero ella le hizo señas de retirarse. Esa tarde necesitaba tener la cabeza clara.
Pusieron la ensalada delante de ella y comenzó a comer. Se sirvió agua. Le temblaba la mano y derramó un poco. Miró cómo el mantel blanco se oscurecía con el líquido. Tuvo una vivida imagen de un trapo de cloroformo. «Por favor, Dios mío, que termine rápido», pensó. Cubrió la mancha oscura con la jarra de agua y se esforzó por comer algo de lechuga. Trató de imaginar Nueva York.
De pronto la invadió una inmensa sensación de alivio y la espantosa tensión se levantó como una cortina. Miró el reloj que estaba arriba de la mesa de camareros. La una y cuarto. Estaba segura de que Lydia ya habría muerto.
Inglaterra se reducía a una mancha grisácea entre mar y cielo al este del Mauretania. Sólo un débil trazo de vapor marcaba la estela hacia tierra de la lancha del práctico. En la cabina de mando, el capitán Rostron tenía los prismáticos apuntando hacia adelante listos para captar la primera imagen de Francia. La visibilidad era buena y el Canal estaba en calma para ser fines de verano. El oficial principal y los dos oficiales de guardia estaban junto al capitán. En realidad no había nada que lo retuviera en el puente. Podía bajar con toda libertad a almorzar con los pasajeros de primera clase; pero no lo haría.
– ¿Sabían que los barcos de pasajeros tienen tres costados? -no se dirigió a nadie en particular.
Nadie contestó.
– ¿Alguien puede nombrarlos? ¿A ver usted, oficial?
– No, señor, no tengo ni idea.
– ¿De veras? Me pareció habérselo dicho la última vez que hicimos la travesía. Los tres costados de un barco de pasajeros, señores, son babor, estribor y social. En este barco asumo la responsabilidad total de los dos primeros y espero que ustedes y los otros oficiales me alivien el tercero.
– Sí, señor. -Ambos rieron.
– Si podemos confiar en la lista de pasajeros, nos espera un viaje tranquilo. No tenemos prime donne, ni boxeadores, ni políticos. Nada más que el habitual surtido de millonarios. Tengan paciencia con sus preguntas, caballeros. Si les preguntan -porque lo harán- por serpientes marinas, sirenas y el Mary Celeste, den respuestas cortas, amables y verosímiles. Cuando saquen a relucir el tema de los icebergs, no les cuenten sus aventuras, denles seguridad. Díganles que el peor riesgo que pueden correr en el Mauretania es el de caer en manos de los tahúres. Que no saben cómo se puede entrar de contrabando el licor comprado en Inglaterra. Y díganles lo que quieran de mí, salvo que contesto preguntas -hizo una pausa-. ¿Alguna pregunta?
El único sonido fue el de las turbinas.
En las horas que siguieron al almuerzo. Alma se atuvo estrictamente al plan. Tomó café en el salón principal bajo la enorme cúpula de vidrio y conversó con una pareja de Boston que había ido a Europa a comprar muebles antiguos. Habían atosigado las bodegas del barco con treinta cajas llenas. Ella se anunció como Lydia Baranov con sumo cuidado de articular las palabras con claridad. Comentó que era actriz, a lo que la mujer replicó que no habían tenido mucho tiempo para ver teatro, pero que le parecería maravilloso tener una actriz para mejorar los espectáculos del barco. Alma le contestó que su contrato le impedía participar en ese tipo de cosas.
Luego fue a cubierta y se paseó con una mujer cuyo marido estaba en el salón de fumar. Participó en el ejercicio de salvamento a las tres. Buscó al encargado de cubierta y reservó una hamaca a babor. Para las tres y media calculó que había hablado a unas ocho personas y dado su nuevo nombre a otras cinco y por lo menos diez personas más tenían que haberlo escuchado.
Ahora tenía que enfrentar la siguiente etapa del plan. Durante el almuerzo había debido contenerse para no precipitarse del restaurante al camarote de Lydia en busca de la sensatez de Walter, sin importarle lo que estuviera pasando allí. Pensó que aquella tarde tan lejana ya había cambiado las cosas. Le había costado un gran esfuerzo lograr la concentración necesaria para seguir las sugerencias de Walter y establecer su personalidad como Lydia. Aunque sus pensamientos volvían sobre Walter y el camarote después de cada encuentro con un camarero o pasajero, cada vez eran menos angustiantes. El esfuerzo de estar con otra gente desconocida y ajena a lo que estaba pasando, la aislaba de Walter. Pero una especie de ansiedad había reptado entre ellos; la horrorizaba llamar a esa puerta.
Camarote 89 en la cubierta D.
Walter se lo había dicho varias veces y sabía muy bien cómo encontrarlo. Pero sus nervios estaban todavía tan acelerados que tuvo que consultar la lista de pasajeros que estaba afuera de la oficina del comisario de a bordo. Señora Lydia Baranov… 89.
Encontró la escalera y el cartelito con Camarotes del 70 al 90. Le latían las sienes y tenía las manos heladas. Se movió despacio por el corredor, contando las puertas. 89. «No molestar.»
Se detuvo y miró hacia atrás. Estaba sola. Tenía la boca seca y el pulso le latía más fuerte que las máquinas del barco.
Cerró los ojos y golpeó con los nudillos. Demasiado suave. Volvió a probar y sintió que alguien se movía adentro.
La puerta se abrió y Walter miró hacia afuera. Era otro hombre. Ya no tenía color en la cara y hondas líneas de tensión cruzaban su frente. Los ojos parecían hundidos en sus cuencas.
Sin pronunciar palabras, abrió la puerta un poco más e hizo entrar a Alma.
Los ojos de ella recorrieron velozmente la habitación. No se veía nada espantoso ni en desorden. Algunas cosas de Lydia, un peine y un cepillo, botellas de perfume y una bolsita de maquillaje en el tocador. Chinelas rosa al lado de la cama, un diario en el suelo. El papel de seda en que había venido envuelta su ropa nueva, doblado con cuidado en el escritorio. Y el baúl contra la pared, al lado de la cómoda. Estaba cerrado.
El clic de la puerta se oyó claramente cuando Walter la cerró.
Alma se volvió hacia él.
– ¿Ya está hecho? ¿Ya…?
Walter apenas inclinó la cabeza.
Al imaginarse la escena, había planeado llegar a ese punto, echar sus brazos en torno al cuello de Walter y apretar su cara contra la de él. Sería el momento clave de su romance, el estallido de la liberación. A partir de allí Walter sería libre. Era como el capítulo final de todas las novelas que tanto la habían conmovido.
Pero algo en ella o en Walter la contuvo. No podía tocarlo. Se repitió mentalmente que todo lo que él había hecho era por ella, valiente, tranquilo y resuelto, confirmando así su amor a través de las pruebas que siempre debe afrontar el hombre en su conquista de la mujer. Pero eso lo había marcado. Era un asesino. Esas manos habían estado en contacto con la muerte. ¿Era posible amar a un hombre y al mismo tiempo sentir repulsión hacia él?
Él pareció percibir sus sentimientos. No se acercó a ella.
– ¿Qué hiciste? -preguntó-. ¿Almorzaste? ¿Te presentaste a la gente como Lydia?
– ¡Por supuesto! -ella se embarcó en un copioso relato de su tarde. Hablar la aliviaba. Se descubrió impartiéndole confianza al comentar sus ataques de nervios. Se sentía obligado a devolverle a aquel hombre deshecho algo de su antigua personalidad. Cualquier cosa con tal de suprimir el shock que la había alejado de él.
Walter parecía escuchar con avidez.
– Te lo agradezco, querida. Has hecho maravillas. ¿Qué hora es?
– Casi las cuatro. Dentro de una hora estaremos en Cherburgo. ¡Y luego a través del Atlántico hacia Estados Unidos!
– No creo que debamos quedarnos aquí juntos.
El pánico volvió a apoderarse de Alma.
– Me parece que no podré quedarme aquí sola, Walter, no soy tan valiente como tú -miró el baúl-, ¡Es imposible!
– No será necesario. Me quedaré yo. Hay bastantes cosas que hacer. Quiero encontrar papeles personales.
– Supongo que uno de los dos tiene que quedarse.
– No podemos correr riesgos.
– Cuando entré estabas muy mal. ¿Fue peor de lo que pensabas?
Walter sacudió la cabeza.
– No en el sentido que lo dices. No fue la parte física. Puedes hacerlo una docena de veces en la imaginación, puedes planearlo hasta el último detalle, pero la realidad es diferente. Dame tiempo y se me pasará -extendió la mano hacia Alma.
¡Si hubiera podido tomarla! Se llevó la mano al cuello y jugó con el collar.
– Sí -asintió en voz baja -tenemos que aceptar lo que hemos hecho. Creo que yo también necesitaré tiempo.
– Tiempo es lo que nos sobra, querida. ¿Por qué no subes a cubierta y contemplas con calma nuestra llegada a Cherburgo? Cuanto más te vean, mejor será. A las seis estaremos de nuevo en marcha y querrás vestirte para la cena. Lydia compró unos vestidos preciosos. Tendrás que probártelos a ver si te quedan bien.
Los ojos de Alma se posaron en el baúl.
Walter sacudió lentamente la cabeza.
Lo sacó todo.
– Ah. ¿Estás seguro de que los vestidos son nuevos?
– No llegó a usarlos nunca.
Vista desde el mar, Normandía era una deslumbrante franja de verde con casitas blancas y grises sobre las playas de roca azul. Cherburgo era un puerto pesquero. No estaba construido para transatlánticos, así que anclaron dentro en la Grande Rade, un muelle externo. Dos lanchas llevaron a los pasajeros y el equipaje. El sol de la tarde brillaba en el agua y los recién llegados saludaron a los pasajeros ya establecidos.
Paul Westerfield encontró a los Cordell en la cubierta de los botes contemplando toda esa actividad. Barbara lo vio primero.
– ¡Paul! Me alegro de volver a verte. ¿No quieres venir con nosotros?
Le sonrió con tanta candidez que Paul se sintió avergonzado.
– Me gustaría, pero tengo un problema.
– ¿De qué se trata?
Marjorie se inclinó hacia su hija.
– De quién se trata, es la pregunta adecuada, querida.
Barbara siguió la mirada de su madre hasta donde se encontraba Poppy.
– ¡Pensé que Poppy se había bajado del barco en Southampton!
Paul trató de ocultar su incomodidad.
– Así debía ser, pero se nos pasó la hora. Va a bajar aquí, pero tengo ese problema que te mencioné. Me ha desaparecido la billetera.
– ¿Qué quieres decir con «desaparecida»? -preguntó Marjorie-. ¿Te la han robado?
– No, no puedo decir eso. La perdí en alguna parte. La he buscado por todos los lados; Barbara, tú estuviste con nosotros en el café Verandah. Yo creo que no me saqué la chaqueta, pero Poppy piensa que pude habérmela quitado después de bailar. La billetera habrá caído en ese momento.
Barbara negó con la cabeza.
– No recuerdo que te la hayas sacado, pero yo me fui antes que vosotros. ¿Ya has preguntado a los camareros del café?
– Sí, al camarero de la cabina y al encargado de cubierta. Sin resultado.
– ¡Qué barbaridad! -exclamó Marjorie con aire compasivo-. Supongo que tendrías un montón de dinero.
– Eso no me importa, pero Poppy tiene que regresar a Inglaterra. Se quedó a bordo por culpa mía.
– ¿Necesitas dinero? -preguntó Marjorie-, Livy, dale al señor Westerfield lo que necesite.
Livy no pensaba discutir con su mujer. Dijo: «Por supuesto», y empezó a sacar billetes de diez dólares.
– Dale diez billetes de diez y doscientos más -ordenó Marjorie-. Eso debería bastar.
– Se lo agradezco mucho -musitó Paul-. De no haber sido por ustedes no sé a quién hubiera recurrido.
– Al comisario de a bordo, hijo -replicó Livy-. Es el tipo al que hay que ver cuando se necesita dinero.
Marjorie le lanzó a Livy una mirada furiosa.
– Pero es mucho más agradable recurrir a los amigos cuando uno tiene un problema, ¿no es así, Paul?
– Sin duda. Gracias, señor Cordell. Le aseguro que se los devolveré en cuanto pueda.
– Olvídalo -sonrió Marjorie-. Ahora es mejor que vayas a asegurarte de que esa dulce chiquita inglesa sepa cómo volver a casa. -Cuando Paul se alejó, se dirigió a Barbara-: Porque no queremos volver a verla.
Livy todavía tenía la billetera abierta en la mano.
– Marje, ¿vas a decirme de qué se trata?
– ¡Por Dios, Livy! Ese muchacho es la mejor oportunidad de Barbara en el barco.
– ¡Mamá! -exclamó Barbara.
– Me refiero a que es un muchacho encantador, querida. Lo sé. Está bien, tenemos que admitir que Poppy trató de pescarlo. Tiene un atractivo superficial y es coqueta y te puedo decir por experiencia propia, Barbara que ningún hombre puede resistirse a una proposición de una chica como ésa. Pero en seguida se dan cuenta de que han hecho el papel de idiotas, ¿no es así, Livy? No tienen nada. No es más que una basura que se tira por la borda. Olvídala. Paul la olvidará, te lo prometo.
– Mientras no se olvide de mis trescientos dólares… -dijo Livy.
– No pienso perseguirlo -se negó Barbara.
– Por supuesto que no -asintió Marjorie-. Volverá. Especialmente ahora que nos debe un favor.
– Ahora entiendo -musitó Livy.
– Magnífico. Qué ágil es tu cerebro, querido.
Por un rato la familia permaneció en silencio, mirando el embarque de los pasajeros. Más allá estaban subiendo los equipajes. En la cubierta ya hacía fresco y no había mucha gente mirando.
– Bueno, creo que todo terminó -reflexionó Livy.
– No nos moveremos de aquí hasta ver quién baja del barco -gruñó Marjorie-, Esa chica no nos va a hacer pasar por idiotas otra vez.
Livy se encogió de hombros y se dedicó a mirar las gaviotas.
Un momento más tarde cinco personas cruzaron la pasarela hasta el bote. Cuatro vestían el uniforme azul de la Cunard, y la quinta vestía una crêpe-de-chine dorado. Poppy se dio la vuelta y el Mauretania contestó con su sirena el agudo silbato del bote, que se alejó resoplando hacia el embarcadero. Poppy seguía saludando con energía.
– Me alegro de no estar en sus zapatos -dijo Barbara.
– No le tengas lástima -replicó Marjorie-, Es la única mujer en ese remolcador y me parece que viene muy bien. Y no me sorprendería que llevara encima la billetera de Paul.
Hacía una hora que el barco navegaba cuando Paul Westerfield pudo ver al comisario de a bordo, que ya había terminado con los pasajeros de Cherburgo. Estaban sacando la estera del salón de embarque, por lo que todavía no habían acomodado los bultos de equipaje recién llegados al barco. Paul se unió a la fila de pasajeros que esperaba para plantear sus problemas. Cuando le llegó el turno y comenzó a explicar el problema de su billetera, tuvo la sensación de que el comisario de a bordo lo reconocía.
– ¿Usted es el señor Westerfield, no es así?
– Sí, pero… ¿Cómo?
– Mi trabajo es conocer a los pasajeros, señor. Usted viaja con una señorita inglesa.
– No. Bajó el barco en Cherburgo. Me estaba despidiendo.
– Entiendo. Y ha perdido la billetera. ¿Puedo preguntarle cuánto dinero contenía?
– Un poco más de mil dólares y mi talonario de cheques. También algunas fotos, las credenciales de algunos clubes a los que pertenezco y mis tarjetas de visita. Es de cuero negro y en el frente tiene mis iniciales. P. W.
– ¿Puede esperar un momentito, señor? -el comisario tomó una llave de su bolsillo y se dirigió a una pequeña caja fuerte empotrada en la pared. No podía tener más de treinta y cinco años, pero ya dominaba la solemnidad característica de los viejos mayordomos ingleses, de usar una cantidad limitada de frases inocuas con una infinita variedad de significados. No había que apurar a esa gente. El oficial sacó la billetera de Paul de la caja fuerte-. Me la trajeron hace una hora, señor. Hice que uno de mis ayudantes la guardara, para más seguridad.
– Estoy profundamente agradecido.
– ¿Por qué no revisa su contenido, señor?
– Por supuesto -la abrió y contó el dinero-. ¿Qué le parece? Está todo. Hasta el último billete. Y también el talonario. ¿Quién se la entregó? Quisiera agradecérselo.
– Un tal señor Gordon. Un caballero inglés. Su camarote está en la cubierta A, encima de nosotros. Número 26.
– Iré enseguida. Me gustaría invitarlo a tomar una copa. Es agradable saber que todavía existe gente honesta.
– Sí, señor.
Paul volvió a abrir la billetera.
– Gracias, comisario.
– Gracias a usted, señor.
En el camarote 26, Jack Hamilton, alias Jack Gordon, jugaba con un mazo de cartas. Lo cortó en dos y después de poner las dos partes hacia abajo sobre la mesa, volvió a juntarlas, mezclándolas de la manera habitual. Los mantuvo formando un ligero ángulo y luego deslizó la izquierda en la derecha y completó el movimiento colocando la pila izquierda encima de la derecha. El orden de las cartas quedó intacto. Fue una jugada muy limpia.
Jack, que era el hombre que había reclutado a Poppy, era un «marinero». Se llamaba así a los jugadores profesionales que trabajaban en los transatlánticos. El cruce del Atlántico era ideal para una partida de cartas o, mejor aún, para varias. Una buena cantidad de «marineros» se ganaban la vida así. Jack había aprendido observándolos jugar en los barcos, antes de la guerra. Había visto cómo trabajaban los «marineros». En aquellos días se sentaban en el salón de fumar esperando que cayera algún inocente para desplumarlo.
Con el tiempo se habían vuelto más profesionales. No se dejaba nada librado al azar. Antes de embarcarse consultaban la lista de pasajeros y seleccionaban su presa. Controlaban el estado de sus finanzas y decidían cuánto podían apostarle. Usaban cómplices como Poppy de señuelo.
Y había más. Estudiaban la lista de los tripulantes, controlaban los nombres de los comisarios de a bordo y de los oficiales. Trabajaban en todas las líneas que cruzaban el Atlántico. White Star, Cunard, Hamburg-Amerika, North German Lloyd, Transar, Holland-America, Canadian Pacific y la media docena de líneas norteamericanas de Pierpont Morgan. Si volvían a usar el mismo barco, era siempre después de unos dieciocho meses o más. Aun así, trataban de no dar el golpe a bordo. Pasaban el viaje trabajando a la víctima y la limpiaban en Manhattan. En Inglaterra a veces jugaban la última partida en un compartimiento de tren.
Jack viajaba con poco equipaje. Necesitaba dos trajes de día, uno de noche, algunas corbatas y varias camisas y ropa interior. Llevaba cigarrillos, dinero en el bolsillo y el mazo de cartas, que usaba nada más que para practicar. Todas las partidas a bordo se jugaban con los mazos de cartas que traían los camareros del salón de fumar.
Oyó el golpe que esperaba. Guardó las cartas en un cajón y se dirigió a la puerta.
Era la presa.
– Señor Gordon, no nos conocemos, mi nombre es Westerfield, Paul Westerfield II. Le pido disculpas por molestarlo pero quería expresarle mi gratitud por haber entregado mi billetera.
– Ah, entonces era suya. Espero que no falte nada.
– Ni un centavo. Señor Gordon, ¿me dará la oportunidad de expresarle mi agradecimiento invitándolo a tomar un par de copas?
– Olvídelo, señor Westerfield. No es necesario, Aprecio su invitación, pero prefiero no aceptar.
– Por favor, insisto.
– No soy bebedor. Para serle franco los taburetes de los bares me provocan dolor de espalda.
– Entonces lo invito a tomar un café y una copa de coñac después de la cena. Lo podemos tomar en el salón de fumar.
– Me ha tentado.
– Perfecto. Lo espero. ¿Le dije que me llamo Paul?
– Yo soy Jack. Tendré mucho gusto en verlo más tarde, Paul.
Cuando cerró la puerta, Jack volvió a coger las cartas.
En el armario había siete vestidos de noche flamantes. Alma aceptó la palabra de Walter de que eran nuevos. Tenían el olor a fresco de las telas que no han sido usadas jamás. Eran de seda, satén y georgette y muy bien confeccionados. En una tienda se hubiera vuelto loca por ellos, pero en el camarote de Lydia tuvo que tomar fuerzas para animarse a tocarlos. Al final eligió uno de georgette negro con nenúfares bordados.
– Éste me parece ideal -se lo mostró a Walter- ¿puedo ir al baño a probármelo?
– Por supuesto, ahora éste es tu camarote.
– Sí -trató de parecer convencida, pero no lo estaba. Mientras el cuerpo de Lydia estuviera en el baúl, el camarote le parecería una tumba. Todo lo que hicieran allí la profanaría. Ni siquiera estaba segura de cómo se sentiría después de que Walter hubiera arrojado el cuerpo por el ojo de buey. Tenía que hacerlo después de que oscureciera. Y Alma tendría que dormir allí sola. En todos los planes había tratado de alejar eso de su mente.
Una vez dentro del baño corrió el cerrojo. Todavía se sentía tímida frente a Walter. No era muy racional. Iban a vivir como marido y mujer aunque no hubiera casamiento de por medio. Si su vida en común comenzaba en algún punto, ése había sido el momento en que Walter aplicara el cloroformo a Lydia. Pero Alma no podía aún cambiarse de ropa enfrente de él.
El vestido era suelto y le caía muy bien. No tenía mangas y era escotado atrás. Ella no hubiera elegido ese estilo, pero mirándose en el espejo no podía negar que tenía elegancia y un cierto atractivo. Su piel pálida resaltaba contra el georgette negro. Al descubrir en el baño la bolsita de maquillaje de Lydia se puso un poco de colorete y un perfume que olía a violetas. Se estaba sintiendo mejor. Decidió pasarse un poco de lápiz de labios.
– ¿Qué te parece?
Walter estaba sentado en un sillón leyendo el diario.
– ¿Por qué te has pintado los labios de ese color?
– Se supone que soy Lydia, una actriz -y añadió con un toque teatral- tesoro.
– Entiendo -parecía incapaz de sonreír.
– Me gustaría que pudieras cenar conmigo.
– Tengo algo que hacer.
– ¿Vas a necesitar ayuda? -preguntó Alma, temiendo que él contestara que sí.
– La única ayuda que puedes darme es mantenerte lo más alejada posible. Mira cómo bailan las parejas, visita la biblioteca y elige un libro, pide un café en el salón. No podré hacer lo que debo hasta que todo esté tranquilo.
– Esperaré hasta después de medianoche.
– Eso será suficiente. La primera noche la gente se acuesta temprano. Aquí tienes la llave. Cuando regreses, ya no estará aquí. Y por supuesto ella tampoco estará… -señaló en baúl con la mirada.
– Querido, ¿podrías hacer algo para tranquilizar mi mente? ¿Dejarás el baúl abierto para que sepa que está vacío?
– Te lo prometo.
– ¿Te veré mañana?
Walter sacudió la cabeza.
– Creo que será más seguro no vernos hasta que lleguemos a Nueva York. A los camareros no les gusta que los pasajeros de segunda se pasen de los límites. Se dan cuenta en seguida. Hoy has sido muy valiente, y lo peor ya ha pasado.
– Eso espero. Ahora siento mucha más simpatía por el doctor Crippen y Ethel Le Neve.
– Sí, de veras. Pero no hemos cometido sus errores. Creo que deberíamos olvidarnos de Crippen. Soy Walter Dew. Y me siento mucho más cómodo en sus zapatos.
En ese momento oyeron el aviso de la cena. Walter se puso de pie y sacó una estola negra de un cajón. La colocó con suavidad en torno a los hombros de Alma, sin tocar su piel. Parecía saber que ella todavía no podía soportar que la tocara.
Alma le dio las gracias.
– Estaré pensando en ti.
Mientras abría la puerta Walter susurró:
– Gracias.
Todavía estaba perturbado. Alma deseó haber tenido la presencia de ánimo suficiente como para besarlo.
Se unió al movimiento general de la gente hacia el salón comedor, donde pudo ver a los miembros de la orquesta tocando entre macetas con palmeras. Todos se habían cambiado para cenar; los hombres llevaban corbata blanca y cuello duro y las mujeres deslumbraban con sus trajes y sus joyas. Muchos se detenían delante de las mesas para saludar a amigos o compañeros de viajes anteriores.
– Disculpe.
Alma levantó la vista, esperando ver al camarero. Al lado de su mesa estaba un hombre que jamás había visto antes. Era alto y delgado, con una expresión tan marcada por los años o el whisky o algo así que lo hubiera recordado de inmediato de haberlo conocido. Los surcos y arrugas combinaban de tal manera que formaban una sonrisa maravillosa. Sus ojos también sonreían. Debía de tener menos de cincuenta años.
– ¿Usted es la actriz, Lydia Baranov?
Alma quedó helada. Miró el rostro amable, como un conejo sorprendido, incapaz de saltar, hipnotizado por su mirada.
– Lo siento -se excusó el hombre-. Debo de estar equivocado. Vi ese nombre en la lista de pasajeros y me pareció conocido. Recuerdo que había una actriz muy atractiva de ese nombre que solía actuar en obras de Pinero antes de la guerra. Le pido disculpas por mi equivocación.
– No lo haga -en un esfuerzo supremo logró articular y soltar su voz-. No está equivocado. Estaba pensado en otra cosa. Hoy en día no es común que me reconozcan.
– ¿De veras? -parecía sorprendido-; ¿No sigue actuando?
– No desde hace un tiempo, señor…
– Oh. Finch. John Finch. Soy un total desconocido, señorita Baranov. Sólo alguien a quien le gusta visitar los teatros. A decir verdad mis amigos me llaman Johnny, Johnny el loco de los artistas. Escuche, soy un viejo aburrido, pero odio ver a una dama sentada sola en un restaurante, sobre todo cuando sé que es una de las actrices más encantadoras que adornan la escena inglesa.
– Prefiero cenar sola. Estoy muy bien, gracias.
Sus arrugas formaron un cuadro de abyecta desolación.
– Dios mío, he dicho lo que no debía. Johnny, el loco de los artistas. Es nada más que un apodo que me pusieron mis amigos para tomarme el pelo. Y me quedó. La verdad es que no soy para nada ese tipo. En realidad soy bastante introvertido. No sabe lo que me costó vencer mi timidez para acercarme a usted. ¿No quiere venir a sentarse a mi mesa, sólo por esta vez? Creo que la comparto con unos norteamericanos. Estarán encantados de conocerla.
Alma tenía la neta impresión de que no podría deshacerse de John Finch. Dijera lo que dijera, él seguiría insistiendo. Después de la primera sorpresa, se estaba dando cuenta de que sabía muy poco de Lydia. Era como esos hombres de lengua de terciopelo que entran en la floristería y trataban de trabar relación a partir del broche que usaba o su manera de hablar. Pensó que podría manejarlo.
– Iré a su mesa con una condición, señor Finch… que no hablemos de teatro. Se trata de un capítulo cerrado de mi vida y es bastante doloroso.
Se le iluminó la cara.
– Señorita Baranov, será un privilegio cenar con usted aunque hablemos de otras cosas. Mi mesa es la que está contra la pared.
– Antes de que nos reunamos con los demás, debo decirle que Baranov es el apellido de mi marido y no el de mi padre -se levantó para seguirlo.
Vio cómo esa información penetraba en Johnny Finch. No era un tipo muy rápido.
– Entiendo -replicó él de una manera que demostraba que no era así.
Alma se sintió aliviada. En cierto sentido estaba contenta de dejar su mesa solitaria.
En el otro extremo del restaurante, Paul Westerfield le estaba contando a los Cordell que ya tenía su billetera.
– Sabía que iba a aparecer -exclamó Marjorie-, La gente que viajaba en primera clase es respetuosa de la propiedad ajena. Nunca hemos perdido nada en ninguno de nuestros viajes a Europa.
– Incluso conseguimos algunas cositas -acotó Livy con cara seria.
– Tienes que tener más cuidado con lo que dices -lo retó Marjorie-, La gente puede tomar tus bromas en serio -se volvió hacia Paul-. Ahora no hay motivo para que no disfrute del resto del viaje. ¿Se quedará para el baile? ¿Creo que la orquesta tiene muy buen ritmo… ¿No te parece, Barbara?
Barbara se encogió de hombros.
– Está bien.
– A decir verdad le prometí un par de copas al tipo que entregó mi billetera, así que debo ir al salón -se excusó Paul-. No me he olvidado de su dinero, señor Cordell.
– Yo tampoco, hijo -sonrió Livy.
– No creo que sea éste el lugar más apropiado para devolvérselo.
– No soy orgulloso.
Marjorie dejó escapar un suspiro de exasperación.
– Livy, éste es un lugar público. Déjalo para más tarde. ¿Y le han dado mesa, señor Westerfield? Nos encantaría que cenara con nosotros.
Paul explicó que tenía una mesa reservada con algunos amigos de su padre, y que ya era hora de que se reuniera con ellos. Les deseó buen apetito y se alejó con rapidez.
– ¡Eso es gratitud! -comentó Marjorie con amargura.
– Estás acorralando al chico -le objetó Livy-. Déjalo respirar. Ya volverá.
– Tiene razón, mamá -afirmó Barbara-. Livy Tiene razón. Me estoy cansando de que trates de forzar a Paul para que se interese en mí. ¿No nos puedes dejar en paz?
Marjorie apretó los dientes.
– Si eso es lo que quieres… Ya sabes que no lo hacía para divertirme.
Esa noche no hubo mucha conversación en la mesa.
Hacia el final de la comida uno de los oficiales del barco se levantó para anunciar que en la primera noche en el mar se acostumbraba a elegir tres personas que se harían cargo de las distintas actividades. Como casi todos los presentes ya habían cruzado en la otra dirección y algunos eran viajeros regulares, la elección fue rápida. El presidente del banco Chase Manhattan fue elegido para hacerse cargo de los juegos de azar; el ganador de Wimbledon, Bill Tilden, fue persuadido a presidir el comité de deportes y un tenor italiano en camino a una nueva temporada en el Metropolitan como encargado de los espectáculos.
– ¿Cómo va a encargarse de los espectáculos? -preguntó Johnny Finch-. No habla ni una palabra de inglés. Si tuviera la libertad de informar que usted…
– Pero no es así -interrumpió Alma enseguida-. Me dio su palabra.
A decir verdad, el locuaz Johnny se había comportado muy bien. Se ganaba la vida vendiendo automóviles y sabía un montón de historias fascinantes sobre sus clientes. En la bodega del Mauretania llevaba un Lanchester 40. Estaba muy orgulloso de él. Desde que estaba con la compañía, el Lanchester 40 se vendía más que el Rolls Royce Silver Ghost. En ese momento estaba tanteando el mercado norteamericano.
Alma no sabía nada de automóviles, pero se sentía muy contenta, de todos modos. Se rió con las historias de Johnny. Le permitían relajarse mientras él entretenía la mesa. Le gustaba la forma en que su cara surcada de arrugas exageraba las emociones. Le gustaba oírlo reír. Hubo momentos de la velada que olvidó el cadáver del camarote.
Paul pidió al camarero dos coñacs dobles.
– ¿Conoce el Mauretania? -le preguntó a Jack.
– No muy bien. En general viajo con la White Star. En el Majestic, contraído por los alemanes. Es muy sólido.
– Yo vine en el Berengaria, así que comprendo a lo que se refiere. ¿Viaja seguido, entonces?
– ¿Ha sonado así? No, sólo una vez al año. Tengo amigos en Nueva York, y me gusta verlos cada tanto. Y además disfruto mucho del viaje.
– ¿Los deportes?
Jack sonrió.
– No, no me gusta el tenis de mesa. A veces nado un poco. La piscina romana del Majestic bien vale un chapuzón. Si uno no tiene cuidado en un barco inglés, todo se convierte en deportes y juegos. No queda tiempo para uno mismo.
El camarero trajo dos coñacs y Jack le pidió cigarrillos. Levantó su copa.
– Por un tiempo tranquilo durante todo el viaje.
– Desde que subí a bordo he estado tan ocupado que no he tenido tiempo de pensar en lo que está haciendo el mar -sonrió Paul. Basándose en el principio de que una confidencia estimula el compañerismo, contó la historia de Poppy del principio al fin.
– Debe haber sido divertido conocerla -dijo Jack-. Uno de nuestros gorrioncitos cockney… alegre y adorable. Lástima que hayan tenido que separarse. Pero un muchacho como usted no va a pasar mucho tiempo sin compañía femenina. No hay nada mejor que un viaje cruzando el mar para vivir un breve romance.
Paul rió.
– ¿Y quién se le ocurre para mí?
– ¿Qué le parece esa joven tan atractiva con la que lo vi antes de la cena?
– ¿Antes de la cena?
– Si no me equivoco usted estaba conversando con los padres de ella en el comedor. No me va a decir que no notó la presencia de esa preciosa chica de pelo castaño muy corto que no le sacó de encima sus enormes ojos oscuros.
– Ah, ésa es Barbara, una chica muy simpática que conozco del colegio. A decir verdad, en Londres salimos juntos un par de veces. -Paul se interrumpió. Había notado por el movimiento de los ojos de Jack que alguien estaba detrás de él. Se volvió y sintió que una tela suave le rozaba la cara. La mujer tenía puesto un vestido azul con mangas transparentes que se ondulaban a cada movimiento de sus brazos. Su pelo era muy fino y negro y lo llevaba sujeto en un moño. Era unos diez años mayor que Paul y sus pómulos altos y sienes estrechas parecían preservar infinitamente su belleza.
Habló con un claro acento inglés.
– Espero que me disculpen por interrumpir su conversación, caballeros. Me llamo Katherine Masters y estoy tratando de hablar con todos los pasajeros sobre los espectáculos del barco. El señor Martinelli es la perfecta elección para ocuparse de eso, además de ser un hombre encantador y un brillante cantante, pero su inglés no está a la altura de la tarea que significa reclutar voluntarios para el martes por la noche. Estoy llevando a cabo una cruzada en nombre de él. Sé que siempre hay personas de talento en el viaje del Mauretania.
Jack ya sacudía la cabeza, sonriendo.
– Oh, se equivoca. No soy uno de ellos. Lo siento, pero creo que no puedo ayudarla, señorita Masters.
– Ni yo tampoco -acotó Paul-. Soy completamente negado para la música. No tengo oído.
No era tan fácil sacarse de encima a Katherine Masters.
– No, la música no es lo principal. Entre nosotros -se agachó para que no la escucharan los demás- tendremos más violinistas de los que necesitamos. Siempre andan con su música a cuestas -apoyó una mano en el hombro de Paul, que pudo sentir una vaharada de perfume caro-. En realidad estoy buscando algunos jóvenes a los que no les importe tomar parte en un sketch.
– Tampoco sirvo para eso -se negó Paul.
– En lo único que puedo tomar parte es en unas manos de whist -sugirió Jack- y ni siquiera soy muy bueno.
– ¿Whist? -exclamó Katherine Masters-, Adoro el whist. Les diré lo que pienso hacer; no diré ni una palabra más sobre el espectáculo si me incluyen en una partida de whist.
– ¿Esta noche? -Jack sonó genuinamente asombrado.
– ¿Por qué no? Ya casi he terminado mi ronda.
– Paul, ¿usted juega?
– Algunas veces, pero no soy un experto.
– Pongámoslo así: ¿si tuviera que elegir entre jugar unas manos de whist esta noche o actuar en el espectáculo del martes, qué elegiría?
Paul sonrió.
– Eso es chantaje.
– ¿Cerramos el trato entonces?
– Supongo que sí.
– ¡Fabuloso! -exclamó la señorita Masters-. Pero necesitaremos un cuarto jugador.
– No hay problema -comentó Jack-. Hace un rato Paul estuvo hablando con una antigua compañera de colegio. Creo que podemos persuadirla, ¿no?
– No estoy seguro -dudó Paul-. Se lo mencionaré.
– Perfecto. ¿Entonces dentro de media hora?
– Será mejor que nos reunamos en el salón de fumar -sugirió Jack-. Creo que allí guardan las cartas -cuando la señorita Masters se alejó, le dijo a Paul-. ¿Ya ve? No sé que pasa en los barcos, pero ningún hombre está seguro. Espero que no se sienta molesto.
– De ninguna manera. Me gusta jugar a las cartas. Será mejor que vaya a buscar a Barbara.
La encontró sentada sola en la mesa de los Cordell en el comedor. Estaba mirando cómo Livy y su madre bailaban Estoy loca por Harry. Levantó la vista y al ver a Paul su rostro se iluminó. En lugar de invitarla a jugar whist, Paul sintió el impulso de bailar con ella. Le tomó la mano y se la apretó. Jack tenía razón, era muy atractiva. Se dirigieron a la pista de baile.
– ¿Sabes que en todos los años que nos conocemos creo que nunca hemos bailado juntos?
Barbara sonrió.
– A lo mejor alguien te dijo que no bailaba muy bien.
– Lo haces muy bien.
– No tengo mucha práctica.
– Tus padres bailan bastante. Los vi en la pista del Savoy y me parecieron buenos.
– Livy es bueno. Baila maravillosamente el tango. No sé donde habrá aprendido a bailar, pero seguro que fue antes de conocer a mi madre. A mamá le gusta bailar porque tiene unas piernas bonitas y puede mostrarlas al girar, pero en realidad no es una buena bailarina. No coordina bien. ¿Ves como sus caderas están fuera de ritmo con el resto del cuerpo?
– Basta, me vas a hacer reír y quedaré como un mal educado.
– Soy mala. Lo que pasa es que en estos últimos tiempos he estado viendo demasiado a mi madre.
– Vine a preguntarte si te gustaría jugar a las cartas -Paul cambió de tema-. ¿Juegas al whist?
– ¿Con quién vamos a jugar?
– Con el tipo que encontró mi billetera y esa señora de vestido azul que está tratando de organizar un espectáculo. Tú y yo podríamos hacer pareja y ganarnos algunas copas gratis. ¿Qué te parece, Barbara?
– No sé jugar muy bien al whist.
– Eres brillante con la aritmética. Basta con recordar las cartas que se han jugado. Vamos, podemos formar un gran equipo. Tengo tanta confianza que me pongo de garantía de cualquier pérdida que podamos sufrir.
– Tendría que avisarle a mi madre de adonde voy.
– ¿Te parece? -Paul dio una vuelta completa para que Barbara pudiera ver a su madre haciendo gestos de aliento por encima del hombro de Livy.
En los compartimientos cubiertos de paneles de nogal del salón de fumar ya había dos grupos jugando a las cartas. Jack había reservado una mesa y tenía dos mazos de cartas que le había entregado el camarero. Estaban sobre la mesa con los sellos intactos. Paul presentó a Jack y Barbara.
– Ahora tenemos que esperar a la señorita Masters -comentó Jack.
– Katherine -corrigió Paul- tratemos de hacerlo lo más informal posible.
Katherine llegó unos momentos después, con el perfume renovado en abundancia.
– Tuve que ir a buscar algo de mi camarote -explicó después de las presentaciones.
– ¿Vamos a jugar con dinero? -preguntó Barbara.
– Por supuesto, querida, si no se convierte en un juego muy aburrido -adujo Katherine.
– Tengo algo de dinero inglés que podría usar -dijo Jack.
– Creí que no estaba permitido jugar con dinero -comentó Barbara.
– ¿De veras? -Katherine sonó decepcionada-. Le quitan el placer al juego, de esa manera.
– Podríamos contar los puntos y arreglar eso después -sugirió Paul.
– Qué idea tan maravillosa.
– ¿Una libra inglesa cada partida? -preguntó Jack.
Estuvieron de acuerdo. Paul sacó la carta más baja y repartió. Las picas eran triunfos. Pero dio cartas muy malas y Jack y Katherine ganaron la primera y segunda mano.
– Ya te dije que no era muy buena -se disculpó Barbara.
– No has tenido buenas cartas para jugar, querida -la consoló Jack-. El whist es aburridísimo si uno no tiene cartas.
Jugaron tres manos más y Paul y Barbara ganaron sólo una.
– Para ustedes no somos competencia -comentó Paul.
– Descansemos diez minutos para tomar algo -dijo Jack-. ¿Qué les puedo traer, señoras?
– Cualquier cosa que tenga hielo -sonrió Katherine-. ¿No sienten calor? Yo sí. Voy a hacer una escapada a mi camarote para refrescarme.
– Tomemos una botella de champagne -dijo Jack-. Yo invito.
– ¡Encantador! -exclamó Jack-. Usted es un hombre maravilloso… excelente para las cartas y generoso con las bebidas. Hasta luego -agitó la mano hacia Barbara y se alejó presurosa.
Mientras Jack estaba en el bar pidiendo el champagne, Paul se dirigió a Barbara.
– Es gente agradable.
– Sí, me gustan. Pero todavía espero que podamos mejorar nuestra puntuación.
Paul sonrió.
– No es tan importante. Estamos disfrutando del juego.
– Tal vez nos iría mejor si los dos recordáramos que el segundo jugador en general juega bajo y que el tercero debería jugar alto.
Paul se reía.
– Me dijiste que no sabías jugar muy bien.
Barbara se ruborizó.
– Sé lo necesario.
– De acuerdo, tiene lógica. Trataré de modificar mi juego -podría haber agregado que le agradaba descubrir que Barbara tenía una prodigiosa inteligencia además de su hermoso pelo corto y sus labios pintados. Siempre había pensado en ella como en una chica agradable, aplastada por su madre y nada más.
– Y podemos ponernos de acuerdo en que cuando uno de nosotros lleve la delantera el otro espere y responda a la primera oportunidad -continuó Barbara con solemnidad.
– Y también ponernos de acuerdo en terminar a tiempo para poder bailar un poco más.
Ella pareció encantada.
– Me gustaría mucho.
– ¿Ganaremos o perderemos?
– Tendrías que tener más fe en mis sugerencias. Por supuesto que vamos a ganar.
– Cuidado con el champagne, entonces -le previno Paul cuando Jack volvió con un camarero.
– ¿Katherine todavía no ha vuelto? -preguntó Jack. Se dirigió al camarero-. La abriremos nosotros mismos cuando regrese la señora.
No tuvieron que esperar mucho.
– Siento haberlos hecho esperar -se excusó Katherine-. Pero creí conveniente volver a mirarme la cara después de lo que pasó. Volvía de la cubierta D, donde está mi camarote cuando se abrió una puerta del corredor. Salió un hombre, me lanzó una mirada terrible y volvió a meterse a toda velocidad en su camarote. Por su aspecto parecía haber visto un fantasma.
– Yo no me preocuparía por eso -comentó Jack-. Debe de haber sido un tipo que creyó que usted estaba por preguntarle si no quería aparecer en un espectáculo. Seguramente no sabía que usted se había conformado con una partida de whist -destapó el champagne y el episodio de Katherine pasó instantáneamente al olvido.
Cuando comenzaron a jugar de nuevo, Paul y Barbara ganaron la primera mano. Paul siguió las instrucciones de jugar bajo cuando era segundo y alto cuando era tercero. Observó bien el juego de Barbara y ganaron tres manos seguidas.
– ¿Qué les ha pasado a ustedes dos? -preguntó Jack-. ¿Están jugando mejor o es que hemos bebido demasiado champagne?
– Pues yo no -comentó Katherine-. En la última mano usted bloqueó mi juego. Hubiéramos podido hacer más puntos.
– Me parece que sería mejor dejar de lado los post mortems -contestó Jack-. La próxima vez prometo esforzarme más, compañera.
Ganaron la mano, pero perdieron la partida. El malestar entre los dos era casi palpable. Jack se puso a fumar y Katherine frunció los labios de una manera que la hacía varios años más vieja.
– Es increíble cómo puede cambiar la suerte en las cartas -exclamó Paul cuando él y Barbara ganaron otra partida y emparejaron la puntuación.
– Se necesita más que suerte -masculló Katherine dirigiéndole una mirada asesina a Jack.
– Como quieran -contestó Jack.
– Si no les importa -se excusó Barbara-, Hacía mucho que no jugaba al whist y me cuesta concentrarme.
– Eso es por el champagne, querida -rió Katherine-. A todos nos afecta de diferente manera. ¿Va a dar las cartas, compañero, o vamos a quedarnos aquí sentados mirándonos hasta que lleguemos a Nueva York?
Paul y Barbara ganaron la última partida dos a uno.
– Bueno -suspiró Jack-, Felicitaciones, los norteamericanos ganan. Les debemos una libra por cabeza.
– Usted pagó el champagne -dijo Paul-, Quedamos en paz.
– Siempre hay que pagar las deudas de juego -aseguró Katherine- aquí está tu libra, Barbara.
Jack la interrumpió con brusquedad.
– ¡Guárdela! Aquí no se pasa el dinero sobre la mesa. ¿Está usted loca?
Katherine empujó la libra hacia Barbara.
– Tómela.
Barbara vaciló y miró a Paul buscando ayuda.
– Paul tomó el billete.
– Sí, Katherine, voy a pedir otra ronda por cuenta suya. Es muy generoso de su parte.
– A mí no me cuenten -Jack se puso de pie, todavía enojado-. Por esta noche ya he tenido demasiado… de todo -les deseó buenas noches y se fue.
Los ojos de Katherine estaban llenos de lágrimas.
Barbara le tomó la mano y le dirigió a Paul una mirada que indicaba que se sentía capaz de ocuparse por sí sola de Katherine.
– Tal vez sea mejor un café que una bebida, Paul.
Paul fue a buscarlo, todavía sorprendido por el arranque de Jack. Las apuestas estaban prohibidas por la Cunard, pero todo el mundo sabía que existían. Era muy difícil que los condujeran ante el capitán por pasar una libra sobre la mesa. Ordenó el café. No tenía apuro por volver a la mesa y reconoció que Barbara manejaría mejor a Katherine a solas. Estaba por ir al bar para pedir un whisky cuando vio a Livy en la entrada del salón de fumar. Recordó los trescientos dólares que le debía.
– Señor Cordell.
– Livy para ti, hijo -apoyó la mano en el brazo de Paul-, ¿Qué opinas de un buen trago? Marjorie ha ido a poner los pies para arriba. Sus tobillos se empezaban a hinchar. Demasiado baile.
– Me gustaría cancelar mi deuda -dijo Paul. Sacó la billetera y le dio a Livy el dinero que le debía. Era una transacción simple que hacía aun más ridícula la escena de hacía unos minutos.
– Gracias -sonrió Livy-. ¿Whisky?
– Sí, gracias.
Permanecieron apoyados en la barra del bar con sus bebidas.
– Hay un bonito ambiente en el Maury -comentó Livy-. Es un gran barco. Yo ya viajaba en transatlánticos cuando tú eras un niño aún. Los conozco todos. Eso fue antes de conocer a Marjorie. Ahora se puede decir que estoy jubilado. Sólo me subo a un barco cuando estoy de vacaciones.
– ¿En qué trabaja?
– Importación y exportación. Se gana mucho si se tiene buen olfato. Yo gané lo mío y lo invertí bien. Vivimos de los intereses.
– Muy inteligente.
– Tú lo has dicho. A los cuarenta y seis años puedo descansar por el resto de mis días. Livingstone Cordell no tiene que sudar más. Tengo mi propio apartamento sobre Central Park, la mujer más adorable de Nueva York y como extra una hijastra preciosa. De paso, ¿que pasó con Barbara? Creí que estaba contigo.
– Lo está. Es decir, está allí, en uno de los compartimientos. Estábamos jugando a cartas.
– ¿Dónde? No la veo.
– Nos está dando la espalda. Está con esa señora del vestido azul.
– ¿Con ella? ¿Qué está haciendo con esa mujer? -el tono de Livy había cambiado. Parecía implicar que Paul había abandonado a su hijastra.
Era demasiado largo de explicar.
– Tenían algo que discutir. Me mandaron a buscar café, y entiendo las insinuaciones.
Livy puso la mano en el brazo de Paul y lo empujó con fuerza hacia la mesa.
– Vuelve con ellas, hijo, y sepáralas. Cuando dos mujeres se juntan, estás perdido. No dejes que te suceda.
Paul miró a Barbara. Estaba conversando con Katherine, que sonreía.
– Tiene razón -titubeó.
Pero Livy se había ido.
Después de la cena Johnny Finch entretuvo a Alma y a los norteamericanos de su mesa. Se sentó en un sillón en el centro del salón y contó algunos chistes sobre automovilismo. Eran muy graciosos y estaban salpicados con nombres de gente de sociedad. Los hombres compraban coches caros para impresionar a las mujeres. Y los coches o los caballeros siempre terminaban recalentándose. «En el arte de la seducción -comentó Johnny a su audiencia-, el automóvil es un accesorio de poco fiar.» Contó la historia del difunto rey Eduardo y un coche que había alquilado. El propietario tenía una fábrica de bebidas sin alcohol y esperaba ser nombrado proveedor oficial a cambio del coche. El rey fue al campo con una amiga y el coche se quedó sin gasolina. El rey no se inmutó y disfrutó de un placentero intervalo. Al final encendió un cigarro y le dijo a la dama que no había ningún problema porque llevaban una reserva de gasolina a bordo. Bajó y abrió la lata. Estaba llena de limonada. El fabricante se quedó sin nombramiento.
Las historias de Johnny atrajeron a más gente. A medianoche todavía estaba en eso. Los cuentos se volvían más picantes. Una mujer y su marido abandonaron el grupo y Alma era la única mujer que quedaba. Esperó que terminaran las carcajadas y se levantó para decir buenas noches.
– ¿Nos abandona tan temprano? -preguntó Johnny.
– Es más de media noche.
– Tiene razón, demonios. Y yo que tenía la esperanza de mostrarle mi Lanchester.
Todos rieron, incluso Alma.
– Tal vez más adelante.
– Le tomo la palabra. Buenas noches. -Johnny se embarcó en un cuento sobre Henry Ford.
Alma se dirigió a la cubierta D. Estaba un poco mareada. Había tomado más vino del previsto, pero cada vaso había servido para disolver sus temores. No podría haber afrontado la noche en el camarote 89 sin eso.
Los corredores estaban silenciosos y el barco estable. Toda oscilación provenía de su interior. Pero no tuvo problema en encontrar el camino. Siguió los cartelitos que indicaban los camarotes que comenzaban en 8, y los contó hasta llegar al 89.
El cartel de «No molestar» ya no estaba.
Abrió su bolso y revolvió el contenido para encontrar la llave. La sostuvo bajo la luz y controló el número. La colocó en la cerradura, esperó un segundo y abrió la puerta.
La luz estaba encendida y las cortinas corridas sobre los ojos de buey. El baúl estaba abierto.
Alma respiró hondo y se acercó lo suficiente como para mirar dentro. El baúl estaba vacío.
– Gracias a Dios -exclamó en voz alta, mientras cerraba la puerta del camarote.
Miró en el baño, abrió cajones y armarios. No podría dormir hasta que no supiera exactamente lo que había en ese cuarto. Vio la ropa de Lydia doblada con cuidado. Todo parecía limpio y nuevo. Había un camisón de satén negro. No pensaba usarlo.
Se sacó el vestido de noche y se limpió el maquillaje. Decidió darse un baño. Mientras estaba en el agua sintió como si el barco cambiara de rumbo. La cadencia de los motores se alteró y el agua de la bañera formó olas a su alrededor. Esto ocurrió un par de veces más y durante un rato pensó que la nave se había detenido. Se sacudió otra vez mientras que trataba de agarrar una toalla. Se le revolvió el estómago y deseó no haber bebido tanto vino.
Después el barco pareció volver a su antiguo ritmo y Alma se sintió más tranquila. Se metió en la cama. No había apagado la luz, pero estaba menos asustada de lo que pensaba. Ya había pasado lo peor. Volvió la cara hacia la pared y se quedó dormida.
Se despertó al oír los ruidos que hacía alguien que circulaba por el corredor. Era el camarero que servía el desayuno. Por el ojo de buey entraba la luz del sol; Alma controló su reloj. Eran casi las ocho de la mañana del domingo y había dormido por lo menos siete horas. Se estiró. Pensó en Walter en su camarote. ¿Habría dormido bien?
Se bañó, se vistió y fue a desayunar. El restaurante estaba lleno de gente usaba ropa más ligera. Los oficiales del barco vestían de blanco.
Fue hasta su mesa. El desayuno era una comida para disfrutar a solas y si Johnny Finch se acercaba no pensaba aceptar la invitación a acompañarlo. Ni siquiera miró para ver si estaba allí. Comió sin ser molestada, con apetito.
Pero no era el tipo de hombre que desaparecía por mucho tiempo. Después de abandonar el restaurante, Aloma subió a la cubierta de los botes a tomar un poco de aire. Era una mañana gloriosa para dar un paseo. Después de caminar unos pocos pasos sintió la voz conocida.
– Alguien ha salido para demostrar que anoche se fue a la cama temprano.
Estaba sentado en una hamaca con los pies levantados y vestía pantalones de franela blanca.
Alma se detuvo a saludarlo.
– ¿De veras que durmió bien? -preguntó Johnny.
– Sí, gracias. Me sentí muy cómoda.
– Tuvo suerte. Yo estuve levantado la mitad de la noche.
Alma sonrió.
– No debería contar tantos cuentos.
– No mi querida no fue por eso. Fue por todo ese lío. Ocurrió poco después que usted se fuera a acostar. El bendito barco cambió de rumbo.
– Me pareció notar algo.
– Nosotros también. Todos subimos a cubierta para ver. Éramos como cincuenta personas aquí arriba preguntando qué pasaba. Nadie parecía saberlo. Pero le doy mi palabra de que dimos la vuelta y volvimos hacia Inglaterra. Y luego dimos vuelta otra vez. El barco dio la vuelta completa.
– ¿Por qué? -preguntó Alma.
– Alguien cayó al agua.
Alma quedó paralizada.
– ¿Qué dijo?
– Que alguien cayó al agua. Algún pobre desgraciado se cayó del barco. Una pareja que estaba flirteando a la luz de la luna en la cubierta de los botes hizo girar el barco para buscarlo. Son las reglas, según me dijeron. Tienen que dar la vuelta al barco y buscar, aunque no haya muchas probabilidades de encontrar nada. Así que encendieron los reflectores mientras el barco viraba. Son luces muy poderosas y todos nos asomamos por la borda para tratar de ayudar. ¿Y puede creer, mi querida, que la encontramos?
– ¿La encontraron?
– Sí. Era una mujer, pobrecita. Bajaron un bote y la sacaron de agua, pero ya estaba muerta. Qué horrible manera de morir.