La sala de conferencias estaba siempre repleta en estas reuniones semanales, pero la aglomeración era tanta ese día que los periodistas apenas podían escribir. Por centésima vez se gruñeron unos a otros a propósito del conservadorismo de Karellen y de su falta de consideración. En cualquier otra parte del mundo hubiesen podido usar cámaras de TV, aparatos grabadores, y todos los otros instrumentos de su tan mecanizado oficio. Pero aquí tenían que contentarse con herramientas tan arcaicas como lápiz, papel, y — parecía increíble — taquigrafía..
Se habían concebido, por supuesto, distintos planes para introducir subrepticiamente algunos grabadores. Pero, una vez afuera, una simple ojeada a las cámaras humeantes había bastado para comprobar la inutilidad de la experiencia. Todos entendieron entonces por qué se les había advertido que no entrasen en la sala con relojes y otros objetos metálicos…
Para hacer las cosas más incómodas, el mismo Karellen registraba todas las palabras. Los periodistas culpables de algún descuido, o de alguna mala interpretación — aunque esto era muy raro —, habían sido sometidos a cortas y desagradables sesiones con los ayudantes de Karellen. Durante esas sesiones se les había obligado a escuchar atentamente todo lo que el supervisor había realmente dicho. No era necesario repetir la lección.
Era curioso cómo corrían los rumores. No se hacía ningún anuncio previo, pero siempre había un lleno cuando Karellen anunciaba algo importante. Esto ocurría dos o tres veces al año.
El silencio descendió sobre la murmurante multitud. La puerta se abrió de par en par y Karellen se adelantó hacia el estrado. La luz era escasa — sin duda bastante similar a la del distante sol de los superseñores —, de modo que Karellen no traía los anteojos oscuros que solía usar al aire libre.
— Buenos días a todos — respondió Karellen al desordenado coro de saludos. Luego se volvió hacia la alta y distinguida figura situada en primera fila. El señor Golde, decano del Club de la Prensa, podía haber inspirado a aquel mayordomo que había anunciado una vez — : Dos periodistas, milord, y un caballero del Times. - Golde se vestía y actuaba como un diplomático de la vieja escuela: nadie hubiese dudado en darle su confianza, y nadie lo hubiese lamentado después.
— Una verdadera multitud, señor Golde. Deben de estar faltos de noticias.
El caballero del Times sonrió y carraspeó.
— Espero que pueda usted rectificar esa falta, señor.
El señor Golde observó a Karellen atentamente mientras éste meditaba su respuesta. Parecía tan raro que los rostros de los superseñores, rígidos como máscaras, no traicionasen ninguna emoción. Los grandes ojos abiertos, las pupilas contraídas con fuerza, aun en esta luz tan débil, se clavaban profundamente en los ojos francamente curiosos de los hombres. Los dos orificios gemelos entre las mejillas — si esas estriadas superficies de basalto podían llamarse mejillas — emitian unos silbidos casi imperceptibles, mientras los hipotéticos pulmones respiraban el tenue aire terrestre. Golde alcanzaba a ver la móvil cortina de finos pelos blancos, mientras respondían al doble y rápido movimiento del ciclo respiratorio de Karellen. Se decía comúnmente que eran filtros de polvo, y sobre esa débil suposición se habían construido unas complicadas teorías a propósito de la atmósfera natal de los superseñores.
— Sí, tengo algunas noticias para ustedes. Como ya lo sabrán, una de mis naves de aprovisionamiento dejó recientemente la Tierra, en viaje de vuelta a la base. Acabamos de descubrir que llevaba un polizón.
Cien lápices se detuvieron de pronto; cien pares de ojos se clavaron en Karellen.
— ¿Un polizón ha dicho? — preguntó Golde —. ¿Podemos saber quién es? ¿Y cómo llegó a bordo?
— Se llama Jan Rodricks, estudiante de ingeniería de la Universidad del Cabo. Ustedes mismos podrán averiguar otros detalles utilizando esos métodos propios, tan eficientes.
Karellen sonrió. Su sonrisa era muy curiosa. La mayor parte del efecto residía en los ojos; la boca inflexible y sin labios apenas se movía. ¿Era ésta, se preguntó Golde, otra imitación de las costumbres humanas, imitación que Karellen hacía con mucha habilidad? Pues el efecto total era, indudablemente, el de una sonrisa, y como tal se la aceptaba enseguida.
— En lo que se refiere a cómo entró en la nave — continuó el supervisor —, no tiene realmente importancia. Puedo asegurarles a ustedes, o a cualquier otro astronauta en potencia, que no hay posibilidad de que la operación se repita.
— ¿Qué ocurrirá con ese joven? — insistió Golde — ¿Será enviado de vuelta a la Tierra?
— Eso está fuera de mi jurisdicción, pero espero que vuelva en la primera nave. Descubrirá que las condiciones del lugar de destino son demasiado… extrañas. Y esto me lleva al principal propósito de la reunión de hoy.
Karellen calló un momento y el silencio se hizo aún más profundo.
— Hemos recibido algunas quejas de los elementos más jóvenes y más románticos de la población terrestre por haber impedido el acceso al espacio exterior. Tenemos nuestras razones; no levantamos murallas por placer. ¿Pero han pensado ustedes, si me permiten una analogía poco halagadora, qué hubiese sentido un hombre de la Edad de Piedra si se hubiese encontrado de pronto en una ciudad actual?
— Pero hay una diferencia — protestó el representante del Herald Tribune —. Estarnos acostumbrados a la ciencia. Hay en su mundo, seguramente, muchas cosas que no podríamos entender; pero no nos parecerían obra de magia.
. — ¿Está realmente seguro? — dijo Karellen tan débilmente que fue difícil escuchar sus palabras —. Sólo un centenar de años separa la edad del vapor de la edad de la electricidad, ¿y qué hubiese hecho un ingeniero victoriano con un aparato de televisión o una calculadora electrónica? ¿Y cuánto hubiese vivido si comenzara a examinar esos aparatos? El abismo que separa a dos tecnologías puede ser tan grande como para convertirse en algo… mortal.
(- Hola — murmuró el agente de Reuter al de la B.B.C. -. Tenemos suerte hoy. Va a hacer una declaración importante. Conozco los síntomas.)
— Y hemos impedido que los seres humanos salgan de la Tierra por otras razones también. Observen.
Las luces disminuyeron hasta apagarse. Una lechosa opaIescencia se formó en el centro del cuarto. Al fin se transformó en un torbellino de estrellas, una nebulosa espiral vista desde un punto situado mucho más allá de su sol más exterior.
— Ningún ser humano ha visto esta escena hasta ahora — dijo la voz de Karellen desde la oscuridad —. Están mirando el universo de ustedes, la isla galáctica de la cual el sol terrestre es sólo un miembro desde una distancia de medio millón de años-luz. Hubo un largo silencio. Luego Karellen continuó, y su voz encerraba ahora algo que no era precisamente piedad, pero tampoco desprecio.
— La raza humana ha demostrado no poder resolver los problemas de este planeta minúsculo. Cuando llegamos, estaban ustedes a punto de destruirse a sí mismos con los poderes que la ciencia les había entregado temerariamente. Sin nuestra intervención la Tierra seria ahora un baldío radiactivo.
«Ahora tienen ustedes un mundo en paz y una raza unida. Pronto serán bastante civilizados como para gobernar el planeta sin nuestra ayuda. Quizá hasta puedan dirigir todo un sistema solar, digamos unas cincuenta lunas y planetas. ¿Pero creen realmente que podrían enfrentarse con esto?
La nebulosa aumentó de tamaño. Ahora las estrellas pasaban rápidamente, apareciendo y desvaneciéndose como las chispas de una fragua. Y cada una de esas chispas fugaces era un sol, con quién sabe cuántos mundos circundantes…
— En esta galaxia — murmuró Karellen — hay ochenta y siete mil millones de soles. Pero aun ese número sólo da una débil idea de la inmensidad del espacio. Ante ella serían ustedes como hormigas que intentasen clasificar todos los granos de arena de todos los desiertos del mundo.
«La raza humana, en el estado actual, no puede tener esa pretensión. Uno de mis deberes ha sido el de proteger a los hombres de las fuerzas y poderes que hay entre los astros… fuerzas que ningún hombre es capaz de imaginar.
La imagen de los giratorios y nebulosos fuegos de la galaxia se apagaron lentamente. En el silencio repentino de la cámara se encendió otra vez la luz.
Karellen se volvió para irse. La reunión había terminado. Al llegar a la puerta se detuvo y miró a la apretada multitud.
— Es un pensamiento doloroso, pero tienen que aceptarlo. Un día podrán poseer los planetas. Pero las estrellas no son para el hombre.
Las estrellas no son para el hombre. Sí, no les gustaría que se les cerrasen las puertas del cielo en las narices. Pero tenían que aprender a enfrentarse con la verdad… o con la pizca de verdad que se les podía ofrecer, misericordiosamente.
Desde las solitarias alturas de la estratosfera, Karellen miró al mundo y la gente que había aceptado vigilar de no muy buena gana. Pensó en todo lo que había por delante, y en lo que sería este mundo, dentro de doce años.
Nunca lo apreciarían. Durante toda una vida los hombres habían conocido una felicidad ignorada por todas las otras razas. Había sido la Edad de Oro. Pero el oro es también el color del crepúsculo, del otoño, y sólo los oídos de Karellen eran capaces de oír los primeros gemidos de las tormentas invernales.
Y sólo Karellen sabía con qué inexorable rapidez la Edad de Oro se acercaba a su fin.