3

Stormgren dormía mal aquellas noches, lo que era raro, pues pronto dejaría definitivamente sus tareas. Había servido a la humanidad durante cuarenta años, y a sus amos durante seis, y pocos hombres podían rememorar una vida en la que se hubiesen cumplido tantas ambiciones. Quizá ése era el problema: en sus días de jubilado, por muchos que fuesen, no tendría ante sí el aliciente de una meta. Desde la muerte de su mujer, Marta, y con sus hijos establecidos en sus propios hogares, sus lazos con el mundo parecían haberse debilitado. Era posible, también, que estuviese comenzando a identificarse con los superseñores, y desinteresándose así de la humanidad.

Ésta era otra de esas noches inquietas en las que el cerebro le daba vueltas como una máquina abandonada por su operario. Sabía que era inútil tratar de conciliar el sueño, y abandonó pesaroso la cama. Se puso una bata y subió a la terraza jardín que coronaba sus modestas habitaciones. Cualquiera de sus subordinados disfrutaba de una morada más amplía y lujosa, pero ésta bastaba para las necesidades de Stormgren había llegado a una posición en la que ningún bien personal, ni ninguna ceremonia, podían añadir algo a su estatura.

La noche era calurosa, casi sofocante, pero el cielo era claro y una luna amarilla colgaba allá en el sudoeste. Las luces de Nueva York brillaban en el horizonte como un amanecer inmóvil.

Stormgren alzó los ojos sobre la ciudad dormida, hacia las alturas que sólo él, entre todos los hombres, había alcanzado. Allá, muy lejos, se vislumbraba el casco de la nave de Karellen, iluminado por el claro de luna. Stormgren se preguntó qué estaría haciendo el supervisor. No creía que los superseñores durmiesen.

Más arriba aún un meteoro lanzó su dardo brillante a través de la bóveda del cielo. La estela luminosa brilló débilmente durante un rato, y luego murió dejando sólo la luz de las estrellas. El símbolo era brutal: dentro de cien años Karellen seguiría dirigiendo a la humanidad hacia ese fin que sólo él conocía, pero dentro de sólo cuatro meses otro hombre ocuparía el cargo de secretario general. Esto en sí mismo no le importaba demasiado a Stormgren; pero era indudable que no le quedaba mucho tiempo para saber qué había detrás de aquella pantalla.

Sólo en estos últimos días se había atrevido a admitir que ese secreto estaba comenzando a obsesionarlo. Hasta hacía poco, su fe en Karellen había borrado todas las dudas; pero ahora, reflexionó con un poco de cansancio, las protestas de la Liga de la Libertad estaban influyendo en él. Era indudable que la propaganda acerca de la esclavitud del hombre no era más que propaganda. Pocos hombres creían en esa esclavitud, o deseaban volver realmente a los viejos días. La gente comenzaba a acostumbrarse al imperceptible gobierno de Karellen; pero comenzaba también a sentirse impaciente por saber quién la gobernaba. ¿Y de qué podía acusársele?

Aunque la más importante, la Liga de la Libertad era sólo una de las tantas organizaciones que se oponían a Karellen y, consecuentemente, a los hombres que cooperaban con los superseñores. Las objeciones y propósitos de esos grupos eran enormemente variados: algunos sostenían un punto de vista religioso, mientras que otros eran mera expresión de un sentimiento de inferioridad. Se sentían, con razonables motivos, como el hindú culto del siglo xix ante el rajá británico. Los invasores habían traído paz y prosperidad… ¿Pero quién sabía a qué costo? La historia no era tranquilizadora. Los contactos más pacíficos entre razas de distinto nivel cultural habían terminado siempre con la destrucción de la raza más atrasada. Las naciones, como los individuos, podían perder su vida misma al enfrentarse con un desafío inaceptable.


Y la civilización de los superseñores, aún envuelta en el misterio, era el mayor de todos los desafíos.

En la habitación vecina se oyó un débil «clic» con que la teletipo lanzaba el informe horario de la agencia Central News. Stormgren entró en la habitación y hojeó desanimadamente el informe. En el otro extremo del mundo la Liga de la Libertad había inspirado un encabezamiento no muy original: ¿Está el hombre gobernado por monstruos? preguntaba el periódico y seguía con esta cita: «Dirigiéndose al público reunido en Madrás el doctor C. V. Krishnan, presidente de la sección oriental de la Liga de la Libertad, dijo: La explicación de la conducta de los superseñores es muy simple. Su aspecto es tan extraño y repulsivo que no se atreven a mostrarse ante los ojos de la humanidad. Desafío al supervisor a negar mis palabras.

Stormgren, disgustado, arrojó lejos de sí las hojas del informe. Aun en el caso de que la acusación fuese cierta, ¿qué importaba eso? La idea era muy vieja, pero nunca le había preocupado. No creía que hubiera ninguna forma biológica, por más rara que fuese, que él, Stormgren, no pudiese aceptar con el tiempo y hasta llegar a encontrar hermosa. La mente, no el cuerpo, era lo importante. Si por lo menos pudiese convencer a Karellen de esta verdad, los superseñores cambiarían de opinión. No podían ser tan horribles como aparecían en los dibujos de los periódicos.

Sin embargo, como bien lo sabía Stormgren, su ansiedad por asistir al fin de este estado de cosas no nacía únicamente de la idea de librar a sus sucesores de algunos problemas. Era bastante honesto como para confesárselo a sí mismo. En última instancia su motivo principal era la simple curiosidad. Había llegado a admitir a Karellen como una persona, y no se sentiría satisfecho hasta descubrir qué clase de criatura era el supervisor.

Cuando a la mañana siguiente Stormgren no llegó a la hora acostumbrada, Pieter Van Ryberg se sintió sorprendido y un poco molesto. Aunque el secretario general solía hacer un cierto número de llamadas antes de llegar a su oficina, siempre dejaba dicho algo. Esta mañana, para empeorar las cosas, había habido varios mensajes urgentes para Stormgren. Van Ryberg trató de localizarlo en media docena de oficinas y al fin abandonó disgustado su búsqueda.

Al mediodía se sintió alarmado y envió un coche a casa de Stormgren. Diez minutos más tarde oyó, sobresaltado, el sonido de una sirena, y una patrulla policial apareció en la avenida Roosevelt. Las agencias noticiosas debían de tener algunos amigos en ese coche, pues mientras Van Ryberg observaba cómo se acercaba la patrulla, la voz de la radio anunciaba al mundo que Pieter Van Ryberg ya no era un simple asistente, sino secretario general interino de las Naciones Unidas.

Si Van Ryberg no hubiese tenido tantas preocupaciones hubiera podido entretenerse en estudiar las reacciones de la prensa ante la desaparición de Stormgren. Durante este último mes los periódicos terrestres se habían dividido en dos facciones. La prensa occidental, en su conjunto, aprobaba el plan de Karellen de que fuesen todos los hombres ciudadanos del mundo. Los países orientales, por el contrario, mostraban violentos, aunque artificiales espasmos de orgullo nacional. Algunos de ellos no habían sido independientes sino por poco más de una generación, y sentían que ahora se les arrebataba el triunfo de las manos. La crítica a los superseñores era amplia y enérgica: después de un corto período inicial de extremas precauciones la prensa había descubierto rápidamente que podía afrontar a Karellen con todos los extremos de la rudeza sin que nunca ocurriese nada. Ahora estaba superándose a sí misma.

La mayoría de estos ataques, aunque enunciados en voz alta, no representaban la opinión de la mayoría del pueblo. A lo largo de las fronteras, que muy pronto desaparecerían para siempre, se habían doblado las guardias; pero los soldados se miraban de reojo, con una aún inarticulada amistad. Los políticos y los generales podían gritar y enfurecerse, pero los silenciosos y expectantes millones sentían que — no demasiado pronto — iba a cerrarse un largo y sangriento capítulo de la historia.


Y ahora Stormgren se había ido, nadie sabía adónde. El tumulto cesó de pronto, como si el mundo comprendiese que había perdido al único ser mediante el cual los superseñores, por sus propios y extraños motivos, hablaban con la Tierra. Una parálisis parecía haberse apoderado de los comentaristas de la prensa y la radiotelefonía; pero en medio del silencio la voz de la Liga de la Libertad proclamaba ansiosamente su inocencia.


Stormgren despertó envuelto por unas sombras muy densas. Todavía soñoliento, no se sorprendió. Luego, al recuperar totalmente la conciencia, se incorporó de un salto, buscó la llave de la luz junto a su cama, y tocó en la oscuridad un muro de piedra, frío y desnudo. Se sintió helado de pronto, con la mente y el cuerpo paralizados por el impacto de la sorpresa. Luego, sin creer casi en sus sentidos, se arrodilló en la cama y comenzó a explorar con las puntas de los dedos esa pared inesperadamente desconocida.

Estaba recién entregado a esa tarea cuando de pronto se sintió un clic, y una parte de la oscuridad se hizo a un lado. Stormgren alcanzó a distinguir la silueta de un hombre, recortado contra la luz pálida del fondo. Enseguida la puerta se cerró de nuevo, y las sombras volvieron a su sitio. Todo había sido tan rápido que Stormgren no había alcanzado a ver cómo era su habitación.

Un instante después, le cegó el resplandor de una poderosa linterna eléctrica. El rayo le iluminó la cara, se detuvo allí un momento, y luego descendió. Stormgren vio entonces que el techo no era más que una manta extendida sobre unos toscos tablones.

Una suave voz le habló desde la oscuridad. Su inglés era excelente, pero con un acento que Stormgren no pudo identificar al principio.

— Ah, señor secretario. Me alegra que ya esté despierto. Espero que se encuentre muy bien.

Había algo en esa última frase que llamó la atención a Stormgren. La airada pregunta que estaba a punto de hacer le murió en los labios. Miró fijamente las sombras y dijo al fin con calma:

— ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

El otro lanzó una risita.

— Varios días. Nos prometieron que no habría complicaciones. Me alegro de que así sea.

En parte para ganar tiempo, en parte para estudiar sus propias reacciones, Stormgren sacó las piernas fuera de la cama. Llevaba aún su pijama, pero estaba ahora terriblemente arrugado y bastante sucio. Sintió al moverse una ligera pesadez, no tanta como para sentirse molesto, pero sí suficiente como para probarle que le habían administrado alguna droga.

Se volvió hacia la luz.

— ¿Dónde estoy? — preguntó con una voz cortante — ¿Es esto obra de Wainwright?

— Por favor, no se excite — replicó la sombría figura — Por ahora no hablaremos de eso. Me imagino que sentirá hambre. Vístase y venga a comer.

El óvalo de luz corrió por las paredes y Stormgren tuvo por primera vez una idea cabal de las dimensiones del cuarto. Era apenas un cuarto en verdad, pues los muros parecían de roca viva, toscamente tallada. Comprendió que estaba bajo tierra, posiblemente a gran profundidad, Y si había pasado varios días inconsciente, podía encontrarse en cualquier lugar del mundo.

La linterna iluminó unas ropas apiladas sobre una valija.

— Esto le bastará por ahora — dijo la voz desde la oscuridad —. El lavado es aquí un verdadero problema, así que le hemos traído un par de sus trajes y una media docena de camisas.

— Ha sido usted muy considerado — dijo Stormgren con cierto humor.

— Lamentamos la ausencia de muebles y de luz eléctrica. El lugar es bastante conveniente, aunque es cierto que carece de amenidad.

— ¿Conveniente para qué? - preguntó Stormgren mientras se ponía una camisa. El contacto de la ropa familiar era curiosamente tranquilizador.

— Conveniente, nada más — dijo la voz —. Y a propósito, ya que vamos a pasar bastante tiempo juntos, será mejor que me llame Joe.

— A pesar de su nacionalidad — replicó Stormgren —. Es usted polaco, ¿no es cierto? Creo que podría pronunciar su verdadero nombre. No será peor que algunos nombres fineses.

Hubo una pequeña pausa, y la luz osciló un instante.

— Bueno, podía esperarme esto — dijo Joe resignadamente —. Tiene usted mucha práctica en esta clase de cosas.

— Es un entretenimiento bastante útil para un hombre como yo. Me parece que podría asegurar que vivió usted en los Estados Unidos, pero que no dejó Polonia hasta la edad de…

— Basta — dijo Joe con firmeza —. Ya que ha terminado de vestirse…

La puerta se abrió y Stormgren fue hacia la salida sintiéndose algo reconfortado con su pequeña victoria. Mientras Joe se apartaba para dejarlo pasar, se preguntó si su guardián estaría armado. Seguramente, y además tendría algunos amigos no muy lejos.

El corredor estaba débilmente iluminado por unas lámparas de aceite, y Stormgren, por primera vez, pudo ver a Joe con claridad. Era un hombre de unos cincuenta años, y pesaba quizá. más de cien kilos. Todo en él era enorme, desde el manchado traje de faena, que podía pertenecer al ejército de por lo menos doce países, hasta el asombroso anillo de sello que llevaba en la mano izquierda. Un hombre de tales proporciones no necesitaba llevar un arma. No sería difícil dar con él más tarde, ya fuera de aquí, pensó Stormgren. Se sintió un poco deprimido al darse cuenta de que Joe no podía ignorar este hecho.

Las paredes del corredor, aunque a veces cubiertas de cemento, eran casi siempre de roca viva. Se encontraban evidentemente en una mina abandonada, pensó. Stormgren. Sería difícil encontrar una cárcel mejor. Hasta ahora su rapto no le había preocupado mayormente. Había pensado que, pasase lo que pasase, los inmensos recursos de los superseñores lo localizarían con rapidez y le devolverían la libertad. Ahora no estaba tan seguro. Habían transcurrido varios días y no había pasado nada. Aun los poderes de Karellen debían de tener un límite, y si estaba en verdad enterrado en algún continente remoto, toda la ciencia de los superseñores sería impotente para encontrarlo.

En la habitación desnuda, pobremente iluminada, había otros dos hombres sentados a la mesa. Cuando Stormgren entró, alzaron los ojos con interés y hasta con bastante respeto. Uno de ellos le alcanzó una bandeja de sándwiches que Stormgren aceptó de buena gana. Aunque se sentía muy hambriento, hubiese preferido una comida más interesante, pero era obvio que sus acompañantes no se habían servido nada mejor.

Mientras comía, Stormgren lanzó una rápida ojeada a los tres hombres. Joe era, sin ninguna duda, el más notable de los tres, y no sólo por su tamaño. Los otros eran evidentemente sus ayudantes… individuos indescriptibles, cuyo origen Stormgren descubrió en seguida tan pronto como los sintió hablar.

Le sirvieron un poco de vino en un vaso bastante sucio, y Stormgren devoró el último de los sándwiches. Sintiéndose más dueño de sí mismo, se volvió hacia el enorme Joe.

— Bueno — dijo distraídamente —, quizá pueda decirme ahora qué significa todo esto, y qué espera obtener.

Joe carraspeó.

— Quiero dejar aclarado un punto — dijo el hombre —. Esto no tiene nada que ver con Wainwright. Wainwright se sorprenderá tanto como cualquiera.

Stormgren había esperado algo parecido, pero se preguntó por qué Joe estaría confirmando sus sospechas. Había imaginado, desde hacía mucho tiempo, la existencia de un movimiento extremista en el interior — o en las fronteras — de la Liga de la Libertad.

— Me interesaría saber — inquirió — cómo me han raptado.

Stormgren no esperaba que le respondiesen y quedó sorprendido ante la rapidez, y hasta el entusiasmo, con que el otro le contestó.

— Fue todo como en una película de Hollywood — dijo Joe alegremente —. No estábamos seguros de que Karellen no estuviese vigilándolo, así que tomamos muchas precauciones. Lo desmayamos introduciendo gas en el acondicionador de aire… Asunto sencillo. Luego lo llevamos al coche. Ninguna dificultad. Todo esto, debo advertírselo, no fue hecho por nuestra propia gente. Alquilamos… este… profesionales para hacer el trabajo. Podían haber caído en manos de Karellen — en realidad suponíamos que pasaría eso —, pero no se hubiera enterado entonces de nuestra existencia. El auto dejó su casa y fue hacia un túnel situado a unos mil kilómetros de Nueva York. Salió por el otro extremo del túnel llevando a un hombre inconsciente, extraordinariamente parecido al secretario general. Poco después un camión cargado de cajas metálicas salía en dirección opuesta y se encaminaba hacia un aeropuerto donde cargaron las cajas en un aeroplano. Una operación comercial perfectamente legítima. Estoy seguro de que los propietarios de esas cajas se sentirían horrorizados al saber qué uso les dimos.

«Mientras tanto el auto que había iniciado el trabajo continuaba su evasivo viaje hacia la frontera de Canadá. Quizá Karellen ya lo haya capturado. No lo sé ni me importa. Como usted puede ver — y espero que aprecie mi franqueza — todo nuestro plan dependió de una sola cosa. Estamos bastante seguros de que Karellen puede oír y ver todo lo que pasa en la superficie del mundo, pero a menos que utilice la magia, y no la ciencia, no podrá ver bajo tierra. Por lo tanto no se habrá enterado del cambio efectuado en el túnel, no antes que fuese demasiado tarde. Naturalmente, corrimos un riesgo, pero tomamos también algunas otras precauciones de las que prefiero no hablar. Quizá tengamos que utilizarlas otra vez, y sería una lástima revelar ahora el secreto.

Joe había relatado su historia con una satisfacción tan evidente que Stormgren no pudo evitar una sonrisa. Sin embargo, sintió también una gran preocupación. El plan era muy ingenioso, y era bastante posible que hubiesen engañado a Karellen. Stormgren no tenía la seguridad de que los superseñores ejerciesen sobre él alguna especie de vigilancia protectora. Tampoco la tenía Joe, era indudable. Quizá por eso se había mostrado tan franco; quería estudiar las reacciones de Stormgren. Bueno, tenía que aparentar confianza, cualesquiera que fuesen sus verdaderos sentimientos.

— Tienen que ser un atajo de tontos — dijo Stormgren desdeñosamente — si creen que van a engañar con tanta facilidad a los superseñores. Y en cualquier caso ¿qué beneficio piensan obtener con todo esto?

Stormgren rehusó un cigarrillo. Joe encendió otro y se sentó en el borde de una silla. Se oyó. un sospechoso crujido y el hombre se incorporó otra vez rápidamente.

— Nuestros motivos — comenzó a decir — son bastante claros. Descubrimos que los argumentos son inútiles, así que tuvimos que tomar otras medidas. Ya ha habido varios movimientos secretos, y hasta Karellen, con todos sus poderes, no ha podido dominarlos con facilidad. Vamos a luchar por nuestra independencia. No interprete mal. No ejerceremos ninguna violencia física, al principio por lo menos, pero recuerde que los superseñores tienen que usar a seres humanos como agentes. Nosotros nos encargaremos de que esa tarea sea bastante incómoda.

Y empiezan conmigo, supongo, pensó Stormgren. Se preguntó si el otro le habría contado algo más que una fracción de toda la historia. ¿Pensaban realmente que estos métodos criminales llegarían a influir en Karellen? Por otra parte era cierto que un movimiento de resistencia bien organizado traería problemas muy difíciles. Pues Joe había señalado con exactitud el punto débil de la política de los superseñores. En última instancia todas sus órdenes eran ejecutadas por seres humanos. Si se aterrorizase a los hombres hasta llevarlos a la desobediencia, podría derrumbarse todo el sistema. Pero era sólo una débil posibilidad. Stormgren confiaba en que Karellen encontraría muy pronto alguna solución.

— ¿Qué intentan hacer conmigo? — preguntó Stormgren al fin —. ¿Estoy aquí como rehén?

— No se preocupe. Lo vamos a cuidar. Dentro de unos días vendrán algunas visitas y hasta entonces trataremos de entretenerlo del mejor modo posible.

Añadió algunas palabras en su propio idioma y uno de los otros sacó un paquete de naipes todavía sin abrir.

— Los hemos comprado especialmente para usted — explicó Joe — Leí en el Times el otro día que es usted un buen jugador de póker. - Su voz se hizo grave de pronto. - Espero que tenga bastante dinero en su cartera — añadió con ansiedad — No la hemos revisado. Después de todo nos sería difícil aceptar cheques.

Stormgren, confuso, miró inexpresivamente a sus guardianes. Luego, mientras iba comprendiendo la comicidad de la situación, le pareció sentir que le estaban sacando de encima todos los cuidados y preocupaciones de su cargo. Todo quedaba en manos de Ryberg. Cualquier cosa que ocurriese, él ya nada podía hacer. Y ahora estos fantásticos criminales lo invitaban ansiosamente a jugar al póker.

De pronto, alzó la cabeza y rió como no lo hacía desde muchos años atrás.


Era indudable, pensó Van Ryberg — malhumorado, que Wainwright decía la verdad. Podía tener sus sospechas, pero no sabía quién había secuestrado a Stormgren. Ni siquiera aprobaba el secuestro. Van Ryberg suponía que los extremistas de la Liga habían tratado durante un tiempo de que Wainwright adoptara una política más activa. Ahora estaban tomando el asunto entre sus propias manos.

La organización del secuestro había sido excelente. Stormgren podía estar en cualquier lugar del mundo, y había muy pocas esperanzas de encontrarlo. Sin embargo algo había que hacer, decidió Van Ryberg, y rápido. A pesar de sus bromas ocasionales, Karellen lo aterrorizaba. La idea de comunicarse directamente con el supervisor le parecía espantosa, pero no había aparentemente otra alternativa.

Las secciones de comunicación ocupaban todo el último piso del edificio. Hileras de máquinas de imprimir, algunas silenciosas, otras sonoramente ocupadas, se perdían en la distancia. De ellas brotaba un río infinito de estadísticas: cifras de producción, censos, y toda la contabilidad del sistema económico de la Tierra. Allá arriba, en algún lugar de la nave de Karellen, debía de extenderse el equivalente de esta enorme habitación, y Van Ryberg se preguntaba, mientras un estremecimiento le corría por la médula, qué móviles sombras irían a recoger los mensajes terrestres.

Pero hoy no tenía interés en estas máquinas ni en el trabajo de rutina que estaban realizando. Fue hacia la pequeña habitación privada en la que, se suponía, sólo Stormgren podía entrar. Habían forzado la cerradura y el jefe de comunicaciones ya estaba esperando.

— Es una teletipo común — le dijo el hombre —, con el teclado de una máquina de escribir. Hay también una máquina facsimilar, por si se deseara enviar alguna información tabular, o alguna fotografía, pero me ha dicho usted que no va a necesitarla.

Van Ryberg asintió distraídamente.

— Eso es todo, gracias — dijo — No espero estar aquí mucho tiempo. Luego vuelva a cerrar y entrégueme las llaves.

Esperó a que el jefe de comunicaciones se alejara y se sentó ante la teletipo. Era una máquina, como Van Ryberg lo sabía, muy poco usada, ya que todos los asuntos entre Karellen y Stormgren se discutían en las reuniones semanales. Como se trataba en cierto modo de un circuito de emergencia, esperaba una respuesta rápida.

Tras algunos titubeos comenzó a transcribir con dedos inseguros su mensaje. La máquina ronroneó serenamente y las palabras brillaron durante algunos segundos en la pantalla oscurecida. Luego Van Ryberg se echó hacia atrás y esperó la respuesta.

Había pasado apenas un minuto, cuando la máquina comenzó nuevamente a zumbar. Van Ryberg se preguntó, no por primera vez, si el supervisor dormiría en algún momento.

El mensaje era tan breve como desalentador.

NO HAY INFORMACIÓN. DEJO EL ASUNTO ENTERAMENTE EN SUS MANOS. K.

Con bastante amargura, y sin ninguna satisfacción, Van Ryberg comprendió cuánta responsabilidad había caído sobre él.


Durante los últimos tres días Stormgren había estado estudiando atentamente a sus guardias. Joe era el único importante. Los otros eran seres totalmente prescindibles, la gentuza que suele merodear alrededor de los movimientos ilegales. El ideal de la Liga de la libertad no tenía ningún significado para ellos. Sólo les preocupaba una cosa: ganarse la vida con un mínimo de trabajo.

Joe era indudablemente un individuo más complejo, aunque a veces le recordaba a Stormgren un bebé excesivamente desarrollado. Las interminables partidas de póker alternaban con violentas discusiones sobre política, y pronto fue evidente para Stormgren que el enorme polaco no había pensado nunca con seriedad en la causa por la que estaba luchando. La emoción y un extremo conservadurismo nublaban todos sus argumentos. La larga lucha por la independencia que había sobrellevado su patria lo había condicionado de tal modo que Joe vivía en otra época. Era un pintoresco sobreviviente, un ser completamente inútil dentro de un sistema ordenado. Si ese tipo de hombre desapareciese, el mundo sería un lugar más seguro, pero menos interesante.

No había ninguna duda, por lo menos para Stormgren, de que Karellen no había podido encontrarlo. Había tratado de alardear ante sus guardianes pero estos no se convencían. Stormgren estaba seguro de que lo habían retenido para ver si Karellen actuaba. Ahora que nada había ocurrido seguirían adelante con sus planes.

No se sorprendió cuando unos pocos días después Joe le dijo que esperaban visitas. Durante el último tiempo el grupo había mostrado una nerviosidad creciente, y el prisionero sospechó que los líderes del movimiento, viendo que había pasado el peligro, venían a buscarlo.

Estaban esperando, reunidos alrededor de la desvencijada mesita, cuando Joe le indicó cortésmente que pasara al vestíbulo. A Stormgren le causó gracia advertir que su carcelero llevaba ahora, muy ostentosamente, una enorme pistola. Los dos compinches habían desaparecido, y hasta Joe parecía intimidado.

Stormgren advirtió en seguida que se encontraba ante hombres de mucho mayor calibre. El grupo le recordó una fotografía de Lenin y sus compañeros en los primeros días de la revolución rusa. Había en esos seis hombres la misma fuerza intelectual, la misma férrea determinación, y la misma dureza. Joe y sus cómplices eran inofensivos. Estos eran los verdaderos cerebros de la organización.

Con un breve movimiento de cabeza Stormgren caminó hacia la única silla vacía tratando de revelar cierto dominio de sí mismo. Mientras se acercaba, el más grueso de los hombres sentado en el otro extremo de la mesa, se inclinó hacia adelante y clavó en él unos ojos penetrantes y grises. Stormgren se sintió tan incómodo que olvidó sus propósitos y habló inmediatamente.

— Me imagino que han venido ustedes a discutir mi situación. ¿Cuál es el precio de mi rescate?

Advirtió que en el fondo del vestíbulo alguien tomaba notas en un cuaderno de taquigrafía. Todo tenía un aspecto muy comercial.

El líder replicó con un musical acento galés:

— Puede usted plantearlo así, señor secretario. Pero no tenemos interés en el dinero, sino en la información.

Ah, pensó Stormgren, era un prisionero de guerra, y esto un interrogatorio.

— Ya sabe cuáles son nuestros motivos — continuó el otro con su suave voz cantarina — Llámenos, si quiere, un movimiento de resistencia. Creemos que tarde o temprano la Tierra tendrá que luchar por su libertad, pero comprendemos que esa lucha sólo puede utilizar métodos indirectos tales como la desobediencia y el sabotaje. Lo hemos raptado en parte para mostrarle a Karellen que estamos decididos a todo, y bien organizados; pero, principalmente, porque usted es el único hombre que puede informarnos sobre los superseñores. Es usted un ser razonable, señor secretario. Coopere con nosotros y pronto lo pondremos en libertad.

— ¿Qué quieren saber con exactitud? — Preguntó Stormgren cauteloso, sintiendo que aquellos ojos extraordinarios le horadaban la mente. Nunca había visto unos ojos semejantes. Enseguida volvió a oírse aquella voz cadenciosa:

— ¿Sabe usted qué o quiénes son realmente los superseñores?

Stormgren casi sonrió.

— Créame — dijo —. Estoy tan ansioso como usted por saberlo.

— ¿Entonces contestará nuestras preguntas?

— No hago promesas. Pero trataré.

Hubo un leve suspiro de alivio de parte de Joe, y un murmullo de expectación corrió alrededor del vestíbulo.

— Tenemos una idea general — continuó el otro —, acerca de las circunstancias que rodean su encuentro con Karellen. Le agradeceríamos que nos las describiera con cuidado sin olvidar ningún detalle importante.

Esto era bastante inofensivo, pensó Stormgren. Lo había explicado ya centenares de veces, y parecería que quería cooperar. Todas éstas eran inteligencias agudas y quizá podrían descubrir algo nuevo. Si llegaban a adivinar algo interesante se sentiría agradecido. Por el momento no creía que su explicación pudiera dañar a Karellen.

Stormgren buscó en sus bolsillos y sacó un lápiz y un sobre usado. Dibujando rápidamente comenzó a decir:

— Usted sabe, por supuesto, que una pequeña máquina voladora, sin ningún medio visible de propulsión, viene a buscarme a intervalos regulares y me lleva hasta la nave de Karellen. Entra en el casco y… usted ha visto sin duda los films telescópicos que se tomaron de esa operación. La puerta se abre de nuevo — Si eso puede llamarse una puerta — y yo entro en un cuartito donde hay una mesa, una silla y una pantalla. La distribución es más o menos ésta.

Stormgren acercó el plano hacia el viejo galés, pero aquellos ojos extraños no se volvieron hacia el sobre. Siguieron fijos en el rostro del secretario. Mientras Stormgren los miraba, algo pareció cambiar en el interior de esas pupilas. Un profundo silencio reinaba ahora en el cuarto. Stormgren oyó que Joe, sentado a sus espaldas, lanzaba un hondo y repentino suspiro.

Preocupado y confuso, Stormgren volvió a mirar al galés, y entonces, lentamente, comprendió. Aturdido, arrugó el sobre y lo dejó caer.

Ahora comprendía por qué esos ojos grises le habían afectado de un modo tan raro. El hombre era ciego.


Van Ryberg no había tratado de comunicarse otra vez con Karellen. Gran parte del trabajo de su departamento — la transmisión de la información estadística, los resúmenes de la prensa mundial, y otras cosas semejantes — habían continuado automáticamente. En París los abogados estaban todavía discutiendo el proyecto de Constitución del Mundo, pero eso, por el momento, no le preocupaba. Faltaban dos semanas para terminar los últimos borradores, de acuerdo con la fecha indicada por el supervisor. Si por ese entonces el trabajo no estaba todavía listo, ya haría Karellen lo que creyese más conveniente.

Y todavía no había noticias de Stormgren.

Van Ryberg se encontraba dictando un informe cuando el teléfono de emergencia comenzó a sonar. Tomó el receptor y escuchó con una creciente sorpresa. En seguida dejó. caer el aparato y corrió hacia la ventana. A lo lejos se elevaban unos gritos de asombro, y el tránsito estaba deteniéndose en las calles.

Era verdad. La nave de Karellen, aquel invariable símbolo de los superseñores, ya no estaba en el cielo. Examinó el espacio, hasta donde le alcanzaba la vista, y no vio ni una huella de la nave. Y luego, pareció como si la noche hubiese caído de pronto. Desde el norte, con su vientre sombrío tan negro como una nube de tormenta, la enorme nave volaba a baja altura sobre los rascacielos de Nueva York. Involuntariamente, Van Ryberg se encogió como esquivando la embestida del monstruo. Sabía que las naves de los superseñores eran realmente muy grandes; pero contemplarlas en lo alto del cielo no era lo mismo que verlas pasar sobre la propia cabeza como una nube de demonios.


Envuelto por la oscuridad de ese eclipse parcial Van Ryberg siguió con los ojos puestos en el horizonte hasta que la nave y su monstruosa sombra se perdieron en el sur. No se oía ningún ruido, ni siquiera el silbido del aire y Van Ryberg comprendió que la nave, a pesar de su aparente cercanía, había pasado por lo menos a un kilómetro de altura. En seguida una ola de aire estremeció el edificio. En alguna parte una ventana estalló hacia adentro, y se oyó el ruido de unos vidrios rotos.

Todos los teléfonos de la oficina habían comenzado a sonar, pero Van Ryberg no se movió. Apoyado en el borde de la ventana, clavaba los ojos en el sur, paralizado por la presencia del poder ilimitado.


Stormgren hablaba con la impresión de que su mente recorría a la vez dos caminos distintos. En uno de ellos desafiaba a los hombres que lo habían capturado, en el otro esperaba que estos hombres lo ayudasen a descubrir el secreto de Karellen. Era un juego peligroso. Sin embargo, y ante su sorpresa, estaba gozando con ese juego.

El galés ciego había dirigido casi todo el interrogatorio. Era fascinante ver cómo esa mente ágil probaba una puerta tras otra, examinando y rechazando todas las teorías abandonadas ya por Stormgren. Al fin se echó hacia atrás con un suspiro.

— Así no vamos a ninguna parte — dijo resignada. mente —. Necesitamos más hechos, y estos requieren acción y no discusiones. - Los ojos ciegos parecieron fijarse pensativamente en el secretario. Luego, durante un momento, sus dedos tamborilearon nerviosamente sobre la mesa. El primer indicio de inseguridad advirtió Stormgren. Al fin el galés continuó: — Estoy un poco sorprendido, señor secretario, de que no haya tratado usted de saber algo más acerca de Karellen.

— ¿Y qué sugiere usted? — preguntó Stormgren fríamente, tratando de ocultar su interés —. Ya le he dicho que ese cuarto tiene una sola salida… y que esa salida conduce directamente a la Tierra.

— Me imagino que seria posible — reflexionó el otro — diseñar algunos instrumentos capaces de ayudarnos.

No soy hombre de ciencia, pero el problema merece investigarse. ¿Si le devolvemos la libertad colaborará con nosotros?

— De una vez por todas — dijo Stormgren agriamente, aclaremos mi posición. Karellen está trabajando por un mundo unido, y yo no voy a ayudar a quienes lo combaten. No sé cuáles serán los propósitos del supervisor, pero creo que son buenos.

— ¿Qué pruebas tiene usted?

— Todos sus actos, desde que las naves aparecieron en el cielo. Lo desafío a que me mencione uno solo que no haya resultado, en última instancia, beneficioso. - Stormgren calló unos instantes dejando que su mente recorriera los sucesos de los últimos años y al fin sonrió. - Si quiere usted una sola prueba de la esencial… cómo diría… benevolencia de los superseñores, recuerde aquella orden que lanzaron al mes escaso de su llegada prohibiendo la crueldad con los animales. Si hubiese tenido hasta entonces alguna duda sobre Karellen esa orden la hubiese borrado del todo, aunque le aseguro que me costó más preocupaciones que ninguna otra.

Esto era apenas una exageración, pensó Stormgren. El incidente había sido en verdad extraordinario, el primer indicio del odio que los superseñores sentían por la crueldad. Ese odio, y su pasión por la justicia y el orden, parecían ser las emociones que dominaban sus vidas… si uno podía juzgarlos por sus actos.

Y sólo aquella vez se mostró Karellen enojado o al menos con la apariencia del enojo. «Pueden matarse entre ustedes si les gusta — había dicho el mensaje, «ese es un asunto que queda entre ustedes y sus leyes. Pero si matan, salvo que sea para comer o en defensa propia, a los animales con quienes ustedes comparten el mundo… entonces tendrán que responder ante mí».

Nadie sabía exactamente la amplitud que podía tener este edicto o qué haría Karellen para asegurar su cumplimiento. No hubo mucho que esperar.

La plaza de toros estaba colmada cuando los matadores y sus acompañantes iniciaron su desfile. Todo parecía normal. La brillante luz del sol chispeaba sobre los trajes tradicionales, la muchedumbre, como tantas otras veces, alentaba a sus favoritos. Sin embargo, aquí y allá algunos rostros estaban vueltos ansiosamente hacia el cielo, hacia la lejana sombra de plata que flotaba a cincuenta kilómetros por encima de Madrid.

Los matadores habían ocupado ya sus lugares y el toro había entrado bufando en la arena. Los flacos caballos, con las narices dilatadas por el terror, daban vueltas a la luz del sol mientras sus jinetes trataban de que enfrentasen al enemigo. Se dio el primer lanzazo — se produjo el contacto — y en ese momento se oyó un ruido que jamás hasta entonces había sonado en la Tierra.

Era la voz de diez mil personas que gritaban de dolor ante una misma herida; diez mil personas que, al recobrarse de su sorpresa, descubrieron que estaban ilesos. Pero aquel fue el fin de la corrida y en verdad de todas las corridas, pues la novedad se extendió rápidamente. Es bueno recordar que los aficionados estaban tan confundidos que sólo uno de cada diez se acordó de pedir que le devolvieran el dinero, y que el diario londinense Daily Mirror empeoró aún más las cosas sugiriendo que los españoles adoptaran el cricket como nuevo deporte nacional.

— Quizá tenga usted razón — replicó el viejo galés —. Posiblemente los motivos de los superseñores son buenos, de acuerdo con sus puntos de vista, que a veces pueden ser similares a los nuestros; pero son unos entrometidos. Nunca les pedimos que viniesen a poner el mundo patas arriba, a destrozar ideales (sí, y naciones) que tantos sacrificios costaron.

— Soy de un pequeño país que ha tenido que luchar duramente por su libertad — replicó Stormgren —. Sin embargo, estoy de parte de Karellen. Usted podrá molestarlo, hasta oponerse al cumplimiento de sus fines, pero al fin todo será igual. Creo que es usted sincero. Teme que la tradición y la cultura de los pequeños países puedan desaparecer cuando el Estado Mundial sea una realidad. Pero se equivoca. Aún antes que los superseñores llegasen a la Tierra el Estado soberano ya estaba agonizando. Los superseñores no han hecho más que apresurar su fin. Nadie puede salvarlo ahora… y nadie tiene que tratar de salvarlo.

No hubo respuesta. El hombre sentado ante Stormgren no se movió ni habló. Se quedó allí, inmóvil, con los labios entreabiertos, y los ojos ciegos ahora sin vida. Los otros parecían también petrificados, con unas posturas forzadas y antinaturales. Con un gemido de horror Stormgren se incorporó y retrocedió hacia la puerta. Y de pronto algo rompió el silencio.

— Un hermoso discurso, Rikki. Gracias. Y ahora creo que podemos irnos.

Stormgren giró sobre sus talones y clavó los ojos en el sombrío corredor. Una esfera de metal, pequeña y lisa, flotaba a la altura de sus ojos; la fuente, sin duda alguna, de las misteriosas fuerzas a que habían recurrido los superseñores. Era difícil estar seguro, pero Stormgren creía oír un débil zumbido, como una colmena de abejas en un somnoliento día de verano.

— ¡Karellen! ¡Gracias a Dios!¿Pero qué ha hecho usted?

— No se preocupe. Todos están bien. Puede llamarlo una parálisis, aunque es algo mucho más sutil. Están viviendo mil veces más lentamente que de costumbre. Cuando nos hayamos ido no sabrán qué pasó.

— ¿Los va a dejar aquí hasta que llegue la policía?

— No. Tengo un plan muy superior. Los dejaré en libertad.

Stormgren se sintió aliviado de algún modo. Lanzó una mirada de despedida al cuartito y sus helados ocupantes. Joe se sostenía en un pie, mirando estúpidamente el vacío. De pronto Stormgren se echó a reír y se revisó los bolsillos.

— Gracias por la hospitalidad, Joe — dijo —. Quiero dejarle un recuerdo.

Examinó varias hojas de papel hasta que encontró los números que buscaba. Luego, en una hoja razonablemente limpia, escribió cuidadosamente:

BANCO DE MANHATTAN

Páguese a Joe la suma de ciento treinta y cinco dólares y cincuenta centavos (135,50).

R. Stormgren.

Mientras dejaba la hoja de papel al lado del polaco, oyó la voz de Karellen que preguntaba:

— ¿Qué está usted haciendo, exactamente?

— Los Stormgren siempre pagan sus deudas. Los otros dos hacían trampa, pero Joe jugaba con corrección. Por lo menos nunca lo sorprendí trampeando.

Stormgren caminó hacia la puerta aliviado y alegre, como con cuarenta años menos. La esfera de metal se apartó para dejarlo pasar. Pensó que se trataba de una especie de robot. Eso explicaba que Karellen hubiese podido entrar en el túnel subterráneo.

— Siga derecho cien metros — dijo la esfera, con la voz de Karellen —. Luego doble hacia la izquierda y recibirá nuevas instrucciones.

Stormgren se adelantó con rapidez aunque comprendía que no había por qué apresurarse. La esfera se quedó allí, suspendida en el corredor, cubriéndole, quizá, la retirada.

Un minuto después se encontró con una segunda esfera, que lo esperaba en un ramal del corredor.

— Le falta un kilómetro — dijo la esfera —. Conserve la izquierda hasta que volvamos a vernos.

Seis veces se encontró Stormgren con las esferas mientras caminaba hacia la salida. Al principio se preguntó si el robot estaría adelantándosele. Luego pensó que se trataba de un circuito de máquinas instalado en las profundidades de la mina. A la salida, algunos guardianes formaban un grupo de increíble estatuaria, vigilados por otra de las ubicuas esferas. En la falda de una loma, a unos pocos metros, descansaba la máquina volante que llevaba a Stormgren a la nave de Karellen.

Stormgren se detuvo un momento, parpadeando a la luz del sol. Luego vio las arruinadas maquinarias, y más lejos un camino abandonado que se perdía entre unos montes. A unos pocos kilómetros de distancia un bosque muy denso rozaba la base de los montes, y mucho más allá se podía ver el agua brillante de un extenso lago. Stormgren sospechó que se encontraba en algún lugar de Sudamérica, aunque no era fácil decir de dónde nacía esa impresión.

Mientras subía a la máquina volante, lanzó una última mirada a los hombres helados. Luego la puerta se cerró y Stormgren se dejó caer, con un suspiro de alivio, en el asiento familiar.

Esperó un rato, mientras recobraba el aliento, y luego emitió una expectante y única sílaba:

— ¿Bien?

— Lamento no haberlo rescatado antes. Pero usted comprenderá que era importantísimo que se reuniesen todos los jefes.

— ¿Quiere usted decir — balbuceó Stormgren — que supo siempre dónde estaba yo? Si lo hubiese pensado…

— No se apresure — dijo Karellen —. Por lo menos déjeme terminar.

— Muy bien — dijo Stormgren sombríamente —, escucho.

Estaba empezando a sospechar que había sido sólo un cebo en una trampa preparada de antemano.

— Yo tenía un… quizá «rastreador» es la palabra más apropiada… que lo seguía a usted a todas partes — comenzó a decir Karellen —. Aunque sus últimos amigos suponían correctamente que yo no podría seguirlo bajo tierra, logré mantener el contacto hasta que lo metieron a usted en la mina. El traspaso en el túnel fue algo ingenioso, pero cuando el primer automóvil dejó de reaccionar el plan quedó al descubierto y volví a localizarlo a usted inmediatamente. Luego todo se redujo a esperar. Era indudable que tan pronto como creyesen que yo lo había perdido, los jefes vendrían a la mina y podríamos capturarlos.

— ¡Pero los dejó escapar!

— Hasta ahora — continué Karellen — yo no podía decir quiénes eran, entre los dos billones que habitan en este planeta, las verdaderas cabezas de la organización. Ahora que han sido identificados podré seguir con facilidad sus movimientos y estudiar detenidamente, si así lo deseo, todos sus actos. Será mejor que meterlos en la cárcel. Si dejan de actuar traicionarán a sus otros camaradas. Están totalmente neutralizados, y no lo ignoran. El rescate les parecerá inexplicable, pues usted se habrá desvanecido ante ellos.

Los ecos de aquella risa profunda llenaron la minúscula habitación.

— El asunto parece una comedia, pero tiene un propósito muy serio. Más que los hombres de esta organización me importa el efecto moral que esto ejercerá en otros grupos.

Stormgren se quedó callado unos instantes. No estaba totalmente satisfecho, pero comprendía el punto de vista de Karellen, y ya no se sentía tan irritado.

— Lamento tener que hacerlo en estos últimos días — dijo al fin —, pero voy a instalar una guardia permanente en mi casa. Que la próxima vez secuestren a Peter. A propósito, ¿cómo se ha portado?

— Lo he observado con atención durante esta última semana sin mezclarme en sus asuntos. En general ha llevado todo muy bien, pero no es hombre para ese puesto.

— Suerte para él — dijo Stormgren, aún un poco molesto —. Y a propósito, ¿le ha llegado algún mensaje de sus superiores… acerca de esa ocultación? He visto que sus enemigos se apoyan principalmente en ese argumento. «Nunca creeremos en los superseñores hasta que se muestren en público» me decían, una y otra vez.

Karellen suspiró.

— No. No he recibido nada. Pero ya sé cuál será la respuesta.

Stormgren, como otras veces, no insistió; pero se le ocurría que ahora podía esbozar un plan. Recuerdo las palabras del galés. Sí, quizá podían inventar algunos instrumentos…

Se había rehusado ante la presión de aquellos hombres, y ahora lo intentaría quizá voluntariamente.

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