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El secretario general de las Naciones Unidas, de pie e inmóvil junto a la larga ventana, miraba fijamente el apretado tránsito de la calle Cuarenta y tres. A veces se preguntaba si convendría que un hombre trabajase a una altura tal por encima de sus semejantes. El aislamiento estaba muy bien, pero podía convertirse fácilmente en indiferencia. ¿O sólo estaba tratando de racionalizar su desagrado por los rascacielos, aún intacto después de veinte años de vivir en Nueva York?

Oyó que se abría la puerta, pero no se volvió. Pieter Van Ryberg entró en la oficina. Sobrevino la inevitable pausa mientras Pieter miraba con desaprobación el termostato. Todo el mundo repetía la broma de que al secretario general le gustaba vivir en una heladera. Stormgren esperó a que su ayudante se acercase y al fin apartó los ojos de aquel familiar, pero siempre fascinante panorama.

— Se han retrasado — dijo —. Wainwright debía de estar aquí desde hace cinco minutos.

— Acabo de hablar con la policía. Lo acompaña una verdadera procesión y han desordenado el tránsito. Llegará de un momento a otro. - Van Ryberg se detuvo y luego añadió, abruptamente: — ¿Está usted todavía seguro de que es una buena idea la de verse con él?

— Temo que sea un poco tarde para arrepentirse. Al fin y al cabo me mostré de acuerdo… Aunque usted sabe que no fui yo quien tuvo esa idea.

Stormgren se había acercado al escritorio y estaba jugando con su famoso pisapapeles de uranio. No estaba nervioso, sólo indeciso. Hasta le alegraba que Wainwright llegase tarde, pues eso le daría una pequeña ventaja moral en el momento de iniciarse la conferencia. Tales trivialidades tienen más importancia en los asuntos humanos que la deseada por cualquier persona lógica y razonable.

— ¡Ahí están! — dijo de pronto Van Ryberg, apretando la cara contra la ventana — Vienen por la avenida… Son casi unos tres mil, me parece.

Stormgren recogió una libreta de notas y se unió a su ayudante. A casi un kilómetro de distancia, una pequeña, pero compacta multitud venía hacia el edificio del secretariado. Traían unos estandartes y carteles desde aquí indescifrables, pero Stormgren sabía muy bien qué decían. Ahora ya se podía oír, elevándose por encima de los ruidos del tránsito, el inevitable coro de voces. Stormgren se sintió bañado por una repentina ola de disgusto. ¿No estaba hartó el mundo de ese desfile de multitudes y de esos inflamados lemas?

La multitud había llegado ahora frente al edificio. Debían de saber que Stormgren los miraba, pues aquí y allí unos puños se elevaron en el aire. No estaban desafiándolo, aunque indudablemente querían que Stormgren viese el ademán. Como pigmeos que amenazasen a un gigante, esos puños airados se alzaban directamente contra el cielo, contra la brillante nube de plata que flotaba a cincuenta kilómetros de altura: la nave enseña de la flota de los superseñores.

Y probablemente, pensó Stormgren, Karellen observaba también la escena, y muy divertido. La reunión no se hubiera celebrado nunca sin la intervención del supervisor.

Stormgren se encontraba por primera vez con el jefe de la Liga de la Libertad. Ya no se preguntaba si eso sería prudente. Los planes del supervisor eran a veces excesivamente sutiles para el mero entendimiento humano. Por lo menos Stormgren no creía que pudiese nacer de allí mal alguno. Si se hubiese rehusado a ver a Wainwright la Liga hubiera utilizado esa actitud como un arma.

Alexander Wainwright era un hombre alto, elegante, de unos cincuenta años, totalmente honesto, y por lo mismo doblemente peligroso. Pues su obvia sinceridad hacía difícil no gustar de él, aunque uno no simpatizara con sus ideales… y con algunos de los hombres que había atraído a sus filas.

Stormgren no perdió tiempo, una vez que Van Ryberg los presentó brevemente y con cierta tirantez.

— Supongo — comenzó a decir — que el objeto principal de su visita es el de protestar formalmente contra el esquema de la federación. ¿No es así?

Wainwright asintió gravemente con un movimiento de cabeza.

— Esa es mi intención, señor secretario. Como usted sabe hemos tratado durante todo este último lustro de hacer comprender a la raza humana el peligro que la acecha. Ha sido una tarea difícil, pues casi nadie parece lamentar que los superseñores gobiernen el mundo a su antojo. Sin embargo, más de cinco millones de patriotas, y de todos los países, han firmado nuestra petición,

— No es un número muy impresionante en una población de dos billones y medio.

— Es un número que no puede ser ignorado, señor. Y por cada persona que ha decidido firmar, hay otros muchos que dudan de la sabiduría, para no mencionar la justicia, de este proyecto de federación. Ni el supervisor Karellen, con todos sus poderes, puede borrar mil años de historia de un solo plumazo.

— ¿Quién conoce los poderes de Karellen? — replicó Stormgren —. Cuando yo era niño la Federación Europea parecía un sueño, pero antes de que yo llegase a la madurez ya era realidad. Y eso ocurrió antes de la llegada de los superseñores. Karellen no hace más que terminar el trabajo comenzado por nosotros.

— Europa era una unidad geográfica y cultural. El mundo, no. Esa es la diferencia.

— Para los superseñores — replicó Stormgren sarcásticamente — la Tierra es quizá bastante más pequeña que Europa para nuestros padres, y el punto de vista de esas criaturas, hay que reconocerlo, es más evolucionado que el nuestro.

— No me opongo a la idea de una federación como último objetivo, aunque muchos de mis adherentes no estén de acuerdo. Pero esa federación tiene que nacer desde dentro; no puede ser impuesta desde fuera. Hemos de elaborar nuestro propio destino. ¡No queremos interferencias en los asuntos humanos!

Stormgren suspiró. Había oído todo eso cientos de veces, y sabía que sólo había una respuesta, una antigua respuesta que la Liga no estaba dispuesta a aceptar. El confiaba en Karellen, y ellos no. Esa era la diferencia más importante, y nada podía hacerse a ese respecto. Por suerte la Liga tampoco podía hacer nada.

— Permítame hacerle algunas preguntas — dijo —. ¿Puede negar que los superseñores han traído seguridad, paz y prosperidad a todo el mundo?

— Es cierto. Pero nos han privado de la libertad. No sólo de pan…

— …vive el hombre. Ya lo sé. Pero por primera vez el hombre está seguro de poder conseguir por lo menos eso. Y de cualquier modo, ¿qué libertad hemos perdido en relación con la que nos han dado los superseñores?

— La libertad de gobernar nuestras propias vidas, guiados por la mano de Dios.

Al fin, pensé Stormgren, hemos llegado a la raíz del asunto. El conflicto era esencialmente religioso, aunque adoptase numerosos disfraces. Wainwright no permitía olvidar que era un clérigo. Aunque ya no usase el cuellito clerical, se tenía la constante impresión de que el aditamento estaba todavía allí.

— El mes pasado — apuntó Stormgren — un centenar de obispos, cardenales y rabinos firmaron una declaración en apoyo de la política del supervisor. El mundo religioso está contra usted.

Wainwright sacudió agriamente la cabeza.

— Muchos jefes están ciegos. Han sido corrompidos por los superseñores. Cuando comprendan el peligro será demasiado tarde, La humanidad habrá perdido su iniciativa y será sólo una raza subyugada.

El silencio se prolongó durante un rato. Al fin Stormgren replicó:

— Dentro de tres días volveré a encontrarme con el supervisor. Le explicaré sus objeciones, pues es mi deber representar los puntos de vista de todo el mundo. Pero eso no alterará nada, puedo asegurárselo.

— Hay otra cuestión — dijo Wainwright lentamente —. Tenemos muchas quejas contra los superseñores, pero detestamos, sobre todas las cosas, esa manía de ocultarse. Usted es el único hombre que ha hablado con Karellen, ¡y ni siquiera usted lo ha visto¡¿Puede sorprender acaso nuestra desconfianza?

— ¿A pesar de todo lo que ha hecho en favor de la humanidad?

— Si, a pesar de eso. No sé que nos ofende más, su omnipotencia, o esa vida secreta. Si no tiene nada que ocultar ¿por qué no se muestra abiertamente? ¡La próxima vez que hable con el supervisor, señor Stormgren, pregúntele eso!

Stormgren calló. No tenía nada que decir, nada por lo menos que pudiera convencer a ese hombre. A veces se preguntaba si él mismo, Stormgren, estaría convencido.


Fue, por supuesto, una operación sin importancia desde el punto de vista de los superseñores, pero para la Tierra no hubo, en toda su historia, un acontecimiento más extraordinario. Las grandes naves descendieron desde los inmensos y desconocidos abismos del espacio sin ningún aviso previo. Innumerables veces se había descrito ese día en cuentos y novelas, pero nadie había creído que llegaría a ocurrir. Y ahora allí estaban: las formas silenciosas y relucientes, suspendidas sobre todos los países como símbolos de una ciencia que el hombre no podría dominar hasta después de muchos siglos. Durante seis días habían flotado inmóviles sobre las ciudades, sin reconocer, aparentemente, la existencia del hombre. Pero no era necesario. Esas naves no habían ido a pararse tan precisamente y sólo por casualidad sobre Nueva York, Londres, París, Moscú, Roma, Ciudad del Cabo, Tokio, Camberra…

Aún antes que aquellos días aterradores terminaran, algunos ya habían sospechado la verdad. No se trataba de un primer intento de contacto por parte de una raza que nada sabía del hombre. Dentro de esas naves inmóviles y silenciosas, unos expertos psicólogos estaban estudiando las reacciones humanas. Cuando la curva de la tensión alcanzase su cima, algo iba a ocurrir.

Y en el sexto día, Karellen, supervisor de la Tierra, se hizo conocer al mundo entero por medio de una transmisión de radio que cubrió todas las frecuencias. Habló en un inglés tan perfecto que durante toda una generación las más vivas controversias se sucedieron a través del Atlántico. Pero el contexto del discurso fue aún más sorprendente que su forma. Fue, desde cualquier punto de vista, la obra de un genio superlativo, con un dominio total y completo de los asuntos humanos. No cabía duda alguna de que su erudición y su virtuosismo habían sido deliberadamente planeados para que la humanidad supiese que se hallaba ante una abrumadora potencia intelectual. Cuando Karellen concluyó su discurso las naciones de la Tierra comprendieron que sus días de precaria soberanía habían concluido. Los gobiernos locales podrían retener sus poderes, pero en el campo más amplio de los asuntos internacionales las decisiones supremas habían pasado a otras manos. Argumentos, protestas, todo era inútil.

Era difícil que todas las naciones fuesen a aceptar mansamente semejante limitación de sus poderes. Pero una resistencia activa presentaba dificultades insuperables, pues la destrucción de las naves, si eso fuese posible, aniquilaría a las ciudades que estaban debajo. Sin embargo, una gran potencia hizo la prueba. Quizá los responsables pensaban matar dos pájaros de un tiro, pues el blanco se hallaba suspendido sobre las capital de una vecina nación enemiga.

Mientras la imagen de la enorme nave se agrandaba en la pantalla televisora del secreto cuarto de control, el pequeño grupo de oficiales y técnicos debió de haber experimentado muy diversas sensaciones. Si tenían éxito ¿qué acción emprenderían las otras naves? ¿Podrían ser también destruidas? ¿Volvería la humanidad a ser dueña de sus destinos? ¿O lanzaría Karellen alguna terrible venganza contra aquellos que lo habían atacado?

La pantalla se apagó de pronto. El proyectil atómico estalló ante el impacto y la imagen pasó de una cámara a otra que flotaba en el aire a varios kilómetros de altura. En esa fracción de segundo la bola de fuego ya se habría formado y estaría cubriendo el cielo con su fuego solar.

Sin embargo, no había pasado nada. La enorme nave flotaba intacta bañada por el intenso sol de las orillas del espacio. No sólo la bomba no había dado en el blanco, sino que nadie supo qué había ocurrido con el proyectil. Por otra parte, Karellen no tomó ninguna represalia, ni dio muestras de haberse enterado del ataque. Lo ignoró totalmente, dejando que los responsables se preguntasen cuándo llegaría la venganza. Fue un tratamiento más eficaz, y más desmoralizador que cualquier posible acción punitiva. El gobierno de la nación atacante se derrumbó pocas semanas después entre mutuas recriminaciones.

Hubo también alguna resistencia pasiva a la política del supervisor. Comúnmente Karellen vencía todas las dificultades dejando en libertad de acción a los rebeldes, hasta que estos comprendían que se estaban dañando a sí mismos al rehusarse a cooperar. Sólo una vez actuó en forma directa contra un gobierno recalcitrante.

Durante más de cien años la república sudafricana había sido el escenario de una lucha racial. Hombres de buena voluntad, de los dos bandos, habían tratado en vano de levantar un puente. El miedo y los prejuicios eran demasiado profundos como para permitir alguna cooperación. Los sucesivos gobiernos sólo se habían distinguido por su mayor o menor intolerancia; el país estaba envenenado por el odio y la amenaza de la guerra civil.

Cuando se hizo evidente que nada se intentaría para terminar con la discriminación racial, Karellen lanzó su advertencia. Se trataba sólo de una fecha y de una hora; nada más. Hubo alguna aprensión, pero no miedo ni pánico, pues nadie creía que los superseñores fuesen a emprender una acción que destruiría por igual a culpables e inocentes.

Y no lo hicieron. Sólo ocurrió que en el momento en que pasaba por el meridiano de la Ciudad del Cabo el sol desapareció de pronto. Sólo se veía un rojizo y pálido fantasma que no daba luz ni calor. De algún modo, allá en el espacio, la luz del sol había sido polarizada por dos campos cruzados que detenían todas las radiaciones. El área afectada era de unos quinientos kilómetros cuadrados, y perfectamente circular.

La demostración duró treinta minutos. Fue suficiente. Al otro día el gobierno sudafricano anunciaba que la minoría blanca gozaría de nuevo de todos sus derechos civiles.

Aparte de esos aislados incidentes, la raza humana había aceptado a los superseñores como parte del orden natural de las cosas. La conmoción inicial se desvaneció en un tiempo sorprendentemente corto, y el mundo siguió otra vez su curso. El mayor cambio que hubiese podido advertir algún nuevo Rip Van Winkle era el de una silenciosa expectación, un mental mirar sobre el hombro, como si la humanidad estuviese esperando la aparición de los superseñores, el momento en que saliesen de sus relucientes navíos.

Cinco años después aún estaba esperando. Eso, pensaba Stormgren, era la causa de todas las dificultades.


Cuando el coche de Stormgren entró en el aeropuerto ya estaban allí los habituales curiosos y las cámaras filmadoras. El secretario general cambió unas pocas palabras con su ayudante, recogió su portafolios, y atravesó la rueda de espectadores.

Karellen nunca lo hacía esperar. La multitud rompió en un — ¡oh! — de asombro y la burbuja de plata se agrandó allá en el cielo con pasmosa velocidad. Una ráfaga de aire movió las ropas de Stormgren cuando la navecilla fue a detenerse a cincuenta metros de distancia, flotando delicadamente a unos pocos centímetros del suelo, como si temiese contaminarse con la Tierra. Mientras se adelantaba lentamente, Stormgren advirtió aquellos pliegues ya familiares del inconsútil casco metálico, y enseguida apareció ante él la abertura que tanto había preocupado a los mejores hombres de ciencia. Dio un paso adelante y entró en la cámara única, débilmente iluminada. La entrada volvió a cerrarse, como si nunca hubiese estado allí, borrando los ruidos y las escenas del mundo exterior.

Cinco minutos más tarde volvió a abrirse. Aunque no había tenido ninguna sensación de movimiento, Stormgren sabía que estaba ahora a una altura de cincuenta kilómetros, en el mismo corazón de la nave de Karellen. Los superseñores iban y venían alrededor de Stormgren ocupados en sus misteriosos asuntos. Se había acercado a ellos más que nadie, y sin embargo sabía tan poco de su aspecto físico como los millones que vivían allá abajo.

La salita de conferencias, situada en el fondo de un corto pasillo, no tenía más muebles que una silla y una mesa instaladas ante una pantalla. Nada informaba la pantalla acerca de las criaturas que la habían construido. Estaba en blanco ahora, como siempre. A veces, en sueños, Stormgren había imaginado que aquella oscura superficie se animaba de pronto, revelando el secreto que atormentaba al mundo entero. Pero el sueño no se había realizado nunca; detrás del rectángulo en sombras se ocultaba un misterio impenetrable. Aunque se ocultaba también allí poder y sabiduría, y sobre todo, quizá, un enorme y divertido cariño por aquellas criaturas que se arrastraban por la Tierra.

De la oculta rejilla vino aquella voz serena, y sin prisa, que Stormgren conocía tan bien, aunque el mundo la había oído en una única ocasión. Su profundidad y resonancia — únicos indicios acerca de la naturaleza física de Karellen — daban una abrumadora impresión de gran tamaño. Karellen era grande, quizá mucho más grande que un ser humano. Aunque algunos hombres de ciencia, después de haber analizado los registros de su único discurso, habían sugerido que la voz provenía de una máquina. Stormgren nunca había podido creerlo.

— Sí, Rikki, me he enterado de esa pequeña entrevista. ¿Qué le ha hecho usted al señor Wainwright?

— Es un hombre honesto, aunque muchos de sus partidarios no lo sean. ¿Qué hacemos con él? La Liga en sí no encierra ningún peligro; pero algunos de sus miembros, los más extremistas, predican abiertamente la violencia. Me he estado preguntando si no convendrá que instale una guardia en mi casa. Aunque espero que no será necesario.

Karellen eludió la cuestión con ese modo fastidioso en que caía algunas veces.

— Los detalles de la Federación Mundial se conocen desde hace un mes. ¿Ha aumentado sustancialmente ese siete por ciento que no está de acuerdo conmigo o ese otro indeciso doce por ciento?

— No todavía. Pero eso no tiene importancia. Lo que me preocupa es ese sentimiento, difundido aun entre nuestros partidarios, de que esta ocultación tiene que terminar.

El suspiro de Karellen fue técnicamente perfecto, pero le faltó convicción.

— Usted opina lo mismo, ¿no es así?

La pregunta era tan retórica que Stormgren no se molestó en responder.

— Me pregunto si apreciará usted realmente — continuó, muy serio — cómo complica mi tarea este estado de cosas.

A mí tampoco me ayuda mucho — dijo Karellen —. Desearía que dejaran de verme como un dictador, y recordaran que sólo soy un funcionario encargado de administrar una política colonial que no he preconizado.

Era, pensó Stormgren, una descripción bastante atractiva. Se preguntó hasta qué punto sería verdadera.

— ¿No puede, por lo menos, explicarnos de algún modo esa ocultación? No la entendemos, y nos preocupa y da origen a incesantes rumores.

Karellen emitió aquella risa rica y profunda, de una resonancia excesiva para ser realmente humana.

— ¿Qué se supone que soy ahora? ¿Todavía circula la teoría del robot? Puede que sea una masa de válvulas electrónicas y no esa especie de ciempiés… oh, sí, he visto esa caricatura del Chicago Tribune. He estado pensando en solicitar el original.

Stormgren apretó los labios. En ciertas ocasiones Karellen se tomaba sus deberes muy a la ligera.

— Esto es serio — dijo con un tono de reproche,

— Mi querido Rikki — replicó Karellen —, sólo no tomándome en serio a la raza humana he logrado conservar en parte mi antigua e inconmensurable inteligencia.

Stormgren sonrió a pesar de sí mismo.

— Eso no me ayuda mucho, ¿no es cierto? Tendré que decirles a mis semejantes que aunque usted no se muestra en público no tiene nada que ocultar. No será una tarea muy sencilla. La curiosidad es una de las características humanas dominantes. Usted no puede desafiarla indefinidamente.

— De todos los problemas que hemos encontrado en la Tierra, éste es el más difícil — admitió Karellen. Usted ha creído en nuestra sabiduría en otras ocasiones. Seguramente también ahora confía en nosotros.

— Yo confío en ustedes — dijo Stormgren —, pero no Wainwright, ni tampoco sus partidarios. ¿Puede usted acusarlos si interpretan mal su poco deseo de mostrarse en público?

Durante un momento Karellen guardó silencio. Stormgren oyó luego un débil sonido (¿un crujido?) causado quizá por un leve movimiento del cuerpo del supervisor.

— Usted sabe por qué Wainwright y los hombres como él me tienen miedo, ¿no es así? - preguntó Karellen. Hablaba ahora con una voz apagada, como un órgano que deja caer sus notas desde la alta nave de una catedral — Hay seres como él en todas las religiones del universo. Saben muy bien que nosotros representamos la razón y la ciencia, y por más que crean en sus doctrinas, temen que echemos abajo sus dioses. No necesariamente mediante un acto de violencia, sino de un modo más sutil. La ciencia puede terminar con la religión no sólo destruyendo sus altares, sino también ignorándolas. Nadie ha demostrado, me parece, la no existencia de Zeus o de Thor, y sin embargo tienen pocos seguidores ahora. Los Wainwrights temen, también, que nosotros conozcamos el verdadero origen de sus religiones. ¿Cuánto tiempo, se preguntan, llevan observando a la humanidad? ¿Habremos visto a Mahoma en el momento en que iniciaba su hégira o a Moisés cuando entregaba las tablas de la ley a los judíos? ¿No conoceremos la falsedad de las historias en que ellos creen?

— ¿Y la conocen ustedes? — murmuró Stormgren, casi para sí mismo.

— Ese, Rikki, es el miedo que los domina, aunque nunca lo admitirán abiertamente. Créame, no nos causa ningún placer destruir la fe de los hombres, pero todas las religiones del mundo no pueden ser verdaderas, y ellos lo saben. Tarde o temprano, el hombre tendrá que admitir la verdad; pero ese tiempo no ha llegado aún. - En cuanto a nuestro ocultamiento — y usted tiene razón al afirmar que agrava nuestros problemas — es una cuestión que escapa a mi dominio. Lamento la necesidad de este secreto tanto como usted, pero los motivos son suficientes. De todos modos trataré de obtener una declaración de mis… superiores que pueda satisfacerlo a usted y que quizá aplaque a la Liga de la Libertad. Ahora, por favor, ¿podemos empezar con los asuntos del día?


— ¿Y bien? — preguntó Van Ryberg con ansiedad —. ¿Ha tenido suerte?

— No lo sé — respondió Stormgren, cansado, mientras tiraba sus papeles sobre el escritorio y se dejaba caer en su sillón —. Karellen consultará con sus superiores, quienesquiera que sean. No quiso prometerme nada.

— Escúcheme — dijo Pieter bruscamente — Se me acaba de ocurrir. ¿Qué motivos tenemos para creer que existe alguien por encima de Karellen? Suponga que todos los superseñores, como los hemos bautizado, estén aquí sobre la Tierra, en esas naves. Quizá no tienen adonde ir y lo están ocultando.

— Una teoría ingeniosa — dijo Stormgren haciendo una mueca —. Pero no está de acuerdo con lo poco que sé, o creo saber, de la posición de Karellen.

— ¿Qué sabe usted?

— Bueno, Karellen habla a menudo de su posición como si fuese algo transitorio que le impide dedicarse a su verdadero trabajo, algo así como matemática, me parece. En una ocasión le cité las palabras de Acton sobre la corrupción del poder, y cómo el poder absoluto corrompe de un modo absoluto. Me interesaba conocer su reacción. Karellen se rió con esa su risa cavernosa, y dijo: «No hay peligro de que me pase eso. Ante todo, cuanto antes termine aquí mi trabajo más pronto podré volver al lugar donde resido. Y además yo no gozo de absoluto poder, de ningún modo. Sólo soy… un supervisor.» Claro que podía estar engañándome. Nunca puedo estar seguro.

— Karellen es inmortal ¿no?

— Sí, de acuerdo con nuestro punto de vista. Pero hay algo en el futuro que Karellen parece temer. No puedo imaginármelo. Y eso es todo.

— No es muy terminante. Según mi teoría su flota se ha extraviado en el espacio y anda en busca de un nuevo hogar. No quiere que sepamos que él y sus compañeros son realmente unos pocos. Quizá todas las otras naves son automáticas, sin tripulantes. Una fachada imponente y nada más.

— Me parece que ha estado usted leyendo mucha ciencia — ficción — dijo Stormgren.

Van Ryberg sonrió con timidez.

— La invasión del espacio no resultó lo que esperábamos, ¿no es cierto? Mi teoría podría explicar por qué Karellen no se muestra nunca. Desea que ignoremos que no hay otros superseñores.

Stormgren sacudió la cabeza con una divertida incredulidad.

— Su teoría, como de costumbre, es demasiado ingeniosa para ser verdadera. Aunque sólo podemos suponerlo, tiene que haber una gran civilización detrás del supervisor, una civilización que conoce desde hace mucho la existencia del hombre. Karellen mismo ha estado estudiándonos desde hace siglos. Fíjese en su dominio del inglés. ¡Me enseña a mí cómo tengo que hablarlo!

— ¿Ha descubierto usted alguna vez algo que Karellen no sepa?

— Oh, sí, muchas veces, pero sólo trivialidades. Me parece que tiene una memoria absolutamente perfecta, aunque hay algunas cosas que no ha tratado de aprender. Por ejemplo, el inglés es el único lenguaje que entiende de veras, aunque en los dos últimos años se ha metido en la cabeza unas buenas porciones de finlandés sólo para fastidiarme. Y el finlandés no se aprende rápidamente. Karellen es capaz de citar largos trozos del Kalevala. Me avergüenza confesar que yo sólo sé unas pocas líneas. Conoce también las biografías de todos los estadistas vivientes y a veces soy capaz de identificar las fuentes que ha usado. Su dominio de la historia y de la ciencia parece completo… Ya sabe usted cuánto hemos aprendido de él. Sin embargo, consideradas aisladamente, no creo que sus dotes sobrepasen las de los seres humanos. Pero no hay hombre capaz de hacer todo lo que él hace.

— En eso ya hemos estado de acuerdo otras veces — convino Van Ryberg —. Podemos discutir incansablemente acerca de Karellen y siempre llegamos al mismo punto: ¿por qué no se muestra en público? Mientras no se decida a hacerlo yo seguiré elaborando mis teorías y la Liga de la Libertad seguirá lanzando sus anatemas.

Van Ryberg echó una mirada rebelde hacia el cielo raso.

— Espero, señor supervisor, que en una noche oscura un periodista llegue en un cohete hasta su nave y entre por la puerta de atrás con una cámara fotográfica. ¡Qué primicia sería!

Si Karellen estaba escuchando no lo demostró. Pero, naturalmente, no lo demostraba nunca.

En el primer año, el advenimiento de los superseñores, contra todo lo que podía esperarse, apenas había alterado la vida humana. Sus sombras estaban en todas partes, pero eran unas sombras poco molestas. Aunque había escasas ciudades en las que los hombres no pudiesen ver uno de esos navíos de plata, relucientes bajo el cenit, al cabo de un cierto tiempo todos aceptaron su existencia así como aceptaban la existencia del Sol, la Luna o las nubes. La mayoría de los hombres apenas advirtió que la elevación constante del nivel de vida se debía a los superseñores. Cuando pensaban en eso, lo que ocurría raramente, advertían que gracias a esas naves silenciosas reinaba por primera vez en toda la historia una paz universal, y se sentían entonces debidamente agradecidos.

Pero estos beneficios, negativos y poco espectaculares, eran olvidados tan pronto como se los aceptaba. Los superseñores seguían allá en lo alto, ocultando sus caras a la humanidad. Karellen podía obtener respeto y admiración, pero nada más profundo mientras siguiese con esa política. Era difícil no sentirse resentido contra esos dioses olímpicos que hablaban con los hombres sólo a través de las radioteletipos desde la sede de las Naciones Unidas. Lo que ocurría entre Karellen y Stormgren nunca se revelaba públicamente y a veces Stormgren mismo se preguntaba por qué el supervisor consideraba necesarias tales entrevistas. Quizá Karellen sentía la necesidad de mantenerse en contacto por lo menos con un hombre; quizá comprendía que Stormgren necesitaba esta forma de apoyo personal. Si ésta era la explicación el secretario la apreciaba de veras. No le importaba a Stormgren que la Liga de la Libertad lo llamase «el mandadero de Karellen».


Los superseñores no trataban nunca separadamente con Estados o gobiernos. Habían tomado la organización de las Naciones Unidas tal como la habían encontrado al llegar, habían dado sus instrucciones para instalar el indispensable equipo de radio, y habían comunicado sus órdenes por boca del secretario de la organización. El delegado soviético había apuntado correctamente, en largos discursos y en innumerables ocasiones, que este proceder contradecía las disposiciones de la carta. Karellen no parecía preocuparse.

Era asombroso que tantos abusos, locuras y maldades pudiesen ser borradas totalmente por esos mensajes del cielo. Con la llegada de los superseñores las naciones supieron que ya no tenían por qué temerse unas a otras, y adivinaron — aún antes que se hiciese aquella tentativa — que las armas existentes por ese entonces eran inútiles ante una civilización capaz de tender un puente estelar. De modo que el mayor y único obstáculo para la felicidad de los hombres fue prontamente anulado.

Los superseñores parecieron despreocuparse de las formas de gobierno, una vez que comprobaron que no se utilizarían para oprimir o corromper a los hombres. Siguieron funcionando en la Tierra las democracias, las monarquías, las dictaduras benévolas, el comunismo y el capitalismo. Muchas almas simples, que estaban convencidas de que la suya era la única forma posible de vida, recibieron una gran sorpresa. Otros creían que Karellen estaba dejando pasar el tiempo para introducir luego un sistema que borraría todos los otros sistemas sociales, y que por la misma razón no se molestaba en hacer reformas políticas sin importancia. Pero ésta como todas las otras especulaciones sobre aquellos seres eran meras hipótesis. Nadie conocía sus motivos, y nadie sabía hacia qué futuro estaban arreando a la humanidad.

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