Los sueños comenzaron seis semanas más tarde. En la oscuridad de la noche subtropical, George Greggson emergió lentamente hacia la superficie de la conciencia. Ignoraba qué lo había despertado, y durante un momento se quedó en cama, inmóvil, sumido en un pesado sopor. Al fin advirtió que estaba solo. Jean se había levantado y había entrado silenciosamente en el cuarto de los niños. Estaba hablando con Jeff en voz baja, demasiado baja como para que George pudiese oírla. Salió de la cama y fue en busca de Jean. Esas excursiones nocturnas eran bastante comunes, a causa de Poppet; pero hasta ahora no se había dado el caso de que George siguiese durmiendo en medio del alboroto. Esto era algo completamente distinto, y George se preguntó qué podría haber perturbado el sueño de su mujer.
Sólo las figuras fluorescentes de los muros iluminaban el cuarto. George alcanzó a ver a Jean sentada en la cama de Jeff. La mujer se dio vuelta y murmuró:
— No despiertes a Poppet.
— ¿Qué pasa?
— Sentí que Jeff me necesitaba y me desperté.
La simplicidad de la frase llenó a George de aprensión. Sentí que Jeff me necesitaba. ¿Cómo lo sentiste? preguntó para sí mismo. Pero todo lo que dijo fue:
— ¿Alguna pesadilla?
— No estoy segura — dijo Jean — Parece que está bien ahora. Pero cuando llegué estaba asustado.
— No estaba asustado, mamá — dijo una vocecita indignada —, Pero era un sitio tan curioso.
— ¿Cómo era? — preguntó George —. Cuéntame.
— Había montañas — dijo Jeff con voz soñadora —. Muy altas, y no eran de nieve como las otras montañas que he visto. Algunas estaban ardiendo.
— ¿Quieres decir… volcanes?
— No del todo. Ardían por todas partes, con unas llamas azules muy graciosas. Y mientras estaba mirando, salió el sol.
— Sigue, ¿por qué te has detenido?
— Otra cosa que no puedo entender, papá. El sol salió tan rápidamente, y era tan grande. Y… no era del color del sol. Era de un azul muy hermoso.
Hubo un prolongado y helado silencio. Al fin George preguntó en voz baja:
— ¿Eso es todo?
— Sí. Comencé a sentirme solo, y en ese momento vino mamá y me despertó.
George acarició el pelo desordenado de su hijo con una mano, mientras le cerraba el camisón con la otra. Se sintió de pronto frío y pequeño. Pero cuando le habló a Jeff su voz era normal.
— Fue sólo un sueño tonto. Has comido demasiado. Olvídate de todo y duérmete.
— Sí, papá — dijo Jeff. Hizo una pausa y luego añadió pensativo — : Creo que trataré de ir allá otra vez.
— ¿Un sol azul? — dijo Karellen, no muchas horas más tarde —. La identificación no puede ser muy difícil.
— No — contestó Rashaverak —. Se trata sin duda de Alfanidón Dos. Las montañas de azufre lo confirman. Y es interesante notar la distorsión de la escala del tiempo. El planeta gira con bastante lentitud así que ha observado muchas horas en unos pocos minutos.
— ¿Eso es todo lo que pudo descubrir?
— Sí. No he querido hablar con el niño.
— No podemos hacerlo. Los acontecimientos tienen que seguir su curso natural, y sin interferencias. Cuando los padres quieran hablar con nosotros… entonces, quizá, podamos preguntarle algo al niño.
— Es posible que la pareja no intente nada. Y quizá cuando lo hagan, sea ya demasiado tarde.
— Temo que eso no se pueda evitar. No tenemos que olvidarlo: en estos asuntos nuestra curiosidad no tiene importancia. No es más importante, por lo menos, que la felicidad de los hombres. - La mano de Karellen se extendió para interrumpir la conexión. - Continúen la vigilancia, por supuesto, y háganme saber todos los resultados. Pero no intervengan nunca.
Cuando estaba despierto, Jeff parecía el de antes. Por esto, al menos, pensaba George, podían sentirse agradecidos. Pero el temor estaba dominándolo, cada día más.
Para Jeff se trataba sólo de un juego; todavía no había comenzado a asustarse. Un sueño era sólo un sueño, por más raro que fuese. Ya no se sentía solo en aquellos mundos. La primera noche había llamado a Jean a través de quién sabe qué desconocidos abismos. Pero ahora entraba solo y sin temor en el universo que se alzaba ante él.
A la mañana sus padres le preguntaban qué había soñado, y él les contaba lo que era capaz de recordar. A veces, mientras trataba de describir escenas situadas más allá de su experiencia, y aun de la imaginación del hombre, Jeff tartamudeaba y se le confundían las palabras. George y Jean tenían que ayudarle con palabras nuevas, y le mostraban colores e imágenes para refrescarle la memoria. Luego trataban de poner en claro lo que resultaba de las respuestas del niño. Muy a menudo no sabían qué pensar, aunque parecía que en la mente de Jeff aquellos mundos de ensueño eran claros y simples. Se trataba, solamente, de que el niño era incapaz de comunicar sus experiencias. Sin embargo, algo era indudable…
Espacio, ningún planeta, ningún paisaje alrededor, ningún mundo a sus pies. Sólo las estrellas en la noche de terciopelo, y ante ellas un enorme sol rojo que latía como un corazón. Grande y tenue en un determinado momento, se encogía luego lentamente, brillando a la vez, como si alguien añadiese combustible a los fuegos interiores. El color recorría todas las franjas del espectro, hasta la raya del amarillo, y luego el ciclo volvía a repetirse, hacia atrás. La estrella se expandía y enfriaba, haciéndose otra vez una nube desgarrada y roja…
(- Una estrella variable pulsátil típica — dijo Rashaverak ansiosamente —. Y vista desde una tremenda aceleración temporal. No puedo identificarla con precisión, pero la estrella que más se le parece es Rhamsandron 9. O podría ser Pharanidon 12.
— Una u otra — replicó KarelIen —, está alejándose de la Tierra.
— Está alejándose mucho — dijo Rashaverak…)
Podría haber sido la Tierra. Un sol blanco pendía de un cielo azul manchado de nubes, que corrían ante una tormenta. Una colina descendía suavemente hacia un océano espumoso mordido por un viento voraz. Sin embargo nada se movía; era una escena inmóvil, como vista a la luz de un relámpago. Y lejos, muy lejos, en el horizonte, había algo que no era terrestre: una hilera de columnas envueltas en niebla que se afilaban ligeramente al salir del océano y se perdían en las nubes. Sé alineaban con perfecta precisión a lo largo del bordé del planeta… demasiado grandes para ser artificiales; demasiado regulares para ser naturales.
(- Sideneo 4 y los Pilares del Alba — dijo Rashaverak, y había angustia en su voz —. Ha llegado al centro del universo.
— Y apenas ha iniciado el viaje — respondió Karellen.)
El planeta era totalmente chato. Su enorme gravedad había reducido, hacía ya mucho tiempo, a una llanura uniforme las montañas de su orgullosa juventud… montañas cuyos picos nunca habían pasado de unos cuantos metros de altura. Sin embargo había vida aquí, pues la superficie del planeta estaba cubierta por una miríada de figuras geométricas que se arrastraban, se movían y cambiaban de color. Era un mundo de dos dimensiones, habitado por seres que no tenían más que una fracción de centímetro de alto.
Y en aquel cielo había un sol que un fumador de opio, en el más extraño de sus sueños, no hubiese podido imaginar. Demasiado caliente para ser blanco, era como un fantasma marchito, situado no muy lejos de las fronteras del ultravioleta, y lanzaba sobre sus mundos unas radiaciones que hubiesen sido instantáneamente letales para cualquier forma de vida terrestre. En un alrededor de millones de kilómetros extendía unos grandes velos de gas y polvo, que al ser atravesados por los rayos ultravioletas se convertían en innumerables colores fluorescentes. Era una estrella ante la cual el pálido sol terrestre hubiese parecido tan débil como una luciérnaga en pleno mediodía.
(- Hexanerax Dos, y ya fuera del universo conocido — dijo Rashaverak —. Sólo un puñado de nuestras naves han llegado hasta ahí, y nunca se arriesgaron a aterrizar. ¿Quién hubiese pensado que podía haber vida en esos planetas?
— Parece — dijo Karellen — que ustedes, los dedicados a la ciencia, no han investigado mucho. Si esas… figuras… son inteligentes, el problema de comunicarse con ellas tiene que ser muy interesante. Me pregunto si se imaginarán una tercera dimensión.)
Era un mundo que no podía conocer el significado del día y de la noche, de las estaciones y los años. Seis soles de color poblaban el cielo, de tal modo que sólo había cambios de luz, nunca oscuridad. A través de los tirones y golpes de los opuestos campos gravitatorios, el planeta seguía los nudos y las curvas de una órbita inconcebiblemente compleja, sin recorrer dos veces el mismo camino. Cada momento era único: la figura que ahora formaban los soles en el cielo no se volvería a repetir por toda la eternidad.
Y aún aquí había vida. Aunque el planeta podía llegar a chamuscarse cuando se encontraba entre los seis soles, y helarse luego en los bordes del sistema, era sin embargo morada de seres inteligentes. Los grandes cristales polifacéticos se agrupaban formando intrincadas figuras geométricas. Inmóviles en las eras de frío, crecían lentamente a lo largo de las vetas minerales cuando volvía el calor. No importaba que completar un pensamiento llevase un millón de años. El universo era todavía joven, y disponían de un tiempo infinito…
(- He revisado todos nuestros registros — dijo Rashaverak —. Nada sabemos de ese mundo, ni de esa combinación de soles. Si existiese en el interior de nuestro universo los astrónomos habrían advertido su presencia, aunque estuviese fuera del alcance de las naves.
— Entonces ha dejado la galaxia.
— Sí. Seguramente ya no falta mucho.
— ¿Quién sabe? Sueña nada más. Cuando despierta, es todavía el mismo. Está en la primera fase. Pronto sabremos cuándo comenzará el cambio.)
— Nos hemos encontrado antes, señor Greggson — dijo el superseñor gravemente —. Mi nombre es Rashaverak. Sin duda usted me recuerda.
— Sí — dijo George —. Aquella fiesta en casa de Rupert Boyce. No podría olvidarla. Y siempre pensé que volveríamos a encontrarnos.
— Dígame, ¿por qué me pidió esta entrevista?
— Creí que usted ya lo sabría.
— Quizá. Pero será mejor que me lo diga usted. Se sorprenderá usted bastante, pero yo también estoy tratando de comprender, y en algunos aspectos mi ignorancia es tan grande como la suya.
George miró asombrado al superseñor. Jamás se le había ocurrido un pensamiento semejante. Había creído, subconscientemente, que los superseñores poseían todos los conocimientos, y todo el poder… que entendían lo que le pasaba a su hijo y eran los únicos responsables.
— Supongo — continuó George — que ha visto usted los informes que le entregué al psicólogo de la isla. Así que estará enterado de esos sueños.
— Sí, estoy enterado.
— Nunca creí que fueran producto de su imaginación. Son tan increíbles, y sé que esto parece ridículo, que tienen que estar basados en la realidad.
George miró ansiosamente a Rashaverak, sin saber qué sería mejor: una confirmación o una negativa. El superseñor no dijo nada. Se contentó con mirarlo con sus grandes ojos serenos. Estaban sentados casi cara a cara, pues la habitación — diseñada obviamente para tales entrevistas — tenía dos niveles; la maciza silla del superseñor estaba situada a un metro por debajo de la de George. Era una amable atención para con los hombres que pedían tales entrevistas, y que muy pocas veces se sentían mentalmente cómodos.
— Al principio nos sentimos preocupados, aunque no alarmados de veras. Cuando despertaba, Jeff parecía normal, y sus sueños no lo molestaban, aparentemente. Y de pronto una noche… — George se detuvo y lanzó una mirada defensiva hacia el superseñor —. Nunca he creído en lo sobrenatural. No soy un hombre de ciencia, pero creo que existe una explicación racional para todo.
— Existe — dijo Rashaverak —. Conozco lo que usted ha visto. Estaba mirando.
— Siempre lo sospeché. Pero Karellen nos prometió que nunca nos volverían a espiar. ¿Por qué han roto ustedes esa promesa?
— No la hemos roto. El supervisor afirmó que la raza humana no volvería a ser vigilada. Hemos mantenido nuestra promesa. Yo sólo observaba a su hijo, no a usted.
Pasaron varios segundos antes de que George entendiera las palabras de Rashaverak.
— ¿Quiere decir…? - dijo entrecortadamente y poniéndose pálido. Se le apagó la voz y comenzó de nuevo —. ¿Qué son mis hijos entonces, en nombre de Dios?
— Eso — dijo Rashaverak con solemnidad — es lo que tratamos de descubrir.
Jennifer Anne Greggson, hasta hace poco conocida como Poppet, descansaba de espaldas con los ojos fuertemente cerrados. No los había abierto durante mucho tiempo y nunca volvería a abrirlos. La vista era para ella tan inútil como para las criaturas que poblaban los oscuros fondos del océano. Tenía perfecta conciencia del mundo que la rodeaba; en realidad, tenía conciencia de mucho más.
De su breve niñez, por quién sabe qué capricho de su desarrollo, le quedaba un reflejo. El sonajero, que la había deleitado alguna vez, sonaba ahora incesantemente, con un ritmo complejo y siempre distinto. Fue esa síncopa extraña lo que despertó a Jean y le hizo correr hacia el cuarto. Pero no fue sólo aquel sonido lo que le hizo llamar a gritos a George.
El común y brillante sonajero se agitaba continuamente en el aire, a medio metro de todo apoyo, mientras Jennifer Anne, con sus manitas regordetas apretadas y juntas, descansaba con una sonrisa de serena satisfacción en el rostro.
Había comenzado tarde, pero estaba progresando rápidamente. Y pronto sobrepasaría a su hermano, ya que tenía mucho menos que olvidar.
— Obraron ustedes con prudencia — dijo Rashaverak — al no tocar su juguete. No creo que hubiesen podido moverlo. Pero si lo hubiesen hecho, la niña se habría sentido muy molesta. Y entonces no sé qué pasaría.
— ¿Quiere decir — preguntó George aturdidamente que ustedes no pueden hacer nada?
— No lo engañaré. Podemos estudiar y observar, como ya lo estamos haciendo. Pero no podemos intervenir, pues no entendemos qué pasa.
— ¿Entonces qué vamos a hacer? ¿Por qué nos ha ocurrido a nosotros?
— Tenía que ocurrirle a alguien. No hay nada excepcional en ustedes, como no lo hay tampoco en el primer neutrón que origina la reacción en cadena de una bomba atómica. Ocurre simplemente que es el primero. Cualquier otro neutrón hubiese servido. Fue Jeffrey, pero podía haber sido cualquier otro niño del mundo. Ya no hay necesidad de guardar ningún secreto, y es mejor así. Hemos estado esperando que pasara esto casi desde que llegamos a la Tierra. No había modo de saber cuándo y cómo aparecería, hasta que — por pura casualidad — nos encontramos en la fiesta de Rupert. Entonces supe, casi con certeza, que el hijo de su mujer sería el primero.
— Pero entonces… no estábamos casados. Ni siquiera…
— Sí, ya sé. Pero la mente de la señorita Morrel fue el canal por el que pasé, aunque sólo por un momento, algo que ningún ser vivo sabía en ese entonces. Tenía que venir de otra mente, ligada con la suya. El hecho de que fuese una mente que todavía no había nacido no tenía importancia. El tiempo es mucho más extraño de lo que usted cree.
— Comienzo a entender. Jeff conoce estas cosas… puede ver otros mundos y puede decir de dónde vienen ustedes. Y Jean, de algún modo, recibió el pensamiento de Jeff, aún antes que Jeff hubiese nacido.
— Habría mucho que añadir, pero no creo que usted pueda acercarse más a la verdad. En toda la historia ha habido siempre alguien dueño de poderes inexplicables que parecían trascender los límites del tiempo y el espacio. Los hombres nunca entendieron esos poderes. Cuando quisieron explicarlos se confundieron todavía más. Lo sé muy bien, he leído bastante sobre ellos.
«Pero hay una comparación que es… bueno, sugestiva, y de cierta ayuda. Se repite una y otra vez en la literatura terrestre. Imagine usted que la mente de cada hombre es una isla, rodeada de océano. Todas esas islas parecen aisladas, pero en realidad están unidas por un lecho común. Si el océano desapareciese, no habría más islas. Todas serían parte de un mismo continente, habrían perdido su carácter de individuos.
«La telepatía, como ustedes la llaman, es algo semejante. En ciertas circunstancias las mentes pueden fundirse y luego, en los momentos en que vuelven a aislarse, recordar esa experiencia. En su forma más alta este poder no está sujeto a las limitaciones del tiempo y el espacio. Por eso Jean pudo obtener esa información de su hijo, que aún no había nacido.
Hubo un largo silencio durante el cual George luchó con esas asombrosas ideas. La figura comenzaba a adquirir forma. Era una figura increíble, pero tenía su lógica interna. Y explicaba — si podía usarse esta palabra para algo tan incomprensible — todo lo que había pasado desde aquella noche en casa de Rupert. Explicaba también, ahora se daba cuenta, el interés de Jean por los temas sobrenaturales.
— ¿Qué ha originado todo esto? — preguntó George —. ¿Y a dónde conduce?
— No se lo puedo decir. Pero hay muchas razas en el universo, y algunas descubrieron esos poderes mucho antes que la especie humana o la nuestra apareciera en escena. Esas razas han estado esperándolos a ustedes, y la hora ha llegado.
— ¿Y qué papel tienen ustedes?
— Probablemente, como todos los hombres, usted nos ha mirado siempre como a amos. No lo somos. No hemos sido más que guardianes, encargados de un trabajo que se nos impuso desde… arriba. Este trabajo es difícil de definir; quizá pueda usted entendernos mejor si le digo que somos como unas parteras. Estamos ayudando a que nazca algo maravilloso y nuevo.
Rashaverak titubeó. Por un momento pareció como si le faltaran las palabras.
— Sí, parteras. Pero nosotros mismos somos estériles.
En ese momento George comprendió que estaba en presencia. de una tragedia mayor que la suya. Era increíble, y sin embargo justo. A, pesar de todos sus poderes y su inteligencia, los superseñores estaban atrapados en algo así como un estancamiento evolutivo. Era ésta una raza grande y noble, superior a la humana en casi todos los sentidos; sin embargo no tenía futuro, y lo sabía. Ante esto los problemas de George parecían de pronto triviales.
— Ahora sé — dijo — por qué han estado observando a Jeffrey. Era el conejillo de indias de este experimento.
— Exacto, aunque el experimento escapa a nuestro control. No lo hemos provocado, simplemente nos limitamos a observar. No hemos intervenido en él sino cuando era necesario.
Sí, pensó George, aquella ola. Hay que cuidar a los ejemplares valiosos. En seguida se sintió avergonzado de sí mismo. Esta amargura no tenía sentido.
— Sólo. otra pregunta — dijo —. ¿Qué haremos con nuestros hijos?
— Disfruten de ellos mientras puedan — respondió Rashaverak —. Dentro de muy poco tiempo ya no les pertenecerán.
Era un consejo que podía habérsele dado a cualquier padre en cualquier época; pero ahora encerraba una terrible amenaza que nunca había tenido antes.