Jeffrey Greggson era un isleño que, hasta ahora, no se había preocupado por los problemas estéticos o científicos, los dos supremos intereses de sus mayores. Pero aprobaba de todo corazón la vida en la colonia, aunque por razones puramente personales. El mar, nunca a más de unos pocos kilómetros, lo fascinaba de veras. Había pasado la mayor parte de sus pocos años en el interior de un continente, y no se había acostumbrado aún a la novedad de vivir rodeado de agua. Era un buen nadador, y salía muy a menudo con otros amigos, armado de su máscara y sus paletas a explorar las aguas poco profundas de la bahía. En un principio Jean no se había sentido muy feliz, pero después de zambullirse ella misma varias veces, perdió el temor al océano y a sus extrañas criaturas, y dejó que Jeffrey disfrutara a su gusto, siempre que no nadase solo.
Otro miembro de la familia de Greggson que parecía muy contento con el cambio era Fey, una hermosa sabuesa dorada que nominalmente pertenecía a George, pero que era difícil separar de Jeffrey. Ambos estaban siempre juntos, durante el día y — si Jean no se opusiera firmemente — durante la noche. Cuando Jeffrey salía en bicicleta Fey se echaba ante la puerta, con unos ojos tristes y húmedos clavados en el camino, y el hocico entre las patas. George se sentía entonces bastante mortificado, pues había pagado un buen precio por Fey y su pedigree. Tendría que esperar hasta la próxima generación — dentro de tres meses — para tener un perro propio. Jean tenía otra idea. Le gustaba Fey, pero pensaba que un perro por casa era suficiente.
Sólo Jennifer Anne no había decidido aún si le gustaba la colonia. Esto, sin embargo, no era muy raro, pues no había visto del mundo más que los paneles plásticos de la cuna, y apenas sospechaba que existiese un lugar semejante.
Los recuerdos no absorbían a George; estaba muy ocupado con sus planes para el futuro, y muy entretenido con su trabajo y sus hijos. Su mente no retrocedía casi nunca hasta aquella noche africana, y jamás hablaba de eso con Jean. Ambos evitaban el tema de común acuerdo, y desde aquel día no habían vuelto a visitar a Boyce, a pesar de sus repetidas invitaciones. Lo habían llamado varias veces al año, excusándose siempre, y últimamente Boyce ya no los molestaba. Su matrimonio con Maia Rodricks, ante la sorpresa de casi todos parecía más floreciente que nunca.
Luego de aquella noche, Jean perdió todo deseo de investigar los misterios situados en las fronteras de la ciencia. La ingenua curiosidad que la había llevado a relacionarse con Rupert y sus experimentos se había desvanecido. Quizá estaba ya convencida, y no necesitaba más pruebas; George prefería no preguntárselo. Era posible que los cuidados de la maternidad le hubiesen hecho olvidar esos intereses.
No había que preocuparse, se decía George, por misterios irresolubles. Sin embargo, a veces se despertaba en medio del silencio de la noche, y se ponía a pensar. Recordaba su encuentro con Jan Rodricks en la terraza de la casa de Rupert, y su corta conversación con el único hombre que había logrado desafiar la prohibición de los superseñores. Nada en el reino de lo sobrenatural, pensaba George, podía ser más extraño que ese simple hecho científico. Aunque había hablado con Jan hacía ya diez años, para este tan distante viajero apenas habían transcurrido unos pocos días.
El universo era enorme, pero su tamaño no lo asustaba tanto como su misterio. George no tenía la costumbre de meditar sobre tales asuntos; sin embargo, pensaba a veces que los hombres eran como niños que jugaban dentro de un parque, lejos de las terribles realidades del mundo exterior. Jan Rodricks, resentido contra esta protección, había escapado. Nadie sabía hacia dónde. Pero en este caso George se encontraba del lado de los superseñores. No deseaba de ningún modo enfrentarse con lo que acechaba quizá en esa oscuridad desconocida, en el borde del círculo de luz lanzado por la lámpara de la ciencia.
— ¿Por qué — se quejó George — Jeff está siempre afuera cuando yo llego a casa? ¿A dónde ha ido hoy?
Jean alzó los ojos del tejido, una ocupación arcaica que había sido resucitada recientemente con mucho éxito. Esas modas aparecían y desaparecían en la isla con bastante rapidez. Como resultado de esta locura particular los hombres llevaban ahora unos sweaters multicolores, demasiado abrigados para el día, pero, bastante útiles después de la caída del sol.
— Ha ido a Esparta con algunos amigos — respondió Jean — Me prometió estar de vuelta para la hora de la cena.
— En realidad vine a casa a trabajar — dijo George pensativamente —. Pero es un día muy hermoso. Me parece que iré hasta allí y me daré un baño yo también. ¿Qué pescado deseas?
George nunca había pescado nada, y los peces de la bahía eran demasiado astutos. Jean iba a decírselo cuando un sonido que, aun en esta pacífica edad, era capaz de helar la sangre estremeció la quietud del atardecer.
Era el gemido de una sirena, que subía y bajaba, extendiendo hacia el mar, en círculos concéntricos, un mensaje de peligro.
Aquí, en la ardiente oscuridad, bajo el piso del océano, la presión de las rocas había crecido lentamente durante casi un siglo. Aunque el cañón oceánico se había formado en una de las primeras edades geológicas, las piedras torturadas no se habían acostumbrado aún a su nueva posición. Los estratos habían crujido innumerables veces, moviéndose un poco cuando el inimaginable peso del agua perturbaba su precario equilibrio. Estaban listos para volver a moverse.
Jeff estaba explorando los hoyos rocosos que corrían a lo largo del mar, ocupación que siempre lo fascinaba. Nunca podía saber con qué exóticas criaturas se iba a encontrar aquí, traídas por las olas que venían una detrás de otra, y a través del Pacífico, a romper contra los acantilados. La bahía era un país de hadas, y en ese momento Jeff se sentía el único dueño, pues los otros niños habían subido a las colinas.
El día era sereno y claro. No había ni un soplo de viento, y hasta el perpetuo gruñido que sonaba bajo los arrecifes era ahora sólo un sordo murmullo. Un sol ardiente colgaba en el cielo, pero el oscuro cuerpo de Jeff era ya inmune a sus ataques.
La playa era aquí un delgado cinturón de arena, que descendía hacia la bahía. Bajo las aguas claras como el cristal, Jeff podía ver las formaciones rocosas, tan familiares para él como el suelo terrestre. A unos diez metros de profundidad el esqueleto curvo y cubierto de algas de una vieja goleta se elevaba hacia el mundo que había dejado hacía doscientos años. Jeff y sus amigos habían explorado a menudo estos restos, pero sus esperanzas de encontrar un tesoro no se habían realizado nunca. Sólo habían descubierto una brújula cubierta de mejillones.
Algo asió con firmeza la bahía, como con ambas manos, y la sacudió brevemente. El temblor de las aguas pasó con tanta rapidez que Jeff se preguntó si no se lo habría imaginado. Quizá había sido un vértigo pasajero, pues a su alrededor todo seguía igual. Nada turbaba la superficie del agua; en el cielo no se veía una nube. Y de pronto, comenzó algo muy raro.
El agua estaba alejándose de la costa con una rapidez muy superior a la de cualquier marea. Jeff se quedó mirando, con un profundo asombro, pero sin miedo, como aparecían las arenas húmedas, y yacían brillantes al sol. Siguió a las aguas, decidido a aprovechar todo lo posible ese milagro que le había abierto las puertas del mundo submarino. Tanto había descendido el nivel del mar que el mástil roto del náufrago estaba subiendo hacia el cielo, y sus algas, faltas del apoyo del agua, colgaban ya verticalmente. Jeff se apresuró, ansioso por contemplar las maravillas que no tardarían en aparecer.
Fue entonces cuando oyó aquel ruido que venía de los arrecifes. Nunca había oído nada semejante, y se detuvo intrigado. Los pies comenzaron a hundírsele lentamente en las arenas húmedas. Un pez grande estaba luchando con la muerte, unos pocos metros más allá, pero Jeff lo miró apenas. El ruido de los arrecifes crecía a su alrededor.
Era un gorgoteo, un sonido de succión, como el de un río que corre por un estrecho canal. Era la voz del mar, que se retiraba protestando, enojado al perder, aunque fuese sólo por un momento, aquellas tierras suyas. Por entre las graciosas ramas de coral, a través de las ocultas cavernas submarinas, millones de toneladas de agua pasaban de la bahía a la vastedad del océano.
Regresarían muy pronto, y muy rápidamente.
Horas más tarde, una de las patrullas de salvamento encontró a Jeff en el banco de coral. El agua había llegado a subir hasta veinte metros sobre su nivel de costumbre. Jeff no estaba asustado, aunque sí afligido por la pérdida de su bicicleta. Tenía además mucha hambre. La destrucción parcial de los arrecifes había cortado el camino. Cuando llegó la patrulla, Jeff estaba pensando en regresar a nado, y si las corrientes no hubiesen cambiado mucho habría podido atravesar el canal con bastante facilidad.
Jean y George habían estado mirando cuando el tsunami golpeó la isla. Aunque los daños en las zonas más bajas de Atenas habían sido severos, no había habido desgracias personales. Los sismógrafos habían dado aviso con una anticipación de sólo quince minutos, pero eso bastó para que todos se pusieran a salvo. Ahora la colonia estaba curándose las heridas y reuniendo una colección de leyendas que los años harían más y más espeluznantes.
Jean estalló en sollozos cuando le devolvieron a su hijo, pues tenía la seguridad de que el mar se lo había llevado. Había visto, horrorizada, como el negro muro de agua, con su capa de espuma, había venido desde el horizonte a golpear la base de la isla. Parecía imposible que Jeff se hubiera salvado.
No era raro que el niño no pudiese hacer un relato coherente de lo ocurrido. Después de cenar, y cuando ya estaba a salvo en cama, Jean y George se sentaron a sus pies.
— Duérmete, querido, y no pienses más — dijo Jean — ya ha pasado todo.
— Pero fue divertido, mamá — protestó Jeff —. No estaba realmente asustado.
— Magnífico — dijo George —. Eres un chico valiente. Por suerte no perdiste la cabeza y corriste a tiempo. He oído hablar de esas olas. Muchas gentes mueren ahogados por salir a la playa a ver qué pasa.
— Eso es lo que hice — confesó Jeff —. Me pregunto quién me habrá ayudado.
— ¿Qué quieres decir? No había nadie contigo. Los otros muchachos estaban en la colina.
Jeff parecía perplejo.
— Pero alguien me dijo que corriese.
Jean y George se miraron con cierta alarma.
— ¿Quieres decir que imaginaste oír algo?
— Oh, no lo molestes más — dijo Jean con ansiedad, y muy rápidamente. Pero George era porfiado.
— Un momento. Cuéntame todo lo que pasó, Jeff.
— Bueno, yo estaba allí en la playa, junto a ese barco, cuando oí la voz.
— ¿Qué decía?
— No recuerdo muy bien, pero algo así como Jeffrey, sube a la loma, rápido. Te ahogarás si te quedas aquí —. Estoy seguro de que me llamó Jeffrey, no Jeff. Así que no era ninguno de mis amigos.
— ¿Era la voz de un hombre? ¿De dónde venía?
— Estaba muy cerca de mí. Y parecía un hombre…
Jeff titubeó y George lo incitó a que siguiera.
— Adelante… Imagina que estás en la playa, y dinos exactamente qué pasó entonces.
— Bueno, no se parecía a ninguna voz conocida. Me pareció que era un hombre grande.
— ¿Y no dijo nada más?
— No… hasta que comencé a subir por la loma.
Entonces ocurrió otra cosa rara. ¿Conoces el camino de los acantilados?
— Sí.
— Yo estaba subiendo por ahí, pues es el más corto. Yo ya sabía lo qué pasaba. Había visto la ola. Además, hacía un ruido horrible. Y de pronto descubrí, que en medio del camino había una roca enorme. Nunca había estado. Y no me dejaba pasar.
— La habría hecho caer el terremoto — dijo George.
— Chist… Sigue, Jeff.
— No sabía qué hacer, y sentía que se acercaba la ola. Entonces la voz dijo: «Cierra los ojos, Jeffrey, y ponte una mano delante de la cara». Parecía un chiste, pero lo hice. Y entonces hubo como un gran fuego — alcancé a sentirlo — y cuando abrí los ojos la roca ya no estaba.
— Ya no estaba.
— No. Así que empecé a correr de nuevo, y por eso casi me quemo los pies, pues las rocas del camino estaban terriblemente calientes. El agua silbó cuando llegó a esas rocas, pero ya no podía alcanzarme, yo estaba muy alto. Y eso es todo. Bajé cuando la ola se retiró. Entonces descubrí que mi bicicleta no estaba más, y que se había roto el camino de los arrecifes.
— No te preocupes por la bicicleta, querido — dijo Jean abrazando a su hijo —. Te compraremos otra. Lo único que importa es que no te hiciste daño. No nos interesa saber cómo pasó.
Esto no era verdad, por supuesto, pues la conferencia comenzó tan pronto como Jean y George dejaron el cuarto. No sacaron nada en limpio, pero la reunión tuvo dos consecuencias. A la mañana siguiente, sin decirle nada a George, Jean llevó a su hijito al psicólogo de niños de la colonia. Jeff volvió a narrar su historia, sin azorarse ante la novedad del escenario. Más tarde, mientras su paciente rechazaba uno tras otro los juguetes amontonados en otra habitación, el psicólogo tranquilizó a Jean.
— Nada permite suponer la existencia de alguna anormalidad. Tenga en cuenta que el niño acaba de pasar por una experiencia terrible, y ha salido de ella notablemente bien. Es un niño muy imaginativo, y quizá cree que dice la verdad. Así que acepte la historia, y no se preocupe si no aparecen otros síntomas. En ese caso llámeme en seguida.
Esa misma noche Jean comunicó el veredicto a su marido. George no se mostró muy contento, y Jean atribuyó su preocupación a los destrozos sufridos por su amado teatro.
— Muy bien — se limitó a gruñir George y se puso a hojear el último número de La escena y el taller. Parecía como si hubiese perdido todo interés en el asunto, y Jean se sintió molesta.
Pero tres semanas más tarde, cuando se reabrió el camino, George y su bicicleta se encaminaron hacia Esparta. Trozos de coral cubrían las arenas y había un hueco en la hilera de los arrecifes. George se preguntó cuánto tiempo tardarían las miríadas de pacientes pólipos en reparar esos daños.
Sólo un sendero llevaba a la cima de los acantilados, y una vez que recobró el aliento, George comenzó la ascensión. Unas algas secas, atrapadas entre las piedras, señalaban el límite alcanzado por la ola.
George contempló largo rato, de pie en aquel solitario sendero, el sitio donde se veían las huellas de una roca hundida. Trató de decirse a sí mismo que se trataba de algún capricho volcánico, pero abandonó enseguida su idea. Su mente volvió a aquella noche, años atrás, en la que se había unido, junto con Jean, al tonto experimento de Rupert. Nadie había entendido de veras qué había pasado, pero George sabía, de algún modo, que esos dos sucesos tenían cierta relación. Primero, Jean; luego, su hijo. No supo si tenía que sentirse asustado o contento y murmuró entre dientes una silenciosa plegaria:
— Gracias, KarelIen, por lo que tu gente ha hecho por Jeff. Pero me gustaría saber por qué lo hicieron.
Bajó lentamente a la playa y las grandes gaviotas blancas volaron a su alrededor, decepcionadas al ver que no les arrojaba un poco de comida.